Sobre el amor y la risa Amor a distancia se inscribe en lo mejor de la comedia romántica contemporánea. Se pueden distinguir dos vertientes en la comedia romántica actual de Hollywood. La primera está representada por títulos como Guerra de novias, 27 bodas, El cazarrecompensas o Cómo perder a un hombre en 10 días. En realidad, no son comedias: son panfletos baratos de venta de las instituciones matrimonial y familiar, la pareja como sostén del individuo y el amor como método para adaptarse al sistema. La segunda corriente tiene como principal y único exponente a Drew Barrymore, una actriz que ya a esta altura puede reclamar sin miedo el trono de reina de la comedia romántica, y más teniendo en cuenta la deserción de referentes como Julia Roberts o Meg Ryan. Revisando Como si fuera la primera vez, Amor en juego y Letra y música, se pueden percibir toda una serie de obsesiones e inquietudes, vinculadas a la construcción de la pareja, la convivencia con el contexto actual y las reformulaciones de lo romántico. Amor a distancia constituye el más reciente ejemplo de lo afirmado en el párrafo anterior. La inteligencia y sensibilidad del filme parte desde el lenguaje, en todas sus variables. Por empezar, aprovecha haber sido catalogada como R (Restringida), la calificación más alta y prohibitiva del cine estadounidense: la usa de trampolín para armar un relato adulto, consciente de que las malas palabras no conspiran contra el amor. Por eso los múltiples diálogos escatológicos adquieren un sentido particular. Detrás de tantos pitos, tetas, culos, y escatología, hay pasión y deseo, hay gente conociéndose, hay amistad, incertidumbre, hay decisiones que tomar. Y nunca nada suena pesado, sino humano. Les creemos a los personajes sus lágrimas, sus angustias, sus indesciciones, su añoranza, su padecimiento del tiempo y la distancia, porque antes les creemos cuando se ríen, cuando disfrutan, cuando no paran de decir o hacer tonterías y no se sienten culpables por eso. Amor a la distancia es, como Ligeramente embarazada o Virgen a los 40 años, una de esas comedias que tendrían que ser de visión obligatoria para los adolescentes, porque transmite esa noción sana y pertinente de que el sexo es importante, pero que eso no significa que sea aburrido o ceremonioso. Que es sobre el descubrimiento de los cuerpos, sobre vencer miedos y barreras, sobre besarse, acariciarse, sobre conocer al otro a través del afecto. Asimismo, es una película obligatoria para el público adulto, porque reivindica el género al cual pertenece con toda la convicción posible. Deja de lado todo conservadurismo ideológico -¿hace cuánto no se veía a un personaje describiendo como algo natural y disfrutable el estar permanente de joda, como hace uno de los amigos de Justin Long, sin que aparezca nadie para señalarlo con el dedito?- e interpela sobre temas como la maduración, la búsqueda de estabilidad y compromiso, el rol del hombre y la mujer, la pareja como institución importante pero no total. Nunca juzga a los personajes, y en ese no juzgar, logra una llamativa empatía y obliga al espectador a pensarse a sí mismo. Párrafo aparte para las actuaciones. Debe haber pocos actores como Justin Long, que van armando sus personajes en base a pensar su discurso, su ideología y sus problemas, casi rompiendo la cuarta pared, a mitad de camino entre la primera y la tercera persona, sin ninguna clase de cinismo sino, por el contrario, con todo cariño. Muy poquitos alcanzan tanta hilaridad desde la total pero inteligente grosería, como lo consiguen Jason Sudeikis y Charlie Day, que en sus roles son, desde el inicio hasta el final, esa clase de amigos que uno sabe que van a estar siempre, no importa lo que pase. No hay muchas actrices como Christina Applegate, que no necesita hablar, porque ya en el rostro se le nota todo: la tensión, el odio, la frustración, la adoración, la aceptación, la melancolía. Y, definitivamente, no hay nadie como Drew, que seguro que es una mina de fierro, tanto en la realidad como en la ficción. Desde el díptico que dirigió Richard Linklater con Antes del amanecer y Antes del amanecer que no tenemos un filme donde se sienta y perciba tanto el poder de un espacio-tiempo determinado. Los trayectos se sienten, las horas y días se sienten. El filme dura menos de dos horas y nunca aburre, pero los meses y meses que involucran la relación de los protagonistas están presentes y adquieren forma. Los kilómetros se palpan, su literalidad nunca es impostada. Amor a distancia es de esas obras que nos devuelven la creencia en el cine como vehículo de las emociones.
