Con un retraso de ocho años se estrenó, exclusivamente en la sala Cosmos UBA, La verdad a cualquier precio, uno de los últimos trabajos del octogenario director británico Ken Loach que, junto a su habitual guionista Paul Laverty, indaga en las cicatrices que dejó la guerra de Irak. Ridley Scott, Clint Eastwood y Ken Loach comparten algo más que la cartelera porteña. Son fieles a un estilo particular, a una forma de narrar clásica, sólida. Aún con irregularidades en sus respectivas filmografías, mientras atraviesan su octava década, los tres siguen estrenando obras cada año o año y medio. Y a pesar de que el realizador de Tierra y libertad ha anunciado más de una vez su retiro, siempre regresa y depara alguna sorpresa. A ocho años de su estreno en Cannes, La verdad a cualquier precio tiene la marca de Loach. Más cercano al thriller político de Agenda secreta, pero sin abandonar el universo de la clase trabajadora de Yo, Daniel Blake, el director se interna en las consecuencias de la guerra de Irak con una crítica hacia los contratistas británicos que vislumbraron un futuro inmobiliario enorme sin importar la vida de los habitantes de Bagdad. Si bien los crímenes de esta última guerra fueron mejor representados en el pasado -especialmente en la olvidada Samsara de Brian DePalma-, lo que presenta de “original” Loach es un punto de vista alejado de los cánones del cine de Hollywood. El protagonista es Ferguss -extraordinario Mark Womack- un ex soldado que pasa sus días en pubs, intentando olvidar el pasado. Sin embargo el pasado vuelve a él. Su mejor amigo de la infancia, Frankie, aún trabajando en Medio Oriente como guardaespaldas de contratistas privados, es encontrado muerto en la Route Irish, uno de los caminos más peligrosos de la zona verde. Lo que para la mayoría fue un acto desafortunado, producto de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, para Ferguss podría haberse tratado de un atentado perpetrado por sus propios compañeros. Con ayuda de la viuda de su amigo -Andrea Lowe- el protagonista intentará develar la verdad, a través de videos encontrados en un celular y conversaciones por Skype con testigos. Por medio del suspenso, Loach y Laverty construyen un relato que contribuye a mostrar las injusticias y los abusos que los soldados anglosajones realizaron sobre los habitantes iraquíes con total impunidad y deseo de sangre. Lamentablemente, el film no le escapa a los clisés y los lugares comunes de este tipo de historias y, con el pasar de los minutos, se va tornando más obvio y previsible lo que va a suceder. Si bien es atractiva la evolución que atraviesa el antihéroe -de investigador privado a vengador anónimo-, también llega un punto que el personaje roza lo absurdo y grotesco, alejándose del comportamiento verosímil construido durante la primera hora de metraje. Pero Loach es un narrador experimentado de la vieja escuela y, más allá de sus excesos, La verdad a cualquier precio, por más que se sienta vista y su temática esté sacada del diario de ayer -no ayuda su demora para estrenarse-, es un producto sólido y sin fisuras graves. El mensaje que pretende dar es claro y efectivo: en la guerra hay más de una víctima y el dinero no puede comprar la desolación de perder a la persona que se ama.
