Hollywood en castellano Seguimos “disfrutando” de los filmes familiares hollywoodenses en el idioma equivocado Jerry Bruckheimer, exitoso productor de Enemigo público y Pearl Harbor entre otros filmes, prácticamente una marca registrada en el cine mundial, fracasa por segunda vez en la taquilla norteamericana, en el mismo año. Le pasó primero con El príncipe de Persia-las arenas del tiempo, y ahora con El aprendiz de brujo. Ambas tenían como objetivo iniciar franquicias, es decir, ser las primeras entregas de varios filmes más, pero les va a ser muy difícil conseguir los avales para eso. En los dos casos también se buscaban repetir modelos que habían sido exitosos antes: el primero poseía una construcción que ambicionaba emular a la saga de Piratas del Caribe, mientras que el segundo repetía estrella y director de La leyenda del tesoro perdido. Sin embargo, antes que recreación del mismo espíritu, sólo hubo una repentización de mecanismos similares, sin un enfoque propio, sin una búsqueda particular para el género de aventuras. En el caso de El aprendiz de brujo, basada en el corto incluido dentro de Fantasía, da la impresión de que se creyó que bastaba con volver a juntar a Jon Turteltaub con Nicolas Cage. El problema pasa porque tanto el realizador como el actor se han caracterizado por ser siempre figuras que necesitan un relato fuerte que los respalde y contenga. Si no, Turteltaub no posee talento para la puesta en escena ni Cage carisma suficiente como para remontar potenciales deficiencias. Y en verdad, ninguno de los guionistas involucrados en este filme tiene la idoneidad y la aptitud de Ted Elliot o Terry Rossio, quienes estaban detrás de la historia de National treasure. De ahí que nos encontremos con una trama que arranca contando todo muy pero muy demasiado rápido, como si la estuviera apurando no se sabe quién; que luego va presentando algunos personajes más o menos sugestivos, y otros bastante irrelevantes; que combina algunos conceptos e ideas interesantes con otros que son puro relleno; que no ofende a nadie pero tampoco aporta algo realmente estimulante, que prenda en el espectador. En el medio tenemos a un Jay Baruchel (una de las revelaciones en Ligeramente embarazada y Una guerra de película) que como aprendiz que va descubriendo sus poderes y real protagonista de la película se las arregla para llevar cualquier diálogo a buen puerto y hasta ser un héroe creíble; una chica llamada Teresa Palmer que se dedica a ser muy linda y no mucho más; un Cage contenido que por suerte deja de lado las monigotadas; a Monica Bellucci y Alfred Molina haciendo sus papeles de taquito; a un director filmando todo como corresponde, entregando buenas secuencias de acción, manejando los efectos especiales de forma óptima, pero sin apartarse jamás del libreto. Porque eso es en su conjunto El aprendiz de brujo: un filme que jamás se aparta del libreto, que entrega lo que prometió, que nos lleva por el camino de construcción del héroe según las pautas preestablecidas, sin defraudar nunca. Eso sí: se muestra incapaz de elevarse por encima de la media y no sorprende en lo más mínimo. Es tan mecánicamente correcto que a uno hasta le dan ganas de ver alguna falla ostensible o de percibir cuestiones enojosas. La que tampoco se apartó del libreto fue la distribuidora Disney, que una vez más lanzó una gran cantidad de copias, de las cuales la inmensa mayoría son dobladas al castellano. Si uno quiere verla en el idioma original con subtítulos, más le vale que tenga horarios nocturnos y que le queden determinados –y selectos- cines cerca, porque si no está frito. De hecho, en Mar del Plata sólo puede verse la película en castellano. Pero no sólo hay que agradecerle a la Disney: las autoridades gubernamentales son asimismo responsables por no establecer normas y controles igualitarios para que el espectador tenga derechos y posibilidades adecuadas de elección a la hora de disfrutar un filme. Si seguimos así, vamos a terminar como México, cuyas autoridades llegaron a la estupidez de otorgarle al doblaje una justificación nacionalista, como si al ver pelis en castellano a uno se le elevara el amor por su patria. Gente, a un país hay que amarlo por las razones correctas.
