APRENDER DEMOCRACIA, APRENDER CINE 1-Steven Spielberg ya superó la barrera de los setenta años y, con la edad, se profundizan sus preocupaciones por dejar un legado, lo cual potencia esa eterna dicotomía en su cine entre la discursividad política y el apoyo genérico. Esa quizás sea una posible explicación para que en los últimos años haya ido construyendo una especie de tratado sobre lo que piensa y siente respecto a la historia y estructuras de la democracia estadounidense. Lincoln abordaba la cuestión de la igualdad y el acceso a los derechos, mostrando a la política como un terreno marcado por el artificio y la teatralidad en pos de conseguir lo concreto. Puente de espías se trasladaba al marco judicial, pensando todo lo referido a las garantías, el estado de derecho y el debido proceso, con el poder de la mirada como instrumento formal y narrativo. Son películas esencialmente incómodas dentro de su filmografía, no tanto por lo que dice sino por cómo lo dice: utilizando registros que bordean lo académico y son bastante ajenos a sus rasgos estilísticos más emblemáticos. En estos films, es como si Spielberg se disolviera, como si quedara invisibilizado. Hasta podría pensarse que son películas complacientes, que buscan una celebración fácil. Creo que no es así, que son obras complejas, porque implicaron para el director un proceso de aprendizaje, en pos de encontrar una forma nueva de fusionar un contenido político con una forma narrativa apropiada. 2- Ahora, en The Post: los oscuros secretos del Pentágono, hace hincapié en el periodismo como un contrapeso indispensable frente al poder político, completando lo que parecería ser hasta el momento una trilogía democrática. Pero esta vez, vuelven a aparecer con mucha más fuerza la tensión de los cuerpos y el movimiento, que son materialidades esenciales del cine de Spielberg. Por eso, por el dinamismo y el vigor que le imprime al relato, es que puede parecer un exponente más arriesgado y menos académico dentro del cine del realizador. Me parece que no es tan así, pero que tampoco es un retorno a lo seguro, porque en el medio Spielberg pule su discurso, apoyándose más en las imágenes y lo corporal que en las palabras. 3-El dinamismo y el vigor de The Post, con su cámara en permanente movimiento, no es una casualidad: la historia de la batalla que emprendió el Washington Post –en paralelo con el New York Times- contra el gobierno de Richard Nixon para poder revelar un informe confidencial que detallaba las implicancias, encubrimientos y responsabilidades que abarcaban a cuatro gobiernos (incluido el de Kennedy) durante la intervención en Vietnam, es un homenaje al periodismo. Y es, también, un homenaje a la profesión periodística: ser periodista implica buscar, indagar, explorar, tratar de hallar información, y para eso se necesita moverse, ir de un lado para otro, correr. Es una profesión condicionada por el tiempo, por el cierre de la imprenta, por la necesidad de publicar cuanto antes, por lo que las decisiones que tendrán consecuencias durante años se toman con márgenes de segundos. En el periodismo, correr y pensar van de la mano, la tensión es predominante y permanente, y ese aspecto se fusiona a la perfección con el cine de Spielberg. The Post es una película sobre gente tomando decisiones de enorme trascendencia, que pueden condicionar sus existencias para siempre, en instantes mínimos que se vuelven infinitos a partir del peso que acarrean las posibles consecuencias. Por eso el film recupera el nervio no solo de ese thriller paranoico que era Munich, sino también de otras películas emblemáticas del realizador, como Jurassic Park o Tiburón, con momentos de suspenso, de decisiones a todo o nada, donde no solo pesa la elección en el presente, sino también las repercusiones que aguardan en el futuro. 4-Y si The Post es un film de movimiento, de pesquisa, de pasos rápidos y corridas contra el tiempo, pero también de decisiones sobre las que no hay vuelta atrás, la que toma esas decisiones irrevocables y determinantes –en momentos donde se congela el tiempo- es una mujer. Esa mujer, Kay Graham (Meryl Streep), es una mujer en un mundo de hombres (que incluye al editor Ben Bradlee, que interpreta Tom Hanks), que progresivamente va encontrando su propia voz y tomando plena consciencia de su nivel de responsabilidad. En cierto modo, con este film, Spielberg hasta consiguió no solo anticiparse al movimiento #MeToo –si pensamos que la producción arrancó unos meses antes del escándalo desatado por las denuncias por acoso sexual contra Harvey Weinstein y el efecto dominó que propició-, sino ser más conciso y efectivo desde la discursividad: The Post solo necesita de imágenes de enorme potencia –como en la escena donde Kay llega a la Bolsa de Valores, encontrando a todas las secretarias esperando afuera y a todos los hombres adentro, que es donde está el poder-; diálogos puntuales –como el que Bradlee tiene con su esposa respecto a los riesgos que él corre versus lo que está arriesgando Kay-; y la tensión en el cuerpo de Kay al dudar pero decidir, y por ende afirmar su lugar en el mundo. 5-The Post no es una película perfecta: particularmente hacia el final, cae en algunas remarcaciones discursivas que podrían caratularse como innecesarias. Cuando el film se aleja un poco de lo íntimo, de las implicancias personales de los personajes (y principalmente de la protagonista que es Kay), en pos de pintar un panorama general de manera más explícita, pierde algo de impacto. Ahí es donde se nota que a Spielberg todavía le falta ajustar algunas tuercas en su cine político. Pero al fin y al cabo, el tipo todavía está aprendiendo; tiene más de 70 años, una carrera ya legendaria, y aún así sigue tratando de pulir su capacidad para narrar. Y no solo él: Hanks también es un actor que ha ido aprendiendo que no siempre tiene que ser la estrella, y por eso acá cede el protagonismo y el peso ético y moral de la historia, hasta colocarse en un rol que es casi de reparto; mientras Streep consolida un proceso de notable maduración, por el cual no descansa en sus laureles y se ha dedicado a construir personajes que en muchos casos son radicalmente diferentes entre sí. The Post es una película de aprendizaje, sobre gente que aprende y hecha por gente que sigue aprendiendo; un film sobre aprender a ejercer el periodismo, a mantener una posición, a plantarse firme frente al poder, a defender principios (aún los no escritos), a desafiar o consolidar instituciones, a decir la verdad, por más que duela. La democracia requiere de coherencia, profesionalismo, valentía y, principalmente, capacidad de aprendizaje. Spielberg –con la ayuda inestimable de Streep y Hanks- nos dice todo eso desde la más pura materialidad cinematográfica.
