Confesiones eran las de antes Curas atrapados por confesiones de mala leche que los dejan en la lista de sospechosos y hasta los obligan a pagar culpas ajenas, el cine tiene varios, desde Arturo de Córdova en "El secreto del sacerdote" (antes de conocer a Zully Moreno) hasta Carlos Estrada en "Angustia de un secreto" (variante de "Labios sellados", de Fernando de Fuentes), pasando por Montgomery Clift en "Mi secreto me condena", de Alfred Hitchcock. Dos cosas llamaban la atención en esas películas: la intriga de saber hasta dónde arriesgarán su vida estos hombres de Dios, y la facha que tienen. Son todos pintones. Gonzalo Heredia cumple con la pauta. Es fachero, hace de cura, y su personaje está metido en un doble berenjenal. Alguien le confesó sus crímenes. Si lo denuncia, comete pecado contra el secreto de confesión. Si no lo denuncia, comete pecado de omisión, que en este caso lo hará cómplice, porque el tipo piensa seguir haciendo desastres. Caramba, si el otro dijo lo suyo pero no está arrepentido ni piensa enmendarse, ¿qué valor religioso tendrá esa confesión? Habría que averiguarlo. El asunto es que hay un asesino suelto en la parroquia. Es un raro moralista, de profesión psiquiatra, que aplica un tratamiento no convencional y decididamente definitivo para los traumas de varias señoras y señoritas, y señores también. ¿Por qué aflige al curita contándole sus cosas? Ahí va lo más interesante, porque hay otra forma de entender eso de la omisión. Y porque el loco es un resentido de aquellos, encima prejuicioso, se cree que los curas son todos hipócritas y cobardes, etc. La cosa se complica, se enriquece y se aclara a medida que vamos entendiendo el pasado y las motivaciones de cada personaje. El planteo es bueno, pero varios descuidos y efectismos y un desarrollo desprolijo, dificultan mayores logros. El momento decisivo, tras mucho estiramiento, se cierra en forma abrupta, impidiendo que el público aprecie lo suficiente el desconcierto moral de uno de los personajes claves. Tampoco es muy realista: el curita anda en una regia camioneta, la deja con la puerta abierta y cuando vuelve la camioneta todavía está donde la dejó. Señalable música de Osvaldo Montes, entretenida actuación de Carlos Belloso (otro loco para su colección), rodaje en Piedrabuena.
Beigbeder: humor y desencanto al estilo francés Fréderic Beigbeder, escritor y comentarista mediático, creador del Prix de Flore, libretista de "The Day All Women Love Me" y otras piezas simpáticas, debuta aquí como realizador de cine sin alejarse mucho de su ambiente, ya que sigue los desvelos amatorios de un crítico literario y "comentarista nocturno", divorciado como él, que escribe sobre sus desengaños y con eso se gana (oh, casualidad) el Prix de Flore, que lo lleva al amor de muchas y el desamor de una. Reconquistarla es parte de la historia. Como cabe esperar, abundan las frases singulares, guiños del negocio editorial, algunas figuras del actual panorama francés que hablan especialmente para este film, un viejo registro de Charles Bukowski haciéndose el cínico, una escena de reconocimiento a los diálogos de Roger Vailland, y un fragmento del Soneto 68 de William Shakespeare ("El amor no se deja engañar por las trampas del tiempo") sacado de la biblioteca del baño, porque esta gente tiene libros hasta en el baño. Pero si uno es iletrado igual disfruta, porque ésta es una comedia ligera, el protagonista Gaspar Proust explica su pensamiento a cámara (como Walter Reyna en "El pecado más lindo del mundo"), hay situaciones risueñas que a cualquier le pasan, mujeres apetecibles, sobre todo Louise Bourgoin en plan de rubia alegre y divertida con risa estentórea, dos paseos por Ghetary o Getaria, en lo mejor de la Costa Vasca, mucha música muy bien colocada del gran Michel Legrand, lindas reapariciones de tres viejos intérpretes de los '70: Anny Duperey, todavía linda, Bernard Memez, ahora gordo, y en especial Christophe Bourseiller como el cura harto de frívolos en medio de un funeral. Y un invitado especial, que aparece para culminar el cuento. Un detalle a tener en cuenta: Beigbeder escribió la novela en que se basa su película pero, sabiendo que una película no es un libro, tuvo el sentido común de apelar a dos coguionistas y dialoguistas, y un supervisor. No cualquiera lo hace.
