Se estrena La chica sin nombre, la última obra de los hermanos Dardenne, que formó parte de la Competencia oficial de la última edición del Festival de Cine de Cannes. Los hermanos Dardenne tienen un lugar asegurado dentro de la cartelera porteña. Así como Woody Allen, o en su momento, Claude Chabrol, Jean-Pierre y Luc forman parte del reducido circuito de directores que se ganaron a un sector del público porteño que busca un cine más “europeo” e intelectual que las típicas propuestas mainstream -que sin desmerecerlas- apuntan a un público más adolescente, o que simplemente buscan una distracción. El lenguaje de los Dardenne es directo, crudo y “real”. Su pasado como documentalistas los ha convertido en observadores de los problemas sociales europeos y, más allá del alegato que le aportan a cada uno de sus relatos, casi nunca juzgan el accionar de sus personajes. Los siguen, pero rara vez los condenan. A diferencia de Ken Loach, que apuesta por una narración un poco más obvia y efectista, el talento de los Dardenne es que parten de la anécdota para narrar algo más grave. La chica sin nombre no es un film de denuncia como podría ser Dos días y una noche (su anterior obra), sino un punto de vista distinto acerca de la situación de refugiados e inmigrantes africanos en Bélgica y Francia. Los Dardenne nunca trabajan en las grandes ciudades sino en las periferias, donde vive la clase trabajadora y los sectores marginalizados socialmente. Evitan el pintorequismo pictórico, pero no por eso descuidan la estética. Siguen siendo fieles a la cámara en mano y los planos cerrados. No tan cercanos ni con el nervio de Rosetta o El hijo pero en un tono similar. Los planos secuencia se mantienen pero con mayor transparencia que en otras obras. Esta vez la protagonista absoluta es Jenny Davin -austera pero emotiva interpretación de Adèle Haenel- la doctora de una clínica particular para emergencias. A poco tiempo de haber aceptado un importante puesto dentro de una empresa privada debe enfrentar un hecho extraordinario: a pocas cuadras de la clínica es encontrada muerta una mujer a la que ella no dejó entrar por haber tocado el timbre fuera del horario de atención. La culpa de Jenny, combinada con la falta de pistas por parte de la policía, la llevan a obsesionarse con el caso. Pero lo que más le quita el sueño no es el crimen per se o descubrir al asesino. Lo que le quita el sueño es no conocer la identidad de la víctima. A partir de ahí comienza su propia investigación que la llevará a terrenos no habituales y circunstancias semiviolentas. Los Dardenne no pretenden aportar información nueva al “tema” refugiados. Por el contrario, intentan humanizar el hecho y tratar a cada víctima como un caso particular. No un número más si no personas de carne y hueso, con familia, nombre y apellido. La protagonista, desde su perspectiva de clase media trabajadora, representa el ojo del europeo que no es ajeno a la situación que vive el continente pero desconoce los componentes sociales involucrados en cada caso. Los directores se manejan con sutileza e intentan no apelar al trazo grueso pero no pueden evitar que en el final aflore el sentimentalismo. Aún así la sobriedad y la complejidad de la protagonista, de una honestidad irreprochable, permiten crear una natural empatía con el espectador. La chica sin nombre amaga en convertirse en un policial clásico -un whodunit- pero cumple con los objetivos ideológicos y la sequedad estética que caracteriza a los directores de El hijo. Las subtramas se van acoplando fluida y coherentemente al conflicto central y las sólidas interpretaciones secundarias -en las que brillan dos actores fetiches como Olivier Gourmet y Jérémie Renier- nunca le hacen sombra a la notable Adèle Haenel.
Se estrena Neruda, el nuevo film del chileno Pablo Larraín -Jackie- protagonizada por Gael García Bernal, Luis Gnecco y Mercedes Morán. “La fantasía es la realidad o la realidad, una fantasía”, declara Neruda en el sexto opus del prolífico director chileno, Pablo Larraín. Después de las oscuras Tony Manero, Post Mortem y El Club, -pero previamente a su primera incursión en Hollywood con Jackie– Larraín vuelve a explorar otro momento histórico fundamental de la historia chilena: la persecución del poeta Pablo Neruda y la caza de brujas hacia los comunistas de la década del ´40. Con una impecable reconstrucción de época -en parte filmada en Argentina- Larraín y su guionista, Guillermo Calderón, arman un thriller con bastante humor negro, imaginación y libertad creativa. Consciente de su propio artificio, Neruda tiene dos puntos de vista: el del ratón -Neruda, interpretado a propósito con cierta teatralidad por Gnecco- y el del inspector Peluchonneau, que es el gato de esta historia -Gael García Bernal, en su segunda asociación con Larraín, después de la ingeniosa No– y cumple un rol fantástico y caricaturesco, inspirado en los detectives de las novelas negra de la época. Larraín es un gran evocador y cinéfilo, se anima a jugar y mezclar la realidad con la ficción, pero sin remarcar el límite. Entre pintorescos decorados y un inspirado diseño de iluminación, el director revela demasiado rápido sus cartas, y más allá de la denuncia política sobre el arribo del fascismo en Chile -y la sombra latente de Pinochet-, del retrato y sátira de las disputas políticas en el Congreso -cuando Neruda era Senador-, del lujoso -fiestas de la high society– y lujurioso estilo de vida del poeta -así como su amor genuino por su esposa argentina Delia Del Carril, interpretada por una Mercedes Morán que aporta un poco de naturalidad ante tanto artificio-, el film se comienza a agotar y reiterar en sus ideas. La primera resulta brillante, impecable narrativamente, atrapante y divertida, pero en la segunda las acciones se repiten sin demasiada creatividad. El ritmo también decae y se pierde el interés inicial y general. A pesar del notable terminado técnico -meticuloso y relevante trabajo de diseño sonoro-, estético y artístico, Neruda se convierte en la primera decepción en la filmografía de Larraín. Un film cuya intención es levantar vuelo poético propio -independiente de la poética del icónico protagonista, que nunca es explorada a fondo, despegando al personaje de su arte, casi como una burla hacia su trabajo- pero que se termina evaporando en el aire por agotamiento de ideas. Queda solo como una anécdota, una nota al pie, de lo que pudo haber sido una gran película.
