LAS HUELLAS DE PETER PAUL WEINSCHENK Aunque su nombre no es demasiado tenido en cuenta a la hora de indagar en momentos fundamentales del cine argentino, el director de fotografía Pablo Tabernero fue una figura sumamente relevante y no solo por sus espléndidos trabajos en películas como Nace un amor, Prisioneros de la tierra o Vidalita. Lo es también por cómo representa a una corriente artística que demuestra que buena parte de la identidad cultural de nuestro país se construyó a partir de la mirada extranjera. Ahí resida quizás buena parte del mérito de Buscando a Tabernero, en cómo lo rescata del olvido y lo pone a consideración de muchos espectadores que podrían haberlo pasado por alto. En verdad, lo del documental de Eduardo Montes-Bradley no es tanto una búsqueda como una exposición de las huellas dejadas por Tabernero (cuyo verdadero nombre era Peter Paul Weinschenk) en su más que tumultuoso camino personal y laboral. Nacido en Berlín y formado como fotógrafo de cine durante los tiempos de la República de Weimar, se vio forzado a huir de su país en 1933 cuando el ascenso del nazismo parecía imparable. Se refugió primero en España, donde trabajó en la fotografía de varias producciones del naciente cine sonoro e integró un equipo de rodaje que registró parte de la Guerra Civil. Y en 1937 llegó a la Argentina, donde le tocó lidiar con los vaivenes del golpe militar de 1943, el peronismo y la Revolución Libertadora, entre otros eventos. Su historia está marcada por la Historia en mayúsculas, pero también por su enorme capacidad artística, que lo convirtió en un referente y formador de una generación entera de iluminadores. Con todo ese material narrativo a disposición, el film termina eligiendo una perspectiva más didáctica que detectivesca -aunque tenga pasajes de ese componente- y no está mal esa elección. Hay que reconocerle a Montes-Bradley el cariño y hasta la devoción por el personaje de Tabernero, que se notan en cada minuto de la película. Y es que posiblemente encuentra en su figura una forma de rendirle homenaje a una etapa del cine argentino que posiblemente sea irrepetible. A partir de las imágenes exhibidas, podemos notar en la labor de Tabernero, pero también en las estructuras narrativas y estéticas de los films de los que formó parte, un atrevimiento y voluntad de experimentación que a la distancia son asombrosas. Al mismo tiempo, en las idas y vueltas temporales, sustentadas en buena medida en entrevistas a personas tan disímiles como Henry Weinschenk, Ricardo Aronovich, Fernando Martín Peña y Diego Trerotola, se intuye una voluntad por explorar cómo la época moldeó al sujeto y su talento. Es cierto que, en su afán explicativo, Montes-Bradley por momentos cae en una redundancia discursiva que afecta el relato, agregando conclusiones innecesarias y sentenciosas. A eso hay que sumarle algunas desprolijidades en el registro, como en la secuencia de la entrevista a Trerotola, que parece hecha a las apuradas y sin mucho criterio. Pero compensa esto presentando algunas decisiones bastante sabias, por ejemplo, cuando debe contar la imposibilidad de entrevistar a José Martínez Suárez. Aún con sus desniveles, Buscando a Tabernero es un film que genera interés desde la misma melancolía que transmite.
