¿Adonde nos lleva la inspiración? Generalmente se atribuye la inspiración a un fenómeno artístico. Un autor debe estar inspirado para escribir, crear, plasmar en imágenes sus sentimientos. Pero… en la vida real, ¿como un hombre puede inspirar a una nación a unirse en un único sentimiento? ¿Cómo se pueden dejar de lado las diferencias sociales, culturales, políticas, raciales, en post de un bien común? Sí, parece una utopía. Nada une realmente a una nación, excepto un sentimiento compartido: apoyar hasta la victoria a un grupo de personas que nos representa. Como bien sabemos los argentinos, el fútbol une multitudes. Pero este sentimiento es mundial. Y eso no es solo conocimiento popular, los políticos también lo saben. El deporte puede convertirse en un factor político, pero también en uno humano. Invictus es una las más innovadoras películas de inspiración deportivas vistas en los últimos años. A diferencia de la gran cantidad de películas similares, inspiradas en hechos reales, donde un equipo mediocre llega a una final de un campeonato, uniendo grandes y chicos, razas, religiones, comunidades en un aliento único, la nueva película de Clint Eastwood ahonda en la esperanza, pero sin caer en el moralismo más obvio. A simple vista, es fácil catalogar a la historia real de cómo Nelson Mandela, flamante presidente de Sudáfrica en 1995, decide unir a la población noble blanca con la población pobre negra a través de un equipo 90% blanco de rugby en un sentimiento compartido, como una lección de vida. Pero Invictus va más allá. No se trata de una película donde uno o varios personajes reciben una lección, cual sentimiento debe servir como enseñanza al espectador. No hay villanos, no hay personajes que les ponen trabas a los protagonistas, la lucha, la energía de un hombre (Mandela) y un equipo va in crescendo hasta llegar al clímax donde se da el previsible final. Cada elemento sirve como inspiración y los equipos no están unidos solo dentro de una cancha. Eastwood, al igual que en Million Dólar Baby, construye una película que va más allá del mero evento deportivo. El personaje de Nelson Mandela, es la cabeza inspiradora de cuatro equipos simultáneos: su gabinete, constituido por ex ministros blancos del ex presidente De Klerk y sus propios ministros negros (con muy buena interpretación de Adjoa Andoh como la secretaria); sus guardaespaldas conformados, por miembros de ambas razas, subtrama de mayor y mejor desarrollo con soberbias actuaciones de intérpretes sudafricanos (especialmente Tony Kgoroge) , el equipo de rugby en cuestión liderado por el capitán Francois Pienaar (Matt Damon) y sobretodo los 42 millones de habitantes de Sudáfrica representados por los chicos de los barrios más pobres de la ciudad que juegan al fútbol y los aristocráticos blancos, rubios descendientes de los ingleses y holandeses. Eastwood decide bajarles la pretensión a los personajes. No construye héroes de cartón que gritan frases motivadoras a lo William Wallace, si bien esa es la intención del guión. Sino les da una emoción genuina, humana, creíble y sin caer en agregarle dosis de sensibilidad o golpes bajos, efectistas. Eastwood, a diferencia de sus últimas obras, encara Invictus desde una posición un tanto más alejada de la que lo distinguió desde Río Místico. Decide no hacer énfasis en las guerras civiles post Apartheid y en cambio lo encara desde una faceta optimista que contrasta con la oscuridad y el moralismo de sus últimas y potentes obras. El director de Los Puentes de Madison narra con una intensidad envidiable. En vez de identificarse o tomar como referencia a Pienaar, como haría algún compatriota más joven, se identifica con la pasión y energía de Mandela, quien a medida que se entusiasma con su proyecto de sacar campeón al endeble equipo de rugby consolidando costumbres Apartheid con tradiciones de la población negra, y nunca olvidando el pasado, pero no usándolo como emocionante golpe de efecto, sino como parte de la inspiración. No hay subtrama ni elemento narrativo que este de más. Cada plano es motivador, tiene una belleza, y un cuidado interno en lo que respecta a puesta de cámara, fotografía, colores, que se alejan de los estereotipos televisivos o de la estética video clipera de las películas de futbol americano. Eastwood mantiene paradójicamente un tono no dramático, sino seudo humorístico. Las miserias y contrastes sociales que vive la nación son mostradas desde un punto de vista objetivo, sin intentar regodearse en la pobreza para crear un estado lacrimógeno como lo hacen directores como Meirelles, Iñarritú o Boyle Pero no se trata del optimismo de Capra, de Reitman, o la mayoría de los directores estadounidenses. No hay patriotismo barato. Se trata de inspiración real, y de tratar de reinvidicar, pero desde una arista humana, que es en sí su marca de autor, a los líderes, a aquellas personas fuertes, criadas para poner la otra mejilla y pegar en el momento justo, que tuvieron una vida dura, y que cada experiencia les sirvió a salir adelante ellos mismos y sacar adelante a su comunidad. De tal forma no sería demasiado alejado comparar al Mandela, ex boxeador, ex presidario, con alguno de los personajes que John Wayne haya interpretado para John Ford. No por nada, se suele comparar a Eastwood con Ford. No se trata solo de un gran narrador clásico, quizás el único que quede, sino por ser directores que siempre supieron desafiar las reglas, darles humanidad a personajes duros, hacer creíble al más noble estereotipo. Tampoco es novedoso que Eastwood crea empatía del público hacia un equipo que tiene todas para perder. Recordemos que en Cartas desde Iwo Jima, se sabía que los japoneses iban a perder, pero el sentimiento de victoria y lucha hasta las últimas consecuencias, acompañado por un tono lírico, poético es contagioso y emocionante. El guión de Anthony Peckham no tendrá una estructura original, pero tiene detalles sutiles: la simetría entre los guardaespaldas de Mandela y el equipo de rugby, la sombra de la prisión en cada comportamiento del mismo Mandela (no puede ver el Sol en la cara, no canta el himno de los blancos a pesar de inspirar al pueblo a hacerlo) y Eastwood decide no subrayar esos hechos. Más allá de alguna subtrama no demasiada profundizada (por ejemplo la de la familia de Pienaar o la de la familia de Mandela) o alguna que otra frase hecha, especialmente al principio, no hay otras fisuras en el guión. Morgan Freeman se pone en la piel de Mandela de forma sublime y creíble. No hace LA actuación para el Oscar, pero sin duda logra salir del personaje para darle una identidad propia. Matt Damon agarra un personaje chico, en sí, no demasiado complejo. Quizás su fama artística queda grande para un personaje así, pero es cierto, sin embargo, que logra bajar sus pretensiones, y es algo completamente diferente a lo que hizo anteriormente. Que Eastwood maneje el ritmo con una solvencia increíble no es novedad, pero si llama la atención la virtualidad, dinamismo y tensión con que filma el último partido, poniendo cámaras en todas partes, realentando cada movimiento, especialmente cuando chocan ambos equipos y puede notarse como tiembla cada músculo del cuerpo, acompañado por un meticuloso trabajo sonoro. La banda sonora con acordes que recuerdan a Gran Torino o Cartas desde Iwo Jima, es otra maravillosa marca distinguida de la última década de su director, que muestra su faceta como compositor, acompañado por su hijo Kyle (por otra parte, su hijo Scott participa dentro del equipo de rugby, no por ser el hijo como pensarían todos, sino porque realmente se parece al verdadero jugador) y Michael Stevens. Todos estos elementos hacen de Invictus otro triunfo, otra victoria de su realizador. Un relato emocionante, tensionante, atrapante, inspirador. Magnífico. Personalmente, como seguidor de eventos deportivos, especialmente futbolísticos y atento a los pasos de la selección de Maradona camino, justamente, a Sudáfrica, en una situación no demasiada diferente a la que tenía el seleccionado de rugby sudafricano, me pongo a pensar si en vez de criticarlos tanto, no sería hora de apoyar al máximo al equipo en las buenas y especialmente las malas. La inspiración es poderosa, y quien sabe, en una de esas veamos a Verón, cual Matt Damon, levantando la Copa del Mundo.
