“Güelcom”: comedia liviana y entretenida Se pasa un rato amable con esta comedia romántica hecha, precisamente, sin más pretensiones que la de hacerle pasar un rato amable a su público, lo que parece cosa fácil y menor, pero pocos lo consiguen, sobre todo cuando ese público ya se conoce casi todas las recetas del género. Por suerte, el asunto está hilvanado con argentina originalidad y buena dinámica, amén de intérpretes adecuados para la ocasión. Se le puede reprochar liviandad y largo empleo de clisés, pero seguramente otros verán en eso mismo elegante ligereza y buen empleo de clisés, y saldrán contentos. Para ellos (más bien «para ellas») va dirigida la comedia, y punto. En ella, el protagonista va narrando su historia, a veces a los espectadores y otras a un psicólogo, mientras expone sobre «argentinos que se van del país». Es que él se quedó, y su ex pareja se fue a buscar otros horizontes, lo mismo que una pareja de amigos. El es un joven psicólogo asediado por una linda paciente. Ella, la ex, se fue para trabajar de experta cocinera, pero lo que mejor cocinó fue el noviazgo con un petiso que gana en euros (encima ahora vuelve con ese sujeto). En cuanto a la pareja amiga, ni recordamos qué profesión tenía, porque en el extranjero aceptó otra que acá jamás tendría en cuenta. Se suma a toda esta gente otra pareja que no planea irse ni agrandarse, pero lleva una planificación a la argentina. Y hay algunos más, en plan de amigos, clientes o asesores. Todos ellos se terminarán cruzando en una linda fiesta de casamiento, que no es la de los protagonistas (a no afligirse, la película no ha terminado). Protagonistas, Mariano Martínez (que desde «NS/NC» no filmaba una romántica) y Eugenia Tobal (su esposa en la vida real). En plan de amigos, Peto Menahem, Maju Lozano, Eugenia Guerty, Gonzalo Suárez, Paula Morales. En plan de levante, Agustina Córdova, la paciente de marras. Y con ganas de casarse, Chema Tena, donostiarra de origen, hoy afincado en Buenos Aires. Dignos de cartel francés, Gustavo Garzón, como un psiquiatra que se las sabe todas, y Nicolás Condito, haciendo un rolinga en plan de recuperación. Autor, el debutante Yago Blanco, que tiene una historia sentimental inédita, «Los domingos son para dormir», sobre amigos veinteañeros, cada uno con sus sueños. Párrafo aparte, el lugar donde se filmó la última toma. Parece una ciudad sobre la costa del Mediterráneo. Es Piriápolis, acá nomás, sobre el Mar Dulce. En resumen, está bien hecha y se pasa el rato.
Viñetas de la inmigración forzada No es el fin del Potemkin lo que aquí se cuenta, sino el de otro barco más cercano, el Latar II, cuya mole carcomida todavía puede verse (no por mucho tiempo) reclinada contra la escollera Norte del puerto marplatense. Pero en cierto sentido sus destinos se asemejan. En la famosa película de Eisenstein, ambientada en 1905, el acorazado cruza triunfante hacia la libertad. Esto fue de veras así. Luego ancló en Rumania, fue devuelto a Rusia, heredado por la URSS, capturado por Alemania, recapturado por los rusos blancos, y reventado. En cuanto a los marinos del Potemkin, varios volvieron a Rusia ilusionados por promesas de perdón y ahí nomás los ejecutaron o enterraron en cárceles, y otros más vivos huyeron de la vigilancia rumana, lo más lejos posible, a Irlanda e incluso, 32 de ellos, a la Argentina, hacia 1908. Unos 80 años más tarde, llegaron otros rusos, mejor dicho bielorrusos y letones, en un barco factoría, ilusionados por una muy buena paga. Pero mientras estaban pescando en el Mar Argentino, la URSS reventó, la empresa a cargo del barco no se hizo cargo, y los tripulantes se encontraron de buenas a primeras sin plata alguna, sin saber castellano, y sin siquiera un pasaporte válido, porque el que tenían era de un país ya inexistente. 