Después de El hada buena, una fábula peronista, se estrena La valija de Benavídez, segundo largometraje de Laura Casabé. Un thriller psicológico protagonizado por Guillermo Pfening, Jorge Marrale y Norma Aleandro. Basada en el cuento de Samanta Schweblin, La valija de Benavídez es la segunda obra de la directora Laura Casabé, que ya había estrenado hace algunos años El hada buena, una fábula peronista. En esta oportunidad, llega un film que explora el universo de las artes plásticas en un formato bastante original. Benavídez (hijo) -Guillermo Pfening- llega a la “Residencia” del Dr. Corrales con una valija gigante y manifestando que no puede regresar a su casa por ningún motivo. Corrales –un gran Jorge Marrale- además de ofrecer su servicio como psiquiatra, usa su enorme mansión como residencia para desarrollar el potencial de artistas plásticos: pintores y escultores. Cada artista que reside ahí, tiene la posibilidad de obtener becas y ser representado por la notable crítica Beatriz D´Onofrio –enorme presencia de Norma Aleandro-. Pero Benavídez, guarda un secreto, y Corrales ve la oportunidad perfecta para explotar al instante su talento artístico. Ingenioso juego de mente, tanto a niveles narrativos como audiovisuales, el segundo film de Casabé, explora literal y figurativamente el laberinto de la mente humana. El protagonista debe atravesar pasadizos tras pasadizos que lo van llevando a descubrir sus miserias como si se tratase de una pesadilla kafkiana. Además, la directora aporta una original mirada tecnológica-paranoica-voyeurista al contexto psiquiátrico, otorgando la sensación de estar viviendo El proceso –novela inacabada de Kafka, dirigida por Orson Welles- bajo el tono de David Fincher. Pero no se trata solamente de una introspección de la mente. Así como Hitchcock manifestaba en Cuentame tu vida, el arte y el psicoanálisis pueden llegar a estar conectados, y la historia del film es solo una excusa para satirizar el universo snobista del arte plástico. Los egos, las frustraciones, los rencores, las comparaciones, las tendencias y la competencia. Casabé le impone a su obra una estética cuidada en cada detalle, surrealista y, prácticamente kitsch. Por un lado, el cuidado en el diseño de la escenografía es fundamental para acompañar al protagonista en este laberinto psicológico que parece imaginado por Lewis Carroll. Por otro, el diseño de vestuario y la elección de extras. Cada encuadre tiene detalles de puesta en escena que afirman la sensación de estar dentro de una pesadilla. Casabé acierta en transmitir un clima onírico, en el que el tiempo y el espacio son manipulados en función de introducir al espectador dentro de la paranoica narración. Con influencias de Darío Argento –especialmente de Suspiria o Phenomena– La valija de Benavídez es un giallo clásico, claustrofóbico. Un thriller psicológico con un toque de comedia negra. Una original propuesta de cine de género nacional que se disfruta gracias a su imaginativa puesta en escena, talentoso elenco y su adictiva narración.