La guerrilla y las cosas por su nombre Menos de lo que cabía esperar, pero mucho más de lo que aquí se hace, este film muestra cómo viejos izquierdistas brasileños se animan a la autocrítica y llegan a la duda, pese al amor y el orgullo por lo que hicieron cuando jóvenes. La directora, Lucía Murat, sabe de qué habla: ella integró el grupo guerrillero MR-18 cuando adolescente. Luego, tras la cárcel, fue periodista y cineasta. No habla aquí de las tremendas torturas sufridas en prisión. Eso ya lo hizo en el documental "Qué bueno verte viva", donde reencontraba algunas compañeras sobrevivientes. Lo que ahora ofrece es una ficción, inspirada en las reuniones de viejos amigos en el hospital, cada vez que una de las ex militantes más famosas era internada. Esa mujer, Vera Silvia Magalhaes, participó en el secuestro del embajador norteamericano Charles Burke Elbrick, a quien cambiaron por 15 presos, fue capturada, torturada, liberada con otros a cambio de un nuevo embajador secuestrado, ahora alemán, exiliada (pasó por la Argentina en 1973, huyendo de Chile a Suecia), y, tras unos años de trabajo, terminó jubilada por invalidez. Ya cuando la sacaron de la cárcel en silla de ruedas pesaba solo 37 kilos. Murió a los 53 años. Murat no la menciona por el nombre, sino por sus dolores, sus varios maridos pese a los dolores, su espíritu animoso, la tempranísima lectura del "Manifiesto Comunista" a los 12 años de edad (así quedó) y alguna otra anécdota. Y tampoco la representa en agonía. Al contrario, la muestra en una eterna juventud, sonriente, contrapuesta a los demás, que fueron acumulando canas, panza y desazones. Pero ahora está en coma y los viejos camaradas le hacen el último aguante, bromean, recuerdan, sienten más cercano el cierre de una época. En esas charlas de hospital, o en alguna reunión hogareña, cada tanto surgen recuerdos culposos, de crímenes cometidos por error o por fanatismo, incluso contra algún compañero que estaba flaqueando en sus ilusiones (algo que acá también se hizo pero pocos dicen). Surge además un raro agradecimiento: por suerte no triunfó la dictadura del proletariado. Y se advierte la falta de energía para defender a un "compañero de la revolución universal" cuando Brasil acepta el pedido de extradición de un viejo miembro de las Brigadas Rojas. Personaje especial, ajeno a esas reuniones, un ex militante, ahora ministro de Justicia obligado a moverse entre viejos reclamos y actuales posibilidades. En Brasil recién el año pasado Dilma Roussef (también ex guerrillera torturada) logró que el Ejército deje de celebrar el golpe de 1964, que lo mantuvo en el poder durante 20 años. Y recién hace poco empezó a funcionar un comité de investigación, no vinculante, por crímenes de aquel entonces. Ese ministro es, entonces, un personaje interesante, aunque aparece poco. Lo mismo, el Brigada interpretado por Franco Nero, con toda su máscara pero muy poca presencia y menos letra. En cambio, se pierde mucho tiempo con una trama secundaria, sin conflicto, que envuelve al hijo homosexual de una militante (quizá para atraer públicos nuevos). Aun así, una película que decide mencionar ciertas cosas por su nombre, y preguntarse si valió la pena tanta sangre, sin darle a esa pregunta una respuesta enfática. Para tener en cuenta. Participación argentina: coproductoras, Felicitas Raffo y Julia Solomonoff (las mismas de "Historias que solo existen al ser recordadas", de Júlia Murat, hija de Lucía) a través de Cepa Audiovisual, fotografía de Guillermo Nieto, acabado de imagen y efectos en Mandragora Producciones, y aparición de Pablo Uranga como notero en una escena.