39 de ellos clamaron por abogados, reclamaron al propio Gorbachov cuando éste visitó Mar del Plata (que ni los atendió), y al final se desperdigaron. Algunos volvieron a sus pueblos con las manos vacías, otros intentaron rehacer aquí sus vidas. Este documental del marplatense Misael Bustos presenta la experiencia de dos de ellos: el maquinista Anatoli Atankievich, que revalidó su título en Prefectura y sigue en los talleres, y, sobre todo, el electricista naval Víctor Yasinskiy, que partió de su pueblo dos días antes del cumpleaños de su hijita, y nunca más volvió a verla. Entre otras cosas, lo demoraron la mala suerte y el embarazo de una mujer con la cual había formado pareja circunstancial. Hoy es padre aquí y allá, pero trabaja en Comodoro Rivadavia. La película atiende las historias de ambos marinos, y también visita sus pueblos natales. El pobre Víctor mejor que ni vuelva. Los suegros echan pestes. ¿Pero acaso hablarían bien de él, si hubiera vuelto justo para la hecatombe económica que significaron los cambios de 1991? Tocante registro de la inmigración forzada, recuerda un poco el testimonio recopilado por Juan Marsal en «Hacer la América. Autobiografía de un inmigrante español en la Argentina», sobre un infeliz que durante años apenas pudo mandar algo de plata a su casa, y los parientes lo terminaron despreciando por perdedor. Era un libro que solía recomendar Guillermo Magrassi, el de «La aventura del hombre». Quién sabe cuántas otras historias similares habrá en estos momentos en estas tierras. O cuántos argentinos andarán pasando frío y vergüenza en lugares lejanos. Quién sabe, también, si en una de esas don Víctor no da el batacazo y termina reuniéndose orgullosamente con su hija. La película hace que nos interesemos especialmente en su destino, y tengamos ganas de saber cómo sigue. Duele un poco, pero vale la pena.
Delicias y fastidios de la vida en pareja Esta es una de esas películas que se aprecian mejor recién dos o tres días después de haberlas visto. Quien vaya a verla sin conocer al autor, o sin respetarlo mucho, quizás empiece desconfíando ante lo que parece ser sólo una conversación vacua de un historiador inglés de arte con una galerista francesa. Él da una charla, ella se lo charla a la salida y lo lleva en su auto. Tema del día, las copias que llegan a ser mejores que los originales. Si el asunto poco le interesa al espectador, ahí tiene para distraerse unos lindos paisajes y unos rincones preciosos de Cortona, Lucignano, y otros lindos pueblos de Toscana. Cayó en la trampa, se distrajo. Porque de pronto le asalta la duda: ¿esa mujer evidentemente dispuesta a seducir, y ese tipo que se hace el reticente, no serán un matrimonio, o, por lo menos, no tendrán un pasado en común, y ahora se encuentran jugando a los desconocidos? Porque el tema de fondo ya no es ese asunto artístico-legal de la relación entre copias y originales. La conversación fue tomando otros carriles, lo que ahora les atrapa son las delicias y amarguras de la vida en pareja, y en ese asunto se entrometen cada tanto otras personas, para ofrecerles la alegría de dos recién casados, o algunos buenos consejos que permitan soportar el desgaste. O simplemente para cruzar frente a ellos, mostrándoles lo que es la vida cuando dos personas van llegando juntas al final de la vida. El tema de fondo, entonces, es el intento de sentir de nuevo el ensueño, la dedicación mutua de otros tiempos, forzar los sentimientos, obligarlos, y en una de esas, quién sabe, esa segunda etapa pueda ser igual que la primera, y hasta mejor, al menos por un día. Ese es el asunto. Se esconde un poco bajo una serie de juegos de estilo y dobles lecturas que el autor dispuso para lucimiento personal y entretenimiento de sus seguidores, pero ahí está, para placer de todos. El autor es el persa Abbas Kiarostami, que no hacía una romántica desde su ya lejana y emotiva «Detrás de los olivos», sobre el amor adolescente. Ahora hizo ésta, sobre el amor en la madurez, que es también su primera ficción hecha en Europa con artistas profesionales. Y qué artistas: Juliette Binoche, con toda la gama y las etapas del amor en su rostro, el barítono William Shimell, elegante y firme hasta que más o menos afloja, y, para el recuerdo, dando consejos a la pareja, la veterana Gianna Giachetti al frente de una cafetería (¡cuánto tiempo ha pasado desde que apareció al fondo de un burdel en «La viaccia»!), y, en una placita, el siempre benevolente Jean-Claude Carriere, guionista de Buñuel y tantos otros grandes. Hablando de guiones, «Copia certificada» es en partes una relectura de «Viaje a Italia», del maestro Roberto Rossellini con Ingrid Bergman y George Sanders, muy indicado para quien quiera ver algo más sobre el mismo tema. Pero esa ya es otra historia.