Se estrena La La Land: una historia de amor, de Damien Chazelle, la favorita del año para los premios Oscar, protagonizada por Emma Stone y Ryan Gosling. No sucede todos los años, pero cuando pasa hay que admitirlo: La La Land se merece todos los premios. ¿Es una obra maestra? Es muy temprano para asegurarlo. El tiempo será el encargado de debatirlo, pero lo cierto es que es una película tan hermosa como triste, melancólica, cuidada, calculada, cinéfila, de autor, pero sobretodo intelectual. Sí, una comedia romántica musical más sofisticada de lo que aparenta. ¿Por qué? Porque tiene muchas más sublecturas de lo que se puede ver. No es una obra existencialista sobre la vida, sino una obra existencialista sobre el arte en general. Un debate acerca del amor que se le puede poner a una expresión artística y si ese amor es recíproco, y como ese amor o sentimiento choca contra el amor físico hacia otra persona. Los egos narcisistas del aspirante a actor o músico deben lidiar con el de esa persona soñada, idealista, y si los dos aspiran a lo mismo, tendrán que elegir, entre lo que los apasiona, el éxito y crear una vida conyugal. Y la conclusión a todas la paradojas de la vida es la misma: es imposible ser feliz. Como el protagonista de Whiplash: música y obsesión, cuya única meta era ser un gran baterista y darle una lección a su posible mentor, los personajes de La La Land persiguen sueños imposibles, y viven en dimensiones paralelas. En el final de su segunda película Chazelle exponía un sentimiento agridulce: el personaje perdía todo, pero lograba demostrar e imponer su tempo, a base de insistencia, ¿pero era esto real o solo una manera de quitarse las ganas, de vengarse?. Un capricho. Los personajes de La La Land son soñadores caprichosos. El film comienza en la autopista rumbo a Los Ángeles. Trabajadores comunes dan la bienvenida con un sofisticado número musical en el que no coinciden las voces con la modulación. El entorno es real, pero en el interior no deja de haber artificio. ¿Por qué?. Chazelle filma toda la secuencia sin cortes, con movimientos de cámara sofisticados, pero que no rememoran al Hollywood clásico. La sensación, es que detrás de la alegría se oculta algo cínico, oscuro. Como sucede en las aperturas de los films de Robert Altman, que también abrían –varios de ellos- con planos secuencia. A partir de ahí, el espectador conoce a Mía, una actriz que no consigue quedar adentro de ningún casting, y debe conformarse con trabajar en la cafetería de los estudios Warner. El mundo rosa, cinéfilo y musical del personaje interpretado con una belleza increíble por Emma Stone, resulta demasiado inorgánico y hasta el momento, el film parece una suma de escenas sofisticadas, perfectas a nivel técnico pero forzadas, frías, sin verdadero sentimiento. Y ahí es cuando Chazelle entra realmente en la película. Cuando aparece Sebastian –Ryan Gosling-, una pianista de jazz rebelde que solo quiere tocar Free Jazz. Y ahí cambia el tono, y empieza otra película. Entre Mia y Sebastian hay una conexión. Son dos románticos del arte, dos figuras aisladas del mundo que bailan solas en medio de la noche. Ambos se enamorarán mutuamente, pero el éxito no les sonríe. Es extraño encontrar una comedia musical romántica en la que el guión sea más inteligente de lo que aparenta, pero La La Land es el caso. Detrás de las bellas coreografías –que cumplen bien su propósito, no son sofisticadas ni tapan el drama- la imaginativa apuesta audiovisual que remite a Vincente Minnelli, Stanley Donen, Busby Berkeley y con citas literales a Rebelde sin causa, reminiscencias a Sweet Charity, Los paragüas de Cherburgo, etc. se oculta un film sumamente oscuro sobre las paradojas de la vida. La moraleja es clara: es imposible alcanzar el éxito o la felicidad absolutas. No se puede tener todo. Chazelle es un director obsesivo y cuida cada detalle de su puesta en escena. Incluso en las transiciones, hay referencias a Woody Allen. Sí, el film tiene una melancolía asombrosa, acompañada por escenas de un realismo sorprendente, que chocan con la artificialidad de los números musicales, del éxito repentino. El choque de los tonos, la independencia de cada rubro es coherente de lo que significa el Jazz para Sebastian. La La Land es una canción de Jazz. Contrario a lo que muchos creen, Chazelle no critica la música desde los años 80 hasta ahora –con homenaje a John Hughes incluido- sino al romanticismo utópico de aquellos obsesivos como él que se quedaron en el pasado. ¿Se puede triunfar viviendo en el pasado? se pregunta el director con una película que no hace más que citar obras maestras y clásicas de hace más de 40 años. El joven director habla de la caída de los sueños, de los mitos, de la edad dorada del cine y la música. Pero aún así declara que la esperanza está en vivir la realidad. Y la realidad es amarga. La La Land no es romántica porque critica el romanticismo. La La Land no es una comedia musical porque desnuda el artificio de vivir o creer que se puede vivir dentro una inórgánica pieza musical. La La Land es un musical para pesimistas, es casi nietchista, es cínica. Ama y odia a sus protagonistas por igual, y prácticamente no tiene personajes secundarios. Porque detrás de la superficie, los colores y la estética Kitch, detrás de las referencias, de las hermosas canciones, del cuidado de cada plano, de cada detalle, está la oscuridad. Es muy fácil vivir de sueños. Lo difícil es despertar y darse cuenta de que ver una ciudad desde el aire o un encuadre soñado desde otra perspectiva, puede ser una imagen horrible. La La Land: una historia de amor, es un tour de forcé de emociones concientemente contradictorias. Un análisis intelectual del artificio del arte, de la infelicidad, planteada –o disfrazada- de una épica romántica llena de colores y sentimiento. Emma Stone y Ryan Gosling tienen una hermosa química, y brillan bajo las estrellas y las luces de este nuevo genio de Hollywood, este autor snob y oscuro llamado Damien Chazelle.