El cineasta Mariano Galperín y el dramaturgo Román Podolsky unen fuerzas en Todo lo que veo es mío, esta seudo biografía sobre el artista Marcel Duchamp durante su residencia en Buenos Aires a principios del siglo XX. No es muy difícil aventurarse a pensar que si bien Todo lo que veo es mío se trata de una codirección entre dos veteranos artistas argentinos de diversas ramas culturales, también podría verse casi como una secuela de Su Realidad -anterior obra del director de Dulce de Leche-, que ganó la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata en 2015. El concepto narrativo es similar. No atarse a una estructura fija, no seguir una linealidad temporal, con escenas, e incluso planos, aislados de un relato típico o clásico y una propuesta visual, por momentos, casi onírica e incluso abstracta filmada en blanco y negro. Al igual que en la obra sobre la gira de Daniel Melingo, Galperín toma el punto de vista de un artista que critica la realidad desde una visión simbólica y lúdica. Incluso desde los títulos elegidos le anticipa al espectador que lo que va a ver está casi dentro de la mente -o recuerdos- del personaje seleccionado para la ocasión. Y si bien, Galperín y Podolsky parten de cartas que Duchamp, desde su estancia en un departamento de Buenos Aires, donde convive con su novia Yvonne -elegante, expresiva y delicada Malena Sánchez-, le escribe a sus amigos y colegas de París, esto termina siendo más que nada una excusa para poder volar con la imaginación y retratar los movimientos artísticos rupturistas, y críticos, con la pintura de aquel entonces, movimiento que se estaba generando en todo el mundo a principios del siglo XX. Duchamp -notable, austero y minimalista Michel Noher- intenta vivir a lo bohemio en una Buenos Aires convulsionada, pero a la que le presta poca atención. Si bien dice que trabaja, los realizadores deciden exhibir mayormente su haraganería que sería funcional para la creación de obras claves, posteriores, como El gran vidrio (1923). Duchamp nunca se ató a ningún movimiento en particular y creaba a partir de lo que veía, mientras se obsesionaba con encontrar jugadas perfectas de ajedrez -parece que a Galperín le gusta mostrar a personajes solitarios jugando solos o contra sí mismos; ya lo hizo también en Su Realidad-. El atractivo de Todo lo que veo es mío pasa por esta posición lúdica, libre de grandes conflictos marcados, cargada de un espíritu bohemio a tono con el estado de los personajes. Esto no significa que no podamos ver en las miradas de ellos -especialmente en el de la periodista Katherine Dreier que interpreta Julieta Vallina- algo similar a la desolación y referido a la discriminación por parte de una sociedad altamente machista. Sin embargo es lejana la intención de los realizadores a hacer una bajada de línea directa. Entre contemplativa e íntima, Todo lo que veo es mío muestra celos y critíca a la aristocracia nacional, sin nunca pretender ser ambiciosa con la puesta en escena. Usando lo mínimo y necesario, la reconstrucción de época no es pretenciosa y, por lo tanto, no toma más protagonismo que la mirada del personaje, que es lo que más impera. Incluso, su manera de ver la economía es clave para comprender la desazón de Duchamp que no deja de comparar peyorativamente a Buenos Aires con Nueva York. El cuidado estético, los cruces de miradas, el buen humor -no es una comedia, pero lejos está de ser un drama de época pretencioso y solemne- son aditivos que, apoyados por una excelente banda sonora, convierten a Todo lo que veo es mío es una experiencia curiosa, disfrutable y magistralmente llevada a cabo.
Se estrenó Bepo, el nuevo film de Marcelo Gálvez, inspirado en la vida de Bepo Ghezzi, un linyera que en 1935 recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires y que fue un símbolo de la libertad y la corriente anarquista. Después de Cipriano, yo hice el 17 de octubre, el realizador platense Marcelo Gálvez se anima nuevamente a llevar a cabo un film de época con bajo presupuesto y una total libertad creativa. Y justamente libertad es lo que respira Bepo. Bepo Ghezzi era un linyera. En 1935 los linyeras eran personas que elegían tener una vida nómade. No atarse a las reglas ni las convenciones del sistema o la sociedad. Vagaban de pueblo en pueblo, buscando changas, pero sobretodo, disfrutando de no tener un patrón, un jefe, un dueño. Basado en el libro Bepo: vida secreta de un linyera de Hugo Nario, Gálvez posa su cámara en el protagonista -notable y austera interpretación de Luciano Guglielmino, también protagonista de Cipriano- un aventurero, un hombre de pocas palabras. Gálvez respeta el poder de observación y la ideología de su protagonista, sin dejar de lado los contratiempos que puede generar una vida en las vías, sin lugar fijo, aprendiendo de sus compañeros, pero también vagando solo. La relación del personaje con la naturaleza, una mirada fría y algo distante por parte del realizador, pero muy amena del protagonista, recuerdan al primer cine de Terrence Malick, pero sin la filosofía existencialista, narrada en off, que provoca que los films de éste sean pretenciosos e intelectualoides. En Bepo, Gálvez exhibe el existencialismo de sus personajes sin subrayados ni obviedades, con honestidad y, especialmente, aprovechando las limitaciones de presupuesto, en función de conseguir un film más genuino y creíble, con un ritmo propio y sin juzgar ni edulcorar las secuencias que se van sucediendo a lo largo de esos años que el protagonista estuvo vagando. Sin decaer en ritmo ni perder el cuidado estético -aún cuando se sigue a los personajes con cámara en mano, la fotografía es uno de los puntos fuertes del film-, Bepo es un retrato histórico que no deja de lado su contexto político y que muestra cómo la idea de anarquismo, en aquella época, no se relacionaba con hacer una revolución, sino con ser fiel a un pensamiento libre. No sería demasiado alejado, incluso, ver a los linyeras de los ’30 como una continuación de los gauchos de antaño. Bepo muestra a personajes formados intelectualmente, pero que también son formados por la ruta, una ruta incierta pero con objetivos ideológicos claros.