En “Diana” prevalece la actual cultura del chisme No diremos que está mal hecha, pero se alarga demasiado esta película sobre un supuesto romance secreto de la princesa Diana con un médico de origen pakistaní, que encima pone al finado Dodi Al-Fayed como una especie de gancho para provocarle celos al otro. Se acabó la imagen de los dos enamorados, te usaron y encima te moriste como un zonzo, pobre Dodi con toda la plata que invertiste en la rubia aquella. Pero eso es porque los responsables de la película tomaron como palabra santa el amarillista libro "Diana. Her Last Love", de una productora televisiva, Kate Snell. Ahora ya es tarde, no importan las críticas y desmentidas de familiares y gente que sabe, la cultura del chisme prevalece y es más sabrosa, y con el tiempo se convierte en verdad revelada. Fuera de esto, la platea amiga de ricos y famosos tiene para entretenerse. Dentro del palacio de Kensington hay una joven rica que tiene tristeza, un morocho que la reanima, lujos y placeres, luego viajes a piacere, mucho ornato, la atracción del drama, etcétera. Las actividades filantrópicas de Diana (campañas contra los explosivos personales, apoyo a diversas entidades médicas solidarias, remate de su guardarropas con fines benéficos en Nueva York, etc.) se ilustran de modo colorido, apresurado y superficial, como en las revistas "del corazón", y para mayor empatía varios planos remiten hábilmente al recuerdo de ciertas fotos muy difundidas en su oportunidad. Con eso, mucha gente que ahora ve esta historia revive también su propia historia. Para ella va la película. Eso sí, mucho vestuario y reconstrucción de los 90 pero la muchacha sale un día rodeada de guardaespaldas y a la noche anda sola por la vía, sin nadie que la vigile. Eso suena a solución fácil del libretista, que se creyó que estaba haciendo "La princesa que quería vivir", donde Audrey Hepburn se escapa a pasear en motoneta con Gregory Peck. Encima, el actor que representa al susodicho médico más que hijo de ricos pakistaníes parece el hijo de Peter Sellers en alguna película tipo "La fiesta inolvidable. La segunda generación". Se trata de Naveen Andrews, el que hacía de Sayud Jarrah en "Lost". En cambio Naomí Watts está perfecta, sólo que innegablemente más linda y más vivaracha que la verdadera Lady Di. Guión, con vuelo televisivo, Stephen Jeffreys. Director, Oliver Hirschbiegel, el mismo de "La caída" y "Cinco minutos de gloria" (hombre capaz, ya vendrán tiempos mejores). Víctima sobreviviente, el doctor Hasnat Kahn, que existe de veras y que con tanto bochinche alrededor de su vida amorosa se tuvo que mudar a Malasia.
Una trama para reconocerse Sencilla, agradable, una historia pequeña de personas sencillas en circunstancias que podrían superarlas, todo contado sin que el agua llegue al río, y eso que hay agua por todas partes. Bajo la lluvia, el padre pasa a buscar a los chicos para llevárselos unos días de vacaciones. La madre los despide como si se los arrancaran. Llueve durante el viaje, llueve durante casi todos los días. Amontonados, aburridos. Pero la película no es aburrida, ni amontona los conflictos que naturalmente surgen, sobre todo los de la hija mayor, que está entrando en la adolescencia. Eso, más algunas andanzas de la chica con otra gente de su edad, y la simpatía del hijo menor, que todavía no amenaza con dar problemas serios, no mucho más. Ni menos, porque son cositas que hacen a la vida en familia, a la vida de cada personaje, y a la del propio espectador, que recordará, sin dudas, alguna salida pasada por agua, o algunas situaciones a veces un tanto embarazosas de la pubertad, que hoy evoca con una sonrisa. La película despierta esos recuerdos con un estilo amable, sin ostentaciones, con un humorismo asordinado típicamente uruguayo, y un casi permanente sonido de agua que cae, y cae, y sigue cayendo contra la ventana, justo en vacaciones. Autoras, Ana Guevara y Leticia Jorge, que debutan en el largo después de hacer juntas dos cortos casualmente también con criaturas en crecimiento: "El cuarto del fondo" y "Corredores de verano". Intérpretes principales, Néstor Guzzini, muy destacable, y los chicos Malu Chouza y Joaquín Castiglioni. A Guzzini lo veremos el año próximo en "El 5 de Talleres", nueva película de Adrián Biniez, el de "Gigante". Los chicos, es de esperar que aparezcan en otra, antes que los agarre el estirón. Rodaje en la parte más popular de Termas del Arapey, Salto, que es lindo por más que llueva y no haya TV en la pieza.