Un film para chicos con destino didáctico Apenas una función por día, en sólo dos salas, consiguió esta película nacional. Pero con el tiempo, quizá semejante limitación sea sólo una anécdota, y su verdadera vida, y mayor utilidad, esté en las salas de jardín o primer grado, según las maestras sepan aprovecharla, conversando con los chicos sobre determinados fragmentos motivadores. Por ejemplo, la escena inicial: un pequeño discute con su padrastro, deja el hogar materno y se convierte en un niño de la calle, viviendo del cirujeo y de las expectativas del arte callejero. Esto casi nunca sucede en las películas para niños, pero ocurre mucho en la vida real, que los niños deben conocer. Y un buen modo de conocerla es de forma indirecta, a través de muñecos de varilla y goma espuma en escenarios de fantasía evidente (aunque representen lugares tan reales y desagradables como el callejón de la basura o la celda de la comisaría). De la basura, el niño saca un libro abandonado. Es sobre leyendas aborígenes. Entonces, con cada capítulo, su imaginación lo convierte en dibujo y lo lleva hasta lugares tan distantes como los cerros puneños, la precordillera, los canales fueguinos y el litoral, para compartir andanzas con diversos personajes de otras tantas razas. No se trata sólo de consuelos o distracciones instructivas. En cada episodio él encuentra algo relacionado con su propio problema. Y así, los cuentos lo van ayudando a vivir y a reencontrarse con su madre. Los títeres se alternan con los dibujos, el ambiente de bajo fondo con los grandes espacios del interior, la mezquindad de algunos con la épica de otros, la murga con los fondos de raíz folklórica, y una melodía de estilo actual con los arreglos de otro tiempo. Mucho de este relato parece hecho con estilo, recursos y sensibilidad de otros tiempos. Habrá que ver cómo lo reciben los pequeños que todavía viven sus propios tiempos, aún ajenos a la aceleración y/o el cinismo de algunos entretenimientos de gran influencia que los rodean. Autor, Alejandro Malowicki, impulsor de las producciones para niños, destacado por su versión fílmica del musical de Hugo Midón «Pinocho». Música, Martín Bianchedi y Pablo Martín, con especial acierto en un tema de piano, bandoneón y coro para la escena donde el niño espera a su madre (hay final feliz, por supuesto). Responsable de los títeres, Roberto Docampo. Dibujos, un estudio de diseño gráfico de Colegiales, Urrak, que en vasco significa avellanas.
Zombies con el sello de un experto Hasta los zombies se cansan un poco y eso es lo que les pasa a los muertos vivos de George Romero en su nueva entrada en la saga iniciada en 1968 con el film de culto «Night of the living dead» (La noche de los muertos vivos). Es que el director de «Creepshow» y tantas buenas películas de terror ha repetido tanto todas las variantes de masacres post mortem, incluyendo algunas buenas ideas modernas como la especie de reality de su anterior «Diario de los muertos», que ya no sabe bien qué inventar en la materia. Por eso esta nueva «Reencarnacion de los muertos» tiene momentos brillantes, algunos muy intensos y otros divertidos y originales, pero como conjunto no cierra nunca del todo. Claro que si la ve un espectador aficionado al terror que no conozca las películas anteriores de muertos vivos de Romero, se puede suponer que la primera media hora de esta película le va a parecer lo más genial en terror gore y super acción zombie que haya visto en su vida. Es que realmente los primeros dos actos de este film tienen más matanzas de muertos vivos que cualquier entrada anterior de la serie, por lo que no se le puede negar a este cineasta independiente su generosidad hemoglobínica. Además, hay que reconocer que cada momento violento está filmado con gran imaginación, como si estuviera tratando de competir consigo mismo para superar ese tipo de escenas de sus trabajos anteriores. Pero luego del suculento comienzo, la trama empieza a derivar en algo parecido a un western contemporáneo, o quizá habría que decir western post apocalíptico, donde al estilo de algún drama clásico, dos familias se pelean por viejos rencores que ya nadie recuerda en vez de ocuparse de los zombies, a los que algunos tratan de curar. Ahí empieza a aparecer el mayor problema que tiene «La Reencarnacion de los muertos» y es que en su necesidad de renovarse, Romero infringe sus propias reglas en cuanto a las descripción de la enfermedad o plaga que convierte a la gente en zombie. Como hasta las películas de zombies descerebrados necesitan mantener alguna lógica, el asunto empieza a fallar. De todos modos, hay momentos de suspenso y ultraviolencia de todo tipo y calibre como para mantener entretenido al fan, que de todos modos no podrá dejar de notar los abruptos cambios de clima que surgen de un argumento poco aceitado. Al final, lo que queda es el impacto de las fuertísimas escenas iniciales, y la extraña visión de una bella y pálida zombie de a caballo.