Preservar valores, abrir nuevas vías Inés de Oliveira Cézar evaluó virtudes y defectos de su filmografía y da un gran salto de calidad con respecto a su antecesor Extranjera sin abandonar el riesgo y una pulsión vital por la belleza. El sábado contemplamos como Maradona apostó a conservar un esquema de juego que ya había evidenciado demasiadas fallas durante el Mundial de fútbol. Y se encontró con un cuadro como Alemania que, a medida que transcurrían los partidos, había sabido ajustar piezas sin perder coherencia. El resultado fue un cuatro a cero espectacular, donde los alemanes se impusieron con una solvencia llamativa. Inés de Oliveira Cézar supo hacer un proceso similar al de Alemania. Evaluó virtudes y defectos de su filmografía, hizo la autocrítica necesaria, pero sin dejar de lado los valores que la han caracterizado como cineasta. Paró la pelota, levantó la cabeza, miró el panorama en la cancha. Pero no hizo la fácil, no cedió a los temores, no se tiró para atrás, no empezó a revolear el balón a ver si la embocaba de casualidad. En vez de eso, fue para adelante, sostuvo un diseño ofensivo y riesgoso, con una pulsión por la belleza. Esa belleza es incómoda y angustiante en El recuento de los daños, reescritura de la historia de Edipo Rey. El filme va construyendo el relato a partir de la descripción y mostración de cuerpos que van chocando de forma casi azarosa, pero que al mismo tiempo no deja de ser predestinada. La directora le inyecta con precisión el tono de tragedia anunciada, de destino inexorable. Lo hace desde el mismo comienzo, con una escena impactante, donde utiliza el estatismo de la cámara para darle un sentido narrativo y estético a la profundidad de campo. Del mismo modo, sólo muestra pedazos de los sujetos, objetos y espacios interiores, a la vez que convierte a las zonas abiertas en factores de opresión. Su filme es político no tanto por las referencias explícitas al Proceso y los desaparecidos, sino por cómo las miradas, silencios y gestos van significando lo quebrado, lo perdido y destruido, o el pasado irrumpiendo en el presente de la peor manera. La diferencia entre El recuento de los daños y Extranjera, el anterior filme de Oliveira Cézar, es sideral. Aquella adaptación del mito de Antígona se evidenciaba demasiado calculada, como modelada para un público determinado y un recorrido por los festivales internacionales. Era un cine festivalero en el peor sentido, casi como una operación de marketing. Con este nuevo opus sigue habiendo un horizonte de expectativo, un público modelo, pero eso se traduce en algo constructivo y auténtico, gracias a la conciencia del material y la tangibilidad de los personajes. Esperemos entonces que la realizadora de Cómo pasan las horas siga por este sendero de entrega, compromiso y reflexión. El salto gigante que hay entre Extranjera y El recuento de los daños la muestra como alguien capaz de no recostarse en los facilismos, sino como alguien conciente de su cine.
Aunque el filme se permita algunos breves momentos de pura libertad la película resulta demasiado calculada, demasiado correcta, aún en sus virtudes. Brigada A es una de las series de los ochenta que todavía mantiene parte de su encanto. Compartía la misma riqueza en su concepción que División Miami, aunque desde polos ideológicos opuestos. A partir de un desarrollo elemental pero cuidadoso de los personajes, las dos ofrecían complejidad en sus tramas, promoviendo distintas lecturas y consolidándose como emblemas de posturas a favor y en contra, respectivamente, de la administración Reagan. No obstante, esta adaptación comparte similitudes no con la Miami vice –en la que el director Michael Mann configuraba una actualización del contexto del original, presentando una geopolítica del narcotráfico y la labor policial-, sino con la de SWAT, realizada hace algunos años y protagonizada por Colin Farrell y Samuel Jackson. Aquella tenía una arquitectura sumamente superficial, yendo hacia el lugar más seguro. Bastante hay de eso en esta Brigada A. Al igual que la serie, esta remake cinematográfica busca fortalecerse en los actores. Varios nombres se habían barajado para los distintos papeles antes de comenzar la producción: Bruce Willis y George Clooney para el rol de Hannibal Smith; Woody Harrelson y Ryan Reynolds para el de Murdock; Ice Cube para el de B.A. Baracus; entre otros. Al final, para Smith quedó Liam Neeson, un intérprete metódico y correcto, que nunca patina (ni va a patinar), pero que tampoco posee un gran carisma, que era el distintivo del personaje original. Lo mismo con Bradley Cooper, quien por momentos intenta una actualización y relectura de Templeton “Faceman” Peck, aunque termina quedándose en la faceta más evidente: la del