Personaje digno de una serie Seguramente, la vida de Eugene Allen, jefe de mayordomos y maitre de la Casa Blanca (el primer negro en alcanzar semejante cargo), hombre que a lo largo de 36 años tuvo el honor y el buen humor de servir a ocho presidentes, desde Harry Truman hasta Ronald Reagan, y ver desde su puesto cómo se iban desarrollando algunas decisiones históricas, daba para una buena miniserie. Son muy interesantes y a veces también sabrosas sus anécdotas, registradas por el Instituto Smithsoniano en la serie documental "White House Workers: Traditions & Memories". Pero lo que acá vemos es una película básicamente centrada en un tema: la dura lucha por la igualdad racial en EE.UU.. Y con un claro conflicto: la dispar visión de quien asciende sirviendo a los demás, frente al hijo que lo desprecia por eso mismo. La idea de hacer la película surge en el director Lee Daniels ("Preciosa") al reencontrar un artículo de Will Haygood publicado en el "Washington Post" poco antes del triunfo de Obama en las elecciones presidenciales del 2008: "A Butler Well Served by this Election". Haygood inventariaba allí la escasa presencia de los negros a lo largo de toda la historia de la Casa Blanca, salvo en la cocina. Por ahí entró precisamente Allen, de lavaplatos, y fue haciendo paulatina carrera. El artículo transcribía algunos lindos recuerdos de Allen y su esposa, y culminaba de forma emotiva, con un golpe de efecto digno de melodrama hollywoodense. Sí, daba para una miniserie, o una película que no quisiera abarcar lo que una miniserie, porque ya se sabe el refrán sobre el que mucho abarca, aunque ocupe más de dos horas. Sobre todo, si encima agrega la historia de su vida antes de llegar a Washington, problemas conyugales, el hijo díscolo, graves episodios de racismo en el Sur de EE.UU., y cambia el nombre del personaje principal, que en la ficción pasa a llamarse Cecil Gaines y tiene como 1.90 mt. y 120 kilos macizos, que lo hacen más apto para jefe de guardaespaldas que de mayordomos. Por suerte el intérprete es Forest Whitaker, capaz de transmitir un aire tan bonachón y servicial que le creemos todo. Lo acompaña un reparto lustroso, con Oprah Winfrey a la cabeza. Unas figuras se lucen, otras lucen bochornosas, y otras hacen un brevísimo cameo. Como cabía suponer (y temer) la historia tiene una perspectiva "obamista" "políticamente correcta", ignora prácticamente a Gerald Ford (Allen y él cumplían años el mismo día y lo celebraban juntos en el brindis del personal), es injusta con Ronald Reagan y señora (ni hablar de Ike Eisenhower), y en la segunda mitad se pierde un poco. Pero está bien hecha y a veces también emociona lo suficiente como para gustar al público y abrirse camino al Oscar. Música de Rodrigo Leao, vestuario de Ruth Carter.
Buen policial para no perderse detalle Dos desconocidos establecen por chat un contrato para acabar con la vida de una mujer, causándole el mayor pesar posible en los días previos a su muerte. No sabemos quién paga ni quién ejecuta, y la verdad es que alrededor de la víctima hay más de uno que podría desearle el mal. Ella es una ejecutiva de rango medio, fuerte en la oficina, frágil y angustiada en su casa y en la calle, sobre todo cuando empieza a recibir llamadas amenazantes de alguien que le habla con voz distorsionada, y que evidentemente la está siguiendo. Parece que los criminales la tienen fácil, porque ella ya viene quebrada y angustiada. Errores del pasado, el alcohol, una decisión judicial en su contra que afecta lo que más quiere, un homicidio culposo del que tardó en hacerse cargo, le pesan demasiado y la hacen ver como entregada, vencida por el destino y por la culpa. ¿Pero tanto como para dejarse matar? Eso ya lo veremos. Cuidado, conviene atender cada detalle desde el primer minuto, eso es fundamental. Desde el primero hasta el último. Comprender además que bajo las vestimentas del thriller, con todas sus intrigas, hay un drama auténtico, de esos que obligan a reflexiones posteriores. Ya a su debido tiempo descubrirá el espectador sobre qué pueden ser esas reflexiones. Y aunque le pique la curiosidad, también conviene negarse a escuchar o leer el más mínimo "spoiler" que pueda revelar la trama (quizá previendo ese peligro, los responsables han difundido unas síntesis informativas algo engañosas, pero ninguna precaución es suficiente). Sólo cabe anticipar que Ariadna Gil es protagonista absoluta y admirable, capaz de salir a cara descubierta mostrando la verdad de su personaje con impresionante fuerza actoral, que se trata de una obra de tensión interior y no de acción al gusto americano, que un asalto inesperado se representa tal como corresponde a la realidad, la música (casi otra protagonista) y la fotografia de tonos ominosos son de Federico Rivares y Carles Pedragosa, dos valores a tener en cuenta, y que otros personajes clave están a cargo de Sabrina Garciarena como empleada más que fiel, Leo Sbaraglia en rol de comisario intrigante, Gonzalo Valenzuela y Antonio Birabent. Cuando todo haya ocurrido, si sale bien alguien se verá en aprietos, alguien saldrá de un aprieto, y otros dirán alguna cosa graciosa (para nosotros) para descomprimir la situación. En cambio, la última escena puede oprimir el corazón. Pero algo antes, Sbaraglia habrá dicho como si nada una frase digna de cualquier antología policial argentina: "Cada bala tiene su dueño. Eso no se puede parar. Sale con fritas".