LAS VENTAJAS Y DESVENTAJAS DE LA CUARENTENA La cuarentena (con su pandemia como disparador) ha tenido un impacto desigual en el mundo cinematográfico, con beneficios y perjuicios, que a veces interactúan de manera inesperada. En el caso de Corazón loco, esa doble vía queda muy clara: si el confinamiento que arrancó en marzo nos salvó de que la nueva película del tándem Suar-Carnevale llegara a las pantallas; lo cierto es que su eventual lanzamiento a través de Netflix hace que ese cine ahora tenga la chance de ser visto por el público a escala global. Por suerte en Corea del Norte no la van a ver y no querrán ir a la guerra contra la Argentina. Si ya veníamos reconociendo la coherencia que estaba mostrando Suar en su filmografía, a partir de su apego a lo peor del lenguaje cinematográfico, hay que reconocer que ha encontrado en Carnevale un compañero fiel en ese posicionamiento: el atraso narrativo y formal que ya estaba muy consolidado en El fútbol o yo, en Corazón loco se potencia a niveles por momentos llamativos. Ya la historia, convengamos, presentaba algunos riesgos a partir de su molde bastante similar al de la serie Naranja y media: tenemos a Fernando (Suar), un traumatólogo que ha montado una doble vida entre Buenos Aires y Mar del Plata, con dos parejas -Paula (Gabriela Toscano) y Vera (Soledad Villamil)-, dos familias, dos trabajos y dos rutinas que corren por carriles separados, hasta que claro, ellas se enteran de la existencia de la otra y empiezan a delinear un plan para cobrar venganza. ¿Cómo retratar apropiadamente las acciones de un hombre que miente constantemente, pero se justifica siempre a partir de su amor por sus dos mujeres? ¿De qué forma abrazar el humor disparatado o incluso oscuro al momento de narrar las reacciones de dos mujeres cuyos mundos se derrumban? ¿Cómo interpelar las masculinidades y/o feminidades en un relato que puede caer fácilmente en los estereotipos o esquematismos? El guión de Suar y Carnevale, lo mismo que la puesta en escena del film, no parecen considerar en absoluto ninguno de los dilemas previamente planteados. Si Corazón loco carece de un plano mínimamente emparentado con el cine, las situaciones que va desplegando ni siquiera son dignas de una telenovela barata de los noventa. Del mismo modo, prácticamente no hay chistes en los que se note una mínima originalidad, cierto conocimiento de la comedia, consciencia del material narrativo o un cuidado por los personajes. Apenas si Alan Sabbagh, como un colega de Suar, tiene un par de líneas decentes. Por eso también el descontrol en las actuaciones: Toscano solo recurriendo a muecas o caras tristonas para evidenciar el estado de ánimo de su personaje; Villamil dedicándose solo a gritar, en la que es claramente la peor actuación de su carrera; o Darío Barassi que pareciera pensar que actuar es estar nervioso todo el tiempo, por dar solo unos ejemplos. Y encima tenemos a Suar, tratando en cada escena de llevarse toda la atención posible, con un personaje insostenible en sus comportamientos, pero con el que la película pretende generar una empatía imposible. Si al film le cuesta un montón delinear y plantear su conflicto central, y luego va dando giros cada vez más arbitrarios, los minutos finales ya entran directamente en el campo de lo inenarrable: un compendio de situaciones inverosímiles e incoherentes pegadas entre sí con la intención de cerrar la trama central a como dé lugar. De ahí que Corazón loco no solo sea un producto -porque no califica como comedia y menos aún como película- carente de gracia, sino incluso agotador. Tanta inoperancia a la hora de narrar cansa, enormemente, incluso aunque se la vea en la pequeña pantalla de una computadora.
