LAS AVENTURAS DE CHRIS ROCK, DETECTIVE Desde el lanzamiento de la primera parte en el 2004 y durante buena parte de la primera década del nuevo milenio, El juego del miedo fue una de las sagas de referencia dentro del género de terror, para bien y para mal. Principalmente para mal, porque, a pesar de sus méritos (no dejaba de ser un thriller con buenas dosis de suspenso y una vuelta de tuerca manejada con astucia), no solo sentó las bases para la porno-tortura, sino que, secuela tras secuela, fue enredándose sobre sí misma, perdiendo toda verosimilitud y capacidad de generar miedo, hasta llegar incluso al ridículo. El intento de revivir la franquicia en el 2017 con Jigsaw se reveló como totalmente fallido y ahora, con Espiral: el juego del miedo continúa, aparece Chris Rock buscando darle nuevos aires, aunque habría que preguntarse si en verdad no termina enterrándola aún más. La propia presencia de Rock en el protagónico llamaba a la duda, ya que su figura se asocia principalmente con la comedia y está muy lejana al terror o el thriller. Y lo cierto es que se puede apreciar una consciencia de eso en el actor, a partir de cómo aborda su personaje, un detective que, a pesar de ser hijo del antiguo jefe del Departamento de Policía (Samuel L. Jackson), se ha convertido en un paria, luego de haber delatado a un colega que cometió un crimen. Su Zeke, particularmente en los primeros minutos, es un ácido comentarista de una realidad que solo parece inspirarle cinismo: transitando un divorcio, se desempeña en solitario en su profesión y solo por la orden de su capitana (Marisol Nichols) es que acepta trabajar con un novato (Max Minghella). Ambos deberán investigar el brutal homicidio de un compañero, que solo será el punto de partida: pronto se empezarán a acumular los cadáveres, todos de policías, mientras un asesino envía crípticos mensajes que lo vinculan con la serie de crímenes perpetrados por Jigsaw. Pero si el humor negro funcionaba al comienzo de la película para disimular sus dificultades para sostener su trama policial, a medida que avanza el relato todo se va poniendo más serio, con comentarios sobre la corrupción policial incluidos. Así, Espiral: el juego del miedo continúa va perdiendo agilidad, pero también rigor, ya que se empiezan a notar todos los defectos: desde los cabos sueltos en el argumento hasta las sobreactuaciones -no solo de Rock, sino también de Jackson y los demás integrantes del elenco-, pasando por la violencia gratuita y algunas situaciones francamente inverosímiles. Las subtramas (que incluyen un tenso vínculo paterno-filial) se pisan entre sí, como si la película quisiera contar muchas cosas en algo más de una hora y media pero no supiera cómo, más allá de la intención de mostrar ambiciones narrativas. Y todos los personajes dicen sus líneas un tono por encima de la media, pero eso no alcanza para ocultar que cada diálogo fue dicho una multitud de veces en otros thrillers o policiales. Cuando llegan los últimos minutos, Espiral: el juego del miedo continúa procura sorprender, pero arriba a esa instancia sin energía y se le notan los hilos sin mucho esfuerzo por parte del espectador. Además, se ve en la necesidad de remarcar varias veces las razones que impulsan al villano, lo cual, en vez de sumar, resta capacidad de conexión con el espectador. Para colmo, la vuelta de tuerca final es difícil de justificar y solo parece en función de reconstruir la franquicia. Eso no deja de ser un enigma a futuro, aunque lo cierto es que este spinoff no pasa de ser apenas un showcito de Rock pretendiendo ser un duro, pero poco creíble detective.