GANADORA Aaron Sorkin es un brillante guionista. Pero no lo es solamente porque sus diálogos son una delicia para la lectura y denotan que quien los escribe es alguien con una enorme inteligencia y conocimiento. Lo es también (y principalmente) porque en sus guiones, más allá de toda la parafernalia dialoguista, hay una comprensión cabal de la materialidad del cine, de cómo es un arte que se construye a partir de lo espacio-temporal y el movimiento, con el montaje como factor clave. Pero además, las líneas que vierten los personajes de films como Steve Jobs, El juego de la fortuna y Red social pueden verse como declaraciones de principios individuales y al mismo tiempo como apuntes socio-políticos. En los guiones de Sorkin conviven lo particular y lo general, una mirada a veces desesperanzada pero en otras ocasiones optimista, sobre Estados Unidos como país, como estructura social e histórica, como construcción simbólica. Sea desde la amargura, el cinismo, la esperanza o el idealismo, Sorkin se revela como un patriota, pero no de ese tipo de patriotas a lo Michael Bay -más preocupado por emocionarse frente a la bandera y alabar a las instituciones militares-, sino como esos patriotas que piensa en ese Estados Unidos que más que una Nación o una potencia, es una idea; en la “América” de los Padres Fundadores, de Lincoln, la de los ideales de integración y libertad, la que se puso de pie para luchar contra los totalitarismos; la que hace de la libre competencia una virtud; la que apoya a los innovadores; la que sale a ganar y, por ende, gana. Creo que vale la pena recordar todo esto sobre el guionista porque Apuesta maestra, su debut en la dirección, es un Sorkin elevado a la enésima potencia, tanto desde lo formal como desde lo temático. El “fuck you” con el que termina el primer monólogo de Molly Bloom (Jessica Chastain), cuando tras una milagrosa recuperación ve frustrada definitivamente su carrera como esquiadora en un insólito accidente, es también pronunciado, tras bambalinas, por el propio Sorkin. Es como si el tipo nos dijera “¿No te gusta mi estilo verborrágico? ¿No te cae bien mi montaje a hachazos y a mil por hora? ¿No te cierra mi punto de vista sobre el mundo? Jodete”. Y eso es sólo el principio: a partir de ahí, el realizador se fusionará con Molly y su juego, con ese recorrido vertiginoso por el cual llegó a manejar el juego de póker más exclusivo y de mayor volumen de dinero del mundo, hasta que se metió en problemas con las drogas, unos cuantos famosos, las mafias y el gobierno estadounidense. A lo largo de Apuesta maestra, Sorkin se revela como una especie de mezcla de Martin Scorsese y David Fincher, pero desde una postura tangencial, entre interpeladora y cuestionadora. Molly podría haber sido un personaje de Casino o El lobo de Wall Street por sus tendencias conflictivas y autodestructivas; y de Red social o Perdida, por las enormes dosis de cinismo y rencor que posee; pero a la vez sale de esos lugares. Ese corrimiento se da por dos factores: porque es una mujer en un mundo de hombres, capaz de delinear un rumbo propio sin abandonar su feminidad; y porque siempre se apoya en el valor de su palabra, en su honestidad a la hora de afrontar los distintos dilemas que se le presentan. Y es ahí donde surge el cruce entre lo particular y lo general: las acciones de Molly están marcadas por un conflicto no resuelto con un padre (Kevin Costner) tan exigente como inconformista; pero también por la colisión con un país, que desde sus instituciones, alimenta la idea de la competencia permanente pero luego persigue sin hacerse cargo de lo que genera. Esa idea de competencia que trabaja Sorkin desde el personaje de Molly es particularmente atrayente. Quizás lo que más le interesó al realizador de la historia de Molly es que es una mujer que se hace cargo de la existencia de reglas determinadas -incluso cuando las rompe- y que le pide lo mismo a los demás, lo que incluye a su abogado (Idris Elba) pero también al gobierno norteamericano. En Apuesta maestra, lo lúdico no es visto como algo inocente, sino como un terreno donde se explicitan éticas determinadas y una moralidad que marca la pauta. La victoria o la derrota no son fruto de la casualidad, sino de la causalidad: están asociadas a posicionamientos, al cumplimiento de normas, a la forma en que se juega. Por eso también las victorias o derrotas de Apuesta maestra no son casualidad. Sorkin filma de la misma forma en que piensa el juego: va para adelante con total honestidad, con arrojo casi desenfrenado, atacando con todo lo que tiene y sin dejar nada (ni nadie) atrás. De ahí sus errores: por momentos se regodea en los manierismos del montaje, explica (o remarca) demasiado y pierde el hilo narrativo pertinente. Pero cuando acierta, son golazos, y eso se nota especialmente