A LANGUIDEZ COMO ÚNICO RECURSO En muchos policiales latinoamericanos y españoles que se basan en fuentes literarias viene notándose una dificultad evidente para construir relatos claramente cinematográficos. Se me vienen a la mente películas como Betibú, Los padecientes, Perdida y El guardián invisible (por citar algunos ejemplos), donde se nota claramente una confusión entre adaptación y la mera reproducción en imágenes de un texto previo. Uno de los pocos que ha podido escapar de esa especie de maldición fue Adrián Caetano con la notable El otro hermano. No es el caso de Roly Santos y Agua dos porcos, coproducción entre Argentina y Brasil basada en la novela El muertito, de Oscar Tabernise. Se podría decir que el guión, escrito por el mismo Tabernise, explica por qué el film no llega nunca a trascender el lenguaje literario para adentrarse verdaderamente en el cine. Y es cierto, pero solo parcialmente, porque los problemas se extienden a la puesta en escena y la construcción narrativa en el relato centrado en un ex policía (Roberto Birindelli) que acepta un caso en la Triple Frontera y termina arrastrado por un entramado de relaciones criminales, complicidades y traiciones. Es que si la película procura transmitir la languidez del protagonista -que se resiste al retiro pero le cuesta encontrar un rumbo- a través de un ritmo pausado y una construcción progresiva del conflicto, lo que termina pesando es una atmósfera lenta, pesada y derivativa. En Agua dos porcos se presentan múltiples subtramas y personajes con los que se va cruzando el protagonista, pero ninguna se desarrolla apropiadamente y encima cada frase o diálogo que se escucha, cada gestualidad o acción, están marcados por la impostación, como si la película solo pudiera confiar en el cine desde el paisajismo. Santos pareciera concebir el policial solo desde la enunciación oral o las imágenes de trazo grueso: ejemplos de esto podemos verlo en una escena de sexo que parece una publicidad de shampoo o en el policía encarnado por Daniel Valenzuela, que se la pasa recitando líneas que son un monumento a los lugares comunes. Con numerosos baches narrativos y una acumulación de arbitrariedades a la hora de resolver sus planteos, Agua dos porcos solo tiene como recurso la languidez como pose constante. De ahí que nunca ese universo de oscuridades que pretende delinear llega a ser palpable. Quizás estaba en las páginas del libro, pero jamás aparece en la pantalla, donde solo domina el aburrimiento y toda tensión queda de lado.
UN SUPERHÉROE IRRELEVANTE Es cierto que hay propiedades y/o franquicias que se adaptan a los rostros, estilos y carismas de sus estrellas. Ahí tenemos, por ejemplo, a la saga de Misión: Imposible, que convirtió en el vehículo ideal para ese corredor nato que es Tom Cruise. El problema surge cuando los protagonistas tienen poco para aportar más allá de sus músculos: es el caso de Vin Diesel, que con Bloodshot donde intenta construir una saga propia de superhéroes. Lo cierto es que, nos guste o no (en caso de quien escribe, la respuesta es negativa), Diesel ya viene haciendo películas de superhéroes con las distintas entregas de Rápidos y furiosos y XxX, en las que la hipérbole son la norma. Los problemas de esas películas pasan, en buena medida, por la voluntad de construir discursos entre obvios y facilistas vinculados a la importancia de la familia, el compañerismo y la amistad, mientras se reivindica una posición pretendidamente cool y anti-sistema. Algo parecido sucede con Bloodshot, basada en un cómic del sello Valiant, que se centra en un soldado que, luego de ser asesinado, es revivido por una compañía de alta tecnología con poderes de fuerza y sanación por fuera de lo normal. La vuelta de tuerca –que ya estaba en el trailer, así que no estamos spoileando nada- es que el jefe de la compañía (Guy Pearce, haciendo de malo sin esfuerzo) utiliza al protagonista para deshacerse de sus enemigos a partir de una alteración de su memoria y la explotación de sus deseos de venganza por la muerte de su esposa. Eso termina funcionando como trampolín para una discursividad sumamente banal sobre el amor, la memoria, el deber de un soldado y cómo las corporaciones manipulan a los individuos. Si las bajadas de línea del guión de Jeff Wadlow y Eric Heisserer son superficiales, la puesta en escena del director Dave Wilson no colabora mucho para potenciar la trama y lo de Diesel es, nuevamente, un ejercicio de repetición para nada estimulante o carismático. De ahí que Bloodshot entre rápidamente en un terreno previsible, sin sorpresas o rasgos de originalidad, acumulando piñazos, persecuciones, explosiones y efectos especiales sin demasiado criterio. En el medio están Eiza González interpretando a una mujer algo torturada por sus acciones; a Sam Heughan haciendo de un villano directamente infantil en su resentimiento para con el protagonista; y Lamorne Morris y Siddharth Dhananjay compitiendo por ver quién suma más chistes estereotípicos de un nerd de las computadoras. Y si el film amaga en un momento con reflexionar sobre las capas de los relatos y las realidades que pueden convivir en las mentalidades de una misma persona, se queda en meras insinuaciones. Bloodshot es una película que pretende ser importante desde lo que dice pero cuyo andamiaje formal la ubica en un lugar a lo sumo discreto y ciertamente irrelevante.
