CUESTIÓN DE PRINCIPIOS Nuestro país parece estar repleto de historias y espacios donde el acto de educar trasciende los parámetros convencionales y constituye un desafío a lo establecido y hasta una pequeña épica. En este caso, el recorte del documental Los sentidos está establecido en Olacapato, una pequeña localidad salteña, donde un matrimonio de maestros no sólo educa a 45 niños, sino que se ocupa de varios aspectos más sumamente constitutivos en sus vidas, como la educación y la alimentación. El abordaje del director Marcelo Burd se acerca lo justo y necesario a los eventos, sin bajar línea de manera explícita, confiando en que las imágenes y las interpretaciones del público sean las que delineen un discurso determinado. De esta manera, Los sentidos deja que sean las personas frente a la cámara las que esencialmente construyan los ejes de conflicto, los rituales, los vínculos y finalmente toda una visión sobre el deber del docente en la Argentina de hoy. En consecuencia, Los sentidos también se constituye en una declaración de principios sobre la ausencia de las instituciones estatales y cómo son los individuos los que cargan con responsabilidades que parecen superarlos pero que al final los definen. En un país donde los gobernantes sólo parecen conducirse a través de la demagogia y el doble discurso, no viene mal que desde el cine se sostengan unos cuantos principios éticos, apoyándose precisamente en quienes los ejercen.
EL SOL Y SUS PLANETAS “No todo se trata siempre de vos”, le dice a Auggie su hermana Via en un momento de Extraordinario. Esa frase encierra uno de los aciertos de la película de Stephen Chbosky, basada en la novela de R.J. Palacio. Como dice Miranda, la mejor amiga de Via, Auggie, quien tiene una deformación facial de nacimiento, es el Sol de la familia: detrás del juego de palabras en inglés -sun (sol) se pronuncia muy parecido a son (hijo)-, lo que queda claro es que su condición ha llevado a que todo el núcleo familiar gire alrededor suyo, estableciéndolo como prioridad absoluta. Pero lo cierto es que esa galaxia de personajes/planetas que lo tienen como centro de sus existencias tiene sus propias historias para contar. Por eso es que Extraordinario tiene sólo como punto de partida el hecho de que Auggie, luego de haber sido educado durante varios años en su casa, tiene que iniciar su camino en la escuela, conviviendo con niños de su edad y exponiéndose a eventuales situaciones de bullying. A partir de ese conflicto disparador, el film no sólo hará foco en el Sol que es Auggie, sino también en los planetas que lo rodean: su madre Isabel (Julia Roberts), que buscará retomar su carrera y terminar su tesis; Via, cuya amistad con Miranda entra en crisis aunque eso le servirá como oportunidad para entablar nuevos vínculos y descubrir aspectos de su propia personalidad; su padre Nate (Owen Wilson), intentando balancear sus sentimientos y los de los demás; pero también Miranda, con sus propios problemas de identidad; y hasta Jack Will, su primer amigo en el colegio. Esa coralidad que va desarrollando Extraordinario es la que le permite ser mucho más que una película sobre el bullying, que en la narración es apenas un síntoma parcial del verdadero tema que subyace en el relato. Porque en verdad estamos ante un film sobre los distintos miedos que pueden aquejar a las personas: miedo no sólo a las agresiones o burlas, sino también a quedarse solo, a no ser escuchado, a no tener amigos, a expresarse, a tomar riesgos, a ser rechazado, a pelearse con la gente a la que se quiere, a que lastimen a un ser querido. El rostro de Auggie es una metáfora de los dilemas que aquejan a todos los personajes, cada uno de ellos en construcción, cada uno buscando una identidad propia. Lo llamativo -y a la vez virtuoso- de Extraordinario es que esta complejidad temática se va configurando desde una bienvenida simplicidad en la enunciación. Chbosky no da vueltas, es directo en lo que plantea y se aleja de un conjunto de manipulaciones que estaban servidas para un relato como este y que se podían ver en