MANIPULACIÓN EN TONOS PASTELES Todavía faltan más de seis meses de este 2017, pero Todo, todo ya es una seria candidata a la peor película del año. Sus “méritos” se sustentan no sólo en su mediocridad narrativa y la superficialidad de su puesta en escena, sino también en un par de decisiones que incurren directamente en la inmoralidad. El film de Stella Meghie, basado en la novela de Nicola Yoon, se centra en Maddy Whittier (Amandla Stenberg), una joven que padece una inmunodeficiencia que la ha condenado a pasar toda su vida confinada a su hogar, sin poder salir al exterior. Ese hogar, diseñado por su madre -una señora bastante controladora, por cierto-, combina la tecnología con una decoración propia de la revista Para Ti, dejando ya latente la pulsión del film por controlar las emociones. Cuando la vida de Maddy parecía condenada a una eterna, prolija y limpia monotonía, aparece un nuevo vecino, Olly Bright (Nick Robinson), que es de esos muchachos hasta forzadamente tímidos, pero indudablemente encantadores desde su impostado freakismo. Obviamente, se irán enamorando, con todo lo que eso implica teniendo en cuenta la situación de Maddy. En sus primeros minutos, Todo, todo exhibe una cierta autoconciencia de las desgracias que presenta que podría emparentarla con una película como Bajo la misma estrella, donde cierta liviandad se imponía a la cursilería. Pero rápidamente el film va descarrilando, por numerosos motivos: una puesta en forma mediocre y vacua, sin un plano alejado de lo televisivo; una serie de diálogos totalmente impostados, donde queda explícita una excesiva fidelidad al texto literario; una sobreexplicación permanente, que incluye una secuencia en donde se ponen carteles que cuentan qué les pasa a los personajes; actuaciones a reglamento, que abarca también a la mexicana Ana de la Reguera como una fiel mucama-enfermera en ese mundo tan bellamente burgués; y una falta de química absoluta entre los protagonistas, lo que aleja al espectador de la posibilidad de sentir empatía por lo que viven. Sumémosle una narración torpe y estirada, que está constantemente forzando los conflictos, y tenemos un producto mediocre y carente de espontaneidad. Aún así, Todo, todo sigue siendo un ejemplo más dentro de esas adaptaciones literarias destinadas al público adolescente construidas en base al cálculo y la corrección. Hasta que claro, llegan los últimos quince minutos, y ahí es donde la película empieza a distinguirse de otros exponentes, en el peor de los sentidos posibles: en la imperiosa necesidad de llegar al final deseado, delinea una vuelta de tuerca con dosis manipuladoras, arbitrarias, canallescas y crueles, pero esencialmente torpe e inverosímil. Es tan increíble lo que hace el film, que hasta termina siendo en cierto modo risible. Eso sí, todo transcurre en medio de paisajes y escenarios bellamente fotografiados, donde prevalecen los tonos pasteles. Es que al dolor y al horror hay que dosificarlos de acuerdo a lo que necesitan el guión y el público al que apunta, no de las necesidades y caminos que emprenden los personajes. Una cómoda catarsis, eso es lo que propone Todo, todo, mientras mueve las piezas a su antojo y con total cobardía.
DEMASIADA DISTANCIA Hay un plano que resume buena parte de los problemas del nuevo film de Néstor Frenkel. Allí se le pide a un hombre que pose frente a cámara, sonriendo. El plano podría haber durado apenas unos segundos, pero en vez de eso se estira mucho más, evidenciando el grotesco de la situación y ridiculizando al hombre. La única meta para eso parece ser causar la risa en el espectador, a costa del sujeto que se ve en pantalla, quien no tiene chance de defenderse. Hay muchos ejemplos más de similar tenor en Los ganadores, documental que hace foco en los particulares rituales de las entregas de premios: todo está construido en base a una mirada distanciada y hasta paternalista, donde el montaje -muy hábil, por cierto- está configurado para exhibir el patetismo de los protagonistas. Y es una pena, porque ese distanciamiento, paternalismo y sarcasmo impiden que ese micromundo que encuentra Frenkel termine de expresarse en toda su dimensión y complejidad. De hecho, hay un interrogante que flota a lo largo de todo el metraje, relacionado con las motivaciones y pulsiones detrás de la necesidad imperiosa de reconocer y ser reconocido. Sin embargo, ese tópico sólo es abordado superficialmente, quedándose en la mera burla. La comicidad y parodia necesarias para darle una mayor entidad a los personajes y las situaciones que protagonizan sólo surgen de a ratos. Los ganadores es una película diseñada para un público que mira cómodamente y con un dejo de superioridad lo que ve en pantalla, y que termina ofreciendo respuestas demasiado facilistas, en vez de animarse a hacerse preguntas más complejas e inquietantes. Hay un documental (y una comedia) que pudo ser, pero que se quedó en las meras insinuaciones.