en las actuaciones: si la nobleza de Elba y Costner (ambos interpretando a hombres extremadamente profesionales y rigurosos) es a prueba de balas, la forma en que Chastain le pone el cuerpo a la película es granítica y apabullante. Apuesta maestra es un film demandante, incluso agotador, pero no sólo desde lo formal. También implica un grado de atención mayúsculo porque es esencialmente un cuento moral, un retrato individual y social, y la concreción de una tesis política. Sobre el final, Molly dice “soy difícil de matar”: esa frase es un autorretrato pero también el resumen de la mirada de Sorkin sobre Estados Unidos. Es la idea, la aspiración de una nación, con la consciencia de que esa expresión de deseo muchas veces choca con la realidad de un país que perdió su esencia y hasta es expulsivo, pero quizás pueda volver a ser, que tiene la capacidad y la motivación para levantarse, barajar de nuevo y volver a convocar a los mejores. Es la América que, aún en la derrota, descree de la noción del “ganador moral”, porque en lo que verdaderamente cree es en salir a ganar en serio, a competir a fondo, en ser el mejor. Molly es América, la América de Sorkin, la que compite, la que da todo de sí, resurge de sus cenizas y, finalmente, triunfa. Y si no te gusta esa idea de América, fuck you.
UN TIPO DE 60 “Tengo 60”, dice Michael MacCauley (Liam Neeson) en una escena durante los primeros minutos El pasajero. No lo dice con orgullo, sino casi con desesperación. Es también, en cierto modo, una declaración de principios, un hacerse cargo de la vejez, tanto desde lo ficcional como desde lo real –Neeson tiene 65 años y ya ha dicho que no podrá desempeñarse mucho tiempo más como héroe de acción-, como trampolín para construir una identidad y sustentar un verosímil. Es que El pasajero es un film que gira –narrativa y temáticamente- alrededor de lo identitario, un tópico que está siempre presente en la filmografía del director Jaume Collet-Serra. Acá tenemos a Michael, un agente de seguros (y también ex agente de policía) que en su viaje diario en tren de Nueva York rumbo a su hogar es tentado –pero también forzado- por una misteriosa mujer (Vera Farmiga) a realizar un pequeño pero significativo trabajo: encontrar a un pasajero que no encaja dentro del tren y que posee algunas características distintivas. Esa propuesta implica para Michael –que acaba de quedar desocupado y encima tiene que pagar la universidad de su hijo- la chance de llevarse una buena cantidad de dinero, pero también una amenaza a su familia y la certeza de que esa persona a la que debe encontrar va a ser liquidada por una organización bastante siniestra. Si La casa de cera, La huérfana, Desconocido, Non-stop: sin escalas y hasta Una noche para sobrevivir y Miedo profundo eran películas siempre preocupadas por explorar quiénes eran sus protagonistas –con sus pasados y presentes difusos y problemáticos-, situándolos en espacios y tiempos limitados y herméticos, pero potentes y herméticos, El pasajero es casi como un resumen de las ambiciones y perspectivas de la obra de Serra. Indudablemente, el catalán se siente cómodo con las premisas acotadas, un contexto de producción mediano dentro del espectro hollywoodense (por algo rechazó hacer la secuela de Escuadrón Suicida y en su lugar dirigirá a Dwayne Johnson en Jungle Cruise) y el contacto directo con lo genérico. Por eso ese viaje en tren infernal pasa a ser un retrato no solo de Michael –con sus dudas pero también sus convicciones y profesionalismo-, sino también del resto de los pasajeros, como si asistiéramos a un pequeño recorte de la variopinta clase trabajadora estadounidense que labura en las grandes ciudades pero reside en los suburbios. Como muchas películas sostenidas esencialmente en su premisa y las vueltas de tuerca, El pasajero encuentra unas cuantas dificultades para cerrar su relato de la manera apropiada. Hay incluso un descarrilamiento un tanto confuso donde se evidencian ciertas limitaciones de producción. Pero eso lo compensa con un trabajo muy acertado de lo espacio-temporal –que incluye un excelente plano secuencia durante una lucha en vagón- y una tensión permanente en su narración. Y, de paso, se constituye en una nueva muestra de la desconfianza en las instituciones que atraviesa las capas medias desde hace mucho tiempo: Michael y quienes lo rodean (amigos y enemigos, con sus rutinas, ritos, lealtades y miserias) son seres desprotegidos frente a los poderes que mueven los hilos. Ante eso, solo quedan la experiencia individual y la consciencia social. Por eso Neeson, que por suerte ya dejó de ser ese profesional indestructible de Búsqueda implacable para reconvertirse en otro tipo de profesional: al borde del retiro, vulnerable, pero también noble y persistente, digno representante de la clase trabajadora.