una película como Todo, todo. De hecho, la película se emparenta con Marley y yo en cómo utiliza a su favor discursos típicos de manual de autoayuda y secuencias que se prestan al golpe bajo -hasta hay una situación con un perro que es un puñetazo al estómago- pero enmarcados en una historia donde lo que importan y prevalecen son las emociones humanas. Pero Extraordinario cuenta a su favor con un factor extra aparte de un guión honesto y una puesta en escena coherente que se sobreponen a algunas remarcaciones un tanto redundantes. También hay un elenco que hace lo suyo de manera estupenda, porque Jacob Tremblay, después de La habitación, vuelve a cargar sobre sus hombros con un enorme peso dramático con una soltura poco habitual; Wilson, con apenas un puñado de frases, demuestra que los toques de comedia pueden llevarse muy bien con el drama; y Mandy Patinkin, como el director del colegio, exhibe una nobleza que elude cualquier atisbo de trazo grueso. Y porque claro, está Julia Roberts: nadie se ríe o llora como ella, maneja cualquier registro de manera notable y en un papel que podría simplificarse como “de reparto”, lleva a cabo un tour de force emocional que la vuelve a consagrar como una de las mejores actrices de su generación. Desde una firmeza en sus propósitos que no es soberbia sino coherente, genuina y honesta, Extraordinario se constituye en una película necesaria. Es necesaria no porque aborde un tema importante y candente (o no sólo por eso), sino porque construye un drama de aprendizaje que interpela nuestras propias experiencias. Todos tenemos miedos y el desafío constante, diario, es hacerse cargo de que los portamos y debemos superarlos. Por eso las lágrimas -particularmente hacia el final- son prácticamente inevitables. La emoción surge de la empatía, de ver nuestro reflejo en la pantalla. Extraordinario es una de esas caricias al alma que nos da el cine de vez en cuando.
POTENCIALIDADES PERO NO REALIDADES Todavía me resulta difícil de entender cómo Niñato, ópera prima del español Adrián Orr, terminó llevándose el premio máximo de la competencia internacional. Ojo, no estamos ante una mala película, pero sí ante una apenas correcta, donde se puede intuir a un realizador con futuro pero cuyas habilidades y capacidades siguen ubicadas dentro del espectro de lo potencial. Hay que reconocerle a Orr su coherencia y hasta persistencia en su seguimiento del protagonista, un treintañero desocupado que busca el éxito dentro de la música hip-hop, pero que también debe lidiar con la crianza de sus tres hijos y sus propias limitaciones. Hay ciertas decisiones en la puesta en escena -por ejemplo, en una secuencia donde el padre levanta a sus niños de la cama para el desayuno- que muestran a un director que sabe posicionar la cámara en el lugar adecuado y explotar tanto los factores temporales como las interacciones entre los personajes. Por momentos, el cineasta parece querer construir su propia versión del cine de los Hermanos Dardenne, con el tejido social español –roto y en crisis a partir de los coletazos de la crisis económica de los últimos años- como telón de fondo. Sin embargo, también el propio recorte temporal que emplea Niñato para su relato, sin llegar a instancias realmente conclusivas, muestra cierto temor a ir más allá, a profundizar en los conflictos y desafíos que podría ofrecer la historia. Hay un acto por parte del realizador de refugiarse en lo seguro, en recostarse en los hallazgos formales y en los diseños de algunos personajes. Esto le permite a su película conectar con un horizonte festivalero –lo cual quizás explique el premio mayor obtenido en el BAFICI-, pero lo aleja de vincularse con otros espectadores. De ahí que en el aceptable ejercicio que es Niñato falta esa fisicidad definitivamente política que constituye a las grandes películas. Esa es la gran diferencia que se puede marcar con la filmografía de los Dardenne: Orr recién arranca con su propio camino, pero no estaría mal que tome mayores riesgos en su próxima película, para así adquirir una verdadera personalidad.
