ATRÁPAME SI PUEDES Pasan los años y sigue siendo difícil definir a Steven Spielberg como cineasta. Ojo, hay gente que lo entiende sin ningún problema: son los que incurren en simplificaciones alarmantes, en las que se nota demasiado que lo juzgaron de antemano, antes de ver lo que tenía para ofrecer. No se trata de que es imposible criticar a Spielberg: hay muchas cosas en su cine para cuestionar (El mundo perdido: Jurassic Park, secuencias de La lista de Schindler o Munich, por citar algunos ejemplos) y personalmente nunca le voy a perdonar que haya elegido a Michael Bay para que se haga cargo de la saga de Transformers. Pero el cine de Spielberg es complejo, ambiguo, contradictorio. Y esas características se potencian por el dinamismo y la velocidad de sus narraciones, pero también por el lugar problemático desde el que se posiciona: muchas veces no queda claro si está contando sus historias desde la butaca del cine, codo a codo con el espectador; desde la pantalla, inmerso en la materialidad ficcional; o desde una instancia intermedia, difusa, donde pareciera contemplar y recortar el proceso de producción y recepción cinematográfico. En ese sentido, Ready Player One podría pensarse como su película definitiva, donde el realizador piensa y reconfigura buena parte del imaginario que él mismo ayudó a crear, desde adentro pero también con un pie afuera. No deja de ser llamativo cómo esta adaptación de la novela de Ernest Cline, centrada en la competencia que se desata por el control de un universo virtual llamado OASIS a partir de la muerte de su creador, no es usada como mera excusa por el director para montar un discurso. Aún cuando quiere configurar una mirada sobre el mundo –algo que está presente cada vez más en su filmografía más reciente-, Spielberg siempre pone el acento en los personajes. Lo que se impone en Ready Player One es el camino de Wade (Tye Sheridan), un joven para el cual OASIS es una gran vía de escape, pero que irá iniciando un camino de aprendizaje donde las dinámicas grupales, los lazos de lealtad, el amor y el diálogo con el otro son factores decisivos. En un punto se la puede pensar como una relectura de ET, pero hay más, mucho más. Y hay más porque Spielberg retoma un tema subyacente en su filmografía, que es la maldición de la creación y el descubrimiento: desde por lo menos Tiburón, pasando por la saga de Indiana Jones, Jurassic Park, Minority Report o Guerra de los mundos, está ahí, latente. Spielberg nos ha dicho unas cuantas veces que el descubrir o crear implica responsabilidades que muchas veces no podemos asumir, que lo que revelamos o moldeamos a través de la exploración o la experimentación adquiere vida propia, decisiones propias. Ahí es donde surge la figura clave del creador de OASIS, James Halliday (Mark Rylance), alguien que construyó un mundo que luego solo supo controlar a medias, que por evocar con todo amor una enorme serie de referencias culturales que marcaron su infancia, en un momento dejó escapar el amor y perdió de vista su identidad infantil. Es como el rostro más humano del Zuckerberg de Red social –reemplazando la melancolía por el cinismo-, una actualización del Frank Abagnale Jr. de Atrápame si puedes o quizás una representación del propio Spielberg, de ese creador eterno y permanente que ve como todas sus obras recorren vías propias, que le escapan a sus propias intenciones, a partir del contacto con el público. Aunque también Spielberg podría ser Wade, un joven que necesita de su alter ego virtual Parzival para sostener una identidad propia y que está en constante persecución de una multitud de enigmas dentro del gran enigma que es Halliday, otro padre ausente dentro de la filmografía del niño Steven, o por lo menos el referente que se fue, o que eventualmente se tenía que ir. En el recorrido de Wade hay una reivindicación del descubrimiento, donde no solo importa el resolver un interrogante, sino ese proceso mucho mayor, ese paso a paso que es mucho más rico y atractivo, por el que surge la verdadera personalidad. Y que también es incompleto: hay preguntas que no terminan de responderse, cabos sueltos que no llegan a dilucidarse, y ahí también hay un gesto de sabiduría, de lucidez, en aceptar que no hay una respuesta final, definitiva, que siempre hay más conocimiento por buscar e investigaciones que proseguir. Eso es lo que lleva a que Ready Player One sea una nueva reivindicación –otra más- de la inocencia por parte de Spielberg. Esa inocencia que no es lo mismo que la ingenuidad, la que permanentemente pregunta por qué o cómo, la que fomenta la imaginación y que siempre va para adelante, aunque no deje de echar un vistazo hacia atrás. Por algo el villano –interpretado por Ben Mendelsohn- es un cínico, alguien que no piensa de manera imaginativa, que siempre quiere la respuesta pero no hace las preguntas, que solo busca ganar pero no piensa en cómo jugar, que hasta se muestra incapaz de construir un camino propio y por eso no le queda otra que dar órdenes a subordinados. En el medio, como eje inquebrantable, la aventura: Ready Player One es una fantasía arrolladora y apasionante, con una estructura firme pero a la que nunca se le nota la