playboy que sonríe y se levanta minas todo el tiempo. En lo que se refiere a Baracus y Murdock, las actuaciones de Quinton “Rampage” Jackson y Sharlto Copley se exceden y restan, de acuerdo al caso. El primero glomouriza la rudeza que tenía el encarnado por Mr. T, agregándole aristas dramáticas que se revelan redundantes. El segundo queda reducido al lugar de comic relief, dejando fuera el ingenio y el sarcasmo que lo elevaban por encima de la obviedad. Buena parte de todo esto se debe a Joe Carnahan –quien tenía como antecedentes a Narc y La última carta-, quien se ocupa tanto del guión como de la dirección. Es llamativo lo errático de sus decisiones en lo que respecta, por ejemplo, a las escenas de acción: en algunas, privilegia el plano de conjunto y apuesta, correctamente, a la fisicidad; en otras, mueve demasiado la cámara, con lo que se pierde perspectiva; en la secuencia final, cede a la tentación de los efectos especiales, escapándosele toda chance de verosimilitud. La cadena de irregularidades prosigue. De ahí que el villano principal, interpretado por Patrick Wilson, aparece siempre desdibujado, aunque el secundario –encarnado por Brian Bloom, quien merece atención por su performance- es tan gracioso como siniestro. Además, el relato hilvana demasiadas líneas narrativas y muchas cosas se pierden en el camino, aunque prima la noción de grupo y hasta de sano machismo (en el sentido más amistoso del término) en varios tramos. Y, principalmente, el filme se permite algunos momentos de pura libertad, como en el que un tanque va cayendo en paracaídas miles de metros. Lástima que igual suene todo demasiado calculado, demasiado correcto, aún en las virtudes. Al final, sólo nos queda una pregunta: ¿Para cuándo la adaptación cinematográfica de ALF?
El reposo del guerrero Durante las décadas del setenta y ochenta se desarrolló un sub-género de películas que en Estados Unidos se conoce como underdog stories: relatos acerca de personas que parecen condenadas por las circunstancias, que arrancan como punto, pero terminan siendo banca, a partir de su voluntad de (auto) superación. El realizador John G. Avildsen dirigió dos de las más relevantes: Rocky fue prácticamente la que inauguró esta vertiente, con su historia acerca de un boxeador que recupera su dignidad y termina enfrentándose exitosamente con el campeón mundial. La otra fue Karate kid, sobre un adolescente acosado y apaleado por un grupo de facinerosos, que encuentra la forma de defenderse y elevar su autoestima a partir del arte del karate. En cierta forma, no dejaban de ser, todos estos, filmes políticos, que remitían al proceso de euforia socio-económica de la era Reagan, donde se creía que cualquiera podía ascender hasta lo más alto. Obviamente, también se compenetraba con el sostén ideológico permanente del sueño americano, de la tierra de las oportunidades, que supo mantenerse a lo largo de toda la historia estadounidense. Igual, el subgénero funciona básicamente porque este tipo de parábolas sobre la vida unida al deporte evocan la posibilidad y el deseo de todo individuo de trascender por sobre todas las dificultades. Al fin y al cabo, incluso en la vida real se encuentran muchos ejemplos: se puede pensar en la Argentina del Mundial de Fútbol 1986, en el Racing del 2001 o –por qué no- en el Huracán del 2009 dirigido por Ángel Cappa, que aún en la derrota fue triunfador. La nueva versión de Karate kid viene con varias modificaciones a nivel narrativo. Para empezar, el protagonista ahora es negro. Además, la historia se traslada a China, donde viaja el protagonista con su madre, que fue trasladada en su trabajo. Esto lleva a la última modificación: ya no es karate el arte marcial aprendida, sino el kung fu. Esto no deja de ser trivial, ya que el kung fu es una disciplina menos rígida que el karate, mucho más proclive a incorporar a la práctica las distintas extremidades corporales y el contexto espacial. Al igual que el material de origen, esta remake posee asimismo un contenido político particular: constituye una de las primeras incursiones de Hollywood en una China que está abrazando el capitalismo y tornándolo en su favor, convirtiéndose en una de las potencias económicas mundiales. La tierra de Mao se muestra, frente al mundo, orgullosa y poderosa. La nación que antes era uno de los exponentes máximos del temido socialismo se va convirtiendo, de a poco, en un espacio glamoroso, en una potencial estrella. A la vez, el de Harold Zwart es nuevamente un filme basado en el carisma de sus actores. En la primera, el que se imponía mayormente en el imaginario de los espectadores era el maestro encarnado por Pat Morita (quien incluso recibió sendas nominaciones al Globo de Oro y al Oscar por su