CÁSCARA VACÍA Hay trailers que son engañosos, porque prometen una cosa pero el film termina entregando algo distinto. Suburbicon: bienvenidos al paraíso, la nueva película de George Clooney, es un buen ejemplo: el adelanto anticipaba una comedia negra con elementos policiales, con claras reminiscencias del estilo sarcástico y cínico de los Hermanos Coen (acá co-guionistas). Sin embargo, lo que finalmente tenemos es una especie de cuento moral bastante amargo y con muy pocos rasgos de humor, que termina evidenciándose como un ejercicio de estilo cuando menos superficial. Hay algo relativamente distintivo en Suburbicon, que es un relato cuyo eje narrativo y principalmente moral es un niño, que observa cómo su padre (Matt Damon) y su tía (Julianne Moore) quedan involucrados en una serie de estafas, chantajes y fraudes vinculadas a la muerte de su madre. Con cada acción vendrá una reacción y los cadáveres empezarán a apilarse. Como telón de fondo, una comunidad suburbana supuestamente idílica pero en que la persiste un notorio y brutal racismo, que estalla a partir del arribo de una familia negra al lugar. Es un tanto difícil dilucidar qué es realmente lo que quiere contar o decir Clooney a partir de la premisa de la película, porque la mirada es sumamente distanciada y ni siquiera termina de surgir con la suficiente fuerza esa ironía tan típica de los Coen, y que también estaba presente en unos cuantos pasajes de la filmografía del director, en films como Confesiones de una mente peligrosa o Jugando sucio. Apenas algún diálogo, como ese donde un comisario le informa a Damon sobre la muerte de un mafioso; o planos donde brota lo insólito, como esos donde el mismo Damon usa una bicicleta demasiado pequeña para su cuerpo. Como se decía antes, el eje moral que parece ser el niño es tan pasivo en su contemplación de los hechos que no llega en verdad a construir un punto de vista propio. De ahí que el film no llegue a tener un personaje en el cual referenciarse y solo quedan los recursos formales que despliega Clooney, que son cuando menos obvios: no hay una bajada de línea explícita sobre el racismo y la hipocresía de esa perfectamente blanca comunidad –que es también representativa de todo un país-, pero la puesta en escena y la banda sonora entran en remarcaciones cuando menos innecesarias, lindantes con la moralina. En el medio de personajes y situaciones que no salen de lo esquemático, y un argumento que se hace previsible y hasta aburrido, Suburbicon solo entrega algunos hallazgos a partir de momentos de violencia secos y repentinos, como uno vinculado a un camión de bomberos. Pero es muy poco para un film que en su mayor parte es frío, casi inofensivo, que pretende ser disruptivo pero cuyas piezas están tan acomodadas desde un principio que nunca termina de romper el molde. A Clooney siempre se le puede reconocer su voluntad por sacudir algunas estructuras o releer distintos discursos ideológicos, temáticos y hasta genéricos. Sin embargo, en Suburbicon: bienvenidos al paraíso queda lejos de sus propósitos, con lo que su propuesta termina expuesta en su vacío conceptual y formal.
FREARS Y SU AMABLE FIRMEZA El realizador multipropósito que es Stephen Frears viene entregando en los últimos años una serie de películas donde la figura femenina es central: Doble o nada, Florence, Philomena y ahora Victoria y Abdul son films sobre mujeres que hacen lo que quieren, que progresivamente van tomando decisiones por sí solas, buscando armarse sus propios destinos y chocando en el medio con fuerzas que se les oponen. Lo llamativo del cineasta es cómo en la mayor parte de estos relatos consigue eludir hábilmente el trazo grueso y construir narraciones amables, pero aún así firmes en sus posicionamientos. Basada en una novela de Shrabani Basu, Victoria y Abdul cuenta la historia real de una inesperada amistad que surgió entre la Reina británica (Judi Dench) y un joven mayordomo indio (Ali Fazal) al que le ordenaron viajar a Gran Bretaña para participar en las celebraciones correspondientes al Jubileo de Oro de la monarca en 1887. En su primera hora, el film tiene un gran acierto, que es plantearse casi como una comedia paródica, que explicita al extremo no solo la ridiculez de las normas y ritos que cimentan a la estructura monárquica, sino principalmente su inutilidad. En eso es clave que el punto de vista esté mayormente construido desde la mirada de Abdul, un tipo que puede estar fascinado con todo lo que ve, pero que desde sus acciones –marcadas por cierto