El ascetismo de los nombres propios que forman el título original acompaña el desarrollo de “El amor de Tony”, que su creadora llamó “Angele et Tony”, un laconismo muy adecuado para el espíritu de su obra. Con una notable economía de recursos expresivos, la debutante directora narra esta historia de amor áspera, en el marco idealmente rústico de un pueblo costero francés. Angele es bella, está en libertad condicional, es viuda, tiene un hijo que pretende recuperar y que no ve desde hace dos años. Tony, un gordito taciturno y amable, explota junto a su hermano y su madre, también viuda, un pequeño barco pesquero. Se conocen en una cita a ciegas pero la cosa no funciona desde el primer momento. Ella quiere sexo y el no sólo eso, según parece. Con diálogos breves, casi monosilábicos, la directora va desanudando los conflictos y rispideces emocionales de los dos personajes. Como en toda historia de amor, también en este caso es la imposibilidad lo que guía la trama sobre dos seres afectivamente bastante desamparados y que probablemente no se hubieran conocido en otras circunstancias. Delaporte elige la forma más dura de narrar una historia que no pretende que sea romántica en el sentido tradicional. A diferencia de otras parejas de Hollywood, como la de “Frankie y Johnny”, con Michelle Pfeiffer y en la que Al Pacino también compone a un ex presidiario, o la también francesa “Edith y Marcel”, de Lelouch, Angele y Tony no muestran sus emociones, otra forma de hacer verosímil una historia de amor.
Los dioses tenían su talón de Aquiles. Por eso el mismísimo Zeus, junto a algunos de sus hijos, como Poseidón y Atenea, abandonan el Olimpo para hacerse cargo de la situación. También cuentan con Teseo, que lucha contra Hyperion en el monte Tártaro, es decir en el mismísimo infierno. Con una relectura ingeniosa de los mitos y deidades de la cultura clásica, “Los inmortales” va construyendo un relato ágil y articulado en torno al héroe cuya cualidad le es revelada por el destino, un humano escéptico, pero noble y valiente. El filme, de los mismos productores de “300” es en su mayor parte producto de imágenes digitales muy bien resueltas y con el añadido del uso inteligente del 3D, en el que la mitología desata sus poderes y revela sus debilidades.
Una vez más los alienígenas invaden la Tierra. Una vez más provocan una masacre. Y una vez más habrá una batalla por la supervivencia o la aniquilación de uno u otro bando. “La última noche de la humanidad” se suma a la tendencia de explotar las teorías sobre el fin del mundo. Sólo en ese contexto se explica la existencia de esta producción cara y extensa que sigue las huidas y estrategias de un pequeño grupo de humanos que sobreviven al primer intento de destrucción de la Tierra por parte los extraterrestres para apoderarse de los recursos naturales. Todo narrado con la atmósfera inocente de las películas de ciencia ficción de los 60, personajes que resultan la (subrayada y vuelta a subrayar) encarnación de los valores humanos y un tono épico del guión que de tan reiterado termina quitando cualquier resto de verosimilitud.
Una vida perfecta puede no ser la más feliz. Algo así le ocurre a los personajes de “La última noche”, el filme que encabezan la inglesa Keira Knightly (la heroína de “Expiación, deseo y pecado”) y Sam Worthington (el protagonista de “Avatar”). Ambos interpretan a un matrimonio que lo tiene todo. Y sobre todo, mucho amor compartido. Pero la fórmula puede fallar cuando aparecen sospechas de infidelidad y traición. Eso propone la directora debutante Massy Tadjedin. La cineasta se acerca con delicadeza al conflicto. Primero impone a sus personajes una gestualidad ambigua y signos aparentes de seducción, y luego palabras que pivotean entre la galantería ambigua y la pura cortesía. Ese es el mayor acierto de este filme que reflexiona sobre el tema de la traición con elegancia y sin subrayados.
La directora Paula Hernández tiene la cualidad de dejar que los sentimientos inunden sus películas y, sin embargo, consigue no saturar a sus personajes ni al espectador con sensiblería. Como lo hizo en su ópera prima, “Herencia” (2001), y como lo reiteró en “Lluvia” (2008), el encuentro y el desencuentro de los afectos es el motor de su nueva propuesta cinematográfica llamada “Un amor”. El filme relata la historia de tres amigos, en notables trabajos de los actores adolescentes Alan Daicz, Denise Groesman y Agustín Pardella. A quienes se suman Diego Peretti, Elena Roger y Luis Ziembrowski, los tres protagonistas de ese triángulo que se forma y se deshace según pasan los años. El conflicto entre dos amigos sobreviene cuando una chica llega a un pueblo y revoluciona las hormonas de los chicos, hasta que un día desaparece sin decir adiós. Treinta años después ella reaparece por sorpresa y los tres lados del triángulo comienzan a reunirse nuevamente. No hay pretensiones de moralejas ni golpes bajos, y sí una exposición de tres maneras de entender el primer amor de la adolescencia, ese que inevitablemente se recordará siempre (para toda la vida, como el título original del cuento de Sergio Bizzio). Todo ocurre en una trama que viaja del pasado al presente y viceversa. Con una fotografía cuidada y el uso sensible de la luz, una puesta en escena realista, pero nunca costumbrista, Hernández vuelve a conmover con sólo hablar de amor.
