ESA ÚLTIMA MEDIA HORA Lo que me sucedió con Una razón para vivir fue cuando menos extraño. Durante prácticamente hora y media, el debut en la dirección de Andy Serkis cumplió con buena parte de mis prejuicios, cumpliendo buena parte de los lugares comunes esperados en su abordaje de la historia real de Robin Cavendish (Andrew Garfield), que quedó paralizado tras contraer polio en África pero, con la ayuda de su esposa Diana (Claire Foy), amigos y familiares, terminó yendo contra todos los pronósticos, saliendo del encierro y proponiendo nuevas formas de afrontar las distintas discapacidades. Sin embargo, su última media termina revirtiendo las expectativas y posicionándola en un lugar totalmente diferente. El arranque de Una razón para vivir es cuando menos acelerado: Serkis quiere dejar en claro casi de manera rotunda que Robin es un personaje carismático y alegre, mientras que Diana parece ser la típica chica rígida y difícil, que sin embargo se rinde rápido ante los encantos de Robin. Ambos se conocen, se enamoran, se casan, ella le anuncia su embarazo y son recontra felices hasta que Robin queda postrado por la polio en menos de quince minutos. Es como si Serkis quisiera llegar rápido a esa aparente situación sin salida y hasta condenatoria en que queda Robin, en pos de delinear el conflicto central. El problema es que, cuando queda claro que Robin y toda la gente que lo acompaña son capaces de enfrentarse a una circunstancia de salud que es permanente pero aún así asimilable, ese conflicto se va agotando. No es que Robin y Diana no sigan afrontando numerosos impedimentos, pero siempre encuentran alguna forma de lidiar con ellos, superándolos y superándose, con lo que la película ingresa en una notoria meseta narrativa, con el discurso vital (o vitalista) como único recurso. Serkis parece ser un poco consciente de que faltan ciertos giros dramáticos, y por eso quizás recurre un poco más al humor, particularmente con un pasaje que transcurre en España, donde la mirada exótica sobre la tierra ibérica y sus habitantes, de tan banal, solo puede tomarse desde el lugar del disparate. Pero eso no impide que Una razón para vivir entre en un terreno de aburrimiento y monotonía, con algunas secuencias (como la de un congreso de discapacidad en Alemania) atravesadas por el trazo grueso en la bajada de línea. Pero cuando el film parecía destinado al fracaso, Serkis da la impresión de encontrar el tono perfectamente apropiado en los últimos treinta minutos, como si hubiera ido aprendiendo qué contar y cómo contar, y completado su aprendizaje justo a tiempo. Ahí, cuando Una razón para vivir tiene que empezar a armar las despedidas y cerrar la historia de su protagonista, surgen algunas decisiones sutiles y sabias, que conducen a que la película conmueva sin golpes bajos. Hay miradas, gestos y diálogos precisos donde el realizador revela que con pocos elementos se pueden decir un montón de cosas, generando una emoción inesperada. Por ejemplo, en la última aparición de los gemelos que interpreta Tom Hollander o en un cruce de miradas que tiene Diana con otra persona mientras está en una cafetería con su hijo (quien luego participó como productor de la película). Ahora bien, queda flotando, al menos para mí, una serie de dudas fuertes: ¿esa última media hora se estuvo insinuando en los minutos anteriores o es que Serkis acomodó los elementos narrativos y de puesta en escena recién sobre el final? ¿Hubo algo en los noventa minutos previos que me perdí o no registré con precisión? ¿Al director solo le interesaba verdaderamente contar lo que pasa en el final? Difícil saberlo. En todo caso, la última media hora de Una razón para vivir es la que se impone y queda en la memoria, con lo que incluso funciona como un sentido y honesto homenaje de un hijo hacia sus padres.
