Curioso registro de dos hechos uruguayos Dos sucesos muy singulares enlaza este trabajo, ambos ocurridos en Uruguay 1980 con sólo un mes de diferencia: el único referendum que perdió una dictadura en todo el mundo (57% en contra, encima el recuento se transmitió en vivo y en directo), y la Copa de Oro, torneo de campeones internacionales organizado para celebrar los 50 años del Mundial 1930 (Uruguay campeón, Argentina sub) y los 30 del Maracanazo (Uruguay campeón, Brasil sub). El mencionado referendum quería habilitar el traspaso del gobierno cívico-militar impuesto por un golpe, a otro cívico-militar impuesto por elecciones de candidato único. El material de archivo muestra la presentación oficial, jingles, una discusión televisiva muy bien conservada y muy civilizada, donde los del gobierno asocian política con corrupción y los opositores habilitados asocian a los colaboracionistas con rinocerontes (¡y uno de los polemistas fuma!, ¡qué tiempos aquellos!). Muestra también la gente votando y opinando, y, por supuesto, los partidos más interesantes de la Copa, donde compitieron Alemania, Argentina, Brasil, Italia, Holanda (en reemplazo de Inglaterra) y el dueño de casa. Refiriéndose a uno y/u otro tema, aparece una treintena de personalidades, entre ellas el entonces capitán de navío y presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol Yamandú Flangini, el incombustible Joao Havelange, dos ex presidentes, publicistas, periodistas deportivos, algunos detenidos políticos de entonces, el divertido empresario que consiguió la plata vendiéndole los derechos a Silvio Berlusconi (luego también detenido, pero por narcotráfico), el botija que sirvió de mascota, y varios jugadores, entre ellos Hugo de León (ex River), Venancio Ramos (ex Independiente), Waldemar Victorino (ex Newells y Colón) y el zurdo Rubén Paz, luego ídolo de Racing de Avellaneda. Y Sócrates, el doctor Sócrates, entonces capitán brasileño. Cada uno de ellos dice lo suyo, a veces contradiciendo un poco a los demás. Ahí, precisamente, está la gracia del relato. Unos le ven al torneo un trasfondo político, otros destacan la buena organización, los futbolistas se declaran apolíticos, un relator dice que la gente salió del estadio cantando contra los militares (aseveración largamente discutida en varios correos de lectores), etc., y entre medio de todo, en registro de archivo, un joven Maradona ya se queja, dice que le tiran piedras, aunque la imagen muestra cómo la gente lo palmea por la calle. Resumiendo, un trabajo entretenido, ilustrativo, acerca de dos fiestas históricas y un solo festejo, ya que todo el mundo salió a celebrar el triunfo celeste, pero a celebrar el de los opositores muy pocos se animaron. Hoy, en cambio, es común destacar el fin de la dictadura, pero el legítimo triunfo deportivo de ese encuentro pareciera injustamente teñido de vergüenza. Dicho sea de paso, acá pasa lo mismo. En los relatos, Gerardo Caetano, historiador y en aquel entonces miembro del seleccionado juvenil uruguayo. Director, Sebastián Bednarik, autor de otro documental muy simpático, «Matinée», sobre una murga de vecinos septuagenarios.