LA EMOCIÓN HECHA IMAGEN Al igual que Un gran dinosaurio, Monsters University o Valiente, Unidos parece estar destinada a integrar una especie de segunda selección de películas de Pixar, integrada por obras bastante subestimadas y hasta olvidadas a pesar de sus méritos y complejidades. Quizás sea por las superficies genéricas que utilizan: si aquellas recurrían como soportes al western, las narrativas infantiles, el ámbito estudiantil, las películas deportivas o los moldes de los cuentos clásicos de Disney, el film de Dan Scanlon apela a los relatos de fantasía, a los mitos y leyendas, pero también a la road-movie y la buddy-movie. Y ese posicionamiento genérico la termina colocando en un lugar problemático para mucho público y crítica cada vez más inclinado a la noción de que todo tiene que sonar “importante”. Y lo cierto es que Unidos tiene para decir muchas cosas relevantes, solo que elige caminos que ya no son habituales, algo que casi siempre suele hacer Pixar. Es bastante patente que el cine de Steven Spielberg anda sobrevolando casi toda la historia de este film, situado en un universo donde las criaturas fantásticas –sirenas, elfos, centauros, etcétera- conviven en entornos típicamente urbanos donde la magia ha quedado prácticamente olvidada. Allí nos encontramos con dos hermanos que, luego de un hechizo algo fallido en el que su padre fallecido retorna a medias (solo se le ven las piernas), deben emprender una “cruzada” para poder obtener una piedra mágica y completar esa vuelta por un tiempo limitado. Pero si el realizador de ET siempre giró alrededor de los dilemas del conocimiento, la noción de lo tecnológico como factor deshumanizante y las figuras paternas ausentes, Unidos se permite incorporar otras capas a su narración: la aventura establece enlaces también con los cines de Robert Zemeckis y Joe Dante a partir de cómo piensa la magia, lo monstruoso, la interacción de mundos y lo temporal construyéndose desde el recorrido espacial y el marco social. Sin embargo, donde Unidos establece una personalidad propia y termina emocionando de forma rotunda es a partir de cómo repiensa el cine de Pixar en general y el de Scanlon (quien venía de dirigir Monsters University) en particular. El hermano menor que es Ian Lightfoot, que va descubriendo sus poderes como hechicero sobre la marcha, es como un primo hermano del Remy de Ratatouille, el Arlo de Un gran dinosaurio, el Sullivan de Monsters University o el Woody de Toy Story–por citar apenas unos ejemplos-, que también emprende otro camino de descubrimiento, de aprendizaje sobre cómo esas personas que parecen opuestos en verdad terminan siendo alter egos. Paradójicamente, es desde ahí que la película encuentra una conexión inesperada con la obra de Spielberg, a partir de la capacidad para construir una multitud de significados, mensajes y resonancias con una sola secuencia, imagen o línea de diálogo. Porque si Unidos es durante la mayor parte de su metraje una aventura irreprochablemente ejecutada, plagada de dinamismo y de una fluidez envidiable, es en los minutos finales que entrega un plano demoledor, donde el punto de vista, lo que no se escucha pero se intuye y la profundidad de campo son utilizados para estrujar el corazón con armas nobles. En apenas unos segundos, Scanlon toma la decisión perfecta y habla –sin decir nada, a pura sabiduría visual- sobre la pérdidas irreparables, los roles que asumimos casi inconscientemente en las historias (personales, familiares, históricas y hasta mitológicas) y las personas que nos forman en nuestras existencias, esos seudo padres sustitutos que están siempre ahí, al pie de cañón, incluso negándose a que los expulsemos de nuestras vidas. Y ahí es donde uno tiene que detenerse y respirar, porque tiene que hacerse cargo de que está ante una película universal, de esas que interpela las experiencias íntimas, y no puede evitar recordar a los que ya no están y a los que permanecen, a los caminos recorridos, lo que queda por aprender, el camino recorrido y el que se presenta a futuro. Entonces las lágrimas asoman y son incontenibles. Esos malditos de Pixar vuelven a rompernos el corazón a puro cine y uno sabe que Unidos es una muestra más de esa visión humanista del estudio hecha a pura emoción.