Llega a los cines Invasión Zombie, el exitoso film coreano de Sang-ho Yeon que pasó por el Festival de Cine de Cannes 2016. Los zombies no son propiedad estadounidense. Uno de los films más exitosos de la historia del cine coreano, con excelente repercusión en Cannes, además de ser uno de los más populares para descargar durante el año pasado, llega a las salas nacionales. Es realmente notable, que con la poca oferta que hay últimamente de cine oriental, una propuesta de estas características pueda tener valor comercial, pero lo cierto es que tiene y cumple con todos los méritos artísticos y pochocleros para ser una de las sorpresas de la cartelera. Desde que George Romero impuso las reglas a fines de los años 60, los zombies se han mutado significativamente. Poco queda como reflejo político de una sociedad marginalizada, controlada por un sistema autoritario. El dejo de rebeldía murió con la última película de Romero, pero aún así, varios directores le han encontrado una vuelta de tuerca, incluso humorística a esta temática. Hoy en día, gracias a la serie The Walking Dead, los zombies están más vivos que nunca y su repercusión cruza fronteras. Por esto mismo, Invasión Zombie –pésima traducción de Train to Busan– ha logrado captar tantos fanáticos. Pero también hay que combinar el tema con la realización cinematográfica. Sang-ho Yeon –que venía de realizar Seul Station, también con zombies, pero en formato animado- le otorga un interesante equilibrio de emoción, crítica social y adrenalina vertiginosa a este relato. Seok Woo es un empresario exitoso, padre divorciado, que promete cruzar Corea en tren para llevar a su pequeña hija Soo-an con su madre, una premisa no muy distinta a la de Guerra de los mundos, de Spielberg. Como todo workalcoholic, no tiene tiempo para dedicarle a su criatura, así que, por una vez, decide remendar la situación. Pero elige mal el momento y el lugar. En medio del viaje en tren a Busan, se desata un virus que convierte en forma inmediata a cualquier persona en zombie. Una plaga que cobra dimensiones gigantes a cada segundo. Seok Woo, junto con un matrimonio de bajos recursos –ella embarazada- y una pareja adolescente deben sobrevivir todo el trayecto atravesando vagón tras vagón y evitando que los zombies los muerdan. Esta estructura dramática, donde intervienen las diversas clases sociales y tribus culturales de la Corea actual, rememora un poco otro trabajo coreano, inédito en Argentina, como fue Snowpiercer, de Bong Joon-Ho (The Host). Sin embargo, ahí, donde la propuesta futurista gozaba de imaginación, humor, frescura y universalismo, Invasión Zombie, se queda en la posición cómoda de cumplir con efectividad los estereotipos y clisés del género. Repleta de solemnidad y previsibilidad, la película de Sang-ho Yeon tiene al antihéroe que va modificando su postura a medida que avanza el film y congeniando fuerzas con el futuro padre de clase media, mientras que el dueño del tren, no deja de ser el villano verdadero, un hombre egocéntrico, capaz de matar a cualquiera que se cruce por su camino, con tal de sobrevivir. Aún con sus estereotipos y golpes sentimentales no deja de ser una propuesta sumamente atractiva por varios factores. En primer lugar, el ritmo, constante, imparable. En segundo, visualmente es impecable. Nada que envidiarle a Guerra Mundial Z. En tercero, el factor humano. El director apela a la empatía con el selecto grupo de sobrevivientes. Desde dos hermanas ancianas hasta la joven pareja de secundario, la narración no descuida ninguna de las subtramas dramáticas de cada personaje, y en ese sentido, todos concretan un arco narrativo coherente. Invasión Zombie es un film sin desniveles narrativos y una carga de tensión constante. Sin embargo, también apela demasiado al melodrama para golpear al público y crear un efecto lacrimógeno innecesario, más cercano al de una telenovela que a un film de horror. Pretenciosa y sobrevalorada pero cumplidora, tiene una buena dosis de gore y dramatismo para cubrir todos los gustos.
Se estrena Aliados, lo nuevo de Robert Zemeckis. Brad Pitt y Marion Cotillard protagonizan este thriller romántico ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Un gran homenaje al cine clásico de la década del ´40. Robert Zemeckis es uno de los grandes narradores de los últimos 35 años. Discípulo directo de Steven Spielberg fue el creador de la mejor saga de viajes temporales de todos los tiempos: Volver al futuro. Pero también nos brindó Roger Rabbit, Tras la esmeralda perdida, Náufrago, La muerte le sienta bien y la multipremiada Forrest Gump. Un adelantado visual, narrador con un sentido del humor agudo, brillante generador de suspenso y cinéfilo de la vieja escuela de cine clásico, fue el primero en realizar películas generadas únicamente por Caption Motion. Si bien, la trilogía conformada por El expreso polar–Beowulf–Los fantasmas de Scrooge no gozó de gran aceptación popular, y tras haberse cerrado la posibilidad de hacer una remake de Submarino amarillo –segunda incursión en el universo Beatle después de la magistral Quiero alcanzar tu mano– Zemeckis volvió al cine de carne y hueso con dos propuestas disímiles en calidad y tono: El vuelo y En la cuerda floja. Con Aliados explora un género nuevo para él: el thriller romántico de espionaje en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. El film comienza con el canadiense Max Vatan –un Brad Pitt contenido y austero- llegando a Casablanca, Marruecos, dónde debe encontrarse con Marianne –Cotilliard, una agente de la Resistencia francesa- que va a simular ser su esposa. Ambos se infiltrarán entre los círculos sociales de la jerarquía nazi –ahí Pitt se reencontrará con August Diehl, brindando un guiño a Bastardos sin gloria– para cumplir una misión casi suicida. Sin embargo, la relación de ambos agentes trascenderá a la ficción dentro de la ficción, derivando en un apasionado romance. Un año después, la relación continúa en Londres, lugar en donde deciden formar una familia hasta que Max recibe una llamada de sus superiores, informando que Marianne, posiblemente no sea quién dice ser. El guión de Steven Knight –uno de los grandes escritores del cine y la televisión británicos actuales: Locke, Negocios entrañables, Promesas del este confirman su talento- parece haber sido escrito hace 60 años atrás para que lo dirigiera Alfred Hitchcock. Si la primera hora remite directamente al cine de Michael Curtis, la segunda mitad parece una mezcla entre Notorius y Sospecha. Dos clásicos del maestro del suspense. Poco importa realmente si Marianne es o no una espía. Zemeckis