UN RITCHIE DESCONOCIDO…Y PARA BIEN Con una filmografía tan ecléctica como despareja, Guy Ritchie es de esos realizadores al que muchas veces su pulsión por dejar bien impresa su huella estética le termina jugando en contra. Además, con sus juegos narrativos suele transitar un desfiladero muy estrecho entre la simpatía y la canchereada vacía. De ahí que ha entregado films que son pura diversión y espíritu lúdico, como Snatch: cerdos y diamantes o El agente de C.I.P.O.L., pero también películas irritantes como RocknRolla o Los caballeros. Cineasta pirotécnico, Ritchie suele cada tanto pegarse tiros en los pies. Por eso, Justicia implacable -horrible traducción para el original Wrath of man (algo así como La ira del hombre)- es su opus más sorprendente hasta la fecha. De hecho, Justicia implacable parece filmada por un director más vinculado con los estilos de William Friedkin, John Frankenheimer o Michael Mann. Incluso hay elementos relacionados con el cine de Jean-Pierre Melville. Es decir, todos cineastas a los que nunca conectaríamos con el montaje frenético y la estética videoclipera de Ritchie. Sin embargo, ahí tenemos a Jason Statham casi como una reencarnación del Alain Delon de El samurái, otro profesional del crimen frío e imperturbable. Su protagonista se hace llamar simplemente H y acaba de comenzar a trabajar en una compañía de camiones de caudales que transporta millones de dólares cada semana por Los Ángeles. Tanto los demás personajes como nosotros, espectadores, sabemos poco de él, aunque vamos intuyendo que su plan no es simplemente ir de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Cuando se da un intento de asalto y H exhibe una destreza inusual para liquidar a todos los atacantes, quedará claro que no es precisamente un tipo común y que sus propósitos son más personales que profesionales. La primera hora de Justicia implacable es realmente muy buena: arranca con una secuencia inicial notable rodada con un plano fijo desde dentro de un camión blindado y sigue con una narración seca y precisa, que se toma su tiempo para presentar al protagonista, los enigmas que lo constituyen y el mundo que se va delineando a su alrededor. Todo es profesionalismo, rudeza, personajes que se explican a sí mismos desde un machismo casi paródico pero a la vez verosímil, con la fisicidad granítica de Statham como hilo conductor. Claro que cuando van quedando un poco más claras las motivaciones de H, el relato empieza a aplicar una serie de giros argumentales mucho más propios del cine de Ritchie. En esos minutos de vueltas de tuerca astutas aunque también antojadizas, la película amaga con irse para el lado de la seriedad impostada al estilo Christopher Nolan. Sin embargo, cuando el film amenazaba con descarrilar, Ritchie recupera el tono del comienzo. Lo hace justo a tiempo, al aproximarse a la resolución, que es la instancia narrativa donde este tipo de thrillers suele fracasar. Los trucos argumentales persisten, pero ya más vinculados a una cuestión identitaria y de códigos que se explicitan desde la acción pura y directa. Entonces, por lógica, Justicia implacable termina arribando a un duelo visceral de concepciones sobre los deberes individuales y grupales, enmarcado en un impactante tiroteo dentro de un espacio cerrado. No hay chiches estéticos, solo furia y sonido, además de un cierre coherente con lo que se narró previamente. Con Justicia implacable, Ritchie entrega una de sus películas más atractivas y la vez menos representativas de su cine, lo cual no deja de ser particularmente interesante: de la nada, cuando menos se lo esperaba, el realizador nos muestra un rostro que no conocíamos. ¿Estuvo siempre ahí? Es una pregunta que vale la pena hacerse.
DEMASIADAS EXPLICACIONES Lisa Joy es co-creadora de Westworld, una serie definitivamente divisiva pero aún así atractiva a partir de cómo abre líneas de conflicto que solo se van explicando progresivamente, desde las acciones y el descubrimiento de los personajes, confiando en la paciencia del espectador. Sin embargo, Reminiscencia, su debut como realizadora cinematográfica, es todo lo contrario: una película que explica todo constantemente, sin confiar en el público o en la materialidad narrativa que posee. Claro, había que tener en cuenta que Joy es esposa de Jonathan Nolan, co-creador de Westworld, además de hermano de Christopher Nolan. Y ya sabemos que la sobreexplicación disfrazada de pose inteligente es un pecado habitual de esa familia: Interestelar, El origen y El gran truco, por mencionar algunos ejemplos, eran interminables torneos explicativos. Mucho de eso hay en Reminiscencia, que está situada en un futuro que roza lo apocalíptico, en una Miami inundada, donde solo unos pocos pueden vivir en tierra realmente firme, mientras el resto solo parece condenado a aguardar que el agua los tape eventualmente. En ese contexto, las personas solo pueden evadirse de la realidad a través de las drogas o de un dispositivo que permite recuperar momentos del pasado alojados en la mente, como una forma de nueva vivencia. El relato sigue entonces a Nick Bannister (Hugh Jackman), una especie de investigador privado de la mente, que ayuda a sus clientes a acceder a recuerdos perdidos. Cuando aparece una nueva clienta, Mae (Rebecca Ferguson), con quien Nick inicia una relación pero que luego desaparece misteriosamente, él se adentra en una investigación tan obsesiva como peligrosa. Ya desde el comienzo, Reminiscencia le otorga un lugar