Comedia británica sencilla y placentera No hay pena de amor que no se cure con el tiempo. Sobre todo, si uno puede volver el tiempo atrás y arreglar alguna macana, o perfeccionar un acierto. A los 21 años, el protagonista de esta placentera comedia británica descubre que los varones de su familia pueden viajar en el tiempo. El padre, tan módico y discreto como cabe esperar de un buen inglés, aprovecha esa ventaja para leer a gusto. El hijo tiene otros gustos. La trama es simple y encantadora, en especial desde el momento en que nuestro personaje descubre a una chica deliciosa y se las ingenia para enamorarla a fondo. Pero al amor hay que alimentarlo, a los niños también, y eso no es todo. A esta altura, cabe aclarar dos cosas: Primero, se viaja mediante un recurso muy sencillo, y el destino es siempre retroactivo y personal. Sólo se puede volver sobre la vida de uno. ¿Y el efecto mariposa? "Hasta ahora nos hemos cuidado de no arruinar la civilización", dice el padre, con aire de viajero amablemente fatigado. Todo es amable, lindo y placentero en esta película. Baste saber que el autor de la misma es Richard Curtis, el guionista de "Cuatro bodas y un funeral", "Un lugar llamado Nothing Hill", "Realmente amor" (que también dirigió), en suma, un exquisito autor de agradables ensueños. Segundo, no habrá viajes para el común de los mortales, pero hay moralejas. Por ejemplo, a veces conviene dejar que pase algo malo (la experiencia es necesaria para corregirse). Y siempre conviene disfrutar a conciencia de esas cosas cotidianas que hacen "extraordinaria una vida ordinaria". Por ahí va la clave, aunque para decirlo la historia se alargue un poco más de lo conveniente. Intérpretes, el pelirrojo Domhnall Gleeson, Rachel McAdams, con su naricita respingada de chica buena hasta que se mete en la cama, los veteranos Bill Nighy, Lindsay Duncan y Richard Cordery, que hace de tío tonto. Rodaje en las costas pedregosas de Cornwall (qué linda casita encontraron), el distrito londinense St. John's Wood (mejor que Palermo Soho) y un restaurant de la cadena "Dans le noir?" que existe de veras, y de veras es atendido por camareros ciegos (lo que parece más increíble que un viaje en el tiempo).