Técnica ingeniosa, para una idea mínima Desde esta punta del planeta, vaya uno a saber qué dirá la madre del joven director quebequense Xavier Dolan, cuando por todo el mundo repiten lo que él mismo dijo, que ha hecho una obra de inspiración autobiográfica. Y es que la madre que se representa en la película, pobre mujer, es extremadamente cargosa, vulgar, ridícula, discutidora, en fin, un bochorno andante, y encima incapaz de entender al hijo adolescente. Así la pinta el autor, que también es el actor principal de su propia creación. En efecto, Dolan tenía apenas 19 años cuando hizo lo que ahora vemos, y 16 cuando empezó a escribirlo. Un geniecillo, según parece. Y una esponja, que absorbe de todo y después deja las diversas marcas por la superficie de la pantalla, desde los actuales videoclips del sueco Jonas Akerlund a los viejos dramas malhumorados de John Osborne, las actuaciones exacerbadas y las escenas intermitentes de Cassavetes, y, por supuesto, la anécdota del niño de «Los 400 golpes» que cuando le requieren la entrega de un trabajo escolar se justifica con una excusa extrema: estaba de duelo. Sólo que el personaje de Francois Truffaut es un niño indefenso que inventa lo primero que se le ocurre, y el de Dolan ya es un muchachito que, casi abiertamente, oficializa una expresión de deseos. Lo que más quisiera es que la vieja se muera de una vez. Su problema es que la vieja todavía es joven, bastante atendible, y quiere disfrutar de la vida, aunque él se la amargue diariamente porque también tiene sus defectos, él no es más que un zopenco histérico, egoísta y desagradecido. Su problema, también, es que sólo son ellos dos en el hogar, y en el fondo se quieren. No se entienden, no se tienen paciencia, no se soportan, pero de algún modo se quieren. Sucede tantas veces en la vida real. Algún día llegará la comprensión, o la resignación. Por su parte, el problema del film es que, para llegar al debido final, da demasiadas vueltas sobre un único asunto, con variaciones sólo formales, en sucesión de recursos a la moda y entretenida demostración de habilidades técnicas, pero sin mayor progresión dramática. Un poquito menos ostentoso, Dolan realizó, casi enseguida, su segunda película, «Les amours imaginaires», con su pareja de ésta, el rubio Niels Schneider, y acaba de rodar la tercera, «Laurence Anyways», sobre los problemas de un joven para conservar su amor después de haber cambiado de sexo. Un nuevo director a tener en cuenta.
Moroso aprender a vivir de un adolescente Una escena de moderado suspenso cierra este drama. Un hombre, víctima de su esposa, su vecino, y la enfermedad que lo mantuvo largos años deprimido, acaba de armar su rifle con mira telescópica, apunta para diversos lados y dispara. No diremos a quién, pero tiene esos y otros blancos, incluyendo a su propia hija adolescente y al amiguito de la hija, que por pura casualidad es hijo del referido vecino. Puede deducirse que éste no es un barrio aconsejable. Sin embargo, uno a primera vista quisiera vivir ahí. En esas lindas casas suburbanas con mucho verde alrededor, un bosquecito al fondo, todo lleno de hojas doradas en otoño y con algún venado que por las mañanas se arrima casi hasta la puerta, en fin, esas típicas casitas blancas de las películas americanas, de lindo frente, mucha madera, y que por dentro son una porquería. La historia se ambienta en un tiempo confuso. Los datos combinan cierto auge inmobiliario de fines de los 70 en Long Island con una toma de embajada en Irán ocurrida años antes, y el conflicto de Malvinas de 1982 («cerdos hispanos» menciona alguien circunstancialmente). Dicho sea de paso, también ese año se identificó la bacteria de la enfermedad que sufre el antedicho fusilero: la enfermedad de Lyme, una cosa rara que provoca depresiones, ataques de pánico, tendencias suicidas, paranoia, agresividad, y en una de esas también seborrea. Todo ello, provocado por las garrapatas que acompañan a los venados que por las mañanas se arriman casi hasta la puerta de la linda casita. «Lymelife», es el título original de la película, y cabe advertir que, con síntomas tan diversos, cualquiera puede parecer enfermo. Los chicos de la escuela se agarran a las trompadas, las mujeres están angustiosamente hartas de sus maridos, el chico protagonista pasa 80 minutos con cara de agotamiento, etcétera. Por suerte se despabila en dos oportunidades: para trompear a otro, y para tener su primera experiencia sexual bajo la experta guía de la vecinita, que tiene su misma edad pero, ya se sabe, las mujeres maduran más rápido. El pobre tiene que esperar casi toda la película para que pase algo, y el espectador también. Eso sí, el reparto tiene cierto lustre, y ciertas escenas justifican moderadamente la calificación de actor para Alec Baldwin. Junto a él, llaman la atención los hermanos Rory (protagonista) y Kieran Culkin, la prometedora Emma Roberts, y, sorprendentemente «a cara lavada», Cynthia Nixon, la Miranda de «Sex and the City.