¿Por qué Rob Marshall abandonó las tablas como coreógrafo y director teatral para dedicarse a la dirección cinematográfica? No es una pregunta retórica. Realmente quiero saberlo. Hay directores que supieron dar ese salto y salieron indemnes: supieron diferenciar uno de otro medio, saben poner la cámara, armar un plano, un cuadro y distinguir una estética de otra. Especialmente dirigir actores. Pero Rob Marshall parece que sabe poco o nada de cine. Casos: Sam Mendes, Mike Nicholls o ni hablar de David Mamet. Pero no Marshall. Definitivamente no sabe narrar, no sabe darle personalidad a una película y se aferra a todos sus conocimientos escénicos y a la influencia de Bob Fosse. Influencia, mal interpretada vale aclarar, además de una intuición bastante floja para elegir los elencos, basado más en un nombre, que en el hecho de que esa persona SEA la correcta para dicho rol. Se cree que por agarrar la posta de Fosse en Chicago, puede ser Fosse, y está lejos. Una dimensión de distancia. Mientras que Fosse tenía de vida, volumen, sentimientos, personalidad, controversia, lirismo a sus películas, Marshall se queda con los aspectos más superficiales. Posa sus películas en los hombros del australiano Dion Beebe para la fotografía, la dirección de arte de John Myhre y el vestuario de Coleen Atwood. ¿Algo más? El elenco, hace el resto de la publicidad. 8 y Medio de Fellini es una declaración de amor al cine y las mujeres. Es la dicotomía del pensamiento de un director y sus fantasías por complacer sus impulsos y la de los demás. Esta propuesta reflexiva y semi autobiográfica de Fellini, impulsó a dos grandes cineastas a recrear 8 y Medio, a medida de su personalidad y sus filmografías. El primero fue Bob Fosse, quien en 1979 con All That Jazz creo su propia versión (también musical) de 8 y Medio. Un director de cine y teatro, que quiere abarcar sus pasiones (cinematográficas y teatrales) y al mismo tiempo poder conformar a sus esposas y amantes, lo que lo lleva a enfermarse seriamente. No muy distinto a lo que le pasaba al personaje de Mastroianni en la película de Fellini. Pero con la personalidad, la gracia, el desafío con que Fosse encaraba cada proyecto. Pero esa no fue la primera adaptación del director de Cabaret al mundo de Fellini. Su ópera prima, Sweet Charity con Shirley Maclaine estaba inspirada en Las Noches de Cabiria. Pero, Fosse entendía a Fellini y sabía como diferenciarse. En 1982, llegaría una visión mucho más similar a la fellinesca, en cuanto a lo estructural e incluso estética: blanco y negro, flashbacks, etc. Se trató de Recuerdos. Una visión completamente humorística de 8 y Medio escrita y dirigida por Woody Allen, donde obviamente, él se interpretó a sí mismo con el tono paródico que la caracteriza, pero con un verdadero amor cinéfilo hacia Fellini, sin por ello hacerlo obvio. Pero Nine, empieza con Recuerdos, sigue con 8 y Medio y amaga en el final imitar a All That Jazz. Sin embargo no lo logra. Se queda a mitad de camino. Justamente los finales de las dos últimas son maravillosos, históricos, conmovedores. De lo mejor de la historia del cine. Pero Marshall decide unir estas tres obras en una para construir un collage muerto, sin vida, sin sentimientos, sin coherencia. El amor del protagonista por el cine, a pesar de las citas cinéfilas extranarrativas, queda injustamente relegado, debido a las telenovelescas relaciones románticas. Los despliegues musicales están poco inspirados. ¡Todos los números suceden en un escenario! Y la cámara nunca se aleja del eje del público. Todos los números alternan con la realidad de Guido en un montaje previsible, monótono, rutinario. Marshall le agrega un glamour forzado, impuesto. El acento italiano, y las palabras italianas que vuelan, acompañadas por la geografía romana es tan artificial como los japoneses (chinos y coreanos) hablando en inglés de Memorias de una Geisha, que a comparación de Nine, por lo menos era más vistosa e inspirada en la puesta de cámara, sin números musicales previsibles. Y el final es lo más frío y austero, pero en un pésimo sentido que haya visto en mucho tiempo. Nada suena real en Nine. Desde la primera escena donde aparecen todas las actrices juntas algo hace ruido. Y cuando Marshall parece no saber de que agarrarse para que el espectador siga enganchado, mete números, vira la estética a blanco y negro, más por una justificación cinéfila que por otra cosa. La falta de imaginación es alarmante. Sí, el fanático de Fellini, sabrá hallar decenas de citas durante el metraje, especialmente a La Dolce Vita y Roma. Sí, suenan acordes similares a los de Nino Rota, pero no. Marshall no es Fellini, no es italiano y definidamente no tiene a Rota detrás de la banda sonora. El homenaje a lo “italiano”, se mantiene en lo superficial y lo vox populi. ¿Por qué Sofia Loren cayó tan bajo? Sí, verla cantar es un placer, pero tengo vergüenza por observar como es solo un ícono más de la idea que Hollywood tiene del cine italiano de los ´60s. Miren La Princesita que Quería Vivir de Wyler, si quieren ver un digno homenaje a Roma Por momentos densa e inconexa, el guión del finado Minghella y Tolkin tiene bastantes arbitrariedades y subtramas que no cierran (la de la periodista de Vogue, la relación con el productor). Además de personajes e intérpretes mal aprovechados. Daniel Day Lewis demuestra que la comedia musical no es lo suyo. Mientras Mastroianni trataba de ser austero y tímido al igual que Woody Allen, Lewis es eufórico, sobreactúa, demasiado gestual. Quizás Antonio Banderas, que interpretó el personaje en Broadway era mejor opción. Por algo no aceptó. El elenco femenino sobre sale un poco más. Marion Cotilliard se lleva todos los aplausos en la única interpretación creíble y moderada del elenco, además de deslumbrar en un número musical donde no se destaca la puesta en escena. Judi Dench, brilla, pero su personaje no alcanza a tener la profundidad y participación que merecía. Kate Hudson es sensual, se mueve y canta bien en un personaje que no debió estar siquiera. Nicole Kidman pone su grano de arena, pero aparece desaprovechada también. Lo mismo que la Loren. El desparpajo es Penélope Cruz. Excepto con Vicky Cristina Barcelona y La Elegida, nunca pudo amoldarse al cine estadounidense, y si, en las anteriores se destacó era porque interpretaba a una española vista con ojos españoles (Woody Allen no es estadounidense) A pesar de moverse bien y mostrar su voluptuoso cuerpo, da pena verla tan mal, a comparación de los trabajos que hace con Almodóvar. Por más que quiera ocultar su acento español con un inglés con acento italiano, no le sale, por lo tanto cada frase que dice, suena risible para el oído de habla hispana. La cantante Fergie, sale mejor parada en su número, gracias a que Marshall logra copiar meticulosamente, cuadro por cuadro, se podría decir, el flashback de Guido con la prostituta Saraghina en 8 y Medio, y combinarlo con la coreografía de “el tango de las celdas” de Chicago. No muy inspirado, pero sin duda el mejor momento de la película, además de que “Be Italian” es también el mejor tema de la obra. Poco y nada para destacar. El despliegue técnico no sobresale tanto como la primer obra de Marshall, en donde por lo menos el guión de Bill Condon era superior, y todavía se respiraba la influencia de Fosse. Nine es un híbrido, en cambio, una película que como la película que dirige Guido Contini está destinada a ser olvidada y nunca debió hacerse. Una falta de respeto al cine italiano, de Fellini y de Fosse. No se trata aún así de una película mala, que no pueda llegar a gustar a un público no demasiado exigente. Al igual que las obras anteriores de Marshall el paquete es atractivo y está bien armado. Pero a un cinéfilo no se lo puede engañar. “Al final de cuentas, un director es aquel que solo debe decir “sí” o “no” a lo que le pregunten” dice Lilli (Dench) en un momento. Eso no es dirigir para mí. Aunque parece que sí debe ser la opinión de Marshall. Es por esto que debería haberse quedado en el mundo teatral y no saltar al cine, para caer al vacío. Como diría San Martín: “Serás lo que debas ser o serás nada”.