ESQUIVANDO EL PRECIPICIO Las chances de que Más allá de la montaña fuera un desastre eran altas. El argumento, centrado en un hombre y una mujer que, luego de un terrible accidente aéreo, quedan aislados en medio de una montaña y forman una inesperada conexión romántica mientras luchan por sobrevivir, podría haber salido de cualquier novela barata de Nicholas Sparks o de alguno de esos telefilms que cada tanto nos entregan las cadenas Hallmark o Lifetime. Y sin embargo, en la película del israelí Hany Abu-Assad (El ídolo, Omar, El paraíso ahora) hay unos cuantos elementos para rescatar. Empezando por los protagonistas, sobre los que la película sostiene buena parte de su atractivo. Tanto Kate Winslet como Idris Elba van construyendo progresivamente la química entre ambos, sin prisa pero sin pausa, aprovechando y potenciando los matices (y hasta defectos) de sus personajes: si Alex no para de hacer preguntas, casi sin filtros, mientras no cesa de hablar de su futuro casamiento, Ben es casi el colmo de la introspección y sus dificultades para comunicarse muy patentes. Ambos deberán realizar un proceso de aprendizaje, dejar de lado ciertos egoísmos, construirse –e incluso reconstruirse- desde el contacto con el otro. En ese viaje interior que va de la mano de la lucha por llegar a la civilización y salvar sus vidas, lo de ambos actores es digno de reconocimiento, porque nunca necesitan exagerar el gesto para transmitir los dilemas de los personajes. Hay un trabajo desde los cuerpos y las miradas que dice mucho más que las palabras. Abu-Assad entiende muy bien que en el relato de Más allá de la montaña lo decisivo son los cuerpos, las miradas, los pequeños gestos y ese paisaje abismal que rodea a los protagonistas. Por eso hay en la película una labor en la puesta en escena que arranca con un estupendo plano secuencia durante el accidente que consigue transmitir a la perfección la angustia de ese momento y que luego va a dos puntas: por un lado, explotando el poder de los planos generales, que explicitan los desafíos planteados por una naturaleza hostil, y por otro, recurriendo a puntuales primeros planos sobre los rostros de Elba y Winslet, que con sus miradas lo dicen todo. Además, si el film sustenta su entramado en buena medida sobre lo espacial, también lo temporal juega su rol: hay momento de contemplación, de indecisión, de acción incluso, que le dan entidad al conflicto y hasta permiten que un perro tenga un papel decisivo, como si fuera un personaje más, con sus propias motivaciones. Claro que Más allá de la montaña también necesita hablar y es en sus diálogos donde en unas cuantas ocasiones termina patinando, casi desbarrancando: hay parlamentos que redundan en los conflictos y remarcaciones que en vez de sumar, restan. Eso se nota particularmente en los minutos finales, donde hay también algunos giros innecesarios, en pos de forzar los desencuentros y agregarle dramatismo a la historia. Eso no quita los riesgos del film de Abu-Assad, que consigue alejarse a tiempo de potenciales golpes bajos y no cae en instancias lacrimógenas baratas. No se trata de frialdad -aunque haya en la película pasajes donde no se establece la cercanía necesaria- sino de conciencia de que hay angustias que pasan por dentro de los sujetos. Sin deslumbrar y con desniveles, pero con ambiciones tan precisas como sensibles, Más allá de la montaña es un objeto raro, poco habitual dentro del Hollywood actual. Tanto como Elba y Winslet, dos intérpretes brillantes, que forman una pareja tan inesperada como bienvenida.
UN MEDIOCRE TANQUE DE LOS NOVENTA Ya empieza a ser un lugar habitual: de vez en cuando nos llega una mala película con Gerard Butler, que ya a esta altura es el equivalente masculino de Amanda Seyfried. Pero Geo-Tormenta agrega un lugar común más, que es el de Hollywood queriendo apelar a viejas fórmulas, pretendiendo que en base a algunos retorcimientos puede insuflarles vida a modelos que ya están visiblemente agotados. Por eso quizás no sea casualidad que el realizador de esta película sea el debutante en la dirección Dean Devlin, quien ya venía con una extensa carrera como productor y guionista al lado de Roland Emmerich. Sí, estamos hablando de Emmerich, el mismo tipo que fue uno de los artífices de las reformulaciones de los blockbusters masivos de Hollywood en los noventa a partir del éxito de Día de la Independencia, que lo llevó al extremo de sus posibilidades con El día después de mañana y 2012, para finalmente toparse con los límites de ese imaginario en Día de la Independencia: contraataque. A Devlin y su Geo-Tormenta le pasa algo parecido: no hay en la película conflictos, personajes, situaciones o incluso imágenes que sorprendan mínimamente a un espectador que ya atravesó más de dos décadas repletas de héroes grupales luchando contra escenarios de destrucción masiva en los que ciudades enteras desaparecen del mapa. En cierto modo, Geo-Tormenta se muestra bastante consciente de que ya hay todo un entramado discursivo, estético y narrativo alrededor del sub-género al que pertenece. Sin embargo, a lo máximo a lo que puede llegar es a cierto guiño canchero y un ligero cambio en la bajada de línea, haciéndose cargo de que ya es difícil presentar a Estados Unidos como el único salvador frente a cualquier amenaza y que se necesita el acompañamiento de otras naciones (por eso también el elenco internacional en pos de apuntar a los mercados internacionales). De ahí toda la explicación inicial referida a que el cambio climático y los eventos catastróficos