actuación). Aquí, sucede algo similar, ya que, por la traza del personaje, pero especialmente, por capacidad actoral, el que se lleva las palmas es el tutor que interpreta Jackie Chan. Los laureles seguramente se los llevará Jaden Smith (hijo de Will Smith, con quien ya había actuado en La búsqueda de la felicidad), quien ya es definitivamente una de las caras que atraerá multitudes. Pero el chico sigue definitivamente el modelo establecido por su padre y es, asimismo, un intérprete que siempre la quiere jugar de “negrito simpático”, aunque termina siendo muchas veces bastante insoportable. Jackie no, él es un relojito, un tipo que no necesita hacer morisquetas o tirar líneas ingeniosas a cada rato para caerle bien a la gente. Un par de gestos o miradas, las palabras y los silencios en el momento indicado, y listo. Como una especie de John Wayne oriental, es puro físico, pura humanidad. Ya no está con la misma elasticidad que antes, ya no puede realizar las mismas coreografías que en sus mejores momentos, la vejez lo alcanzó. Sin embargo, él la trocó en madurez, en sensibilidad y credibilidad. Zwart es, eso sí, un artesano del montón. Por eso alterna buenas y malas: le brinda el marco adecuado a Chan, pero no se muestra capaz de encarrilar a Smith; alterna recorridos fluidos por las calles de Beijing con postales turísticas; se toma su tiempo para ir desarrollando la trama y sus protagonistas, pero sobre el final cierra todo de forma torpe y apresurada; le vierte espesor a los “buenos” y un tratamiento superficial a los villanos; compone varios planos casi plásticos, con un interesante juego con las luces, y otros donde la búsqueda de espectacularidad termina restando verosimilitud. A pesar de todo, Karate kid da pelea, gracias a su premisa de carácter universal. Es el típico cuento de caída y recuperación, de redención de las miserias del pasado, de la toma de conciencia de que se pueden vencer todos los obstáculos. Tantas veces ha sido contado que, vaya paradoja, es casi imposible arruinarlo. Y con Jackie, ese luchador casi jubilado, pero aún activo, menos aún.
En el país del cine En el Facebook de Fancinema se dio un debate muy interesante con respecto a Francia, la nueva película de Adrián Israel Caetano. Todo comenzó con Mex Faliero saliendo a proclamar a viva voz su defensa del filme. Le siguieron unas cuantas réplicas afirmando que Mex bancaba a la película por Natalia Oreiro y no más que eso, además de compararla desfavorablemente con Crónica de una fuga, el anterior opus del director. Luego intervino Javier Luzi, destacando la variedad de ideas en Francia, su apartamiento del género, que contribuía a generar estereotipos en Crónica…, además de su negación del miserabilismo. Faliero reforzó esta argumentación, subrayando el trabajo plástico y estético del filme, la actuación de Natalia Oreiro, la personalidad y los riesgos de la película. Incluso apareció por ahí la mirada de Daniel Cholakian, recalcando la sensibilidad que percibía en el relato y hasta opinando -a contramano de muchas apreciaciones- que Francia era mejor que Bolivia, uno de los grandes hitos del director. Finalmente, una lectora, Mailen, brindó un punto que intentó un balance, un equilibrio, enumerando virtudes -una contemplación más optimista dentro de un contexto en crisis-, pero también defectos -referidos a los desniveles narrativos-. Toda esta polémica, que nació de una frasecita en Facebook, es rica y atractiva porque se fueron sumando toda una serie de conceptos pertinentes que, sumados, constituyen una construcción crítica, que aporta bastante más que muchos de los textos que se vieron en diarios y publicaciones similares. Sin embargo, muchos críticos que trabajan en medios gráficos siguen observando con elevado desprecio la contribución realizada por páginas, blogs y redes sociales en Internet. Allá ellos con su ceguera. El caso es que Francia es bastante más compleja de lo que aparenta. No es sólo la vuelta a un formato más pequeño por parte de un realizador como Caetano, que supo alcanzar grandes alturas de ambición en filmes de sesgo independiente, además de trabajar con un amplio presupuesto, en lo que fue el relato cinematográfico del escape de la Mansión Seré durante la última dictadura. Con este drama familiar, el co-director de Pizza, birra, faso concibe su filme más íntimo y personal, donde más se nota su recorte propio e identificable del mundo, con especial énfasis en la institución Familia. Y la verdad es que la gran mayoría de las aseveraciones que se vertieron en ese debate en Facebook son verdaderas. Porque este relato acerca de una niña hija de padres separados, que contempla cómo el padre vuelve al hogar para una convivencia forzada con su ex esposa, posee tantas