¿Nunca les molestó, acaso, sentirse identificados, con una película que deberían odiar? ¿Por qué el cine estadounidense nos hace pasar insomnio y pelearnos con nosotros mismos con películas que van en contra de nuestra moral y ética personal? Y que no nos debería gustar pero sin embargo nos gustan, les terminamos tomando cariño, les damos la razón… Nos sentimos reflejados en personajes comunes, que al principio parecen ser tan ajenos a nosotros, tan distantes y fríos… Y los crean a propósito de esta manera, porque ellos deben aprender una lección, y porque “nosotros”, espectadores debemos aprender la lección. La filosofía caprista (del gran Frank Capra) sigue viva en los corazones estadounidenses. Esa maldita manía que tienen de reflejar una realidad social, de crear una crítica a la sociedad globalizadora, pero a la vez de resaltar valores familiares. Esa técnica de escritura, que los hace ganar premios en todo el mundo; una fórmula, una tradición moralizante que se regenera con el paso de las décadas, y que a pesar de nuestras insurrecciones, nos toca alguna fibra personal, algo íntimo que nos dice interiormente “maldita sea, tienen razón, pero ¿por qué? No deberían tenerla…” ¿Y saben que es lo peor de todo? Que las hacen bien… Que van más allá del manual del buen director, para entrar en el manual del “buen autor”, que es lo que gusta más a los “críticos” y de última, al público también. Este tipo de películas se llama “soul food: comida para el alma”. Contienen el típico cuentito con moraleja y final ambiguo, donde el protagonista aprende la lección, aunque para eso tiene que hacer un sacrificio especial. Y a pesar de todo, el espectador se va con el estómago lleno; porque la comida para el alma, no es abundante, no llena, pero contiene ese ingrediente secreto que toca “algo personal”. Como el ingrediente secreto de Ratatouille. Este tipo de cine clásico tiene “eso”. Llámenle “mensaje”, “discurso” o “cassette”. Difícil es toparse con una película estadounidense que tenga el “mensaje” opuesto, o sea: la vida es una mierda, el amor no existe, la fe no tiene sentido, la familia no es un soporte, la compañía no es necesaria para vivir. Bueno, esa película, por suerte existe y se llama Un Hombre Serio, y la dirigen los visionarios hermanos Coen. Pero ya hablaremos de ella cuando se estrene. Centrémonos en Amor sin Escalas. Jason Reitman se podría empezar a comparar con un Frank Capra contemporáneo. Nada enloquece a un estadounidense más que encontrar a un Capra contemporáneo, que use métodos modernos de armar visualmente una película, y tenga la rebeldía (mal comprendida) de un joven Mike Nicholls. Las comparaciones no son exageradas. Jason Reitman es un gran director. Ya en Gracias por Fumar nos había presentado a un personaje singular: un hombre que debe hablar a favor del cigarrillo en una era antitabaquista. Simpático, seductor, comprador. No lleva la vida perfecta pero nos cae bien. El personaje aprende una lección: la vida no es un discurso, y hay otras vidas en juego además de la de uno. El capitalismo y el materialismo no nos deberían importar, si tenemos junto a nosotros, a las personas que queremos. Sí, en 70 años, el mensaje de Capra (Caballero sin Espada, El Secreto de Vivir, Que Bello es Vivir) se ha mantenido inalterable. En Juno, su segunda película, una adolescente no se ata a las convenciones sociales, y descubre que la felicidad no se encuentra en tener un hijo, sino estar con el hombre que ama. Cuanta cursilería. ¿Pero acaso no es políticamente incorrecta y encantadora a la vez? Y por último, Amor sin Escalas. Al igual que el protagonista de Gracias… que se beneficiaba si la gente fumaba, Ryan mejora en su trabajo a medida que despide más personas, lo que le permite ganar más millas aéreas, para convertirse en un récord de cliente fiel, no a la empresa a la que trabaja, sino a American Airlines. Ryan ama su profesión, más por el hecho de viajar, estar en el aire, recibir todos los lujos y servicios de hoteles, catering, autos alquilados que por el hecho de despedir. Se necesita tacto personalizado, labia para ello y él la tiene. Pero es no tener un hogar, no estar en contacto con su familia, esquivar responsabilidades sociales, y solo a veces, tener un relación sexual ocasional, lo que le proporciona placer. Además de ser una inminencia que da charlas a favor de la soledad, en beneficio de los negocios. También conoce a Alex, otra viajante de negocios constante, con la cual mantendrá encuentros ocasionales, que derivaran en una relación más seria y comprometida, acaso influida por el inminente casamiento de su hermana Julie con Jim (y siguen robándole a Truffaut). Todas las subtramas confluyen en un relato ágil y fluido. Divertido, romántico, reflexivo. Reitman supo encontrar en apenas tres films, un tono propio que no se aparta de las raíces del cine estadounidense. El guión tiene sutilezas, maravillas. Ninguna palabra ni escena parece estar de más, a pesar de caer en secuencias de resolución previsible y cuya cursilería termina chocando hasta al más romántico. La construcción de los personajes es meticulosa, y la dirección de actores es fundamental para crear la verosimilitud en cada aspecto narrativo. Ryan es interpretado con gran solvencia por George Clooney, sin demasiadas pretensiones, y así mismo es notable el trabajo natural de Vera Farmiga, de cuyo personaje sabemos poco justificadamente, y especialmente de la novel Anna Kendrick (vista especialmente en la saga de Crepúsculo en un rol secundario). La jovial actriz es un descubrimiento a la altura (o mejor quizás) que Ellen Page en Juno. El resto del elenco es soberbio, aun cuando se trate de mínimas interpretaciones. Reitman supo encontrar el “timing” para los momentos humorísticos, para los dramáticos, románticos sin dejar de lado una cuidada puesta en escena (vestuario, fotografía y especialmente un montaje brillante), excelentes elecciones musicales, y tampoco (como hacía tan bien Capra) dejar de criticar a las empresas frías y globalizantes, a las que solo le importan los números y no las personas. La vida es más que números sería el mensaje. Y Jason Bateman cumple otra excelente interpretación del lado corporativo. Además de crear una sátira acerca de la seguridad y los protocolos contemporáneos en los aeropuertos (atentos los que tengan que viajar). Se pueden encontrar similitudes, como ya dije, en el protagonista de Gracias… pero también hay puntos de contacto con La Terminal (el aeropuerto como símbolo de la vida) y Michael Clayton, ya que Clooney, de alguna forma, trata de humanizar y caer más simpático el personaje que interpretó en la película de Tony Gilroy (afinar el oído, Vera Farmiga dice una frase similar a la que decía Clooney en la película). Igualmente, opino, que ciertas reiteraciones, y similitudes de Amor sin Escalas con algunas películas “indies” de los últimos tiempos, provocan una sensación de deja vú contraproducente, y en ese sentido, Juno está a mayor altura, que la última de Reitman. Pero el dilema moral o debate de Amor sin Escalas, está en la estructura y la moralina en sí misma. ¿Cuánto tiempo más nos comeremos el cuento del sueño americano? Estará en el paladar de cada espectador seguir comiendo “soul food” o preferir un plato más abundante, pesado pero novedoso, como es Un Hombre Serio. Personalmente, me quedo con el pesimismo de los Coen
