Película de manual y lección humanista, Tangerines es la típica película antibélica que contrasta con los panfletos reaccionarios que siempre están nominados en categorías más relevantes, como es el caso de Francotirador (que a pesar de cierta ambigüedad difusa funciona en su recepción como propaganda). Siempre hay que equilibrar un poco el patriotismo raso e identificar algún alegato universal por la paz que nos recuerde la buena voluntad de los hombres. La película del director georgiano Zaza Urushadze sitúa su relato en Abjasia, territorio en disputa tras la disolución de la Unión Soviética. El tiempo elegido es 1992, y quienes aquí se enfrentan son los chechenos y los georgianos, aunque Urushadze circunscribe convenientemente el conflicto a un ocasional enfrentamiento que tiene lugar en una zona rural aislada, en donde vive un carpintero junto con un amigo que cultiva y cosecha mandarinas. Es así que, tras un tiroteo entre los dos grupos enfrentados, un miembro de cada compañía gravemente herido sobrevivirá gracias al inusual gesto de solidaridad por parte de Ivo, que no solamente sabe trabajar con la madera sino que también es capaz de tallar el alma de los hombres hasta superar la animadversión incontrolable de sus huéspedes. ¿Podrán convivir los enemigos? Como suele suceder en este tipo de películas, lo que importa es ilustrar el mensaje pacifista: un par de actores creíbles, una administración eficaz de los momentos de tensión y distensión en lo que respecta a los vínculos, una fotografía adecuada que le conceda la gravedad requerida, un poco de música para matizar y una apelación suspicaz a creer que en el fondo –váyase a saber qué significa esa metáfora topológica– los hombres son buenos. Es decir: el cine como sucedáneo de una catequesis humanista.
El axioma femenino de Jia baila. Zhao Tao, la mujer de todas sus películas, se mueve para la izquierda y la derecha mientras un travelling hacia delante se acerca a ella y a todos los bailarines que la acompañan. Es una fiesta, y ella conduce el trencito danzarín. En ese momento se escucha un tema musical: Go West, de Pet Shop Boys. Son planos lacónicos pero precisos. La escena cuenta con unos 5 o 6 planos y sintetiza un momento en el tiempo: el fin del milenio, o la cercanía del fin. Es 1999. Y ahí están en la calle dos hombres con enormes máscaras de dragón que se mueven anunciando el cambio del calendario. Dividida en tres capítulos, el que se circunscribe al siglo pasado dura unos 40 minutos. Después vienen los créditos. Sí, “un film de Jia Zhang-ke”. Hasta ahí, todo gira en torno a un triángulo amoroso, pero uno que dista de ser equilátero. Zhao Tao se debate entre dos amores: uno es el dueño de la mina de carbón; el otro, un empleado de éste, aunque curiosamente son buenos amigos. Tao no es justamente una histérica; su indecisión es apenas inescrutable, y si bien se puede inferir que la elección por el acomodado Jinsheng pasa por una vida material sin sobresaltos, no hay razones valederas para entender que responde a un interés económico. En ese segmento hay pocos elementos que escapen al melodrama, pero Jia nunca ha dejado de concebir que toda expresión afectiva pertenece a una coordenada simbólica que tiene lugar en un orden social y económico específico. En una salida de los tres, el lugar preferencial que ocupa el automóvil que recién ha adquirido Jinsheng indica una nueva era en la economía china y un fetichismo de la mercancía revisitado. La realidad material nunca deja de estar insinuándose a partir de los objetos, el mobiliario, los espacios públicos y, fundamentalmente, la relación que se establece entre los personajes y con el dinero. La visibilidad del dinero es una constante en las películas de Jia, al igual que la arquitectura y las transformaciones del espacio como extensión de un sistema económico. En el inmueble y su relación con el espacio se lee siempre la transformación histórica en un signo concreto. En varios cierres de escena, ya desde el principio, se privilegia una panorámica en la que se puede divisar la disposición del espacio urbano: la mina, la ciudad y los fuegos artificiales. Distan de ser planos de transición. Hay algo más: Mountains May Depart insiste no solamente con cambios de formato (arranca en 4:3, luego pasa a 16:9 y culmina en un formato que desconozco), según el tiempo histórico, sino que también Jia experimenta con la textura de la imagen digital. Hay capas de nitidez que se intensifican, en líneas generales, cuando hay un paso de la acción de los amantes a una representación colectiva en la que el pueblo toma el lugar central. En ciertos pasajes, además, el plano se pliega desfigurándose, a veces en simultáneo con un peculiar desenfoque heterodoxo que sugiere un enrarecimiento en la confiabilidad de la percepción. El procedimiento poético se resiste a una interpretación inequívoca, pero no hay en estas elecciones formales ningún elemento del acaso. Es programático. En ese mismo primer capítulo, en una caminata de Tao por la ruta, una avioneta se estrella estrepitosamente a pocos metros de la protagonista, un accidente que se agota en su misma ejecución y que remite directamente a Naturaleza muerta, cuando un edificio literalmente despegaba como si se tratara de una nave espacial. Este evento catastrófico tampoco es identificable en tanto que signo a ser entendido fácilmente respecto de la trama. Parece un capricho, y a su vez no lo es. Quizás se trate de una forma de percepción histórica en la que la conciencia individual experimenta las transformaciones