Los oxidados de siempre Se recuesta tanto en su humildad, en una generación de actores que ya no necesitan esforzarse para entregar excelentes performances, en un relato corto y preciso, que al final peca de poco ambiciosa. Este filme es sobre gente llegando a cierta edad donde la impresión más fuerte es que queda más para ver hacia el pasado que hacia el futuro, donde el camino ya recorrido empieza incluso a determinar lo que queda por recorrer. Ben Kalmen (Michael Douglas) no es el único que da esa impresión, sino que esto puede corroborarse también en, por ejemplo, los personajes de Jimmy Marino (Danny DeVito) y Nancy Kalmen (Susan Sarandon). El universo sobre el que se concentra el filme parece en todo momento que va a caerse a pedazos, o que ya directamente está colapsando. Pero es un universo particular, individual, subjetivo. Es el mundo de ese hombre solitario que interpreta Douglas, con lo cual el filme de Brian Koppelman y David Levien parece querernos decir que a veces no es tanto el contexto el que nos moldea, sino nosotros mismos, que ya no podemos echarle la culpa a la sociedad, las enfermedades, desgracias azarosas o la incomprensión de los demás, sino que en determinadas instancias no queda más que hacerse cargo. Esa oscuridad andante, ese monumento al cinismo y al egoísmo que es durante largos pasajes del filme Ben, se cruza en determinados pasajes con la luminosidad que representan Jimmy y Nancy, quienes son felices no porque les salieron todas, sino porque supieron valorar los aspectos positivos de sus vidas, potenciando sus vínculos con sus seres queridos. Es llamativo como Solitary man habla bastante sobre lo importante de la familia, el matrimonio o incluso ciertas posesiones de tinte claramente burgués, sin ofender en lo más mínimo. Esto puede atribuirse a la humildad y ligereza de tono de los diálogos, donde se observa a gente reflexionando, debatiendo, pidiendo o dando consejos, lo cual está muy lejos de dar encendidos y convencidos discursos. Lo que se impone en El hombre solitario es, justamente, la falta de certezas. Los problemas mayores del filme probablemente residan en sus mayores virtudes. Se recuesta tanto en su humildad, en una generación de actores que ya no necesitan esforzarse para entregar excelentes performances, en un relato corto y preciso, que al final peca de poco ambiciosa. Su estilo, forma y puesta en escena podrían haber funcionado sin problemas en el formato televisivo. Aún así es altamente placentero volver a encontrarse con un grupo de actores que exhiben casi con orgullo sus canas, arrugas, panzas o grietas en sus personalidades que ya son casi irreparables. Decimos casi, porque, como delata el plano final, cualquiera puede ser el momento bisagra para barajar y dar de nuevo.
Esta película representa un salto cualitativo para Reygadas. Carlos Reygadas decidió darle un giro a su estilo, que hasta ahora le había permitido obtener muchos premios, pero también unos cuantos odios. Para eso, se fue a rodar en la frontera de México con Estados Unidos, centrándose en una comunidad menonita. Allí, asistimos a la historia de Johan, un hombre casado que inicia una relación amorosa con otra mujer. Reygadas nunca recurre a los golpes bajos o una mirada cínica y va desglosando con precisión las costumbres de una cultura que convive con los avances de la civilización occidental sin abandonar sus costumbres y normas tradicionales. A la vez, permite que los personajes se vayan desarrollando despacito y por las piedras. Presenciamos así, en especial en la primera mitad, a un relato poblado de personajes que dicen poco pero mucho a la vez, que se expresan a través de sus cuerpos, que buscan esconder todo pero cuyas miradas y gestos los delatan. No es sólo una historia con un triángulo amoroso en permanente conflicto. También es un filme sobre la (in) comunicación, la lealtad, el deber, los rituales sociales, los mandatos familiares y culturales, sin villanos a la vista. Es verdad que tiene unos veinte minutos de más y que el final aparece en cierta forma forzado por la mano invisible del directo. Pero eso no le quita fuerza a una película que representa un salto cualitativo para el realizador mexicano.