El desprestigiado “cinema de qualité”. Dícese de las películas de época que tienen grandes despliegues de decorado, una meticulosa reconstrucción histórica, vestuarios deslumbrantes, y, un lenguaje demasiado clásico y solemne. Películas hechas para ganar premios, simpatizar con los paladares más finos. Un cine sobre la realeza hecha para la realeza. El crítico devaluó esté género por considerarlo demasiado anticuado, la masa popular lo prejuzga de aburrido y monótono. De esta manera, se termina considerando que el único cine histórico que prevalece es el de los últimos 50 años. Sin embargo, no todos pensamos así. Para los que nos gusta la historia, películas como La Joven Victoria también sirven como refresco para entender el presente, acaso la razón más importante de que se enseñe la materia en todas las escuelas del mundo. 1826. Se acerca la muerte del rey Guillermo IV y la descendiente próxima de sangre real, elegida para ocupar el trono es la joven Victoria, hija del duque de Kent, quien fallece a los pocos meses que nace su hija. Su madre, la duquesa, junto a su pareja Sir John Conroy, trata de hacerle firmar a Victoria, una Ley de Regencia, en donde al ser menor de edad, la misma le otorga el reino a sus tutores. Pero el rey se opone, y la convence de que se quede para reinar y se apure en casarse. Pretendientes no le faltan. Desde el primer ministro hasta su primo, el príncipe Alberto de Bélgica. A pesar de los lujos, Victoria, es inteligente y solitaria. No le gusta que la manden y le cuesta aceptar el legado que tendrá que afrontar cuando sea coronada reina de una de las naciones más influyentes de Europa. El punto de vista que toma la película de Jean-Marc Valleé (Mis Gloriosos Hermanos), es por demás atrapante desde el inicio. Un montaje ágil e inspirado, más parecido a un trailer que a un prólogo abren el film. Muchos nombres y cargos, que al principio serán confusos y más tarde, a medida que la película vaya tomando un ritmo más lento, se irán alumbrando. De mayores similitudes con la Maria Antonieta de Sofia Coppola que con la saga de Elizabeth de Shekhar Kapur con Cate Blanchett, Valleé y el guionista Julian Fellows (Gosford Park) retratan la vida de una adolescente prisionera de su castillo y posteriormente del palacio de Buckingham, haciendo énfasis en las similitudes que tienen ambos con una prisión, al igual que el trato dado a la joven Victoria. Desde la soledad, los ritos, las conspiraciones políticas, las tradiciones, las luchas de poderes, el lugar que ejerce la monarquía, la magistratura y el pueblo en la sociedad, y todo sin salirse de los jardines reales, ya sea en los ducados como en Bélgica. Al igual que la película de Coppola, ella es una víctima de las circunstancias, que solo quiere encontrar un verdadero amor, y tener autarquía y no ser un mero títere de los gobernantes adultos La primera hora de la película no da respiro. Más allá de la meticulosa reconstrucción de época y los interesantes detalles históricos aportados desde el guión, Valleé crea un relato donde coinciden los arrebatos políticos con las desilusiones amorosas. Entre los vaivenes de cartas entre Victoria y Alberto, los personajes secundarios que se disputan el poder forman una telaraña de máscaras donde el espectador jugará junto a Victoria el papel de tratar de descubrir quien es honesto y quien es falso. La atmósfera creada a partir de un montaje muy ágil y moderno para ser una película de “época”. Acompañado por juegos de foco, constantes movimientos de cámara e incluso curiosos efectos, como mostrar a Victoria levitando al sentirse atraída por Alberto durante el baile real. Sin embargo, en la segunda mitad la película empieza a decaer en ritmo e interés cuando se centra en la relación romántica entre Alberto y ella, y el rol que el Rey debiera tener en la monarquía, su influencia, especialmente en la reformas sociales que al final terminaría implementando, aunque esto solo se aclara en el epílogo final, y no se profundiza demasiado en el relato en sí, para no salir del punto de vista de Victoria. Si bien, Valleé, lográ quitarle un poco de solemnidad a la película, sin llevarla al extremo videoclipero de María Antonieta, no logra evadir los lugares comunes que convierten a este tipo de películas en pretenciosas obras con vistas a las premiaciones de principios de año. Aún así se mantiene fiel a su primer intención que es lograr, sobretodo, un retrato intimista con el cual el espectador se pueda identificar en ciertos aspectos, así como hizo con la soberbia y exitosa Mis Gloriosos Hermanos, donde los conflictos familiares, y las ambigüedades de los personajes logran resaltar sobre las decisiones estéticas. Por que más allá, del cuidado en la elección de colores, la fotografía, etc, en la película se destacan las interpretaciones. Emily Blunt, ya no es más una promesa, y se convierte gracias a esta película en una actriz versátil, honesta, sencilla, creíble y natural para encarar un personaje demasiado preconcebido. La sutileza de la mirada y gestos de Blunt, la ponen a la altura de las magníficas interpretaciones de Blanchett como Elizabeth. Dentro del elenco secundario, tanto el “desconocido” Rupert Friend, como Paul Bettany están dentro de parámetros correctos. El único que no está a la altura, por darle un tono más teatral que cinematográfico es Mark Strong, nuevamente en rol del villano (también es el Némesis de Sherlock Holmes que transcurre durante la era victoriana). Y se destaca, como es usual, el gran Jim Broadbent como Guillermo IV. La película cuenta con apoyo real, ya que la produce Sarah Fergusson y también, el “rey” de Nueva York, Martin Scorsese, que nuevamente demuestra interés por el cine de “época” tras La Edad de la Inocencia (1993), con la cual comparte algunos puntos en común. Más allá de los cuestionamientos ya mencionados, y si esta “moda” de mostrar con benevolencia a los monarcas, criticando más a los gobiernos de turno (incluida La Reina de Stephen Frears), se trata de un punto de vista fiel, o solo una aproximación romántica e ingenua de la historia, La Joven Victoria, como película, es dinámica, no demasiado extensa en duración (como se cree que son todas las películas de época), despierta bastante interés histórico y trata de reivindicar un género bastante marginado en los últimos tiempos. ¡Larga vida al cinema de qualité!