DECISIONES EQUIVOCADAS En Pescador podían intuirse unas cuántas potencialidades a partir de su premisa, centrada en Santos (un correcto Darío Grandinetti), un pescador hosco e introvertido que entabla progresivamente un vínculo con tres jóvenes que pretenden abrir un parador cerca de la playa donde va a pescar. Esas potencialidades estaban dadas no sólo por el trabajo progresivo sobre el misterioso pasado de Santos (que va llevando al relato hacia el terreno del policial), sino también por el peso dramático asignado al cruce de ese hombre con un trío que lo interpela en su deliberada soledad. Pero el film de José Glusman es un ejemplo cabal de cómo ciertas decisiones puntuales pueden terminar afectando el conjunto de una película. Es llamativo, por ejemplo, cómo el film consume casi la mitad del metraje para delinear los conflictos, que van principalmente por dos vías: por un lado, todo un entramado alrededor del botín que quedó de un robo millonario; y por otro, los obstáculos que afrontan los jóvenes para abrir el negocio. A Pescador le cuesta arrancar, como si la narración se contagiara de los titubeos de sus personajes, y mientras tanto acumula subtramas y va alternando entre espacios sin decidirse apropiadamente a establecer un foco que sea centralizador y abarcativo a la vez. En el medio, Pescador padece con los diálogos, plagados de remarcaciones, pero también con el diseño de situaciones forzadas y de trazo grueso, que parecen más destinadas a impactar que a consolidar de manera pertinente las lógicas internas de los personajes y sus acciones. Por ejemplo, con una escena donde el sexo adquiere características que rozan lo miserabilista. Y si la primera mitad de la película está marcada por la redundancia, los minutos finales -aunque presenten ciertas decisiones donde se puede intuir algo de riesgo- son excesivamente apresurados y hasta torpes en las resoluciones. Pescador amaga con ser muchas cosas: un policial marcado por el paisaje playero; un drama introspectivo; una lectura sobre las miserias que esconden algunos pueblos pequeños; un cuento sobre amistades rotas. Sin embargo, nunca adquiere la solidez necesaria y en todas estas posibles vías termina quedándose a mitad de camino.
ARBITRARIEDADES Y REDUNDANCIAS Los primeros minutos de 27: el club de los malditos ya marcan la pauta de lo que va a ser la película. En el arranque, hay una pequeña pero significativa secuencia de títulos donde se explica la teoría conspirativa sobre la que se va a sustentar la película: que varios rockeros como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Amy Winehouse y Sid Vicious fallecieron cuando tenían veintisiete años de formas aparentemente accidentales, pero que en realidad fueron asesinados por una sombría organización. Luego vemos cómo esta teoría se ratifica cuando un cantante punk, Leandro de la Torre, sale disparado de una ventana y se estrella contra el techo de un auto. Todo parece indicar que es un suicidio, pero hay una fanática del cantante, Paula (Sofía Gala, de quien lo primero que vemos es su cola, en un plano de mínimo diez segundos), que graba todo el suceso con su celular y tiene pruebas de que fue un asesinato. Y ahí es cuando aparece el detective encargado de investigar el caso, Martín Lombardo (Diego Capusotto), pero para presentarlo, el film se toma el trabajo de montar un flashback donde se lo ve en un bar, gritando un gol de Racing mientras está rodeado de hinchas de Independiente, que proceden a molerlo a trompadas antes de que entre la policía con palos y gases. ¿Cuál era la necesidad de exponer en los primeros segundos toda la teoría conspirativa que luego va a volver a ser explicada varias veces en el resto del metraje? ¿La cola de Gala es más importante que su rostro? ¿No había otra forma de presentar a Lombardo, además de un flashback donde encima se apela a un guiño sobre el conocido fanatismo de Capusotto por Racing que ya está totalmente gastado? 27: el club de los malditos no parece tener respuestas frente a esto y por eso su trama va avanzando a los ponchazos, redundando en explicaciones (de ahí que se muestran las muertes de varios artistas, como para que nos quede bien claro que ninguno de los fallecimientos fue accidental) y cayendo en arbitrariedades de todo tipo, que incluyen varios tiroteos mal filmados, muchos chistes para la tribuna y una cantidad absurda de ralentis (si se recortaran a la mitad, el film seguramente duraría apenas algo más de una hora). Es evidente que la apuesta de la película de Nicanor Loreti pasa por el absurdo, el disparate y la exageración. Esa apuesta es inicialmente válida, pero para que se sostenga se necesita de un mínimo de rigor y coherencia. En cambio, en 27: el club de los malditos lo único que hay son algunas ideas sueltas (y tampoco muy originales, convengamos), algo de autoconsciencia, pero principalmente mucho descuido, como si lo único que le importara fuera acumular guiños, referencias culturales estereotipadas y homenajes banales, siempre explicados. Son cuando menos llamativos los problemas narrativos y de montaje que aquejan al film (más aún si tenemos en cuenta que Loreti es un realizador ya experimentado), que tiene una premisa que podía dar para un corto o un mediometraje, a la que estira en demasía hasta los ochenta minutos. Eso lleva a que, por ejemplo, la película no termine de asumir que su verdadera protagonista es Paula y no Lombardo (lo que conduce a una serie de decisiones insostenibles hacia el final); que el guión esté repleto de incoherencias y cabos sueltos; y que la historia sea un permanente mecanismo de repetición, acarreando un irremediable aburrimiento. Pero quizás la culpa no sea sólo de Loreti (que hace una película que es como una golosina sin gusto), Capusotto (que sigue repitiendo su personaje televisivo) o Gala (que hace todo a reglamento). Tampoco del resto del elenco, que es rehén de un relato extremadamente superficial. También hay una parte de la culpa que le corresponde a la crítica, que respeta demasiado a las vacas sagradas del cine argentino y entrega reseñas repletas de lugares comunes; y del público, que aplaude primero y mira después. Esos esquemas de producción y recepción tan previsibles en sus interrelaciones conducen a films perezosos, facilistas, sin alma. 27: el club de los malditos es una película que se pretende provocadora y delirante, pero es en verdad esquemática y anodina.