arrojo, pero también algo de irresponsabilidad y hasta imprudencia- evidencia la futilidad de todos los protocolos que lo rodean. Es esa mirada casi involuntariamente cuestionadora de Abdul la que sirve de trampolín para que sea la propia Victoria la que ponga en crisis su propio rol y el de la estructura de la que es la cabeza más visible. La inocencia del indio se cruza con la melancolía (y hasta cinismo) de la británica, pero en esa amistad que va creciendo, sorprendiendo e indignando a todo el círculo monárquico, Frears no confunde amabilidad con paternalismo: el de Abdul puede parecer por momentos un personaje casi imposible en su bondad, pero no deja de tener grises en su identidad que se complementan con la de una Victoria que está marcada por la conciencia plena de que su final se acerca pero que aún así quiere recuperar un propósito en su existencia. El vínculo casi romántico entre Abdul y Victoria adquiere en el film de Frears una relevancia política que va más allá de cómo esa amistad era rechazada por los demás actores del poder político británico, como el Príncipe de Gales (Eddie Izzard) o el Primer Ministro (Michael Gambon). En Victoria y Abdul se discute el propósito de la monarquía y hasta las implicancias del dominio inglés sobre territorios a los que no se dignaba a pensar mínimamente. Por eso también tenemos los apuntes que vierte el otro mayordomo indio, Mohammed (Adeel Akhtar), quien contempla con horror, desde su propia construcción cultural india, a esos salvajes británicos. Claro que a medida que avanza la trama, va quedando claro que la vejez y finalmente la muerte van a ir dictando los acontecimientos e imponiéndose a los deseos de los protagonistas. Y es ahí donde se evidencia que los únicos personajes realmente sólidos son los de la Reina y su mayordomo, mientras que los demás no pasan de la caricatura. Cuando la película entra definitivamente en el territorio del drama, las bajadas de línea empiezan a ser demasiado explícitas, surgen algunos golpes bajos y se acumulan situaciones marcadas por el esquematismo. Pero aún así Frears cuenta como aliados a Dench (dándole nuevos matices a un personaje que ya había encarnado en Su Majestad, Sra. Brown) y Fazal, que siempre conservan la dignidad pertinente. Con sus desniveles, Victoria y Abdul confirma que Frears ha ido consolidando un estilo simple en su concepción, con una puesta en escena casi invisible, pero que paradójicamente le permite traficar un punto de vista indudablemente personal. El realizador siempre privilegia a los personajes, no se impone a las historias que narra y desde ahí construye una mirada sobre el mundo firme, potente incluso, y mucho más disruptiva de lo que podría parecer a simple vista.
UN FILM INOFENSIVO Me ha sucedido durante el BAFICI y también en Mar del Plata, donde participó La educación gastronómica en la edición del 2012: me surge la duda de cómo ciertos films argentinos entran en competencias de festivales prestigiosos, siendo apenas acertados ejercicios para escuelas de cine. Es lo que me sucede con la ópera prima de Marcos Rodríguez, quien luego dirigiría el mucho más interesante documental Arribeños. Estamos ante una película apenas correcta en su realización, con dos actores que en ciertas secuencias evidencian dificultades para llevar los protagónicos de este relato centrado en dos compañeros de la escuela secundaria que se reencuentran en su pueblo de origen. Uno está clavado ahí, obligado a esperar que una fractura de su brazo evolucione para poder regresar a Buenos Aires. El otro había probado suerte antes en la Capital, pero prefirió volver a la ciudad. Ambos inician una serie de charlas y encuentros, buscando retomar la amistad que había quedado interrumpida por la llegada de la adultez. No hay mucho más en la narración (de hecho, se puede decir que casi no hay conflicto) y eso termina atentando contra el resultado final, que es tan vacuo como inofensivo. De hecho, el film, a pesar de sus escasos 84 minutos de duración, da la impresión de haber sido estirado demasiado y que su relato daba más para un corto o mediometraje. Sostenida básicamente en la palabra antes que en las imágenes, con algunos diálogos interesantes y otros demasiado impostados, La educación gastronómica no ofende pero vuelve a plantear una dicotomía permanente en buena parte del cine argentino: cuál es su público, su horizonte de espectador y qué es lo que busca transmitirle. Una película chiquita, demasiado chiquita, sin grandes elementos para destacar.
