LA CÓMODA DISTANCIA Se podría pensar a La cordillera como una secuela más ambiciosa de El estudiante, pero con una sustancial diferencia: si aquel joven militante interpretado por Esteban Lamothe terminaba aferrándose a sus convicciones, casi como una forma de tranquilizar al espectador, en la nueva película de Santiago Mitre se da un procedimiento similar, pero con un recorrido contrario. Del mismo modo, podría verse a la película protagonizada por Ricardo Darín como una extensión de un capítulo liviano, casi de transición de House of cards, otra creación dedicada a confirmar lugares comunes y explotar un pensamiento consensuado y establecido. Pero aunque sea la serie con Kevin Spacey puede presumir de un mayor arrojo y atrevimiento, una voluntad de explotar bien a fondo todo el abanico de trampas que se pueden encontrar en los pasillos de Washington. Es que en verdad, detrás de su envase pulido, prolijo, lujoso -y que incluye una sucesión de nombres propios casi prepotente en su elenco-, La cordillera sólo tiene para ofrecer una vacua identidad. Sus conflictos son más bien impostados y altisonantes: la cumbre de jefes de Estado que afronta el Presidente que encarna Darín puede marcar un rumbo a futuro pero no demasiado más, porque apenas si lo pinta como líder político; el conflicto familiar que le surge a partir de la figura de su hija, que viene a explicitar una serie de oscuros sucesos del pasado y el presente, no deja de confirmar lo obvio y esperado. Las trascendencias de las decisiones están impuestas porque lo dice el guión de Mitre y Llinás. En cuanto se piensa un poco el relato, lo que queda claro es que puede parecer que suceden muchas cosas -de ahí el peso de la banda sonora en determinados pasajes-, cuando en verdad no pasa nada. Precisamente, en el guión podemos detectar una de las claves para la artificialidad e impostación de La cordillera: estamos ante un film cuasi literario, que a pesar de cuestionar explícitamente la metáfora como herramienta discursiva, recurre permanentemente a las figuras metafóricas (por ejemplo, a través de los sueños y visiones de los personajes) para explicar los conflictos; y que siempre necesita apoyarse en la palabra. Sólo en momentos muy puntuales Mitre consigue brindarle dinamismo a la puesta en escena, revelando espacios de poder que no son vistos habitualmente. El conocimiento técnico del realizador es innegable, pero eso no lo convierte necesariamente en un buen narrador, básicamente porque aunque tenga muchas cosas para decir, no tiene casi nada para contar. Por eso en La cordillera no suceden hechos sino discursos, los personajes sólo consiguen definirse desde la palabra y hasta hay un personaje como la periodista que hace Elena Anaya, que sólo está ahí para decir determinadas cosas o hacerle decir cosas a otros personajes. En esa acumulación discursiva -que descansa particularmente en las sólidas actuaciones de Darín y Erica Rivas-, La cordillera no dice nada nuevo: ni sobre la política, el poder, la ambición, las dinámicas de las relaciones internacionales, los vínculos familiares, y un largo etcétera. Eso ya se podía intuir en los slogans de la película, que dicen que “el mal existe” y que “la ambición no tiene límites”. Allí ya la película se limita de inmediato a sí misma, ya que nunca se pregunta por la existencia del “bien” y sus posibles definiciones o justificaciones. Tampoco se muestra capaz de pensar o explorar las potencialidades positivas del ámbito político, o cómo las convicciones personales deben enfrentarse a determinados escenarios morales; y menos aún por los niveles de responsabilidades individuales y sociales en la construcción de un proceso histórico, por pequeño y efímero que sea. Lo peor de La cordillera es justamente esa elusión de responsabilidades, nacida del distanciamiento con que contempla los acontecimientos: al igual que en El estudiante y La patota, Mitre amenaza con ser polémico, para terminar hilvanando un entramado tranquilizador para el espectador. Desde lejos, con su frío retrato de la elite política, La cordillera reafirma todos los prejuicios biempensantes, sin ofrecer nada distinto.