LA COMEDIA SE DA LA MANO CON LA AVENTURA La Jumanji original, dirigida por Joe Johnston y estrenada en 1995, era una aventura mucho más oscura de lo que podía aparentar en la superficie. Detrás del diálogo con lo lúdico y cómo la aventura cobraba vida a partir de poner en escena la narrativa de un juego de mesa, el andamiaje que sostenía la trama era un drama familiar focalizado en el impacto de la pérdida y la conflictividad paterno-filial. La presencia de Robin Williams era apenas un aliciente, una especie de puerta amable para que el público familiar pudiera asimilar de forma más eficaz los elementos siniestros del relato. Jumanji: en la selva es algo distinto, que usa a la iconicidad de su predecesora como trampolín para otros propósitos. Porque esta nueva Jumanji es esencialmente una comedia que utiliza a la aventura como hilo conductor. Eso ya estaba implícito en los nombres involucrados: desde el director Jake Kasdan (realizador de Malas enseñanzas y la notable Camino duro – La historia de Dewey Cox) hasta Dwayne Johnson (un tipo que siempre se sintió cómodo dentro de esquemas humorísticos), pasando por Jack Black, Kevin Hart y Karen Gillan, todo apuntaba al terreno de la comedia. Y hacia ahí va el film, casi desde el primer minuto, incluso mientras va presentando su premisa, donde el juego de mesa es reconvertido en un videojuego que absorbe a cuatro adolescentes que se verán convertidos en los avatares que habían elegido para jugar y que deberán terminar la misión encomendada para salir del universo lúdico. Entonces Jumanji: en la selva incorpora el lenguaje de los videojuegos y la puesta en escena aventurera para montar una comedia autoconsciente, que siempre está reflexionando sobre sus propios dispositivos. Y cuando hablamos de dispositivos, no nos referimos sólo a los distintos elementos que van componiendo a los videojuegos o los nudos narrativos que cimentan el relato aventurero. Porque lo central termina siendo la reflexión sobre los estereotipos, los prejuicios y cómo estos condicionan las conductas. En esa operación discursiva, es clave la distribución de personajes interactuando: el joven nerd que se transforma en el musculoso Johnson; el muchacho atlético convertido en el diminuto Hart; la chica linda y popular que pasa a estar en el cuerpo del gordo Black; y la joven tímida que debe acostumbrarse a ser la bella y atlética Gillan. Esa vía para la comedia puede parecer extremadamente lógica y simple, elemental incluso, y en parte lo es, pero no deja de requerir de una ejecución fluida, de una interacción equilibrada donde nadie quede desdibujado pero tampoco monte un show propio que opaque a los demás. En ese desafío que implica desplegar personajes, ponerlos a desarrollar sus propios conflictos individuales en función del conflicto mayor -que es de aprendizaje sobre uno mismo y los demás-, Kasdan demuestra tener cintura, conocimiento del ritmo cómico y a la vez cariño por la aventura, sin descuidar ninguna de las variables. Pero no está solo: es patente la nobleza de los actores, que pueden ser conscientes de sus respectivos estatus de estrellas pero no quitan el foco del tono apropiado para componer sus respectivas dobles personalidades y lo que requiere la trama central. Jumanji: en la selva es fundamentalmente una película grupal, donde puede haber liderazgos específicos pero el héroe va adquiriendo características corales y matices variados. De paso, esta secuela/reversión consigue una pequeña hazaña extra, que es la de funcionar no sólo como una comedia de diversas tonalidades, sino también como un espectáculo potente. Hay una estética indudablemente artesanal, un coqueteo con la nostalgia y reminiscencias de los ochenta y noventa, pero también piezas de espectacularidad (como esa gran secuencia en helicóptero) con un preciso componente humano. Eso compensa un villano desdibujado, que es apenas una mera excusa, porque el foco no pasa por el enfrentamiento con un Mal antagónico sino por la evolución del cuarteto protagonista. En el medio, Johnson hace gala de un carisma indestructible; Black vuelve a ser un anarquista en el mejor sentido posible (hay una escena que gira alrededor de su pene que es gloriosa); Hart demuestra desde su cuerpo que no le teme al ridículo; y Gillan seduce, patea traseros, divierte y se divierte. La película de Kasdan respeta al original pero no le tiene miedo y emprende su propio trayecto. Ese trayecto es divertido y atrapante. Cuando quiere, cuando tiene claro qué contar y dispone los elementos de la manera adecuada, Hollywood construye piezas de entretenimiento nobles, felices. Jumanji: en la selva es una de ellas.