que se fueron desatando llevaron a que la humanidad se una para crear un sistema de satélites capaces de controlar el clima. Claro que ese sistema comenzará a fallar y empezará a ser evidente que alguien está manipulando todo en pos de un escenario de destrucción masiva, con lo que habrá que dilucidar quién es el culpable, antes de que el desastre se vea consumado. Que el film plantee como algo positivo la posibilidad de que el hombre, en vez de mejorar su vínculo con la naturaleza, directamente elija manipularla a puro placer, es un tanto siniestro si se lo piensa mínimamente, pero también es lo único interesante que puede ofrecer Geo-Tormenta. A la película se le notan demasiado los problemas de montaje y su dificultad para sustentar el enigma central, que está estirado en exceso y está atravesado por una constante obviedad. Y eso es en buena medida porque los personajes que llevan adelante el argumento son de una superficialidad alarmante: para poner un par de ejemplos, Butler es supuestamente un genio absoluto que hace toda clase de estupideces, se pelea con todo el mundo porque sí y tiene un vínculo con su hermano (Jim Sturgess) que es el colmo del infantilismo; Abbie Cornish es la agente del Servicio Secreto más inverosímil e inexpresiva de la historia; y al personaje de Ed Harris le adivinamos sus intenciones desde la primera vez que aparece en pantalla. Si a eso le sumamos decisiones y giros argumentales injustificables que convierten al guión en un colador; efectos especiales de segunda selección que nunca crean imágenes impactantes; y una puesta en escena sin un mínimo de inventiva, la sensación es que el relato no tienen chances de remontar. Para colmo, Geo-Tormenta ni siquiera invita a disfrutarla como un producto trash o Clase B, porque su humor jamás acierta (no hay un solo chiste que no sea un refrito de otro ya previamente dicho o visto) y su sentido de la aventura es nulo. La película jamás se entrega al disparate (que era quizás su único posible refugio), se empantana en explicaciones redundantes y queda lejos de entretener. En Geo-Tormenta –que en cada plano parece ser un anodino tanque de los noventa- prevalece el aburrimiento y ese es su mayor pecado.
DEMASIADO FRÍO Teniendo en cuenta lo que había dado Tomas Alfredson en El topo y en Criaturas de la noche, cabía tener expectativas altas por lo que podía ofrecer en El muñeco de nieve. Más aún porque el realizador sueco había reemplazado a Martin Scorsese, quien a pesar de bajarse como director permaneció como productor ejecutivo. Encima, la película se basa en la saga literaria centrada en el personaje de Harry Hole, escrita por Jo Nesbø y que ha cosechado múltiples elogios. Hasta había otros nombres que mostraban una saludable preocupación por la estética de la película, ya que los ganadores del Oscar Dion Beebe (quien trabajó con Michael Mann en Colateral y Miami Vice) y Thelma Schoonmaker (eterna colaboradora de Scorsese) están a cargo de la fotografía y el montaje, respectivamente. Sin embargo, todo queda en decepción. El film presenta una sucesión de lugares ya comunes y habituales en el subgénero de asesinos en serie: en Oslo, la acumulación de mujeres asesinadas empieza a mostrar un patrón común entre los crímenes; Hole (Michael Fassbender), un detective torturado y alcohólico, comienza a atar cabos y entablar un juego de gato y ratón con el asesino; hay una joven detective (Rebecca Ferguson) con sus propias motivaciones que lo ayuda en el caso; y un acaudalado y prominente empresario (J.K. Simmons), cuyos retorcidos gustos sexuales lo vinculan con los acontecimientos. No está mal de por sí recurrir a esos lugares comunes, porque siempre estos thrillers se han asentado sobre ellos. El problema es que Alfredson nunca consigue salir de la mera ilustración lustrosa: El muñeco de nieve, desde su mismo inicio, es invadida por una frialdad compositiva que le quita toda tensión. Quizás uno de los inconvenientes que Alfredson no logra resolver desde la narración es el acaparamiento de tramas y subtramas que empantanan el relato: la persecución del asesino parece ser el centro conflictivo, pero también hay una vertiente de drama familiar que va a dos puntas y un intento de retrato de los esquemas de poder político y económico que dominan la ciudad, operando con total impunidad. Todo eso es desplegado pero nunca cerrado de la manera adecuada, como si el realizador no se apropiara de lo que debe contar y se limitara a poner en imágenes un guión armado de a pedazos sueltos y unidos de manera torpe. Así, se puede intuir que en la novela que era El muñeco de nieve había una convivencia de retratos personales y sociales pero que en su adaptación cinematográfica nunca terminan combinarse fluidamente. Para colmo, El muñeco de nieve, cuando tiene que resolver el enigma central relacionado con los asesinatos, no sólo no sorprende en lo más mínimo (la vuelta de tuerca se ve venir a kilómetros de distancia), sino que deja cabos sueltos por todos lados, con varios personajes que son abandonados a la buena de Dios. Su abrupto cierre, donde parece querer dejar las puertas abiertas para desarrollar una franquicia, refleja en buena medida los problemas que la afectan: a pesar del sofisticado trabajo de puesta en escena (que incluye momentos impactantes desde el montaje y planos que explotan la potencialidad expresiva del paisaje), lo que se impone es el piloto automático en pos de las necesidades del mercado. El muñeco de nieve es una película sin personalidad, donde todo queda a mitad de camino.