y Knight consiguen que el espectador entre dentro de la cabeza de Max, que se debate entre el amor y su deber como oficial. Ninguna pista parece concreta y Zemeckis utiliza el punto de vista del protagonista para construir tensión en forma cinematográfica. Objetos típicos de la filmografía del realizador –espejos, relojes- nuevamente adquieren valor narrativo. De la aventura al romance, del romance al thriller, sin descuidar una meticulosa reconstrucción de época ni la construcción de los personajes, Zemeckis siempre estuvo un paso adelante mezclando acción con efectos especiales, pero siempre priorizó a sus protagonistas. Los ojos de sus dos intérpretes se vuelven esenciales para crear química, mucho más allá de la tensión sexual. Y al mismo tiempo, como ingenioso creador de climas, rompe la tensión de la escena más decisiva con un delicioso toque de humor. Lo que confirma que poco le importa “la trama” en sí, ya que la misma es solo un Mac Guffin en función de la manipulación cinematográfica. Aliados es un film inteligente pero de antaño. El público no se va a encontrar con golpes de efecto ni acciones gratuitas. Todo es medido y apela inteligentemente a introducir al espectador dentro de la cabeza del personaje y no lo suelta hasta los últimos minutos. Pero Zemeckis también apunta al cinéfilo. En Marion Cotilliard, encuentra la frialdad y seducción –llena de matices- que transmitía Ingrid Bergman, mientras que Brad Pitt intenta ser una combinación entre Bogart y Cary Grant. Posiblemente, la elección no haya sido del todo adecuada, ya que el ex de Angelina Jolie no tiene el carisma suficiente para dicha emulación. Aún cuando los personajes secundarios están bastantes descuidados, vale la pena destacar lo de Jared Harris, el Claude Rains de esta historia. El director de Náufrago es fiel a sí mismo en la coreografías de planos secuencias imperceptibles, pero también, intercediendo narrativamente en el desenlace. Ahí decide darle una vuelta de tuerca al inmortal final de Casablanca, pero también pone su firma autoral con un epílogo innecesario, pero que guarda cierta similitud con otros epílogos de su autoría, específicamente Forrest Gump. Acompañada por una excepcional banda de sonido a cargo de Alan Silvestri –compañero eterno de Zemeckis- Aliados es un relato magistralmente narrado, placer cinéfilo absoluto, con una soberbia química interpretativa de la pareja protagónica. Un ejercicio cinematográfico brillante a la altura de los mejores trabajos de su director. Regreso con gloria de un maestro.
La nueva propuesta de animación de Illumination –Mi villano favorito, Minions- es una enérgica comedia musical, que pese a un guión previsible se disfruta por la vitalidad de los personajes e ingeniosos gags. El cine y los concursos musicales se llevan muy bien. Se puede comprobar en propuestas como Escuela del Rock, Muriendo por un sueño- American Dreamz- por ejemplo, o incluso, más recientemente en Sing Street: reviviendo los 80s. Sing, ¡ven y canta!, lo nuevo de Illumination, los creadores de los Minions y La vida secreta de las mascotas, confirma la calidad que viene teniendo este estudio de animación de orígenes franceses y que comienza a posicionarse como el principal adversario de Pixar-Disney. Aún, cuando sus propuestas estén mucho más dirigidas a un público infantil que las del estudio creado por John Lasseter, Illumination empieza a tener su propia mirada del mundo y encuentra, incluso, un tono más autoral con respecto a lo que viene haciendo Pixar en los últimos años. Escrita y dirigida por Garth Jennings, director británico que debuta en la animación después de las originales Guía del viajero intergaláctico y Son of Rambow, Sing, ¡ven y canta!, propone un diálogo entre los reality shows como American Idol o The Voice, y Zootopia. La humanización animal no es algo novedoso en el terreno de la animación, así que los espectadores tienen sus códigos incorporados. Lo original es acaso es ver animales cantando temas de moda. El protagonista es Buster Moon, un koala que logró concretar el sueño de su vida: ser dueño de un teatro legendario y poner en escena las más absurdas comedias musicales. Sin embargo, después de numerosos fracasos comerciales, está en bancarrota y el banco podría quitarle su sueño. A diferencia de Max Bialystock –el protagonista de Los productores, con quién guarda algunas similitudes- Buster es un romántico y desinteresado. En vez de bajar los brazos, primero que se le ocurre es hacer un concurso de canto para sacar a flote su empresa. La convocatoria es todo un éxito y los seleccionados son un grupo de antihéroes bastante peculiares: una elefanta tímida, un ratón tramposo, un gorila hijo de asaltantes de bancos, una cerdita ama de casa y una puercoespín adolescente. Si bien el guión no evita caer en algunos lugares comunes estructurales y ciertos estereotipos vale la pena destacar que cada personaje tiene su propio arco narrativos que funciona a la perfección, mezclando ingenio, humor y calidez. Es imposible no sentir empatía por estos perdedores queribles con ganas de triunfar, y ese sentimiento se contagia al film en sí. Los gags, sin ser originales, remiten al slapstick del cine mudo en muchos sentidos, y esto es un sello de la productora, que pone más énfasis en narrar con imágenes y no tanto con texto. La versión doblada al español no deja disfrutar de las voces de Matthew McConaughey, Reese Witherspoon, Scarlett Johansson, Tori Kelly, John C. Reilly y el maravilloso Seth MacFarlane, que una vez más hace gala de su tremenda capacidad musical imitando a Frank Sinatra. Por suerte las canciones son en idioma original y dejan disfrutar el talento de sus artistas originales. En la versión que se estrena en Argentina, el principal problema sigue siendo incorporar actores locales que “aporteñicen” el neutro. La sensación que queda es incómoda: se mezclan el “tú” con el “vos” de forma arbitraria. No es culpa de Leonardo Sbaraglia, sino de un falente guión de doblaje y una mala decisión de la distribución local. La presencia de la China Suárez se nota mucho menos. Sing ¡ven y canta! es entrenida, divertida y emocionante sin situaciones forzadas. El hecho de que el realizador no provenga del cine infantil tradicional proporciona que todas las subtramas tengan coherencia y cohesión con el resultado final, brindando un espectáculo sin fisuras. Además del excelente trabajo de montaje sonoro y diseño audiovisual –la presentación de cada personaje en plano secuencia es extraordinaria, digna de Robert Altman- el film está lleno de corazón y amor por la música y el cine.
