La sangre represora Es cuanto menos llamativa y hasta encomiable la pulsión de la franquicia de El juego del miedo por convertirse en una saga con todas las letras, con una historia coherente que sirva como hilo conductor y personajes con todo un entramado detrás. Se ven esfuerzos denodados por atar cabos y explicar diversas acciones a través de otras reacciones, y viceversa. Como si se quisiera construir toda una leyenda, un objeto de culto sólo para entendidos. El problema es que toda esa edificación, toda esa red conceptual, se cae a pedazos al primer soplo. Es todo un castillito de arena construido con ladrillos de moralina barata, violencia gratuita y pornográfica, arbitrariedad total en las diversas tramas. Este, el séptimo capítulo, es supuestamente el último, el final de la franquicia. Sin embargo, la sensación de un círculo cerrándose por completo está lejos de ser lograda. Es más, da la impresión de que todo está preparado para una octava entrega. Todo es puro estiramiento, una progresión que se convierte en una sucesión de tropiezos. Pero lo peor es esa violencia cuasi masturbatoria, con una escena de tortura tras otra, enmarcada en una moral opresiva, represiva, racista, machista y misógina. Esto se ve potenciado por el 3D, que funciona como excusa para los realizadores para arrojar tripas y sangre a los rostros de los espectadores. Hubiera sido grato poder decir que El juego del miedo 3D causó sensaciones parecidas al miedo, el horror, el espanto. Pero es sólo una conjunción de avivadas que pretenden ser inteligentes. Pretender no significa ser. Y las siete películas de El juego del miedo nunca fueron.
Otra mirada para el mismo objeto Ben Affleck se consolida como un realizador muy interesante dentro del panorama del cine estadounidense. Acabo de leer la crítica publicada en fancinema.com.ar escrita por Mex Faliero sobre The town (no pretendan que me refiera a ella como Atracción peligrosa, que es un título que parece salido de una peli de acción grasa con escenas eróticas publicitarias). Mex, que siempre se tira para abajo, ya debería empezar a creérsela de una buena vez: es un excelente crítico y este último texto es sólo una prueba más. No sólo está muy bien escrito, sino que aporta nociones, miradas, conceptos, que van mucho más allá de las reseñas que he leído hasta ahora sobre el filme. La forma en que encuentra filiaciones en la película de Affleck con Scorsese, Eastwood y Michael Mann es más que pertinente y la estructuración es sumamente precisa. Sin embargo, debo disentir con algo en particular: su concepción de que The town está muy bien contada y desarrollada, pero no más que eso, pues sólo se limita a acumular elementos ya conocidos. Para ir cimentando y justificando este disenso, tengo que remitirme al innegable vínculo del nuevo filme Affleck con Michael Mann, con Fuego contra fuego como ejemplo prototípico, pero también con el de Kathryn Bigelow, que en Punto límite exploró tópicos similares. Ellos no dejaban de mirar con simpatía a los ladrones y criminales -en Mann esto es aún más recurrente: pensemos en Thief, Made in L.A. , Enemigos públicos-, con una visión particularmente romántica de esos grupos y/o personas al margen de la ley, con sus propios códigos enfrentados a la despiadada falta de ética y moral del contexto. Affleck toma las mismas situaciones, los mismos rasgos característicos de los personajes, los contempla sin juzgarlos, pero eso no le impide distanciarse de sus discursos, deconstruyendo sus esquemas y cómo diversos actores avalan, legitiman y se aprovechan de estas formas de vida. Lo que termina pintando es una sociedad en la que ley, la familia, la amistad, el profesionalismo, mutan en códigos barriales hipócritas que cercenan toda iniciativa individual y la chance de alcanzar una identidad propia. Pero Affleck no se queda ahí, no sólo hace foco en las responsabilidades colectivas, sino que asimismo pone en cuestión al individuo. Hay una escena muy particular, donde el policía interpretado por Jon Hamm (que termina componiendo a un ser que por momentos es siniestro en su búsqueda de efectividad antes que de justicia) entrevista a la encarnada por Blake Lively (que no está, es necesario decirlo, del todo bien desarrollado, al igual que otros integrantes del reparto), quien, ya totalmente desesperada y desbordada por la situación, le termina preguntando “¿por qué termino siendo siempre yo la que es usada?”