PEREZA Y AUTOIMPORTANCIA Querría decir que me sorprende el casi unánime consenso crítico que se generó alrededor de Blade runner 2049, tanto en Estados Unidos como en Argentina, que la pone a la altura de los mejores exponentes de la ciencia ficción de los últimos tiempos. Pero la verdad que no. Igual era todo muy previsible, se veía venir: el entusiasmo ya había arrancado cuando se había anunciado quiénes estarían involucrados en el proyecto, se sustentó cuando empezaron a lanzarse los tráilers y el visionado fue apenas un trámite, porque se estaba ante una película que ya era un acontecimiento en la previa. No le puedo pedir a los colegas que opinen como yo: a veces se acuerda y a veces no. Lo que sí creo que puedo pedir es que los críticos no seamos receptores pasivos o meros transmisores de entusiasmo. Eso es lo que noto en gran parte de la crítica actual: una euforia per se, sin un mínimo de análisis complejo en aspectos narrativos, estéticos y discursivos elementales. Por eso me permito señalar algunas cuestiones que creo son bastante básicas. A saber: 1) Blade runner fue en su momento un film a destiempo, reconocido tardíamente para ir creciendo en influencia y que sigue conservando muchos méritos, a partir de su potencia visual, un puñado de personajes bastante icónicos y reflexiones pertinentes sobre el acto de creación y la identidad. Indudablemente merece ser calificado como un clásico de culto, pero de ahí a hablar de obra maestra es otra cosa. No es difícil detectarle unos cuantos defectos, que pasan principal por un trasfondo de pedantería temática y audiovisual que afecta su ritmo narrativo y una notoria dificultad para delinear su conflicto central. Lamentablemente, muchos de sus defectos se tomaron como virtudes y terminaron apareciendo en los peores momentos de películas de Christopher Nolan, las hermanas Wachowski y, claro, Denis Villeneuve, realizador de la inflada La llegada y ahora de Blade runner 2049. 2) A la secuela que es Blade runner 2049 se le podía pedir que expandiera y actualizara el universo que se había trazado en el film de Ridley Scott de 1982, potenciando los conflictos iniciales. Pero en cambio, lo que tenemos es una operación de calcado más prolijo, a partir de la historia de K (Ryan Gosling), un nuevo blade runner que en el medio de la caza de replicantes descubre uno de esos secretos que pueden alterar todo el panorama de la sociedad que habita. La película de Villeneuve es un mecanismo de repetición exacerbado e hiperbólico, pero sin alma, que quiere disfrazar de ambición lo que en verdad es vacuidad. Hay muchos aires de importancia a lo largo del extenso metraje, aunque tras la máscara de esteticismo hay una alarmante falta de riesgo y pereza. 3) Esa particular mezcla de flojera, afectación y temor en Blade runner 2049 es patente desde el minuto uno y atraviesa a múltiples aspectos. Por ejemplo, en la necesidad constante de explicar o repetir todo varias veces, eludiendo toda posible ambigüedad, en una muestra absoluta de desconfianza en lo que tiene para contar, las imágenes que la componen y el entendimiento del espectador. Además, esas explicaciones no son meras explicaciones: son explicaciones con tono impostado y ceremonioso: por eso está Jared Leto -sobreactuando, como siempre- dejando bien en claro cómo el mundo siempre se sostuvo sobre los esclavos y que su rol es ejercer un opresivo poder. Ajá, qué novedoso, qué transcendental. 4) Otra cuestión relevante es el diseño de los personajes y sus roles dentro de la trama: si el de Jared Leto es un villano de cartón corrugado, que aparece en un par de escenas para volcar su discurso trascendente, el de Ana de Armas pretende ser un engranaje amoroso para darle algo de humanidad al de Gosling pero nunca lo logra y hasta es un mero obstáculo; Edward James Olmos vuelve en un breve cameo como guiño a los fanáticos pero tranquilamente podría no haber estado; y la replicante que encarna Sylvia Hoeks está para…bueno, está para hacer de mala muy mala, aunque no se sabe por qué o para qué. El retorno de Harrison Ford como Deckard está más claro: es el único personaje verdadero, real, el que, en sus dilemas y conflictos, presenta algo de consistencia en el medio de un vacío absoluto. 