fallas como aciertos. Por un lado, hay varios baches en la narración, la progresión de los hechos no se da de forma muy fluida, ciertas decisiones en las resoluciones de los conflictos son un tanto arbitrarias y complacientes. Del mismo modo, el poco desarrollo de algunos personajes termina conspirando contra los intérpretes que los encarnan. Por el contrario, también hay un acercamiento por parte de Caetano hacia el relato que es altamente saludable. Si un director como Trapero en numerosas ocasiones se aleja (y casi que juzga) a sus protagonistas desde la tesis social, Caetano utiliza el género como fuente de distanciamiento, estereotipando a algunos personajes, como en el caso del interpretado por Soledad Villamil en Un oso rojo. En Francia, Caetano pierde esa cohesión narrativa que le daba su clasicismo, pero a cambio realiza un doble camino: vuelve a ponerle el cuerpo a sus criaturas, como en los mejores momentos de Pizza, birra, faso, Bolivia y Un oso rojo, a la vez que deja de lado una aproximación degradada y miserabilista. Referido a esto último, Natalia Oreiro, como actriz y como estrella, es clave. Caetano le permite adentrarse en el ámbito dramático a una actriz más reconocida por sus trabajos en comedia. A la vez, en momentos determinantes, la filma como una estrella. En ambas vertientes, el aporte realizado por Oreiro es significativo: su actuación es realmente muy buena (basta de subestimarla por favor, es una gran artista) y encima funciona como vehículo estético. La observamos como una madre que, cuando quiere, cuando la ocasión lo amerita, se viste bien, se presenta ante el mundo (y ante ella misma) de forma elegante. Por primera vez, el cine argentino más reciente contempla con ojos fascinados a la clase trabajadora argentina, le permite ser bella, la eleva por encima de lo objetual, de la mera herramienta para una proposición sobre el estado de la sociedad. Francia es una película más importante de lo que parece. Lo es dentro de la filmografía de Caetano -a pesar de los significativos títulos que lleva acumulados- y del contexto del cine argentino actual, aunque quede medio tapada por el suceso de Carancho o los ecos que sigue generando El secreto de sus ojos. Merece, por lo tanto, ser analizada y pensada como corresponde.
Lo primero es empezar Interesante filme que nos lleva a guardar esperanzas sobre el desarrollo de esta saga. Ya habíamos tenido una adaptación de un comic de Mark Millar con Se busca. Y había sido un asco: un filme pretencioso en el peor sentido del término; que se creía superior a sus personajes; que hacía un diagnóstico superficial de la sociedad; incoherente en sus tesis sobre la violencia y sus efectos; autoritaria a la hora de proponer búsquedas o salidas. De ahí que la transposición de Kick-ass no causara tantas expectivas, a partir del temor de que fuera básicamente un conjunto de ideas visuales ingeniosas o que terminara siendo una parábola fascista. Por suerte, el filme de Matthew Vaughn no cae en la mayoría de esas trampas, ya que no tiene las “ambiciones” de Wanted. Sus metas son, en principio, mucho más humildes, aunque se los toma con la seriedad suficiente. El objetivo inicial lo cumple con creces, aunque todavía le queda la parte más difícil del camino. Kick-ass se impone fácilmente a partir de su desprejuicio absoluto, de su irresponsabilidad en el mejor de los sentidos. No le importa mostrar escenas de acción con una menor disparando por doquier y matando gente como quien se cepilla los dientes. Tampoco a un adolescente queriendo ser súper-héroe por motivos esencialmente individualistas, conectados con su enamoramiento de una chica y la necesidad de reforzar su autoestima. Mezcla géneros y sub-géneros en una gran batidora, a mil por hora: la parodia de los superhéroes; la acción violenta y tarantinesca; el relato de iniciación adolescente al estilo Supercool; la sátira gangsteril derivada de Analízame o Los Sopranos; la historia de amor construida a partir de los malentendidos. Toda esta mixtura da un resultado desparejo. Hay varios personajes que quedan en el imaginario del espectador a partir de su simpatía, pero otros que dan la impresión de que les faltó desarrollo, quedando desdibujados. Lo mismo sucede con los villanos, que no ostentan la potencia necesaria. La impresión general es que este es el comienzo de una historia mucho más rica, que va a necesitar de muchas eventualidades para redondearse de la mejor forma. Y sin embargo, Kick-ass es entretenido, enérgico en su concepción. Y esa misma impresión negativa de que se requiere un mayor desarrollo, es asimismo la promesa positiva de que queda mucho por delante, pues ya la segunda parte está en desarrollo. Y en este caso, es más que pertinente.