LOS BUENOS Y LOS MALOS DE LA PELÍCULA Muy posiblemente, El gran golpe esté entre lo más arriesgado y ambicioso que hizo en los últimos tiempos la compañía Emmett/Furla, dedicada principalmente a producir films que tienen como destino anunciado los formatos domésticos y que en general entrega productos que van de lo mediocre para abajo. Si además tomamos en cuenta que Bruce Willis viene barranca abajo, que su último trabajo con el director Steven C. Miller había sido la floja Extraction y que Christopher Meloni venía de la pobre I am Wrath, las expectativas no eran muy altas y podemos decir que estamos ante una pequeña sorpresa. Desde el comienzo, El gran golpe se plantea como una película sobre profesionales: hay un asalto bancario ejecutado con precisión militar (literalmente) y una muerte muy particular, y eso es sólo el principio. Los robos se suceden, pronto va quedando claro que esa banda de criminales no sólo se propone robar millones de dólares, sino también dejar expuesto al dueño de esos millones, un empresario bancario de esos acostumbrados a salirse siempre con la suya y al que Willis interpreta con una displicencia en este caso productiva. Miller no se anda con chiquitas y va configurando un relato que no sólo gira alrededor del enigma sobre quiénes están detrás de la ola de delitos y sus motivaciones específicas, sino también de los conflictos personales que atraviesan a los distintos personajes. Casi por decantación, la vertiente dramática es lo que menos funciona en la película: las subtramas del agente del FBI que carga con la mochila del brutal asesinato de su esposa y la del policía corrupto que no sabe cómo lidiar con el cáncer de su mujer, a pesar de poseer cierto interés, no llegan a encajar fluidamente dentro de la narración. Pero El gran golpe compensa estas flaquezas con un tono seco, duro y directo que acompaña una reflexión interesante sobre las distintas concepciones éticas y morales de lo que es correcto o incorrecto, cómo cada acción implica una reacción, lo que implica “el bien mayor” y los irremediables costos que se pagan con cada decisión. “Nadie piensa que es el malo” afirma en un momento el personaje de Meloni, evidenciando que algunas linealidades tranquilizadoras son en verdad insostenibles. A pesar de su flojo cierre y unas cuantas sentencias un tanto redundantes, El gran golpe consigue sostenerse a partir de sus ambigüedades y los grises que tiñen su historia, que son una expresión de los riesgos que toma.