. El policía no contesta, y lo que queda flotando es la sensación de que a la chica la usan en buena parte porque se deja usar. The town es un filme sobre gente que usa y gente que es usada. Y también sobre un hombre que busca dejar de ser usado y manipulado, que quiere ser de una vez por todas el protagonista de su propia historia. Al igual que en Desapareció una noche, la capacidad de elección y el hacerse cargo de lo que esa preferencia implica es un factor determinante. Es llamativo cómo The town cuestiona el romanticismo de Mann y Bigelow con una operación estética y narrativa que es también romántica: un tipo que de repente conoce a la mujer de su vida y que a partir de ahí escoge no el destino trágico que parece tener trazado, sino el huir para adelante, sin dejar de ser conciente del pasado. Es un romanticismo al cuadrado, donde se configura un escenario con características idealistas y hasta utópicas, pero que no dejan de ser posibles, incluso probables. El filme de Affleck traslada estos dilemas a la relación de los cuerpos con el espacio. Esto se ve, por ejemplo, en las escenas de acción, resueltas en general a través de planos cortos en espacios pequeños, claustrofóbicos, con un preciso trabajo de montaje: una vez más, los protagonistas pulsionan por salir de sus respectivos encierros. Es cierto que The town representa un descenso en comparación con Desapareció una noche (un filme casi perfecto), pero aún así consolida a Ben Affleck como un realizador muy interesante dentro del panorama del cine estadounidense, que elude el cinismo pero no la crítica constructiva, buscando nuevas alternativas. Un cineasta político, que considera viables nuevas estructuras en la sociedad.
Un film sin razón de ser La saga de Resident Evil ha aportado bastante poco a géneros como el terror, la acción o la ciencia ficción. Pero tenía algunos méritos, basados en la construcción de una heroína fuerte y decidida, tramas hilvanadas con fluidez, ritmo sostenido y escenas de acción apropiadamente coreografiadas. Bueno, en Resident Evil: la resurrección, que en buena parte gracias al 3D va camino a duplicar la recaudación de su predecesora, dejó de lado todas sus virtudes y multiplicó sus defectos. A saber, Milla Jovovich y su personaje lucen totalmente desdibujados, sin espesor, una mera caricatura de sí misma. El relato, asimismo, no tiene razón de ser: uno se pregunta para qué demonios pasa lo que pasa, cuál es su sentido dentro de la saga, qué progresión aporta, de la misma forma en que surgían los mismos interrogantes con respecto a Terminator – la salvación. Y las escenas de acción abusan tanto del ralenti (la película termina acumulando como veinte minutos de más) y de la vocación por tirar todo encima de los espectadores para aprovechar el impacto del 3D, que al final pierden toda coherencia. A la vez, si en sus tres partes anteriores los villanos que aparecían no tenían peso y no generaban la atracción apropiada, el Albert Wesker interpretado por Shawn Roberts definitivamente no interesa: no asusta, no enoja, no divierte, no produce empatía… nada. Algo similar sucede con el resto de los personajes, que no aportan en absoluto al mundo construido por el filme. Entonces no queda mucho de lo que hablar. Se podría hacer un paralelismo entre los zombies y el público yendo en masa a ver la cuarta entrega de Resident Evil. O nos podríamos inclinar por la metáfora política, con los zombies representando a las masas oprimidas y Alice como una eventual líder política absolutamente utópica. Pero no, claro, eso da para George Romero, no para Paul W. Anderson, quien pasó de la cumbre de su pericia con La carrera de la muerte a la cima de su ineficacia con este filme.