5) El facilismo de Blade runner 2049 invade hasta sus aspectos técnicos, como las actuaciones: por caso, Gosling vuelve a poner su cara de piedra habitual para los momentos dramáticos (la verdad que lo suyo es la comedia); Leto apela a la sobreactuación, como siempre; y Ford ni siquiera interpreta a Deckard, sino al Ford que todos conocemos, aunque inesperadamente le termina funcionando. En cuanto a la banda sonora, Hans Zimmer repite con ligeras variantes su trabajo en El origen y todos los encuadres están en función de resaltar la belleza de la fotografía de Roger Deakins, pero no de contar algo. 6) Todo es ceremonioso en Blade runner 2049 pero también increíblemente obvio. Sus reflexiones sobre la identidad, la creación y el poder son refritos de viejos axiomas que parecieran no tener en cuenta que después del film original de 1982 vinieron sagas como Terminator o Matrix. Y está tan ocupada en filosofar, que cuando se acuerda de hacer hincapié en lo que verdaderamente importa, que es un drama paterno-filial, ya es demasiado tarde. A Villeneuve le pasa lo habitual en cineastas como él: le preocupa más la cáscara del diseño que el núcleo narrativo. 7) Encima, Blade runner 2049, en su efusivo despliegue de auto-importancia, es innecesariamente larga. Tiene casi una hora de más. Podría haber contado lo suyo en menos de 120 minutos, pero elige dedicarle casi 165. ¿Para qué tanta extensión? ¿Por qué? Quizás para revestirse de seriedad (ya que suele confundirse la ambición con la cantidad de minutos) o por mera megalomanía. 8) Si Blade runner estuvo adelantada a sus tiempos y, aún con sus defectos, no dejó de ser anticipatoria e influyente, Blade runner 2049 es plenamente un signo de su tiempo: redundante en su subrayados pero vendida como ambigua, descripta como compleja pero extremadamente obvia, es un producto (no una obra cinematográfica) tan prepotente como cansador y definitivamente sobrevalorado.
CUANDO EL DISCURSO LO IMPREGNA TODO La premisa de Adiós querido Pep es clara desde un comienzo: ese reencuentro entre tres amigas (Florencia Raggi, Claudia Cantero y Marian Bermejo) durante el velorio del marido de una de ellas es la excusa para delinear un relato donde conviven la sombra del pasado, los dilemas del presente y la incertidumbre por el futuro, con las posibilidades que presenta la espiritualidad como telón de fondo y factor condicionante. Sin embargo, los problemas de este drama escrito y dirigido por la debutante Karina Zarfino atraviesan múltiples vertientes de su planteo que se encadenan entre sí. Por empezar, más que un delineamiento de los conflictos, hay un forzamiento de ellos, a partir de la remarcación permanente desde los diálogos y las situaciones que se van construyendo. De hecho, es difícil encontrar tramos en la película que no salgan del lugar común y la impostación en las frases o gestos. Esta impostación transforma al relato en un mero vehículo para una vacua discursividad espiritual, repleta de facilismos y esquematismos, que no sólo afecta al ritmo narrativo -pesado y aburrido en la mayoría de los tramos-, sino a la posible empatía que podrían generar las protagonistas. Esto se nota particularmente con el personaje de Raggi, que se la pasa enunciando lecciones de vida y espiritualidad, a los demás y a ella misma, hasta extremos difíciles de soportar. Y si las mujeres, entre tantas frases altisonantes, no terminan de cobrar vida, los hombres -especialmente Facundo Arana y Juan Palomino, que se disputan a Raggi- son pura superficie, meros estereotipos que desfilan por la pantalla. Ni siquiera desde la puesta en escena hay un poco de aire fresco: en Adiós querido Pep, la composición de planos, la utilización de los espacios, el movimiento y el aprovechamiento del factor temporal están siempre en función de la bajada de línea permanente, con lo que el film no puede salir de una vacua teatralidad. La discursividad impregna toda la historia y en Adiós querido Pep no se pueden rescatar imágenes vinculadas a lo cinematográfico.
