GRANDES FALLAS Según indican distintas fuentes, John Lee Hancock escribió la primera versión del guión de Pequeños secretos hace casi treinta años. Es decir, el film recorrió un larguísimo trayecto desde su esbozo inicial hasta su efectiva concreción. Por eso no deja de llamar la atención que el producto final que tenemos en pantalla luce hecho a las apuradas, o por lo menos sin un posicionamiento claro que lleve adelante su argumento bastante enredado. Y es una pena, porque el subgénero de asesinos seriales puede ser sumamente atractivo si es llevado con inteligencia y seguridad, y más aún si tenemos en cuenta lo que podía aportar la presencia de Denzel Washington en el policial. La película, situada en 1990, vuelve a apelar a un molde ya utilizado miles de veces, como es el de la pareja un tanto despareja y obligada a trabajar en conjunto forzados por las circunstancias. Aquí tenemos a Joe Deacon (Washington), quien supo ser un detective de Los Ángeles pero ahora es un ayudante del Sheriff de un pequeño condado. Cuando lo envían a la ciudad para buscar una evidencia, lo que parecía un mandado rápido, termina arrastrándolo a la búsqueda de un asesino serial a partir del momento en que Jim Baxter (Rami Malek) le pide ayuda en el caso. Esa búsqueda se transforma en obsesión para ambos, ya que el principal sospechoso (Jared Leto) prueba ser tan escurridizo como manipulador. Se podría inferir que en el escenario espacio-temporal elegido por Hancok para el film hay una voluntad por dialogar con un conjunto de tradiciones que supieron ser dominantes entre los ochenta y los noventa. Quizás esa ciudad inmensa y ese momento de creciente incertidumbre podían funcionar como filtros para releer los códigos del policial a la luz del presente. El realizador ya había recurrido a similares operaciones narrativas y estéticas en Emboscada final, Un sueño posible, Hambre de poder y El sueño de Walt, todos films enfocados en personajes que persiguen metas de forma casi obsesiva. Pero si esas películas -aún con sus altibajos- aprovechaban hechos reales para encontrar un verosímil consistente, acá hay un relato completamente ficcional que nunca luce creíble. Es que si bien Hancock había mostrado a lo largo de su carrera ser un artesano competente aunque algo lineal en su forma de filmar, acá quiere manifestarse como un autor con una visión bien definida sobre el mundo. Y esa mirada que pretende transmitir es de una oscuridad casi absoluta, con dos protagonistas torturados por el pasado y el presente, y un antagonista que se comporta como un depredador. Sin embargo, esa pretensión se revela como completamente banal, porque Hancock no encuentra un límite para la solemnidad y las remarcaciones: desde la exagerada transformación de Leto (que monta un nuevo show, como casi siempre), hasta las visiones de Deacon de fantasmas de jóvenes asesinadas, pasando por varias frases de supuesta trascendencia. Todo es ceremonioso y forzadamente lento en Pequeños secretos, hasta llegar al aburrimiento. Cuando arribamos a los últimos minutos del film y su vuelta de tuerca -totalmente antojadiza-, nos damos cuenta que toda la trama estaba en función de querer transmitir un discurso y una mirada sobre el mundo. Una marcada por el tono desesperanzador, pero también por la despreocupación por contar un relato con nervio y tensión. De ahí que solo quede algo parecido a un mal y extendido capítulo de True detective. Quizás no estaría mal que Hancock retorne a las historias verídicas.