Zapatos ligeros, melancólica mirada Más allá del cielo evidencia serios problemas para aplicar la puesta en escena adecuada para numerosas resoluciones vinculadas al relato. El estreno de Más allá del cielo no transmitiría un gran interés si no fuera por la estrella que la protagoniza. Me refiero a Zac Efron, un muchacho que es cosa seria. Es de esos tipos tan lindos que es capaz de gustarle hasta al más macho de los hombretotes. Además, es puro carisma, pura gracia. No es como varias de las estrellitas actuales, con Robert Pattinson, Taylor Lautner o Channing Tatum como ejemplos máximos, con sus miraditas de chicos tristes posmodernos. No, él es como una versión actualizada del John Travolta de los setenta, ese que en Fiebre de sábado por la noche y Grease exhibía con total desparpajo pies tan ligeros que en cualquier momento parecía que iba a volar hasta perderse entre las nubes. Hizo creíble canciones conservadoras en la saga de High School Musical; transmitió a la perfección la intersección entre adultez y juventud en 17 otra vez; incursionó en filmes más independientes como Me and Orson Welles. Pero con Más allá del cielo se puso un poco en pretencioso. Tengo presente todavía una crítica de Mex Faliero sobre el filme Recuérdame en fancinema.com.ar, donde oponía la gravedad artificial de Pattinson a la vocación por divertirse de Efron. Teniendo en cuenta esto, más el título, el argumento y el tráiler de Charlie St. Cloud, a uno le daba un poco de miedito. Algo de ese miedo termina cristalizándose, pero Más allá del cielo es una película bastante más agradable de lo que se suponía, y en buena medida gracias a su protagonista. Burr Steers (el mismo de Igby goes down), que evidencia serios problemas para aplicar la puesta en escena adecuada para numerosas resoluciones vinculadas al relato –apariciones fantasmales, diálogos decisivos, revelaciones, nada de eso muy creíble que digamos-, tiene el buen tino de concentrarse estética y formalmente en la figura de Efron. Y puede notarse un abordaje por el cual Efron busca ser el nuevo James Dean, ese joven de belleza triste y trágica, que podía ser fácilmente un perfecto adaptado, pero terminaba siendo siempre –como en Al este del Paraíso o Rebelde sin causa- el imperfecto desadaptado. La presencia de Efron en Más allá del cielo busca reproducir un poco de eso: lo que podía ser perfecto, pero está roto, la continuidad sin problemas que se transforma en anomalía, esa anomalía que también identificaba en parte al Travolta de pies ligeros. La confrontación, la rebeldía y el aislamiento con respecto al entorno no dejaban de traslucir asimismo cierta pulsión de idealismo en Dean y Travolta. Esto se repite en Charlie St. Cloud: no hay una pornografía del cuerpo, como en la saga Crepúsculo, sino más bien una erotización inocente, idílica, en la que interesa más la mirada, los ojos o incluso el peinado, que el torso o los bíceps. ¿Esto convierte a Más allá del cielo una buena película? Ni mucho menos. Es claramente imperfecta en la construcción de los personajes, avanza a los tumbos, le cuesta muchísimo establecer un verosímil. Sin embargo, es pertinente su análisis para ir viendo hacia dónde va uno de los actores más prometedores de la actualidad. Y bueno, lo admito: seré bien macho (¡supermacho!!), pero si un día de estos Zac Efron me invita a una cena romántica… ¡ay, no sé qué contesto!
Otra peli sobrevalorada Enterrado es una de las películas del momento, como lo ha sido en este año El origen, y antes Actividad paranormal, El juego del miedo, El proyecto Blair Witch, Traffic, Belleza americana, Matrix, Memento, Tiempos violentos. Sobre ella se polemiza fuerte. Se la discute mucho, a favor y en contra. Los que la defienden sostienen que es una de las grandes obras de suspenso de los últimos años. Los que la atacan afirman que está llena de agujeros y que es uno de los grandes engaños del marketing cinematográfico de los últimos años. Sin embargo, no es para tanto, ni para un lado ni para el otro. La premisa del filme es sencilla pero eficaz: un tipo común y corriente aparece encerrado en un ataúd que está enterrado bajo tierra. A medida que van transcurriendo los minutos, nos vamos enterando que ese hombre desesperado es un camionero que trabajaba en Irak, que la caravana que integraba fue atacada por terroristas, que fue secuestrado y que sus captores piden millones de dólares para liberarlo. La única forma de contactarse que tiene es a través de un celular que le dejaron en el cajón, las horas que le quedan de vida son pocas y las chances de sobrevivir menos aún. Y es aquí donde empiezan las virtudes y los problemas del filme. Cuanto más cerca pone la cámara del personaje, más acierta el director Rodrigo Cortes, ya que comprime el espacio, recarga la tensión y es favorecido por la actuación de Ryan Reynolds, un muchacho que es bastante más que puro músculo: que sea él quien vaya a interpretar a Linterna Verde, y Chris Evans al Capitán América en sendas adaptaciones cinematográficas son dos pequeñas grandes noticias tanto para el cine como para el cómic. Por el contrario, cuanto más cede el realizador a los manierismos y los chiches visuales, explicitando el artificio, más se aleja de la credibilidad y el verosímil. Algo similar se da con los diálogos y las pequeñas situaciones que se van desarrollando. Algunas son pertinentes, hacen avanzar el relato fluidamente y hasta poseen un cariz de humor negro valioso. Otras no tienen pies ni cabeza: son lugares comunes ya vistos y agotados, que promueven la distancia en una trama que necesita imperiosamente de compromiso por parte del espectador. Todos estos factores desembocan sobre el final, donde la historia tiene la oportunidad de cerrarse coherentemente, pero elige un cierre igual de oscuro, aunque pretendidamente astuto, donde lo que importa es el impacto, la vuelta de tuerca supuestamente inesperada, antes que el encadenamiento apropiado con el desarrollo del filme. Así, los apuntes ideológicos, por ejemplos, quedan como bajadas de línea forzadas y de trazo grueso. Enterrado es, al igual que El origen, una película que sirve más para analizar ciertos comportamientos del público y de la crítica, que como objeto de estudio en sí misma. Apenas si tiene vida propia y le queda muy grande la categoría de polémica.