preponderante a la voz over de Jackman/Bannister, lo que al principio podría interpretarse como un intento de vincularse con el policial negro. Ese es, de hecho, un instrumento que funcionaba bastante bien en Blade runner, otro film de ciencia ficción donde la existencia humana quedaba atada a lo maquinal. Sin embargo, a medida que pasan los minutos, va quedando claro que, a diferencia de la película de Ridley Scott o la obra de Philip K. Dick, lo que pesa más en el artefacto creado por Joy es la voluntad por exponer todo lo que se ve a través de la palabra. Y cuando decimos todo, no estamos exagerando: desde cada uno de los personajes a todos los hechos o lugares que se van presentando, no solo desde la voz over, sino también desde los diálogos y monólogos de los protagonistas. Joy parece no captar algo tan paradójico como lógico: cuanto más se cuenta, menos misterio hay y, por ende, menos interés por parte del espectador. Enamorada de su propio concepto visual y de algunas ideas que va desperdigando a cuentagotas, se olvida de cómo narrar apropiadamente. A Reminiscencia le ocurre algo similar a El origen, que estaba tan ocupada en explicar los trucos de su mundo que se olvidaba de darle verdadera fuerza al conflicto de fondo, que era la historia de amor trágica del personaje de Leonardo DiCaprio con su esposa. Acá el foco también es romántico, trágico y enfermizo, a partir de la obcecación de Nick por saber qué le ocurrió a Mae, pero eso no llega a cobrar verdadera carnadura porque el film gasta una enorme cantidad de energía en diatribas entre didácticas y moralistas. Recién en los últimos minutos ese cuento de amor interrumpido se pone en primer plano, aunque Joy siempre se ve en la necesidad de hacerlo desde la enunciación oral, bordeando incluso el ridículo. Detrás de su gigantismo visual, Reminiscencia es un film pequeño, sin una narración con la cual empatizar y que se vuelve rápidamente olvidable.
LO IMPORTANTE ES DIVERTIRSE El caso de Ryan Reynolds tiene sus particularidades: en sus películas viene construyendo personajes e historias marcadas por la autoconsciencia y un distanciamiento canchero que muchas veces roza lo irritante. Eso ha llevado a que películas como Deadpool y Deadpool 2 no profundicen más allá de sus superficies autorreferenciales, o que en Escuadrón 6 agote su batería de chistes, perdiendo de vista lo que implica la composición de un personaje con algo de carnadura. Sin embargo, Free Guy: tomando el control insinúa un cambio de rumbo para el actor, o más bien un salto madurativo, que le permite colocarse al servicio de lo que se está narrando en vez de querer montar un show propio para la audiencia. Quizás parte de la explicación pase por la asociación que establece Reynolds con el director Shawn Levy, quien armó una saga de aventuras bastante decente como la de Una noche en el museo, dirigió esa pequeña maravilla subvalorada llamada Gigantes de acero y es productor de la serie Stranger things. Es que hay una sensibilidad particular en este relato sobre un solitario empleado bancario que descubre que es en realidad un personaje de fondo de un violento videojuego, lo cual lo conduce a acciones que cambian las reglas de su entorno. La autoconsciencia está, a pleno, pero no con una visión distanciada, sino empática, mucho más cercana al espíritu de El último gran héroe, donde la exposición del artificio era también un soporte para una reflexión sobre el lado oscuro de la creación artística. Esa oscuridad aparece en Free Guy: tomando el control por el lado del villano interpretado por Taika Waititi, el supuesto “creador” del juego, aunque esa creatividad que detenta no sea tal, porque lo suyo es puro cálculo, manipulación o directamente plagio. Frente al cinismo que encarna el personaje de Waititi, el tándem Levy/Reynolds plantea una reivindicación de lo lúdico y, principalmente, de la aventura, del disfrute puro. Free Guy: tomando el control es una película que no para nunca, pero no de forma antojadiza, sino porque siempre está buscando giros nuevos para llevar adelante la narración y sus protagonistas. Alrededor de ese héroe involuntario que es el personaje de Reynolds, el film arma, a puro movimiento, un pequeño gran universo repleto de seres con los cuales empatizar, como los encarnados por Jodie Comer, Joe Keery y Lil Rel Howery. A todos ellos les brinda un espacio y desarrollo propios, lo que permite que los géneros se fusionen fluidamente: estamos ante una comedia de acción que es también un relato romántico, de amistad y de aprendizaje. Se podrá decir que Free Guy: tomando el control apela por momentos a una pirotecnia audiovisual algo excesiva y que algunos de sus diálogos son un tanto redundantes con lo que quiere transmitir. Pero lo cierto es que Levy nunca pierde de vista lo que importa contar, maneja el tono juguetón con el equilibrio apropiado y le da la libertad justa a Reynolds para que construya el que quizás sea su personaje más querible: un tipo honesto y leal, un romántico nato en todos los aspectos. Free Guy: tomando el control incorpora de forma correcta unas cuantas lecciones de la mencionada El último gran héroe, pero también de films como Ready Player One, Jumanji y Zathura. Desde ahí se hace cargo del rol del creador y los espectadores, además de lo que puede dar la imaginación cuando va de la mano con la libertad. Lo hace con una catarata de colores y dejándonos en claro que no hay nada más importante que la diversión a todo galope.