Depredadores se defiende solita gracias a su minimalismo y convicción narrativa. El filme dirigido por Nimród Antal y producido por Robert Rodríguez es simple en su concepción, lo cual termina siendo su principal virtud. A la vez, su defecto más substancial pasa por cuando quiere salir de esa simpleza. La primera mitad de Depredadores es realmente muy buena. Comienza justo en el medio de la acción, con el mercenario Royce (encarnado por Adrien Brody) cayendo desde las alturas, sin memoria de cómo llegó al medio de una selva que le resulta desconocida. Luego, las explicaciones y revelaciones se van dando con el avance del relato, sin trabas, fluidamente, incluso privilegiando el misterio en sus dosis justas. Además, los personajes están caracterizados a partir de unos pocos pero significativos trazos: son todos estereotipos, pero todos están tratados con respeto, no se los juzga, solamente se los describe a través de su accionar. La construcción a partir de lo no visto de Depredadores remite mucho a Depredador, la película que comenzó la saga. Incluso, a través de citas y homenajes a partir de situaciones, diálogos y personajes –ciertas actitudes de Royce son un calco de las adoptadas por Arnold Schwarzenegger en el filme de John McTiernan- termina siendo casi una remake de la original. También, por su concisión narrativa, al cine clásico bélico –Doce del Patíbulo como buen ejemplo- o al de clase B, aunque evidentemente con un mayor presupuesto. El problema principal se encuentra en la segunda parte, donde todo se estira demasiado y las virtudes que se apreciaban en los protagonistas van quedando anuladas. Esto se nota principalmente con el personaje de Laurence Fishburne, -que es el típico loco bipolar e insoportable, un lugar común ya demasiado gastado en el cine de acción- que aparece veinte minutos no se sabe bien para qué, pero también con el interpretado por Topher Grace, cuya vuelta de tuerca final pretende ser inesperada, pero se la ve venir a la distancia y ni siquiera es realmente coherente. Además, las criaturas extraterrestres que persiguen al ecléctico grupo de almas perdidas humanas no llegan a tener la presencia y la fuerza suficiente. Aún así, Depredadores se defiende solita, no depende de la devoción de los fanáticos, se planta con firmeza desde su minimalismo y convicción narrativa. Así, termina siendo una película de acción más que aceptable, que entretiene sin culpa, con mucha sangre, tiros, tripas y todas esas cosas que les gustan a la gente sana y normal.
¡Que Dios te bendiga, Shyamalan! Debo decir que M. Night Shyamalan es una de mis debilidades. No es que le defiendo todo, me parece un director claramente imperfecto, pero las formas que implementa en su cine siempre han establecido una conexión con mi gusto cinematográfico. Defendí filmes suyos muy atacados, como La aldea o La dama en el agua, e incluso varios aspectos de El fin de los tiempos, al que sin embargo considero claramente fallido. Aún así, debo decir que la noticia de que se iba a hacer cargo de la adaptación de la serie animada Avatar-la leyenda de Aang no me generaba demasiada expectativa, en especial porque implicaba un trabajo arduo con los efectos especiales, un rubro con el cual Shyamalan nunca se llevó muy bien. Pero luego de la visión de El último maestro del aire, la elección del realizador de Sexto sentido adquiere lógica, a partir de su particular estilo de puesta en escena y su conexión con el mundo infantil y fantástico. La historia presenta a cuatro naciones –la del Aire, del Agua, del Fuego y la Tierra- que desde la desaparición del Avatar –una especie de elegido capaz de manipular los cuatro elementos- han estado en permanente guerra. Con la reaparición del Avatar, las piezas del tablero se reacomodan para todos, de diversas formas. El filme es antes que nada el típico camino del héroe, sólo que es un héroe a mitad de su recorrido, debatiendo consigo mismo y con los demás. Shyamalan parte de un material ajeno, aunque se hace cargo del guión y la producción. Su inserción es doblemente fascinada: es como la de un niño