El pecado de la avaricia ¿Vieron cuando una película pinta para ser un producto más que estimable pero se pone en pretenciosa, quiere ser más de lo que es y termina siendo un plomo? Bueno, eso es lo que pasa con Legión de ángeles. El filme de Scott Stewart -quien ya tenía una larga trayectoria previa en el área de efectos especiales- arranca con la voz en off de una chica, con el tono justo de desolación y resignación, sobre una profecía acerca de que Dios un día se va a cansar de la humanidad y nos va hacer pelota a todos. Sigue con la caída del Arcángel Michael, quien, bien en humano, sale a los tiros de un local en la ciudad y toma la ruta, mientras comienza a desatarse el Apocalipsis. Y termina de focalizar en un grupo de personas comunes y corrientes en una gasolinera perdida en el medio del desierto, entre las que está una joven embarazada con el bebé que, según Michael, es la última esperanza para el Hombre. Todos enfrentarán un sitio perpetrado por una multitud de personas poseídas, paradójicamente, por ángeles que intentarán evitar a toda costa que la criatura nazca. Hasta ahí el relato avanza a buen ritmo, la utilización de los efectos especiales es consistente con lo que se narra y el director le exprime a los actores lo que corresponde: a los mejores, como Paul Bettany, Dennis Quaid y Charles S. Dutton, que son pura presencia, les asigna pocos pero pertinentes diálogos, valiéndose más que nada de sus miradas y tonos; a los que son más inexpresivos, como Tyrese Gibson y Lucas Black, los limita a poner sus cuerpos. En consecuencia, durante su primera mitad, Legión de ángeles es un más que interesante filme clase B, donde importan más las acciones que los discursos, los cuerpos antes que las palabras. Pero luego los realizadores creen que no basta con brindarle al público una buena peli de acción, como supo hacer John Carpenter con Asalto al precinto 13. No, porque claro, eso muy banal ¿no? Entonces la trama se llena de conversaciones bastante tontas sobre la religión, la fe, los lazos familiares, el amor, etcétera. Se derraman muchas lágrimas sin sentido y todo termina siendo muy aburrido y previsible. Lo llamativo es que esto sucede a causa de la ambición de “trascender”. Como si entretener durante hora y media no fuera importante o trascendente en verdad. Como si el género de acción fuera una expresión del cine menor, alejado de lo “artístico”. ¿Qué es arte? Arte a veces puede ser gente disparando por doquier, haciendo volar todo por el aire. El director Stewart no piensa así, cree que hay que decir “algo más”. Aunque claro, ni siquiera sabe muy bien qué es ese “algo más”. Pucha, se nota que no aprendió nada cuando laburó en Duro de matar 4.0 o en Piratas del Caribe: el cofre de la muerte.