EL MISMO PLANTEO DE SIEMPRE A esta altura, se le debe reconocer al cine de Adrián Suar su coherencia: películas como Igualita a mí, Dos más dos y Me casé con un boludo -por nombrar sólo las últimas que hizo- son particularmente paupérrimas y El fútbol o yo continúa por la misma senda, con una devoción por el mal cine (igual habría que preguntarse si califica como cine) digna de mejores causas. Pero esa coherencia es fruto de la pura repetición, porque al fin y al cabo el cine de Suar gira alrededor de un tema único e ineludible: él, Suar. Perdón, ADRIÁN SUAR (con mayúsculas suena más importante). Es entendible que su éxito haya llevado a Suar a pensar que es un genio de la vida, pero estaría bueno que no se note tanto, porque ya es demasiado evidente que las historias de sus distintas películas son meras excusas para su showcito personal. Acá encarna a Pedro, un tipo cuyo fanatismo por el fútbol lo lleva a perder su trabajo, el contacto con su familia y finalmente su esposa Verónica (Julieta Díaz en piloto automático), en un relato planteado como una comedia de rematrimonio, aunque todo el ensamblaje narrativo es tan flojo y esquemático que el concepto se agota en los primeros minutos. De hecho, la primera media hora de El fútbol o yo está entre lo peor de la filmografía de Suar, lo cual es mucho decir. Y esto, llamativamente, no es tanto culpa de la estrella -que demuestra cierto compromiso con el papel al exhibir un rostro casi tan redondo como el de Maradona- como del director y guionista Marcos Carnevale, que no sólo no escribe una sola línea de diálogo decente, sino que se muestra incapaz de otorgarle algo de dinamismo a la puesta en escena. Otros realizadores que dirigieron a Suar, como Diego Kaplan o Juan Taratuto, han mostrado cierto conocimiento de las herramientas cinematográficas, pero el terreno de Carnevale es la televisión, y así obra: todo recuerda a una tira de Pol-Ka, en el peor de los sentidos posibles. Cuando el conflicto queda por fin planteado, después de haber recurrido a todos los chistes futboleros más obvios, El fútbol o yo empieza a avanzar, buscando delinear el camino de aprendizaje y redención de Pedro. Que la película avance es lo único meritorio que tiene, porque en verdad lo que hace es acumular situaciones y personajes, sin profundizar realmente en lo que tiene para contar, o deteniéndose cabalmente en las subtramas que parece abrir. Vale preguntarse, por ejemplo, para qué están los amigos que interpretan Federico D´Elía y Peto Menahem, además de para informar que Pedro tiene amigos; o cuál es el rol real que tienen las hijas, en un film que gusta de bajar línea con el discurso familiar, pero que sólo parece interesado en lo que Pedro puede hacer para recuperar a Verónica. El único personaje secundario con algo de vida es el interpretado por Alfredo Casero, básicamente porque le pone ganas al papel y monta un número propio, que en su anarquía aporta algo diferente en una película anodina. A El fútbol o yo no le importa ese deporte sobre el que supuestamente sustenta su relato. Tampoco le importa la comedia o el romance. Y es lógico, si analizamos mínimamente al protagonista que va delineando: un ser egoísta, autista, monotemático, que justifica sus miserias propias a partir de las ajenas -hay un diálogo entre Pedro y Verónica que es la cima de la manipulación-, hipócrita y hasta homofóbico, que sin embargo es justificado y hasta festejado por una narración sólo preocupada por el chiste fácil y el final tranquilizador. No hay conflictos reales en El fútbol o yo, sólo situaciones banales y personajes huecos, sin vida, sin pasión romántica o futbolera. Suar sigue filmándose a sí mismo, la crítica -en su gran mayoría- lo aplaude servicial y el público le defiende todo, otorgándole una impunidad artística pocas veces vista. El fútbol o yo es una nueva muestra de ombliguismo e individualismo, que no deja de ser, dolorosamente, un ejemplo concreto de lo que viene entregando en los últimos años el mal llamado cine industrial argentino.
DOCUMENTAL INFORMATIVO En Tango suomi se pueden detectar problemas similares a los que exhibe Lantéc Chaná, otro documental argentino estrenado esta semana: ambos son films demasiado recostados en lo temático y discursivo, lo cual les quita potencialidades para diseñar propuestas estéticas que se conecten a fondo con lo cinematográfico. La película de Gabriela Aparici aborda el extraño fenómeno que se da en Finlandia, un país que a lo largo del tiempo, sorteando toda clase de eventualidades, ha ido desarrollando su propia visión y perspectiva sobre el tango, que está tan arraigada en esas tierras que hasta se ha convertido en música nacional. Lo que propone el film es una especie de recorrido por una cultura y una sociedad que en muchos aspectos es totalmente distinta a la argentina, pero que encuentra una inesperada conexión a partir de las melodías tangueras. Lo cierto es que Tango suomi crece mucho cuando apuesta a la música como un componente no sólo estético sino incluso narrativo, dejando que la musicalidad funcione hasta como un orden estructurador para las imágenes. Lo contrario sucede cuando la película se regodea en las entrevistas o los comentarios que no sólo explican, sino que redundan en lo que se cuenta. Hay un dilema entre contenido y forma que el film no termina de resolver, con lo que le cuesta redondear a fondo su propuesta. El viaje cultural y social que es Tango suomi está atravesado por esas contradicciones estéticas, lo cual lo termina relegando al lugar de un documental esencialmente informativo y didáctico, ciertamente correcto en su realización, pero que sin embargo no llega a trascender realmente en la memoria del espectador.
UN HOMBRE, UN LENGUAJE, UNA CULTURA La historia de Blas Jaime es cuando menos singular, por cómo carga sobre su persona un compendio de simbolismos y discursividades. Ex predicador mormón, originario del litoral argentino, se reveló públicamente a los 71 años como el último heredero y conocedor de la lengua chaná, una etnia nativa sudamericana considerada como extinta desde hace más de dos siglos. El documental Lantéc Chaná sigue el proceso de validación y difusión de ese lenguaje, en lo que es también una reconstrucción cultural. El film escrito y dirigido por Marina Zeising es esencialmente simple en su concepción, apostando al seguimiento de Blas Jaime -un personaje sumamente carismático, dentro y fuera de la pantalla-, y a diversos testimonios, entre los que se encuentra el de Pedro Viegas Barros, investigador y lingüista del CONICET, quien estuvo encargado del proceso formal de validación de la lengua. Por momentos, Lantéc Chaná puede verse como una aventura o una road movie lingüística, donde el recorrido del protagonista y su historia está atravesado por el lenguaje, con lo corporal interactuando con lo discursivo. Blas Jaime es un testimonio cultural vivo, parlante y con una visión propia, y la película acierta en respetar ese factor decisivo. Donde Lantéc Chaná tropieza es en su casi permanente voluntad -particularmente en los minutos finales- por remarcar la persecución a la que fueron sometidas diversas etnias, además de la necesidad de mantener viva la memoria de sus concepciones y legados. Obviamente que es imposible estar en desacuerdo con esa perspectiva, pero lo cierto es que las imágenes ya transmitían ese mensaje, y más aún las acciones y discursos de Blas Jaime. Allí la película peca de un didactismo que incluso subestima al espectador y que disminuye sus logros. Pero aún con sus redundancias discursivas y su puesta en escena que cae en algunos vicios cuasi televisivos, Lantéc Chaná consigue exponer una vida apasionante, que también da cuenta de numerosos factores culturales, sociales y políticos. Y que en un punto nos interpela a nosotros mismos como espectadores y seres sociales.
UNA GUERRA SIN PERSONAJES, CONFLICTOS O EMOCIONES 1) Christopher Nolan quiere ganar el Oscar. Y eventualmente lo ganará, y muy probablemente se lo lleve por Dunkerque, que tiene todos los elementos para convertirse en favorita de la Academia: un tema atractivo, un discurso políticamente correcto, un relato coral, una estructura narrativa “compleja”, un tono ceremonioso, un cuidado trabajo sobre la imagen que enlaza lo clásico con las nuevas tecnologías, y claro, el siempre necesario empuje de medios como Variety, The Hollywood Reporter y Collider, que influyen y a la vez funcionan como eco del gusto del gran público. Pero también este film no es sólo su manera de acercarse a la preciada estatuilla, sino también la culminación de sus propias ambiciones temáticas y formales: concebir un cine donde ya no importen los personajes, sino solamente la construcción audiovisual y la discursividad. 2) Posiblemente lo mejor de Dunkerque esté en el arranque, con un grupo de soldados británicos huyendo de las balas nazis y tratando de alcanzar la costa francesa. Es una apertura in media res, en medio de la acción, que recuerda a los notables primeros minutos de Batman: el caballero de la noche. Allí Nolan parece preocuparse no tanto por la composición formal (por más que haya un estupendo trabajo con el sonido y el fuera de campo), sino por los hechos concretos, por la tensión que atraviesa a esos pobres jóvenes, que están sin mando, a la buena de Dios, a tal punto que uno de ellos ni siquiera puede sentarse a hacer caca tranquilo. Todo es nervio allí, y aunque el realizador no esté diciendo nada nuevo sobre la guerra, transmite un mensaje pertinente y hasta delinea personajes sin necesidad de palabras. Claro que en un momento se llega a la playa, y es ahí cuando Nolan empieza con su apabullante necesidad de construir imágenes impactantes, transmitir un mensaje explícito y lo peor, explicar todo. 3) Es que lo que Nolan quiere contar es, en verdad, bastante simple: la espera de cuatrocientos mil soldados británicos que buscaban regresar a su patria luego de haber sido empujados hasta la costa francesa por los nazis y los esfuerzos realizados para concretar lo que terminó siendo una epopeya aún en medio del desastre militar. Aún teniendo en cuenta las distintas perspectivas en juego -tierra, aire, mar-, con sus respectivas temporalidades, bastaba con recurrir a puntuales elipsis y recortes específicos en la trama para darle una linealidad que implicaría un mayor vigor, dinamismo y fluidez para el relato. Pero no, Nolan quiere ser “complejo” e “innovador”, y por eso combina permanentemente temporalidades y espacialidades, en una operación que en vez de agregar sentido, lo resta. Eso se puede apreciar en unos cuantos pasajes centrados en el piloto que interpreta Tom Hardy que son redundantes y aburridos; la repetición banal de ciertas secuencias que giran alrededor del mismo hecho; el estiramiento arbitrario de algunas acciones en pos de generar suspenso (hay un intento de abordaje de un barco que se va deshilachando en tensión progresivamente); y la recurrencia permanente de la banda sonora de Hans Zimmer, que quiere transmitir la sensación de que algo apasionante está sucediendo incluso cuando en verdad no está pasando nada. De hecho, termina siendo muy notorio que lo verdaderamente importante de Dunkerque está focalizado en un par de eventos muy específicos de rescate y combate. El resto es casi antojadizo y hasta caótico narrativamente. 4) Pero lo peor de Dunkerque son los personajes, o más bien, la ausencia de ellos, porque en verdad lo que tenemos son meras piezas que se mueven en función de los designios del guión. Si el ciudadano de a pie dispuesto a ir al rescate de sus compatriotas que interpreta Mark Rylance y el comandante que encarna Kenneth Branagh son parte explicadores de los acontecimientos, parte portadores del discurso patriótico que busca transmitir la película -se nota que la confianza de Nolan hacia los rostros de los actores casi desconocidos es limitada-; los soldados que hacen Fionn Whitehead o Cillian Murphy son entidades vacías manipuladas por las necesidades de Nolan. Con un mínimo de atención, es fácil deducir que las situaciones que atraviesa el personaje Whitehead están marcadas por la arbitrariedad y en cuanto a lo que sucede vinculado al de Murphy, todo es directamente indignante, digno del peor Alejandro González Iñárritu en lo que se refiere a la acumulación de desgracias. Nolan quiere hablar sobre los soldados y las decisiones de las que muchas veces son rehenes, pero trata a sus personajes como carne de cañón. 5) Hay en Dunkerque no pocos momentos impactantes, donde Nolan evidencia una gran capacidad para explotar el potencial de la profundidad de campo, el fuera de campo y el ancho de la pantalla, además del poder de la mirada como constructora de una otredad (los nazis, acertadamente, prácticamente no tienen rostro). Pero no deja de ser llamativo que el cineasta, a pesar de las virtudes exhibidas, siempre termina incurriendo en un reforzamiento explicativo a través de la palabra, la banda sonora o de nuevas imágenes que redundan en lo que ya quedaba explícito en un encuadre. Ahí tenemos el final, que podría haber terminado con la imagen de un avión en llamas -alcanzando el pico justo de emotividad que jamás aparece en el resto del metraje-, pero surge la necesidad de un plano extra, que está totalmente de más y resta impacto. El mensaje patriótico, simplista pero aún así válido, que pretende resaltar un hecho que representó un pequeño triunfo en medio de la total derrota (y que allanó en parte el camino para la recuperación de los Aliados frente al nazismo), queda tan excesivamente remarcado como disuelto. A esta altura del partido, repasando su filmografía, es indudable que Nolan no sólo no confía en los personajes que construye, sino tampoco en las imágenes que crea. Eso no deja de ser un síntoma del mal principal de su cine (y de otros realizadores aclamados como Denis Villeneuve o Iñárritu): la poca confianza en el espectador, disfrazada de autoimportancia. Dunkerque es la cima de un cine que se pretende emotivo, pero carece de emociones, que dice ser humano pero no reconoce los conflictos internos de sus personajes y que supuestamente narra un cuento pero sólo se dedica a acumular méritos técnicos. Un cine donde lo importante es sinónimo de vacío.
IDEAS DESCUIDADAS Los pocos momentos rescatables de Socios por accidente surgían a partir de una mínima consciencia de lo que se estaba contando: el verdadero conflicto estaba depositado en el personaje de José María Listorti, que tenía que probarse a sí mismo desde lo personal, familiar y profesional a partir de quedar metido sin proponérselo en una aventura que lo excedía. El personaje de Pedro Alfonso no tenía verdaderos dilemas: ya estaba consolidado como padrastro, marido y agente de la ley, y su única función era argumental, ya que era quien arrastraba a Listorti por la intriga de acción. Eso no dejaba de ser un mérito: Alfonso es un tipo totalmente inexpresivo y lo único que puede hacer es darle pie a Listorti para que se luzca. Lamentablemente, Cantantes en guerra no toma en cuenta esa lección, producto de un apuro en la realización que recuerda a los tremendos problemas de Socios por accidente 2, donde nada funcionaba. Aunque hay que reconocer algo: en Socios por accidente 2 ni siquiera había una idea más o menos tangible, mientras en Cantantes en guerra se pueden apreciar un par de elementos atendibles. El problema es que ninguna de esas ideas o planteos están mínimamente cuidados desde la narración o la puesta en escena. Y eso que la premisa desplegaba un terreno con potencial para la comedia: Ricardo (Listorti) y Miguel (Alfonso) son dos amigos que forman también un dúo musical, y que se presentan en un casting para nuevos talentos. Pero allí solo quieren a Ricardo, quien traiciona a Miguel, dejándolo de lado, para convertirse en una estrella de la música nacional, mientras el otro pena dando clases particulares. Sin embargo, muchos años después, terminan reencontrándose luego de un accidente de tránsito y por una serie de circunstancias Miguel obtiene una segunda oportunidad para adquirir fama, mientras Ricardo ve como su estrellato entra en una espiral descendente. Ahí había chances de trabajar distintas cuestiones vinculadas a la fama, la forma en que los medios crean estrellas casi de la nada para