UNA SECUELA DEMASIADO PENSADA El camino recorrido desde la segunda parte de Jeepers creepers hasta esta nueva entrega ha sido largo y no exento de conflictos. Pasaron 14 años, muchas idas y vueltas -incluida una gran polémica alrededor de los delitos sexuales del director y guionista Victor Salva- y la expectativa, que era considerable, estaba cimentada en el peculiar balance que había conseguido el realizador en las dos primeras películas entre lo espectacular y lo horroroso. Eran films de terror, pero también de acción, con cierto goce de lo artesanal y lo monstruoso, con el paisaje campestre transformado en una trampa mortal. Pero en Jeepers creepers 3 Salva parece demasiado preocupado por montar un gran espectáculo y en el medio se olvida de darle un marco adecuado al desarrollo de los personajes. En un punto, lo que hace el film es acomodarlos, meterlos como puede dentro de la trama, centrada básicamente en un grupo de cazadores liderados por un Sheriff que se propone encontrar y liquidar de una vez por todas al monstruo carnívoro, aunque en el medio se van colando otras subtramas destinadas a explorar los orígenes y motivaciones de la criatura. Hay muchos objetivos y metas que la película se propone cumplir, con lo que va entrando rápidamente en una llamativa dispersión que le impide crear los climas apropiados. No se puede negar el cariño que Salva tiene por su saga y por sus fanáticos, por lo que la narración está repleta de guiños y secuencias de alto impacto. Pero tanta sumatoria de elementos que en buena medida no se conectan entre sí afectan la capacidad del film para generar tensión. Además, el reducido presupuesto le impide a Salva explotar por completo todo el potencial de los enfrentamientos entre el monstruo y los humanos que se cruzan en su camino: hay muchas ideas y ocurrencias para intentar sacudir al espectador, pero la puesta en escena es muy televisiva, con lo que no llegan a buen puerto. Para colmo, a Jeepers creepers 3 se le nota demasiado que es un film de transición y que busca ser un eslabón más dentro de una cadena narrativa destinada a crear un universo propio, con un cierre que deja todo servido para una nueva entrega en la que se reeditarán. El mal de las franquicias contagia a Salva, que quiere quedar bien con todo el mundo y construir una mitología alrededor del monstruo, pero se olvida de darle entidad y consistencia a la película que tiene entre manos. La sensación que deja Jeepers creepers 3 es que Salva pensó y repensó en exceso lo que quería hacer no sólo con el film sino con la saga en su conjunto, y eso lleva a que todo el conjunto narrativo esté invadido por la pose en función de seguir apoyándose en un estatus de culto. Pero el relato carece de espontaneidad y se vuelve llamativamente previsible. Quizás Salva logre acomodar las piezas en la siguiente entrega, si es que consigue realizarla. Mientras tanto, esta nueva secuela decepciona y queda lejos de las expectativas.
SIN MIEDO El título original de Se ocultan en la oscuridad es Be afraid, cuya traducción podría ser “Ten miedo”. Queda muy patente la duda sobre a qué hay que tenerle miedo en la película, que asusta realmente muy poco y lo sumo genera algunos momentos de un tibio suspenso. La película, dirigida por Drew Gabreski a partir de un guión de Gerald Nott, se centra en John Chambers (Brian Krause), un médico que llega junto a su familia a un pequeño pueblo de Pennsylvania, en busca de esa tranquilidad que muchas familias del terror estadounidense buscan y nunca encuentran. Al principio, todo va relativamente bien, pero luego empiezan a acumularse sucesos extraños vinculados al bosque que rodea la casa y a una pareja del pueblo que perdió recientemente a su hija, y todo se desata cuando John comienza a experimentar parálisis de sueño. En esos momentos, despierto pero sin poder moverse, es visitado por criaturas oscuras y monstruosas que no parecen tener propósitos amigables. Pronto a John le quedará claro que esos entes van por su familia, o más específicamente, por su hijo menor. A Se ocultan en la oscuridad le cuesta una enormidad (y más de media hora) presentar a los personajes y desplegar el conflicto. Quizás sea porque John es el protagonista pero el film pretende darles cabida a varios personajes más dentro de la trama central, como el hijastro de John, que es un muchacho problemático pero entabla un vínculo romántico con la hija del Sheriff. Eso de por sí no está mal, pero el film termina viéndose afectado por una gran dispersión, sin quedar realmente claro qué es lo que se quiere contar. Pero eso no es lo peor, porque Se ocultan en la oscuridad falla también donde más debería sostenerse, que es en la concepción de climas aterradores: desde la puesta en escena puede notarse que Gabreski está más preocupado por la estilización en la composición visual de los planos (hay un buen trabajo con la profundidad de campo, hay que admitirlo) que por lo que efectivamente pueden generar esos planos dentro de la estructura narrativa. A eso se suman actuaciones mediocres, que en vez de generar empatía con los personajes, llevan a un distanciamiento que es contraproducente para un relato que no solo se asienta en el género de terror, sino que también se apoya en elementos del drama familiar. En la media hora final, hay un coqueteo ligeramente interesante con la idea de complicidad de esos pueblos aparentemente pacíficos pero que esconden el horror debajo de la alfombra. Pero es apenas un chispazo dentro de una historia anodina. Se ocultan en la oscuridad es un film mediocre e intrascendente, sin nada para aportar al panorama del género al que pertenece.