Se estrena Cars 3, la nueva entrega de la saga creada por John Lasseter. Esta vez el Rayo McQueen (Owen Wilson) debe enfrentar su posible retiro del universo de las carreras. Días de trueno. La saga de Cars es la oveja negra de Pixar. Un tono demasiado infantil e inocente para el público adulto que busca la profundidad existencial de obras previas como Up o Wall-E, pero demasiado clásica y nostálgica para la audiencia más joven. Cars remite al cine de los años ’40, al idealismo de Capra, al romanticismo de generaciones previas con lenguaje sencillo y nostálgico. Sin embargo, Cars es lo más cercano que Pixar hizo de la saga Toy Story. En ambas sagas los objetos cobran vida -de hecho, en el universo de Cars los humanos no existen- y, en ambas, los jóvenes deben aprender de los viejos para madurar y concretar sus metas. Cars 3 retoma el concepto de la primera entrega: pasar el conocimiento a las nuevas generaciones, reconocer el paso del tiempo y asimilar la edad de uno, el cambio de una etapa. El Rayo McQueen debe enfrentar rumores de retiro. En medio de un enfrentamiento con el corredor estrella, Jackson Storm, McQueen se exige más allá de sus posibilidades físicas y sufre un accidente casi mortal. Este hecho lo obliga a volver al pueblo de Doc Hudson, su mentor y entrenador (enorme homenaje a Paul Newman, quien puso su voz al mítico personaje), para volver a ponerse en forma y terminar el torneo. Cuando un moderno empresario decide auspiciarlo, McQueen conoce a Cruz, su nueva entrenadora. La relación entre el Rayo y su entrenadora es el núcleo de la película. Esta vez no hay un villano fuerte. Los personajes deben superar sus propios miedos y asimilar sus límites. Pixar nunca esconde su amor por el cine. Desde Días de trueno -el film de culto de Tony Scott con Tom Cruise- hasta Rocky y Million Dolar Baby, Cars 3 deja de lado a los personajes secundarios de las ediciones previas -queda llamativamente relegado Mate que en Cars 2 fue el verdadero protagonista- para concentrarse en el mismo conflicto de la primera entrega. Brian Fee, debutando como director, concreta -como sucedió con Toy Story– la entrega más compleja, profunda y estéticamente más avanzada de la saga. No solamente Pixar se supera técnicamente, sino que cuida cada aspecto narrativo para conseguir emoción genuina de parte de cada franja etaria del público, apela a la nostalgia con sutileza y criterio clásico. Como atractivo adicional, previamente a Cars 3, se proyecta Lou, un excelente y sutil cortometraje animado sin diálogos de Pixar, en el que con mucho ingenio, creatividad e imaginación, el estudio enfrenta uno de los problemas que más preocupa a la sociedad estadounidense. El segundo atractivo sólo lo podrán apreciar quiénes vayan a las funciones subtituladas. Owen Wilson regresa como Rayo McQueen y se suman Chris Cooper, Cristela Alonso, Nathan Fillon, Armie Hammer y la posibilidad de volver a escuchar la voz de Paul Newman, ya que aún cuando solamente aparece en forma de flashback, Doc Hudson es un personaje esencial de esta tercera entrega.
Se estrena El mago de los vagos, de Pedro Otero, documental sobre Pajarito Zaguri, ícono del rock nacional, que participó del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. El último rebelde. Alberto Ramón García, mejor conocido como Pajarito Zaguri, fue uno de los pioneros del rock nacional. Junto con Moris y Litto Nebbia, entre otros, formó parte de las primeras bandas emblemáticas del género en Argentina como Los Beatniks, Los náufragos y La barra de chocolate. Desde fines de los años ’60 hasta mediados de los ’70 fue un símbolo de la rebeldía y la juventud. Pero un día desapareció. A diferencia de sus colegas, Pajarito voló. Pedro Otero, realizador cinematográfico, descubrió a Zaguri en su propio edificio, literalmente. El legendario guitarrista y voz del tema Rebelde, vivía un piso debajo de él. A lo largo de varios años fue juntando charlas -algunas grabadas en video, otras sólo audio- que van recopilando la agitada, divertida y exquisita vida de Pajarito Zaguri, el mago de los vagos, el músico al que no le interesó la fama ni el dinero. Incluso, en algún momento, ni siquiera su arte. El documental de Otero, que lo tiene como coprotagonista, es una caja de sorpresas, especialmente cuando el realizador se queda imprevistamente sin protagonista. Las herramientas audiovisuales a las que recurre para completar el trabajo son de lo más imaginativas e ingeniosas. Desde la animación a la mitificación inmortal, Otero echa mano a la creatividad para armar una película que funciona como una investigación para descubrir quién fue y adónde se fue Pajarito. Es un trabajo con mucho humor, corazón y calle. Pajarito recorriendo las pizzerías más populares de la avenida Corrientes, brindando anécdotas maravillosas, perseguido por las cámaras de Otero son el retrato más puro de una persona que revolucionó los esquemas hasta el día de su supuesta muerte. El mago de los vagos es un meticuloso reencuentro con la historia del rock nacional y con un personaje injustamente olvidado, pero cuya responsabilidad también en parte le cabe al mismo protagonista. No se trata solamente de un registro de una figura, de recopilación de recuerdos y material de archivo, en El mago de los vagos hay ideas, posiblemente surgidas medio por accidente, pero que se ajustan perfectamente con la personalidad retratada.
El director de El día de la bestia y Muertos de risa regresa con El bar, una nueva comedia negra que lleva su impronta visual y narrativa pero que agota sus ideas rápidamente. Después de varios títulos desparejos, Alex de la Iglesia regresó al humor más puro y grotesco español con Mi gran noche. El film de 2015, protagonizado por Raphael, había mostrado a un de la Iglesia inspirado, casi felliniano. Personajes patéticos pero queribles en medio de seres grotescos y oscuros. Acción y humor negro que se acercaba al tono absurdo de sus primeras y mejores obras como El día de la bestia, Muertos de risa y La comunidad. Y si bien muchos vaticinaban que podía tratarse de un regreso a las fuentes y que este iba a ser el camino que el director -que empezó a tropezar a partir de 800 balas (que no era floja sino un poco decepcionante) y que tuvo su máxima caída con Balada triste de trompeta (con un oasis en el medio llamado Crimen ferpecto)-, iba a retomar, El bar es una prueba de lo opuesto. O al menos, lo es en su segunda mitad. La acción comienza una mañana en una ruidosa calle de Madrid. Personajes no del todo agradables -un vagabundo religioso con ideas apocalípticas, un comerciante chanta, un ex policía borracho- forman parte de la fauna cotidiana del bar. Cuando uno de los clientes intenta salir recibe un tiro directo a la cabeza. Otro hombre intenta ayudarlo y, también, es alcanzado por una bala. Al poco tiempo, las calles están vacías. Los que quedan en el bar empiezan a armar teorías conspiratorias sobre los motivos por los que los están atacando. Coqueteando (en apariencia) con lo fantástico, nuevamente, de la Iglesia desnuda a un número limitado de personajes que se tratan de quitar el pellejo mutuamente (en el sentido más literal) con tal de sobrevivir, dentro y fuera de ese bar. Durante la primera mitad, la más absurda y divertida, cuando se especulan las teorías más ridículas, es donde está el de la Iglesia más puro. No hay personajes que generen empatía o cariño pero, en medio del grotesco, todos tienen algo que resulta medianamente pintoresco y querible. En un momento, cuando ya todas las incertidumbres sobre el misterio del bar han sido resueltas, el film se queda con pocas ideas y cae en la reiteración. Decide eliminar tres personajes con potencial de ser mejor explotados humorísticamente (como el de Alejandro Awada que cumple una buena interpretación, pero está mal aprovechado) y se queda con los más obvios y banales. Lo que sigue es un tire y afloje entre personajes que van desmenuzando un perfil cada vez más siniestro (pero del que ya se habían visto ciertos comportamientos ególatras), que llevan a las resoluciones más previsibles que de la Iglesia haya concebido en su filmografía. Un concepto que podría haber sido inspirado y divertido se convierte en un film sin demasiada identidad. Los diálogos filosos y sarcásticos son reemplazados por gritos. Las pocas ideas visuales con las que amaga en su primera mitad (planos secuencia, la explotación del mecanismo teatral en función del desarrollo de personajes, el uso de zooms) quedan obsoletas en la segunda hora cuando ya no le importan los personajes. Hay sólo un plano que rompe con la convencionalidad y el director lo exprime hasta agotarlo. Esta vez de la Iglesia y Guerricaechevarría tenían una historia a la que no supieron darle cierre, ni estético ni narrativo. Y aunque el tono pesimista, la desazón, la visión de un mundo desamparado y desigual siguen estando presentes desde Acción mutante, falta ese patetismo querible que provoca que se extrañe a los protagonistas de El día de la bestia, Muertos de risa o, incluso, Crimen ferpecto. Los microuniversos de de la Iglesia ya han sido tantas veces plagiados, incluso por el mismo director, que esta vez está copiando microuniversos de otros (hay algo de Carpenter flotando) pero no se llega a manifestar completamente. La manera que maneja el encierro y cómo este sirve de disparador para crear el caos tienen mejores resoluciones en Mi gran noche y La comunidad. También esta vez son bastante olvidables la mayoría de las actuaciones (el mejor es Jaime Ordóñez), más que nada porque los personajes impiden a los intérpretes explorar matices de la psicología de cada uno.
Se estrena Perfectos desconocidos, remake española del éxito italiano homónimo de Paolo Genovese. El film fue el más exitoso del año y el más taquillero de la filmografía de su realizador, Alex de la Iglesia. 14 largometrajes de ficción, una serie, un documental, un par de telefilms y varios cortos sueltos, avalan una de las filmografías más notables del cine español de las últimas décadas. Ex presidente de la Academia de Cine Español, Alex de la Iglesia es una figura mediática, un autor que ha apostado por el cine de género como ningún otro, haciendo escuela en España, influyendo a toda una nueva generación de realizadores, no sólo en su tierra natal sino incluso en Latinoamérica, en dónde, aún hoy, encuentra una gran cantidad de fans incondicionales de su cine. Discutido, polémico, admirado y odiado por partes iguales, en España sus últimas obras no gozaron del reconocimiento que muchos esperaban y quizás merecía. Acaso, ya su estilo, tantas veces imitado, comenzó a agotar a los espectadores. Y de la Iglesia empezaba a repetirse. Tras un hermoso regreso a sus fuentes con Mi gran noche -que fue un fracaso comercial- le siguió El bar, otra notable decepción artística. Era hora de probar algo diferente, un éxito seguro. La película de Paolo Genovese, Perfectos desconocidos, fue un sorpresivo éxito mundial. Una comedia teatral efectiva, no demasiado arriesgada o exigente, que se destacaba por el talento de sus protagonistas. Con esta remake española, Alex no sólo volvió al podio en la taquilla sino que consiguió el film más exitoso del 2017 en España y el más taquillero de su filmografía, seguido por Los crímenes de Oxford. Entonces resulta irónico que un cineasta que dejó una huella por su innovación visual, por apostar a mezclar humor, terror y géneros fantásticos, satirizando las películas de Hollywood, pero con personajes marginales y marginalizados socialmente donde lo grotesco era una marca autoral, triunfe con producciones cuyo material original le son ajenos a su creatividad. Y para remarcar su distancia con estas producciones, elige actores que no son parte de su acostumbrada selección de intérpretes -en Perfectos desconocidos, salvo Pepón Nieto, el resto son figuritas exitosas, que nunca han trabajado con de la Iglesia; en Los crímenes de Oxford eligió un elenco anglosajón- y deja de lado su frenético estilo para mostrar que también puede ser prolijo y elegante con la puesta en escena. Perfectos desconocidos exhibe a un grupo de amigos que se reúne en el departamento de una acomodada familia de la clase media alta española. Tres parejas y un eterno solterón comparten una cena durante un eclipse de luna llena roja. Así, de la Iglesia le agrega un componente fantástico bastante forzado y que resulta vilmente cobarde al final de la película, aun cuando corta con la moralina de la historia. El conflicto es la dependencia de las personas hacia los teléfonos celulares y los secretos que cada integrante de esa cena guarda en su móvil. Esto plantea una especie de juego: dejar todos los celulares encima de la mesa, y cada vez que llega un mensaje o una llamada, todos se enterarán de los secretos de cada uno. De esta forma salen a la luz diversas infidelidades, dobles identidades, fantasías y otros menesteres privados bastante previsibles. El problema básico de Perfectos desconocidos es que apuesta por el humor efectivo. Situaciones forzadas, reacciones que rozan el clisé y los lugares comunes, una estética que continuamente quiere escaparse de la teatralidad del material original, pero termina volviendo a ella. Y sobre todo la distancia. Aún en sus producciones más fallidas, Alex de la Iglesia está continuamente presente, incluso de forma excesiva. Pero los excesos son compensados, acaso, porque el director es fiel a sí mismo. Quizás no siempre son redondas sus obras -suele tener serios problemas con los finales que nunca están a la altura de su primera e inspirada hora- pero aún así se ganan el cariño porque muestran lo peor de la sociedad española. Acá también la mayoría de los personajes son detestables, pero no está esa empatía por lo marginal y grotesco como en el resto de su obra. Debe ser por eso que sólo Pepón Nieto es lo mejor de la película. Aún cuando su conflicto personal muestra un retroceso ideológico increíble en el cine de su director, desde lo estético hasta lo interpretativo, se trata de lo único que une a la pieza con la filmografía del realizador. El resto del elenco se limita a cumplir lo que cada estereotipo propone con mejor o peor suerte. Lo de Eduardo Noriega -un actor mantenido en formol hace 25 años- y Ernesto Alterio es realmente detestable. Sobreactuados ambos, nunca encuentran una brújula. Dafne Fernández y Juana Acosta están un poco mejor, y la dupla Eduard Fernández-Belén Rueda demuestran su profesionalismo habitual, aunque no están a la altura de sus mejores trabajos. El final, cobarde, incongruente, forzado, demuestra que no siempre éxito y creatividad van de la mano. Acaso, Los crímenes de Oxford, aún siendo intrascendente, tenía mayor coherencia narrativa, pero Perfectos desconocidos en su retroceso ideológico, su humor efectivista y su poca creatividad encuentra a Alex de la Iglesia en su peor momento artístico. Realmente penoso para un director que supo ser un ejemplo a seguir para toda una generación.
Se estrena Personal Shopper, la nueva película de Olivier Assayas, ganadora del Premio al Mejor director en Cannes y protagonizada por Kristen Stewart. Después de pasar por Cannes y Mar del Plata, Olivier Assayas regresa a las salas argentinas con Personal Shopper. La trayectoria del hijo del director y guionista Jacques Rémy es una de las más irregulares del actual cine francés. Irregular por las diversas capas que atraviesa, irregular porque cada película es un híbrido de géneros y citas cinéfilas, irregular porque a los 62 años, sigue siendo un enfant terrible con influencia de la nouvelle vague y ciertos realizadores “malditos” estadounidenses. En los últimos años parecía que se había calmado un poco -especialmente después de la ambiciosa miniserie Carlos– pero con Personal Shopper regresa con una propuesta un poco más provocadora, al menos en el concepto de lo que acá suele clasificarse como “cine de autor”. Es que el nuevo film del realizador de Demonlover contiene elementos que podrían pertenecer a Shyamalan, pero Assayas las adapta a sus tiempos y búsquedas personales. Maureen -Kristen Stewart, cada vez más expresiva y versátil- trabaja en París como asistente de una modelo francesa. Su labor consiste en ser una “compradora fantasma”, viajar por Europa seleccionando vestidos, joyas y complementos para su jefa. Esto le permite pasar las noches dentro de la antigua casona de su fallecido hermano, para tratar de conectarse espiritualmente con él, ya que ambos tienen poder extrasensitivos. Influenciado por el cine de Jacques Rivette -o al menos con ciertas similitudes de sus últimas obras- Assayas construye un drama psicológico con algunos aspectos sobrenaturales. Como en Celine y Julie viajan en bote, la protagonista mira una película sobre las sesiones médium de Victor Hugo -interpretado por el músico Benjamin Biolay- y le dedica varios minutos a esta historia dentro de la película. La doble vida de Maureen construye el foco y la perspectiva de la historia, pero quizás hay otra mirada. La protagonista intenta conectarse con su hermano para buscar una manera de enfrentar su posible muerte -ambos tienen la misma deformación cardíaca-, así que el temor de morir supera su miedo ante espíritus que posiblemente no sean su hermano. Con un manejo virtuoso de la cámara -justificado premio a la puesta en escena en Cannes-, Assayas maneja diversos tonos y climas. Pasa de un minimalismo esquemático, escenas intimistas, a otras con efectos digitales y una tensión in crescendo que parecen salidas de un exponente de J-Horror. El relato tiene ciertos baches rítmicos que sirven para exponer el temor interno de Maureen -el trabajo de Stewart es convincente y se pone al hombro gran parte del film- y después salta con un giro inesperado en la narración que Assayas prefiere no explayar y en cambio apela a un recurso sugerente completamente visual, apoyándose en el lenguaje cinematográfico más puro. Assayas suelta su ambición desnudando también la hipocresía y frialdad del mundo de la moda, en donde Stewart se adapta perfectamente con la gelidez que la caracteriza. Pero el film también funciona como thriller y drama, a pesar de sus contrastes. Quizás eso -aunque sea arriesgado- es lo que le quite ciertos méritos formales: la manera en la que su realizador salta de una escena sugerente, abocando a la interpretación del espectador, a otra completamente discursiva, que banaliza y explica innecesariamente, aquello que la actuación de Stewart dejaba claro en los primeros minutos del film: ese dolor, esa pesada carga que arrastraba el personaje. Personal Shopper es misteriosa, atractiva, densa y sobrenatural -incluso tiene escenas que conectan con fantasmas lynchianos– pero no abandona nunca el drama y la búsqueda de la protagonista, aún en su retrato del mundo de la moda. El ojo de Assayas levita en un formato no terrenal que eleva la calidad de su film, más allá del riesgo -siempre necesario, meritorio y disfrutable- y de sus pretensiones. El enfant terrible ha regresado.
Se estrena Hambre de poder, de John Lee Hancock y protagonizada por Michael Keaton, inspirada en la vida de Ray Kroc, el fundador de la franquicia McDonald’s. John Lee Hancock realmente ama conservadoramente a Estados Unidos. Trabajó con Clint Eastwood, dirigió El novato -film de Disney inspirado en una historia real sobre el mundo del béisbol-, estuvo a cargo de una pobre remake de El Álamo y sus dos últimas películas, las más exitosas, fueron la oscarizada y sobrevalorada Un sueño posible -sueño americano más fútbol americano- y El sueño de Walt, acerca de los métodos que usó Walt Disney para conseguir los derechos de Mary Poppins. ¿Qué tienen en común todas estas obras? En primer lugar, hablan de íconos culturales -incluido el negocio del deporte y la historia- y de las tradiciones estadounidenses -símbolos de su ideología-. En segundo lugar, Lee Hancock promueve el sueño americano, pero sin ocultar el perfil capitalista de estos íconos. Y si le faltaba un emblema de la economía y la tradición cultural gastronómica-popular del siglo XX, ese era McDonald’s. Sin embargo, y al igual que en la película protagonizada por Tom Hanks y Emma Thompson, el foco de crítica no es el producto o la empresa per sé -por el contrario defiende la marca-, sino la persona detrás del negocio. Así es que aparece Ray Kroc -Michael Keaton adaptando el personaje a su histriónica personalidad y humor sarcástico- que, como Walt Disney -símbolos ambos del capitalismo salvaje-, no le importará pisotear a los creadores de la hamburguesa más famosa con tal de concretar el éxito y su sueños de triunfo. Hambre de poder retrata a Kroc desde que es un vendedor mediocre de electrodomésticos hasta que conoce a los hermanos McDonald -Dick y Mac, interpretados con soberbia por John Carroll Lynch y el extraordinario Nick Offerman- y les compra una parte de la empresa para desarrollar franquicias. Kroc se convirtió en el fundador de McDonald’s y el ascenso al poder, llevándose por delante a los ingenuos hermanos que terminan perdiendo hasta su apellido, es la manera en la que Lee Hancock se decide a exhibir, durante casi dos horas, con buen ritmo y bastante ironía, el funcionamiento de la economía que domina al mundo. Si bien el tono conceptual-estético no es demasiado innovador -bien podría haber sido un telefilm-, el verdadero atractivo pasa por la evolución del protagonista y las notables actuaciones. El director desnuda sin piedad el patetismo de todos sus personajes, con la salvedad de que uno es suficientemente ingenioso y consciente de que insistiendo puede llegar a concretar su meta. Hambre de poder no hace hincapié en las polémicas referidas a la calidad de la carne como Fast Food Nation, de Linklater -aunque pone énfasis en la relevancia que le daban los hermanos McDonald al control del proceso-, sino la manera en que un negocio se convierte en fructífero en Estados Unidos. La visión de Kroc y su temperamento anti humanitario es lo que lo llevan a una guerra. El atractivo del personaje y la actuación de Keaton es el carácter calculador y frío, pero también inteligente. Por más que las decisiones sean moralmente reprobables resulta más insólita y estúpida la poca visión comercial (es verdad que pasaron más de 50 años y hoy en día es muy común) de los hermanos McDonald. Lee Hancock rescata mínimamente su idealismo y esto los convierte en los perdedores de la batalla. Más allá de algunos desniveles en su segunda hora -la aparición de los personajes poco profundos y desperdiciados de Linda Cardenelli y Patrick Wilson-, Hambre de poder se sostiene coherentemente, con honestidad -aún en su hipócrita defensa hacia la marca en el epílogo- y sin demagogia emotiva. Por el contrario, es un film frío que, debajo de los arcos dorados, refleja la oscuridad de la sociedad y cultura locales.
Se estrena El cielo del Centauro, el esperado regreso del mítico Hugo Santiago a la cartelera nacional. Un film simpático y nostálgico que sirvió de apertura del BAFICI 2015. La noticia es importante, Hugo Santiago parecía un mito, una leyenda creada por Borges o Bioy Casares cuando escribieron uno de los filmes de ciencia ficción más importante de todos los tiempos. Invasión (1969) no se parecía a ninguna película nacional y a la vez todas están inspiradas en ella. Cómo no ver reminiscencias incluso en La larga noche de Francisco Sanctis. Porque esta Buenos Aires distópica, llamada Aquilea, mostró un atisbo del futuro, no sólo del cine sino de la realidad argentina. El exilio de Santiago a Francia trajo a colación la realización de una seudo secuela llamada Las veredas de Saturno (1986) en donde se manifiestan las influencias de la primer nouvelle vague pero también los síntomas de lo que sería el llamado Nuevo Cine Argentino, 14 años antes. Hugo Santiago siempre fue un adelantado. Y si en dicho film los exiliados de Aquilea -o Argentina- se juntaban a recordar su pasado y planear su futuro en los jardines de París, en El cielo del centauro -regreso de Santiago a su tierra natal- es un parisino el que baja de un barco para vivir aventuras en Buenos Aires. Esta vez el director no adelanta el futuro del cine sino que dialoga con el presente, la nueva generación de cineastas que le produjeron y escribieron el film: Mariano Llinás, Alejo Moguillansky y Santiago Mitre. En realidad la asociación de Santiago con Pampero Cine no es tan sorpresiva ya que sirvió como narrador de El escarabajo de oro, libre adaptación de Moguillansky de la historia de Edgar Allan Poe. Y ese mismo tono, entre el humor, la aventura y la literatura es el que impera en El cielo del Centauro. Una Buenos Aires de postal turística es el marco por donde este ingeniero, bastante patético, que apenas habla español -Malik Zidi, uno de los intérpretes más inexpresivos que se hayan visto en la cartelera local-, irá atravesando con la misión de entregar un paquete. La Boca, San Telmo y otros barrios del sur de la Ciudad serán los paisajes que irá descubriendo en este día con ribetes fantásticos y oníricos. Habrá mafiosos que parecen sacados de folletines, una femme fatale y la historia sobre un cuadro de Cándido López. El cielo del Centauro parece orientada a un público extranjero ávido por recorrer junto al protagonista la Ciudad de un exiliado romántico y nostálgico como Santiago, que se quedó deambulando entre baladas de tangos y fantasmas de una Buenos Aires de antaño. Con una cuidada puesta en escena, interpretaciones secundarias pintorescas -desde Roly Serrano y Gustavo Pardi hasta Romina Paula y Carlos Perciavalle-, el nuevo film de Santiago tiene un dejo poético pero carece de profundidad dramática. Tampoco pretende tenerla pero es cierto que sus anteriores filmes gozaban de un tono existencialista que en El cielo del Centauro está ausente. Una aventura entretenida, melancólica, simpática, teñida de cariño y amor hacia su tierra natal es lo que regala el regreso esperado de Hugo Santiago a la cartelera local. Hay ideas, sí. Se diferencia de la mayoría de propuestas nacionales también. Pero ¿se puede buscar más allá del romance por Buenos Aires y un poco de realismo mágico, algo más que le imprima a El cielo del Centauro ese mote de obra inolvidable que tenía Invasión? No, imposible. Y tampoco deberíamos buscarlo. Debemos conformarnos con saber que Santiago sigue activo y con ideas y que su pulso narrativo es tan sólido como hace 48 años atrás.