luego destruirlas sin mosquearse, la superficialidad de ciertos artistas o los límites que se pueden cruzar en pos de conservar notoriedad. Pero no, todo queda a medias, porque el enfrentamiento entre los protagonistas tarda una enormidad en platearse y luego es apenas desarrollado; Listorti enseguida agota los guiños de su personaje y jamás causa gracia; si Alfonso no sabe manejar distintas variables expresivas, su personaje no tiene una sola línea decente y la esposa e hija que lo acompañan en su súbito salto a la fama están totalmente desdibujadas, como meros estereotipos; la trama jamás encuentra el ritmo apropiado y todo avanza a los tropezones; y casi no hay planos que se pueden emparentar con lo cinematográfico y que salgan de lo televisivo. Pero encima, Cantantes en guerra tampoco cuida los pocos hallazgos que encuentra a medida que transcurre el metraje: hay un fan/secretario de Ricardo interpretado por Facundo Gambandé que tiene aristas interesantes y un giro que podría ser productivo, pero no se le da suficiente entidad; un interés amoroso para Ricardo que prometía desde un puñado de diálogos, pero al que se deja de lado rápidamente; apariciones de Dady Brieva, Sebastián Presta y Miguel Ángel Rodríguez que se quedan en meras insinuaciones; y hasta alguna ocurrencia visual que queda como un oasis en el desierto. Por eso no es extraño que Cantantes en guerra termine arribando a un final donde cierra todos los conflictos con una total arbitrariedad. No hay cuidado alguno desde la dirección o el guión, y el film de Fabián Forte naufraga sin remedio, como esas estrellas efímeras que a cada rato inventa la televisión argentina.
DEMASIADOS DEMONIOS INTERNOS Luego de su ópera prima, Todos tenemos un plan, Ana Piterbarg parece ofrecer con Alptraum una propuesta radicalmente distinta desde el estilo, la estética y el modelo de producción -antes bien encasillado en el thriller, con amplio presupuesto y figuras destacadas; ahora con una mixtura de géneros y atmósferas, con un nivel de elaboración más ligado al cine independiente, aunque en el fondo hay unas cuantas continuidades-. Estamos otra vez ante un film que busca inquietar desde su análisis de los demonios internos que aquejan al ser humano, particularmente a la mente masculina, que es observada (y deconstruida) desde una perspectiva femenina como la de la realizadora. Si hay algo en lo que Piterbarg no escatima es en la ambición, a partir de la historia de Andreas (Germán Rodríguez), un actor profundamente obsesivo, posesivo y paranoico, quien luego de separarse de su novia se muda a un departamento que le presta su tío, donde conoce a una traductora alemana, al mismo tiempo que crecen en intensidad y frecuencia sus pesadillas donde lo persigue una bestia de carácter mitológico llamada Krampus. Todos estos eventos no hacen más que fomentar sus problemas ya latentes, llevándolo a quedar atrapado de manera cada más profunda en su propio mundo. En Alptraum sobrevuelan varios temas y líneas narrativas, todas focalizadas en un protagonista con el que es difícil empatizar: el carácter entre insistente y persecutorio de cierta masculinidad, esa manía auto-flagelante que caracteriza a muchos artistas, lo mitológico como metáfora de lo humano y las delgadas líneas entre lo real y lo onírico. Todo eso enmarcado en una puesta en blanco y negro que contiene varios lazos con el expresionismo o etapas iniciales de los cines de David Lynch y Roman Polanski. Pero son tantos los elementos que Piterbarg despliega en el relato que Alptraum termina dando la impresión de ser un film sobrecargado de ideas, al que en determinados tramos le falta síntesis y en otros, mayor explicación. De ahí que esas atmósferas que buscan ser opresivas y desestabilizadoras no terminan de capturar la atención del espectador y apenas se quedan en insinuaciones, incluso provocando una improductiva distancia respecto a lo que se cuenta. Lo que queda es una película-ensayo, indudablemente interesante por los riesgos que toma, pero que queda lejos de alcanzar sus objetivos. A veces, por no ajustar algunas tuercas, una estructura puede quedar muy endeble y derrumbarse por su propio peso. Eso es lo que termina sucediendo en este film.