SENSIBILIDADES A MITAD DE CAMINO Esta reversión/secuela -más lo primero que lo segundo- que es El Escuadrón Suicida está gozando de un gran respaldo de la crítica, que mayormente enfatiza cómo James Gunn ha logrado hacer confluir una amalgama de sensibilidades propias de su cine de forma armónica. Pero lo cierto es que, aunque es cierto que ese conjunto de tonalidades está ahí, a la vista, la armonía solo existe de a ratos, en un film que en buena medida sale beneficiado a partir de la comparación con su desastroso predecesor, que había dejado la vara muy baja. Convengamos que igual Gunn se enfrentaba a un desafío importante, aunque autoimpuesto: cuando Warner le dio a elegir qué propiedad de DC quería abordar, él eligió esta, y encima con la garantía de carta libre para hacer lo que quisiera, sin condicionamientos del estudio. Sin embargo, El Escuadrón Suicida llega a un territorio donde ya varios han dejado su marca: por ejemplo, desde el lado de la comedia de calificación Restringida, como Deadpool; o a partir de la vertiente del relato de familias disfuncionales formadas por marginales, como Guardianes de la Galaxia, del propio Gunn. A eso había que sumarle la necesidad de diferenciarse rápidamente del Escuadrón Suicida de David Ayer, pero solo lo justo y necesario: de ahí que el arranque del film sea casi en el medio de la acción, con la información volcada desde una perspectiva más corrosiva que canchera, apelando a referencias genéricas como Doce del patíbulo o La pandilla salvaje. Gunn busca, desde el primer minuto, decirnos que esto es diferente, que él no tiene ataduras, que la sangre puede brotar a borbotones, que cualquiera de los protagonistas puede morirse a la primera de cambio. Sin embargo, todo está mucho más calculado y condicionado de lo que quiere pretender. Lo que sí hay que reconocerle a El Escuadrón Suicida es que no exhibe dificultades para plantear su premisa, incluso a pesar de algunos jueguitos temporales un tanto innecesarios. El asunto es simple: hay un pequeño país, una isla llamada Corto Maltés, donde, tras un golpe militar, ha asumido el poder una administración con sesgo antinorteamericano y en poder de un arma que podría ser letal. Por eso se envía a un grupo de criminales en una misión encubierta solucionar el problema, sin importar los costos. Ese conjunto de antihéroes, donde se destacan Harley Quinn (Margot Robbie), Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), Ratcatcher 2 (Daniela Melchior) y Polka-Dot Man (David Dastmalchian), además del Coronel Rick Flag (Joel Kinnaman), deberán encontrar la forma de trabajar en conjunto y complementarse frente a un escenario totalmente adverso. Al fin y al cabo, ese es el verdadero conflicto de fondo: un rejunte de marginados aprendiendo a confiar en sus compañeros circunstanciales, a entablar vínculos afectivos y a redimirse un poco de sus errores previos. Claro que ese núcleo narrativo y temático, que se intuye a primera vista, solo se hace carne de forma consistente en el tramo final de la película. Antes cuesta palpar esas sensibilidades confluyendo que son parte de la filmografía previa de Gunn. La sangre y las tripas están, por todos lados, pero más como gesto que como un verdadero componente de la fisicidad que debería transmitir el relato. Algo parecido puede decirse de la comedia: los insultos y la escatología son instancias forzadas, más en función de dejarnos en claro que los personajes pueden putear o decir cosas sin sentido que como elementos que ayudan a definir sus identidades. Y si bien es innegable que la película despliega unas cuantas ideas visuales interesantes -todo lo referido a las ratas está muy bien y en algunos casos es brillante-, en muy pocas ocasiones hacen sistema y conforman una totalidad armónica. El Escuadrón Suicida dice muchas cosas, pero en varios pasajes se olvida de narrar y opta por un griterío un tanto insulso. Cuando Gunn se olvida de competir en cantidad de pirotecnia estética, genérica y narrativa con otros exponentes del cine reciente, para concentrarse en el pequeño relato que tiene para contar, El Escuadrón Suicida crece donde corresponde, que es en el terreno de lo sensible y lo afectivo. Por eso en los últimos minutos, a pesar de algunos giros forzados, surge ese cuento de familia armada en el medio de la acción, de amigotes un poco bestias pero honestos entre sí. Ese cuento de héroes casi involuntarios pero simpáticos, que ya vimos un montón de veces, aunque casi siempre funciona cuando está bien hecho. En El Escuadrón Suicida hay una batalla constante entre la pose y la sinceridad, sin un ganador claro.
EN LAS FRONTERAS DE LA CORRECCIÓN POLÍTICA A esta altura, los problemas de la franquicia de la franquicia de The purge -conocida en la Argentina inicialmente como La noche de la expiación, luego como 12 horas para sobrevivir y ahora (quizás) como La purga– ya son endémicos. Las dificultades se repiten y consisten básicamente en lo siguiente: las ideas, a menudo ingeniosas o con bastante potencial, no son ejecutadas a la misma altura. De ahí que no sorprenda que La purga por siempre no pase nunca de un nivel discreto, aún en sus mejores momentos. En esta nueva entrega, los Nuevos Padres Fundadores han retornado al poder e inmediatamente restauran la Purga anual. Sin embargo, las cosas no salen como se esperaba, ya que un grupo de gente, a lo largo y ancho del país, se convencen de que la matanza no debe terminar al amanecer y, en cambio, tiene que continuar de forma ininterrumpida, hasta sacarse de encima a cualquier sector indeseable. El relato se focaliza entonces en una familia de rancheros de Texas y un grupo de inmigrantes mexicanos que trabajan con ellos, que deben emprender una huida desesperada hacia la frontera con México. Los caminos migratorios se invierten, mientras todo el territorio estadounidense entra en caos, con las fuerzas del orden desbordadas y los partidarios de una purga eterna cometiendo crímenes por doquier. Si el planteo es interesante a partir de cómo le da una vuelta de tuerca a la premisa distópica de la saga, también es riesgoso por cómo deja todo abierto para una discursividad marcada por aspectos obvios de la corrección política. Y lo cierto es que el film de Everardo Gout, casi desde el comienzo, entra en casi todos los lugares comunes posibles, presentando mexicanos de intenciones puras, recontra laburantes, solidarios entre sí y con los demás; blancos sureños resentidos y racistas hasta rozar la caricatura; o a lo sumo personajes (de diferentes procedencias) que tienen muy claro todo lo que está bien o mal en Estados Unidos, y que ya hemos oído hasta el cansancio. La voluntad de quedar alineada con la agenda completa de la corrección política -que incluye bajadas de línea feministas, que se suman a las socioeconómicas y migratorias- prácticamente toman de rehén a la película, como cobertura culposa y solemne para el despliegue de violencia gratuita. Toda la carga ideológica -que no esquiva varias contradicciones y facilismos en su retrato de las relaciones entre clases sociales- conspira en demasía contra un relato que, mal que mal, se logra sostener como thriller de acción. Hay que reconocerle a Gout algunos hallazgos de puesta en escena, como la de un caótico recorrido a pie de los protagonistas por las calles de la ciudad El Paso, donde la utilización del plano secuencia, las sombras y el fuera de campo construyen una secuencia de marcada tensión y dinamismo. Sin embargo, por más que La purga por siempre quiera mostrar originalidad en su apuesta, termina por hacerse predecible y ya en los últimos minutos se le agotan las ideas, hasta arribar a un cierre demasiado tranquilizador. Tampoco llega a extremos molestos o irritantes, pero es una nueva muestra de una franquicia cuya inventiva es limitada y sus resultados definitivamente superficiales.