Mucho corazón, poco raciocinio No está lograda del todo, en algunas de sus metas se queda a mitad de camino, pero en unos años va a ser un poderoso antecedente, un borrador del cine gay del nuevo milenio. I love you Phillip Morris (prefiero al menos por ahora utilizar el título original, luego explicaré el motivo) obliga a preguntarnos por cómo en nuestra vida concebimos el mundo gay. ¿Es un nosotros (los heterosexuales) y ellos (los homosexuales)? ¿Por qué ellos son ellos, y nosotros nosotros? ¿Hasta dónde llega la autonomía del ser gay y en qué momento o lugar confluye con el deseo permanente de ser incorporado con todas las de la ley a una sociedad que siempre lo ha discriminado (lo cual puede ser caratulado como paradójicamente conservador)? Varias de estas preguntas son bastante elementales, pero no han perdido vigencia. Incluso son actuales a partir de ser eludidas, malentendidas o directamente censuradas. O sea, hagámosno cargo: uno puede pasar, sin muchas escalas, de un ámbito en el que los comentarios homofóbicos son festejados sin pudor, a otro en el cual uno hace un chistecito tonto sobre la comunidad y pasa a ser mirado de reojo como si fuera una reencarnación de Hitler. Falta un equilibrio, un tomarse las cosas jocosas en broma, y las cosas serias con, valga la redundancia, seriedad. El tópico de la homosexualidad aún no permite un disfrute de la hilaridad, ni tampoco un emocionarse hasta las lágrimas. Un poco de eso ambiciona el filme protagonizado por Jim Carrey y Ewan McGregor. Para eso, cae un poco en el lugar común de la ópera prima: pone toda la carne en el asador, hasta casi quemar todas las achuras. La película transita por varios géneros, sin pausa, pero con mucha prisa, sin transiciones e incluso cediendo a la mescolanza absoluta. Comedia slapstick, sátira a fondo de todos los lugares comunes posibles, comedia dramática, comedia de rematrimonio, comedia políticamente incorrecta, historia de amor carcelaria, drama hecho y derecho, policial, alegato social, etcétera, etcétera. I love you Phillip Morris no elude ningún desafío: quiere que riamos, que lloremos, que nos indignemos, que nos mate el suspenso. En muchos pasajes lo logra, porque el relato está narrado con una convicción llamativa. Pero esta convicción también es contraproducente, porque tira cincuenta mil puntas, va para todos lados al mismo tiempo, construye un pastiche que desconcierta hasta casi la exasperación. Las emociones están -la escena del baile en la celda o la corrida de Morris (McGregor) para despedir a Steven Russell (Carrey) al ser separados mientras están en la cárcel son tan risibles como conmovedoras-, pero falta una racionalización que encarrile lo estético y lo sentimental. El debut en la dirección de la pareja de guionistas Glenn Ficarra y John Requa busca juntar un montón de convenciones sobre la tipología gay cinematográfica, para reacomodar las piezas, a ver si puede aportar una nueva mirada. No lo logra del todo, en la mayoría de las metas se queda a mitad de camino, pero de aquí a un par de años va a quedar como un poderoso antecedente, un borrador del cine gay del nuevo milenio. Quisiera dejar algo bien claro sobre el estreno de la película en Argentina. Por suerte, la película tuvo un lanzamiento apropiado, a diferencia de las continuas demoras que sufrió en Estados Unidos. Pero la “traducción” del título original es, sencillamente, un asco. Una pareja despareja suena a comedieta barata con Olmedo y Porcel persiguiendo minas en Las Toninas, y ya fue usado con mínimas variantes en otras ocasiones. Pero, principalmente, delata una homofobia preocupante, una especie de culpa estúpida por estrenar una historia de amor entre dos tipos. Es que de eso se trata I love you Phillip Morris: un tipo que le dice a otro que lo ama, que es lo que más quiere en la vida, que está totalmente enamorado, que siente que es lo más importante, que haría lo que sea por él. ¿Por qué será entonces que, a pesar de la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, todavía hay algunos que no se atreven a poner bien grande en el cartel de un estreno TE AMO PHILLIP MORRIS?
