DEMASIADA DISTANCIA Antes de que arranque su historia, Desterro presenta un cartel con un texto cuando menos llamativo: allí se agradecen las políticas culturales llevadas a cabo en Brasil entre el 2003 y el 2016, y se asevera que la película pudo concretarse gracias a ellas. El texto llama la atención no solo por las circunstancias particulares del film (que es en verdad una coproducción brasileño-argentina, estrenada recién en el 2020), sino también por el tono: es casi un exabrupto ideológico, que nos hace pensar que la realizadora va a poner en primera instancia el contenido/mensaje antes que las formas. Sin embargo, los problemas de la película de María Clara Escobar van por otro lado. El relato -y su conflicto- se van construyendo de forma fragmentaria, centrándose en la rutina de una familia donde los rituales se repiten, todo parece calmo y, al mismo tiempo, se perciben tensiones no procesadas del todo. Hasta que todo estalla, pero de forma particular y elusiva: Laura, la madre y esposa, emprende un viaje sin retorno y desaparece sin dejar rastro ni explicaciones que justifiquen sus acciones. Si ya el desconcierto en la familia era grande, se potencia cuando a Israel, el marido, le llegan noticias de que Laura ha fallecido y que su cuerpo fue hallado en la Argentina. A partir de ahí, emprende un viaje donde intentará averiguar qué sucedió, mientras lidia con el dolor por la pérdida. Si la falta de respuestas domina la trama de Desterro, la puesta en escena de Escobar potencia esto desde su puesta en escena, pero de forma negativa: la fragmentación y el distanciamiento, más el tono monocorde de las actuaciones, llevan a que todo sea cada vez más críptico, quebrando toda posible empatía. El film parece más preocupado por diseñar una estética muy propia del cine festivalero que por generar los mecanismos apropiados para que el espectador pueda conectar con los conflictos. Se puede intuir que Escobar procura explorar las insatisfacciones de la clase media burguesa brasileña y el malestar que muchas veces ronda las estructuras familiares aparentemente consolidadas. Lo mismo puede decirse de la necesidad insatisfecha de respuestas frente a las ausencias temporarias o definitivas. Pero son apenas lecturas superficiales que pueden extraerse con un análisis casi clínico, no por las atmósferas o las decisiones de los protagonistas. De ahí que Desterro sea un film que es pura cáscara estética y narrativa, aunque tenga muy poco para ofrecer en cuanto agota sus herramientas técnicas. Si las remarcaciones ideológicas amenazaban con ser el problema central, lo que se termina imponiendo como obstáculo -realmente insalvable- es la frialdad que invade su relato.
LUCHA DE ÉPOCAS Hay algo que hermana a Retrato de una mujer en llamas con El último duelo, por más que los tonos que manejen sean bastante distintos entre sí: son películas que abordan hechos ocurridos hace cientos de años, pero en los que se termina imponiendo una mirada muy anclada en la contemporaneidad. Una mirada que, además, viene con una tesis previa a la que busca confirmar a toda costa, incluso yendo en contra de lo que necesitan los personajes. En el caso del film de Céline Sciamma (que acumuló una gran cantidad de galardones y varias nominaciones a los Premios César), el relato está situado en la Francia de 1770, cuando todavía no había arribado la ola revolucionaria pero ya empezaban ciertos signos de ebullición. Sigue a una pintora llamada Marianne (Noémie Merlant), a quien una condesa le encarga realizar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento. El trabajo que tiene Marianne es difícil: Héloïse tiene serias dudas respecto a casarse y no quiso mostrarle su rostro al primer pintor que tuvo a cargo su retrato. De ahí que Marianne deba pretender ser una simple dama de compañía, para así poder retratarla sin su conocimiento. Pero todo se complicará aún más cuando ambas empiecen a desarrollar una atracción mutua, hasta iniciar un romance totalmente prohibido. En Retrato de una mujer en llamas hay una tensión constante en la puesta en escena, manifestada en el choque entre lo expresado por la corporalidad -principalmente desde las miradas y los gestos- y ciertos diálogos puntuales que caen en unas cuantas remarcaciones. Si la primera vía expone los silencios, miedos y prejuicios, pero también los deseos latentes de esa Francia pre-revolucionaria, la segunda encarna claramente esa tesis que surge desde una actualidad que suele caer en la tentación de juzgar desde un pedestal y que le habla a un público con el cual puede conectarse rápidamente. Esos dilemas formales y narrativos aparecen incluso en una misma secuencia: por