UNA FRANQUICIA DEVORÁNDOSE A SÍ MISMA Si Rápidos y furiosos 8 rizaba tanto el rizo que terminaba siendo una secuela que se devoraba a sí misma, Rápidos y furiosos 9 hace lo mismo con la franquicia entera. Ya la saga, entre intrascendente y superficial en sus comienzos, se había inflado cada vez más a medida que se acumulaban las entregas. Sin nada adentro más allá de las explosiones, el sexismo y las bajadas de líneas de cartón corrugado sobre la institución familiar, era como un globo esperando a estallar o desinflarse. Y en esta novena parte todo se desinfla. Ya el flashback con el que arranca la película nos indica que buena parte de la trama no solo va a ser insoportablemente discursiva, sino también innecesaria y prescindible. Varios minutos dedicados a mostrar algo que ya se sabía -el accidente en el que muere el padre de Dom (Vin Diesel), que él se lo contaba a Brian (Paul Walker) en la primera parte de la saga-, pero agregándole varios diálogos inverosímiles y un dramatismo forzado a más no poder. Esa secuencia y sus momentos posteriores va a ser retomada, una y otra vez, para tratar de potenciar el enfrentamiento entre Dom y su hermano menor, Jakob (John Cena), quien se ha convertido en un espía al servicio del mejor postor. El disparador es la desaparición de Mr. Nobody (Kurt Russell) y la búsqueda de un arma tecnológica que permitiría controlar todos los dispositivos con algún tipo de conectividad en el mundo. En el medio, vuelven a aparecer viejos aliados -entre ellos Han (Sung Kang), que retorna súbitamente de la muerte- y antiguos enemigos, como Cypher (Charlize Theron). Muchas tramas y subtramas a las que la película trata de acomodar en el medio de un puñado de secuencias de alto impacto apenas rescatables. Hay una escena donde se le pregunta a Han qué le había pasado y de dónde salió, teniendo en cuenta que todos creían que estaba muerto, y él empieza a recordar lo mal que estaba tras la muerte de Gisele (Gal Gadot apareciendo de improviso en otro flashback más y van…). Cuando Roman (Tyrese Gibson) le pide que por favor vaya al grano y explique cómo sobrevivió al intento de asesinato de Deckard Shaw (Jason Statham), Teg (Lucadris) lo interrumpe y le ordena que deje que Han hable tranquilo. Así, Han puede seguir contándonos algo que todos sabíamos porque bueno, hay que darle más peso dramático a su personaje. Así es casi todo en Rápidos y furiosos 9: una sucesión constante de explicaciones redundantes de cosas ya sabidas, que demuestran que los realizadores ya no confían ni en su propio público. Mucho menos entonces en la materialidad cinematográfica: solo algunas persecuciones buscan un mínimo vínculo con el poder de la imagen y el movimiento. Todo es diálogo informativo, personajes diciendo qué les pasa, escenas dramáticas o humorísticas forzadas al extremo, sin verdadera incidencia en lo que se está contando. De energía e inventiva -más allá de algunas ideas ocurrentes, que igual están explicadas en exceso-, poco y nada. Así, el conflicto central, que podría haberse resulto en algo más de una hora y media, se extiende por casi dos horas y media, llegando a un nivel de exceso y aburrimiento llamativo. No se trata de que esté mal que una película dure más de dos horas: Titanic está por encima de las tres horas, pero es entretenida de principio a fin. El problema pasa por la ausencia de una mínima sabiduría narrativa, de economía de recursos y de confianza en lo que se está contando, lo cual es mucho peor. Estirada, carente de dinamismo y con algunas resoluciones bastante vergonzosas, Rápidos y furiosos 9 condena a una franquicia -ya inflada con anabólicos hasta el límite- a la autodestrucción y decadencia.
LAS (GRANDES) DIFERENCIAS ENTRE UN MAESTRO Y SU DISCÍPULO La tentación obvia sería ver e interpretar a El protector como otro vehículo más que explota la vertiente de héroe de acción maduro de Liam Neeson, que ya tiene un largo rato -y muchas películas- desde ese sorprendente (e injustificable) suceso que fue Búsqueda implacable. Eso tendría su lógica, ya que Neeson supo trascender la mediocridad de esa saga inventada por Luc Besson e ir construyendo diversos personajes marcados por el profesionalismo, además de personalidades torturadas y ambiguas, que casi siempre buscan algún tipo de redención. Sin embargo, el nombre que hay que tener más en cuenta en El protector es el de Robert Lorenz, co-guionista y director, que aquí entrega apenas su segundo film como realizador en poco más de una década. Sin embargo, su trayectoria es mucho más extensa, ya que se ha desempeñado como productor o asistente de dirección, casi siempre a las órdenes de Clint Eastwood, ya desde los tiempos de Los puentes de Madison. De hecho, supo dirigir a Eastwood en su ópera prima, Curvas de la vida, drama deportivo más que aceptable, aunque menor, donde se mostraba de forma patente como su discípulo, aunque sin las mismas habilidades que las del maestro Clint. En El protector, ese lazo se extiende y, por más que Eastwood no esté en el protagónico, sí hay múltiplos guiños a su cine, además de una estética y un ritmo narrativos plenamente vinculados con eso que podríamos llamar eastwoodiano. Y además está Neeson, quien emprende un rumbo comparable al de Eastwood en las últimas décadas: una especie de representante/símbolo de un mundo cuyas conductas y códigos están al borde -casi literalmente- de la extinción. Acá, interpretando a un ranchero de Arizona, viudo y al borde de la quiebra, que por una serie de circunstancias debe encargarse de proteger a un niño mexicano que huye de un cartel de drogas e intentar llevarlo a Chicago, donde lo esperan unos familiares. Hay ecos de Gran Torino en la combinación de policial, road movie y western que utiliza El protector, aunque a Lorenz le falta ese talento y experticia que posee Eastwood. Si el relato tiene un buen arranque, que le permite presentar con fluidez y sin apuro los conflictos y sus protagonistas, en cuanto ingresa a la ruta comienza a trabarse en varias situaciones poco creíbles. A eso se suman un vínculo no del todo bien calibrado entre el ranchero y el niño; además de un villano un tanto estereotipado. Si Eastwood tenía la lucidez para trabajar apropiadamente los lazos entre los personajes, así como la interacción entre el humor y la melancolía, y que eso compense posibles fallas de los guiones, en El protector eso solo aparece de a ratos. Recién en la última parte, cuando la trama arriba a la confrontación final, que no tan casualmente tiene lugar en un espacio rural (bien propio del western), es que la película encuentra la claridad sobre qué narrar y cómo hacerlo. Ahí, todos elementos encajan, como si Lorenz hubiera aprendido las lecciones de Eastwood justo a tiempo. Entonces aparecen con fluidez y consistencia los destinos trágicos; los aprendizajes mutuos; la lectura social sutil y equilibrada; y hasta el profesionalismo coherente en ambos bandos. En esos últimos minutos, El protector se convierte en un film innegablemente honesto y noble, que nos permite esperanzarnos con que Eastwood tenga herederos tanto en su vertiente actoral como en la de realizador. Una pena que en buena parte del metraje previo eso solo se puede intuir difusamente.