JUEGOS, TRAMPAS Y UNA ESPADA LEGENDARIA Si con El agente de C.I.P.O.L. Guy Ritchie había alcanzado su mejor forma, a partir de poner en tensión su propio cine con una estética y narrativa más cercana al clasicismo, El rey Arturo: la leyenda de la espada parece ser una vuelta a las fuentes, que en este caso resta más que suma, aunque no deje de tener ciertos elementos interesantes. Más que nada, porque hay en el realizador un dejo de coherencia (y hasta algo de terquedad) que le permite ser fiel a sí mismo, con sus virtudes y defectos, lo que le agrega unas cuantas mutaciones propias al mito artúrico. Los cambios no sólo vienen por el lado de lo pirotécnico, con las dosis extras de efectos especiales y criaturas mitológicas. Ritchie es consciente de que la leyenda que aborda es un molde maleable, que hay una base fuerte pero sobre la que se puede improvisar y, apoyándose en un proyecto inicialmente escrito por Joby Harold, convierte al Arturo que encarna Charlie Hunnam en un pandillero de origen noble pero criado en las calles. Las intrigas palaciegas están (focalizadas principalmente en el villano interpretado por Jude Law) pero lo que se impone es la fisicidad de la calle, donde priman las pandillas, jugarretas y estafas. De hecho, por momentos da la impresión de estar viendo una reversión en clave medieval de Juegos, trampas y dos armas humeantes, o de Snatch: cerdos y diamantes. Esa apuesta de Ritchie no deja de ser atractiva, especialmente cuando se suelta por completo y deja que el film se transforme en una comedia de aventuras donde todo va a mil por hora. El problema surge cuando el cineasta no sabe detenerse apropiadamente en los dilemas que afronta el protagonista, la relación que entabla con el grupo de gente que lo acompaña en su misión para recuperar el trono y sus propios orígenes, prefiriendo seguir acelerando a fondo. Durante la mayor parte de su metraje, El rey Arturo: la leyenda de la espada es puro guiño y superficie, como si a Ritchie no le importara la leyenda, la magia o Arturo, sino demostrar que puede trasladar su vértigo en el montaje y sus rulos narrativos -que incluyen flashbacks y flashforwards– a una iconografía clásica. Sólo en determinados paisajes Ritchie se toma un respiro y les da a los personajes una mayor capacidad de decisión, para dejar que sean ellos -y no la edición- los que lleven adelante el relato. Allí surge algo de humanidad y nobleza en un film que es mayormente un pastiche algo avasallante y demasiado canchero. El cierre deja la puerta abierta para futuras secuelas -se supone que hay un plan para un total de seis entregas- y una muy cautelosa esperanza: hay material para que la saga sea realmente atrayente, pero se necesitan balancear mejor las herramientas puestas en juego. El rey Arturo: la leyenda de la espada es una apertura que se sostiene por sí misma, pero donde los formalismos se comen a los personajes.
LA HISTORIA ES UN TRIANGULO AMOROSO Es cierto que el Genocidio Armenio es un hecho de la Historia poco transitado en el cine, especialmente en el más masivo. Por eso La promesa constituía un proyecto interesante, más aún por el enorme esfuerzo de producción puesto a disposición, con un presupuesto de 90 millones de dólares y un reparto multiestelar. Pero algo falla en el camino, en un film que no encuentra el balance pertinente entre el contexto histórico y los elementos ficcionales. La película de Terry George está situada en los inicios de la Primera Guerra Mundial, durante los últimos (y posiblemente más brutales) tiempos del Imperio Otomano, centrándose en el triángulo amoroso que forman Mikael Boghosian (Oscar Isaac), que llega a Constantinopla con la intención de recibirse de médico; la bella y sofisticada Ana Khesarian (Charlotte Le Bon); y Chris Myers (Christian Bale), un periodista y fotógrafo estadounidense. En el medio, la escalada en la persecución de los armenios, que terminó desembocando en el que fue el primer genocidio del Siglo XX. Allí, en esa combinación entre lo particular y lo general, es donde residen los mayores inconvenientes narrativos del film, que al igual que muchos exponentes del cine histórico, tiene una suntuosa recreación de época, pero una serie de personajes y conflictos que no pasan del estereotipo. Es que realmente cuesta involucrarse con los dilemas éticos y románticos de los protagonistas, y si a eso le sumamos las bajadas de línea cuando menos obvias, La promesa transita buena parte de su metraje en una aburrida previsibilidad. De hecho, el relato funciona mucho mejor cuando deja de lado el foco romántico y el posicionamiento ideológico, para trabajar el suspenso y la tensión alrededor de la chance de supervivencia (o no) de los personajes. Ahí surgen algunas secuencias destacables, como una que involucra una breve pero impactante aparición de Tom Hollander u otra que transcurre en un tren; y un par de gestos nobles, sin necesidad de palabras, por parte de algunos personajes, especialmente del interpretado por Bale, correcto en un rol que daba para un show personal. Pero son solo destellos en una película que nunca consigue salir de los lugares comunes habituales y que incluso fuerza demasiado los giros trágicos de su cierre en pos de transmitir un mensaje que no necesitaba remarcación. La promesa tiene muchas ambiciones –eso es innegable- pero desperdicia demasiado tiempo remarcándolas y sin correr auténticos riesgos formales. En el camino queda la oportunidad de transmitir un mensaje verdaderamente impactante, que nazca de la estética cinematográfica.