Hacia el Infierno físico y psicológico Si en los últimos años, el cine de terror aportó poco al panorama del cine en general (a pesar de su abundante producción), Gran Bretaña ha contribuido todavía menos al género. Uno de los pocos ejemplos positivos salidos de la isla es el filme El descenso. Éste contaba la historia de seis jóvenes mujeres que iban de exploración a una cueva, donde terminaban encontrándose con que no sólo había rocas, sino también unos seres espeluznantes, ciegos pero capaces de cazar a partir de su percepción del sonido. Los momentos de tensión eran cada vez mayores, se establecía un permanente juego del gato y ratón y, finalmente, iban explotando las tensiones acumuladas entre las protagonistas. Era un filme que utilizaba con eficacia los mecanismos climáticos del más estimable cine de terror. Asfixiante en determinados pasajes, femenino en vez de feminista (los personajes no tenían que andar afirmando a cada rato su condición de género, simplemente eran, con todas sus virtudes y defectos), no promovía una gran renovación, pero su clasicismo era eficaz. A la vez, su pequeño relato no eludía cierta vocación ambiciosa: se percibía que ese pequeño evento era determinante, que las seis mujeres se veían obligadas a llegar al límite de sí mismas, casi como en una obra de Joseph Conrad, pero con una relectura mucho más sangrienta. Hasta en el póster se notaba esa pulsión abismal: inspirado en la fotografía de Phillipe Halsman En muerte voluptuosa, con una evidente conexión con el de El silencio de los inocentes, sigue siendo una de las imaginerías más originales vertidas por el cine de terror. Esta segunda parte no es una mera secuela, en el sentido más negativo de la repetición, sino que es en realidad una continuación. Retoma donde había terminado antes. La única (aparentemente) sobreviviente, Sarah Carter, emerge de las profundidades de la cueva. El problema es que no recuerda nada de lo que sucedió anteriormente y no tiene idea de lo acontecido con sus amigas. Es por eso que es prácticamente obligada a retornar al lugar desde donde salió, acompañada por un equipo de rescatistas y un par de agentes de policía de la localidad. Obviamente, lo que se van a encontrar ahí no es precisamente halagüeño. Uno de los grandes méritos que tiene la película es que posee un innegable lazo con su predecesora, pero al mismo tiempo es capaz de sostenerse por sí misma, como historia independiente. Lo hace reproduciendo el mismo modelo narrativo, temático y estético, con el pasado adquiriendo un peso decisivo, la degradación física como expresión de la caída moral, personajes definidos más por sus acciones que por sus dichos, un inquietante balance entre lo visto y lo no visto, entre los momentos de tensión previos a una acción determinada y la adrenalina desencadenada por la reacción. En numerosos aspectos El descenso 2 recuerda a Aliens –aquel notable filme de James Cameron-, no sólo por la cantidad de criaturas amenazantes, sino también por el tiempo que le dedica a la descripción de los personajes antes de que los hechos decanten, y por cómo Sarah, a partir de la recuperación de su memoria, se va perfilando como una actualización de la Teniente Ripley, con su instinto maternal a flor de piel y curtida por un pasado que evidentemente no pudo dejar atrás. A pesar de algunas obviedades en su concepción –en especial en lo referido a la utilización de la música en los momentos de suspenso-, El descenso 2 es un filme de terror que se destaca por su ansia de superación, por no ser un mero espejo de la primera parte, para que en cada secuencia sanguinolenta la sangre no sea derramada porque sí. Sobre el final, esta épica oscura del horror cierra con la angustiosa coherencia que reclamaba. Es que hasta los peores monstruos requieren de la justicia poética.