Una historia emocionante que trasciende lo religioso Esta película realmente está muy bien hecha. Tiene, sobre todo, un ejemplar manejo de los tiempos, de la luz, de los rostros, muy bien elegidos, intensamente expresivos, de los tonos, y de los diálogos, que son bastante breves, sencillos y precisos. Incluso ubica muy bien unos cánticos de Didier Rimaud, el de «Cuando él dice a sus amigos». Pero películas muy bien hechas hay en cantidad. Esta, además, es excepcional. Porque, ¿de qué otra forma se explica que un jurado enteramente laico, bien representativo de una cultura postcristiana, le haya otorgado el Grand Prix de Cannes, y el público se haya volcado a verla, y la vea con el corazón estremecido, tratándose de una película religiosa que encima «termina mal», según los criterios habituales del espectáculo cinematográfico? Porque es cierto: se la ve como una película religiosa. Pero también como algo más amplio: una historia de gente consecuente consigo misma y con sus creencias más ejemplares de amor y comprensión entre los hombres, por encima de sus propias vidas, y de la intolerancia ajena. Y «termina mal», claro que sí. Pero por eso mismo alcanza a darnos una idea de algo que está por encima de todo, idea que el cine contemporáneo raramente alcanza. En síntesis, ésta es la emocionante y profunda historia de unos monjes cistercienses (los vulgarmente llamados trapenses) que, en plena guerra civil argelina, eligieron seguir acompañando al pueblo musulmán donde vivían, pese al inminente riesgo de muerte. El hecho ocurrió de veras, en el pequeño monasterio de Notre-Dame del Atlas, junto a un pueblito llamado Tibhirine, 1996. Estos monjes no predican, sólo se dedican a servir al prójimo y, en este caso, dar testimonio de hermandad con los musulmanes. Cuando los fanáticos empezaron a degollar «infieles» se les ofreció mudarse a un lugar más seguro. Y surgió el conflicto: abandonar a los hermanos que los necesitaban, abdicar de su entrega, o caer orgullosamente en el suicidio como mártires de la fe. O flaquear. La película expone sus miedos totalmente humanos, roces, charlas con vecinos y choques con fundamentalistas y con miembros del ejército regular, y también muestra sus reflexiones, sus liturgias cotidianas, la creciente, íntima comprensión con que cada uno vive su propia fe, en un relato de pausado suspenso, de momentos inquietantes alternados con otros de calma inhabitual, todos ellos reveladores, como el inesperado diálogo del abad con el jefe de una facción armada que invade la casa, o la última cena de esos hombres fuera de serie. Hay un misterio en ellos, que provoca respeto. Que obliga al espectador a detenerse para tratar de entender ciertas cosas olvidadas. De ahí lo excepcional. Autores, Etienne Comar, productor y coguionista, y Xavier Beauvois, director y coguionista («No olvides que vas a morir», «El pequeño teniente»). Intérpretes principales, Lambert Wilson, Michel Lonsdale, el viejo Jacques Herlin, Farid Larbi. Origen del título, el salmo 82, ese que entre otros párrafos dice «Vosotros sois dioses; todos vosotros sois hijos del Altísimo. Sin embargo, como hombres moriréis, y caeréis como cualquiera de los gobernantes. ¡Levántate, oh Dios, juzga la tierra!».
Sensible retrato de Haroldo Conti Breve, apenas 64 minutos, interesante y valioso es este documental iniciado en 1975 por el fotógrafo y cineasta Roberto Cuervo, y terminado y enriquecido 35 años después por su hijo Andrés. Tal cual. Por aquellos tiempos, Cuervo padre filmó varios rollos blanco y negro de 16 mm, y grabó unas cuantas horas de charla con vistas a un retrato de Haroldo Conti, vecino de Chacabuco. Ante las máquinas casi de amateur, Conti desgrana su pensamiento y lee sus cuentos con típica voz de bonaerense sencillo y medio malhumorado, rema despacio por el Delta, matea en su biblioteca, limpia un pescado en la cocina, y duerme, mientras su esposa le acaricia la frente con la punta de los dedos, y el pueblo sigue