COMEDIA INVOLUNTARIA A esta altura del partido, estoy bastante convencido que desde hace décadas hay un único guión que circula de estudio en estudio, de productor en productor, que sirve como molde elemental para esos relatos pedorros sobre gente progresivamente obsesiva con alguien (un amigo/a, novio/a, amante, etcétera), hasta entrar en una espiral de locura y muerte bastante impresentable. Lo que se hace es cambiar nombres, lugares, algunas situaciones particulares, parentescos, pero no mucho más: lo que tenemos es la misma idiotez con distinto título. Quizás ese guión era el de Atracción fatal, aunque hay que reconocer que ese film, con todo el sexismo, machismo y misoginia que tenía a cuestas, no dejaba de tener un vigor ciertamente atractivo. Las réplicas que vinieron a continuación fueron productos en piloto automático, tan carentes de sentido, tan repetitivos, tan inverosímiles, que no terminan generando ninguna clase de suspenso. De hecho, da para preguntarse cómo terminan ocupando salas en vez de ir directo a los formatos hogareños. Mío o de nadie es un nuevo ejemplo de esta perpetua producción en cadena hollywoodense, centrándose en una mujer (Rosario Dawson) que inicia lo que parece ser una idílica vida con su nueva pareja, pero que deberá lidiar con la ex esposa (Katherine Heigl), quien no está tan dispuesta a aceptar que el que fue su hombre esté con otra persona. La película de la debutante Denise Di Novi (quien tiene una larga trayectoria como productora) no consigue eludir todos los lugares comunes esperables: las sonrisas iniciales que derivan luego en muecas malignas; pasados oscuros que no se revelan básicamente porque la trama lo necesita; una villana de cartón corrugado y que es mala porque sí; psicopateadas infantiles pero pretendidamente serias; el marido que es medio tonto y se da cuenta de todo demasiado tarde; situaciones donde la protagonista queda mal parada porque es un poco ingenua y porque los demás son todos malpensados; escenas de sexo publicitarias al extremo; giros que se ven venir a mil kilómetros de distancia; y un largo etcétera. Y ni siquiera tiene autoconciencia de todos sus estereotipos, con lo cual se pone pretenciosa pero termina causando gracia de forma casi involuntaria, a tal punto que la última media hora es definitivamente una comedia, porque es imposible tomarse en serio lo que está pasando. Mío o de nadie posee una narración y una mirada sobre el mundo que atrasa (mínimo) treinta años y lo único que se puede reconocer es que tanto Dawson como Heigl (con su carrera en caída libre) le ponen garra al asunto, aunque estén lejos de tener buenas actuaciones. Es un thriller sin tensión alguna, totalmente irrelevante y que por suerte será rápidamente olvidado.