UN CONFLICTO LEJANO La ópera prima de Mariano González -también protagonista y guionista- tiene a simple vista un gran conflicto, pleno de matices, para poder desarrollar de manera compleja y profunda: un hombre bastante retraído, dedicado a fabricar globos, cuyo pequeño mundo se agranda de golpe a partir del fallecimiento de su esposa y el dilema que plantea el hacerse cargo de su hijo o entregárselo a otra familia que le garantice una mejor vida. El gran problema de Los globos es que durante más de la mitad de su metraje (poco más de una hora) gira en el vacío, sin acertar a darle al relato un marco preciso y sensible que permita empatizar con las disyuntivas que atraviesan al protagonista. Recién cuando el personaje del niño empieza a tener una mayor presencia dentro de la trama y los eventos que se suceden, es cuando el film adquiere una mayor carnadura y hasta honestidad en su tratamiento. Sin embargo, ya es demasiado tarde: la conexión con el espectador no termina de entablarse y en el medio quedan varias subtramas y personajes sueltos, como meras apariciones. La sensación final respecto a Los globos es contradictoria: por un lado pareciera que la película ameritaba apenas un cortometraje, por otro que había mucho más en lo que profundizar, lo que implicaba un metraje bastante más largo. En cualquiera de los casos, lo que queda es un film fallido, que se queda en meras insinuaciones y sin explotar sus posibles potencialidades.
ROAD-MOVIE DE MEDIO TONO Rosalía es una operaria de 65 años que trabaja en una fábrica ubicada en las afueras de San Pablo. Es un trabajo al que dedicó su vida, pero nada de eso es tenido en cuenta cuando la despiden, en el típico escenario de fusión de empresas y ajuste de los recursos humanos. Deprimida, termina siendo arrastrada por su hermano José a un viaje por la ruta rumbo a Buenos Aires. Ese recorrido terminará transformando su existencia, o al menos poniéndola en un lugar diferente al que creía establecido. El argumento contado previamente es bastante típico y transitado en numerosas road-movies y la coproducción brasileño-argentina Por la ventana no viene a aportar demasiados elementos nuevos, excepto por el tono y la cadencia narrativa a los que recurre. El film de Caroline Leone hace foco casi exclusivo en su protagonista y la forma en que interactúa con los paisajes, otras personas y contextos con los que relaciona, apelando más que nada a los silencios y miradas, y dejando a los diálogos -excepto algunos muy puntuales- en un lugar secundario. Esta decisión de poner a dialogar al sujeto con el espacio, dejando entrever el viaje interior del personaje a partir del contacto con el mundo que la rodea, con el encuadre como instrumento compositivo, es una decisión ciertamente virtuosa, que sin embargo termina evidenciándose como limitada. En muchos pasajes, Por la ventana parece confiar demasiado en la imagen y en las sensaciones que transmite el rostro de Rosalía (ciertamente la actuación de Magali Biff es muy buena), pero no aporta el complemento necesario desde la narración. De ahí que el conflicto central y esa transformación que va experimentando la protagonista sólo se transmita a medias. La apuesta de Por la ventana es concreta, pensada y deliberada, lo que no significa que sea totalmente fluida. Esas emociones que vemos en Rosalía -especialmente en el plano final- son (por decirlo de algún modo) excesivamente silenciosas. Lo que queda es un film correcto, pero algo despojado, que no llega a conmover en la medida que prometía.