CULEBRÓN CULPOSO La producción del cine indio es inmensa y acá prácticamente no llega nada. Por eso no deja de ser una buena noticia que se estrene un film como Querido señor, aunque se perciba en su construcción un tufillo a internacionalismo casi exótico. Es algo ya típico de las coproducciones hechas para desfilar por los circuitos festivaleros y de cine “arte” o “qualité”: allí prevalece la intención de “mostrar” las problemáticas de un país a los que no lo conocen, funcionando con fines casi informativos. Así, los géneros suelen quedar subordinados al mensaje, sin una potencia narrativa real. En el caso de Querido señor, lo que tenemos es una historia típica de un culebrón, centrada en una mujer, Ratna, que trabaja como empleada doméstica de Ashwin, un joven que pertenece a una familia adinerada. Ella prácticamente huyó de su pueblo de origen luego de quedar viuda muy joven, para así poder cumplir con su sueño de ser una diseñadora de modas. Él viene de cancelar su boda, vivió en algún momento en Estados Unidos y ha retornado para hacerse cargo del negocio familiar. Ambos irán progresivamente encontrando conexiones que los unirán afectivamente hasta decantar en un tímido romance, donde las barreras sociales son el principal obstáculo. Es decir, todos los estereotipos sobre los problemáticos vínculos entre ricos y pobres, agrupados en poco más de una hora y media. Y no está mal eso, al contrario, porque lo cierto es que las telenovelas han sido estructuras genéricas que han funcionado muy bien como reflejo de las tensiones de clases y sus componentes sociales, económicos, afectivos y hasta políticos. Pero la película de Rohena Gera solo parece tener claro esto a medias, como si tuviera algo de culpa por plantear una lectura sociológica sobre las jerarquías y estamentos de la India en clave de folletín. De ahí que haya tensiones no resueltas entre el diseño de los personajes, sus conflictos y hasta los diálogos –que transitan casi todos los esquematismos posibles- y una puesta en escena marcada por la frialdad y un ritmo definitivamente parsimonioso. Es cierto que el tono elegido por la realizadora pretende ensamblarse con un contexto social determinado –las emociones en la India no se expresan de la misma forma que, por ejemplo, en Latinoamérica- y con dos protagonistas a los que les cuesta aceptar sus propios dilemas internos. Pero eso conduce a una evidente falta de pasión en la película, que casi nunca llega a emocionar realmente. Más allá de presentar un entramado romántico, que se retroalimenta con cuestiones íntimas, familiares y sociales, Querido señor no llega a explotar sus conflictos a fondo. O más bien, se queda con los mensajes obvios y biempensantes, sin llegar a darles entidad a sus personajes. De ahí que sea un film demasiado pequeño, sin fuerza, donde el paisaje urbano no pasa de ser un telón de fondo visual para un relato que está lejos del potencial que insinuaba.