CON EL ESPIRITU DE LOS LIBROS DE CUENTO Recuerdo cuando mi madre nos contaba cuentos no sólo a mí y a mis hermanos, sino también a los niños que vivían cerca de la casa de una de mis abuelas, en Villa Domínico, por Avellaneda: enseguida captaba la atención de todos y era imposible no zambullirse en la historia, sea de aventuras, drama, policial o incluso terror. Cuando por ejemplo leía uno de los cuentos de ¡Socorro!, de Elsa Bornemann, no había manera de que no se te pusiera la piel de gallina. Ahora que lo pienso, habían dos factores que explicaban su éxito: primero, sabía elegir muy bien qué textos leer; y segundo, siempre daba en la tecla justa a la hora de escoger el tono apropiado en la voz y de calibrar las pausas. Uno siempre sentía que el cuento le hablaba, que lo que escuchaba era no sólo posible, sino que definitivamente estaba pasando. Eso en el fondo revelaba que mi madre nunca subestimaba al oyente y que lo interpelaba directamente. Digo todo esto porque la experiencia de ver Anina implicó en cierto modo recuperar parte de esa experiencia infantil. Y eso fue así porque el film de Alfredo Soderguit, basado en la novela Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, se apoya fuertemente en el espíritu de las narraciones para niños, con un diseño visual que explota con eficacia esquematismos y estereotipos, y la voz en off de la protagonista como un elemento clave para generar empatía. El relato se centra en una niña cuyo triple nombre capicúa la tiene siempre a maltraer por las burlas que recibe y que termina metiéndose en una pelea con una compañera de la escuela, que es su eterna antagonista. A la hora de implementar el castigo, la directora toma una decisión desconcertante: les entrega a Anina y su compañera un sobre a cada una, ordenándoles que no lo abran durante una semana. Cuando se cumpla el plazo, les tocará abrir los sobres y saber cuál es el castigo. A partir de ahí, esa semana adquiere toda clase de significaciones en la vida de Anina, que terminará reconfigurándose por completo. El film se irá tomando su tiempo para ir desplegando el mundo que rodea a su protagonista, que incluye a su mejor amiga, el niño que le gusta, la típica maestra buena y la típica maestra mala, y, por supuesto, sus padres. Anina es una película que exhibe una sabiduría notable para retratar diversos ámbitos, que nace de la atención por el detalle en la configuración de espacios y de la paciencia para darle entidad (y hasta textura) a los tiempos. Por eso el colegio, la casa de Anina, el almacén donde va a hacer las compras, el colectivo donde debe viajar cada día, tienen una bella verosimilitud: son auténticos, tangibles, definitivamente reales. Pero Anina no se contenta con ser un film realista desde la animación, porque también sabe usar ese soporte genérico para crear secuencias donde la imaginación es apabullante (hay una escena que gira alrededor de los apellidos que es realmente estupenda) y que son fiel reflejo de la mentalidad infantil, de cómo impacta la noción del castigo, la mirada respecto a la autoridad y el vínculo con las figuras materna y paterna. Y todo eso no está en función de un mero exhibicionismo, sino de una historia de crecimiento y aprendizaje, porque después de abrir el sobre, Anina seguirá siendo la misma y a la vez no: más bien, entenderá mucho más ciertas cuestiones sobre quienes la rodean y sobre sí misma. Pequeña y agradable sorpresa, Anina es un film de una dulzura infrecuente, sumamente didáctico pero que no necesita remarcar sus enseñanzas. Y que por un rato me hizo volver a la infancia, recordándome cuando mi madre, cansada pero con todo su amor a cuestas, me leía cuentos antes de ir a dormir. A veces, el cine, como la lectura, sólo necesita de cariño y devoción por lo que se hace. De eso, Anina tiene a montones.