LA PUERTA ROJA Ante el agotamiento de las fórmulas, como todos los géneros, el terror busca interacciones con otras tonalidades y texturas cinematográficas. Y es ahí donde aparece una película como Viene de noche, que es primariamente un drama íntimo, familiar, pero también un thriller paranoico que incorpora el contexto horroroso. Esa combinación de vertientes, sin llegar a ser una maravilla, no deja de ser un experimento definitivamente exitoso. El film escrito y dirigido por Trey Edward Shults está situado casi en su totalidad en una cabaña aislada en el medio del bosque. Allí vive una familia compuesta por un hombre (Joel Edgerton, otra vez protagonizando un relato mínimo destinado a poner en crisis ciertas instituciones, como en El regalo), su esposa (Carmen Ejogo) y su hijo adolescente (Kelvin Harrison Jr.), tratando de sobrevivir como pueden a un brote epidémico que ha aniquilado a la mayoría de la población. Ya tuvieron que enterrar al abuelo luego de que se contagiara del virus y tienen pautada una serie de rutinas que les permite seguir adelante sin demasiados problemas. Sin embargo, cuando surja la chance de incorporar a otra familia –una joven pareja (Christopher Abbott y Riley Keough) con su niño-, el frágil equilibrio se alterará por completo. Claro que ese conflicto se irá percibiendo previamente, a través de diversos signos. Porque es claro que la apuesta de Viene de noche es construir un horror que se alimenta de una inquietud nacida de la paranoia, de los miedos e incluso deseos internos. Allí es clave la figura del hijo, porque si su padre es el protagonista de la mayoría de las acciones, él es en verdad el eje moral de la narración y desde donde se posa la mirada de la película. Su perspectiva está cimentada no solo en la realidad opresiva que habita, sino también en sus pesadillas, donde quedan establecidos sus temores y sus apetitos. Se podría decir que estamos ante una película que apela a un manual de psicología adolescente básica, y algo de eso hay, pero la oscuridad y convicción –para nada impostada- que la guían la alejan de un potencial descarrilamiento. La convicción de Viene de noche nace del trabajo en la puesta en escena de Shultz, ensamblada a través de planos fijos de conjunto donde el espacio de la cabaña puede tener un papel protector pero también de encierro, aunque el afuera que implica el bosque es otro lugar donde es imposible la liberación. En esa precisa composición –acompañada de una excelente banda sonora-, una puerta roja no solo es el límite entre el adentro y el afuera, sino también un símbolo de todos los temores y demonios internos posibles; un objeto palpable, real, pero también material de pesadillas, de esas zonas oscuras de la mente donde habitan la culpa y las justificaciones ideológicas que se derrumban ante los hechos. Se podría decir que en sus minutos finales, Viene de noche apura las conflictividades y arriba a un cierre un tanto abrupto y sentencioso. También que el realizador apela a un simbolismo un tanto innecesario a través de un plano donde se ve el cuadro El triunfo de la Muerte, de Pieter Bruegel. Pero lo cierto es que ese desenlace ya se puede intuir desde el primer minuto, en cómo se explican determinados posicionamientos, prejuicios y miedos latentes, siempre justificados en una institución como la familiar, que es puesta en crisis. Hasta en los pocos minutos que parece prevalecer la armonía, se puede intuir, acechando, lo terrible y horroroso. Y que en el último plano, totalmente despojado y ciertamente desolador, no hay ninguna clase de redundancia. El mensaje queda bien claro, lo mismo que la angustia que transmite.