mecanicidad, repleta de personajes queribles –todavía me cuesta elegir a un favorito-, una sucesión cautivante de citas y referencias culturales, y una gran cantidad de secuencias que constituyen una verdadera lección de cómo concebir el entretenimiento. Es ese posicionamiento la que la define como una película moderna (en su vocación entre experimental e innovadora) y a la vez superadora de la posmodernidad, por cómo se aleja de todo cinismo posible y se hace cargo de cómo el espectador transforma la obra, de cómo la recepción puede ser parte de la producción. Con Ready Player One, Spielberg va delineando una coherente contradicción: por un lado, parece clausurar el imaginario que cimentó en las últimas décadas del Siglo XX, ese que han citado y rescatado films como Super 8 o series como Stranger things; pero por otro, deja las puertas bien abiertas y hasta se atreve a trazar posibles vías hacia el futuro del cine y el entretenimiento. Spielberg quema y construye puentes a la vez. Lo hace desde un relato que es una declaración de amor al arte de lo lúdico, a la amistad, al romance –hay varias historias de amor metidas en la trama central, todas interesantes-, al laburo grupal, a las segundas oportunidades y a la realidad como instancia de interpelación de lo ficcional. Spielberg podría ser Halliday, Parzival o Wade, pero también ha sido (y es) Indiana, Frank Abagnale Jr., Elliott y tantos más. No lo sabemos porque su identidad muta a cada film. Steven huye hacia adelante, no para de moverse y hay pocas cosas más hermosas que perseguirlo, y perseguir su cine. Atrápenlo si pueden.
UNA SECUELA DE ESTOS TIEMPOS La secuela que es Titanes del Pacífico: la insurrección no deja de ser un cabal reflejo de los tiempos actuales, donde Hollywood piensa la mayoría de los proyectos en función de construir franquicias, aún cuando no haya una necesidad o expectativa de que eso finalmente suceda. Esta segunda entrega, por ejemplo, se concreta no porque haya un público que la pida o un éxito que la justifique, sino más que nada por la terquedad de los estudios involucrados, que además parecieran necesitar gastar dinero y/o rellenar calendarios. En Titanes del Pacífico, Guillermo del Toro había construido un entretenimiento sumamente disfrutable –aún con sus deficiencias en el diseño de los personajes-, que se permitía desplegar superficies lúdicas e imaginativas, sin dejar de lado una lectura política que pasaba más que nada por el trabajo conjunto entre naciones y culturas en pos de enfrentarse a un enemigo común. Era un film donde se intuía la perspectiva entre adolescente e infantil de su realizador, pero también una mirada más adulta que reflexionaba sobre una época donde Oriente y Occidente comenzaban a encontrar puntos de encuentro, tanto desde lo económico como lo cultural. Y aunque hilvanaba un mundo -lleno de múltiples referencias a otras creaciones- con chances de mayor exploración a futuro, también funcionaba como un relato conclusivo, que contaba su propia historia autónoma. Distinto es el caso de esta secuela estrenada casi cinco años después. Y es distinto desde la repetición, porque se nota demasiado que la premisa argumental de Titanes del Pacífico: la insurrección es más bien una excusa, en la que la nueva amenaza de los monstruos Kaiju surge a partir de una traición interna y los que deben enfrentarla es una nueva generación de pilotos Jaegers liderados por Jake Pentecost (John Boyega), el rebelde hijo del personaje de Idris Elba de la primera parte. Hay un indudable intento por parte del director y co-guionista Steven S. DeKnight por construir una dinámica grupal entre los protagonistas, indagando en las tensiones internas entre los individuos, los pasados traumáticos, las relaciones con los legados familiares, la búsqueda de identidades propias y las implicancias del liderazgo, pero rara vez trasciende la superficialidad o la conexión deliberada con su predecesora. Todo es bastante simplista, los cambios en los personajes se dan de manera demasiado abrupta y el carisma (que ya era un problema en la película original) brilla por su ausencia: a Boyega le pesa demasiado el protagónico y luce forzado en su papel, y el resto del reparto (con especial énfasis en el anodino Scott Eastwood) no aporta mucho. Por eso es que Titanes del Pacífico: la insurrección solo alcanza un nivel decente de dinamismo y vigor cuando se zambulle en lo que el espectador espera, que son las secuencias de lucha entre los robots y monstruos. Ahí es donde la segunda parte ratifica una diferencia sustancial con la saga de Transformers: se entiende todo lo que pasa y hay un manejo más que acertado del espacio en relación con los objetos a partir del montaje. Pero eso es apenas cumplir con los estándares mínimos de lo que se podía esperar del film. Lo que imperan son los mecanismos de repetición, en una secuela forzada, que encima se muestra demasiado preocupada por dejar abierta la puerta para la concreción de una trilogía. Titanes del Pacífico: la insurrección es una representante pero también una víctima de estos tiempos, donde la voluntad por armar franquicias se impone a la creación de relatos que se sostengan por sí mismos.