descubriendo las posibilidades de un mundo paralelo a la realidad conocida, a la vez que es como la de un adulto explorando formas de espiritualidad que remiten bastante al cristianismo y al budismo. Si con El fin de los tiempos Shyamalan parecía haberse olvidado de ciertas marcas autorales que lo distinguían, ya casi desde el principio de El ultimo maestro del aire se puede ir notando que el realizador no es cualquier artesano más; que hay alguien detrás de cámaras con una mirada distintiva, que le permite no sólo utilizar el montaje en el plano como una herramienta estética y narrativa, sino además impactar en el espectador a través del plano secuencia. La posición que toma Shyamalan deja, es cierto, en evidencia una indudable artificialidad de los efectos especiales, pero como parte de un universo con reglas propias, haciéndose cargo también de los puntos de contacto con la realidad. En cierto modo, El último maestro del aire funciona como una relectura de filmes como Sexto sentido, El protegido o La dama en el agua. En todos estos relatos aparece la figura de un sujeto con poderes más allá de lo normal, que lo distinguen de los demás, que deben asumir responsabilidades que los sobrepasan, o que directamente no desean tener. En todas ellas, Shyamalan plantea una tesis de forma bastante explicita, buscando transmitir un mensaje, que en algunos casos puede provocar incomodidad o disidencia. Se percibe a un cineasta con un ego muy pero muy grande, al que no le importan las críticas ajenas (de hecho, hasta lo motivan más) y que se cree un portador de la verdad absoluta –cuando en realidad sólo está en condiciones de aportar una verdad más entre muchas otras verdades-. Ahora, ¿por qué funciona su cine? Porque construye personajes y una narrativa sólidos. Porque con sólo un par de planos o frases es capaz de transmitir el dilema de Aang, el miedo a asumir su identidad, a ser él mismo de una vez, antes de que sea demasiado tarde. O de mostrar las ansias de Katara de demostrarse a sí misma que puede ser la persona indicada para sobresalir. Pero, especialmente, de trazar las líneas de un personaje como el Príncipe Zuko, que comienza siendo un villano para ir convirtiéndose rápida pero armoniosamente en alguien maldito, que persigue objetivos afectivos y estratégicos que siempre se le escapan, a la vez que establece una relación con su tío que reemplaza la ausencia de un vínculo paterno-filial en su vida. En todos los personajes que van apareciendo se puede diferenciar una ética y una moral, un punto de vista sobre las sociedades que habitan y su papel dentro de ellas. El último maestro del aire está lejos de ser una película perfecta. Shyamalan incurre en múltiples sobreexplicaciones y la narración cae en unos cuantos baches. Incluso así, ostenta una energía propia, exclusiva, que la pone en un lugar diferente de muchas de las adaptaciones que se están haciendo en Hollywood, demostrando que, a diferencia de lo que muchos creen, el problema no pasa por basarse en material ajeno, sino por la creatividad que se aplica en el procedimiento. El filme de Shyamalan (porque es de él, porque se notan sus obsesiones autorales, para bien y para mal) esquiva en numerosos pasajes el lugar fácil de mera presentación o de apelación a territorios comunes conocidos por los fanáticos, concentrándose, antes que nada, en contar una historia que incluye amores, odios, dudas, certezas, sacrificios, aprendizajes. Y sí, también las puertas abiertas a futuras continuaciones. En lo que refiere a esto, no deja de ser llamativo que El último maestro del aire evidencia una mayor economía narrativa que filmes con mucho más prestigio y consenso crítico como La comunidad del anillo o la primera parte de la saga de X-men. De ahí que los dos últimos planos adquieran la importancia, la relevancia que buscaban. Porque anuncian enfrentamientos futuros, nuevos interrogantes, más por descubrir y disfrutar. Y porque certifican la habilidad de irritar –en el mejor de los sentidos- a un cineasta que siempre tiene algo original para ofrecer. Bendito sea por eso.