Pasado el 11 del 11 de 2011, parte del misterio de esa fecha se desvaneció. La película hace pie en una serie de eventos que supuestamente ocurrirían a partir de ese momento. El encargado de sobrellevar los eventos es un escritor que viaja desde EEUU a Barcelona para reencontrarse con su hermano y su padre. El escritor viene también de pasar por dos muertes cercanas, en las que aquellos números volvieron a reiterarse. Esto lo lleva a intentar saber qué se esconde detrás de esas coincidencias. Con el tópico visual de muchas de las películas de terror y en base a una narración que no pierde ritmo, pero sí sorpresa, el director, el mismo de “El juego del miedo”, se deshace del gusto por el gore y se inclina por un tipo de terror menos sangriento y más cercano a lo sobrenatural.
Un ADN ciento por ciento almodovariano recorre “La piel que habito”. Pero a diferencia de filmes anteriores que hicieron del apellido Almodóvar un adjetivo, en este caso el trabajo del manchego que creó algunas de las mejores películas del cine español, pierde fuerza y da lugar a un relato algo pretensioso. Sus trabajos anteriores tuvieron diferentes proporciones de pasión, amores imposibles, obsesiones, arrebatos, sangre y sexo, y siempre el director mantuvo el pulso firme y logró imponer su talento narrativo a pesar de los desbordes. En este caso son demasiadas las cuerdas que toca y van desde referencias mitológicas, a la actualidad pasando por Frankenstein y apuntes de noticias siniestras. No hay verosimilitud, y no podría haberlo, en un relato como este sobre un cirujano plástico loco con aspiraciones de semidiós interpretado por Banderas. El hombre tiene una historia negra, con una mujer calcinada en un accidente, una hija con fobia social y secretos que espantan que le deparan un guión gótico y que no le teme a los estereotipos del folletín. El, sin embargo, se las arregla para reparar lo que el destino le deparó. A pesar del cuidado diseño de arte, las sutilezas de la fotografía y algunas buenas actuaciones, a lo largo de dos horas sorprende comprobar que el ingenio y la creatividad de Almodovar hubiesen merecido una mejor historia.
No hay costumbrismo ni paisajes con íconos urbanos, pero tampoco el clima denso de la periferia de Buenos Aires que suelen reflejar con insistencia algunas películas porteñas. “Medianeras” es una comedia romántica, pero que no sucumbe a la los clichés del género. Su humor radica en la ironía, antes que en el gag. Los personajes generan empatía a partir de sus obsesiones, neurosis y secretos un poco vergonzantes. Se trata de la historia de una arquitecta que trabaja como decoradora de vidrieras, mientras espera algo mejor, y un diseñador de páginas web, fóbico a casi todo. Son solitarios, viven en la misma cuadra y tienen gustos parecidos, pero la ciudad, que el director describe como la gran enemiga de la salud mental, amenaza con evitar el encuentro. Lo narra con un humor desasosegado, sensibilidad, buenas actuaciones y ritmo parejo.
Taylor Lautner tenía que sumarse a la ola que generó “Crepúsculo”. Lautner, que a los 20 años es uno de los actores más famosos de Hollywood, también debía interpretar otra cosa que Jacob, el hiperactivo licántropo enamorado de esa saga. En este filme sobresale la acción y Lautner tiene oportunidad de mostrar toda su potencial. Pero además hay intrigas, persecuciones de agencias del gobierno y, por supuesto, romance. En este caso es un chico que un día descubre que su cara aparece entre las de personas desaparecidas. Ese es el puntapié que puede acabar con el orden de su vida hasta ese momento normal. Es la acción, una muy cuidada producción y algunas perlas, como los trabajos de Weaver y Alfred Molina, lo que los fans del género y de “Crepúsculo” sabrán apreciar.
Después de “El proyecto Blair Witch” o “Cloverfield” entre otras películas que apelaron al recurso del “material encontrado”, “Apollo 18” resulta poco original. Sin embargo este producto cuenta a favor con varios factores que generan suspenso. El filme narra la trágica experiencia de tres astronautas enviados a la luna en una misión secreta. Lo hace en base a las supuestas grabaciones de una experiencia que salió mal. El director construye el relato con pausa y va aportando algunos datos personales del grupo y aporta sugestivos detalles para ir construyendo el horror que les espera sin mostrar nada obvio. La soledad absoluta, la traición oficial y las teorías conspirativas, pero también el coraje y la solidaridad se reúnen en este filme que atrapa a pesar de un recurso conocido.