UNA SECUELA DEVORANDOSE A SI MISMA Si la saga de Misión: Imposible, a partir de su cuarta entrega, supo reconfigurarse al repensar al personaje de Ethan Hunt, que pasó de ser un héroe con a lo sumo un par de ayudantes, a un líder de equipo cuestionado e incluso cuestionable en sus decisiones, la de Rápidos y furiosos optó por exacerbar sus características ya instaladas desde el comienzo, inflando su discurso sobre la familia y una espectacularidad donde lo que se impone es el artificio más absoluto. Dentro de ese contexto, Rápidos y furiosos 8 venía supuestamente a introducir una novedad a partir de la puesta en crisis precisamente de ese discurso familiar: con la traición de Dom, que pasa a trabajar para un grupo de villanos encabezado por una ciberterrorista llamada Cypher (Charlize Theron), las posiciones cambian -hasta el punto en que un antagonista previo como Deckard (Jason Statham) pasa a convertirse en aliado-, ofreciendo algo nuevo en una franquicia que ya se estaba repitiendo a sí misma. Pero enseguida Rápidos y furiosos 8 mata todo posible suspenso, dejando bien en claro que el cambio -dado por la traición de Dom no sólo a los seres queridos, sino a sus valores constitutivos- es para que nada cambie, para que todo siga igual. El giro explicativo del guión de Chris Morgan funciona como factor tranquilizador, pero también quita toda posible tensión, con lo que la película se queda a mitad de camino sin un conflicto real que la sostenga. Frente a eso, hay una dispersión en la atención hacia los distintos personajes -de hecho, Dom pasa a tener mucho menos peso real en la trama-, pero el único recurso que tiene el relato para profundizar en ellos es la repetición y la autocita. Por eso es que Rápidos y furiosos 8 es un compendio de guiños y chistes para la tribuna aplaudidora que pronto se revelan como infructuosos y desganados. Hobbs (Dwayne Johnson) y Deckard se amenazan a cada rato con cagarse a piñas; Roman (Tyrese Gibson) y Dej (Lucadris) se disputan a Ramsey (Nathalie Emmanuel) como machitos de segunda; al personaje de Scott Eastwood lo bardean cada dos minutos; Cypher (una villana que es villana porque sí, porque la trama necesita que sea mala) tira cada vez que puede un monólogo cínico; Dom y Letty (Michelle Rodriguez) ponen cara triste y reconcentrada (parecen una perfecta pareja del nuevo cine argentino); y después viene alguna secuencia gigantesca y artificiosa. Y luego todo vuelve a repetirse, una y otra vez, en una secuela que no sólo regurgita elementos de las anteriores entregas sino que ni siquiera consigue desarrollar una estructura fluida y con una progresión pertinente. Es una aburrida y ruidosa repetición, en la que el director F. Gary Gray despliega una puesta en escena carente de originalidad, sin imaginación y que en ciertos pasajes hasta cede a la confusión visual. Recién en sus últimos minutos Rápidos y furiosos 8 crece un poco, a partir de darle un mayor espacio de lucimiento a Statham (quien lleva muy bien una secuencia en un avión que involucra un bebé), aunque la incoherencia hacia su personaje le hace pagar un costo muy caro: no deja de llamar la atención cómo el que el que era un temible villano pasa a ser un tipo simpático y termina siendo incorporado con total naturalidad a la “Familia” de los protagonistas, teniendo en cuenta que había asesinado a uno de los suyos en la entrega anterior. Pero uno no debería sorprenderse: la saga de Rápidos y furiosos ha incurrido en un sinfín de incoherencias a lo largo de sus ocho películas. Y sin embargo, su éxito es cada vez más mayor, a tal punto que ya se está auto-canibalizando, aunque a nadie parece importarle.
LA HABITACION DEL HIJO La campaña de difusión la vendió primariamente como un thriller de venganza, pero lo cierto es que Maracaibo es primariamente un drama. Algo de la trama gira alrededor de la idea de la justicia por mano propia, pero de manera lateral, porque lo esencial del conflicto gira alrededor de Gustavo (Jorge Marrale) y en menor medida Cristina (Mercedes Morán), un matrimonio de clase media acomodada que pierde a su hijo Facundo (Nicolás Francella) cuando lo matan frente a sus ojos en una típica entradera en su hogar. Lo que viene es el derrotero cuesta abajo para Gustavo y los intentos para recomponerse. Un aspecto sumamente interesante de Maracaibo es cómo se toma su tiempo para llegar a esa escena de quiebre absoluto donde