MECANISMOS AGOTADOS La ópera prima de Florencia Percia, retoma unos cuantos lugares comunes del cine argentino de las últimas épocas: los tiempos muertos, los personajes apáticos, los conflictos que antes que estallar se insinúan, las acciones erráticas y hasta un tanto estiradas. Cetáceos es, en cierto modo, como un compilado formal, narrativo y hasta temático de una corriente dominante dentro del ámbito independiente de la cinematografía nacional. Se podría pensar que el film intenta realizar una operación de relectura y actualización, a partir de su relato centrado en una mujer que, cuando su pareja se va de viaje, empieza a abrirse a situaciones y actividades que van por fuera de su rutina habitual, lo que propicia un cambio en su persona. Lo cual sería razonable, ya que estamos ante una serie de mecanismos que ya lucen avejentados. Pero en verdad no hay relectura, actualización o revisión, sino una simple (y un tanto vacua) repetición, que hace al relato extremadamente previsible. Cetáceos tiene un horizonte de espectador (el público festivalero, particularmente el “baficero”) demasiado pensado y definido, lo cual le resta una enorme cantidad de riesgos. A la directora se le nota una indudable capacidad para trabajar el encuadre y hasta el manejo de determinados diálogos, pero su desafío a futuro es crear personajes tangibles, que generen una real empatía. Quizás la clave para films como Cetáceos y otras producciones asentadas en el circuito festivalero pase por pensar (y pensarse) más allá de esa frontera invisible que es un festival de cine como el BAFICI. Mientras no haya un giro en esa configuración, que vaya de la mano con la interpelación a un público más amplio, la redundancia continuará siendo la norma.
DESEARÍA ESTAR…MUERTO En el momento de su estreno, El vengador anónimo (1974) supo interpelar al público de su época y permaneció durante las décadas siguientes como un film de culto un tanto culposo, características que acrecentó con sus entregas posteriores, en las que Charles Bronson explotó su personaje de vigilante justiciero casi hasta lo paródico. En un punto, esto no deja de ser lógico: el germen fascista de la justicia por mano propia atraviesa a todas las capas sociales, lo cual incluye a los votantes de Trump o Macri (¡aguante Chocobar!), pero también a las bellas almas que reivindican nociones garantistas mientras justifican a Patota Moreno. Eso es lo que también explica el éxito de sagas que avalan el accionar policial por izquierda, como la de Harry el Sucio, o la popularidad de personajes del cómic como Batman o Punisher. Todos tenemos nuestro pequeño enano facho adentro, y eso ocurre desde tiempos inmemoriales, fruto en buena medida de la desconfianza creciente hacia la capacidad de las instituciones estatales para hacer cumplir la ley y mantener el orden. Eso es lo que también entendió Brian Garfield, autor de la novela Death wish, en que se basó el film de Michael Winner. Aunque claro, su perspectiva no era precisamente celebratoria o justificativa de la justicia por mano propia y el accionar vigilante, sino todo lo contrario: el relato literario dejaba en claro que para cada acción había una reacción y que la espiral de violencia funcionaba a partir de una constante retroalimentación. Por eso escribió una secuela, Death sentence, que servía como respuesta a la saga de Charles Bronson y profundizaba la mirada del primer libro, y que fue retomada en la adaptación del 2007 Sentencia de muerte, de James Wan, film bastante oscuro y terrible que se sostenía esencialmente como drama personal. Esta nueva versión de El vengador anónimo, titulada en la Argentina como Deseo de matar, es mucho más fiel al espíritu del film con Bronson que a la novela, y desde ahí arrancan sus principales problemas. Esto se da porque la película pareciera pretender que no pasaron más de cuatro décadas entre las distintas encarnaciones y pretende utilizar un discurso que ya ha sido referenciado y reelaborado una multitud de veces, sin decir nada realmente nuevo. Las únicas diferencias pasan por aportes un tanto superficiales del director Eli Roth, quien presenta secuencias donde la violencia ingresa al territorio de lo gore –especialmente una que tiene lugar en un taller mecánico- hasta dar la impresión de que estamos ante una secuela de Hostel; y escenas que introducen a los medios de Internet, los memes y la viralización como factor de expansión del discurso de mano dura y el debate social sobre las acciones individuales. No hay mucho más que eso y el film no encuentra mucho más para afirmar. El otro problema relevante pasa por los personajes, especialmente por el protagonista, Paul Kersey (Bruce Willis), un cirujano con una vida feliz y tranquila hasta que, luego de un asalto a su casa, su esposa es asesinada y su hija adolescente (y a punto de partir hacia la universidad) queda en estado de coma, lo cual lo lleva a incurrir en sucesivos actos de justicia por mano propia y eventualmente chocar con los hombres que arruinaron su vida. El desarrollo de los conflictos es cuando menos apresurado y la transición de Kersey del tipo pacífico al vigilante desatado es totalmente abrupta (es llamativo cómo en cuestión de minutos pasa de ser un tipo que se asusta con los disparos a alguien que no vacila en asesinar a sangre fría), como si Roth quisiera llegar lo antes posible al festival de sangre y vísceras que el pueblo reclama. Eso se potencia por la actuación de Willis, quien aborda el rol en piloto automático, convirtiéndolo en un John McClane de los suburbios, pero no por un proceso de relectura o actualización, sino por pura pereza. Deseo de matar es un film banal en su abordaje de la violencia y la justicia por mano propia, que desperdicia el potencial de Chicago como espacio urbano, toma todas las decisiones dramáticas facilistas y hasta muestra cierta culpa de su ideología fascista, por más que el plano final anule todas las contradicciones antes exhibidas. Es, de hecho, casi como otra innecesaria secuela de El vengador anónimo, solo que con Willis tomando la posta de Bronson. Por eso hace recordar al chiste del capítulo A star is Burns, de Los Simpson, donde el crítico Jay Sherman mencionaba el estreno de la inexistente Deseo mortal 9, y se veía a Bronson diciendo “desearía estar…muerto”. Y sí, uno también desearía estar muerto.
FRÍAS SUPERFICIES Dentro del espectro hollywoodense, Operación Red Sparrow no deja de ser un experimento raro y con un horizonte de espectador difuso. Eso no significa que esta nueva reunión entre Jennifer Lawrence y el director Francis Lawrence (que ya habían trabajado juntos en tres entregas de Los Juegos del Hambre) no posea sus dosis de cálculo. Es ahí precisamente donde el film establece una lucha interna, entre los riesgos sinceros que corre y la búsqueda demasiado automatizada de provocación. El relato, basado en una novela de Jason Matthews, plantea una actualización del género de espías, centrándose en Dominika Egorova (Lawrence), quien luego de una lesión que acaba con su incipiente carrera como bailarina, es reclutada para integrar la Escuela Sparrow, una especie de división secreta del Servicio de Inteligencia de Rusia cuyos integrantes usan sus cuerpos como armas físicas y psicológicas. En su primera misión, le encomiendan seducir a un agente de la CIA (Joel Edgerton) para poder develar la identidad de un traidor que está pasando información sumamente relevante, lo que la llevará a ingresar en un entramado de mentiras y traiciones que no solo pondrán su vida en peligro, sino también la seguridad de las naciones involucradas. Este argumento sirve como excusa para que el film funcione como una especie de reversión temática en clave espionaje de lo aportado por la dupla Lawrence en la saga de Los Juegos del Hambre. Esto es, una reflexión continua sobre el artificio, las construcciones de imaginarios, las máscaras, las apariencias y las significaciones de los cuerpos, algo que la actriz ha seguido trabajando en otras películas de su carrera. De hecho, sus papeles en Joy: el nombre del éxito, Escándalo americano o El lado luminoso de la vida (por nombrar solo algunos título) no solo parecen ser operaciones actorales para avalar posiciones y acciones femeninas, sino también construcciones y deconstrucciones simultáneas de su propia iconicidad, de su estatus como estrella global. Claro que en la franquicia de Los Juegos del Hambre como en los otros films mencionados, en muchos pasajes terminaba pesando más lo simbólico e icónico que los conflictos desplegados, con la figura de Lawrence absorbiendo toda la atención hasta anular todos los demás elementos, y en Operación Red Sparrow sucede algo parecido. La película aborda múltiples superficies genéricas hasta convertirse en un cambalache lustroso aunque también atrayente: está la trama de espías, pero también el romance que roza lo trágico, el thriller erótico, el drama materno-filial, los lazos familiares retorcidos, la visión cínica sobre las confrontaciones geo-políticas y lo femenino inserto dentro de reglas machistas, todo atravesado por una puesta en escena que no teme apretar bastante el acelerador con su despliegue de desnudos frontales y secuencias de marcada violencia. De hecho, la historia se configura como un tratado sobre el cuerpo femenino como objeto de deseo y mercancía que es definitivamente inusual dentro del ámbito mainstream. Sin embargo, rara vez llega a importar de manera cabal lo que le sucede a Dominika y los obstáculos (físicos, laborales, amorosos, identitarios, familiares) que enfrenta. Eso quizás se deba a que la narración no llega a encontrar un tono unificador, alternando entre la mirada irónica sobre los juegos de poder que Dominika monta con otros personajes y la solemnidad de muchos climas. En Operación Red Sparrow –que asevera bastante explícitamente que la Guerra Fría no terminó y continúa por otras vías- conviven mecanismos cuasi paródicos emparentados con el cine de Paul Verhoeven con la seriedad impostada de la actualidad. Si el cineasta holandés en Elle: abuso y seducción era capaz de decirnos desde una sutil brutalidad y un humor oscuro que las mujeres pueden ser perfectamente autónomas, y por ende cometer actos terribles sin ninguna clase de culpa, el director que es Lawrence carece de esa sofisticación, es al final de cuentas bastante culposo y por eso necesita remarcar su discurso. Y claro, apoyarse en el carisma de la actriz que es Lawrence, que aún con su cuerpo totalmente desnudo y expuesto sigue siendo un dilema difícil de dilucidar. Operación Red Sparrow, su multitud de capas, giros y máscaras, termina padeciendo los mismos problemas que su protagonista: su identidad es difusa y su apariencia algo fría, con lo que termina siendo un objeto tan atractivo como distante.