La ciencia del razonamiento deductivo. Aquel que sea conocedor de la obra de Arthur Conan Doyle acerca del personaje, Sherlock Holmes, creado en 1887 en la novela Estudio en Escarlata sabrá que la mayor característica del detective, es su sagacidad y entrenamiento de la lógica deductiva, sumada a los conocimientos de física, química, y sobretodo poder meticuloso de observación para resolver misterios, dentro de los cuáles se encuentran crímenes que Scotland Yard no puede resolver. Los métodos detectivescos sugeridos por Doyle, como crítica a los estandarizados métodos de la policía tradicional sirvieron como inspiración para resolver crímenes contemporáneos en todas partes del mundo, siendo de vital influencia en la criminología contemporánea. Lamentablemente, el cine sólo ha tomado el estereotipo que se ha hecho de Sherlock Holmes en gacetillas y, excepto contables ejemplos, como la serie británica de Granada, protagonizada por el fallecido Jeremy Brett durante los años 90, ha sido poco fiel a la obra de Conan Doyle, especialmente al personaje. Se le ha dado mayor importancia a los casos, al suspenso, a la estética victoriana, al sombrero, la pipa, la elegancia y la solemnidad, pero poco y nada al personaje que describía Doyle. Solo una vez apareció en las novelas el estereotipado “Elemental”. Más bien, el Sherlock Holmes del cine, era el que mostraban las ilustraciones de las novelas. Confinado a mediocres películas para la televisión (británica, estadounidense, canadiense y australiana), Sherlock Holmes era una caricatura más que un personaje. Irónicamente, gracias a la visión de cómic de Lionel Wrigam, el detective londinense del 221B de Baker Street, vive y respira con nuevos aires, pero sobretodo con mucha más fidelidad a la esencia original creada por Doyle, que cualquier lectura anterior. Olviden la elegancia, el porte, y la caballerosidad. En sí, nunca fue demasiado caballero que digamos, pero sí tenía clase. Este Sherlock Holmes, es ágil, irónico, cínico, inteligente, sadomasoquista, hábil para los deportes, y no es muy afectuoso con las mujeres, aunque siente un gran aprecio por su compañero, el Doctor John Watson. Todas estas características son parte del comportamiento original. Producida por Joel Silver, la dirección quedó a cargo del venido a menos, Guy Ritchie, que por primera vez toma un trabajo por encargo donde no puso su firma en el guión, por suerte, ya que sus tres últimos trabajos fueron desastrosos. Pero Sherlock Holmes es completamente inspirada. Si bien Ritchie no deja de lado su estética pop / videoclipera, aunque llevada a la Inglaterra victoriana, se contiene con la utilización de flashbacks, y sobretodo sabe darle un equilibrio justo entre acción, humor y misterio. Y no descuida nunca, la ironía, el contexto histórico / revolucionario (industrial), la miseria de Londres. El guión tiene cuotas exactas de escenas de suspenso / humor y grandes dosis de adrenalina, explosiones y efectos especiales, bastante atípicos en las novelas de Doyle, donde los casos eran minimalistas, aun cuando había crímenes complejos. Es irónico que tome como mc guffin, la magia negra y el esoterismo, cuando Doyle pocas veces incluyó el tema en una historia de Holmes (aunque siempre le daba una explicación racional), mientras que el propio Doyle era profundo creyente de la vida en el más allá (contrató a numerosas médiums buscando el fantasma de la madre). Pero se trata de un entretenimiento excepcional, de escuela clásica, con un héroe perfecto, Tony Stark, perdón digo Robert Downey Jr. El estadounidense ES Sherlock Holmes. Parece que no hay personaje neurótico/soberbio/genial que Downey no pueda interpretar a la perfección sin un gesto de más. Al igual que Iron Man, es Downey el que merece la mitad de la acreditación de que la película funcione. Ritchie y los guionistas, descuidan un poco a los personajes secundarios: Jude Law, como Watson, a pesar de que hace buena química con Downey no tiene la fuerza interpretativa del personaje en las novelas, además de que es demasiado vigoroso a comparación del lento médico veterano de guerra. Rachel Mc Adams como Irene Adler, no tiene la elegancia ni la sutileza del personaje original, aun cuando Adams en el contexto de la película está perfecta en el rol. Mark Strong como el villano está bien, más allá de que Blackwood nunca estuvo en el universo Doyle. El más cercano, en todo caso es el excepcional Eddie Marsan (La Felicidad trae Suerte) como el detective Lestrade. Pero las similitudes con las novelas, como diría el propio Holmes, se encuentran en los detalles mínimos. Aquellas pequeñas citas, que un ávido lector va a reconocer: la cita a casos de nombres ridículos, personajes que aparecen por poco tiempo, la relación entre Holmes, Watson y su futura mujer (Kelly Reilly, el personaje aparece en las novelas), la poca admiración de Holmes hacia el sexo opuesto. Pero sobretodo es la explicación del método de la ciencia del razonamiento deductivo lo que devuelve al personaje a sus orígenes. También se da algunas libertades como la inserción de un perro. Detalle que solo sirve como un gag más. Guy Ritchie cumple con las expectativas: se mantiene fiel a la obra, le agrega excesos típicos de una mainstream Hollywoodense, le saca elegancia y solemnidad, necesario para meter al personaje en el siglo XXI y lograr atraer a un público joven. Si bien no pudo superar en taquilla al tanque de James Cameron, logró un notable éxito que le permitió asegurar una secuela, donde el personaje enfrentará a su enemigo más famoso. Esta nueva mirada al mundo de Sherlock Holmes, es fresca, entretenida, y hace olvidar (aunque se trate de una de las películas de mi infancia) a la ingenua El Secreto de la Pirámide (Barry Levinson, 1987), que poco y nada tenía que ver con la mitología escrita por Doyle. Sherlock Holmes mezcla lo mejor de las novelas del detective con la adrenalina de James Bond (por suerte, decidieron no darle características del niño mago). El resultado es un efectivo y redondo entretenimiento cinematográfico.