ejemplo, durante la primera vez que Marianne debe acompañar a Héloïse, quien de repente empieza a correr hasta llegar al borde un precipicio. Después de detenerse justo a tiempo, Héloïse dice “nunca había intentado eso”. Marianne le pregunta “¿morir?” y Héloïse contesta “no, correr”. Si esa corrida repentina y algo angustiante de Héloïse dejaba claro su nivel de incertidumbre y angustia, la directora y guionista da un giro más -innecesario, por cierto- para que no haya lugar a otro tipo de interpretaciones, resignando bastante sutileza en el camino. Esas contradicciones incluso resultan contraproducentes para algunas decisiones inteligentes de Sciamma, como la de contar casi toda la historia sin la presencia de hombres o desplegar apenas un puñado de personajes para delinear el conflicto, que quedan sometidas a un entramado donde pesa más el gesto ideológico que los desafíos que afrontan las protagonistas. La cumbre de esas idas y vueltas en el contrato que el film establece con el espectador se puede ver en una secuencia que gira alrededor de un aborto, donde la realizadora cae en una serie de manipulaciones que rozan lo canallesco. Allí, los personajes se convierten en meros títeres de un discurso seudo feminista que incluso parece pasar por alto las implicancias éticas y morales de la corporalidad. Por suerte, en sus minutos finales, Retrato de una mujer en llamas recupera la memoria y encauza su relato entre romántico y trágico, centrándose con mayor fuerza en Marianne y Héloïse, dos personajes plagados de matices en sus desafíos, temores y voluntades. Es allí donde Sciamma vuelve a mostrar altas dosis de inteligencia, pero también de sensibilidad, para arribar a un cierre ciertamente potente, que hace olvidar buena parte de las miserias previas. Sin embargo, en el balance general, no logra resolver ese choque de épocas que afectan no solo la estructura narrativa, sino incluso las decisiones morales del film.
EL SINUOSO CAMINO DE LO PARTICULAR A LO GENERAL Si Halloween era, además de una secuela del original de 1978, una relectura que se preguntaba cómo hacer un slasher en el presente, indagando en las repercusiones del pasado en las conductas actuales, Halloween kills lleva esa operación discursiva hasta el extremo. En cierto modo, hace algo parecido a Scream 2: riza el rizo, redobla la apuesta, expande su mundo y pasa de las consecuencias particulares a las generales, aunque sus resultados no son del todo redondos. Esta continuación arranca inmediatamente después de su predecesora, luego de que Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), su hija Karen (Judy Greer) y su nieta Allyson (Andi Matichak) dejaran a Michael Myers encerrado en el sótano de la casa en llamas de la primera. Sin embargo, Michael consigue liberarse de la trampa, escapar y retomar su habitual accionar homicida, justo cuando Laurie es incapaz de oponérsele, ya que está recuperándose de sus heridas en el hospital. En cambio, los que deciden defenderse y enfrentarse a Michael son los habitantes de Haddonfield, desde los más viejos hasta los más jóvenes. Es por eso que decidirán hacer justicia por mano propia y formar distintas patrullas ciudadanas, con desenlaces de todo tipo. Si la figura de Curtis, con toda su iconicidad a cuestas, era el puente que utilizaba el film del 2018 para entablar un diálogo estético con la materialidad del clásico de 1978, en Halloween kills ese intercambio se extiende a la estructura narrativa, con otros puntos de vista ejerciendo sus propias lecturas. No solo otras víctimas de Michael Myers, acechadas por esa sombra siniestra que les dejó un trauma imborrable, sino también el propio Myers, con todos los enigmas que lo rodean a cuestas: sus orígenes homicidas, las motivaciones que lo impulsan, su malignidad inagotable, incluso -y quizás principalmente- su resistencia casi mítica. De hecho, la puesta en escena del director y coguionista David Gordon Green se interroga de forma constante sobre la persistencia del mito del Mal -así, con mayúsculas- y su poder a nivel íntimo, pero, fundamentalmente, social. A medida que pasan los minutos, Halloween kills va dejando cada vez más explícita su condición de meta película, de parodia reflexiva sobre el subgénero que es el slasher y sobre la propia saga de Halloween. Ese ejercicio metalingüístico y discursivo que plantea el film, con toda su carga psicológica y sociológica -hasta podría decirse que psicosocial, por cómo aúna conceptos- es tan ambicioso como desparejo. Halloween kills despliega un abanico de personajes y subtramas que no llegan a consolidarse del todo, exhibe unos cuantos baches narrativos y cae en una solemnidad un tanto excesiva en