DUELO DE MACHOS PROFESIONALES Aunque está lejos de calificar como clásico –de hecho, es un film bastante discutido-, Fuego contra fuego es un film definitivamente emblemático de los noventa y creador de un paradigma en lo que se refiere al realismo en la acción. La ambición de Michael Mann lo llevó a expandir el relato original del piloto para televisión L.A. takedown, construyendo una saga policial y criminal algo despareja en el desarrollo de los personajes, pero cautivante desde los aspectos audiovisuales: pocas veces Los Ángeles había sido tan fascinante como espacio urbano y la obsesión por el profesionalismo se trasladaba incluso al sonido, con el impactante tiroteo a la salida de un asalto bancario como máxima expresión. Para bien y para mal, Fuego contra fuego se convirtió en un punto de referencia para el cine de acción posterior, a la vez que Mann terminaba de consolidar un estilo propio y lo seguiría profundizando en películas posteriores como Colateral: lugar y tiempo equivocado, Miami Vice, Enemigos públicos y Blackhat: amenaza en la red. El diálogo con Fuego contra fuego es explícito en El robo perfecto, que actualiza (y hasta casi repite) el duelo profesional entre policías y ladrones, esta vez centrándose en el enfrentamiento entre el Teniente que encabeza la División de Crímenes Mayores de Los Ángeles (Gerald Butler) y el líder de una exitosa banda de ladrones de bancos (Pablo Schreiber). Pero también con otras expresiones más recientes que abordan la violencia urbana y los códigos de los sujetos a ambos lados de la ley, como Día de entrenamiento y Atracción peligrosa. Y lo que va quedando es un híbrido, un poco a mitad de camino entre el cuento básico de L.A. takedown y las ambiciones un tanto épicas de Fuego contra fuego, atravesadas por elementos propios del cine del presente. En un punto, la ópera prima del director y guionista Christian Gudegast (quien venía de co-escribir Londres bajo fuego y Un hombre diferente) muestra a un realizador que pareciera haber aprendido unas cuantas lecciones de sus referentes pero solo las básicas y no todas como para terminar de diseñar un estilo propio bien definido. Por ejemplo, no terminan de cimentarse las distintas dinámicas grupales; de hecho, el único personaje que tiene un mayor desarrollo personal es el de Butler, cuya subtrama familiar –que incluye todo un proceso de divorcio- es tan superficial como redundante. Gudegast, evidentemente, quiere decir algo sobre cómo lo laboral termina alterando lo afectivo, pero no pasa de cederle espacio a Butler para que muestre su lado más desagradable, construyendo un personaje con más de una similitud con el de Denzel Washington en Día de entrenamiento. En cambio, Gudegast muestra mayores aciertos cuando sus personajes se callan para pasar a expresarse desde lo corporal: las miradas, gestos, incluso los tatuajes que pueblan sus físicos, dicen mucho más sobre los protagonistas de El robo perfecto que sus palabras. Por caso, hay una escena en un polígono de tiro donde no pareciera suceder nada, pero en verdad dice mucho sobre los códigos machistas que atraviesan a dos bandos supuestamente opuestos, pero que comparten más de una característica. Y eso queda mucho más explícito en los dos tiroteos principales –uno al principio del film, el otro casi al final-, en los que se fusionan la conducta profesional con la conciencia grupal. Allí es donde la frialdad que afecta a buena parte del relato adquiere connotaciones positivas desde el vigor y la fisicidad de la puesta en escena. Claro que, como dijimos antes, Gudegast no puede evitar anclarse en ejes contemporáneos, propios del cine actual, y ahí es donde aparece la necesidad casi patológica de construir una franquicia. El giro del final, pretendidamente astuto y que deja las puertas abiertas para una secuela, es cuando menos forzado, poco verosímil y hasta va a contramano con el tono que se pretendió hilvanar durante casi toda la película. Aún con sus factores de interés –sustentados en cómo delinea el duelo entre machista y profesional entre los protagonistas-, El robo perfecto no deja de ser una copia carbono de muchas cosas ya vistas.