Empecemos esta crítica aclarando quien fue Noel Coward. Actor, dramaturgo, músico, director, hombre de múltiples talentos, se trató de una de la personalidades más importantes y prestigiosas del teatro británico del siglo XX, a la altura de un Laurence Olivier o un John Gielgud. Sin embargo el nivel de ironía, cinismo y crítica contra la burguesía y nobleza británica, eran parte de su toque de distinción por encima de los autores contemporáneos. La obra Easy Virtue fue uno de sus primeros éxitos. La escribió cuando tenía veintitantos de años, y tal fue su repercusión que un joven director británico de 29 años y un futuro prometedor, llamado Alfred Hitchcock, hizo una película muda sobre la obra que no tuvo demasiada difusión, a comparación del resto de la obra del director. Es por esto, que a 80 años de aquel estreno, el director australiano, Stephan Elliott que tuvo un interesante debut cinematográfico hace unos 16 años atrás con Priscilla, Reina del Desierto (donde se destacaban como travestis, los desconocidos, Guy Pearce y Hugo Weaving, junto al veterano Terence Stamp) a lo que le siguieron films bastantes convencionales, adapta nuevamente esta obra de Coward, con resultados, bastante más trascendentales. El joven y aristocrático John Whitaker, se casa con una corredora de autos estadounidense, de orígenes humildes, Larita y la lleva a Inglaterra, a las tierras de su noble familia, una mansión monumental, donde viven su altanera madre, su rezagado padre, veterano de la Primera Guerra Mundial, y sus dos tímidas hermanas, junto a toda la servidumbre, por supuesto. La llegada de la joven, bella, atractiva, rebelde, contrasta con la elegancia, clase, y conservadoras tradiciones de la aristocracia británica, despertando celos y suspicacias. Especialmente de la madre, Verónica, quien no solo ve en ella una competencia, una usurpadora de su hijo, sino la razón por la que puede caer toda su distinción en la sociedad. Pronto entre ambas habrá una lucha de poder, donde Verónica, tratará de convencerla de que se divorcie de John y se vaya de la casa. Sin embargo la convivencia con el resto de la familia no será tan fácil tampoco. Esta aparente comedia satírica contra las clases nobles británicas de los años ’20 mantiene el cinismo y el típico humor británico, para desnudar y criticar la frialdad de sus reacciones, de sus intenciones, las falsas apariencias y el doble discurso. Juego de modernidad y conservadurismo, en todos los aspectos (el más obvio es una carrera entre una moto y caballos), donde las posiciones de dos continentes (dos generaciones, dos clases sociales) lleva a sacar las verdaderas máscaras de las personas. Elliott es sútil, irónico y original para poner la cámara y la estética. Desde homenajes a los afiches, el cine mudo, hasta el uso y abuso de espejos, planos secuencias llamativos, se nota que Elliot quiere destacarse sobre las tradicionales transposiciones de época. Los momentos humorísticos son efectivos, e inclusive no molesta la teatralidad de la mayoría de las escenas. Sin embargo, en la mitad de la obra, cuando esta se vuelve, previsiblemente dramática, la película empieza a decaer un poco, aunque el remate final es de por sí divertido y coherente con el resto de la película. Abundan homenajes y Elliott, al contrario de Hitchcock, decide no profundizar demasiado el aspecto policial de la misma. Como siempre, el maestro del suspenso, no podía con su genio y convirtió una comedia en un thriller con juicio y todo. Este aspecto, Elliott lo eludió por completo, abocándose a criticar las miserias de la clase noble, y explotando a los personajes, especialmente de los padres de John, así como demostrando el estado psicológico de los soldados, sin importar la clase social, tras una guerra. Impecable en la reconstrucción histórica, Elliott acierta en la elección de la mayor parte del elenco, sobretodo en los excelentes Kristin Scott Thomas y Colin Firth como los padres de John. Sorprende la bella Jessica Biel, demostrando que puede tener un personaje más complejo que la típica sex symbol de las mediocres comedias, películas de terror y acción en las que participó en Estados Unidos. También se destacan, la no tan reconocidas Kimberly Nixon y Katherine Parkinson como las hermanas de John y Kris Marshall como el sirviente, en el cual Elliott, se da libertad para incluir homenajes a Alec Guiness y La Fiesta Inolvidable. El que desentona en este elenco es el “Príncipe Caspian”, Ben Barnes como el joven John Whitaker. Parece que un personaje complejo, más allá de lo superficial e ingenuo que parezca todavía le queda grande. Esperemos que sea mejor su interpretación como Dorian Gray. Otro elemento muy destacable en la película es la excelente banda sonora, a cargo de la “Easy Virtue Orchestra” conformada por el propio Elliott y el elenco, que interpreta temas escritos principalmente por Cole Porter, algún que otro tema contemporáneo (como “Sex Bomb”) en tono de Foxtrot, y temas del mismísimo Noel Coward, lo que conforma un homenaje completo hacia la obra de este gran artista. Buenas Costumbres es una comedia entretenida y pasatista, que recuerda un poco al cine de Robert Altman, pero con menos profundidad e implicancias sociales, y por supuesto, sin las intenciones transgresoras, del director de M.A.S.H. quien sin duda, hubiese sido el director ideal para esta película.