La misma violencia de siempre Fuqua intenta recuperar el pulso y nervio que tenía Día de entrenamiento, pero Ethan Hawke nunca alcanza el mismo nivel actoral y la exploración del espacio urbano en Brooklyn no tiene el mismo impacto que la de Los Angeles. En una crítica sobre Frost/Nixon dije de Ron Howard que el nivel de sus filmes dependía del material previo con el que contaba. Que él no es capaz de elevar una historia por encima de sus posibilidades originales, aunque sí se lo puede caratular como un realizador capaz, con cierto sentido de la puesta en escena. Por eso pasaba de películas muy interesantes, como El rescate o Apollo 13, a otras totalmente descartables, como Una mente brillante o El código Da Vinci. Algo similar sucede con Antoine Fuqua: con Día de entrenamiento entregó un filme potente y ambiguo, donde la ética y la moral se exponían a través de las acciones; pero con Tirador llevó la hipocresía ideológica y narrativa a niveles estratosféricos; de Lágrimas del sol o Rey Arturo mejor ni hablemos, porque apenas si calificaban como cine. Pues bien, a este artesano le toca en suerte ahora una nueva variante del sub-género “policías imperfectos lidiando con los gajes y las tentaciones de su oficio”, del que Hollywood ya creó prácticamente una industria, ya que todos los años tenemos un par de filmes referidos al tema. Que no se malinterprete: se han producido filmes con múltiples aristas atractivas a partir de esta simple premisa, como Un maldito policía, Los infiltrados, Dark blue o 16 calles, e incluso una de las mejores series que ha brindado la televisión en la última década, como es The shield. Pero el guión de Los mejores de Brooklyn no es precisamente innovador. De hecho, comprime muchas cosas ya vistas, con personajes estereotipados, que nunca rompen el molde. Tenemos al policía aquejado por las deudas y su deber como sostén de su familia, lo que lo hace recurrir al robo del narcotráfico; el agente que se la ha pasado patrullando las calles sin pena ni gloria, y que sólo cuando le llega el retiro va tomando conciencia de cuán irrelevante ha sido su labor; y el detective encubierto, que está metido bien adentro, quiere irse de una vez pero nunca encuentra la salida. Todas son tramas separadas, a las que se intenta juntar y hacer coincidir de forma arbitraria, sin pertinencia alguna, como tratando de dar una lección que ya suena demasiada vieja y aburrida. Hay que reconocerle a Fuqua que le pone pilas, sudor, esfuerzo al asunto. Intenta reeditar el mismo pulso y nervio que tenía Día de entrenamiento. Sin embargo, Ethan Hawke nunca alcanza el mismo nivel actoral, la exploración del espacio urbano en Brooklyn no tiene el mismo impacto que la de Los Angeles, la oscuridad y la violencia no se transmiten al espectador con el mismo grado de profundidad. Esto pasa básicamente porque los protagonistas son extremadamente superficiales en su accionar, pensamiento, motivaciones. Nunca percibimos un pasado, una línea del tiempo que los respalde. Están ahí porque lo pide el guión, que pesa demasiado y en vez de ser un motor, termina siendo un ancla para las situaciones que se van sucediendo. Eso sí, hay un muy buen montaje y uso de la cámara sobre el final, que igual delata aún más las imperfecciones del resto del metraje. Al igual que Reyes de la calle o Código de familia, Los mejores de Brooklyn no tiene nada nuevo para ofrecer. Tanta sangre derramada por nada…
No vuelvas más, Jennifer Un cronista de Fancinema les hace el favor de darles un resumen de este adefesio, para que no pierdan 100 minutos de su vida. Desde 2006 que Jennifer López no estaba presente en el mundo cinematográfico. Pero acaba de regresar, y en el género donde se siente más cómoda y que más réditos le ha dado en su carrera a nivel taquilla. Sin embargo, en El plan B nada sale bien. Ya arrancamos mal con una secuencia de créditos animada supuestamente que se las da de innovadora, pero que cae en todos los lugares comunes y que posee una música espantosa. Pero luego todo es aún peor, nos vamos dando cuenta de que la presentación era sólo un botón de muestra. Y vamos asistiendo a la historia de Zoe (López) quien ante la imposibilidad de encontrar el gran amor, con el deseo permanente de tener hijos, decide inseminarse artificialmente, justo antes de, efectivamente, hallar al hombre indicado, un tal Stan (Alex O’Loughlin). El primer encuentro entre ellos se supone que tiene que ser dulce y gracioso a la vez, pero no, mucha química no vemos entre ellos, excepto por lo que dice el guión, que intenta convencernos de que dos personas se acaban de conocer y hubo un flechazo total. Igual, no se preocupen, que sigue empeorando la cosa. Se vuelven a cruzar, ella le demuestra algo de “frialdad”, aunque obviamente el