COMPLACER ES LO PRIMERO No deja de llamarme la atención el nivel de euforia que hay en los críticos estadounidenses con Pantera Negra, aunque si se lo piensa un poco, tiene su lógica: en una época donde lo que impera es la corrección política, esta nueva entrega del universo Marvel aprieta todos los botones indicados y, desde una pose supuestamente disruptiva, se dedica a complacer a las mentes biempensantes. Lo que más se elogia en Pantera Negra es lo que se dice (que ni siquiera es tan original o profundo) y cómo se dice. Allí está precisamente la diferencia con los anteriores films del director Ryan Coogler, quien en Fruitvale Station y Creed: corazón de campeón había logrado trabajar apropiadamente, de formas enriquecedoras y complejas, cuestiones referidas al racismo, la construcción del heroísmo, los vínculos con las figuras paternas o maternas, y el peso de los legados. Pero en esta historia sobre T´Challa (Chadwick Boseman), quien tras la muerte de su padre retorna a la nación de Wakanda para ocupar su lugar como Rey y como Pantera Negra, pierde buena parte de la profundidad que venía caracterizando a su cine, en pos de cómodos recursos mensajísticos. Si el arranque del film es innegablemente interesante, a partir de cómo piensa los mecanismos narrativos para contar la historia de Wakanda y cómo su aislamiento del resto del mundo le permitió mantener en secreto sus notables avances tecnológicos, en los minutos siguientes se irán disolviendo las expectativas creadas inicialmente. Eso lleva, por ejemplo, a que el diseño audiovisual, que es espléndido, sea apenas eso: un diseño, una muestra un tanto prepotente de las capacidades de un tanque hollywoodense para impactar desde la composición estética. Detrás no hay mucho más, sólo superficie, y eso se traslada a los demás componentes de la película: T´Challa no es mucho más que un vehículo para dejar en claro que las acciones de los padres terminan incidiendo en los conflictos que afrontan los hijos; los personajes femeninos (como la hermana de T´Challa o su interés amoroso) están ahí para decirnos que las mujeres pueden pelear y ser inteligentes, aunque finalmente casi no tomen decisiones propias y sigan el liderazgo de los hombres sin muchas dudas; y Wakanda (lo que incluye a sus diversos personajes) está para dejar en claro que Africa también existe -aunque sea desde un país ficcional-, que puede tener autonomía, decidir su propio destino y aportarle algo al resto del mundo. No hay una verdadera construcción de un imaginario, sólo guiños y gestualidades, y hasta en la acción impera lo rutinario. Quizás el único personaje realmente interesante es el villano Erik Killmonger, encarnado por Michael B. Jordan, que a esta altura podría decirse que es la musa inspiradora de Cogler: en su recorrido funcionan de manera mucho más apropiada las tensiones con la figura paterna y el rencor que motiva a romper con determinados legados en función de otros. Y aunque la narración en muchos aspectos lo termina condenando a acciones estereotipadas, se puede intuir mucho mejor en su figura los choques entre el drama íntimo y las intrigas palaciegas (por lejos lo más interesante del film), los rituales culturales (que transitan unos cuantos lugares comunes) y las tensiones sociales que se hacen presentes en otros lugares del globo -definitivamente lo más lineal de la película-. Los problemas interaccionan en Pantera Negra: si la discursividad podrá disfrazarse de innovadora pero no pasa de lo políticamente correcto y la previsibilidad (la secuencia del final en la ONU es un buen ejemplo de eso); el mensaje que quiere transmitir el film se come a los personajes y se limita a decir exactamente todo lo que quiere escuchar el espectador. De hecho, la película es mucho menos arriesgada desde lo narrativo que, por citar un par de casos, Thor: Ragnarok o Iron Man 3. Hasta podría decirse que es como la versión Marvel de Diamante de sangre. Aunque no termine de congeniar directamente con el film, algunas declaraciones de Kevin Feige ayudan a explicar las limitaciones de Pantera Negra. El showrunner del Universo Cinemático Marvel (y factor importante en algunas películas excelentes, hay que reconocerlo) dijo que él creció en Estados Unidos siendo un hombre blanco y que se acostumbró a que sus héroes cinematográficos lucieran como él, por lo que quería que todos sintieran lo mismo que él. Un tierno, ¿no? Habría que recordarle que no es un gran innovador (por ejemplo, Wesley Snipes hizo una larga carrera como héroe de acción y hasta protagonizó la trilogía de Blade); que los negros no son la única minoría que quiere ver héroes propios en la pantalla grande; que recién para el 2019 Marvel nos va a dar una heroína protagonista en Capitán Marvel, después de tenerla durante un largo rato de secundaria a Viuda Negra; y que recién tras una década de existencia del Universo Cinemático y sobre el final de la Fase 3 llega un film sobre un superhéroe afroamericano. Cuando se analiza un poco el asunto, no cuesta mucho llegar a la conclusión de que Marvel, aún con todas sus virtudes, no deja de practicar la típica tolerancia de cartón corrugado del marco hollywoodense y el artístico en general. Y en punto es comprensible, no se le puede pedir a Hollywood que sea revolucionario. Lo que sí puede pedírsele es que no pretenda ser revolucionario y que no sobreactúe. Pantera Negra es eso: sobreactuación y pretensiones pseudo revolucionarias, mientras se siguen confirmando todos los esquemas.