parsimoniosamente con sus árboles, sus casas viejas de paredes sin revocar, los carros y los vecinos sentados a la puerta, con la mujer llevándoles el mate. Junto a esas imágenes, fotos de Eduardo Galeano y Martha Lynch, y sus voces grabadas opinando sobre el amigo y colega, uno siguiendo su corriente, la otra valorando al escritor pero muy sincera en cuanto a eso del compromiso social de los artistas e intelectuales. Ella descreía de todo entusiasmo de izquierda, y el propio Conti entendía «el compromiso» de un modo particular. «Nuestra obligación es hacer las cosas más bellas que el adversario», se lo escucha decir. También se le escucha alguna ingenuidad comprensible sólo en aquel momento, cuando critica «la libertad en abstracto como Vargas Llosa con el caso Padilla». Hoy se percibe mejor que entonces cómo el régimen castrista obligó al poeta Herbert Padilla a «autocriticarse» y criticar incluso a quienes pedían por su libertad, desde Jean-Paul Sartre para abajo. Y cómo la mayoría de quienes pidieron por él se quedaron quietos, salvo el peruano, que renunció ostentosamente al Comité de la Casa de las Américas y no paró hasta que el poeta pudo irse de la isla. Abstracciones aparte, hubo pocos meses después algo desgraciadamente concreto: el secuestro y asesinato de Conti en mayo de 1976. Sólo el padre Leonardo Castellani pidió por él ante Videla. Cuervo escondió entonces el material, esperando mejores tiempos. Pero en 1979, a poco de ser padre, murió en un accidente. Su hijo tenía apenas 10 meses. Su esposa, un montón de latas en el ropero. Valiente, no las quemó. Ya en democracia, el chico supo que allí había un tesoro de su padre. Más grande estudió cine, y completó la obra. Esta es su primera película, una obra de amor donde también aparece el otro hijo, Marcelo Conti, remando entonces y ahora por los riachos que amaba su padre, pero donde también suena, en algún momento, una irónica intuición del escritor: «El verdadero amor está rodeado de tristeza. Siempre lo dije, pero no sé por qué». La tristeza se percibe en el sepia de las imágenes nuevas, donde una madeja de hilo envuelve la máquina de escribir, un bote cruza una inundación que arrastra cuadernos y papeles sueltos, y la madre y esposa de esos cineastas lee, expresivamente, ciertas páginas que hoy perduran en el recuerdo.
Improvisación con título engañoso Esta película neoyorquina se presentó en una paralela de Cannes y otros festivales como «Go Get Some Rosemary». Luego, para su estreno en EE.UU., se lanzó como «Daddy Longlegs». Engañoso título, que ilusionó a varios incautos pensando que sería una versión actual del clásico «Papaíto Piernas Largas» tantas veces llevado al cine, desde Hollywood hasta Holanda y Japón, que ha hecho una serie en dibujitos, y ni hablar del hermoso musical con Fred Astaire y Leslie Caron. En fin, lo que aquí vemos, con título prestado, es otra cosa en todo sentido: una serie de diversas situaciones improvisadas en torno a un tipo hiperkinético en los pocos días que le toca la custodia de sus dos hijos en edad escolar, todo registrado con cámara en mano también hiperkinética, lo que, teniendo en cuenta que esto dura 100 minutos largos, termina cansando por partida doble. Pero el personaje no parece un mal tipo. Probablemente sería un buen ciudadano, un buen vecino y un buen padre, si no fuera tan acelerado, inestable, irresponsable, inmaduro, discutidor, superficial, burlón, etcétera. Los autores, los hermanos Ben y Joshua Safdie, lo aman y dicen haberse inspirado en su propio padre, un proyectorista a quien comprendieron recién de grandes. Roguemos que no sean como él. También parecen haberse inspirado en un padre artístico de los cineastas neoyorquinos de bajo presupuesto, el finado John Cassavetes. De modo que, a quien le gusten los locos a veces simpáticos de Cassavetes, acá tiene a sus seguidores. Hay momentos agradables, dentro de todo, y hay otros que no irían ni al festival de aficionados de Villa Gessell.
Sensible historia de un amor de senectud Al momento de rodaje de esta película, el veterano Martin Landau ya tenía 80 años. Muchos lo recuerdan por sus trabajos en el drama racial «Noche sin fin», «Tucker, un hombre y su sueño», «El Majestic», «Crímenes y pecados» (uno de los pocos films donde fue protagonista) y «Ed Wood», que le permitió ganar un Oscar como mejor actor de reparto encarnando a Bela Lugosi en su decadencia. Su partenaire en esta ocasión es Ellen Burstyn, que ya había cumplido los 76. Muchos la recordarán como la apetecible y muy buena actriz rubia de «Alicia ya no vive aquí», «El año que viene a la misma hora», o «Harry y Tonto». Los más jóvenes, como la madre de «El exorcista» y de «Requiem por un sueño», dos sucesos para amantes del estremecimiento. Pues bien, ahora Landau y Burstyn coprotagonizan esto que inicialmente parece ser una nueva historia de amores otoñales en los lindos suburbios de una ciudad con nieve. Para el caso, Omaha, en Nebraska. Hasta puede ser una historia de Navidad, ya que transcurre en esa semana. Pero hay un detalle. La mujer del relato es todavía bonita, agradable, atendible. ¿Por qué habría de interesarse en un viejo que ya parece medio perdido, casi a las puertas del geriátrico, según lo representa Landau? Sin embargo, le pide una cita. De a poco vamos captando otros detalles también extraños, perturbadores, pero todo mostrado con creciente sentido poético, una poesía visual que permite sublimar la angustia, porque a medida que entendemos lo que realmente pasa, la intriga va cediendo espacio al dolor. Hasta que todo queda claro. Éste no es un cuento de Navidad. Es un momento de la realidad, que cada uno debe afrontar. El trabajo de estos dos veteranos es digno de admiración. Saben imponer sus arrugas, sus miradas tan expresivas, el temblor de sus voces en la pantalla. Y hay algo más, que pocos saben, también digno de admirar. Al momento del rodaje el autor de esta película, su primera película, Nicholas Fackler, tenía apenas 23 años. Un muchacho de expresión todavía adolescente, que quizá todavía vive en casa de los padres, se gana la vida haciendo videoclips que firma como Nick Fackler, vive ahí nomás en Omaha, y debe querer mucho a sus abuelos. Esta película es del 2009, no ha hecho otra todavía, pero vale la pena tenerlo en cuenta.
Poderoso western gauchesco Varias alegrías nos regala esta pavorosa historia de tiros, degüellos, cabalgatas, raros paisajes, un penitente, una venganza, y una chinita. Primero, es una obra de género popular con varias puntas de reflexión, muy bien hecha, dinámica, y bien actuada según las exigencias del género. Luego, le encuentra la vuelta a cierta narrativa argentina y universal, reuniendo tradición y atractivos del western, guiños y gozosas exageraciones del spaghetti, y narrativa criolla capaz de discernir algo humano y profundo más allá de la barbarie gaucha y el resentimiento compadrito de hace un siglo largo. Otra cosa: al fin, luego de los rodajes fallidos de «Zama» y «El juicio de Dios», y algún otro trabajo, nuestro cine hace una buena versión de un texto de Antonio Di Benedetto. Claro que se toma sus libertades. Una reprochable, es que el personaje monta todo el tiempo un solo caballo, sin dejarlo descansar, pobre animal que no tiene la culpa. En el cuento, el hombre considera esto y va cambiando de montura. Más destacable es que acá Aballay no comete su crimen una noche de alcohol, sino en pleno día, bajo la embriaguez de la soberbia. Encima ya cometió otros. Pero éste es el que le duele, como al asesino Santos Pérez solo le duele la tremenda desgracia que le causó al niño, según imagina Sarmiento en su «Facundo». Bien puede anotarse ese capítulo entre las influencias a veces inconscientes absorbidas por el director Fernando Spiner, como los ralentados de Tonino Valerii, con doble i, el salvajismo de los westerns más sangrientos a uno y otro lado del océano, los rostros marcados de los personajes de Lucas Demare, Hugo Fregonese y Sergio Leone, el tempo de este último, el odio inagotable del hombre civilizado capaz de volverse una bestia en los films de Anthony Mann. Esto último pesa para que el protagonista del relato ya no sea Aballay, sino el niño que por su culpa creció huérfano y ahora quiere matarlo aunque le digan que el asesino se ha vuelto un santo. Pero ahí está, casualmente, la originalidad del relato. Es muy difícil encontrar una historia donde el asesino se haya arrepentido hasta tal punto que vuelva injusto su castigo. Y así precisamente lo imaginó Di Benedetto. Pero entonces, ¿quién es el malo de la película? Ah, ese personaje también aparece, le dicen El Muerto, y es tan malo que el propio diablo le escaparía. El bueno, que no es tan bueno, debe enfrentarlo y salvar a la chica, tras lo cual viene otra pelea, una herida terrible, y un final propio de ese tipo de películas que, después de mostrarnos cosas espantosas, terminan con una música «pum para arriba». En este caso, una conocida y querida marcha de 1902, para que todo el público salga bien alegre festejando. Todo, mérito de Spiner, que de joven disfrutó los spaghetti recién salidos de la moviola mientras estudiaba en Italia. Y también, lógicamente, mérito de su equipo y de su elenco, Pablo Cedrón y Claudio Rissi a la cabeza. Ojalá hiciéramos más películas como ésta.
Bizarro trío con marimbas Ésta es una película menor, que se hace mayorcita cuando se consideran su origen, su propuesta y sus elementos. Y el resultado, por supuesto. El origen es Guatemala, un país cuya producción cinematográfica siquiera abarca los dedos de una mano: «Sólo de noche vienes», 1966, «El silencio de Neto», 1996, «Gasolina», 2008, y la que ahora vemos, que es del mismo autor de la anterior, un joven que recién está aprendiendo. La propuesta es ver su país a través de unos simpáticos infelices en una especie de documental ficcionado, o más bien ficción documentada. Los elementos, apenas una cámara digital de alta definición, algún apoyo técnico y monetario de México y Francia, tres personas bien elegidas, y muchas ganas. Esas tres personas están relacionadas con la música. Un hombre grande, que pasó su vida tocando la marimba, melodioso instrumento algo pasado de moda y muy difícil de transportar, un médico de quien huyen los pacientes porque es heavy metal, practicó el satanismo y ahora integra una secta judeo-evangélica, y un joven cantor bueno para nada (sobre todo para cantar), encima drogón y delincuente juvenil en vacaciones. Bien, ahí se juntan el hambre con las ganas de comer, y se forma un trío de fusión inverosímil, donde encima el pibe hace de representante del grupo. Algo así como la unión de un viejo instrumentista de arpa con un baterista de rock pesado y el primo tonto de Pomelo tratando de conseguir los espacios. Los tres personajes realmente existen, aunque ni locos van a tocar juntos (bueno, locos puede ser), y sus problemas también existen de veras, vale decir, economía degradada, excesivo «tiempo libre», pandilleros barriales, vecinos y colegas de bajo corazón, funcionarios culturales tan amables como ajenos, oportunidades escasas, etc. Pero también existen el sentido de adaptación, la creatividad y buena voluntad para unir lo viejo y lo nuevo, lo ajeno y lo propio, los días malos y la ilusión de los buenos. Incluso, hasta la ilusión de que esa música va a sonar bien. Lo bueno es que estos tipos se hacen tan queribles, que al final hasta nos parece que va a sonar bien, aunque lo único realmente lindo que apreciamos sea el clásico «Lágrimas de Telma», del maestro Gumersindo Palacios, en marimba sola. Lo bueno también, es que esas sean, prácticamente, las únicas lágrimas que hay en toda la película. De este lado de la pantalla, en cambio, puede haber cierta suma de sonrisas, a veces piadosas, a veces simplemente divertidas, o dolidas, porque, bien mirado, todo esto bien podría ambientarse en ciertos lugares de nuestro propio interior. Son sus intérpretes, don Alfonso Tunché, el Blacko González, miembro del grupo Guerreros del Metal, Víctor Hugo Monterroso, ex habitante de un correccional de menores, y Cesia Godoy, actriz local. Autor, Julio Hernández Cordón. Otro detalle interesante: con esta película hace su presentación entre nosotros una red de pequeñas distribuidoras de cine latinoamericano. Por el momento la integran Argentina (Lat-E), México y Chile, pero cabe suponer que irá creciendo, más o menos como los músicos de esta película.