CONFORMISMO Y PROMESAS A esta altura del partido, el universo cinematográfico de DC ya se parece a la Selección Nacional: si el equipo dirigido por Sampaoli no gana ni gusta, sólo nos queda conformarnos con algún chispazo aislado, alguna gambeta de Messi y una vana esperanza de que el futuro quizás sea mejor; las sucesión de películas del sello de superhéroes generan cada vez menos expectativa, con lo que sólo queda conformarse con que los films no sean malos y nos hagan pasar un rato razonablemente entretenido. Quizás por eso Liga de la Justicia, en su intrascendencia, no termine molestando mucho. En cierto punto, teniendo en cuenta los numerosos problemas de producción que afrontó el film, el balance no es tan malo. El proyecto afrontó una gran cantidad de escollos: la mala recepción para Batman vs Superman: el origen de la justicia, que llevó a realizar cambios en el guión; el suicidio de la hija de Zack Snyder, que lo obligó a dejar la producción cuando estaba cerca de completarse, siendo reemplazado por Joss Whedon, quien también agregó retoques al guión; y hasta la bajada de línea por parte de los ejecutivos del estudio para que el metraje no pase de las dos horas. En un punto, esta última decisión lleva a que Liga de la Justicia sea una película bastante concisa: le cuesta juntar al equipo de superhéroes y terminar de delinear su conflicto central, pero en cuanto lo logra, ya no se aparta de él y no se desvía en otras potenciales subtramas. Esa linealidad lleva a que el film no aburra aunque tampoco llegue a ser un divertimento potente. Claro que esa concisión y linealidad le quitan toda posible ambición. Batman vs Superman era un desastre, pero por lo menos era un desastre que buscaba delinear una mirada propia y decir unas cuantas cosas sobre el heroísmo, el Bien y el Mal, la violencia y los legados. Se podía decir que había algo de riesgo aún en el medio de una complacencia permanente desde los guiños y referencias. En cambio, Liga de la Justicia es la nada misma: hay un supervillano llamado Steppenwolf al que, a partir de la ausencia de Superman, se le abren las puertas para conquistar el planeta; una convocatoria de Batman y la Mujer Maravilla para que Aquaman, Flash y Cyborg se unan al grupo destinado a luchar contra la nueva amenaza; una previsible vuelta de Superman; un aún más previsible enfrentamiento con el antagonista… y no mucho más. Todo en Liga de la Justicia es acumulación y despliegue superficial, mientras Ezra Miller tira muchos chistes y sólo algunos funcionan; Ben Affleck ya insinúa que quiere retirarse de su papel como Batman; Gal Gadot cumple como la Mujer Maravilla pero no mucho más; Jason Momoa como Aquaman parece tomarse todo muy poco en serio (y lo bien que hace); Ray Fisher se toma su rol como Cyborg muy en serio y hace mal; y Henry Cavill hace de Superman pero pareciera querer estar en el rodaje de Misión: Imposible 6. En el medio, aparecen por ahí Billy Crudup como Henry Allen (prometiendo tener más tiempo en Flashpoint), J.K. Simmons como el Comisionado Gordon (prometiendo tener más tiempo en The Batman), Amber Heard como Mera (prometiendo tener más tiempo en Aquaman) y Joe Morton como Silas Stone (prometiendo tener más tiempo en Cyborg). Todos prometen en Liga de la Justicia, mientras piden que nos conformemos con un film que pareciera no tener en cuenta buena parte de lo que ya ha entregado el cine de superhéroes. Y no nos referimos sólo a lo que dio el Universo Cinemático de Marvel o las más recientes películas vinculadas a los X-Men. El film de Snyder/Whedon no se da por enterado ni de las Batman de Burton, como si pensara que sólo basta con presentar a los superhéroes porque todos los fanáticos van a aplaudir. Es un retroceso hasta los tiempos del Superman de Richard Donner, que era una película correcta pero sin gracia. Película extremadamente conformista, Liga de la Justicia va a lo seguro y cuenta lo suyo de manera apenas fluida en parte por pereza, pero también por temor a causar nuevas decepciones. Es un film irrelevante que, como la Selección Nacional, patea la pelota hacia adelante y espera que un eventual salvador rescate a todos. Mientras tanto, las ideas no aparecen y sólo hay una vacuidad alarmante.