Con un exquisito olor a huevos Es bueno empezar diciendo que Un loco viaje al pasado es LA comedia tapada del año, y más si tomamos en cuenta las reacciones que provocó en comparación con ¿Qué pasó ayer?, un filme que, con todas las virtudes que podía tener, es, en mi opinión, una de las comedias más sobrevaloradas de la década. Como bien señala Mex Faliero en su crítica sobre esta película en el sitio cineramaplus.com.ar, Hot tube time machine no posee la habilidad y sutileza narrativa de The hangover (que a la vez disimula su machismo), pero sí mucho más timing cómico y habilidad para el chiste. Habría que agregar que si el talento formal de Todd Phillips encubre el machismo y la misoginia de su filme, la honestidad de Steve Pink pone bien en evidencia los comportamientos machistas y misóginos de sus personajes, sin juzgarlos, pero delatando su imperfección y demostrando mucha más inteligencia y atrevimiento. La historia es simple, básica y a la vez, completamente alocada. Tres amigos desde su juventud, ahora en sus cuarenta y completamente desilusionados con sus respectivas vidas, deciden –tomando como excusa el “posible” intento de suicidio de uno de ellos- ir de vacaciones al lugar que fue testigo de sus mayores alegrías cuando eran adolescentes. Llevan medio de los pelos al sobrino de uno de ellos, un muchacho ultra freak que sólo es capaz de acercarse a una mujer a través de la bendita internet. En un momento de la primera noche juntos, deciden tomar un baño en el jacuzzi de la habitación del hotel, que –por esas bienvenidas arbitrariedades del guión- funcionará como máquina del tiempo, llevándolos de vuelta a la década del ochenta, con sus cuerpos rejuvenecidos. Uno de los principales méritos del filme es que se hace cargo de lo disparatado de su premisa inicial. A la vez, se emparienta con las comedias de Judd Apatow (Virgen a los 40 años, Ligeramente embarazada) y Adam McKay (El reportero, Hermanastros) en cómo hace referencias permanentes a la cultura popular, tanto la de los ochenta como la actual, utilizándolas como mecanismos para la construcción de personajes. Asimismo, no teme hilvanar secuencias donde los insultos y la escatología prevalecen, pero no de forma gratuita y arbitraria, sino coherentemente, porque lo piden el relato y sus protagonistas. La honestidad de Un loco viaje al pasado pasa por mostrar sin tapujos una gran cantidad de códigos representativos de la masculinidad, pero no precisamente para aplaudirlos sin distinción alguna. Se celebra la amistad, la lealtad, la honestidad, la fidelidad, el sexo sin culpas. No sucede lo mismo con la institución matrimonial cuando es sostenida porque sí; la mujer vista como objeto –positivo o negativo-; y el sexo como arma física o culposa. Frente al conformismo o la grosería a media máquina de ¿Qué pasó ayer?, Un loco viaje al pasado opone una permanente voluntad de cambio y superación, pisando el acelerador a fondo. Esto se intuye también en los personajes y los actores que los interpretan. Es un filme construido en base a gente de carne y hueso, esencialmente humana, y la carnadura de los intérpretes calza perfecto. John Cusack (quien también produce la película) realiza una actualización del Rob de Alta fidelidad, recorriendo el mismo camino de autocrítica que le permite madurar hacia al final; Craig Robinson le pone todo su cuerpo y pureza cómica a su papel; Clark Duke es tremendamente efectivo; y Rob Corddry consigue aquí su mejor actuación, en la que todas sus puteadas y gestos incorrectos aparecen en los momentos y lugares justos. Todos exhiben una gran capacidad para conseguir la distancia justa con sus roles, causando de ahí en más el adecuado balance entre empatía y distanciamiento que requiere el género. Se leyeron unos cuantos cuestionamientos a los últimos minutos del filme, donde se cierran todos los conflictos de una manera recargadamente feliz, hasta podría decirse que conservadora. Razones no les faltan a estos argumentos, que son bastante pertinentes. Parece un tanto apresurado cómo se soluciona todo, pero puede verse también como un conjunto de decisiones afines a la trama, ya que antes que nada Un loco viaje al pasado es una historia de aprendizaje, donde las consecuencias guardan una lógica casi implacable. Hay una evolución, una toma de conciencia, una serie de sucesos que obligan a los protagonistas a poner los huevos sobre la mesa de una vez por todas. El filme, con su humilde pero sólido concepto de puesta en escena, acompaña con fervor. Y el espectador no puede dejar de sentirse entre amigos, entre gente a la que le da la impresión de conocer de toda la vida.