EL DINERO ES ALGO MALO, MUY MALO No deja de ser llamativo que Ridley Scott necesite de más de dos horas para volcar ideas extremadamente básicas, del tipo “el dinero no hace la felicidad”, y no pueda ir más allá de esa superficie biempensante. Todo el dinero del mundo, que cuenta la historia del secuestro del joven John Paul Getty III y los intentos de su madre para convencer a su millonario abuelo Jean Paul Getty de pagar el rescate, se queda con un punto de vista obvio, previsible, que lleva al relato a atmósferas definitivamente anodinas. No debería ser difícil preguntarse por qué Scott eligió llevar a la pantalla grande esta historia, ya que los hechos reales son apasionantes, complejos en su explicación, seguramente con unos cuantos agujeros negros –que son terreno fértil para el abordaje ficcional- y una muestra de cómo pensaba y accionaba Getty. Pero a la vez es difícil indagar en el por qué de la concreción del proyecto, porque es un tanto asombroso el desgano con el que filma Scott, que filma todo con un nivel de frivolidad digno de la revista Gente (porque la verdad que Caras tiene algo más de qualité) y hasta un tono sensacionalista en clave Crónica TV pero bastante más aburrido. Lo cierto es que no debería sorprender esto en Scott, un realizador que tuvo un arranque notable en su carrera –entregando en sucesión tres clásicos como Los duelistas, Alien, el octavo pasajero y Blade runner-, para luego ir convirtiéndose en un artesano apenas efectivo. Ya lo habíamos visto desganado en films como Los tramposos y Un buen año, y sensacionalista en películas como Hannibal y Hasta el límite, aunque acá no aparece ese narrador funcional que rodó Gángster americano o Misión rescate. En Todo el dinero del mundo no hay nada que uno no pueda averiguar por Wikipedia o algún artículo periodístico mínimamente inquisitivo. Y, al igual que Getty –que más que coleccionista, era un acumulador de cosas y hasta personas-, el film se dedica a practicar la acumulación: de ahí que se expongan de la manera más banal todas las anécdotas comunes sobre el suceso en cuestión, como la cabina telefónica que tenía el millonario petrolero en su mansión o el momento en que los secuestradores le cortan la oreja al joven Getty (secuencia donde Scott demuestra que el pudor no es lo suyo). Por eso es que Todo el dinero del mundo solo termina teniendo como recurso legítimo las actuaciones, ya que Michelle Williams aporta cierto equilibrio a un rol maternal que se prestaba al desborde; Mark Wahlberg trabaja con efectividad el profesionalismo del jefe de seguridad Fletcher Case; y Christopher Plummer –acertado reemplazo luego de las denuncias contra Kevin Spacey por acoso sexual- le brinda humanidad a un Getty al que la película casi siempre pretende retratar desde los estereotipos y esquematismos esperables. El resto son obviedades y el film, de manera casi lógica, termina funcionando mucho mejor cuando se apoya en el molde genérico del thriller a partir de las idas y vueltas del secuestro. Allí es donde resurge el Scott más virtuoso, ese que sabe ponerse al servicio de la narración y contribuir con algo de nervio y fisicidad al relato. Sin embargo, lo que se impone en Todo el dinero del mundo es el trazo grueso y la manipulación, que no solo se extiende a su mirada sobre la codicia y sus implicancias, sino también a otros aspectos de la historia, como toda la subtrama alrededor de Cinquanta –el secuestrador a cargo de las negociaciones-, que roza lo inverosímil. Aún así, lo peor es su timidez y apatía, la poca convicción con la que explora las diferentes violencias –físicas, pero también psicológicas y financieras- puestas en juego, que llevan a que la saga de los Getty sea un objeto tan calculador como soporífero.
UNA MALA CON TIBURONES Ya lo decía Matías Gelpi en su crítica sobre Miedo profundo: el subgénero de films con tiburones tiene numerosos exponentes, toda una tradición detrás y, aunque la mayoría son productos olvidables, también hay una obra maestra absoluta e indiscutible llamada Tiburón. Lamentablemente, a diferencia de la película protagonizada por Blake Lively y dirigida por Jaume Collet-Serra, 47 meters down es un film mediocre, cuyo pequeño éxito (recaudó más de 43 millones de dólares en Estados Unidos a partir de un costo de apenas algo más de 5 millones) es difícil de explicar. El film del británico Johannes Roberts se centra en dos hermanas (Mandy Moore y Claire Holt) de vacaciones en México que se embarcan en una incursión donde se explora la profundidad del mar desde el interior de una jaula. Sin embargo, algo sale mal (muy mal), el cable que conecta a la jaula con el barco se rompe y pronto las pobres hermanas quedan sumergidas a 47 metros de profundidad, rodeadas de tiburones y con apenas una hora de oxígeno. A priori, una propuesta limitada pero con cierto potencial. El problema es que para que la premisa, por pequeña que sea, consiga atrapar, se necesitan personajes mínimamente atractivos. Y la verdad es que estas dos hermanas rozan lo insoportable, especialmente la encarnada por Moore, con su corazón con agujeritos porque su novio la dejó debido a que era aburrida (y la verdad que el tipo tenía toda la razón). Allí se ve una sustancial diferencia con Miedo profundo, cuya protagonista, aún en sus peores momentos, no dejaba de combinar dosis equilibradas de fortaleza y fragilidad, un margen de decisión propia en su enfrentamiento con lo más brutal de la naturaleza y su propia historia personal que le brindaban una identidad propia, sólida, tangible. Acá no, sólo tenemos muchos gritos, mucha histeria, muchos lamentos que rozan lo inverosímil, mucha pasividad y esquematismos por doquier. De ahí que 47 meters down avance a los tropezones, proponiendo distintos giros en la trama que en la mayoría de los casos son difíciles de sostener, con un gran estiramiento en las acciones y algún que otro hallazgo visual. De hecho, hay hacia el final una secuencia entre onírica y alucinógena que parece pertenecer a otra película, totalmente diferente y mucho más arriesgada que el producto general que es el film de Roberts. Son apenas unos minutos atractivos dentro de una película mediocre, aburrida y sin ideas, donde ni siquiera los tiburones generan empatía.