RIESGOS QUE VALEN LA PENA La nueva película de Lukas Valenta Rinner, Los decentes, es una anomalía, que amaga inicialmente con transitar caminos ya habituales en el cine independiente (e incluso mainstream) argentino. Sin embargo, luego va para otro lado, yendo por rumbos tan inesperados como atractivos, que la colocan en una posición distintiva. Todo empieza (y termina) con Belén (Iride Mockert), una mucama que entra a trabajar en un country, esos lugares tan cerrados en sí mismos que terminan construyendo sociedades apartadas, con reglas y tradiciones propias. Su hallazgo fortuito justo al lado de su lugar de trabajo de una comunidad nudista dispara al relato para el lugar de la comedia, jugando con la incomodidad y lo absurdo. Ese es también el trampolín que utiliza el film -y su protagonista- para ingresar al terreno del descubrimiento y el autodescubrimiento, el placer, el deseo y la experimentación, con una libertad llamativa en su mirada sobre la sexualidad. Finalmente, hay otro audaz giro que coloca al film en el lugar del disparate, pero de un disparate chocante, que sacude las perspectivas del espectador y que hasta constituye un posicionamiento ideológico bastante radical. En esos minutos finales, Los decentes pisa el acelerador a fondo, dejando de lado todas las reservas posibles y problematizando al extremo los choques culturales y de clase. Se le podrán cuestionar a Los decentes ciertas remarcaciones innecesarias y un estiramiento de algunos pasajes. Aún así, su narrativa, que no escatima en riesgos, tiene una remarcable potencia -la progresión de los acontecimientos está manejada pausada y sabiamente- y sus logros formales (el trabajo con el encuadre de los cuerpos y espacios, lo mismo que con la banda sonora, es impecable) van de la mano con sus ambiciones. Entre su ópera prima, Parabellum, y este film, Valenta Rinner ya ha construido una mirada propia que vale la pena tener en cuenta.
EL APRENDIZAJE, ESE TERRENO CINEMATOGRÁFICO El universo escolar es una paradoja permanente: por un lado, está sustentado en estructuras estables, tendientes a la homogeneización y en un punto anacrónicas, que demuestran una profunda resistencia al cambio. Por otro, ese anacronismo al que se enfrenta y la intervención de actores sumamente heterogéneos lo ponen en una crisis permanente, que lo obliga a una mutabilidad constante. Los cimientos parecen ser siempre los mismos, pero los ladrillos se ponen y se sacan a cada rato. Estas enriquecedoras contradicciones pueden verse a lo largo de todo el metraje de Escuela vida, documental de Silvina Estévez que va recorriendo las estaciones del año junto a los estudiantes y docentes de una escuela pública situada en medio de un bosque y al lado del mar. La realizadora no pretende ser original o disruptiva, eligiendo un abordaje elemental y lógico: un seguimiento permanente de las rutinas, acciones, diálogos y eventos que se van dando día a día en la escuela, indagando en los entrecruzamientos entre docentes y alumnos. Pero esa elección no deja de tener sus riesgos y desafíos: no es simple introducir ese dispositivo que es la cámara dentro de una escuela, ya que puede ser invasivo y restar espontaneidad. Afortunadamente, hay que reconocer que hay un óptimo trabajo en la puesta en escena: el punto de vista que asume la realizadora es casi invisible, cerca de los cuerpos pero sin generar incomodidad, buscando minuciosamente esos momentos que surgen puntualmente y que marcan evoluciones en ese proceso complejo y apasionante que es el aprendizaje. Hay pasajes de la película donde remarca ciertas cuestiones y explicita algunos posicionamientos que, por redundantes, le restan fluidez e impacto. Pero el balance general es atractivo a partir del hallazgo de las dinámicas que atraviesan a los tiempos, espacios y actores escolares. Escuela vida, con sus desniveles, vuelve a mostrar que el ámbito educativo tiene componentes indudablemente cinematográficos y que allí hay personajes apasionantes e historias que merecen ser contadas.