Se estrena Hasta el último hombre, lo nuevo de Mel Gibson, inspirada en la historia real de un soldado que durante la Segunda Guerra Mundial se negó a matar enemigos y eligió salvar vidas. Habría que investigar en que momento la filmografía de Mel Gibson empezó a descarrilarse. Cómo este actor nacido en Estados Unidos pero criado en Australia, que pasó de ser el intérprete fetiche de George Miller o Peter Weir en propuestas de acción -pero que no dejaban de lado un alto cuestionamiento político y filosófico de la sociedad- a convertirse en una de las figuras más taquilleras de los 90, terminó como un cineasta reaccionario y repudiado. Se podría llegar a intuir acaso, pero hay que admitir que sus primeros pasos como realizador –El hombre sin rostro y la oscarizada Corazón valiente– eran más sutiles y cinematográficas, que todo lo que dirigió desde La pasión de Cristo hasta la fecha. Y aunque estas películas funcionaron bastante bien en la taquilla –todas de relativo bajo presupuesto- no se puede decir lo mismo de su carrera como actor, que, relacionada con sus escándalos privados, no ayudaron a que regrese a ese pedestal en el que estuvo años atrás. Quizás sea su rencor hacia la industria que le dio la espalda o al público, pero el cine de Gibson funciona como una representación grotesca de la historia y un reflejo del morbo cotidiano. Es verdad. Hay más gore en cualquier propuesta de terror mediocre, en los zombies de la televisión o incluso en las últimas adaptaciones de cómics. Pero con Gibson, la violencia es gratuíta con el único propósito de impactar y la mera intención de ser efectista. Provocador no es. Pero la lógica se cae de lado cuando se pone a analizar el otro lado de sus historias, que supuestamente pretenden emitir un mensaje de paz y amor ultraconservador, de características religiosas, casi panfletarias. Hasta el último hombre está inspirada en la historia de Desmond Doss –Andrew Garfield, sobreactuado-, un aspirante a médico que se alista para luchar en Okinawa durante la Segunda Guerra Mundial con el único propósito de salvar vidas. Doss se enfrentó al ejército al negarse a tocar un fusil durante el entrenamiento y la batalla. Doss era un idealista, hijo de un veterano de la Primera Guerra, ahora borracho violento, interpretado por el gran Hugo Weaving, uno de los puntos más rescatables del film. Su enfrentamiento con su padre –una de las mejores subtramas del guión- es lo que lo motiva a ser fiel a la Biblia y no volver a golpear, mucho menos matar, a otra persona. Al mejor estilo Nacido para matar, de Stanley Kubrick, Hasta el último hombre se divide en el entrenamiento en Virginia y la batalla en Okinawa. En la primera parte, Doss se debe enfrentar a todo su batallón y superiores –entre los que se incluyen Sam Worthington y Vince Vaugh, entre un elenco con más australianos que estadounidenses- para imponer su idealismo pacifista. Si no fuera tan dramatizada y discursiva, esta primera parte sola valdría la pena. Los films de juicios militares –Cuestión de honor, En defensa del honor– suelen tener una tensión increscente que genera cierto interés, y esta no es la excepción. Pero, la subtrama romántica –importante rol de Teresa Palmer- le resta ritmo e intensidad a esta parte, aún, cuando justifica de cierto modo cursi, el accionar del personaje En la segunda etapa, Gibson despliega toda su experiencia en batalla. Es acá donde la película sufre sus mayores desaciertos. El nivel de gore, morbo y violencia es comparable a la secuencia inicial –el desembarco de Normandía- de Rescatando al soldado Ryan. Pero mientras que Spielberg demostraba la inexperiencia de los jóvenes y la inutilidad de la batalla, Gibson justifica el heroísmo y la matanza. El protagonista no mata, salva vidas, cumple su promesa, pero no tiene inconvenientes en ayudar a que sus compañeros a que destrocen a los malvados, feroces y salvajes japoneses, a los que retrata con una alarmante ausencia de humanidad, en oposición a lo que había hecho Clint Eastwood en el díptico sobre Hiroshima cuando criticaba el accionar del ejército estadounidense y humanizaba a los japoneses. El personaje es un hipócrita, pero Gibson lo santifica. La última media hora del film, el director canoniza a su héroe como si saliera de una estampita o un vitró. La única crítica que hace hacia el ejército es que la mayoría de los soldados no eran suficientemente religiosos para salvar más personas. Hasta el último hombre es un film moralista y didáctico, de lo peor que ha dado Hollywood en los últimos años, camuflado de película bélica. Es terrible que sea una de las favoritas de la temporada de premios, cuando un par de años atrás la subvalorada Inquebrantable, de Angelina Jolie, pasaba sin pena ni gloria, siendo muy superior con respecto a su apuesta cinematográfica e interpretativa. Es cierto que la tensión del primer segmento está mejor logrado, que hay cuidado estético en las batallas y las interpretaciones de Weaving y Vaugh la rescatan de no ser uno de los grandes bodrios del año, pero aún así, Hasta el último hombre, de Mel Gibson es contradictoria y carece, por momentos, de lógica narrativa; y se escuda en la placa “basada en una historia real”, para justificar el fascismo –muy digno de lo que se viene con Trump- que sigue imperando en la mentalidad autoral de su realizador, y la de muchos compatriotas estadounidenses.