Ochenta minutos de interés Cinco minutos de gloria se hace cargo de que en conflictos como el de Irlanda no hay reconciliación posible. Oliver Hirschbiegel, luego de Invasión y La caída, aborda una historia pequeña aunque con pretensiones universales. Cinco minutos de gloria podría haber sido tranquilamente una obra teatral: su estructura con pocos personajes y escenarios, mucho diálogo más un relato comprimido y elemental –básicamente es el enfrentamiento entre dos hombres-, podrían encajarla de ese modo. Sin embargo, Hirschbiegel consigue imprimirle un pulso cinematográfico particular, que le permite, a pesar de sus poco más de ochenta minutos, insertarse en la memoria del espectador. A diferencia de sus filmes anteriores, donde se podía apreciar una gran cantidad de personajes y hasta una llamativa dispersión, aquí Hirschbiegel es claramente consciente de que lo que importa es el duelo entre dos hombres, a los que los une un hecho en particular –uno asesinó al hermano del otro, que fue testigo directo-, aunque con perspectivas distintas. A partir de eso, es que puede cimentar a esos dos sujetos de manera tal que podemos percibir cómo sus dos miradas, que parecen opuestas al comienzo, comparten mucho más de lo que parece, para finalmente confluir con total lógica. Antes que nada, Cinco minutos de gloria se hace cargo de que en conflictos como el de Irlanda no hay reconciliación posible: sólo se puede seguir adelante, lo cual no significa olvidar. La víctima vive con el dolor y la ira por siempre, el victimario carga perpetuamente con el peso de sus actos. A la vez, no se puede eludir la responsabilidad: por eso contemplamos al asesino encarnado por Liam Neeson reconocer que nadie lo forzó, que nada lo obligó, que él aceptó y quiso matar, y que su arrepentimiento no va a revivir a nadie. Del mismo modo, el hermano del asesinado sólo puede concebir su vida en función de ese acontecimiento terrible que le tocó vivir durante su infancia. En cierto modo, todo esto es una patada en los huevos a la corrección política y al medio televisivo que la promueve. Exceptuando a una mujer de la producción, todos los periodistas o responsables del programa que intenta reunir a esas dos caras de la misma moneda que personifican Alistair Little y Joe Griffin quedan muy mal parados. No buscan la verdad, buscan un apretón de manos, un abrazo que simbolicen el perdón y, a la vez, el olvido. Y aunque por momentos Cinco minutos de gloria recurra demasiado al discurso o caiga en exageraciones o redundancias, cuenta con lo mínimo indispensable para el evento al que se refiere: dos actores en la mejor de sus formas, efectuando una particular catarsis a través de dos métodos diferenciados. Si el Alistair Little interpretado por Neeson hace la procesión por dentro, con mínimos gestos y acciones que delatan sus miedos, remordimientos y convicciones, el Joe Griffin encarnado por James Nesbitt es un sujeto al borde la explosión permanente, con toda una carga de violencia y frustración lista para salir a la luz. El encuentro final entre los dos, predecible pero a la vez coherente, adquiere significación a nivel político, discursivo, corpóreo y actoral. Nada mal para un filme tan pequeño.