Una historia de violencia Luego de ver Whisky Romeo Zulú y Fuerza Aérea S.A., uno puede decir sin temor a equivocarse que Enrique Pineyro tiene un ego estratosférico. Al tipo le encanta aparecer en pantalla (incluso cuando en muchas ocasiones no es tan necesario) y cree que siempre tiene la razón. Lo bueno es que muchas veces la tiene y que su presencia posee un gran condimento cinematográfico. Muchos lo llaman “el Michael Moore argentino”, pero esa aseveración es un tanto reduccionista. Moore tiene la misma carga ególatra, pero no el mismo rigor que Pineyro. Además, suele abarcar en sus documentales cuestiones amplias, generales, mientras que Pineyro parte de cuestiones específicas, particulares, que sirven como modelo o diagnóstico de lo general. Con El rati horror show, el ex piloto y realizador logra su mejor película, ya que lleva sus virtudes al máximo y reconvierte su soberbia en pos de potenciar la narración. Toma un hecho aparentemente pequeño, como fue el de la “masacre de Pompeya” –donde la policía baleó de forma totalmente equivocada e irregular a un hombre sin antecedentes, para luego inventarle una causa que lo terminó condenando a treinta años de cárcel- y, a través de una investigación detallada y exhaustiva, la termina proyectando como un signo de los tiempos actuales. Si en sus peores momentos Fuerza Aérea S.A. adquiría un carácter estético que lo hacía parecer un especial de Telenoche Investiga, con Pineyro en el lugar de periodista indignado, aquí utiliza los mismos procedimientos narrativos para exhibir los mecanismos detrás de su documental, la forma en que se fue construyendo la investigación, los datos nuevos que iban surgiendo y las herramientas tecnológicas utilizadas. Su ego aquí se hace funcional, potencia al relato, interpela al espectador, incluso sirve como marco lingüístico pleno de ironía y sarcasmo, convirtiéndose casi en un descanso cómico que alivia el espesor de lo contado. Pero además, Pineyro no se guarda nada. Dispara para todos lados, y siempre da en el blanco. Contemplamos como las declaraciones de los testigos son totalmente contradictorias; los jueces y fiscales mienten; le ponen un defensor al supuesto delincuente que lo único que hace es perjudicarlo; no se investigan apropiadamente las circunstancias del tiroteo; se plantan pruebas; se dejan de lado testimonios que podrían aclarar mucho más el asunto; los medios compran rápidamente la versión policial y con ellos la opinión pública; etcétera, etcétera, etcétera. Es patético observar como la causa armada se derrumba en su falsedad y falacia con una facilidad pasmosa. Y es terrible el contemplar cómo el poder político, en todos sus estratos, se protege corporativamente y condena al más débil a la peor de las suertes. El discurso de El rati horror show es claramente afirmativo y confrontativo. Su lenguaje es incluso violento: busca indagar en la agresión hacia los cuerpos, en la opresión del tiempo en una persona. Su violencia es, por paradójico que pueda sonar, muy productiva, porque nace de lo cinematográfico. El arte documental que representa combate desde el cine. No obstante, es con otros discursos que entabla una oposición que es reveladora, porque evidencia cómo esos discursos esconden o evitan determinados factores de poder que siguen avalando las estructuras represivas. Por eso, obliga a preguntas que son tan obvias como incómodas: ¿cómo puede ser que se siga diciendo que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra? ¿Con qué derecho un Jefe de Gobierno se desgarra las vestiduras hablando de la inseguridad, mientras pone como jefe de su policía a un comisario procesado? ¿Desde qué lugar un Ministro de Seguridad y Derechos Humanos se vanagloria de su política, al mismo tiempo que la Policía Federal hace lo que quiere, sin control alguno, y él blanquea el uso de balas que están cuestionadas por los organismos internacionales? ¿Quién puede seguir hablando de que los medios de comunicación son objetivos y neutrales? ¿Es tan fácil bajar el martillo y condenar a un tipo a treinta años de cárcel, aunque sea culpable? ¿Por qué soportamos esto? ¿Quién nos dijo que esto pasó siempre y por eso hay que tragarse el sapo? ¿Hasta dónde podemos fingir que no pasa nada, que está todo fenómeno, que todos los componentes del sistema son buenos de por sí? Con astucia, inteligencia, rigor y un particular humor negro, El rati horror show nos sumerge en las peores vertientes de nuestra sociedad. Lo hace hasta tal punto que en un momento lo único que queremos es distanciarnos. Pero al hacerlo, nos damos cuenta que la montaña de estiércol llegó hasta el techo, que Pineyro prendió el ventilador y todos, absolutamente todos, quedamos salpicados.