función de plantear su tesis. Sí tiene a su favor un ritmo vigoroso, que casi nunca decae, además de un puñado de secuencias donde Green muestra su talento para crear tensión y exprimir al máximo la brutalidad innata que aflora en la figura de Myers, quizás uno de los mejores villanos que ha dado el cine de los últimos cincuenta años. Esas virtudes son suficientes para arribar a un cierre discutible, pero, al fin y al cabo, interesante en su perspectiva, que deja las puertas abiertas para la tercera y última entrega (que se llamará, oportunamente, Halloween ends), pero que también es una clausura en sí misma, una conclusión sobre el rol de ese propagador del miedo interno y de la histeria colectiva que es Myers. Ese papel no es solo hacia adentro de la trama, sino hacia afuera, en dirección a un conjunto de espectadores que, generación tras generación, han establecido un vínculo de retroalimentación con un entramado ficcional tan fascinante como inquietante. Halloween kills le habla explícitamente a ese público y plantea varias ideas atractivas para repensar y revigorizar la saga, aunque solo de a ratos las lleva a su concreción con la solidez adecuada.
DIVERTIDA CORRECCIÓN Si Venom era una película que no aprendía de los errores de adaptaciones cinematográficas como Daredevil y que nunca encontraba un tono que la definiera, con lo que era una mescolanza indigesta de solemnidad e ironía impostadas, más algo de comedia involuntaria, su secuela tiene las cosas mucho más claras casi desde el comienzo. Venom: Carnage liberado se asume rápidamente como un disparate y en base a eso apuesta a ser una comedia bastante desatada y efectiva, lo que representa una enorme ganancia. Quizás la clave haya pasado por darle un lugar más concreto y a la vez libre a Tom Hardy, que participó de la escritura de la historia. O también de la elección en la dirección de Andy Serkis, alguien que ha sabido trabajar múltiples registros actorales y que ya había mostrado algunas ideas de puesta en escena atractivas en Mowgli: relatos del libro de la selva y Una razón para vivir. La cuestión es que Venom: Carnage liberado es, valga la redundancia, una película mucho más libre y descontracturada, que entiende que lo que podía enriquecerla y diferenciarla estaba en esos contados pasajes de humor inconsciente que tenía la primera parte. Por eso la premisa es apenas una excusa para zambullirse en el delirio: Eddie Brock (Hardy) sigue luchando por adaptarse a su nueva vida como huésped del alienígena simbiótico Venom y encuentra una chance de revitalizar su carrera periodística al entrevistar al asesino serial Cletus Kasady (Woody Harrelson), que está encerrado en una cárcel. Claro que, por una serie de circunstancias un tanto azarosas, Kasady se convierte en el anfitrión de Carnage, otro letal alienígena simbiótico y escapa de prisión, con lo que todo queda servido para un enfrentamiento a gran escala. En verdad, Venom: Carnage liberado es una historia de amor por partida doble, dos dúos de personajes buscando amoldarse entre sí y vidas en pareja, aunque casi todo esté en contra. Por un lado, Brock y Venom, obligados a convivir en un mismo cuerpo, en conflicto constante, pero también armando una amistad a las piñas, con pasos de comedia física a cada minuto. Por otro, Kasady y su vínculo romántico con Frances Barrison, el amor de su vida, una mujer que también tiene sus propios poderes convertidos en maldición, que contribuyen a un lazo que fusiona lo alocado con lo operístico y trágico. Ambas subtramas colisionan y se retroalimentan, siempre con tonos exacerbados, ya que el film descarta toda chance de solemnidad o reflexividad impostada, preocupándose mucho más por divertir y divertirse. Por más que sea una secuela que es un eslabón más de una franquicia en construcción -y que hasta dialoga con una propiedad ya plenamente consolidada como es la de SpiderMan-, Venom: Carnage liberado tiene un pequeño cuento para narrar y es consistente con eso. En apenas algo más de una hora y media, sin muchas vueltas, delinea su relato de crisis de la pareja protagónica, surgimiento de un antagonista y choque final con consecuencias visibles y concretas. Lo hace con decisión, precisión y energía, sobreponiéndose incluso a altibajos en algunas resoluciones y giros del guión. Esa vitalidad hasta permite que Hardy se redima de su pésima performance de la primera parte, para entregar aquí una actuación que arroja una nueva luz sobre sus dotes actorales. A eso hay que sumarle los aportes de Harrelson y Harris, que están divertidísimos. Venom: Carnage liberado es una agradable sorpresa y una feliz corrección a los garrafales errores de su predecesora.
SIN SALIDA A FLOTE Perdón por el lugar común del título, pero Amenaza bajo el agua lo habilita, porque es un compendio de lugares comunes que dura algo más de hora y media. Y que, encima, nos hace preguntarnos no solo cómo es que esta producción australiana llegó a estrenarse en la Argentina, sino incluso cómo es que llegó a realizarse en primera instancia. Es que esta muy tardía secuela de un film del 2007 es de esa clase de films que nadie pidió, aunque es cierto que tampoco es tan ofensiva. Si la primera parte proponía un relato bastante mínimo, con apenas tres personajes centrales, esta nueva entrega no expande mucho la premisa. Tenemos entonces a cinco amigos que se van de vacaciones y emprenden lo que se iba a suponer una entretenida aventura, consistente en explorar un sistema de cuevas en el norte australiano. Sin embargo, pronto se pierden, quedan atrapados en ese espacio subterráneo y amenazados por un peligroso cocodrilo. A partir de ahí, se hilvana un relato de supervivencia que no escatima en desplegar tensiones entre las personalidades de los protagonistas, que a medida que pasa el tiempo van sacando varios trapitos sucios al sol. Es cierto que Amenaza bajo el agua podía haber tomado las lecciones de películas disparatadas y divertidas como El cocodrilo o Alerta en lo profundo, pero también que su apuesta al drama, más en la senda de El descenso, también era válida. El problema es que, a diferencia de aquel film de Neil Marshall, no hay un desarrollo potente de la conflictividad para que vaya a la par de los obstáculos que se enfrentan. Eso lleva a que ninguno de los personajes sea particularmente atractivo y, por ende, que sus supervivencias sean relevantes dentro de lo que propone el relato. Al mismo tiempo, a la puesta en escena del director Andrew Traucki se le acaba rápidamente la inventiva, quedando condenada a un estatismo que deriva en un obvio aburrimiento. A pesar de ser una película relativamente corta en su duración, Amenaza bajo el agua termina pareciendo bastante larga, en buena medida por una trama que parecía dar más para un mediometraje que para un largo. Con apenas algunos pasajes rescatables -donde Traucki utiliza con cierta habilidad el contraste entre luz y oscuridad- y un puñado de ideas repetidas demasiadas veces, es un film que desde su mismo arranque luce avejentado y limitado. Y aunque no cae en manipulaciones argumentales innecesarias y se asume sin muchas vueltas como un producto Clase B, no posee la suficiente autoconsciencia como para salir de lo previsible y generar un suspenso mínimamente consistente. De ahí que sea un producto totalmente olvidable e innecesario.
LOS DEMONIOS INTERNOS Beth (Rebecca Hall) acaba de quedar viuda: su marido, Owen (Evan Jonigkeit) decidió una noche subirse a un pequeño bote que tenían cerca de la casa y dispararse en la cabeza. Beth está en shock: ni ella ni nadie parecían intuir nada que pudiera indicar esa decisión y ella ni siquiera sabía que él tenía esa pistola. Pero ese impacto demoledor, que la chocó como un tren a toda velocidad, muy pronto se redobla, ni bien empieza a pasar las noches en soledad en su casa, ya que comienzan a darse situaciones cada vez más extrañas e inquietantes. Cosas que la hacen pensar que no está tan sola en ese hogar y que se relacionan no solo con el pasado de su esposo, sino también con su propio pasado. Uno que creía haber olvidado y que vuelve a hacerse presente. Como buena película de terror psicológico, La casa oscura es en el fondo un drama y los sustos son una expresión de una conflictividad no resuelta, acechante, de miedos que no se han resuelto y que a lo sumo estaban en un segundo plano. El temor está en lo que no se sabe, pero también en la contradicción entre lo que se quiere saber y a la vez, porque se intuye que la respuesta puede ser terrible. La verdad es lo que atemoriza, los secretos, el pasado enterrado o aguardando a desenterrarse, tanto física como mentalmente. Si en El legado del Diablo el horror se hacía cercano a través de lo familiar e incluso lo genético en combinación con lo demoníaco; en La casa oscura el acercamiento a partir de la pareja, de ese compañero al que, a pesar de la añoranza, a la protagonista se le hace progresivamente cada vez más desconocido, a la par que abre interrogantes sobre ella misma y su propia historia. A medida que pasan los minutos, La casa oscura se va convirtiendo en una metáfora sobre el dolor de la pérdida, la dificultad para hacer el duelo correspondiente y la depresión no tanto como situación coyuntural, sino como una enfermedad incontrolable e incurable, que incluso puede conducir a la locura. Eso le permite al film pararse en un lugar que propone un más allá desesperanzado, un vacío abismal, casi lovecraftiano, donde la espiritualidad cobra matices que rozan lo macabro. El director David Bruckner construye este entramado con una gran solvencia, aprovechando al máximo lo espacial, el sonido, las luces y sombras para crear atmósferas oníricas profundamente desestabilizadoras. Hay, de hecho, un puñado de secuencias construidas alrededor del tema Calvary Cross, de Richard Thompson, que ponen los pelos de punta y alteran los nervios, transmitiendo una angustia difícil de igualar. Claro que la puesta en escena cuenta con una gran aliada en Hall, quizás una de las actrices más subvaloradas de los últimos tiempos. Su protagónico aquí es un tour de force emocional, con un personaje que atraviesa casi todos los estados posibles, a tal punto que no puede confiar ni en ella misma. La solidez de su interpretación hasta le permite manejar un humor negro muy particular, donde su Beth ataca y a la vez se defiende de quienes la rodean. Y si su personaje está lejos de ser alguien perfecto y puro, sí se puede intuir y empatizar con su confusión, su dolor y sus temores. Como el relato, Beth/Hall despliega una dualidad constante, que va de la mano con lo que explicita el título de la película. Es cierto que en los últimos minutos La casa oscura cae un poco en su nivel, de la mano de una resolución que quizás vuelca demasiadas explicaciones y un cierre que posee algunas vetas excesivamente tranquilizadoras. Pero, al mismo tiempo, ese final, donde se consolida la veta dramática de la película, posee un último plano tan ambiguo como perturbador. Es que, al fin y al cabo, hay demonios internos que solo pueden aquietarse, aunque siguen ahí, acechando.
SUB-EASTWOOD Viendo Venganza implacable -horrible traducción para el original Honest thief-, en varios pasajes no podía evitar recordar a films de Clint Eastwood como La mula, Gran Torino, Crimen verdadero y especialmente Deuda de sangre. Todos relatos donde lo policial tiene un peso significativo y donde la vejez y/o el retiro están siempre sobrevolando. Sin embargo, la película de Mark Williams es una versión algo devaluada, un intento interesante pero bastante fallido de conectar con las atmósferas de ese cine y que necesita en demasía de la presencia carismática de Liam Neeson. Es que es Neeson el motor principal -por no decir el único- de un film donde el actor pareciera emprender un camino parecido al que Eastwood inició en los noventa: el de utilizar las plataformas genéricas para reflexionar sobre lo que podríamos denominar como “el reposo del guerrero”. En este caso, con la historia de Tom Dolan, un notorio ladrón de bancos que, luego de conocer a Annie (Kate Walsh), que parece ser la mujer de su vida, decide comportarse de manera honesta y entregarse al FBI, solo solicitando a cambio una sentencia reducida. Sin embargo, es traicionado por dos agentes corruptos, con lo que pronto se encuentra inculpado por un homicidio que no cometió y huyendo mientras intenta proteger a su amada. Si Neeson interpreta con solvencia a un profesional que quiere hacerse cargo de lo que fue e hizo para emprender un nuevo camino, pero al que las circunstancias lo obligan a recurrir a sus antiguas habilidades, el ensamblaje narrativo que lo rodea se revela como bastante frágil. Esos problemas ya pueden apreciarse en ese interés amoroso que es Annie, un personaje con rasgos simpáticos pero también demasiado ingenua -hay algunas decisiones que toma que son hasta risibles- y sin la suficiente carnadura para hacer creíble la subtrama romántica, que es el verdadero núcleo central del relato. Y se potencian con los antagonistas, especialmente el principal, ese agente sin escrúpulos interpretado por un Jai Courtney que poco puede hacer para sacarlo de lo esquemático y otorgarle rasgos verdaderamente temibles y que puedan rivalizar con la presencia de Neeson. Apenas si se puede rescatar al noble agente que compone Jeffrey Donovan, que va a todos lados acompañado por el perro de su ex esposa -un chiste repetido pero que funciona- y que, pase lo que pase, siempre se comporta de manera recta. De Venganza implacable se puede rescatar que sabe que tiene una premisa acotada entre manos y su voluntad por contar su pequeña historia sin grandes estridencias. La acción es puntual, solo la justa y necesaria, y no se permite caer en pirotecnias exageradas, lo cual se agradece en tiempos donde muchos realizadores creen que la acción consiste solo en hacer explotar todo. Lo mismo se puede decir respecto a un ritmo pausado y un tono algo melancólico que son bastante inusuales dentro del espectro de la producción actual. Pero no hay mucho más que eso, como si Williams hubiera entendido solo la superficie del cine de Eastwood, pero no su verdadera esencia, donde es central el diseño de los personajes, marcados por el profesionalismo, la lealtad y la coherencia, además de la fe en los códigos que manejan. Y si bien Neeson parece el candidato adecuado para heredar las gestualidades y conductas del cine de Eastwood, en Venganza implacable no tiene al realizador indicado para conducirlo hacia un retiro con gloria.