Pariéndose a sí mismo Entretiene dignamente, aunque con la secuela finalmente sabremos hacia donde caminará esta saga. Mi villano favorito es como un Frankestein cuyas partes son tomadas de distintas fuentes, hasta formar un cuerpo poco lógico por momentos, no del todo armonioso, pero no por eso menos coherente. Es un ejemplo de cómo la sátira, el pastiche, la mezcla de géneros, el homenaje, la cita, la referencia, no son malas palabras o conceptos mal vistos, sino piezas dentro de un todo. Por eso, nada mejor que ir indagando en cada una de esas segmentos. Gru, el protagonista del filme, es un compendio de varias influencias: el Norman Bates de Psicosis, con todo su trauma materno-filial a cuestas; los villanos enfrentados a James Bond (aunque termina remitiendo más al Dr. Evil de la saga de Austin Powers); varios de los personajes conflictuados y tratando de ocultarse a sí mismos sus problemas, que tan bien ha ido desarrollando en su carrera Steve Carrell, quien le provee la voz; los malvados que en un punto son malditos y que no les falta un toque de nobleza, como Dracula, el Capitán Nemo o los enemigos de Indiana Jones; incluso un poco de Carl Fredricksen, el anciano gruñón que protagonizaba Up. Los minions son una rara pero acertada mixtura de los Oompa-Loompas de Charlie y la fábrica de chocolate; Scrat, la ardilla prehistórica de La era de hielo; más varios procedimientos vinculados con la labor de Chaplin o Buster Keaton. Asimismo su estética y trabajo formal se enlaza con una búsqueda de lo burocrático y absurdo de las organizaciones malignas, como en El superagente 86, donde KAOS es la entidad dedicada a imponer la anarquía en el mundo; aunque también se conecta con la actualidad política y económica, del mismo modo que lo hacían corrosivas comedias como Las aventuras de Dick y Jane o El reportero. Del mismo modo, la trama –que involucra a tres huérfanas que son adoptadas por conveniencia por Gru para apoderarse del arma de un enemigo y así llevar a cabo su maléfico plan: reducir a la Luna al tamaño de un pelota de tenis y robársela- ya ha sido concebida millones de veces en la historia del cine. La inserción involuntaria del mundo infantil dentro del adulto es una plataforma ya utilizada en diversos géneros. No nos olvidemos tampoco del basamento en el humor de Chuck Jones, el estilo narrativo de Pixar o Disney, o el guiño hacia la música de The Bee Gees. ¿Esta absorción permanente de otras fuentes le quita calidad a Despicable me, la inhabilita como película? No necesariamente, porque en la mayoría de los casos este “copiar y pegar” va estructurando un filme interesante, divertido, contado con ganas y cariño por los protagonistas. Por momentos, el relato que se nos presenta es un conglomerado de declaraciones de amor al cine y otras expresiones de la cultura popular. Es posmoderno, pero no cínico. Se podría decir que incluso realiza el mismo proceso que Shrek 1: si la historia del ogro proponía una relectura de los cuentos de hadas, ésta hace lo mismo con la comedia familiar en consonancia con la mirada habitual sobre el “malo de la película”. Lo que nunca termina por desarrollar apropiadamente Mi villano favorito es un mundo completamente propio. En todo momento se notan sus costuras frankestinianas. Es una criatura que no termina de respirar con vida propia. Le falta individualidad, una distinción particular, algo que la consolide como un sujeto fílmico. Es como un bebé que todavía gatea y no ha podido pronunciar su primera palabra. Ya está anunciada la secuela: ¿Hablará por fin? ¿Qué nos dirá? ¿Hacia dónde caminará?
Buscando lo nuevo Film sumamente irregular que tiene más de un logro importante. Portadores no es sólo la historia de un viaje en ruta de cuatro jóvenes buscando escapar y aislarse de los peligros que conlleva un virus que ha afectado a toda la humanidad. Es también el racconto de una dupla de directores y guionistas buscando la forma de aportar elementos nuevos dentro de un sub-género como el pos-apocalíptico, que ya se ha contado miles de veces, desde múltiples ángulos, pero que todavía sigue llamando la atención tanto de los productores como del público. Ya habíamos tenido la oportunidad de presenciar la metáfora religiosa aportada por Soy leyenda y El libro de los secretos. También tuvimos a Zombieland, con su reescritura a través del pastiche y la parodia posmoderna, pero sin cinismo, sólo con humor y una sana celebración de la familia como núcleo contenedor. O a Exterminio, explorando los factores espacio-temporales con la cámara digital como soporte tecnológico, pero también estético y narrativo. No hay que olvidarse de otras aproximaciones con una fuerte carga ética, política y religiosa, como La niebla, The stand o La carretera. Los españoles Àlex y David Pastor se hacen cargo desde el principio de que es más bien difícil que puedan aportar algo completamente nuevo y original -de ahí la cita explícita a Mad Max-. Pero no hay que olvidarse que lo nuevo nunca es completamente nuevo: siempre viene con una carga de componentes viejos, ya utilizados, que son rejuntados y remezclados para terminar concibiendo una nueva forma. No vamos a decir que Carriers aporta muchas cosas nuevas, pero sí que apela a una combinatoria de géneros –el thriller, la road movie, el terror, el drama familiar y social- y materialidad –paisajes desérticos, locaciones arrasadas, casas que prefiguran lo horroroso- para intentar un abordaje que se diferencie de lo que ha producido Hollywood hasta ahora. A partir de esto, van alternando una de cal y otra de arena. Se pasa de la sutileza enmarcada por los silencios, los mínimos gestos y las decisiones fuertes en el vínculo establecido entre los cuatros jóvenes y un padre con su hija infectada, a la redundancia en explicaciones sobre las reglas para sobrevivir; de los momentos de horror percibido a través del fuera del campo o mediante la mínima exhibición, al trazo grueso para señalar la decadencia moral de algunos personajes, con tal de hacer avanzar la trama. Muy irregular, con muchos baches, arrojada –tanto en Estados Unidos como acá- más que estrenada en cartelera, Portadores no deja de ser un filme atractivo. Es como un borrador de lo que puede alcanzar un gran filme pos-apocalíptico si posee mayor presupuesto y tiempo para desarrollar ideas.