CON LAS PELEAS NO ALCANZA La película de Mortal Kombat dirigida por Paul W.S. Anderson en los noventa es una de las pocas adaptaciones cinematográficas de un videojuego que ha resistido el paso del tiempo. Pero lo hizo como una especie de objeto de culto, que se reivindica como una especie de placer entre culpable e infantil, ambas expresiones bastante feas. Incluso se recuerda más su tema musical que las peleas y ni hablar de los personajes y la historia, que apenas si se sostenían. Lo que sí tenía ese film era una tenue pero saludable autoconsciencia del disparate que contaba, aunque ni les llegaba a los talones a la bella locura desatada que era Street fighter, la última batalla. Esta reversión se suponía que venía a ajustar algunas tuercas en relación con su predecesora, aunque se queda mayormente en insinuaciones. El film de Simon McQuoid toma como protagonista principal a Cole Young (Lewis Tan), un luchador que tuvo su momento de gloria pero que actualmente está caratulado como un perdedor nato. Sin embargo, descubre que es una especie de elegido del destino para luchar en un torneo en el que se decide el destino de la Tierra: si los luchadores de nuestro planeta pierden una vez más, otro universo llamado Outworld nos invadirá con sus fuerzas siniestras. O sea, básicamente la misma historia que la antecesora, con apenas ligeras variantes que están dadas, principalmente por el lado de la violencia: allí se detecta la mayor fidelidad a la franquicia de videojuegos, con un despliegue de sangre y tripas -además de insultos varios- que no le teme a lo paródico. Pero hay otra lucha en Mortal Kombat, que está dada por el tono que manejan los personajes y que a su vez le imprimen a la película. Si, por un lado, el personaje de Kano (Josh Lawson) es una máquina de tirar chistes -varios de ellos dan en el blanco-, el de Liu Kang (Ludi Lin) es una máquina de explicar con tono ceremonioso todo lo que pasa. Del mismo modo, si el personaje de Sonya Blade (Jessica McNamee) se va armando desde sus acciones, aunque en varios pasajes quede casi fuera de la narración; el de Lord Raiden (Tadanobu Asano) es una especie de maestro ciruela sin el menor carisma. En el medio, el guión pretende construir un relato de aprendizaje y descubrimiento de los poderes interiores que rara vez se aparta de los lugares comunes ya vistos, mientras suma distintas subtramas que no llegan a desarrollarse de forma potente. Es que en Mortal Kombat no hay realmente personajes, sino una acumulación de estereotipos que funcionan apropiadamente solo cuando la narración le imprime movimiento a lo que está contando. De hecho, el guión de Greg Russo y Dave Callaham tiene una llamativa cantidad de cabos sueltos para la cantidad de explicaciones que despliega. Por eso el refugio para el film terminan siendo las escenas de pelea, donde muestra bastante inventiva en algunas coreografías y una fisicidad ciertamente efectiva en su diálogo con la estética de los videojuegos. Sin embargo, no hay mucho más y nunca llega a ser relevante lo que les sucede a los protagonistas, por más que cada una de sus historias incluyan tragedias, venganzas y autosuperación. Mortal Kombat deja las puertas abiertas a una secuela con un guiño explícito para los fans, porque más recursos no tiene y lo que ofrece es apenas discreto.
LA MEMORIA DEL DOLOR La ganadora de la competencia de largometrajes argentina en la más reciente edición del BAFICI es un particular -y por momentos estremecedor- ejercicio por parte del realizador. Uno donde la realidad y la ficción se entremezclan de formas inesperadas, con la materialidad de los recuerdos como un factor que impulsa las acciones de manera heterogénea y movilizadora. En Implosión tenemos a Pablo y Rodrigo, dos sobrevivientes reales de la masacre escolar en Carmen de Patagones, ocurrida en el 2004 y que fue la primera de su clase en la Argentina. Ya en los treinta, pero con ese evento traumático de sus adolescencias aún presente, deciden emprender un viaje en busca del que fue su victimario, sin tener en claro un objetivo específico, solo con la certeza del deseo. Esa especie de odisea en la que se embarcan los conducirá hasta la zona de Ensenada, cruzándose en el camino con dos chicas que, desde su acompañamiento, pero también curiosidad, los obligarán a hacerse cargo -como pueden- de ese pasado que les dejó una huella imborrable. El viaje entonces será de intriga, casi enlazado con el policial de intriga, pero también de puesta en forma de los recuerdos. El gran mérito de Javier Van de Couter es jugar con los límites entre lo real y ficcional sin caer en sensacionalismos o conclusiones fáciles, apostando a un seguimiento constante del devenir de los protagonistas, a los que nunca abandona ni juzga. Y a la vez, con una capacidad llamativa para delinear un tejido social que ronda sombríamente cada acción de los personajes, mientras no deja de apelar a fibras íntimas que conectan con las experiencias de pérdida o dolor que todos cargamos. No hemos vivido lo que les pasó a los protagonistas de Implosión, pero aun así los entendemos, no desde la distancia, sino desde esa empatía que incluye la memoria fragmentada del evento traumático, en cómo elegimos recordar u olvidar consciente e inconscientemente. Con una escena confesional notable desde su concepción y un final tan abierto como cerrado -y perfectamente ajustado de acuerdo a lo que necesitaba la narración-, se puede ver un diálogo entre Implosión y otro también muy reciente, el documental Esquirlas, que abordaba los eventos alrededor de la explosión de la fábrica militar de Río Tercero. Entre ambos forman un involuntario -pero estupendo- díptico del cine nacional sobre la memoria de los traumas y las formas que adoptan.