CUANDO LAS COMPARACIONES FAVORECEN (AUNQUE NO ALCANCE) No es necesario darle muchas vueltas: Bad boys para siempre es la mejor entrega de su saga. O la menos mala, porque no llega a ser un film óptimo y encima la vara no estaba precisamente muy alta. La primera parte había sido un éxito bastante inexplicable, una película de acción sumamente mediocre, sin dosis de originalidad (más allá de tener como protagonistas a dos afroamericanos, lo cual en su momento era un pequeño avance para Hollywood) y con el dudoso mérito de haber puesto en el mapa a un director nefasto como Michael Bay. La segunda era un desastre absoluto, un batifondo sexista, racista y fascista que incluía una bajada de línea anti-castrista tan torpe que ni el castrismo podía tomársela en serio. Este regreso de Mike Lowrey (Will Smith) y Marcus Burnett (Martin Lawrence) arranca como para confirmar las peores expectativas, aunque se les note a los directores Adil El Arbi y Bilall Fallah capacidad para encauzar un poco mejor la pirotecnia verbal del dúo protagónico. También, hay que reconocerlo, para manejar de forma más acertada la cámara, colocándola en los lugares precisos para que las secuencias de acción se entiendan y tengan un mínimo de coherencia en esa constante superficie que es Miami. Aun así, la primera hora es cuando menos errática, con Mike siendo atacado por un cartel de drogas que busca venganza por un hecho del pasado; y Marcus eligiendo retirarse tras convertirse en abuelo. Por momentos, Bad boys para siempre parece más ocupada en explicar (a veces a los gritos) que en narrar, como si no conociera un idioma distinto al ruido. Recién entrada en su segunda mitad, a partir de un par de giros con una dosis considerable de sorpresa, es que el film encuentra algo de propósito, algo para contar mínimamente interesante. Desde ahí empieza a coquetear con un drama algo telenovelesco pero definitivamente autoconsciente, que le permite incluso recurrir a un humor entre oscuro y absurdo. La película se hace cargo de que lo que cuenta roza lo inverosímil y eso le permite soltarse, buscar un camino propio y salir de la mera repetición de todos los guiños cancheros para la tribuna. Así, termina siendo más una continuación que una mera secuela. Pero si esa segunda hora es más llevadera y hasta atractiva, no alcanza para redondear un buen film, aunque ahora los personajes parecen un poco más humanos y meros estereotipos. Bad boys para siempre es como una reversión de Arma mortal 4 –con toda su reflexión sobre el paso del tiempo, la vejez, los afectos y la familia- aunque en clave más torpe y brillosa. Eso sí, las comparaciones la favorecen y no molesta tanto como sus predecesoras.
LA (FALLIDA) DEADPOOL DE DC La apuesta de Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de una Harley Quinn) puede resumirse con una simple descripción: busca ser la Deadpool de DC. No hay mucho más en una película que, pretendiendo arreglar todos los desbarajustes de esa predecesora impresentable que fue Escuadrón Suicida, quiere hacer foco en ese personaje un tanto sobrevalorado que es Harley Quinn, sin dejar de conservar un abordaje grupal. Lo hace contando un montón de cosas y desplegando toda clase de elementos estéticos y narrativos, aunque progresivamente se va revelando como un objeto vacuo y superficial en el que la acumulación resta. La historia de Aves de presa es la Quinn, quien luego de ser echada a patadas por el Guasón (quien convenientemente nunca aparece frente a cámara), queda a la deriva mientras la mitad de Ciudad Gótica quiere matarla; pero también la de Black Canary, Huntress y la Detective Renee Montoya, quienes terminan uniéndosele para salvar a una joven llamada Cassandra Cain de un enemigo común: Roman Sionis, alias Máscara Negra (un Ewan McGregor desatado), uno de los mafiosos más temibles y violentos de la urbe. Ahí ya tenemos un primer gran inconveniente de la película: muchos personajes nuevos a los que explica constantemente desde la palabra pero pocas veces desde la acción, como si solo pudiera desplegar un álbum de figuritas colorido pero finalmente estático, sin pulso verdaderamente cinematográfico. Quizás el gran problema de fondo del film de Cathy Yan sea ese intento por ser una reversión de Deadpool pero en clave femenina y feminista, con buena parte de la mitología de DC como base. Si ya la película de Marvel con Ryan Reynolds era una acumulación algo cansadora de guiños, canchereadas y chistes autoconscientes, donde la narración quedaba casi anulada en favor de la pose constante –aunque había una violenta energía que la salvaba de sus numerosos baches-, lo de Aves de presa es una repetición de ese esquema sin ninguna vuelta de tuerca que la haga mínimamente original. La voz over de Harley Quinn va pautando todo lo que pasa, hay un montón de idas y vueltas temporales, mucho colorinche, un montaje algo frenético, bastante sarcasmo, una banda sonora ciertamente gritona, unas cuantas puteadas y algo de humor físico, pero sin un propósito real y concreto. Tanto el guión de Christina Hodson como la puesta en escena de Yan son un permanente barajar y dar de nuevo, un arrojar ideas en la pantalla sin una verdadera direccionalidad, contando muchas cosas y a la vez ninguna, porque en el fondo no se anima a ir a fondo con ninguno de sus puntos de partida. Es cierto que Aves de presa es un film algo más coherente que ese caos narrativo y estético que era Escuadrón Suicida, cuya pretensión fallida era convertirse en el equivalente a Guardianes de la Galaxia pero en el Universo Extendido de DC. Pero lo logra al precio de ser un film donde prevalece un desorden calculado y artificial, donde las protagonistas se la pasan hablan de ser libres y tomar el mando de sus vidas, de emprender caminos propios, de romper los esquemas, mientras se conducen de manera extremadamente previsible. En Aves de presa no hay sorpresas ni creatividad, solo un ejercicio de autoindulgencia que no llega a irritar porque todo pasa tan rápido que ni siquiera permite la elaboración de sensaciones. Si DC, con Aquaman y Shazam!, venía amagando con crear algo propio y sin ataduras, vuelve a retroceder al cálculo y la copia.