históricas en China como si se trataran de ataques violentos del presente. Aquí, los aviones caen de los cielos, y todo es susceptible de desaparecer frente a la marcha de la Historia. El fin del primer capítulo culmina con el casamiento de Tao y la compra de un perro, una raza que según el veterinario vive por unos quince años. De ahí en adelante la película salta en el tiempo, hacia la época de la edad terminal de ese perro que había sido adquirido unos años antes. El pretendiente proletario, por su parte, se ha casado con otra mujer y ha tenido un hijo. Además, tiene cáncer. ¿Morirá? Jia elige dejar en fuera de campo el destino de ese hombre emocionalmente devastado. El reencuentro con Tao no será amoroso sino menesteroso. Ella pagará el tratamiento. A su vez, Tao también ha tenido un hijo, a quien no ve, porque su matrimonio con Jinsheng se malogró. La vida en 2014 no es sencilla y permite descubrir otra dinámica económica que envuelve a los personajes. Un tren bala, teléfonos ultramodernos, automóviles carísimos, un capitalismo dinámico global altera la totalidad de las prácticas sociales. Un viejo minero, por ejemplo, está por migrar a Almaty. Es que ahora las primeras que emigran al extranjero son las empresas chinas, conquistando de ese modo otros territorios y mercados. La precisión de Jia para combinar elementos diversos en la puesta en escena es indiscutiblemente medida. No inventa detalles, más bien reúne signos volátiles que en su conjunto enuncian un tiempo específico. Y a la vez no renuncia a un orden de indeterminación sobre lo que cuenta, sostenido en una forma de dimensión poética que matiza el peso del calendario. La total indefensión de Liangzi, el otro candidato, resulta apabullante. La Historia lo devora. La breve caminata en la que él se encuentra con un tigre es la síntesis de una época. Se trata de un intercambio misterioso, una escena que se desmarca, como la del avión, de la propia percepción de la cotidianidad y la lucha continua por la supervivencia. Es un plano de conciencia. El devenir capitalista de China, o esa invención monstruosa de un comunismo de mercado, es un hecho. Una vez más Jia sabe cómo decirlo en un solo acto discursivo, tan cómico como aciago: el hijo de Tao y Zhang se llama Dollar. El segundo capítulo reúne a Tao con su hijo, debido a que en un viaje el abuelo morirá. El hijo vendrá entonces a despedir a su abuelo y reconocerá a su madre, a quien no ve desde hace años. Tao tiene entonces la dura misión de dejar una huella en su hijo, al que tendrá sólo por unos días. El registro de la lenta evolución de la relación es una proeza. Hay un instante que funciona como una exposición de la pedagogía discreta que Tao ha adoptado para contrarrestar lo que su hijo ha aprendido con su padre, quien planea mudarse junto con su nueva esposa y Dollar al país de los canguros: Australia. La escena en cuestión sucede en un tren. Frente a la pregunta de por qué viajan en un tren de los viejos, la madre responde: “El tren lento te da más tiempo para pensar en uno”. Es una sentencia que reverberará por años. El tercer capítulo transcurre durante el 2025. Jia abandona China y va en búsqueda de Dollar, que vive hace tiempo en Australia. Ya no habla en chino sino en inglés, y si no fuera por sus ojos rasgados sería imposible identificarlo como un ciudadano chino. Todavía vive con su padre en un departamento ultramoderno y no tiene la menor idea de lo que quiere hacer con su vida. Por lo pronto, su pasado oriental es prácticamente una nebulosa simbólica por la que no tiene interés alguno de recuperar ni descifrar. Durante una clase de chino dice que ni siquiera se acuerda de su madre. En este segmento, probablemente el más desbalanceado y acaso narrativamente apurado, Dollar terminará teniendo una historia de amor con su profesora de chino, una mujer divorciada de un inglés más miserable que el padre de Dollar, una mujer que, por otra parte, podría ser su madre. Este Edipo diferido es un tanto bizarro, aunque verosímil, y Jia lo sugiere cuando ella y él van en un auto y Dollar dice que tiene un déjà vu, escena que está ligada a un viaje con su madre en la infancia. El problema reside que hay aquí una voluntad de marcación semántica más delimitada que en los capítulos precedentes, que tienen mucho más que ver con sus películas precedentes. Esta incomprensible necesidad de reforzar los efectos de las acciones en las conductas se constata en exceso por la presencia de la música extradiegética. En quince oportunidades, unas cuerdas y unas notas de piano abiertas vienen a suministrar un apoyo directo a las imágenes, demasiado poderosas y suficientes para procesar orgánicamente la envoltura sonora. Pero todo lo que se puede objetar hasta ahí se conjura con el plano de cierre, uno de los más hermosos que ha dado el cine de Jia: Tao sacará a su perro en una tarde de invierno; la nieve cae en un atardecer cerrado, Tao camina un poco y de la nada empieza a tararear y bailar el tema musical que da inicio a la película. El regreso del hijo se anuncia un poco antes pero quedará en fuera de campo. La descripción es inútil porque la vitalidad de ese momento trasciende su transcripción escrita. Es magnífico e inolvidable. En los pasillos, al salir de la sala Debussy, ya corría el rumor que aquí podría estar la ganadora, incluso cuando la tercera parte era para muchos lo más fallido que había hecho el director en su carrera. Es posible que la habitual perspicacia de Jia no sea eficaz debido al cambio de escenario elegido en el desenlace. