Se estrena Chaco, dirigida por Ulises de la Orden (Río Arriba), Juan Fernández Gebauer (Hijos nuestros) e Ignacio Ragone, que propone denunciar las masacres que los diversos gobiernos, multinacionales y autoridades lideraron contra los pueblos originarios del noreste argentino a través de las voces de diversos miembros de las comunidades que siguen luchando por su territorio. “Nos persiguen constantemente” afirma Valentín Suárez al mismo tiempo que un patrullero se acerca al sitio donde se está grabando una escena del documental Chaco, codirigido por de la Orden, Fernández Gebauer y Ragone. La cámara hace zoom y detrás de la microfonista se puede ver claramente a un auto de la policía chaqueña siguiendo los movimientos del cacique. La persecución a las comunidades originarias -wichis, qom, entre otras- del Monte Chaqueño, que incluye las provincias de Chaco, Formosa y parte de Salta y Corrientes, empezó el día que los europeos llegaron a América. Desde entonces, la usurpación de la tierra, la esclavización y el asesinato se convirtieron en norma. No solamente limitando el territorio ilegalmente con alambres, sino quitando la comida y las medicinas que las comunidades usan en su vida diaria. Chaco narra, a través de cinco puntos de vista -historiadores, periodistas, cazadores-, no solamente las diversas masacres que hubo a través de la historia, desde fines de 1800 hasta 2010, pasando por los años ’70 y el 2002, sino también la necesidad de que el testimonio de los más antiguos miembros de la comunidad “indígena” del norte argentino se difunda entre las nuevas generaciones. Los directores le dan voz a los protagonistas, poniéndose al margen de la cámara, con completa invisibilidad, consiguiendo testimonios confidentes, casi secretos de personas perseguidas. Las denuncias apuntan a los gobiernos, las empresas multinacionales que se llevan los bosques (y por lo tanto destruyen la fauna local) y sobre todo, la gendarmería y la policía que ocasionó numerosas masacres, torturas y violaciones. “Nosotros ya sufríamos desapariciones y torturas por parte de los militares, mucho antes de la época de la dictadura y nunca nadie dijo nada” dice el líder Felíx Díaz. Cada testimonio y recorrido por el monte chaqueño es interrumpido por material de archivo que apoya visualmente cada declaración y crudas animaciones que grafican las matanzas históricas de las que no se tienen registros visuales. El objetivo del documental es claro: darle visibilidad a comunidades que son autóctonas del territorio y en este momento son las que más sufren la desnutrición y la pobreza, y encima se las reprime cuando reclaman sus derechos sobre el territorio. Sin filtros ni metáforas, sino con un lenguaje directo, Chaco tiene una notable puesta en escena que evita caer en entrevistas de bustos parlantes. Los historiadores se convierten en entrevistadores entre los testigos que sobrevivieron a las masacres y las nuevas generaciones que desconocen los hechos, y esto genera un formato más distendido, emotivo y necesario, casi transparente, lo que le sirve a los realizadores para evitar caer en lugares comunes y posiciones políticas, o en la típica entrevista televisiva. Las mentiras del poder y las excusas de los gobiernos quedan al descubierto con pruebas que dejaron las víctimas en su cuerpo. Aprovechando visualmente la belleza geográfica de la zona, pero transparentando la pobreza en la que viven las comunidades, de la Orden, Fernández Gebauer y Ragone consiguen uno de los más importantes y necesarios alegatos a favor de la concientización acerca del pasado y el presente de nuestras comunidades originarias, y el poco futuro que les queda si no se hace algo ya mismo.
El director de La sonámbula, Adiós querida luna y Aballay, dirige La boya, un viaje íntimo y sensorial a su pasado, sin perder la estética y temática que une a toda su obra. El tiempo es una obsesión para Fernando Spiner, pero no en el sentido clásico. Spiner utiliza el cine como un transporte temporal, más cercano a la máquina de H.G Wells que al DeLorean de Marty McFly. Spiner puede viajar al pasado o al futuro y en el medio decidir interrumpirlo, frenarlo, detenerlo para narrar la odisea de los personajes en esa pausa reflexiva que han decidido encarar. La Boya es un documental, sí, pero también es un diario de viaje del director a su propio pasado e historia. Cuando Spiner llega a ese pasado decide detenerlo y jugar con él. Y por momentos aparece el cine catástrofe. Un presente apocalíptico que amenaza con destruir esa historia. Para eso no tiene miedo de manipular la realidad en función del efecto cinematográfico más sensorial y poético, y por eso apela incluso a efectos especiales -y vale mencionar que los FX son un fuerte en el cine del director- que se acomodan perfectamente en el contexto del film. El objeto boya en sí representa para el director ese tótem que le provoca viajar en el tiempo. Incluso puede compararse con el monolito de 2001. La Boya conecta a su director con su bisabuelo, con su padre, con su ciudad. O quizás todo eso sea La Boya. Durante el transcurso de un año (el guion coescrito por Spiner, el poeta Anibal Zaldivar y el novelista Pablo de Santis está dividido en estaciones) el director viaja de Buenos Aires a Villa Gesell -ciudad en la que nació y se crió, y donde aún vive su familia- para reencontrarse, justamente, con Zaldivar, periodista y poeta destacado de la localidad. Este es también es una suerte de boya a la que Spiner se aferra para conocer el pasado artístico de su propio padre, que también fue poeta e influenció a Zaldivar. Spiner se permite reflexionar hasta qué punto, mientras él estudiaba cine en Roma, Zaldivar se convirtió en ese hijo que Lito -el padre del director- necesitaba educar, ya que al biológico lo había dejado ir del otro lado del océano. Más allá de lo psicológico, Spiner resalta la figura de su amigo que deja un legado, familiar y artístico, sin moverse de la localidad, como envidiando no poder haber hecho lo mismo. Zaldivar deja su huella en sus alumnos del taller de poesía, y muchos, por no decir la mayoría de ellos, tienen conexión con el mar. Justamente, el mar es el tercer protagonista de la historia. El director y el poeta tienen la costumbre desde chicos de nadar hacia la boya, aun con el propio mar -el cuál trajo a su bisabuelo a estas tierras- en contra. Se trata de un ritual que detiene el tiempo. El cuarto protagonista es Villa Gesell. Sus personajes forman un conjunto y el director va descubriendo la historia de varios de ellos, en forma particular, y cómo el pasado influyó para que descubran su veta artística. Mezcla de homenaje a su ciudad natal y autobiografía, La Boya es un trabajo reflexivo intimista que fusiona entrevistas clásicas con instantes sensitivos -especialmente en el agua- y algunos pasajes de ficción, necesarios para darle una progresión a la trama. El tiempo pausado del relato, apoyado por la narración en off del director y de algunos actores que interpretan a sus antepasados, aportan ese clima sensorial que además se fortalece por la notable puesta en escena. La fotografía de Claudio Beiza, la música de Natalia, hija del director, y el diseño sonoro ayudan notablemente a manifestar aquello que no se dice. Cada silencio y cada pausa también narran, y en esas transiciones el aporte técnico es fundamental. El trabajo estético en cada plano y las escenas subacuáticas son notables e introducen al espectador en el mar.
Se estrena Historias de ultratumba, antología de cuentos de terror dirigida por Jeremy Dyson y Andy Nyman, que presenta cuatro narraciones. Funciona mejor generando expectativas que brindando una resolución inteligente. ¿Cuál es la clave del buen cine de terror? ¿Cuáles son las claves del buen cine de fantasmas? Uno debe analizar qué es lo que realmente asusta de este subgénero y qué es lo que realmente metaforiza. Historias de ultratumba tiene dos grandes problemas. El primero es una gran manipulación del espectador, el segundo es la explicación de la metáfora. En principio hay que aclarar que el título original es Historias de fantasmas y podría remitir a esa antología de terror de John Irvin, llamada Historias macabras -que fue la última película de Fred Astaire-. Pero no, aunque sí tiene en común que -a diferencia de Creepshow, esa excepcional obra de George A. Romero, escrita por Stephen King- acá hay un hilo narrativo que conecta las historias. En Creepshow sólo había segmentos animados, con una especie de Creeper -similar al de Cuentos de la Cripta– que enlazaba las historias. Sin embargo es con la popular serie de HBO con la que Historias de ultratumba guarda mayor relación, en tono y resolución. El protagonista es el Dr. Phillip Goodman -Andy Nyman, codirector y coguionista- el conductor de un programa que se dedica a descubrir a parapsicólogos truchos. Goodman establece que no existen los fantasmas, ni la vida después de la muerte. Un día, recibe el llamado de su presunto mentor en el tema, desaparecido varios años atrás, que le solicita que investigue tres casos de “encuentros” fantasmales a los que no les encontró solución. De esta manera, y tras este extenso prólogo, se van sucediendo las diferentes historias de fantasmas que, si bien tienen una buena construcción del suspenso y la tensión, apoyada por tres buenas interpretaciones -especialmente del siempre maravilloso Martin Freeman-, terminan siendo bastante convencionales en su resolución, tanto visual como narrativamente. Y acá está la primera decepción de la película: los directores manipulan al espectador generando expectativas con historias y personajes complejos pero que, en realidad, tenían una explicación bastante simple y banal. Todo lo que sucede con Goodman entre cada historia es más interesante, en teoría, que las tres historias de fantasmas. Esta decisión no es azarosa. No se trata de pereza narrativa, es una elección de los realizadores relacionada con su propio escepticismo. No está mal, pero, obviamente, podría ser mejor la resolución. La cuarta historia es la más atractiva y es la del propio Goodman. Y acá es donde los directores realmente terminan embrollándose innecesariamente porque conviven interesantes ideas visuales ejecutadas con simpleza -de nuevo, relacionadas con el engaño y la manipulación- con una vasta cantidad de innecesarios diálogos y explicaciones que demuestran que todo se trata de un juego ridículo -parecido a la película de Fincher, pero más forzado e incoherente- y completamente caprichoso, con la única meta de sorprender al espectador de la forma más burda y anticuada de la literatura. Hay herramientas visuales nobles, como el uso del super 8, la construcción de espacios, apelar a pocos efectos especiales y bastante fuera de campo, pero también hay mucho lugar común: las notas musicales que subrayan el momento de susto, monstruos que salen de la nada con un corte o un paneo. Nada demasiado original. ¿Clasicismo? Sí, pero también muchos clisés. El humor tampoco funciona demasiado bien. Es previsible el remate final de varias escenas. Lo más triste es que tiene material suficiente para hacer una película con mayor complejidad o para aprovechar un poco mejor el mundo concebido, pero, en cambio, los directores se limitan a crear expectativas para burlarse y engañar ellos mismos al espectador.
Se estrenó la quinta entrega de la saga creada por Michael Crichton. Dirigida esta vez por J. A. Bayona, la continuación del film del 2015 no presenta grandes novedades estructurales, pero sí resulta un atractivo entretenimiento que se regodea aún más en su carácter fantástico y menos en su raíz científica. Hay que decir la verdad. Poco le importa al espectador si lo que intenta contar la saga de Jurassic Park es que la humanidad está en peligro por culpa de sus propias creaciones. Los efectos digitales tampoco sorprenden. Por lo tanto, lo único importante es cuántos humanos van a sucumbir ante las mandíbulas de los grandes depredadores prehistóricos. Cuando Steven Spielberg le devolvió la vida a los dinosaurios de una forma bastante racional y con la base científica de las investigaciones y creatividad de Michael Crichton, todo era asombro. Pero la película de 1993 también tenía suspenso. Un suspenso hitchcockiano que el realizador ya había plasmado con notable éxito 28 años antes con Tiburón. Al igual como sucedió con la película de culto de 1975, las secuelas de Jurassic Park estuvieron lejos de superar las expectativas de la primera parte. Básicamente porque ya no había nada de qué asombrarse, por lo que el propio Spielberg recurrió no tanto a Crichton sino a Conan Doyle y King Kong para la subvalorada secuela, El mundo perdido de 1997. Con un Tyranosaurio suelto en la ciudad, Spielberg hizo gala de su sentido de humor negro, nunca demasiado apreciado por fans y críticos. Salteemos la tercera y olvidable secuela y retomemos con el reboot de Colin Trevorrow que llevó al extremo la idea de Crichton, con dinosaurios mezclados genéticamente para impactar aún más al público y utilizarlos como posibles máquinas de guerra. La idea era buena: el parque abierto, pero la ciencia fuera de control nuevamente. Trevorrow tomaba la estructura original de la película de 1993 y la amplificaba con resultados divertidos pero poco ingenio. La película del español Bayona arranca donde terminó Jurassic World y la combina con aspectos góticos de su filmografía y algunas ideas sueltas de El mundo perdido. Nuevamente los protagonistas, Owen y Claire (Pratt y Howard en piloto automático) deben volver para rescatar a los dinosaurios que quedaron en Isla Sorna, que está a punto de explotar por culpa de una erupción volcánica. La naturaleza quiere terminar con los dinosaurios. Los “héroes” en vez de seguir los consejos de Ian Malcom (cameo esencial de Jeff Goldblum para conectar trilogías) deciden llevarlos a tierra firme, donde el apoderado de un millonario quiere venderlos a la gente más poderosa del mundo. La primera hora de la película tiene esa adrenalina que caracteriza generalmente a la segunda hora de las previas entregas. Dinosaurios y humanos corriendo frenéticamente, superando cualquier lógica verosímil y leyes de la gravedad. Algo similar a lo que Bayona ya había hecho en Lo imposible. La segunda hora tiene decisiones narrativas que bordean la extrema ridiculez. Toma protagonismo una niña que termina siendo el único elemento que genera cierta empatía con el espectador. Pero a la vez, toda esta persecución, dentro de una mansión británica prácticamente aislada de la civilización, conecta a Jurassic Park con la obra previa de Bayona. Con climas similares a El orfanato y Un monstruo viene a verme, el director español nuevamente demuestra su destreza para mezclar efectos visuales con humanos en situaciones atemorizantes, e incluso se da el lujo de “robarle” un par de planos a la película original de Spielberg, Cuando las ideas narrativas empiezan a repetirse, Bayona apela a la construcción cinematográfica, a la utilización del fuera de campo a través de sombras o subjetivas y al humor. El artificio queda en evidencia y poco le importa a esta altura. En ese sentido, y cada vez más alejado de la solemnidad, Bayona consigue un producto digno. Debido a la poca construcción humana que tienen los personajes adultos del guion (los buenos son muy buenos, los malos muy malos) se extrañan ciertas decisiones formales que Spielberg le daba a sus obras originales. A Spielberg le encanta matar personajes “buenos” e incluso no tiene problemas en despedazarlos, entiende que el espectador va a sufrir más si pierde la vida alguien con quien se pudo haber encariñado que algún villano que la audiencia no va a extrañar. Eso lo aprendió de Hitchcock, lógicamente. Ni Trevorrow ni Bayona siguen sus pasos y, por lo tanto, al no haber empatía alguna ni respetar ninguna ley de verosímil, es mucha mayor la simpatía que uno siente por los dinosaurios (que incluso adquieren un absurdo comportamiento humano) que por los personajes en supuesto peligro. Igual, el final es hermoso y apocalíptico y, a esta altura, uno se ha olvidado que un muy buen elenco (Toby Jones, Rafe Spall, James Cromwell, Geraldine Chaplin y Ted Demme) fue desaprovechado a lo largo de dos innecesarias horas de cine.
Se estrena Viaje a los pueblos fumigados, último trabajo de Fernando “Pino” Solanas que continúa denunciando los abusos y expropiaciones de empresas multinacionales en territorio argentino. El resultado es una obra fiel a la estética y estilo del director de La hora de los hornos que permite reflexionar acerca de lo que se respira, se come y se toma en la actualidad. Se debe separar al director de la persona. Pero lo cierto es que siempre la trayectoria política de Pino Solanas estuvo relacionada con su actividad cinematográfica y vida personal. Desde La hora de los hornos hasta El legado estratégico de Juan Perón, su anterior obra, Solanas siempre dejó su marca y su estilo, tanto visual como narrativo, y sobre todo nunca fue ajeno a mostrar su ideología y reflexión final. La realidad es que Solanas sigue filmando sus películas como en los años ’60, siguiendo los mismos patrones que aprendió del cine de Fernando Birri y de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Y si la crítica es tan contundente como en aquellos años y el resultado audiovisual tan cuidado -se le puede criticar muchas cosas, pero Solanas arma encuadres cinematográficos cada vez que recorre el país- no está mal apelar a un estilo de hace cinco décadas para concientizar a la población. Después de denunciar la forma en la que las mineras y petroleras vaciaron el país, de cómo los diversos gobiernos destruyeron los ferrocarriles, de exhibir los adelantos tecnológicos argentinos y la lucha de la clase trabajadora, Solanas vuelve a recorrer diversas provincias para meterse con la industria sojera, los agrotóxicos, la fumigación y la industria alimenticia argentina. El viaje arranca, y termina, en el norte del país. Comunidades Wichis son arrasadas por empresas que deforestan sus tierras dejándolas en una miseria alarmante. El motivo: la plantación de soja. Sin embargo, el director no se detiene solamente en las consecuencias que el cultivo transgénico trae al suelo, sino que profundiza en el impacto social. Familias enteras, escuelas y pueblos se enferman indiscriminadamente por culpa de la fumigación y los gobiernos prefieren mirar a otro lado. El director recorre, observa, escucha y reflexiona en voz alta. Solanas no sale en busca de los culpables, sino que le da un micrófono a las víctimas, a testigos y especialistas. Desde ecoagricultores hasta médicos de diversos territorios del país (Mar del Plata, Córdoba, La Plata) que analizan las consecuencias que traen los agrotóxicos y en qué benefician al estado y las empresas multinacionales como Monsanto que contaminan el agua, los vegetales y el aire. Si bien el director apela a retoques de color, una banda sonora soporífera y manipulación del montaje para agravar aún más cada relato que, de por sí, es impactante, no se puede ignorar que estamos ante un abuso de poder aterrador y que toda la población está en peligro. Episódica como toda su obra, con participación omnisciente en el relato, y frente a cámara, Solanas continúa a los 82 años fiel a su estilo. No se esconde detrás de la crónica periodística y ofrece su propia opinión, así como propone diversas soluciones a los problemas, aún cuando es sabido que es una batalla casi perdida. No hay que esperar una obra de confrontación, pero al final no tiene problemas en denunciar a diversos personajes políticos (incluso ex compañeros de fórmula) que dejan que esto continúe sucediendo.
Se estrena El atelier, la nueva película de Laurent Cantet, director de Recursos humanos, El empleo del tiempo, Bienvenidas al paraíso y Entre los muros. Un trabajo que analiza el avance de la ideología de ultraderecha entre los adolescentes franceses. Existe una gran diferencia entre Laurent Cantet y otros directores contemporáneos que focalizan su mirada en el cine social y político. Mientras que un Ken Loach o un Costa-Gavras exhiben su posición e ideología política sin matices, Cantet trabaja desde la ambigüedad. Su mirada, generalmente, no se enfoca en el héroe, sino en el personaje en crisis, en el personaje dubitativo que se encuentra en una encrucijada ideológica y personal. Si bien es fácil relacionar a El atelier con Entre los muros porque ambas comparten un espacio de expresión y discusión entre jóvenes de diversas etnias raciales, sociales y religiosas, el tono elegido en esta oportunidad es netamente ficcional. Aún cuando la mayoría de los adolescentes son intérpretes sin formación ni experiencia profesional, Cantet apuesta por una narración más clásica que se traduce también en la puesta en escena. El protagonista es Antoine -notable debut de Matthieu Lucci- , un joven de clase media que desea entrar en el ejército. Antoine vive en La Ciolat, una ciudad portuaria cuya principal fuente de empleo era un astillero que cerró hace varios años. No muy lejos de donde se encontraba dicho astillero, el protagonista comienza un taller de escritura de policial, dictado por la escritora Olivia Dejazet -impecable trabajo de Marina Fois-, que reúne a un grupo de jóvenes multiétnicos que tiene como meta escribir una novela con las características mencionadas. Queda claro desde los primeros minutos que las voces de los jóvenes van a ser fundamentales para que Cantet demuestre los prejuicios raciales en los que se encuentra la sociedad francesa hoy. El miedo que quedó latente después de los atentados en París trajo como consecuencia una ola de xenofobia que proporcionó una excusa a los partidos de ultraderecha para influir sobre la mente de la juventud. Cantet, en conjunto con el coguionista Robin Campillo -director de la multipremiada 120 pulsaciones por minuto– dotan a su protagonista de talento para la narración. No solamente sabe escribir sino que además tiene mayor imaginación y noción de los códigos del género que el resto de sus compañeros, lo que despierta la curiosidad de la profesora. Pero la manera de expresar sus ideas en forma descarnada y resentida con la comunidad musulmana, denotan la influencia que las ideas de derecha tienen sobre su mentalidad. Los conflictos que van in crescendo con sus compañeros y su personalidad individualista, negadora y egoísta crean un malestar en la clase que proporcionan a la escritora una motivación por entender los orígenes que llevan a un joven con talento a convertirse en un estereotipo del personaje ultranacionalista. Cantet no empatiza con su personaje, pero proporciona una hipótesis sobre el desequilibrio emocional de la juventud francesa que busca como escape la violencia y el odio. La influencia de youtube, los videojuegos y las propagandas políticas de representantes ultraderechistas impactan sobre el personaje que, como todos los protagonistas del director, entra en una encrucijada cuando Olivia desea hacerle notar que su postura es hipócrita. Cantet no se calla y también demuestra, a través de ella, la hipocresía de la burguesía francesa. El tono del film pasa paulatinamente del drama intimista al thriller obsesivo. Sin embargo, se notan las limitaciones que el realizador francés tiene con el género policial y sobre el desenlace ciertas situaciones resultan forzadas. El fuerte de Cantet es el debate liso y directo. Las escenas dentro del atelier son dinámicas y exhiben un abanico de realidades que son un reflejo de los miedos, la identidad y las incertidumbres de la nuevas generaciones. El argumento de la novela dentro del film también le proporciona a Cantet motivos para darle a La Ciolat protagonismo, no sólo como contexto sino también como medio de denuncia -al estilo de Recursos humanos– de la crisis que sufrió toda la ciudad a partir del cierre del astillero y mostrar cómo esto influencia en el comportamiento de la juventud.
Se estrena La educación en movimiento, ópera prima de Malena Noguer y Martín Ferrari, que exhibe el funcionamiento de escuelas alternativas dentro de los movimientos sociales latinoamericanos. Una aproximación a una educación focalizada en la ecología, la protección del territorio y una política anticapitalista. El hombre es hombre y el mundo es mundo. En la medida en que ambos se encuentran en una relación permanente, el hombre transformando al mundo sufre los efectos de su propia transformación Paulo Freire Noguer y Ferrari, educadores y activistas, debutan en el cine documental con esta propuesta en la que recorren varias escuelas y partidos de Brasil, Colombia, Bolivia, Ecuador y Argentina. El objetivo es exhibir la forma en la que los movimientos sociales intentan crear una mirada educativa que se opone a la educación formal y que incorpora el cuidado de la tierra, los cultivos y la defensa ante la invasión de corporaciones y mineras en zonas rurales. Los directores eligen representantes de las diversas comunidades, varios de ellos líderes de agrupaciones. En otros casos personas que se fueron acercando, por curiosidad y necesidad, a organizaciones que defienden los derechos de poblaciones originarias o movimientos feministas que le otorgan oportunidad de tener voz y ayudar a personas que fueron discriminadas toda su vida. Gracias a estas escuelas pueden expresarse y educarse sin miedo. La educación en movimiento no intenta denunciar aquello que resulta obvio, que es el avance de empresas que pretenden comprar tierras y llevarse comunidades enteras por delante, sino más bien exhibir de qué forma se inculca a los miembros de las mismas los mecanismos por los cuales pueden acceder a una economía autosuficiente, alternativa a los regímenes capitalistas. Cuando la primera persona -el personaje que acerca al espectador a dichas instituciones comunitarias, en su mayoría cooperativas- toma la voz del relato, se genera mayor empatía y profundidad en el discurso. Ya no se trata solamente de información didáctica sino que toma un cariz más íntimo y humano. Durante la primera mitad del film Noguer y Ferrari se limitan a exponer casos bastante parecidos en Brasil, Bolivia, Colombia y Argentina (Santiago del Estero). Recién cuando se muestra el caso de la Escuela de la Mujer, en Ecuador, el documental cambia la óptica y se desvía del discurso político que está al límite de convertirse en cine panfletario. En la segunda mitad del film hay mayor variedad de personajes y el documental crece en su concepción. La propuesta de los realizadores -que con buen criterio se mantienen al margen de la cámara- es también pregonar la reflexión sobre la inclusión social y reflejar la lucha, siempre a través de los movimientos, contra los femicidios, la homofobia y el patriarcado. El concepto es la concientización de que el sistema no puede dictaminar cómo debe organizarse económica o políticamente un pueblo, sino que cada comunidad debe administrar su propia producción y defenderse de la usurpación de empresas extranjeras, generalmente aliadas a los gobiernos. Los directores deciden manifestar directamente la importancia de crear una idea educativa en constante cambio, de acuerdo a la forma en la que el pensamiento y conciencia social se va ampliando. Y que esta educación “en movimiento” es el resultado de la lucha de todo un continente que forma “la patria grande”. Noguer y Ferrari no apelan a imágenes sentimentales sino al optimismo de un futuro mejor. Con una puesta cuidada, música autóctona y notables planos cenitales que exhiben la inmensidad de cada territorio con prolijidad cinematográfica, La educación en movimiento es un documental ameno, accesible y que abre la puerta al diálogo y la discusión acerca de un sistema educativo alternativo y necesario, acorde al siglo XXI.
Se estrenó Proyecto Florida, el nuevo film de Sean Baker, director de Tangerine y Starlet. Willem Dafoe fue nominado al Oscar por interpretar al gerente de un motel de Florida en donde viven una madre y una hija que deben sobrevivir el día a día. Sean Baker sigue poniendo el ojo en personajes que viven muy alejados de “el sueño americano”. Desde su segundo film Take Out -exhibido en una edición del BAFICI hace varios años atrás- su mirada se posa en inmigrantes o marginados sociales. Lejos de pretender generar empatía, el retrato de sus personajes y sus batallas cotidianas gozan de respeto y suficiente distancia para construir una crítica sobre los prejuicios y la discriminación que sufren los protagonistas sin apelar a golpes bajos o sentimentalismo. Moonee (Brooklyn Prince, un hallazgo impresionante) es un niña que vive con Halley (Bria Vinaite, notable debut de esta actriz lituana), su joven madre soltera. Halley vive el día a día, tratando de conseguir empleos pasajeros que eviten que regrese a la cárcel. Ambas se alojan en Magic Castle, un motel donde conviven diferentes etnias, a pocos metros de Disney World. El director no se ata a una estructura clásica. Su estética narrativa remite al cine de John Cassavetes de los años 70. La cámara es testigo de las travesuras de Moonee y sus amigos por el propio motel, y otros edificios cercanos, lo que terminará irritando a Bobby (un maravilloso Willem Dafoe, alejado de los caricaturescos personajes que suele interpretar), el gerente del Magic Castle, el único aliado de los habitantes del complejo habitacional, a pesar de ser fiel a la política del dueño del motel. Baker construye un microuniverso con pocos elementos e introduce al espectador en este presente que tiene mucho de neorrealismo. Sin embargo el cuidado en la puesta en escena -en la que se destacan los planos generales-, la elección de la paleta de colores del vestuario que combinan con el estilo kitsch de las paredes de los edificios y el contraste entre la zona urbanizada y la zona natural de los pantanos de Florida, construyen un film llamativo, visualmente atractivo. A medida que avanza la narración empiezan a sucederse pequeñas tensiones entre los personajes que confluyen en un final memorable. Baker va hilvanando los puntos sueltos de la trama para generar un clímax intenso que se nutre de una banda sonora adecuada. Es cierto que si bien la narración fluye y el ritmo nunca aminora, los 111 minutos de extensión se notan. Hay bastantes secuencias caprichosas que lo único que aportan es construcción de mundo y, en varios casos, la información resulta redundante. Posiblemente si Baker hubiese derivado la edición a un montajista, el resultado final habría sido más concreto y no perdería la esencia de la narración. Más allá de eso, se trata de un film hipnotizante. La elección del punto de vista de Moonee como principal narradora del film es adecuada. La cámara a la altura de sus ojos le otorga a la historia una altura e inocencia particulares. Es fundamental el uso del fuera de campo para transformar escenas impactantes en instantes sutiles, que no necesitan de información adicional para sobreexplicar los acontecimientos.
Visages Villages de Agnès Varda y JR Se estrena Visages Villages, última obra de la legendaria Agnès Varda que une fuerzas con el fotógrafo JR para una mezcla de documental y road movie, nominado al Oscar 2018. ¿Cómo es la estructura de una road movie clásica? Dos personajes, en apariencia opuestos pero complementarios, que atraviesan diversas aventuras que los terminan conectando y conociendo a sí mismos. Generalmente primero es el entorno el que cobra protagonismo pero, finalmente, todo el viaje trata acerca de ellos. Y la presencia de un tercer personaje suele sobrevolar la mayoría de las obras: puede ser un antagonista tácito o una motivación que sirve -o no- para que ambos logren la conexión emocional que buscaban a lo largo de todo el relato. Visages Villages, disfrazada de documental, cumple con cada característica de una road movie. Tenemos una directora casi nonagenaria con entusiasmo para realizar uno de sus últimos viajes, una de sus últimas aventuras y un joven y creativo (¿revolucionario?) fotógrafo treintañero que necesita un ojo más que lo ayude a crear su nueva obra maestra. Con el humor, la simpatía, la honestidad y la frescura intacta, Agnès Varda -miembro de la nouvelle vague, esposa de Jacques Demy, que brindó obras como Cleo de 5 a 7, Sin techo ni ley y, más recientemente, su autobiografía Las playas de Agnès- convoca a JR para recorrer aldeas humildes de Francia y fotografiar los rostros de sus pobladores para recortarlos y pegarlos en los muros de sus propias casas. Visages Villages propone conocer gente común, trabajadores del interior del país, desde mineros a esposas de empleados portuarios, y más allá de lo anecdótico, Varda y JR recortan la realidad con el arte, lo transforman y, sobre todo, se divierten con ellos, incluso -como sucede en todo viaje- superando adversidades. Pero lo realmente sutil y hermoso de este documental radica más en sus creadores que en su objeto de narración. Quizás se trate de una traición para los ortodoxos del género que odian que los directores terminen hablando más de sí mismos, de sus sentimientos que de su misión, pero la frescura, naturalidad y armonía con que Varda y JR transforman a los “otros” en sí mismos es tan fluida que se vuelve imposible no sentirse atraído y empatizar con ambos personajes. Además Varda ya nada tiene que demostrarle al público, casi 70 años de trabajo avalan su visión y talento. Pero Visages Villages no solamente es un trabajo antropológico y de autodescubrimiento, sino también la revancha de una mujer contra un adversario, que en algún momento fue su amigo. Esta vez no hay un padre, un hermano o un amante perdido que recién aparece en carne y hueso en el tercer acto. Acá hay un colega -un seudochiste cinéfilo que los amantes de la nouvelle vague pueden amar o detestar- contra quien Varda apunta sus dardos. Su presencia es omnisciente de principio a fin y la directora busca bajarlo del pedestal que él mismo construyó desde su alter ego artístico. Quiere humanizarlo. Y lo consigue. Por lo tanto, la película, en gran medida, también habla sobre este personaje, el villano del documental que será, en realidad, una excusa para lograr la verdadera conexión con su joven codirector, que ya había exhibido su humanidad en otras circunstancias, y así cumplir con la meta de toda road movie. Divertida, cuidada desde cada puesta de cámara, dinámica, cinéfila, emotiva sin necesidad de golpes efectistas, Visages Villages es, además, el triunfo del ojo sobre los avatares del cuerpo, del corazón sobre el intelecto, del espíritu artístico sobre la edad.
Ganadora del premio a la mejor ópera prima en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Un viaje a la luna, de Joaquín Cambre, es un coming of age con una cuidada puesta en escena pero situaciones forzadas. El giro narrativo de la segunda hora expone un riesgo argumental que levanta el nivel de la apuesta. Se destaca la interpretación de Ángelo Mutti Spinetta. La cultura hipster está de moda. La ópera prima del realizador publicitario y de videoclips, Joaquín Cambre, es una arriesgada apuesta por romper el costumbrismo y el realismo de la mayoría de propuestas coming of age del cine nacional. Lo de Cambre se parece más a una obra de cine indie estadounidense del nuevo milenio con influencias vintage/retro que a lo que la mayoría de operaprimistas vienen realizando en la última década y media en Argentina. Un viaje a la luna es ante todo una celebración de identidad, un triunfo de la estética y la puesta en escena sobre el contenido. Y no está mal. El film se podría etiquetar dentro del género “comedia dramática de familia disfuncional y adolescente descubriendo su despertar sexual”. Sin embargo, eso es apenas la primera parte de la película, cuando afloran todos los lugares comunes y clisés de este subgénero que los estadounidenses han patentado y desplegado hasta el hartazgo. Y, acaso, el mayor problema es que las escenas se suceden casi en forma caprichosa, sin armonía, como si fueran una sucesión de ideas visuales forzadas a encajar en una especie de historia. Cambre casi nunca abandona el punto de vista de su protagonista, Tomás, un adolescente bastante introvertido, fascinado con la luna y los viajes espaciales. Un telescopio es lo único que lo separa de su madre obsesivo-compulsiva (Leticia Brédice), un padre casi ausente (Germán Palacios), una hermana bastante molesta y la amenaza de repetir el año escolar. Pero como si la “traumática” vida burguesa de Tomás no tuviese suficientes pesares -incluido un trauma del pasado que lo obliga ir a un psiquiatra, tomar pastillas y aislarse de la realidad- aparece una vecina (Ángela Torres) por la que empieza a sentir cierta atracción, a pesar de que ella es unos años mayor que él y tiene novio. Durante 50 minutos el film de Cambre alterna escenas que parecen influenciadas por Tiempo de volver (Garden State, Zack Braff) con la que guarda más de una similitud, con otras que parecen videoclips lisérgicos. Más allá de que esta combinación no resulta tan convincente a nivel narrativo -también varios diálogos se sienten forzados- se nota que el director y su equipo técnico le pusieron corazón y esmero a la creación de cada escena. Sin embargo, y por suerte, el film da un enorme y arriesgado giro narrativo cuando decide concentrar su último acto dentro de la mente del personaje para centrarse en resolver los conflictos internos del protagonista. De esta forma, y sin spoilear demasiado, el film da un salto visual y narrativo mucho más original que en su primer tramo. Si bien el ritmo decae, el riesgo es compensado por un crecimiento de los personajes y, sobre todo, de las interpretaciones. Ángelo Mutti Spinetta nuevamente -como sucedió con Primavera, de Santiago Giralt- se pone el film sobre los hombros y demuestra una destreza, comodidad frente a la cámara y espontaneidad, aún con la austeridad y discreción que le demanda el personaje, que es sorprendente. Con gestos mínimos y gran expresividad logra transmitir cada detalle de la compleja personalidad de Tomás. Cambre podría haber ido a lo seguro y hacer una comedia más “complaciente”, pero al profundizar en los aspectos más oscuros del guion, concreta un film mucho más político y anticonservador, en el que la institución familiar ya no es un refugio confiable en donde vivir. Sin dejar de ser accesible para un público masivo, el director deja huella de una ideología e identidad autoral que, en los primeros minutos, sólo aparecía en aspectos visuales.