ABRAZANDO LAS CONTRADICCIONES Si las declaraciones públicas de Greta Gerwig suelen caer en las obviedades de la corrección política que predomina en el Hollywood actual, su cine demuestra mucha mayor profundidad en las ideas que despliega. Cuando tiene que construir historias, es capaz de trazar mundos con potencialidades y límites que interpelan al espectador más allá de los discursos de barricada, en los que las imágenes y acciones de los personajes dicen mucho más que las palabras, que en cierto modo son puestas en crisis. Eso quizás explique que su adaptación de Mujercitas encuentre los espacios más complejos y atractivos para brindar una mirada actual sin resignar o desperdiciar el espíritu de la novela de Louisa May Alcott. La clave posiblemente esté en el montaje, injustamente dejado de lado a la hora de las nominaciones al Oscar, a pesar de que era una categoría ciertamente competitiva. El estilo de edición que aplica Gerwig (con la indispensable ayuda de Nick Houy, con quien ya había trabajado en Lady Bird) es enriquecedor más allá de los saltos temporales, con idas y vueltas entre el pasado y el presente: es también una herramienta para delinear los espacios que habitan no solo las Hermanas March, sino también otros personajes que las rodean o con los que interactúan. Desde ahí, la película traza límites, potencialidades, choques y, especialmente, contradicciones, que es quizás el gran subtexto del relato de la novela y que emparenta la obra de Alcott con las de otras autoras como Emily Brontë, Jean Webster o Jane Austen. Lo que entiende Gerwig muy bien es que el gran atractivo de Mujercitas pasa por las luchas más internas que externas que afrontan las protagonistas y cómo esa conflictividad está alimentada por la interacción con otros que muchas veces son hombres. En muchos pasajes ellas mismas, con sus acciones, reacciones, vacilaciones o silencios son sus principales antagonistas, y la puesta en escena de la película trabaja principalmente ese factor desde lo espacial y corporal, desde pequeñas gestualidades o momentos puntuales que implican puntos de quiebre. Lo hace incluso a través del punto de vista, como en una secuencia donde debe informar una muerte. En ese posicionamiento, el foco principal vuelve a llevárselo Jo March (magnífica Saoirse Ronan) pero también hay un peso muy grande de Amy March (excelente performance de Florence Pugh), cuyo accionar cobra mucho más volumen que, por ejemplo, en la adaptación de 1994. En el medio, ese eje de tensiones que es Laurie (Timothée Chalamet), que encarna la mirada masculina pero también la construcción de la visión femenina sobre lo masculino. Es cierto que en el rompecabezas que monta Gerwig, armando de a retazos el camino de las Hermanas March, conectando tiempos y espacios, hay piezas que no terminan de encajar: por caso, el recorrido de Meg March (Emma Watson) como esposa es abordado superficialmente y el trasfondo que implica la Guerra Civil estadounidense no alcanza a tener el suficiente espesor. Pero a cambio, la cineasta halla la dosis justa de autoconsciencia narrativa para dialogar con la novela y los matices, esos pequeños intersticios donde interpela el presente. Desarrollándolos sutilmente desde las tensiones corporales y gestuales –en eso se parece mucho a la adaptación más reciente de Orgullo y prejuicio, de Joe Wright-, Gerwig encuentra eventualmente el camino para ponerlo en palabras, y ahí tenemos un momento donde Jo admite que desea su independencia como mujer pero que también se siente sola, deseando tener a alguien que la acompañe. Abrazando ese debate interno entre el deseo, el deber, los ideales y hasta lo instintivo, Mujercitas deja en claro que hay luchas que cargan con siglos de historia y que siguen peleándose porque la oposición no está solo en el exterior social, sino también en el fuero íntimo y personal.