ÉRASE UNA VEZ EN MÉXICO Esto es pura especulación, porque solo él puede confirmarlo, pero por lo menos desde Gran Torino que Clint Eastwood parece estar despidiéndose, haciéndonos saber que en cualquier momento se muere. Es que claro, el tipo ya tiene 91 años. Pero, a pesar de eso, posee la suficiente lucidez no solo para ensayar despedidas, sino también para reflexionar sobre la inminencia de la partida y las preguntas que todo eso acarrea. Si en películas como El caso Richard Jewell, Sully: hazaña en el Hudson y Francotirador hay una perspectiva más macro, que se interroga sobre los lazos entre los individuos y la sociedad norteamericana, sin por eso eludir lo personal; podría decirse que Gran Torino, La mula y ahora Cry Macho conforman una trilogía definitivamente íntima, donde el concepto de vejez está muy presente y en la que el propio Eastwood pone el cuerpo desde los protagónicos. En los tres films hay una búsqueda de redención y paz interior, pero por distintas vías y tonalidades. En Gran Torino había algo sacrificial, muy cercano al western fordiano, mientras que en La mula se daba una aceptación de las miserias propios, de reparación parcial a través de normas morales y familiares. Pero Cry Macho introduce un factor distintivo, que es la chance de hallar la reconstrucción completa y, con ella, la felicidad. El trampolín para esa segunda oportunidad se le presenta a Mike Milo, una ex estrella del rodeo y criador de caballos, quien acepta un trabajo para ir hasta México, rescatar al hijo de su antiguo patrón y llevarlo a Estados Unidos, lejos de su madre alcohólica y abusadora. Hay una deuda de gratitud que Milo no puede eludir, ya que ese jefe también fue un amigo que estuvo para él en sus peores momentos, cuando perdió a su familia y su carrera descarriló junto con su vida personal. Sin embargo, la travesía no resultará simple, ya que Milo y el joven deberán esconderse de la policía y un grupo de criminales en un pequeño pueblo, donde encontrarán una especie de hogar inesperado. No hay por qué negar que Cry Macho es una película claramente imperfecta, a la cual le cuesta arrancar y encontrar el tono apropiado. Hasta que Mike encuentra a Rafo, ese joven marginal que odia a su madre y duda sobre ir con su padre, a quien apenas conoce, y ambos arriban a ese pueblo en el medio de la nada, el relato se muestra algo errático y con algunos diálogos forzados. Eso incluso afecta la actuación de Eduardo Minett como Rafo, con pasajes un tanto sobreactuados. Sin embargo, cuando los protagonistas -en parte por una arbitrariedad del guión- deciden esperar en ese pueblo a que todo se calme, es que Eastwood encuentra lo que realmente quiere narrar. En ese tramo, que termina abarcando la mayor parte del metraje, que funciona como una especie de reversión de Testigo en peligro, el film fluye con una placidez asombrosa. Ese medio tono que utiliza Eastwood con gran sabiduría y conocimiento alimenta un relato donde el drama se enlaza con momentos puntuales de comedia, romance e instancias de aprendizaje. Pero también le permite al realizador volver a mostrar sus inmensas cualidades como actor: hay, por ejemplo, una escena en una capilla, en la que Mike le cuenta parte de su pasado a Rafo, donde logra conmover hasta las lágrimas solo con la voz. Es que, cuando está en plena forma, como aquí, todo en el cine de Eastwood es economía de recursos, un despliegue notable de significados con solo un par de gestos formales. De ahí que, en base a contadas líneas, miradas y gestualidades, Eastwood nos confirme -una vez más- que es uno de los cineastas que mejor entiende a las mujeres, pero no porque sea un feminista explícito, sino porque es capaz de captar que la feminidad se expresa desde las relaciones humanas, desde la convivencia con el otro y no desde la discursividad. Cry Macho es una película donde las mujeres hacen lo que quieren, que les demandan a los hombres o que les dan no lo que desean, sino lo que necesitan. Y es también un cuento mínimo, pero perfectamente estructurado, de descubrimiento de otra cultura, de hallazgo de lo propio en lo que a primera vista podría parecer ajeno. Hay una escena genial de Cry Macho donde Milo dice, casi disculpándose, “no puedo curar lo viejo”. La frase está referida a un perro enfermo, pero aplica también a Milo y al propio Eastwood. Clint está viejo, no hay cura para eso y quizás se nos vaya en cualquier momento, pero, así como Milo puede recuperar algo de la felicidad perdida, Eastwood todavía está en condiciones de darnos unos momentos más de alegría cinematográfica. Cry Macho es precisamente eso: un par de horas de dulce belleza, de sutil felicidad, que nos renueva la esperanza de que hay un mundo mejor ahí afuera, incluso cuando menos lo esperamos.