El club de las madres rebeldes era una película de tensiones estéticas, estilísticas, narrativas y temáticas. Sin embargo, contra lo esperado, esas tensiones terminaban siendo saludables, porque enriquecían la estructura del film, que terminaba siendo más complejo de lo que podía preverse. En La Navidad de las madres rebeldes hay una continuidad de esas tensiones, en una secuela que no parece preocuparse mucho por resolver los dilemas internos, sino por potenciarlos. Esta segunda parte, que cuenta con los retornos de Jon Lucas y Scott Moore en el guión y la dirección, retoma a los personajes de Mila Kunis, Kristen Bell y Kathryn Hahn nuevamente en crisis a partir de la llegada no solo de la época navideña, sino también de las visitas de sus madres. Mientras la madre de Kunis, interpretada por Christine Baranski, es una perfeccionista extrema que cuestiona todo y nunca está conforme; la de Bell, encarnada por Cheryl Hines, ha hecho de su hija el centro de su mundo hasta entrar directamente en lo enfermizo; y la de Hahn, que cuenta con la interpretación de Susan Sarandon, es alguien demasiado ocupada en apostar, beber y divertirse, a tal punto que solo se contacta con su hija de manera oportunista. Todo está servido para el conservadurismo, la mirada esquemática sobre la Navidad y las reuniones familiares, el deber maternal y lo afectivo, y hay bastante de eso, y por momentos a La Navidad de las madres rebeldes se le nota demasiado la necesidad de conectar con un público adulto pero aferrado al sostén de determinadas instituciones. Pero hay también cierta honestidad en dejar en claro que muchos discursos y roles sociales que dejan a la mujer en un lugar casi imposible de llevar adelante, pero que a la vez es la misma mujer la que se deja colocar ahí y que tiene chances (y recursos) para eludirlo e ir hacia otra parte. La película muchas veces cae en discursos explícitos y bajadas de línea innecesarias, no es sofisticada para transmitir su mensaje, pero maneja un rango de modestia y humildad que le permite ir hacia otros lugares. Esos lugares hacia los que va La Navidad de las madres rebeldes no son de ruptura, pero sí de pequeñas alteraciones, de crisis que inevitablemente terminarán solucionándose pero introducen algunos cambios. Y de desestructuración formal: al igual que su predecesora, la película se permite unos cuantos pasajes donde la escatología, los chistes sexuales y el juego con lo físico pasan a ser la norma. Ahí es donde gana, cuando se desvía de algunos lugares comunes y deja paso a lo caótico y destructivo. Cuando el film se despreocupa de lo mensajístico y suelta los talentos de Kunis, Bell, Hahn, pero también Baranski, Hines y Sarandon (cada una psicópatas a su manera), es imprevisible y bastante divertida. Claro que La Navidad de las madres rebeldes termina siendo una película más sobre la Navidad que sobre la rebelión. Por eso la necesidad de recomponer todo, aunque de manera forzada y arbitraria. Esa conflictividad estructural que venía de la primera parte sigue aquí, lo que impide que la película expanda sus potencialidades. La Navidad de las madres rebeldes cobra interés cuando va contra sus propios cimientos discursivos, cuando se permite realmente ser una comedia. No cuando se aferra al relato familiar más convencional.