LA BAJADA DE LÍNEA COMO ÚNICO RECURSO Alberto Lecchi forma parte de una parte de la generación de los noventa en el cine argentino que en verdad se formó a partir de ciertos preceptos discursivos y estéticos del cine nacional de los setenta y ochenta. Ya en sus dos primeras películas, Perdido por perdido (1993) y El dedo en la llaga (1996), se podía ver una tensión no resuelta entre la necesidad bajar línea desde lo discursivo y un mayor apego a las herramientas genéricas. Simplificando, un debate entre el cine de Adolfo Aristarain y el de Héctor Olivera. Pero si en su ópera prima parecía pesar más la vertiente propia del realizador de Tiempo de revancha, en su segundo film la que se terminaba imponiendo era la línea del director de La Patagonia rebelde. Sus siguientes películas continuaron por esa misma senda, con lo narrativo siempre condicionado por la necesidad de una discursividad explícita. En Te esperaré, ese proceso vuelve a repetirse, a partir de un relato centrado en la figura cuasi simbólica de un tal Miguel Creu, que en el film es presentado como un eterno luchador que participó de casi todas las luchas revolucionarias del Siglo XX y que terminó encontrando la muerte durante la última dictadura militar en la Argentina. Mientras un escritor español llamado Juan Benítez (Juan Echanove) ha ido siguiendo y retratando toda su trayectoria, convirtiéndose prácticamente en su biógrafo oficial; para su hijo, Ariel (Darío Grandinetti), desarrolló un vínculo dificultoso, con varias cuestiones que quedaron pendientes, que se agravan porque su hijo Federico (Juan Grandinetti) tiene a su abuelo como un referente político y simbólico. A partir del hallazgo del cuerpo de Miguel y su esposa en una fosa común por parte del Cuerpo Forense, esas líneas de conflicto empiezan a confluir, en una historia que gira alrededor de los lazos afectivos y las relaciones paterno-filiales. Durante la primera hora, se puede intuir que Lecchi no termina de contar algo porque pareciera estar buscando precisamente qué contar, mientras va presentando a los distintos personajes. Y si durante esos minutos Te esperaré exhibe pasajes donde se permite encontrar rangos aceptables de fluidez en la construcción de climas dramáticos, ya hay un cierto entorpecimiento en la falta de rigor para construir diálogos –el primer encuentro entre Juan y una fotógrafa está plagado de inverosimilitudes- o retratar mundos profesionales: Ariel, por ejemplo, es un arquitecto que trabaja en una obra en construcción vestido como si estuviera en una oficina de Puerto Madero. Pero lo peor llega, llamativamente, en la última media hora, cuando Lecchi encuentra por fin eso que quiere contar. Allí, la estructura narrativa de Te esperaré se cae a pedazos sin remedio. Lo dramático se da la mano con el thriller policial, pero es un Coronel interpretado por Hugo Arana –en plan villano caricaturesco- el que marca el ritmo y las ambiciones de la película, que van en consonancia con bajar línea a favor de una idealización absoluta de los métodos y motivaciones de la lucha revolucionaria contra el imperialismo y las dictaduras como la de Videla. El problema no pasa solamente por la mirada esquemática, lineal y superficial que construye Lecchi –casi no hay problematización de ese padre ausente que es Creu, porque lo que se impone claramente es la admiración por sus causas y acciones-, sino también por esa ausencia de rigor que ya venía de antes pero que en los últimos minutos llega a niveles casi risibles. Lo que parece importar en Te esperaré es decir algo reivindicatorio sobre las luchas revolucionarias del siglo pasado. Lo que sea y cómo sea. Por eso las frases invadidas de impostación, las actuaciones desbordadas (hay una escena entre Grandinetti y Echanove que se ubica entre los primeros puestos de los excesos actorales que han sabido darnos las co-producciones entre Argentina y España), los personajes –como el de Jorge Marrale- sin verdadero sentido dentro de la historia y los giros insostenibles en la trama. Lo que no hay es narración y construcción de personajes, herramientas cinematográficas a las que Lecchi nunca toma en cuenta.