JAMES «FRANKENSTEIN» WAN Y SU CRIATURA SIN VIDA A caballo de éxitos como El conjuro y Aquaman, James Wan pudo darse el lujo de hacer un film que, a pesar de contar con un presupuesto pequeño, es casi enciclopédico en sus ambiciones. El gran problema de Maligno es que termina siendo un objeto repleto de información, pero inanimado, un cuerpo cinematográfico que nunca llega a cobrar vida propia, al que su creador procura darle aire y movimiento en base a golpes de efecto que no llegan a tener el impacto y los resultados esperados. La criatura -por decirlo de algún modo- que piensa Wan (junto a la guionista Akela Cooper) es una donde el relato se centra en Madison (Annabelle Wallis), una mujer que, a partir de una particular serie de circunstancias, comienza a tener visiones de asesinatos espeluznantes. Progresivamente, se va dando cuenta que lo que le pasa no son sueños o alucinaciones, sino eventos reales y que incluso tienen conexiones con su pasado. Esa premisa, que tiene un potencial más que interesante, le sirve al realizador como trampolín para desplegar todo un conjunto de referencias genéricas, estéticas, narrativas y hasta sociales. En Maligno hay guiños, homenajes y citas al giallo italiano, el slasher, el body-horror, los thrillers de asesino seriales y la comedia negra, entre otras vertientes, además de comentarios en relación con el pasado histórico de esa compleja urbe que es Seattle. Como el Doctor Frankenstein, Wan toma partes desde múltiples orígenes para armar una entidad con oxígeno propio. El problema es que ese cuerpo llamado Maligno nunca llega a respirar por sí mismo, es más un rejunte de ideas astutas que un todo consistente, un ejercicio paródico y canchero, pero en el fondo, vacío. Y que, además, se pretende disruptivo a partir de su estructura de caja de sorpresas, aunque en el fondo no deja de ser extremadamente predecible. Es que, en verdad, se le notan demasiado los hilos, su diseño para apuntar a un espectador que gusta de los subrayados cuando puede tomar distancia del relato y observarlo con tranquila seguridad. De hecho, por más que aparente ser el film más arriesgado y libre de Wan, a partir de cómo confía en un público que posiblemente no vio buena parte de la tradición cinematográfica sobre la que se planta, es en verdad el más complaciente. Por ahí no está hecho para interpelar a las audiencias masivas, pero sí al núcleo fanático del género y a la crítica especializada. Sí hay que reconocer que Wan filma muy bien, que demuestra que con el paso del tiempo ha depurado y afinado un estilo que le permite exhibir un gran dominio de la puesta en escena. Eso se ve particularmente en una secuencia de matanza y escape notable, donde todo se entiende a partir de una cámara que sigue con precisión todos los movimientos de los personajes. Pero, quizás no tan casualmente, es también el pasaje más libre y auténtico de la película, aún a pesar del giro pretendidamente astuto que conlleva -y que es más predecible de lo que busca ser-, porque el estilo se pone al servicio de la narración y no al revés. Antes y después, hay un relato que acumula lugares comunes para procurar reconfigurarlos, pero esa operación es más clínica que cinematográfica. Si bien Wan ya había hilvanado reformulaciones de otras expresiones del terror (por caso, El conjuro supo actualizar parámetros del subgénero de posesiones de los setenta), acá se deja llevar por los artificios y la mecanización. Por eso Maligno, a pesar de unos pocos momentos realmente divertidos y disparatados, es una entidad que no respira por sí misma.