COMEDIA A FONDO, SLASHER A MEDIAS Desde su planteo, Freaky: este cuerpo está para matar generaba expectativas positivas. Es que la idea de utilizar la premisa básica de Un viernes de locos (el intercambio de cuerpos entre personas totalmente opuestas) pero aplicada al subgénero del slasher era retorcida como divertida. Y encima, la vuelta de tuerca argumental era simple pero efectiva: una joven bastante tímida llamada Millie (Kathryn Newton) que, de forma un tanto azarosa y a través de un cuchillo mágico, intercambia su cuerpo con el de un asesino serial, descubriendo luego que tiene tan solo 24 horas para impedir que el cambio sea permanente. Si a eso le sumamos la presencia de Vince Vaughn en el doble papel de homicida y chica en el cuerpo equivocado, las esperanzas se redoblaban. Ahora bien, ¿Freaky está a la altura de lo esperado? No realmente, aunque no deje de tener elementos interesantes. Y eso que el director y co-guionista Christopher Landon ya había demostrado que podía reconvertir conceptos de la comedia aplicados al slasher de forma efectiva en Feliz día de tu muerte. Lo cierto es que la apuesta a la comedia pasada por el filtro del terror es llevada a fondo, aunque funciona mucho mejor el primer aspecto que el segundo. En esa construcción de mixturas genéricas, el eslabón más débil es claramente el asesino, un personaje excesivamente imperturbable, de gestos minimalistas y sin matices: es como un Michael Myers desdibujado por la exhibición de su rostro, sin mucha inventiva a la hora de asesinar y que no llega realmente a atemorizar. Donde Freaky pisa mucho más fuerte es en la comedia, en buena medida gracias a un Vaughn que por momentos se hace un festín con la dualidad que le permite su papel. A él se suman Celeste O´Connor y Misha Osherovich como Nya y Josh, los dos mejores amigos de Millie, con los cuales arma un trío que arma varias secuencias hilarantes, en las que la complicidad funciona de manera inmejorable. Asimismo, hay que reconocerle a Landon la voluntad por poner en crisis algunas convenciones y jugar con la incomodidad sin dejar de respetar a los protagonistas: hay por ejemplo una escena romántica donde las barreras identitarias y sexuales se desdibujan de forma muy productiva, interpelando incluso al espectador y sus prejuicios. Sin embargo, la película no llega a amalgamar apropiadamente las superficies genéricas que maneja y hacer que se retroalimenten fluidamente. En cierto modo, le pasa algo similar a varias comedias de acción que construyen buenos chistes y situaciones cómicas, pero fallan a la hora de montar secuencias de alto impacto. Freaky exhibe cariño y respeto por el slasher, pero no un conocimiento profundo que le permita reconfigurar sus códigos para que interactúen y potencien la comedia. Por eso se queda un poco a mitad de camino en sus objetivos y no llega a explotar todo su potencial, lo que constituye una ligera decepción.
LUCHA INTERNA DE GÉNEROS Dentro del grupo de las nominadas al Oscar que abordan temáticas raciales, Judas y el Mesías Negro es la única que utiliza realmente al cine como herramienta. Tanto La madre del blues como Una noche en Miami son vehículos asentados firmemente en la materialidad teatral, con apenas algunos trazos que las pueden vincular con los componentes cinematográficos. En cambio, el film de Shaka King se aferra a instrumentos genéricos, pero también al movimiento y al montaje para construir su relato, aunque eso no le termine de alcanzar para armar una propuesta verdaderamente atrapante. Ciertamente la historia de Judas y el Mesías Negro es apasionante: la película sigue el derrotero de Bill O´Neal (LaKeith Stanfield), un criminal que, para eludir una condena por robo y por fingir ser un agente federal, termina aceptando el mandato del FBI para infiltrase en el Partido de las Panteras Negras. Progresivamente, se va ganando la confianza del ascendente Jefe del Partido, Fred Hampton (Daniel Kaluuya), aunque al precio de que crezca dentro suyo la culpa por socavar desde adentro una causa con la que no puede evitar identificarse. En esa estructuración, propia del policial, el relato tiene un referente cercano prácticamente ineludible, que es Los infiltrados, aquel gran film de Martin Scorsese plagado de identidades encubiertas, pistas falsas, trampas y momentos donde todo parece a punto de estallar. Tanto desde el guión (que coescribe) como desde la puesta en escena, King se hace cargo y abraza esa referencia scorsesiana, y es desde donde delinea los mejores pasajes de la película. De hecho, consigue por momentos, desde el conflicto interno que aqueja a O´Neal, retratar una época de visiones en violenta colisión: en sus comportamientos erráticos vemos a esa América negra oprimida y con deseos de rebelarse frente a un sistema que la persigue y castiga, pero también con la necesidad de un refugio institucional que la proteja y le dé otra clase de sentido de pertenencia. En eso es clave la estupenda actuación de Stanfield, quien construye a O´Neal mayormente desde la introspección pero también desde un par de gestos puntuales, cercanos al patetismo, esa dependencia e inseguridad que se trasladan a sus vínculos personales no solo con Hampton -Kaluuya encuentra aquí una inesperada y productiva intensidad-, sino también con el agente federal Roy Mitchell (Jesse Plemons, excelente como siempre), que acciona en muchas ocasiones en un doble rol de mentor y vigilador. El problema surge cuando Judas y el Mesías Negro se aleja del policial para adentrarse con mayor decisión en el alegato político, rozando incluso lo partidario. Y si de la mano del policial había transmitido una importante dosis de ambigüedad y construido personajes plagados de contradicciones, en cuanto empieza a preocuparse por bajar línea, no solo pierde consistencia sino también relevancia. Los últimos minutos están dominados por una mecánica narrativa de buenos y malos, de víctimas y victimarios, en la que se destaca la pureza casi irreal de Hampton en contraposición a los dichos entre repugnantes e inverosímiles de un J. Edgar Hoover (Martin Sheen) que bordea lo caricaturesco. La forma en que el film resuelve los conflictos termina transmitiendo una angustia efímera que es, finalmente, tranquilizadora, porque evita las preguntas incómodas. Si Judas y el Mesías Negro arranca preguntándose sobre cómo construimos las categorías del Bien y el Mal, las respuestas a las que termina arribando son excesivamente facilistas.
LOS VIEJOS MUTANTES Por Rodrigo Seijas (@funcinemamdq) El estreno tardío -que perfectamente podría haber sido en Disney Plus, al igual que Artemis Fowl: el mundo subterráneo y Mulán– de Los nuevos mutantes solo sirve como confirmación de que el mundo de los X-Men pergeñado por 20th Century Fox ya estaba ciertamente agotado. La fusión con Disney apenas vino a ratificar lo que ya quedaba claro en esa deshilachada película que era X-Men: Dark Phoenix. La clausura a ese universo ya se había dado en la estupenda Logan y las dos entregas de Deadpool constituían una cristalización paródica que ya había mostrado sus límites a partir de su autoindulgencia. La propuesta, o más bien el conjunto de intenciones de Los nuevos mutantes (al menos desde los trailers), pasa por el lado del terror, o por lo menos de un suspenso vinculado con ese género. Y lo cierto es que los primeros minutos parecen apuntar en la dirección correcta, con una joven llamada Dani Moonstar (Blu Hunt) siendo despertada de urgencia por su padre. El pueblo donde viven es atacado por una fuerza extraña, a la que nunca se ve, pero que se percibe arrasadora y que también se lleva a su progenitor. Luego Dani despierta en una especie de instituto y le informan que es una mutante a la cual hay que enseñarle cómo controlar sus poderes y sus efectos potencialmente destructivos. En esa instalación secreta y aislada del resto del mundo hay otros cuatro jóvenes mutantes: Rahne Sinclair (Maisie Williams), Illyana Rasputin (Anya Taylor-Joy), Sam Guthrie (Charlie Heaton) y Roberto da Costa (Henry Zaga). Y a todos ellos los supervisa la -supuestamente- enigmática Doctora Reyes (Alice Braga). Decimos “supuestamente” porque los intentos de la película de brindarle un aura misteriosa a ese personaje fracasan por completo. Es que, si esos minutos iniciales trágicos y destructivos generan algo de esperanza, ya a partir de la llegada al instituto todo empieza a ser esquemático, derivativo, predecible y definitivamente aburrido. En la película de Josh Boone hay una pretensión de unir el relato de crecimiento, aprendizaje y amistad con los thrillers de horror, con el mundo de los X-Men (que incluye héroes, villanos y corporaciones maquiavélicas) como telón de fondo; una especie de combinación de El club de los cinco, IT y X-Men: Primera Generación, para resumirlo de manera simple. Pero ninguna de esas partes funciona por dos razones elementales y a la vez imprescindibles en cualquier clase de película. En primer lugar, el conflicto central desarrollado se agota antes de la primera hora, a tal punto que el film dura algo más de 90 minutos y sin embargo se siente estirado, incluso aburrido, sin capacidad de sorpresa o misterio (hay giros que se ven venir a kilómetros de distancia). En segundo lugar, ninguno de los personajes es mínimamente atractivo y hasta rozan el inverosímil: para tomar solo un par de ejemplos, si Illyana compite por el puesto de más insoportable del año; Reyes solo nos hace preguntarnos por qué demonios ella está sola manejando todo. Si el claro objetivo de Los nuevos mutantes era ser el puntapié inicial para una nueva franquicia, además de explorar otras tonalidades estéticas y genéricas dentro del cine de superhéroes, su escasez de ideas la conduce a resultados totalmente opuestos a los buscados. No hay nada renovador o mínimamente original, apenas una sucesión inocua de estereotipos y algún que otro apunte pretendidamente feminista que no pasa del mero gesto para la tribuna. De ahí que sea un film que, recién estrenado, luce totalmente avejentado y condenado a un olvido casi inmediato.
PAISAJE URBANO COMPLETO, CONFLICTOS A MEDIAS Hace un rato largo que Jean-Claude Van Damme está alejado -salvo excepciones, como Los indestructibles 2– de la pantalla grande y dedicado a la realización de películas que se estrenan directamente en diversos formatos hogareños. Pero, gracias a los misteriosos caminos de las distribuidoras, termina llegando a las salas argentinas en plena pandemia y cuando los cines recién están volviendo a asomar la cabeza. Y aunque convengamos que Calles en guerra no está tan mal, está muy lejos de recuperar la antigua gloria del actor. El film de Lior Geller tiene un arranque interesante, donde vertiginosamente retrata un mundo que está a la vista y a la vez oculto: el de los suburbios más pobres de Washington DC, a solo unos kilómetros de la Casa Blanca. Allí las fuerzas de seguridad no intervienen a fondo debido a cuestiones de jurisdicción y las pandillas más duras aprovechan para traficar drogas a su antojo. En ese caldo de cultivo de crimen y pobreza se mueve Lucas (Elijah Rodriguez), un joven que es el preferido de Rincón (David Castañeda), el capo que domina todo, pero que no quiere que su hermano pequeño, Miguel (Nicholas Sean Johnny), quede atrapado en la misma vida. Cuando la entrega de un paquete se complique sobremanera y Lucas deba huir junto a Miguel, un enigmático veterano de la Guerra de Afganistán llamado Daniel (Van Damme) se convertirá en la única de oportunidad de salvación para los hermanos. Si los primeros minutos de Calles en guerra combinan inteligentemente el montaje acelerado, la voz en off, la cámara en mano y la fotografía sucia para armar el paisaje social inestable en el que se mueven los personajes, empieza a flaquear a la hora de poner en marcha los conflictos. La película parece más preocupada por indagar en la cotidianeidad de los protagonistas que por adentrarse en los hechos que van a romper precisamente con esa rutina, como si no se decidiera a arrancar. Cuando empieza a apretar el acelerador, lo hace en base a unas cuantas arbitrariedades y manipulaciones, dejando varios cabos sueltos, explicaciones a medias y giros difíciles de justificar. Un buen ejemplo es, llamativamente, el personaje de Van Damme, que está lejos de ser el protagonista: aparece y desaparece sin muchas explicaciones; y carga con un pasado que se adivina como traumático y que luego se explicita con una serie de flashbacks bastante torpes. Y aunque el film aprovecha las cualidades actorales de la estrella belga -que hasta se da el lujo de encarnar un rol mudo y aún así construir una razonable expresividad-, no llega a darle a ser torturado la entidad que se merece, dejando además varias subtramas en el camino. Estos problemas narrativos se trasladan a los minutos finales, donde las resoluciones van por el lado trágico -particularmente con el personaje de Rincón, un tipo despiadado pero también con códigos-, aunque también con pátinas de redención. Sin embargo, todo se resuelve a las apuradas, con algunas vueltas de tuerca que rozan lo inverosímil, con lo que el film termina pareciendo el piloto fallido de lo que podría haber sido una buena serie policial y dramática. Calles en guerra tiene un par de apuntes sociales interesantes y presenta algunos personajes que merecían un recorrido más consistente, pero no llega a explotar a fondo su despliegue de ideas estéticas y narrativas. Lo que se dice una película con ambiciones, pero finalmente chiquita en sus resultados.