MISIÓN: IMPOSIBLE ANIMADA Viendo Espías a escondidas, dos cosas pasaban por mi cabeza: la primera era que estaba viendo una película que desde la superficie conectaba con la estética de James Bond, pero que finalmente terminaba evocando el espíritu de la saga de Misión: Imposible. La segunda, era más que nada un deseo: “por favor, que no quieran hacer una segunda parte”. Es que el estudio de animación Blue Sky ya ha caído en la trampa de exprimir relatos atractivos pero al mismo tiempo concisos en base a secuelas que se van acumulando y agotando sus posibilidades: por ejemplo, con ese pequeño western llamado La era de hielo, que tuvo cuatro entregas posteriores bastante innecesarias. Posiblemente el gran mérito de Espías a escondidas sea aprovechar a fondo su premisa: Lance (voz de Will Smith), el mejor espía del mundo, termina convertido accidentalmente en una paloma y solo le queda como un aliado Walter (voz de Tom Holland), un oficial de tecnología absolutamente nerd, para enfrentar a un villano que lo ha hecho parecer culpable de una conspiración contra la agencia para la que trabaja. Ya la primera secuencia, que muestra a Walter de niño haciendo toda clase de experimentos, evidencia que lo que vamos a ver no es necesariamente a una animación adaptándose al género de espionaje, sino al revés. Y el relato cumple con ello concretando un giro argumental por el cual la centralidad la tiene un personaje equivalente al Q de James Bond o al Benji Dunn de Misión: Imposible. Sin embargo, lo que termina inclinando a la película para el lado de la saga protagonizada por Tom Cruise y no para el del espía encarnado actualmente por Daniel Craig es su firme vocación por lo grupal. En esa última elección, la reivindicación del grupo por encima del individuo pero también la de una estructura de pareja despareja, es donde Espías a escondidas se consolida como una película de aprendizaje: Walter y Lance tendrán como ayudantes improvisados a otras palomas y desde ahí irán conformando un equipo totalmente inusual, pero perfecto para la misión que tienen que cumplir y que lo obliga a superar los miedos e individualismos. El film de Nick Bruno y Troy Quane, con esa base, avanza con una velocidad de vértigo, sacándole todo el jugo posible a la aventura, recurriendo a un humor que alterna entre lo corporal (tanto a nivel humano como animalesco) y lo lúdico, logrando muchos momentos sumamente divertidos. Estas tonalidades y posicionamientos no solo pueden verse en los protagonistas sino también en los otros personajes: la agente de Asuntos Internos que persigue a Lance y Walter, tremendamente profesional y con un par de ayudantes que la respaldan en todo; pero también en el villano, que opera como contraste y antagonista al manejarse complemente solo. El aprendizaje de Espías a escondidas se da mayormente desde la acción pura y un humor definitivamente juguetón, que hasta funciona para digerir cierta oscuridad que se hace más palpable en algunas vueltas de tuerca en los últimos minutos, donde queda claro que la violencia ejercida por tipos como Lance tiene consecuencias no siempre deseables. Allí es cuando la película amenaza con ponerse innecesariamente solemne, pero por suerte sabe volver a su esencia, que pasa por la fisicidad y la aventura alocada, sin complejos ni condicionamientos. Desde ahí es que cumple con su pequeña misión: imposible, construyendo personajes entrañables y un conflicto atrapante. Pero eso sí, por favor no hagan secuelas, porque el aprendizaje ya está completo.