LA ACEPTABLE MEDIANÍA MARVEL A esta altura, el corpus (también televisivo, pero particularmente cinematográfico) es tan extenso y está tan consolidado, que incluso permite que las nuevas obras aprenden y toman lecciones de sus predecesoras. Es como si hubiera una especie de “Manual Marvel”, que no solo indicara procedimientos, sino también posibles contingencias y hasta roles para cumplir para cada película o serie. Dentro de ese panorama, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos cumple una función de presentación e introducción, pero también de descanso. Es que, luego de las múltiples novedades narrativas ofrecidas por las series WandaVision, Falcon y el Soldado del Invierno y Loki, y de esa especie de precuela obligada -y algo fallida- que fue Black Widow, el film de Destin Daniel Cretton es como una vuelta a lo seguro y conocido. Y eso que estamos ante una película que no solo debe presentar a un nuevo superhéroe, sino también un pequeño universo propio y, encima, cumplir con los mandatos de representatividad que indican los dogmáticos parámetros de la corrección política dominante. Pero Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos aprende de, por ejemplo, Capitana Marvel, a no bajar línea de forma muy explícita y, en cambio, incorporar todo el componente asiático a través de las materialidades utilizadas por la narración. En este caso, con la historia de Shaun/Shang (Simu Liu), un joven que vive una existencia sin mucho futuro en San Francisco, hasta que su pasado lo alcanza y lo obliga a retornar a Asia, donde termina enfrentado con su padre (Tony Leung), un hombre casi inmortal que conduce una misteriosa y poderosa organización llamada Los Diez Anillos. El propio Leung, junto a Michelle Yeoh (que tiene otro rol decisivo), desde sus portes de estrellas internacionales, son vehículos a un imaginario oriental -o sobre lo que supuestamente encarna Oriente- que abarca films de fantasía y artes marciales, como Héroe, El arte de la guerra y El tigre y el dragón, pero también relatos policiales como Infernal affairs. De todos ellos se alimenta la puesta en escena de Cretton para ir construyendo un marco propio. Lo cierto es que Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos va de menor a mayor, a medida que va dando carnadura a los protagonistas y progresando con los conflictos que plantea. Si el ser un film que apenas si tiene algunos lazos concretos con el Universo Cinemático de Marvel le juega a favor para avanzar con bastante autonomía; también necesita de ese espectador marveliano que le perdone unas cuantas arbitrariedades y cabos sueltos en su argumento. Recién en su segunda mitad consigue fusionar apropiadamente la combinación de drama familiar, donde la figura paterna encarnada por Leung juega un rol decisivo; con la comedia cimentada en lo referencial en la que el personaje de Awkwafina es el que tiene mayor peso. Y si bien despliega unas cuantas ideas visuales más que interesantes, también le falta mayor inteligencia y sensibilidad para otorgarle una dimensión más concreta y palpable al recorrido de su protagonista. Eso sí, a lo largo de todo su recorrido, Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos exhibe una consciencia precisa del tamaño y alcance de sus ambiciones y posibilidades. Por eso no pretende bajar mensajes altisonantes sobre la diversidad, la inclusión o las implicancias éticas y morales del heroísmo, por más que a la vez posea unos cuantos pasajes donde los personajes reflexionan sobre sus propias historias y dilemas. A Cretton le alcanza con delinear un cuento ya conocido sobre un héroe un poco a su pesar, que al confrontar con sus orígenes y formación termina encontrando su destino e identidad. De ahí que Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos sea una película tan efímera como aceptable, que incluso es bienvenida en la actualidad de una franquicia que todavía amenaza con ponerse demasiado solemne.