Se estrena Pasajeros, de Morten Tyldum. Jennifer Lawrence y Chris Pratt se reúnen por primera vez en esta comedia romántica de ciencia ficción. Una apuesta ambiciosa con resultados mediocres. Después del éxito comercial de Misión rescate, de Ridley Scott, la fórmula aventuras y comedia en el espacio parece que vino para quedarse. Acaso lo más trascendental de este subgénero dentro de la ciencia ficción, que era bastante frecuente en los años ´60, sea el hecho de que no propone introducir contacto con seres extraterrestres, sino más bien hacer un retrato futurista no demasiado fantasioso. A eso hay que agregarle a una pareja carismática y atractiva, un poco de acción y romance, buenos efectos especiales, y la película está hecha. Pero no, las películas no son fórmulas ni recetas. Y a veces, en Hollywood se olvidan de eso. Pasajeros es el segundo trabajo angloparlante del noruego Morten Tyldum tras la sobrevalorada El código enigma con Benedict Cumberbatch. Pero, previamente, Tyldum venía de dirigir Cacería implacable, un excelente thriller no excedente de humor negro. Pasajeros olvida la solemnidad del film nominado al Oscar hace dos años atrás, y regresa al sano relato liviano y humorístico que caracterizó las obras del director en su tierra natal. Y si bien Tyldum consigue que el film tenga bellas imágenes -dignas para disfrutarse en una sala IMAX- la pareja protagónica, compuesta por Pratt y Lawrence, concreta la química esperada y el tono seudohumorístico, pero sin llegar a la parodia, es el correcto; el gran problema de Pasajeros pasa por lo pobre que es el desarrollo del guión. Por algo, los trabajos previos del escritor Jon Spahits –Prometeo, Doctor Strange– tuvieron que pasar por reescrituras de otros guionistas. En un futuro no muy lejano, una empresa multinacional resuelve el problema de superpoblación colonizando otros planetas que tiene un ecosistema similar a la Tierra. El problema de estas nuevas tierras conquistadas es que quedan a varios años de distancia, más propiamente, 120 años terrestres. Aquellos que deseen viajar son congelados y volarán un poco más de un siglo sin envejecer. Pero algo sale mal y el pobre Jim –Chris Pratt, desbordando su habitual carisma heroica-, un mecánico de clase trabajadora, se despierta 90 años antes del resto de la tripulación. Está prácticamente solo en una nave-crucero y no consigue regresar a su estado criogenizado. Su única compañía es Arthur –excelente Michael Sheen- un androide barman que se porta como confidente, aunque se parece un poco al fantasma que le ordenaba a Jack Torrance en El resplandor –de Kubrick- matar a su familia. Tras un año de soledad, Jim decide descongelar a Aurora, una joven, bella y muy intelectual periodista, que pretende ser la primera persona en viajar a una de las colonias y regresar a la Tierra para narrar su experiencia. Jim le miente a Aurora y le hace creer que se despertó accidentalmente. Siendo ambos, los únicos seres de la nave, pronto se enamorarán ignorando que el gigantesco crucero tiene serios desperfectos técnicos. Aún cuando en la primera hora del film sea poca la acción que se va desarrollando, porque el director prefiere desarrollar los personajes, su relación paulatina y darle suficiente protagonismo a la nave, lo más ingenioso de Pasajeros pasa por olvidar que se trata de una obra de ciencia ficción. Los protagonistas son como náufragos dentro de un gran barco. Ambos deben resolver los problemas técnicos mientras se van enamorando. Hasta aquí todo bien. Tyldum pretende filmar como el Kubrick de 2001, odisea del espacio –la cita a El resplandor, por lo tanto no es tan gratuita- pero narra como Garry Marshall. Sin embargo, en la segunda hora del film, se van sucediendo una serie de conflictos no solamente previsibles, sino que bastantes torpes narrativamente. El despliegue visual supera el mac guffin de la historia, y por ende tanto las motivaciones de los personajes como el desenlace de los acontecimientos son demasiado banales a comparación de la construcción previa. Hay que sumarle a esto un par de vueltas de tuerca inverosímiles –para la diégesis- y una innecesaria moralina ecológica. Queda afuera la sorpresa, la crítica corporativa y cierta profundidad filosófica relacionada con la soledad y el paso del tiempo, que guionista y director prefirieron evitar. Lo que no se evitan son los lugares comunes y varios estereotipos. Al final, parece una versión “real” de Wall E, pero sin la sutileza, encanto e imaginación del film de Pixar. De esta manera, Pasajeros, no es más que un entretenimiento fugaz. Ambiciosa desde su producción pero poco pretenciosa desde su narración. Un mayor equilibrio podría haber generado una mejor película, menos superflua, y con más cerebro.