MONSTRUOS VS. HUMANOS VS. MÁS HUMANOS El gran desafío -casi nunca superado- para el Monsterverse concebido por Legendary y Warner Bros. pasó siempre por cómo balancear la presencia de los monstruos con las acciones de los humanos. En Godzilla los personajes humanos casi no generaban empatía y las criaturas tenían un espacio acotado; Kong: la Isla Calavera tenía a un estupendo John C. Reilly, pero terminaba ahogada por su propia acumulación de referencias genéricas; y Godzilla II: el rey de los monstruos era una especie de drama familiar avasallado por el imaginario delineado para la franquicia. Godzilla vs. Kong, que se supone es la culminación de la saga, no consigue sobrepasar estas dificultades y por eso no llega a trascender el mero carácter de secuela. El film plantea, tal como lo indica su título, un escenario de enfrentamiento entre los dos monstruos, que está dado por una mitología que indica que…bueno…se tienen que enfrentar. En el medio, la humanidad tratando de lidiar con esa colisión inminente, con una corporación haciendo sus propios planes -obviamente malévolos-; científicos procurando encontrar una vía de contacto más armoniosa y evitar una catástrofe; agentes gubernamentales tratando de controlar la situación; y hasta un grupo de nerds intentando desentrañar y exponer la conspiración corporativa. Todo eventualmente irá a desembocar en el choque de titanes que todos queremos ver, con un par de vueltas de tuerca incluidas. En las poco menos de dos horas de Godzilla vs. Kong pasan un montón de cosas cosas, que abarcan desde una batalla naval hasta un pasaje que parece sacado de un capítulo de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, que es claramente lo mejor de la película, el momento donde se deja llevar por la aventura y descubrimiento sin tantas condicionalidades. ¿Cómo lidia el director Adam Wingard y con todas estas tramas y subtramas pergeñadas por los guionistas Eric Pearson y Max Borenstein? A duras penas, en especial cuando tiene que resolverlas. En Godzilla vs. Kong se combinan el relato de amistad, el drama materno-filial, un amague de historia romántica, el thriller corporativo y conspirativo y la exploración aventurera, con el cine catástrofe y de monstruos como marco y telón de fondo. Demasiadas superficies narrativas y estéticas, que nunca encuentran un equilibrio apropiado, tanto del lado monstruoso como del humano. De ahí que Kong tenga un arco dramático relativamente interesante, mientras que Godzilla no pase de ser una entidad difusa y a la vez sin un real misterio que la respalde. En el medio, Brian Tyree Henry y Millie Bobby Brown componen un dúo que roza lo insoportable; Eiza González es totalmente desperdiciada; el pobre Kyle Chandler es casi ignorado; y Demián Bichir queda condenado a interpretar a un villano estereotipado. Apenas Alexander Skarsgård y Rebecca Hall se salvan ligeramente, básicamente porque sus personajes son medianamente nobles y con objetivos más claros. Eso sí, Wingard continúa el mérito casi innegable de la franquicia, que es el delinear secuencias de acción perfectamente entendibles y que nunca resignan espectacularidad. En eso, Godzilla vs. Kong cumple con lo prometido, lo cual le permite explotar y actualizar la mitología que arrastran ambos monstruos con fluidez, sin que su vampirismo sea particularmente notorio. Sin embargo, eso no alcanza para configurar un entretenimiento óptimo y realmente vibrante: el factor humano es relevante, se necesitan personajes que nos permitan entender cabalmente el impacto de la destrucción, y lo cierto es que el relato nunca rompe con la indiferencia que generan los protagonistas de carne y hueso. Y si a eso le sumamos la acumulación innecesaria de personajes y líneas narrativas, nos queda un producto pesado, sin real tensión, que en verdad tiene poco para contar. Por eso el cierre algo abrupto de Godzilla vs. Kong no deja de ser lógico: en cuanto entrega lo mínimo indispensable (el choque de leyendas), se le acaba el combustible, pierde toda relevancia y no tiene más para ofrecer.
DESCARRILADOS La ópera prima de Gastón Portal se construye, al menos inicialmente, desde lo paradójico: si por un lado su construcción argumental es mínima, con un puñado de personajes y una sola locación principal; por otro hilvana un relato que busca poner toda la carne al asador tanto en lo formal como en lo temático. Y si bien por momentos arma un artefacto potente, incluso atractivo en su efervescencia, lo cierto es que también toma una serie de decisiones que llevan a que esa apuesta que es La noche mágica conspire contra sus propias virtudes y termine descarrilando. El film transcurre en la casa de una familia de alto poder adquisitivo durante la Nochebuena. Allí están Kira (Natalia Oreiro) y su amante, Cachete (Pablo Rago), quienes escuchan llegar a Juan (Esteban Bigliardi), el marido de ella. Cuando Cachete intenta huir por el balcón, se encuentra con alguien más con sus propios planes: Nicola (Diego Peretti), un ladrón bastante particular que tiene un aspecto que lo podría confundir con Papá Noel, dispuesto a robar el lugar. Nicola arrastra a Cachete nuevamente al interior de la casa y, si ya el asunto se había complicado con su ingreso en la ecuación, todo se enreda más cuando se encuentra con Alicia, la pequeña hija de Kira y Juan, quien apenas lo ve le entrega una lista de deseos. Y allí va entonces Nicola, dispuesto a cumplir con lo que solicita Alicia, aunque eso implique poner patas para arriba la vida de todos los demás en un par de horas. En La noche mágica hay que hacer un esfuerzo considerable para dejar de lado ciertos cabos sueltos que ponen en riesgo el verosímil, empezando por el hecho de que Nicola obliga a Cachete a ponerse una máscara, pero él mismo entra a robar a cara descubierta. Y así con varias cosas más, aunque sea precisamente el comportamiento errático, imprevisible, definitivamente antojadizo de Nicola el que le da impulso a la narración: es como una especie de Hannibal Lecter más risueño, que opera con un sentido ético y moral que arrastra a todos los demás personajes. Sus acciones llevan al relato por la senda de la anarquía y un sentido del riesgo que colocan a la película en un territorio un tanto incómodo, definitivamente manipulador, pero también desatado y en unos cuantos pasajes bastante divertido. Cuando el film se concentra en su relación entre amistosa y paterno-filial con Alicia, todo fluye por el lado lúdico y hasta permite que aceptemos unas cuantas arbitrariedades del guión a partir del sostén de la comedia autoconsciente. Lamentablemente, en La noche mágica no solo están Nicola y Alicia con sus comportamientos caóticos, sino también Kira, Juan y Cachete con sus miserias y frustraciones que amenazan con estallar por los aires. Cada vez que la película se concentra en ellos -incluso dejando por completo de lado a Nicola y Alicia-, se vuelve pesada, sentenciosa, falsamente impostada, con algunos parlamentos insoportables, conductas insostenibles y carente de una reflexividad consistente. En el caso de Juan, hay un maltrato permanente por parte de la narración, una voluntad incluso llamativa por hacerlo caer bien bajo, por mostrarlo como alguien miserable, desamorado, maltratador y un largo etcétera. En sus minutos finales, La noche mágica se plantea a sí misma un dilema: el centrarse en esa especie de cuento de hadas que se desarrolla entre Nicola y Alicia; o el cuento moral -o más bien moralista- que se configura entre Nicola y el resto de los adultos. Y si bien en un momento parece decidirse por la primera alternativa, finalmente toma un giro que la coloca en la segunda senda. Y allí toma unas cuantas decisiones que rozan lo indignante, particularmente con el personaje de Juan, al que amaga con darle una chance de redención, para luego condenarlo definitivamente. Portal tenía al alcance de la mano la comedia negra, pero escoge el drama moralista, sacrifica el humor en aras del mensaje y pierde la oportunidad de concretar un debut en el cine realmente potente.