Facundo muere. El film no arranca con este episodio, sino que va mostrando con pequeños trazos cómo la vida de esa familia aparentemente perfecta tiene unas cuantas grietas, focalizadas esencialmente en el padre que es Gustavo, un hombre que es un profesional intachable y reconocido por sus colegas, un buen padre y marido, pero también un tipo con ciertas concepciones un tanto arcaicas y dificultades para expresar de manera cabal lo que siente. Hay una incomodidad que sobrevuela esos pequeños minutos, donde Gustavo cumple con naturalidad sus diferentes roles pero al mismo tiempo es incapaz de sostener una conversación con los amigos de Nicolás, queda shockeado emocionalmente cuando descubre la homosexualidad de su hijo y realiza largos paseos en auto en el medio de la madrugada, sin un rumbo definido. Todo ese malestar, que parece estar esperando el momento –y el hecho- propicio para estallar, es tratado con sutileza por el film de Miguel Ángel Rocca, sin agigantar los problemas, pero dejando en claro cómo pueden condicionar la cotidianeidad de los protagonistas. Luego del arranque y la escena donde muere Nicolás, en la que también se derrumba la existencia de Gustavo y Cristina, Maracaibo entra en una zona de indecisión, coqueteando con la vertiente del thriller en la que la motivación central es la venganza, pero sin dejar de trabajar sobre el drama donde interviene la noción de la culpa. Lo cierto es que toda la subtrama de suspenso es bastante torpe en su armado y la presencia de Luis Machín como un improbable ladrón no ayuda. Lo que sí funciona y es definitivamente mucho más atractivo es cómo el film reflexiona sobre el legado de las figuras paternas y las formas en que condicionan –primariamente desde el machismo y la violencia- los destinos de los hijos, incluso entrando en patrones de repetición. En los minutos finales, cuando Maracaibo consigue ser plenamente consciente de lo que importa en su relato, de cuál es su verdadera esencia –la historia de un padre tratando de cerrar las heridas que le dejó la pérdida abrupta de su hijo y lo que quedó sin decir entre ellos-, repunta bastante. Y aunque varias de sus decisiones para acomodar algunas piezas son bastante esquemáticas y previsibles –principalmente la referida a la contraseña de la computadora de Nicolás-, lo que se termina imponiendo es el tránsito del Gustavo por los espacios vacíos –como la habitación del hijo que ya no está- y tiempos muertos que invaden su vida. En eso es clave el saludable tono parsimonioso en el film (que incluso puede espantar a unos cuantos espectadores), sostenido primordialmente en la notable actuación de Marrale, que encuentra la gestualidad precisa para expresar a ese padre repleto de dolor, ira y tristeza, buscando perdonarse a sí mismo.
LOS RESTOS DE UN PAIS 1-Con El otro hermano, Adrián Israel Caetano entrega la que es sin dudas su película más oscura y terrible. El realizador toma como base el libro Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, para configurar un relato opresivo desde el minuto uno: la llegada de Cetarti (Daniel Hendler), empleado público recientemente despedido, al pueblo de Lapachito para hacerse cargo de los cadáveres de su madre y hermano, asesinados brutalmente a escopetazos, y su encuentro con Duarte (Leonardo Sbaraglia), militar retirado, albacea y amigo del asesino de su familia, con el que se verá metido en un par de negocios turbios -que incluyen el cobro por izquierda de un seguro de vida de la policía- es apenas un punto de partida, un comenzar a desandar algo más. Ese algo más es un mundo crudamente realista, palpable en su violencia, donde no hay salida, ni siquiera para el espectador: si en Pizza, birra, faso e incluso Bolivia había un margen de empatía con ciertos personajes, acá no hay de qué (y quién) agarrarse. 