Los chicos crecen (para mal) Adam Sandler es uno de los actores-autores de la comedia norteamericana más interesantes que hay, por varias razones. Primero que nada es, junto a Ben Stiller, el que ha logrado mayor proyección a nivel mundial, a diferencia de otros, como Will Ferrell o Jason Segel, que han quedado circunscriptos a las fronteras estadounidenses. Segundo, porque es tan desparejo como ecléctico en sus obsesiones temáticas y/o estéticas. Tercero, porque incluso sus filmes más mediocres, como Click, son pertinentes muestras de cómo un excelente comediante puede caer muy pero muy bajo. Como viene haciendo últimamente, Sandler se rodeó de todo un grupete de amigos, pero no para cameos o secundarios, sino para papeles protagónicos, que incluso compiten con su estrella. Y esto en Son como niños se explicita mucho más, ya que esta historia sobre un grupo de amigos de la infancia que se reencuentran luego de treinta años a partir de la muerte de su entrenador de básquet, explicita dos nociones: los vínculos amistosos entre estas figuras y la conciencia de que el paso del tiempo ha hecho mella en sus cuerpos y mentes, ambos trasladados desde el plano real al ficcional. Pero hay varios problemas. Para empezar, los amigotes de Adam: Chris Rock, David Spade, Kevin James y Rob Schneider (estos dos últimos en menor medida) a lo largo de sus carreras han ido demostrando que, por desgracia, les sienta mejor el formato televisivo que el cinematográfico. Es como si sus ideas tuvieran capacidad de expansión para un sketch, un monólogo o una sitcom, no para un largometraje. De ahí la recurrencia a chistes con pedos o tetas, que ya de por sí carecen de gracia. A eso se suma el cansancio que parece evidenciar Sandler, lejos de la fructífera exploración de sus personajes iracundos, las relaciones humanas e incluso los comportamientos políticos entre las naciones y etnias. Sin embargo, lo peor pasa por el subtexto subyacente en la trama, de carácter altamente retrógrado y despótico. A diferencia de otros filmes sandlerianos, como La herencia del señor Deeds o Locos de ira, el humor no adopta un rol de defensa de los oprimidos y marginales, sino de simple burla hacia el más débil. Algo parecido sucede con el rol de las mujeres: no adquieren nunca una identidad propia, están siempre en función de los hombres y la única forma en que se les permite divertirse es mediante la apreciación completamente superficial de otro hombre. Y ni que hablar de la resolución de los conflictos de pareja, que se resuelven en una escena desmadejada, más o menos así: “che, tenemos conflictos”, “bueno, pero no te preocupes, que está todo bien”, “OK, tenés razón, fin del tema”. Es llamativa la arbitrariedad con que se reivindica la institución matrimonial, como si no quedara ningún otro camino y se tuviera que sacrificar toda objeción, por más razonable que sea. Adam Sandler sigue fluctuando entre el conservadurismo ideológico y narrativo, y la vocación rupturista y desenfadada. Son como niños se inscribe en la primera tendencia, aunque no provoca la misma indignación que Click o Golpe bajo. Sus próximos proyectos -Just go with it y The zookeper- a priori no nos hacen albergar muchas esperanzas, pero mientras tanto podemos aferrarnos a la idea de que este tipo nos ha hecho disfrutar de grandes películas como La mejor de mis bodas, Little Nicky, Embriagado de amor o Como si fuera la primera vez. Y eso no es poca cosa.