Recuperando el miedo perdido Recuerdo cuando conocí a Eli Roth, durante un festival de Mar del Plata, al que fue para presentar Hostel. En ese momento todavía no era un nombre propio, sino más bien una especie de discípulo de Quentin Tarantino. Un tipo simpático Eli, que no paraba de hablar y muy abierto a las preguntas. Sin embargo, un colega crítico supo describir su posicionamiento estético de forma muy acertada: “el problema de estos directores jóvenes es que vieron demasiado cine”. Y tenía razón, porque Roth parecía de esos muchachos capaces de verse toda la filmografía de Takashi Miike en un par de días, pero no de seleccionar apropiadamente las películas de este director que realmente valían la pena. O de meter cincuenta citas por minuto en sus filmes, aunque no de configurar una narración consistente. Hostel, que lo había lanzado a la fama, era un buen ejemplo: había un par de ideas piolas pero no mucho más. Los personajes eran superficiales y nunca nos identificábamos con ellos a pesar de las situaciones extremas a las que eran sometidos. La sangre corría a borbotones, nos topábamos con unas cuantas escenas muy asquerosas, pero no se moldeaba un miedo o un horror real, palpable. No puede dejar de llamarme la atención entonces que Roth, aprovechando la banca propia que ha ido consiguiendo, se haya jugado a producir un pequeño filme como El último exorcismo. Bien por él, quizás haya que prestarle atención a sus próximos pasos. El filme se centra en un sacerdote que ya descree de los procedimientos de exorcismo y que les permite a unos documentalistas presenciar uno de esos ritos, para probar y sacar a la luz las mentiras y sugestiones que lo caracterizan. El tipo por momentos evidencia un cinismo de campeonato, pero también es consciente de la pérdida de su fe y cómo, a pesar de eso, sigue siendo un excelente profesional, un showman que genera en las personas de su parroquia justo lo que ellas necesitan. Los cineastas dentro de la película tienen una tesis ya establecida y sólo buscan la ocasión para probarla, pero también saben tomar la distancia justa para que los hechos se decanten solos. El problema surge cuando este conjunto de profesionales se encuentran –casi como en un filme de Michael Mann, donde la pericia en el oficio es la regla a seguir- con otro profesional: un demonio poseyendo verdaderamente a una joven, dispuesto a hacer su trabajo de la mejor (o de la peor, según la óptica) manera posible. Cuando, como en este caso, se desarrollan apropiadamente los personajes, sin juzgarlos, pero dejándolos desnudos en todas sus virtudes y miserias, dándose cuenta lentamente de lo que enfrentan, es cuando el cine de terror logra su objetivo. Estas películas nos provocan miedo, pero al mismo tiempo las aguantamos, seguimos viéndolas, disfrutamos sufrir e incluso podemos llegar a hacernos fanáticos porque, a su manera, no dejan de ser terriblemente humanas. Nos muestran esa parte oscura de nuestras almas, esa porción del inconsciente dispuesto a las cosas más horribles, ese rostro que probablemente nunca vea la luz, pero que es posible, que es pasible de hacerlo, que tiene la chance y no va a dudar en saltar si nosotros se lo dejamos. Nosotros tenemos la capacidad de ser el loco con la motosierra, de ser un psicópata puritano, de destruir los sueños de los demás, de ser monstruos aterrorizadores, de acosar fantasmalmente o maldecir hasta el fin de los tiempos, de matar, violar, torturar, enloquecer. No está mal en un punto echarle una ojeada a esa oscuridad que toma forma a la distancia. Pero también el género puede promover un acercamiento, como en el caso de El último exorcismo. Éste se da a través del soporte fílmico, de la cámara digital, pero también con el abordaje a través del falso documental. La distancia se va reduciendo cada vez más y es ahí donde el espectador pierde toda seguridad y se ingresa casi a un estado de pánico puro. El diálogo es tan cercano, que termina siendo casi imposible no involucrarse. Por eso no deja de hacer ruido la utilización de la banda sonora, que ficcionaliza lo que parece real. Es verdad que se vincula con lo que antes mencionábamos, con el falso documental, pero a la vez somete al público a un alejamiento forzado e improductivo de las acciones. Sin embargo, no deja de reconocerse un riesgo por parte los realizadores del filme, del mismo modo que con el final, donde la vuelta de tuerca no se presenta como un giro piola y astuto, sino como un actitud de poner todo de sí, de tirar la casa por ventana, de jugársela hasta las últimas consecuencias. Aparte de Eli Roth, hay un nombre que me llama la atención a partir de la película. Se trata del director, el alemán Daniel Stamm, a quien se menciona para hacerse cargo del filme de terror Twelve strangers, producido por M. Night Shyamalan. El autor de El último exorcismo demostró un llamativo talento, basándose en reglas del clasicismo adaptadas a los recursos contemporáneos. Y Shyamalan es un realizador con una impronta propia, reconocible, polémica, talentosa, siempre interesante. La perspectiva de un filme donde se unan estas dos personalidades es una buena noticia para el cine de terror.