FAMILIA NINJA Tras La gran aventura Lego y Lego Batman: la película, la pregunta que empieza a pisar fuerte es si el universo de Lego puede seguir sosteniendo niveles adecuados de originalidad y creatividad, o si ya está entrando en un mecanismo de repetición de sí mismo que lo va a llevar a caerse por su propio peso, como le sucedió, por ejemplo, a la saga de Shrek. Yo creo que no, básicamente porque si bien es cierto que hay un molde estético y un estilo narrativo sobre los que se asienta cada film nuevo, la intención es siempre contar historias nuevas, que se abren y cierran sin necesidad de referenciar a otros relatos, hechos o personajes. Es decir, cada película cuenta algo por sí misma. Esta operación es la que permite que, ahora, Lego Ninjago: la película pueda desplegar sus propios méritos, sin dejar de establecer sutiles conexiones con las anteriores entregas. Lo que propone en la superficie Lego Ninjago: la película es una actualización paródica de los relatos donde se fusionan las artes marciales con las peleas de robots, un terreno donde conviven creaciones como Robotech, Power Rangers o, más recientemente, Titanes del Pacífico. Pero eso es solo el principio, porque en verdad estamos ante una comedia familiar con tintes dramáticos: Lloyd podrá ser el integrante del grupo de ninjas defensores de Ninjago, pero también es el hijo de Garmadon, el villano que siempre intenta apoderarse de la ciudad. Ese conflicto de identidad, de un hijo buscando que su padre asuma el rol que le corresponde de una vez por todas, funciona también como una puesta en crisis de las concepciones sobre el Bien y el Mal, lo positivo y lo negativo. Donde Lego Ninjago: la película establece potentes –y productivas- conexiones con sus dos predecesoras es en la puesta en escena de esa conflictividad desde la acción y el movimiento. Tanto la acción como el movimiento son, nuevamente, frenéticos, con referencias culturales de todo tipo que desfilan a mil por hora. Pero el mérito en verdad surge porque entre tantos colores, velocidad y citas de todo tipo, los que terminan pesando más que cualquier otro factor son los personajes: el film se permite una progresión llamativamente pausada para hilvanar los cruces paterno-filiales, el pasado familiar dándose la mano con el presente y la reconstrucción de los núcleos afectivos. En el medio, Lego Ninjago: la película se constituye de manera casi natural como un concierto cinematográfico de creatividad e imaginación, de entrecruzamientos entre lo real y lo ficcional, de reflexión permanente sobre el arte de narrar, de autoconsciencia –sin caer en la canchereada o el cinismo- sobre estereotipos, convenciones y arquetipos. En un punto, puede ya pensarse al universo de Lego como el espacio expresivo pertinente para buena parte de la comedia estadounidense más reciente. Eso se puede notar no solo en los repartos de voces –acá tenemos a Dave Franco y Justin Theroux, por ejemplo-, sino también en lo que aportan desde la producción Phil Lord y Chris Miller, que ya habían dirigido La gran aventura Lego, pero también Lluvia de hamburguesas y las dos entregas de Comando especial. Todos estos elementos se posicionan siempre con la aventura desatada como marco. Aún con algunas remarcaciones y sobre-explicaciones discursivas innecesarias, que por momentos empantanan lo que se cuenta, Lego Ninjago: la película es un film tan sensible como feliz, que se permite ciertas instancias de melancolía pero que ante todo privilegia el goce estético y narrativo. Su mundo –como corresponde al terreno de la animación- está repleto de capas de sentido. Solo hay que soltarse, dejar fluir y disfrutar de las peleas, explosiones, profecías y claro, la historia de un hijo y su padre aprendiendo a conocerse y entenderse.
NADA DE CINE Las interacciones entre el cine argentino y el español son terrenos para conjunciones un tanto llamativas. Por ejemplo, en el caso de Retiro voluntario, donde el director y la mayoría del elenco son argentinos, la historia transcurre en Buenos Aires pero dos de los actores principales son españoles. No es la primera vez que pasa eso ni será la última, y lo particular aparece por otro lugar: ese cruce entre lo español y lo argentino es la excusa para una rara combinación entre cierta herencia del grotesco teatral criollo y una estética televisiva propia de ambos países. El problema es que el cine brilla por su ausencia. El realizador Lucas Figueroa -autor también del guión, basado en la historia El acosador– intenta construir una comedia con tintes sociales, que aborde la cuestión del capitalismo, las corruptas corporaciones transnacionales y cómo arrasan con todos los lazos entre los individuos. Su herramienta -por así decirlo- es un relato centrado en Javier (Imanol Arias), un ejecutivo de una compañía que parece tener todo servido en su vida: una bella -y joven- novia, un ascenso y un bonus a la vuelta de la esquina. Hasta que un día, por la calle, se cruza casi por casualidad con Rubén (Darío Grandinetti), quien le pide indicaciones para una dirección donde se está dirigiendo. Como Javier se equivoca al darle las indicaciones, Rubén comenzará a acosarlo exigiéndole una compensación. A la vez, todo se complica en la empresa, alterando los planes de Javier, quien verá cómo su existencia entra en crisis. Si el planteo goza de una alta arbitrariedad, Figueroa no hace mucho para construir un verosímil apropiado, sino que recurre a dispositivos teatrales y televisivos, como si no se hubiera dado por enterado que está en la pantalla grande. Por momentos, da la impresión de estar viendo una remake repetitiva de Esperando la carroza, La Nona o Chúmbale; o un capítulo de Aquí no hay quien viva. ¿Es necesario decir que las muecas sólo funcionan en las tablas? ¿O que la acumulación de planos cerrados pueden ser tolerables en la pantalla chica pero no en el cine? Retiro voluntario quiere solucionar todas sus fallas a los gritos, con showcitos personales -algo especialmente notorio en el papel de Luis Luque- y una música incidental que invade todo, como si eso fuera a compensar una narración repleta de agujeros. Y la verdad que no, sólo empeora el panorama. Hay que reconocer que el elenco le pone ganas: Arias se la pasa corriendo de un lugar a otro, aunque siempre está a destiempo; Grandinetti grita y putea como para ponerse a la altura del Ulises Dumont más desatado; Miguel Angel Solá y Jorge D’Elía hacen lo que pueden y no desentonan; Juan Grandinetti, desde un tono despreocupado, confirma cierta humanidad que ya había mostrado en la excelente Pinamar; Luque hasta da la impresión de que se divierte. No hay más que eso en una película que avanza a los tropezones, sin el más mínimo rigor cinematográfico, con vueltas de tuerca muy poco creíbles y una mirada sobre lo social que nunca sale de lo superficial. Retiro voluntario es un desperdicio de recursos y un film fácilmente olvidable.
TODO SOBREACTUADO Luego de la irrupción de la saga Bourne, Hollywood ha tratado de replicar ese modelo casi ineludible. Ahí tenemos al giro que dio el personaje de James Bond a partir de la interpretación de Daniel Craig o el intento de franquicia que fue El aprendiz. Asesino: misión venganza es una nueva tentativa por iniciar una lucrativa saga, esta vez basándose en la saga literaria sobre el agente contraterrorista Mitch Rapp, creada por Vince Flynn y que abarca hasta el momento dieciséis novelas. El problema es que ninguno de los elementos desplegados funciona de la manera apropiada. La clave para que eso suceda pasa por la permanente sobreactuación de cada uno de los componentes de la trama. Eso ya se percibe desde el arranque de la película, cuando vemos a Rapp contemplando el asesinato de su prometida en una playa española por parte de unos terroristas. El director Michael Cuesta (quien venía de dirigir Matar al mensajero y varios capítulos de la serie Homeland) quiere plantear un abordaje particular a partir de la violencia, pero lo único que consigue es exagerar el gesto, sin por eso salir de todos los lugares comunes posibles. Luego viene un risible y acelerado tramo donde Rapp acumula furia, se entrena en armas y lucha, se pelea con cualquiera porque sí (es que está muy furioso), se infiltra de forma totalmente hilarante en una célula terrorista y luego es capturado por la CIA, que lo termina reclutando para integrar una unidad especial, de esas que hacen todo el laburo sucio de manera encubierta, por Dios y por la Patria. Allí es donde Rapp tendrá que enfrentarse a su primer gran enemigo, un mercenario/traidor que pretende usar una bomba atómica para desatar una crisis de enormes proporciones. Lo cierto es que todo el relato de Asesino: misión venganza está atravesada por una persistente previsibilidad, aún en sus giros supuestamente astutos, y su único recurso termina siendo la remarcación. Esto se traslada principalmente a su protagonista: Dylan O´Brien nunca le encuentra la vuelta al personaje de Rapp y lo único que sabe es poner gesto adusto, con lo que nunca genera un mínimo de empatía. De hecho, su Rapp termina mostrándose como uno de los peores espías de la historia tanto literaria como cinematográfica: un joven tan impulsivo como inexpresivo, sin ningún tipo de carisma, que no para de desobedecer órdenes y cometer errores, pero que sin embargo es protegido (y explicado) por sus superiores y termina consiguiendo sus objetivos casi de casualidad. La película ni siquiera se permite una mirada irónica sobre su camino de aprendizaje (todo es serio y ceremonioso, y el humor está ausente) y la sensación es de una permanente arbitrariedad. En el medio, Taylor Kitsch (quien sigue acumulando films fallidos en su carrera) compone a un villano que es un tanto patético pero nunca atractivo; Michael Keaton monta un show unipersonal en una escena de tortura; Shiva Negar lleva como puede a su personaje, que es apenas una herramienta del guión; Scott Adkins es totalmente desperdiciado; y Sanaa Lathan se dedica a justificar a Rapp. Y claro, no hay que olvidarse de cómo el relato amontona problemas de montaje, efectos especiales de segunda selección (particularmente sobre el final), resoluciones sin el más mínimo sustento y bajadas de línea intervencionistas y fascistas, como para avalar el lugar común de que a los yanquis (y sus agencias de inteligencia) lo que menos les importa son reglas, sino acabar con todos los fucking terroristas. Asesino: misión venganza solo toma en cuenta la fisicidad de la saga Bourne (aunque la reproduce en piloto automático) pero nunca su mirada compleja sobre el mundo del espionaje. Por eso solo entrega estereotipos y sobreactuaciones en todos los niveles estéticos, técnicos y narrativos. El plano final, que se pretende astuto y busca dejar todo abierto para nuevas entregas, no deja de confirmar sus enormes limitaciones.
EL QUE DICTA LAS LEYES DEL MERCADO Jeff Zorrilla, quien ya tiene una larga trayectoria trabajando el formato Súper 8, aborda en Monger el universo del turismo sexual en Buenos Aires y hace la jugada más difícil y arriesgada: tomar el punto de vista del hombre, seguirlo y dejar casi en fuera de campo a las mujeres, para poner a prueba todos los prejuicios situándose en la construcción discursiva del que entabla las reglas del mercado. El recorte es específico pero bien representativo: un guía sexual llegado a la Argentina desde Texas; una especie de youtuber que quiere superar la marca de 400 mujeres con las que se acostó; y un hombre que quiere quedarse con la custodia del hijo que tuvo con una prostituta. Es decir, lo que prevalece es la mirada del macho, del cliente, del creador de la oferta a partir de la demanda, del que tiene el poder porque tiene la guita y que hace apología de esa posición. Todo el relato que monta Monger está pautado por una notoria sensación de incomodidad. Pero esa incomodidad no nace solo de ver cómo se cimenta el lenguaje del macho que se cree superior. Poco a poco, lo que se va revelando y delatando es que detrás de esa superficie de prepotencia y pedantería, de discurso machista, misógino, sexista y objetual, lo que queda es la soledad y fragilidad masculina, la necesidad de afecto enmascarada en el raid sexual. Ahí la molestia se redobla, porque ya no resulta tan fácil distanciarse de los personajes cuando muestran sus caras más contradictorias y por ende, humanas. Zorrilla es plenamente consciente del problema que afronta el espectador y no se la hace fácil, porque jamás juzga a los personajes. De hecho, muestra cómo ellos se juzgan solos, no sólo en sus acciones, sino incluso en cómo hablan de sí mismos. En el medio, se intuye una feminidad que establece un vínculo de retroalimentación con esa masculinidad que bordea lo horroroso. Monger es también un retrato brutal del capitalismo, de cómo el placer o el deseo más íntimo se convierten fácilmente en mercancía. Y en vez de permitirle al público refugiarse en la cómoda distancia, lo interpela, lo hace ver qué se puede ser cómplice, por acción u omisión. Desde ese posicionamiento, se constituye en uno de los mejores documentales que ha entregado el cine argentino en los últimos años.