Se estrena Casanova Variations, de Michael Sturminger, una coproducción Austríaca, Alemana, Portuguesa y Francesa protagonizada por John Malkovich e inspirada en las memorias del protagonista. Acaso uno de los personajes más transgresores de la historia universal, Giacomo Casanova fue un aristócrata de orígenes humildes –sus padres fueron artistas nómades- que se ganó fama de amante y seductor, pero que también sirvió de diplomático, bibliotecario y agente. Su agitada vida amorosa quedó plasmada en Histoire de ma vie, publicada poco después de su muerte, y que inspiró numerosas obras teatrales, óperas y films. El director austríaco Michael Sturminger, decide compaginar las tres vertientes artísticas en una, dando como resultado un producto curioso, cuidado y original desde su puesta, pero poco transgresor y profundo. Es mayor el aporte artístico a la visión que se puede hacer del mito, que el biográfico o dramático hacia el personaje. Eso no quita que Casanova Variations tenga numerosos puntos de interés. Se dice que a las biopics tradicionales les faltan ideas. En este sentido, el film de Sturminger goza de frescura gracias a su ausencia de solemnidad, su autoconciencia lúdica y el aporte de su protagonista, John Malkovich, esencial para la construcción del personaje. Se destaca la química que se genera con su coprotagonista, la actriz alemana Veronica Ferres. El film comienza en la ópera de Lisboa. Allí, John Malkovich, espera para entrar en escena. Ni bien comienza la obra, que justamente es la ópera Don Giovanni, de Mozart -inspirada en la vida de Casanova- al protagonista le da un infarto y lo socorren los personajes, aunque esto genera preocupación en la audiencia. Desde esta secuencia impostada, Sturminger definirá el tono del film, un artilugio de cajas chinas, en el que la ficción forma parte de otra ficción y así sucesivamente, pero siempre manteniendo la impronta de farsa. A fin de cuentas, el propio personaje se valía de mentiras y trucos para llegar a sus conquistas. La historia recorre el último periodo de la vida del protagonista, cuando la afamada escritora, Elisa von der Recke –Veronica Remer- intenta convencerlo de que le ceda las memorias, lo que lleva al famoso, pero enfermo amante veneciano a generar un juego de máscaras y espejos, cuyo propósito es seducir a su interpeladora. Durante estos encuentros, Casanova recordará conquistas destacadas de su vida. Las mismas son representadas por notables intérpretes de la ópera europea no ocultando la esencia teatral de la puesta, por el contrario subrayándola y rompiendo mediante un ágil montaje audiovisual, los límites espaciales del teatro. Claro que no se trata de teatro filmado, y cada espectador también forma parte de la farsa. El público compone a otro personaje, y así se generan divertidas y curiosas subtramas que conforman el backstage de la ópera/película que se representa. Original desde su concepción, Sturminger consigue que el recurso no se agote gracias al dinamismo de la pieza, el talento de su elenco –que incluye en una breve pero significante secuencia a la gran Fanny Ardant- y de la versatilidad de Malkovich para cambiar de universos, salir del personaje, interpretarse a sí mismo –nuevamente, como en Quieres ser John Malkovich arma una caricatura de su persona y no es casual cierto paralelismo con el personaje del Conde de Valmont que interpretó en Relaciones peligrosas, uno de sus primeros protagónicos- y además, animarse, brevemente a cantar en italiano. Cautivante desde un punto de vista estético, se destaca el diseño de vestuario, la iluminación minimalista, que recuerda al perfeccionismo de Kubrick con Barry Lyndon y la elección de la cámara en mano para darle dinamismo al relato de época, que muchas veces peca de pomposo y solemne. La pretenciosidad del estilo juega a favor para otorgar a esta puesta un punto de vista distinto de una historia tantas veces narrada. Eso no quita que tanta meticulosidad en generar este diálogo operístico-cinematográfico le saque seriedad y profundidad dramática a la historia y al personaje, quedando la narración casi como una excusa para este experimento metartístico. Si la intención era generar una perspectiva autoconciente al estilo de En busca de Ricardo III, de Al Pacino, o Esplendor Americano, obra en la que Paul Giamatti, dejaba de ser Harvey Pekar para ser Paul Giamatti, el propósito se concreta con creces. Pero Sturmiger nunca consigue revelar realmente quién fue Casanova, y deja eso para otros artistas, más interesados en el qué que en el cómo. Casanova Variations, como bien reza el título, es una variación de la historia de un personaje mítico, histórico que cuenta con buenas ideas desde la concepción, un gran trabajo de John Malkovich, pero que poco tiene para aportar a la radiografía de un personaje trascendente, algo, que el film de Michael Sturmiger, nunca será.