Por amor a la acción A los músculos y la sangre Stallone le aporta reflexión. Utiliza personajes y situaciones estereotipadas para denunciar que algunos discursos políticos de los ochenta con respecto al papel de Estados Unidos ya son insostenibles Stallone es lo más grande del “mundo mundial”. Sólo un tipo como él podía tener la sensibilidad para darse cuenta de que lo que necesitábamos los muchachos era volver a las décadas del 80 y 90. Esa época tan grata, donde podíamos apreciar como él, Schwarzenneger, Bruce Willis, Dolph Lungdren y tantos héroes románticos se dedicaban a volar por los aires a todos los malos del universo. Tantos dictadores sudacas comunistas, tantos malosos que buscaban aniquilar a la gloriosa América, tantos villanos dispuestos a desatar el apocalipsis en la Tierra… todos ellos vencidos con practicidad suprema, con ingenio, con valor, con músculo… y un montón de frases ingeniosas. ¿Notaron como nunca nos cansábamos de esos filmes? Nos daba un poco de culpa decírselo al mundo, pero en el fondo nos encantaban. Eran nuestros placeres culpables. Podíamos criticar su ideología, su verosimilitud, su construcción de personajes. Pero a la vez, cuando los pescábamos por la tele, nos quedábamos enganchados desde el principio hasta el final. Nunca nos aburrían, siempre festejábamos cada explosión, cada matanza indiscriminada, cada apuñalamiento, cada balazo disparado con absoluta precisión. Cuestionábamos a Rambo, pero queríamos ser John Rambo. Le buscábamos toda clase de interpretaciones a Duro de matar, pero el fondo del asunto era que nos re identificábamos con su individualismo y nos resultaba re piola eso de tirar un explosivo por el tubo de un ascensor o arrojar a un sofisticado ladrón alemán desde cincuenta pisos. Vaya a saberse por qué, habíamos dejado esos finos y salvajes sentimientos. ¿Sería esa rara mezcla de culpa y descreimiento? ¿El crecer y darnos cuenta de que eso no era real? Por eso quizás un tipo como John Woo comenzó a fracasar y tuvo que regresar a China, dejó de pensarse en Arma mortal y estrellas como Steven Seagal o Jean-Claude Van Damme se vieron relegadas al directo a DVD. Sólo actores como Jason Statham, filmes como Crank o un director como Robert Rodriguez daban la impresión de poder seguir sosteniendo un punto de vista que explorara la pureza del género de acción. Hasta que Stallone barajó y dio de nuevo. Comenzó con Rocky Balboa y luego siguió con Rambo. Lo que parecían meros refritos, resultaron ser reflexiones sobre el paso del tiempo, la vejez versus la juventud, las virtudes y defectos que nunca se van, los valores que permanecen a pesar de todo. Y ahora nos entrega Los indestructibles, que habla sobre personajes que, tal como indica el título original, son prescindibles, aunque en el fondo siempre se los necesita. Porque hay que aceptarlo de una buena vez: necesitamos a los tipos rudos, musculosos, transpirados, que sangran mucho pero hacen sangrar más. Por otra parte Stallone aporta una dosis de inteligencia llamativa. Utiliza los mismos personajes y situaciones estereotipadas para delatarnos que algunos discursos políticos de los ochenta con respecto al papel de Estados Unidos ya son insostenibles: “ya no somos solamente los buenos, también podemos ser los más malos de todos”, parece decirnos Sly. También reflexiona sobre las consecuencias del american way of life, con una escena donde le da total libertad a ese gran actor que es Mickey Rourke para que despliegue toda su humanidad. Incluso es capaz de hacerse cargo de que puede perder, de que le pueden patear el trasero (la pelea que tiene con Steve Austin es testimonio de ello), de que un día lo van a relevar como representante de este cine, y que hay gente que tiene la capacidad para hacerlo. Los indestructibles no sólo realiza un ejercicio productivamente nostálgico y melancólico sobre los ochenta y noventa. También actualiza procedimientos del western, con La pandilla salvaje como modelo emblemático. Y en el medio, nos vuelve a decir, con toda la garra, que está bien disfrutar de esa violencia de juguete. Porque si cuando éramos chicos teníamos los muñequitos de Rambo, no está mal que hoy, a la distancia, unos cuantos años después, abramos el baúl de los recuerdos, desempolvemos un poco esos toscos objetos y nos pongamos a jugar nuevamente a la guerra.