UNA AVENTURA QUE NO ARRANCA Caso raro el Paul W.S. Anderson, que ha construido una carrera ya bastante extensa en base a dos vertientes confluyentes. Por un lado, con un foco casi obsesivo en la relectura de fórmulas probadas: adaptaciones de videojuegos (Mortal Kombat, Resident evil), crossovers (Alien vs. Depredador), remakes (Carrera mortal), reversiones (Los tres mosqueteros), secuelas encubiertas (El último soldado) y hasta reciclajes genéricos (La nave de la muerte, Pompeii: la furia del volcán). Por otro, un trabajo narrativo y de puesta en escena bastante tosco, encubierto en buena medida por presupuestos de mediano o alto calibre. En el nuevo milenio, su cine es representante de una segunda selección un poco más lustrosa, aunque rara vez con verdadera alma. Dentro de ese espectro, lo de Monster hunter: la cacería comienza es bastante representativa de los alcances y límites del estilo del realizador. Aquí tenemos otra adaptación de un videojuego con un presupuesto considerable, la voluntad desde el vamos de construir una franquicia rendidora y una confianza un poco descarada en herramientas estéticas un tanto limitadas. Hasta está de vuelta en el protagónico Milla Jovovich, a quien hay que reconocerle que, sin ser una gran actriz, es alguien que supo ir construyendo una trayectoria consistente como heroína de acción, algo que no pudieron figuras con más recursos, como Jessica Chastain. Acá interpreta a la Teniente Artemis, quien durante una misión es transportada súbitamente junto a su unidad de soldados a un mundo paralelo plagado de criaturas monstruosas, en el que la supervivencia es la labor más difícil de todas. En ese universo hostil, terminará aliada con un cazador (Tony Jaa), mientras trata de encontrar la clave para retornar a nuestra realidad. A cada minuto se pueden ver en Monster hunter las intenciones en contraposición con los resultados. Hay un intento evidente de conectar con el cine de aventuras clásicos a partir de materiales actuales, pero el relato no se acerca mucho a concretarlo apropiadamente. Por caso, si Anderson procura crear una camaradería progresiva y sincera entre los protagonistas, lo cierto es que todo luce un tanto forzado, como si el cineasta tuviera en claro los objetivos pero no los medios, con chistes remarcados y gestualidades excesivas. Del mismo modo, el misterio que se intenta delinear a medida que pasan los minutos no termina de adquirir la suficiente fluidez para generar expectativa en el público. Y si bien hay un par de secuencias de acción visualmente atractivas, hay un abuso de la cámara lenta que resta suspenso y tensión. Todos estos baches se potencian cuando en la última media hora el film da un par de vueltas de tuerca, cambiando el enfoque grupal y subiendo la apuesta en los enfrentamientos fantásticos. Si hasta ese momento había una apuesta encomiable por tomarse los minutos necesarios para plantear los conflictos, en la recta final se acumulan revelaciones, giros dramáticos, batallas y varios personajes -particularmente el interpretado por Ron Perlman- que explican muchas cosas apresuradamente, sin un verdadero sostén en la aventura. A Anderson le termina importando más dejar las puertas abiertas para futuras entregas, delatando que en muchas cosas se parece demasiado a Luc Besson, ese cineasta que un momento empezó a filmar como si fuera un empresario. Y aunque Jovovich pone el cuerpo y hace todo lo posible para salvar a su marido y pareja creativa -incluso conformando un dúo creíble con Jaa-, no alcanza para anular la sensación de que todo el esquema narrativo de Monster hunter está claramente pensado en función de juntar billetes. En el medio, la aventura no llega a arrancar con la energía requerida.
UN CINE ENTRAMPADO Películas como Mamá, mamá, mamá transmiten una sensación ya recurrente: la de que buena parte del cine argentino está metido en una trampa de la que es muy difícil salir, porque en ella participan no solo los realizadores, sino también un sector importante e influyente de la crítica y el circuito festivalero nacional e internacional. Esa trampa se construye en forma de molde estético y narrativo, donde aparecen un puñado de cineastas que funcionan como marcos de referencia que conducen a los agentes involucrados por lugares cómodos, predecibles, carentes de riesgo, pero con un consenso casi absoluto que avala la circulación. Un status quo que pocos discuten y que tiene una centralidad definitivamente cristalizada, que siempre se propone como renovadora cuando está en verdad avejentada. En el caso de Mamá, mamá, mamá, ese formalismo repetitivo y tramposo se expresa a través de la historia de una niña, Cleo, que trata de lidiar con la reciente pérdida de su hermana durante un verano en el que pasa el tiempo con su familia, con sus primas siempre cerca y los adultos en segundo plano. Hay un relato de iniciación y crecimiento, donde se lidia con la pérdida, que podría ser potente desde diversos ángulos. Sin embargo, la ópera prima de Sol Berruezo Pichon-Rivière se queda en meras insinuaciones, obturada por la acumulación de códigos que sean reconocibles para el espectador indicado. De ahí que surja la cámara cercana a los cuerpos, los cuerpos recortados por el encuadre, el regodeo en la abulia, la pretensión de una “sensorialidad” bastante impostada. Todo armado con precisión para que se puedan establecer referentes claros: Lucrecia Martel y Celina Murga son algunos de los nombres que pueden venir rápidamente a la cabeza para darnos tranquilidad de que estamos ante algo conocido, que permita la reseña y conversación fácil. Pero de originalidad, nada, porque todo se trata de desplegar elementos de forma conservadora, para mantener al espectador en lugares predeterminados y cómodos, ya vistos. Film que necesita de un público que lea la sinopsis previamente, ya que no se preocupa de situarlo previamente desde lo narrativo, Mamá, mamá, mamá forma parte de una corriente del cine nacional marcada por lo repetitivo. Un cine correcto formalmente pero que no se atreve a innovar, aunque sea mínimamente, cayendo en su propia trampa y sin voluntad de liberarse.