Comedia ácida sobre un guionista en apuros He aquí una comedia ácida entremezclada con una fábula terrible. En la comedia vemos las risueñas peripecias de un guionista torpe, tan absorto en su trabajo creativo que deja de lado los llamados de atención de su pareja, desvía las intromisiones de su madre mal medicada, y se engancha con una rubia «menos exigente» porque, según él cree, «se las banca todas. Es decir, es medio tonta, y eso me permite ser algo bruto». Pero quizás ella no sea tan tonta. Quizá tenga, más bien, y para bien, mucha paciencia, autocontrol y una estrategia a largo plazo. Y la madre tenga algo muy ilustrativo que decir sobre su ex marido, lástima que lo diga con 23 años de retraso y en el peor momento. Y la pareja inicial tenga algo que él perdió de vista hace rato. En todo caso, lo que a él más le importa, el guión de esa fábula terrible que imaginó, se va desarrollando muy bien. Para mal. O para que, cuando finalmente vea en pantalla lo que ha hecho, empiece a entender algunas cosas acerca de sí mismo. O tal vez no entienda nada, escape nomás de puro necio, y siga siendo un «desconectado» de sus sentimientos, como le reprocha la ex mujer. Dicho de otro modo, ésta es una comedia de tontos, divertida, que tiene como espejo la pesadilla de un cuento. Por ese cuento, que se vuelve cada vez más angustiante, el autor dice lo que no puede decir una comedia. El drama que hay detrás de los chistes, y de los tipos chistosos. Peto Menahem y Luis Luque protagonizan las respectivas partes. Cada uno es alter ego del otro, y ambos tal vez lo sean del autor de este film, Pablo Solarz, el guionista de «¿Quién dice que es fácil?», «El frasco» y «Un novio para mi mujer», que acá debuta como director. En este debut, el hombre luce su excelente habilidad para los diálogos, los caracteres, la observación de conflictos de pareja y trasfondos de familia, el manejo de los tiempos, y el juego armado para lucimiento de los intérpretes y disfrute del público. Porque acá se lucen todos y cada uno, en particular Florencia Peña, que hace reír en todas sus escenas, incluso algunas donde la iluminación le juega un poquito en contra. Claro, como es lógico, Solarz sigue siendo mejor guionista que director. Ya va a aprender, no hay problema. Lo más importante para el público, está bien puesto como corresponde, es decir personajes atractivos, actuaciones elogiables, historia, réplicas memorables, sentido de observación, sentido de la obra. Que, aunque cause gracia, es más seria de lo que parece. Vale la pena verla en pareja, siempre que después uno se anime a charlar de ciertas cosas.
Carlos: vida de un terrorista atípico Qué fácil era antes. El 21 de diciembre de 1975, a la conferencia mundial de la Organización de Países Exportadores de Petróleo en Viena, llegaron directamente en tranvía siete sujetos de armas tomar. Así nomás, en tranvía. Con armas. Entraron como si tal cosa hasta la sencilla sala de reuniones donde estaban los ministros de los diversos países miembros. E hicieron desastre. La policía era muy poca, incluso la especializada que vino después. No es que estemos viendo una producción pobre, que simplifica la escenografía y la cantidad de extras por una simple cuestión económica. Es que ocurrió así, antes todo era más sencillo. También parecían sencillas las opciones, y para algunos todavía lo son. De un lado, los cerdos burgueses y los pequeñoburgueses. Del otro, los revolucionarios decididos a «la lucha armada». La película observa las falacias de todo esto. Y lo hace a través de un personaje emblemático: Illich Ramírez Sánchez, alias Carlos El Chacal, playboy venezolano que definía a las armas como una extensión de su cuerpo y coqueteaba con psicópatas e intrigantes de los servicios árabes y palestinos, magnificado por la prensa occidental que le atribuyó más atentados de los que realmente hizo (encima varios de los que hizo le salieron mal, pero él siguió cultivando su imagen). La obra lo sigue desde sus primeras andanzas hasta que sus protectores le soltaron la mano. Mujeres, pasaportes, viajes, campos de entrenamiento, charlas con tipos poco confiables en oficinas escondidas, atentados, asesinatos de pobres incautos, movimiento de dinero, el episodio de Viena, fugas, escondites, negociaciones, dolce far niente y el paso del tiempo, que cambia las pautas de la gran política y la valoración de los «combatientes del pueblo». Todo eso está en la película, expuesto con nervio y agilidad, aunque, lógicamente, algún público puede marearse con los sucesivos datos que les ofrece. Debería agradecer que está viendo la versión corta, de «apenas» de 165 minutos. La versión larga es de 330, pero ambas fueron hechas por el mismo director, Olivier Assayas, y francamente la corta es mejor, sobre todo en su último tercio. Destacable, la buena actuación del también venezolano Edgar Ramírez, tanto en las escenas de juventud como en las de «retiro», donde debe aparecer abotagado por el poco «ejercicio». Y para recordar, en 1997 el auténtico Carlos fue condenado a cadena perpetua por el asesinato de tres personas en 1975, sentencia que hoy cumple en una prisión de Francia, donde las cadenas perpetuas se cumplen a perpetuidad. Qué fácil tendría que ser eso acá también.