Un viaje casi sin atractivos Suele decirse "la primera impresión es la que vale". La primera impresión es que los dos fulanos de esta película son unos pelandrunes de alta gama, chinchudos y antipáticos full time, cuya única muestra de amistad consiste en vivir discutiendo por pavadas entre ellos, como si fuera el encuentro de un hijo único recontramalcriado con otro hijo único igual de insoportable. La segunda impresión sólo confirma la primera. Estos tipos no triunfaron profesionalmente, fracasaron en la vida sentimental, no saben disfrutar, y uno incluso busca pelea con un tercero, quizá por envidia (ese tercero logró éxito en el campo que él hubiera querido), etcétera. La última impresión mejora un poco, porque ya estamos acostumbrados y hasta nos dan lástima. Consuelos Pero también suele decirse "una noche de vida es vida", "bien está lo que bien acaba", y otras frases consolatorias. O "se pasa el rato". Si al cabo de dos días de vacaciones logran pasar un rato de sano esparcimiento con respectivas señora (ajena) y señorita, dejarlas conformes y cambiar de cara, habremos cambiado también nosotros nuestra opinión sobre ellos. Para animarnos, los directores disponen de varios recursos viejos pero efectivos, como el personaje narrador que detiene la acción para hablar a cámara, la pantalla dividida para cotejar sus andanzas individuales, o los flashbacks evocando situaciones de infancia. Y recursos más nuevos, como un info televisivo en el ángulo superior derecho para mantenernos informados sobre las alternativas de un partido en la playa. Lo mejor en ese sentido es el episodio donde los amigos discuten hechos del pasado y el árbitro de esa discusión (el mozo de una parada en la ruta) se corporiza dentro de cada uno de los hechos recordados, como si hubiera estado allí en carácter de testigo presencial (y siempre con la servilleta al hombro). También agradables, los párrafos de unas composiciones escolares risueñamente imaginativas, la señora, la señorita, y otra señorita. Una curiosidad: la película se llama "Mar del Plata", dice transcurrir en dicha ciudad, pero no vemos absolutamente nada que la identifique. Misterios del nuevo cine argentino.
Regocijante regreso del Alex de la Iglesia “salvaje” Regocijo desde el primer minuto casi hasta el final, regreso de Alex de la Iglesia al espíritu de "Acción mutante" y "El día de la bestia", retrato de la España más reconocible y menos presentable, amplia humorada sobre la eterna guerra entre hombres y mujeres, eso es, en pocas palabras, "Las brujas de Zugarramurdi", cuyo solo título original ya suena excesivo, intransferible, imponiéndose a lo vasco a otro título más conocido, "Las brujas de Salem", que en comparación queda francamente insulso. Acá, por nuestra pereza para la dicción, lo hemos reducido a "Las brujas", con lo que pierde gracia y personalidad. Otras molestias que quizás afecten el entero disfrute de la comedia son algunos chistes muy locales que tiene de tanto en tanto. Por suerte, nada que nos deje afuera más de cinco segundos. Y una última: el final resulta menos brillante que el comienzo, pero esto porque el comienzo es de vértigo, y porque a cierta altura ocurre como en esas fiestas donde el dueño de casa ya se cansó de entretener a los invitados y está a punto de perder el hilo de su propia conversación. Aun asi, igual se agradece la regocijante noche que hemos pasado. ¿Y de qué trata la obra? De que las mujeres son mucho más inteligentes, astutas y rencorosas que los hombres, salvo excepciones. ¿Y cómo lo trata? Basta ver el afiche. Esto es disparate acelerado, caricatura de trazo grueso, diálogos sabrosos de salidas inesperadas, todo a partir de una banda de tremendos imbéciles que cometen un asalto loquísimo en plena Puerta del Sol y después huyen hacia Disneylandia perseguidos por la mujer de uno de ellos y dos detectives, con la mala suerte de pasar la noche justo en un pueblecito navarro donde damas y damitas de toda edad conservan las malísimas costumbres atribuidas a sus antepasadas (conviene saber que el atractivo turístico del auténtico Zugarramurdi es un Museo de las Brujas). No digamos más, esto es una sorpresa salvaje, misógina y contínua, con un elenco vastísimo y formidable donde casi todos se lucen, desde Carmen Maura y Terele Pávez hasta los partiquinos de menor cartel, el director está en su salsa, la música acompaña, y a nadie le importa demasiado que los efectos especiales de la noche de aquelarre sean medio berretas. E so también forma parte del chiste. Ahora, hablando en serio. La cacería de brujas de Salem, 1693, culminó con un lapidado, 19 ahorcadas y ahorcados, y 26 fallecidos en prisión, no sólo por la mala comida. La de Zugarramurdi, 1610, con 7 quemadas vivas, 5 muertas en prisión, y 19 arrepentidas que volvieron ese mismo día a sus casas. Parece que, estadísticamente, la Inquisición mató menos brujas que los protestantes, pero tiene una mala prensa que es de terror. Hay una película sobre esos hechos, "Akelarre", de Pedro Olea, 1984, con López Vázquez y el uruguayo Walter Vidarte.