No todo es cine de artes marciales, terror o acción en el cine japonés. Películas como Final de Partida y en mayor medida la inédita en nuestro país, Still Walking de Koreeda, confirman que todavía quedan retazos del cine de Kurosawa, Ozu, Imamura o Mizoguchi. Pequeñas y llamativas historias, que nos hacen emocionar con pocos recursos. Un buen guión, personajes creíbles que provocan empatía, involucrados en situaciones que no son demasiado ajenas, pero a la vez se relacionan con las raíces de la cultura nipona. Daigo es un chelista profesional, sin embargo cuando la orquesta en la que toca se disuelve, junto a su esposa se replantea como seguir adelante. Ambos deciden volver al pueblo natal de Daigo y empezar una nueva vida, en la casa de la infancia del mismo. Su madre murió dos años atrás, y el padre los abandonó cuando él tenía 6 años, por lo que le guarda una gran rencor. Daigo atiende a un aviso clasificado en donde prometen buenas ganancias, sin experiencia previa de ningún tipo. Creyendo que se trata de una agencia de turismo asiste a la entrevista donde su empleador, lo contrata enseguida. Sin embargo, es muy distinto a lo que imaginaba. Se trata de ser asistente de su jefe en las ceremonias de maquillaje y vestimenta de los muertos, antes de ser puestos en los féretros e incinerados. Una práctica tradicional que todavía utilizan algunas familias. Primero, desiste de la tarea, pero el salario es bueno y lo acepta. Al principio le cuesta relacionarse con los cadáveres, pero luego lo toma como otro trabajo, y le agrada la reacción de familiares de los fallecidos ante los buenos tratos con que evolutivamente trata a los cuerpos. Daigo encuentra su lugar en el mundo, su objetivo en la vida y aprende a no tener prejuicios ante la profesión solamente porque se relaciona con muertos. Takita, director veterano, apuesta por el minimalismo y la sutileza. Disfrutar de los pequeños placeres, de formar una familia, de reflexionar sobre el pasado y el futuro. El guión de Koyama hace hincapié en dejar atrás las ideas preconcebidas sobre la muerte, respetarla y aceptarla como parte de la vida. Sensible y sentimental, por momentos, para continuar con la emoción se apelan a efectos nostálgicos y un par de golpes bajos, pero que sirven para que la narración fluya a buen ritmo. Excelentes paisajes, y una banda sonora compuesta en su mayor medida por canciones clásicas de chelo aportan belleza visual y musical a la película. Las interpretaciones son simpáticas y la austeridad de la actuación de Yamazaki se encuentra entre lo mejor del elenco. Una puesta básica y sencilla es lo único que se necesita para relatar este pequeño cuento sobre saber superar las primeras impresiones, y poder pedir perdón ya sea en la vida como en la muerte. Ganó el Oscar como Mejor Película de Idioma Extranjero del 2008. Premio un poco exagerado quizás, pero aún así se trata de una película accesible y emocionante, que se da la mano las últimas películas del maestro Kurosawa como Rapsodia en Agosto y Madadayo, o también de Koreeda, la magnífica Afterlife.
¡Llamen a Exterminator y Destrosator!!!!! ¡Volvieron los ninjas!!!!!!! ¿Recuerdan esas películas de sábado o domingo por la tarde que daban (o dan) por los canales de aire? Aquellas de artes marciales pero dirigidas por estadounidenses de segunda mano, con mezcla de elencos asiáticos y occidentales, prácticamente sin argumento que se estrenaban directamente en video… Bueno, los hermanos Andy y Lana (Sí, Lana es Larry, pónganse al día) Wachowsky siguen por el camino de los golpes produciendo seudopelículas donde intentan rememorar el espíritu setentoso y ochentoso de estas sagas que inspiraron a Carlos Galletini a traer a los ninjas a la Argentina para luchar contra Guillermo Francella. Por supuesto, que las películas asiáticas de los ’70, a las que Tarantino merecidamente les levanta un púlpito, poco o nada tienen que ver con estas imitaciones occidentalizadas. Y Asesino Ninja, con más presupuesto, más efectos digitales, no logra diferenciarse del resto. ¿Por qué? Porque definitivamente no tienen respeto por una cultura milenaria, se la trata con despecho y de forma superficial, y con una mirada tan ignorante como la adaptación de Rob Marshall de Memorias de una Geisha. Por lo menos, la belleza de las escenografías, coreografías y vestuarios hacían olvidar el detalle de ver a un grupo de actores orientales (para los estadounidenses, chinos, japoneses y coreanos son todo lo mismo mientras tengan ojos rasgados) hablando en inglés. Asesino Ninja sigue los mismos pasos lamentablemente. Solo en pocos momentos se habla en japonés, y esto se debe a que el protagonista es coreano simulando ser japonés. Pero si Benicio del Toro y Gael García Bernal hicieron del Che… La historia es mínima y la acción, abundante por suerte: Una secta de ninjas secuestra chicos que son entrenados (y torturados) desde los 6 años para ser asesinos a sueldo del gobierno que pague con oro. Entre ellos se encuentra Raizo (Rain), cuyo corazón es ablandado por la única integrante femenina del grupo. Debido a diferentes circunstancias relatadas a través de muy torpes flashbacks, Raizo se escapa y convierte en un fugitivo del grupo en busca de venganza contra el clan de ninjas asesinos. Paralelamente, un grupo británico de inteligencia situado en Berlín busca al mismo clan para parar una ola de asesinatos y contrabando de armas. Raizo, junto con la agente Mika (Harris) intentarán detener al maestro Ninja (Kosugi), una versión humana del maestro Yoda (¿habrá sido doblado por Frank Oz?), pero del lado oscuro. De esta forma se podría hablar de una narración estilo Jason Bourne, con menos originalidad, sorpresa en su tratamiento, y por supuesto mucho menos neuronas en su concepción. James Mc Teague, responsable de otra producción de los Wachowsky, la adaptación del cómic de Alan Moore, V de Venganza, una película mucho más interesante que la saga Matrix o este bochorno cinematográfico, sabe darle, a pesar de todo suficiente adrenalina, sangre (los ninjas tienen mucha más sangre que cualquier humano común pareciera) y acción (explosiones, peleas, explosiones, peleas) para no dormir y distraer de los enormes pozos narrativos y las patéticas actuaciones (no se salva ni Ben Miles, Patrick de la serie Coupling). Pero también es notoria la falta de imaginación a la hora de crear una estética o planos. Los Wachowsky, al menos, más allá de la sobrecarga de efectos especiales, hay que admitir que tienen “estilo”. Tanto Asesino Ninja como V de Venganza son visualmente parcas, hoscas, decepcionantes. Un producto vacío de contenido, inverosímil de principio a fin, con menos homenajes al cine de arte marciales, al manga y al cómic de lo que podría haber tenido para, por lo menos atrapar al fanático del género. En este sentido, se podría agrupar junto con las mediocres adaptaciones de algún video juego. Porque como juego tiene mayor coherencia que como película. De esta manera, solo es una mediocre obra de acción más, típica de la factoría Silver, con buenas coreografías de pelea que no alcanzan a satisfacer a ningún público mínimamente exigente. Solo, quizás a aquel que siga viendo las películas de artes marciales de las 2 de la tarde por Canal 9.