Una joyita “cinéfila” para todo público Con esta pequeña obra, pequeña incluso en su duración, de apenas 67 minutos, debuta una nueva distribuidora de cine arte. Deriva de otra con amplio catálogo en cine del Extremo Oriente. La película que nos trae también es oriental. De la Banda Oriental. Risueña, de una melancolía y un humorismo típicos de aquel lado del río, y un personaje que debe ser, tal vez, pariente lejano de alguno de esos oficinistas del primer Benedetti. El tipo es un gordo bueno, grandote, de anteojos gruesos y sonrisa amable. Sólo que tiene poco para sonreírse. Dedica la vida entera a su trabajo en una cinemateca desprotegida y alicaída, paulatinamente abandonada por los socios y los filántropos, vive con sus padres, y no sabe cómo invitar a una chica que le gusta. Disfruta, eso sí, las tareas que tiene asignadas, incluso un espacio radial, que quizá sus oyentes disfruten algo menos. Siente el orgullo de formar parte de una entidad histórica, pero ha llegado tarde, la historia de la misma ya se termina. Un día se impone la cruel verdad: se le acabó el empleo. Deberá salir al mundo exterior. Lo bueno es que, después de la amargura, del llanto solitario en un colectivo indiferente, el hombre se rehace, y, sin decirnos nada, decide ser «el héroe de su propia película». De esa forma, en rápida evolución, en un lugar nuevo para él, enfrenta a un nuevo público, lo envuelve con inesperada habilidad (y con un tramposo elogio de la mentira escrito por Mark Twain, especial para abogados), y, maravilla de las maravillas, con mucha seguridad en sí mismo logra una cita de la chica. Y eso no es todo, aún falta lo mejor. Da risa y ternura el personaje, causa respeto y nostalgia esa gente abocada a funciones que otrora tuvieron mayor peso, y resulta simpático el homenaje que les brinda el autor de la obra. Coherentemente, dicho homenaje se hace con fotografía en blanco y negro y pantalla cuadrada como las de antes (algo rarísimo de ver en estos tiempos), con un particular trabajo de la banda sonora, el auténtico director de la verdadera y prestigiosa Cinemateca Uruguaya, don Manuel Martínez Carril, como jefe de nuestro héroe, y una antológica escena de baile por las escaleras de un edificio público. Pero antológica, no por maravillosa, sino por el regocijo que nos transmite el protagonista, Jorge Jellinek. Que no es actor, pero ya se ha ganado un premio como tal, ni es bailarín, pero sube, baja y da sus pasos con inesperada gracia. En verdad, es un crítico de cine. Algunos espectadores envueltos en los sofismas de la cinefilia disfrutarán especialmente todas las posibilidades de interpretación que la obra de Federico Veiroj permite. Acá tiene para entretenerse a gusto. Los que simplemente aman el cine, disfrutarán también, sin tanto trabajo. Lo mismo, quienes reconozcan en los padecimientos del pobre gordo los suyos propios, y en el desenlace, su propia ilusión, esa ilusión que siempre buscamos en el cine, cualquiera sea nuestro oficio. Autor,
Simpática comedia gay con mensaje de comprensión Revive la comedia a la italiana, en este asunto de fondo gay especialmente indicada para disfrute hetero. Como ejemplo, he aquí una de las primeras escenas. El orgulloso dueño de una gran fábrica de pastas, está con su familia y la familia del socio en una cena importante. Justo ahí, el hijo menor piensa confesar tres cosas más importantes. De pronto, su hermano se adelanta, dice una sola, el viejo lo expulsa inmediatamente de la casa y acto seguido se infarta, arrastrando el mantel con toda la vajilla, salvo el vaso de vino que alcanza a salvar la tía. Luego veremos que a la tía le gusta algo más que el vino, la nona tuvo un amor prohibido, y otras cositas que más vale que nadie se entere, porque lo peor de un pueblo chico, para colmo del sur italiano, es que los demás se enteren. Perder la respetabilidad. Y esa noche el hijo menor debe elegir rápidamente: dice lo suyo y le asesta el golpe de gracia al pobre viejo (y encima pasan a ser la comidilla del