2-Si Francia, aún siendo un drama familiar, no dejaba de ser un film optimista dentro de la carrera de Caetano, en el que mostraba -aún desde una crítica solapada- una cierta confianza en las instituciones familiares y educativas, en el ámbito público como sostén de un país, El otro hermano es la contracara más pesimista. A tal punto es así, que si la película de 2009 protagonizada por Natalia Oreiro podía fácilmente definirse como “peronista” -y no en un sentido peyorativo, sino una forma de otorgarle identidad-, su más reciente film da la impresión de ser “post-peronista” (decir que es “post-kirchnerista” sería un tanto reduccionista). No es anti-peronista, porque lo que sobrevuela toda la narración no es una visión peyorativa del peronismo (como sí hay en El ciudadano ilustre), sino el desencanto y la desilusión con lo que pudo ser y no fue, con la promesa de un Estado presente y virtuoso que terminó derivando en un Estado corrupto y tramposo, que sólo puede establecer vínculos con la ciudadanía a través del dinero. Ahí están esos carteles de obras no concretadas (particularmente el del polo científico de la secuencia final) como marcas de lo que parecía que podía ser pero no fue, de los restos de un país que amagó con concretarse pero sólo se quedó en eso, en restos, en huellas de esperanzas derruidas. 3-Se podrá decir que Caetano habla desde y sobre el presente -aunque debe tenerse en cuenta, para evitar conclusiones apresuradas, que el rodaje de la película arrancó en enero del año pasado, cuando recién comenzaba el gobierno macrista-, pero lo cierto es que El otro hermano retrata a personajes cuyos presentes están condicionados por el pasado y por ende, sin chance de mirar hacia un futuro concreto. El Duarte de Sbaraglia es un reflejo cabal de las continuidades entre la última dictadura militar y los tiempos democráticos, alguien capaz de reciclarse sin problemas como agente de represión y corrupción; mientras que el Cetarti de Hendler, en su admisión de la inutilidad y desmotivación de su antiguo empleo, muestra a un Estado incompetente y burocrático, en una permanente y progresiva degradación. En cuanto al resto de los personajes, son una serie de víctimas pasivas, que sólo saben rebelarse desde la violencia e incluso la auto-violencia. A cada uno se le nota un pasado que implica décadas: el film habla de procesos, de largas duraciones condicionando los destinos de los personajes, no de presentes circunstanciales, y es ahí donde se intuye la desilusión con el peronismo, pero también con un sistema político general y ciertas convenciones culturales y sociales imperantes. 4-A diferencia de La patota, que se apoyaba en la impostura oral para enhebrar un discurso decididamente paternalista y excesivamente distanciado, El otro hermano sustenta su mirada desde adentro, con una puesta pegada a los personajes y un sistema de referencias muy particular y para nada arbitrario. En el film de Caetano conviven el dinamismo y flexibilidad genérica de Hugo Fregonese, los climas opresivos de la trilogía policial de Aristarain y la amoralidad de los dos films de Bielinsky, pero hallando en los puntos de contacto entre los cines de esos tres realizadores un diseño propio. La clave para esto está en el encuadre: a través de cada plano, el film configura un universo donde la relación entre el adentro y el afuera, el recorte de los cuerpos y las miradas de los personajes están marcados por la violencia. Hay más de medio siglo de cine argentino en el film -y hasta algo del Cronenberg de Una historia violenta y Promesas del Este en los cuerpos agredidos-, pero no como un mero compilado, sino para resaltar encadenamientos sistémicos y estructuras políticas puestas en crisis. Lo formal se da la mano con un contenido crítico en un cóctel explosivo, donde incluso el horror -particularmente desde el sonido y el fuera de campo- asoma de a ratos. 5-Es cierto que El otro hermano no es una película perfecta, precisamente porque Caetano está lejos de ser un cineasta perfecto, que domine todos los recursos cinematográficos con igual destreza. Por ejemplo, su filmografía ha entregado grandes actuaciones (Héctor Anglada en Pizza, birra, faso, Freddy Flores en Bolivia, Julio Chávez en Un oso rojo) pero también unos cuantos desniveles en ese rubro. Acá, por ejemplo, Sbaraglia luce un tanto sobreactuado y Hendler repitiéndose en su papel, aunque consiguen encontrar en unos cuantos pasajes la naturalidad necesaria. También se puede cuestionar cierto apresuramiento en las resoluciones finales, donde las piezas no terminan de encajar con total fluidez. Pero a cambio está ese plano final, donde la cámara, desde adentro de una camioneta, encuentra la metáfora perfecta para un país encerrado en sí mismo, donde rige la ley de la selva (con el Estado funcionando como paradójico garante de la ilegalidad) y sólo queda la huida hacia adelante. La desesperanza en El otro hermano adquiere un verosímil irrevocable y por eso pesa, impacta y duele.