Desde que John Lasseter se hizo cargo del departamento de animación tradicional de Disney, la alicaída compañía creada por el rey Walt, empezó a levantar cabeza. Primero, fue una entretenida, aunque menor película de animación computada llamada Bolt, acerca de las desventuras de un perro actor. Si bien no carece de simpatía Bolt es completamente olvidable. Especialmente si la comparamos con el nuevo producto de la compañía, La Princesa y el Sapo. Para llevar a cabo la adaptación del clásico cuento infantil de E.D. Baker, Lasseter llamó a dos viejos conocidos de la compañía: Ron Clements y John Musker, directores de Basil, el ratón detective; La Sirenita; Aladdin; Hércules y El Planeta del Tesoro. Excelente elección. Llevada a cabo con trazos y dibujos animados tradicionales, prácticamente con poco uso de un ordenador, la dupla Clements / Musker devuelven la magia y el humor de las películas más clásicas de los estudios del ratón Mickey. Sin embargo son la solidez del guión, las excelentes canciones de Randy Newman, el mensaje contemporáneo y los homenajes a otros clásicos lo que hacen de La Princesa y el Sapo, casi un milagro cinematográfico y una fuente de inspiración entre tanta animación creada con un Mouse. Situada en la década del ’30 aproximadamente en Nueva Orleans, toma la historia de Tania, una joven camarera que debe desempañarse en tres empleos para vivir, mientras que su mejor amiga Charlotte, una rubia tonta, vive como princesa en la mansión de su padre, el magnate local. Tania ahorra para tener su propio restaurante, pero los prejuicios de la sociedad, no le ayudan a conseguir su sueño. Un día llega, el príncipe Naveen de Macedonia, quien necesita casarse con una princesa, para volver al hogar con sus padres, que lo echaron por ser un perezoso. Naveen queda encantado con el jazz y la música sureña. Y pronto es atraído por un mago vudú, que lo convierte en sapo. Solo el beso de una verdadera princesa puede devolverle la forma humana. Debido a una serie de circunstancias, confunde a Tania con una princesa, quien al besarlo, se convierte en sapo (o rana) ella también. Ambos deben escapar del mago que los persigue por los pantanos y bosques del estado. Pero recibirán la ayuda de una luciérnaga y un cocodrilo para surtir los obstáculos que irán sucediéndose. Al igual que la mayoría de cuentos de Disney se encuentra la idea del hechizo, que debe romperse encontrando el amor verdadero, así como no falta el discurso antimaterialista, solo que esta vez llevado a un contexto socio económico que hace bastante verosímil al relato: el mensaje es muy simple, sin esfuerzo no se consiguen resultados, el que no trabaja no progresa en la vida. Se podría leer como una crítica a los yuppies apostadores de Wall Street. El villano tiene que conseguir la herencia del millonario de la ciudad para pagar deudas. Al igual que el cuento de Cenicienta una chica trabajadora se convierte en princesa, solo que esta vez no acepta el puesto, y en cambio su meta es trabajar para vivir. ¿Mensaje socialista en una película de Disney? Porque no. Es probable que algunas de las complicaciones que los protagonistas tienen que afrontar durante su trayecto por los pantanos sureños, sean un poco repetitivas y haya demasiados villanos secundarios que se van acumulando, y de la nada desaparecen. Aun así es una película muy entretenida y no se desea que termine la aventura Visualmente se pueden reconocer rasgos físicos semejantes a los personajes de otras películas de Disney como La Noche de las Narices Frias (101 Dalmatas) o Los Aristogatos. Y no se privan los realizadores de ponerlo a Nerón de La Sirenita en medio de un desfile. Pero también son concientes de una nueva corriente de animación proveniente de uno de los más oscuros e imaginativos narradores cinematográficos contemporáneos: Tim Burton. Hay escenas relacionadas con la muerte y el vudú en donde se nota que los realizadores tomaron elementos de El Extraño Mundo de Jack y, especialmente, El Cadáver de la Novia. Lasseter pone su firma valorando las enseñanzas de la infancia y no perder el niño interior. También cede a Randy Newman, habitual compositor de los temas de Pixar, para componer las inteligentes y mágicas canciones que remiten a las de La Bella y la Bestia o Aladdin. Además le hace homenaje a la música: el jazz, el soul de Nueva Orleans no están ausentes de la banda sonora. Para las voces, decidieron mantener un perfil bajo y reservar roles secundarios a actores de renombre como John Goodman, Oprah Winfrey o Terrence Howard, mientras que el villano recae en Keith David, actor generalmente secundario, que sorprende a la hora de cantar. Magia y hechizos a la orden del día. La animación tradicional a punta de lápiz ha vuelto para quedarse, y los espectadores, que nos criamos viendo todo lo que el gran Walt creó para los más chicos hace 40 años atrás, agradecemos de que la ilusión sigue viva, y por una hora y media, volvemos a tener 9 años otra vez.
La adolescencia es un periodo difícil de nuestras vidas. La madurez y el crecimiento. Dejar atrás la infancia, la exploración del sexo. Que hacer con los padres. Que lugar ocupan los amigos. Son varias las incertidumbres de Rafa. Acaba de hacer su Bar Mitzva, y cree que ya debería tener actitudes adultas. De hecho las tiene. Por un lado sufre porque la chica que le gusta no le presta atención, sufre porque sus padres se están divorciando, porque su mejor amigo se va a Israel, porque no puede ocupar su cabeza en estudiar o prestar atención a la clase. Busca su primer beso, tiene relaciones con prostitutas, siente curiosidad por la atracción hacia el sexo opuesto, ya sea con la sirvienta que trabaja en la casa como por la chica que atiende el kiosco de la esquina. Se siente solo. Y además sufre un serio caso de acné. La búsqueda del primer amor, es el tema central de la ópera prima de Federico Veiroj, quien ya ganó varios premios por su cortometraje, Bregman, el siguiente (apellido compartido con el protagonista de Acné) Con austeridad, y un humor negro que remite al estilo de incertidumbre con que filmaban sus co patriotas Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella en Whisky y 25 Watts (donde fue actor y continuista), toma seriamente pero sin solemnidad el tema de iniciación. A diferencia de la comedia pícara estadounidense (nada que ver con Porkys o American Pie), el humor de Veiroj apunta hacia el patetismo y la desolación, pero nunca llegando al melodrama existencialista de Gus Van Sant. En este sentido, las reflexiones acerca de la madurez y el judaísmo se asemejan más al hijo del protagonista de Un Hombre Serio de los Coen o reminiscencias a Cara de Queso de Ariel Winograd. Para no perder los hilos de la historia, Veiroj se ata a su protagonista, y la cámara nunca se separa de su punto de vista, lo cual es un acierto, porque podemos identificarnos con lo que le pasa al protagonista. Saber distinguir el sexo del amor, lo efímero de lo perdurable. Reflexiones sobre el tiempo. Los silencios y las palabras son fundamentales. Diálogos consistentes, inteligentes. Acné es un pequeño ensayo que seguramente debe tener algo autobiográfico, se siente íntimo, respira realismo. Filmado con sutileza, apostando por lo justo y preciso en cada plano fijo, aprovechando cada milímetro del cuadro, como si fueran postales con conciencia pictórica o recuerdos de un momento perdido. El elenco adolescente, especialmente Alejandro Tocar, su protagonista, es soberbio. También el uso de colores (naranjas, blancos) y los encuadres a cargo de la experimentada fotógrafa Bárbara Álvarez (Whisky, El Custodio, La Mujer sin Cabeza). Federico Veiroj demuestra gran personalidad, y talento de autor en su ópera prima. Una apuesta a futuro.