pueblo), o se guarda sus confesiones y se hace cargo del negocio como todo un hombre. Y para completarla más tarde vienen a visitarlo sus amigos de Roma, y su novio. Puede pensarse en comedias satíricas como «Virilitá», en alguna escena de «La jaula de las locas» y otra de «El», y también en las peleas entre hermanos de Valerio Zurlini, o en viejos relatos sentimentales de Alberto Bevilacqua, dos cineastas hoy olvidados. «Tengo algo que decirles» se relaciona con esa clase de films, pero maneja otro tono. Suaviza las burlas y los trasfondos dramáticos, aporta reflexiones de cierta poesía, agrega matices, vuelve amable la crítica. Miembros de movimientos gays le han reprochado esa amabilidad hacia «los sectores retrógrados de la sociedad». Pero lo suyo no es una oferta del día para salir del placard, sino un mensaje de comprensión mutua, que culmina con una escena de grato simbolismo donde se entremezclan todos los personajes, incluso algunos del pasado que siguen viviendo en el recuerdo. Dato valioso, ahí el protagonista no ocupa el centro de la escena. El está más atrás. Como si fuera el propio narrador, que por algo habrá dedicado esta película a su señor padre, según dice en el título inicial.
Topa y Muni saltan bien al cine Los populares Topa y Muni saltan de la TV al cine con una comedia para su público específico, es decir los más chicos. Y entre escones y canciones, les hacen vivir la aventura de un profesor de música, una linda cocinera y los niños de un asilo frente a una mala de historieta que quiere comprar el edificio para destruirlo. Es que hace añares ella también vivió en ese lugar, pero le quedó un resentimiento atroz, porque habrá sido a comienzos del siglo pasado, cuando esos hogares eran feos hasta de nombre: ni siquiera les decían orfanato, sino orfanatrofio. En cambio ahora todo es lindo, todos la pasan bien y hasta tienen bicicletas para salir en bandada a visitar.a los viejitos del asilo de ancianos. Y otros lugares, por supuesto. La acción transcurre en Ushuaia, de modo que abundan los paisajes y espacios abiertos. También abunda el humor sencillo, las payasadas a cargo de la mala y sus torpes secuaces, la energía de los niños para salvar su hogar, la bondad encarnada en los mayores, incluyendo un empresario pintón que guarda buenos recuerdos de su infancia en ese mismo asilo, y los integrantes de un entusiasta conjunto pop surgido de un reality. Ellos son los héroes del personaje que hace Topa, que sabe cantar pero teme subir a un escenario. No solo es tímido, también se sabe diferente a las estrellas de la tele (y no hay nadie que le cante aquello de «vos sos un gordo bueno, la pinta es lo de menos»). Como es de imaginar, terminará enfrentando exitosamente al público, mientras Muni y los niños enfrentan los planes de la mala, etc., etc., y al final todos cantan, bailan y son felices, que para eso uno lleva a los niños al cine. En resumen, un pasatiempo simpático y colorido para menores de ocho, con las características propias de una nueva entente: Saladillo-Sono Film-Disney. De esta última surgieron Topa y la graciosa Muni, de Sono el entusiasmo para impulsar algo nuevo en la línea de su ya lejana «Chiquititas. Rincón de luz», y de Saladillo los autores. En efecto, los mismos del Cine con Vecinos: Julio Midú, guionista, director y cabeza de playa de varios Midú que allí aparecen (como la rubia del conjunto pop), y Fabio Junco, su compinche habitual. Curiosidades del cine: se fueron para arriba, yendo a filmar por allá abajo. Párrafo aparte, para los niños: la mala se llama Malva Dalton. El nombre, no por la planta curativa sino por Malvada. El apellido, seguramente porque desciende de los malvados hermanos Dalton. Su intérprete es la inefable Norma Pons. Ellos la ven como una bruja horrible, pero sus abuelos se babeaban por ella. Completan el elenco Gabriel Corrado, Mimí Ardú, Fabio Aste, Elizabeth Killian, Tony Amallo, Oscar Alegre y un lote de niños encabezados por Julieta Poggio, Iara Muñoz y Joaquin Foong Quintanilla.