Paisajes lúcidos de una extraña misión De Eran Riklis, el autor de «La novia siria» y «Los limoneros» (que acá se estrenó como «El árbol de lima») nos llega ahora una nueva película, más volcada a la tragicomedia. Pero una tragicomedia, digamos, aligerada, aparentemente leve, cosa de hacernos digerir sin susto las cosas profundas que contiene. Cosas como la soledad de los inmigrantes, la sequedad de los jefes que en el fondo tienen su corazoncito, la indiferencia de las empresas hacia su personal más prescindible, la preocupación de esas mismas empresas por la imagen, cuando se les enrostra la mencionada indiferencia, y también el destino, la ironía del destino, la diáspora y las diásporas, el cuerpo, la belleza desatendida, el viaje a la última morada, la emoción de una despedida colectiva, y también, de forma curiosa, inesperada, y tan lógica que parece mentira que suene inesperado, el derecho universal a eso que muchos todavía llaman Ciudad Santa, y entienden de distinto modo. Cómo se abarca todo esto, cómo se hace entretenido y al final hasta un poquito emotivo, convirtiendo en metáfora una anécdota aparentemente menor, es mérito de tres personas. El director Eran Riklis, por supuesto. Antes, el guionista Noah Stollman, que supo adaptar, y en parte mejorar, una interesante novela. Y antes aún, el autor de esa novela, Abraham B. Yehoshuá, que la publicó como «Una mujer en Jerusalén», según reza la edición española. En ella cuenta con singular percepción humorística, pero de humor asordinado, un asunto digno de Mark Twain o Ernst Lubitsch. Protagonista, el jefe de Relaciones Humanas de una panadería industrial donde las personas son tan anónimas como los panes hechos por máquinas. Nadie tiene nombre, solo son el jefe, la hija, la secretaria, el supervisor, la ex mujer, los empleados, etc. Solo una persona tiene nombre, y apellido, pero recién después de muerta. Antes era la mujer de la limpieza. Ahora, el jefe de Relaciones Humanas debe conocerla por su nombre, y llevar su cuerpo a su tierra natal, porque era extranjera y murió en un atentado de una guerra ajena. La historia deriva luego en un viaje medio pintoresco, algo apoyado en caricaturas y clisés (y en la novela también se pierde un poco), pero de pronto descubrimos que llega a buen puerto, vale decir, por algo hace semejante viaje y llega hasta la aldea perdida donde llega. Y es ahí donde el susodicho jefe, y el espectador que lo acompaña, y que también es medio anónimo, empiezan a percibir algo más que la anécdota, y empiezan a soltar la lágrima. ¿Qué es lo que perciben? Llegado a ese punto, el hombre bien podría decir, como dijo aquel marinero del viejo romance español, «Yo no digo mi canción, sino a quien conmigo va». Conviene ir.