LA AUSENCIA DE DUDA Y AMBIGÜEDAD Convengamos que si 15:17 Tren a París no llevara la firma de Clint Eastwood, la estaríamos descartando con rapidez. Pero es de Eastwood, con todo lo que eso implica -estamos hablando de uno de los mejores cineastas de los últimos cincuenta años-, con lo que surge la mínima obligación de preguntarse cuáles eran las intenciones iniciales del proyecto y qué fue fallando a lo largo del proceso. Porque el resultado final es innegablemente bastante pobre. El film parte del hecho real en el cual tres amigos estadounidenses -Anthony Sadler, Alek Skarlatos (miembro de la Guardia Nacional de Oregón) y Spencer Stone (piloto en la Fuerza Aérea)- que estaban en pleno viaje turístico detuvieron milagrosamente a un terrorista que traía una ametralladora con la que se disponía a tirotear a los pasajeros de un tren que iba de Thalys a París. A partir de ese evento, el relato sigue la vida de los protagonistas, abarcando sus respectivas infancias, explorando el vínculo amistoso que tenían y la serie de sucesos bastante casuales que los llevaron a ese tren en particular. Pero además, Eastwood, posiblemente fascinado con el heroísmo sin dobleces, sin vueltas, casi inconsciente de Sadler, Skarlatos y Stone, toma una decisión radical: los pone a actuar de sí mismos, reproduciendo sus acciones desde el terreno ficcional, en un coqueteo arriesgado con la realidad tangible. El problema de 15:17 Tren a París no pasa tanto por el hecho de que haga hincapié en una discursividad ostensiblemente militarista y cristina. Al fin y al cabo, esos lenguajes -por más que no se los comparta- son tan válidos como cualquier otro, y han estado presentes de distintas formas en la filmografía de Eastwood. Menos aún por la remarcación del profesionalismo y el heroísmo, factores de enorme importancia en películas recientes del realizador, como Francotirador y Sully: hazaña en el Hudson. Pero si en esos films siempre había duda y ambigüedad, personajes preguntándose por las razones y consecuencias de lo que hicieron y hacen, aquí todo eso se disuelve y hasta anula rápidamente: los personajes son tan planos en sus miradas sobre el mundo, tan esquemáticos en sus acciones, tan convencidos de lo que hacen, que sus conflictos quedan reducidos a la mínima expresión. Eastwood pierde aquí toda la complejidad habitual de su cine, cayendo en una linealidad absoluta. Esta superficialidad en la que incurre narrativamente se termina trasladando a prácticamente todos los aspectos. Por eso 15:17 Tren a París queda empantanado no sólo en el panfleto militarista y el sermón cristiano, sino también en la mera sucesión de postales turísticas mientras sigue a sus héroes en su recorrido por Europa. Y eso se potencia por la presencia de los individuos reales, que resaltan aún más en su esquematismo. Quizás esto también se deba a lo poco que tiene Eastwood para contar: lo único realmente interesante es ese atentado infructuoso, no sólo por la violencia desplegada (que deja en claro que los protagonistas sobrevivieron a su acto heroico prácticamente de casualidad), sino también porque evidencia (de manera un tanto involuntaria) que Sadler, Skarlatos y Stone se parecían bastante a ese terrorista al cual se enfrentaron. Al igual que ellos, ese sujeto tampoco dudaba y estaba convencido de lo que se disponía a hacer. Sin proponérselo, el film nos dice que esos antagonistas encuentran factores que los emparentan. Durante el resto del metraje, poco hay para rescatar, excepto algunas pinceladas de humor -especialmente durante una escena en la que se visita el lugar donde murió Hitler y se cuestiona el imaginario histórico estadounidense-, que es el elemento que le permite a Eastwood tomar aunque sea una pequeña distancia de lo que observa y narra. El resto es puro esquematismo y se nota mucho que al cineasta lo perdió el embelesamiento por ese trío de muchachos puros e inobjetables. En los últimos años, Eastwood nos entregó maravillas como Gran Torino, Jersey Boys y Sully, pero eso no quita que 15:17 Tren a París sea muy fallida y posiblemente su peor película.