LA FUERZA…DEL POSMODERNISMO 1-Quizás estaba destinado a pasar: en algún momento, la mitología de Star Wars iba a ser sometida a una relectura contemporánea, a través del prisma del espectador (y la crítica) dominante en la actualidad. Eso de por sí no tenía por qué ser malo y era totalmente válido. Es más: ingenuo yo, pensé que esa relectura ya había sucedido con Star Wars: el despertar de la Fuerza y Rogue One: una historia de Star Wars, que ya se había dado esa fusión entre el clasicismo de la trilogía original y la estética del presente. Pero Lucasfilm, ahora en manos de Disney, me tenía reservada una sorpresa, llamada Rian Johnson. El problema es que la sorpresa no termina de ser muy agradable. 2-Lo que concreta Johnson en Los últimos Jedi es casi el reverso de la operación que construía JJ Abrams en El despertar de la Fuerza. Y esa diferencia está muy marcada en los títulos: si el Episodio VII, desde su estructura de remake de Una nueva esperanza, salía a decir bien fuerte que el mito creado por George Lucas todavía tenía sentido y pertinencia, y que por lo tanto la nostalgia no era su único sostén; el Episodio VIII parece querer decirnos (de manera bastante explícita) que la discursividad jedi se acabó o que necesita nuevas formas de enunciación para mantenerse actual. Su argumento es una mera herramienta, por más que pueda ser ambicioso en su planteo de diversas líneas narrativas que irán confluyendo: Rey buscando que Luke Skywalker le enseñe las artes jedi y se sume a la lucha contra la Primera Orden; los últimos integrantes de la Resistencia, acorralados, tratando de escapar de las abrumadoras fuerzas militares de la Primera Orden; y Finn emprendiendo una misión casi en solitario para hallar una salida para la Resistencia y recobrar las esperanzas de que se pueda ganar la guerra. 3-Lo que se va palpando casi desde el comienzo de Los últimos jedi es que Johnson quiere deconstruir el discurso de la saga, poner en crisis sus leyendas, símbolos y códigos que lo sustentan. El primer indicio surge desde el humor: lo lúdico queda fuera, apartado, a favor de la ironía y el sarcasmo. Esto es muy importante porque sirve de plataforma para el cinismo y el descreimiento, especialmente a través de Luke, que es el eje moral de la trama. Pero enseguida aparece el primer (y probablemente mayor) problema, que es la ausencia de movimiento: el film alterna entre las diversas vías que componen al relato, pero nunca avanza realmente. Todo es irresoluto, estático, con escenas de transición que rellenan momento propicios para la elipsis y una vocación por el diálogo que roza lo teatral. Y por ahí es obvio, pero vale la pena recordarlo, porque muchos se lo olvidan en la actualidad: sin movimiento, es muy difícil que surja la aventura, que es un elemento imprescindible en el universo de Star Wars. 4-Me cuesta entender por qué a los mismos que renegaban de la segunda trilogía que dirigió Lucas, ahora se les cae la baba con esta entrega dirigida por Johnson. No hay mucha diferencia entre las deliberaciones políticas medio pelo del Episodio I y las disquisiciones sobre el heroísmo cargadas de obviedad que se dan en la nave de los rebeldes en el Episodio VIII. Quizás la respuesta pasa porque Johnson es un poco más astuto que Lucas y, cineasta de estos tiempos como es, sabe dosificar, a cuentagotas y calculadamente, una gestualidad canchera y posmoderna, que se retroalimenta con una explicación permanente del dispositivo narrativo. 5-Hay en Johnson una voluntad de romper con las expectativas obvias de que Los últimos jedi pueda ser el equivalente de El imperio contraataca. En cambio, apunta hacia otro lugar, que implica una especie de reseteo de la saga, al estilo de la trilogía de Batman de Christopher Nolan o el James Bond interpretado por Daniel Craig. Esa ambición podría ser saludable, incluso necesaria, pero Johnson parece haber aprendido las peores lecciones de Nolan y Sam Mendes. Por eso se queda con la reflexión sobre el artificio y la mirada distanciada, pero no va más allá de eso, no termina de construir o proponer algo nuevo. Los últimos jedi es una película que habla mucho pero no dice nada realmente relevante. Es un film que piensa pero no siente. 6-Porque no siente, porque todo su entramado está cimentado en la frialdad, es que Los últimos jedi, por más que quiera ir hacia la épica en su tramo final, nunca llega a emocionar. Del mismo modo, su mirada hacia el futuro es tan difusa como la de Batman inicia, donde todavía no quedaba claro qué quería Nolan para el superhéroe. En el medio, Finn y Rey, en vez de potenciar sus conflictos, quedan desdibujados; Luke y Leia se constituyen en ejemplos de quietud y arbitrariedad en los giros del guión; el villano que es Snoke es totalmente desperdiciado; el personaje de Benicio del Toro es un mero vehículo discursivo; Poe Dameron es, desde el didactismo, anulado en su personalidad; la ausencia de Han Solo se siente demasiado; y sólo sigue conservando interés Kylo Ren, porque es el único personaje que aporta algo de anarquía a un relato al que le cuesta salir del estatismo y la previsibilidad. Y aunque los últimos planos de la película, desde su trabajo con la iconicidad, parecieran indicar un replanteo, una vuelta a la fe sin fisuras, lo cierto es que se impone el parecido con El gran truco: como Nolan, Johnson da la impresión de no creer en la magia. A lo sumo, tolera la necesidad de creer, pero no cree realmente. Le interesa el fenómeno que representa Star Wars, pero no el mundo de Star Wars. 7-¿Hacia dónde va Star Wars? Porque lo cierto es que Los últimos jedi, aún con sus numerosos giros, no llega realmente a hacer avanzar de manera significativa a la saga. Y las señales a futuro son contradictorias: el retorno de Abrams para dirigir el Episodio IX abre cierta esperanza, pero la noticia de que será Johnson el que desarrolle una nueva trilogía, sumado a los despidos de Phil Lord y Christopher Miller de Solo: a Star Wars Story, llevan al pesimismo. 8-Muchos dicen que El despertar de la Fuerza era la película que iba a lo seguro desde su revitalización de las fuentes originales y que Los últimos jedi representa una operación de riesgo, por cómo choca con ciertas expectativas. Pero creo que es precisamente lo contrario: en tiempos cínicos, la apuesta clasicista de Abrams es mucho más atrevida que el distanciamiento de Johnson. Yo quiero creer, creer de verdad, con el corazón, fascinarme ante la magia, sin preguntarme cómo son los trucos. No quiero creer porque bueno, no me queda otra, y hay que ir a la Iglesia cada domingo (o una vez al año). Espero que Abrams, en el Episodio IX, me devuelva la fe.