tipo le gusta (porque nos lo dice -otra vez- el guión, a través de un par de personajes que son como confidentes y depositarios de la variable chistosa del filme, aunque no causan gracia). Terminan acordando una cita, donde él le quiere dar el primer beso, pero le tira una copa con vino encima del vestido (¿esto no lo habíamos visto antes?), se prende fuego la mesa por pura casualidad (esto también me parece que lo vimos ¿no?), pero a ella eso le parece re simpático (sí, definitivamente esto ya está visto). Hay muchas miradas “repletas de amor”, silencios del estilo “me estoy guardando cuánto me enamoré de esta persona” y, por supuesto, por fin, el primer beso. Sigue la duda de por qué estos dos no generan ninguna empatía. La trama sigue en caída libre. Organizan un finde romántico, en el que al principio todo sale estupendamente, pero los realizadores deciden que tiene que haber un conflicto potente. Entonces cuando ella le cuenta que acaba de quedar embarazada, él la acusa de mentirosa, y ella se va, muy triste. Pero luego él se arrepiente. Van al médico juntos, y les anuncian que Zoe va a tener gemelos. A él le agarra pánico (nos damos cuenta porque pone cara de pánico), pero luego se cruza con un tipo que le dice que en general, eso de tener hijos es muy horrible, pero tiene sus momentos, muy pequeños pero muy lindos. Se ve que Stan es un tipo fácil de convencer, o directamente un conformista, porque se tranquiliza. Le da para adelante, la banca en todas a Zoe. Al menos eso es lo que se intuye, de acuerdo a la serie de planos pegados entre sí que se van sucediendo en el filme. Si la película era de serie B, ahora ya cayó en la C. Antes fue Stan, le toca a Zoe histeriquear, agarrarse de una frase tonta y conspirar contra la relación. Es que claro, le tiene miedo al compromiso, al vivir en pareja, al ser feliz, al desempeñarse como esta hermosa y bella sociedad lo requiere. Pobre Zoe, disculpate con Stan, andá a buscarlo cuando estés a punto de parir, decile que estás enamorada de él, que seguro que él no tiene historia. ¿Viste? Todo fenómeno. Seguro que en un par de minutos te pide casamiento. Ya está, ya lo hizo. Vos decís que sí, final con todos contentos y felices. Todos excepto el que pagó la entrada, que está buscando pastillas y una botella de whisky. O una pistola, para ahorrar tiempo y pegarse un tiro. O que ya se murió antes de aburrimiento, gracias a este filme retrógrado, donde el romanticismo atrasa unos ochenta años. Tanto en El plan B como en El cazarrecompensas, lo que menos encontramos es amor.
Guerra de medios De Palma reflexiona lúcidamente sobre la manipulación de la verdad en momentos de guerra. Brian De Palma combina en su último filme la vertiente voyeurista y exploratoria de la mirada que siempre lo ha caracterizado a lo largo de su carrera, con exponentes como Obsesión, Vestida para matar, Ojos de serpiente y Mujer fatal, con la línea política promovida por filmes como Caracortada, Pecados de guerra o La hoguera de las vanidades. Lo hace con una historia construida a partir de un rompecabezas de imágenes que potencian la impresión de realidad y extracción de lo censurado. La impresión que transmite Redacted no es sólo que, como dice su slogan, la verdad es la primera víctima de una guerra, sino que en cierto modo la verdad se ha extinguido desde antes del proceso bélico. Esto sucede porque la realidad percibida es fabricada, cortada, demolida, vuelta a hacer y mezclada con otras realidades. Los dispositivos y herramientas fílmicos que se ven a lo largo del filme lo evidencian: fragmentos de un documental francés, cámaras hogareñas, informes de noticieros, clips subidos a internet, etcétera, todos son tan potencialmente certeros como falaces. Si la sensación que prima en Samarra (título local bastante arbitrario, referido al lugar donde transcurren los hechos) es la ambigüedad, la incertidumbre permanente, de ella también se desprenden numerosas certezas. La primera, vinculada al horror de la guerra, de la deshumanización paradójicamente encarnada como representativa de la humanidad. La segunda, la conciencia de que la Historia es capaz de constituirse en una fabricación ficticia en el peor de los sentidos, una mentira siniestra destinada a brindar una determinada impresión, en beneficios de estamentos del Poder. La tercera, que la mirada también hace responsable al espectador, del mismo modo que el saber, aunque sea una parte, hace responsable al que es informado, o que el contemplar un crimen sin hacer nada no le quita participación a uno. Como en toda la filmografía de De Palma, el ojo es un órgano activo, pensante. Aquí se piensa la guerra de Irak. Y ese pensamiento, ese trabajo de reflexión conduce al horror, un horror lúcido, con múltiples sentidos.