EL VASO MEDIO VACÍO En buena medida por la pandemia del coronavirus, pero también por su propio planteo y su elenco con pocas estrellas, Empty Man: el mensajero del último día estuvo casi desde el vamos a pasar desapercibida. Pero por esas cosas del circuito de distribución y exhibición en la Argentina, que se han visto potenciadas a partir de la pandemia del coronavirus y la cuarentena, termina llegando a unos pocos cines. Eso no deja de ser una rareza interesante, por más que estemos ante un film que se estira demasiado y termina desperdiciando buena parte de sus méritos iniciales. Basada en una novela gráfica de Cullen Bunn publicada por Boom! Studios, la película de David Prior tiene unos primeros veinte minutos tan inquietantes como atractivos. Sin explayarse demasiado, hay cuatro excursionistas paseando por las montañas de Bután en 1995, un extraño accidente, sucesos cada vez más extraños y un desenlace entre tétrico e inexplicable. Luego se da un brusco salto temporal y espacial hasta el 2018, en Missouri, y el film pasa a centrarse en James Lasombra (James Badge Dale), un ex policía en estado entre aislado y depresivo tras la muerte de su esposa y su hijo, que comienza a investigar la desaparición de la hija de una amiga. Si ya el caso luce desde el principio extremadamente raro, todo eso se potencia cuando empiezan a aparecer cadáveres de compañeros de la chica desaparecida y detrás de los hechos surgen las huellas de un culto que busca convocar a una entidad sobrenatural llamada “The Empty Man” (“El Hombre Vacío”), que proviene de una dimensión paralela capaz de romper con las barreras de la realidad tal como la conocemos. Hasta entrada la primera hora, Prior parece tener en perfecto control lo que está narrando, a tal punto que se permite manejar los tiempos de forma pausada sin resignar tensión. Hay de hecho un par de secuencias donde el suspenso se expresa de forma sólida a través de la mirada, el sonido y algunas sombras, y un largo pasaje en una especie de campamento abandonado en la que conviven climas alucinatorios y desestabilizadores. A eso hay que sumarle una breve aparición del siempre efectivo Stephen Root como una especie de gurú que brinda una críptica explicación seudo filosófica que podría ser sumamente irritante si no fuera que logra potenciar la sensación de falta de certezas. Es que precisamente ahí está el fuerte de Empty Man: el mensajero del último día en su primera mitad: las explicaciones que suman interrogantes en vez de suprimirlos, a lo que se suma esa fascinación que suelen generar los cultos con metas poco claras. Sin embargo, ya en su segunda parte, el film debe resolver los enigmas planteados y lo hace de la peor manera: aplicando vueltas de tuerca que se ven venir a la distancia, redundando en explicaciones y acumulando algunas escenas filmadas y montadas bastante perezosamente. Así desperdicia gran parte de los méritos acumulados previamente, ya que despoja a su estructura narrativa y su puesta en escena de toda sofisticación, llevando incluso. Incluso da la sensación de que Prior se hubiera ido a su casa en la mitad del rodaje o cuando todavía estaban en pleno proceso del montaje. De ahí que los minutos finales de Empty Man: el mensajero del último día, previsibles y un poco torpes en su pretendida astucia, pesen más que los atractivos minutos previos. En el balance general, se impone la sensación del vaso medio vacío por sobre la del vaso medio lleno, en un conjunto indudablemente desparejo.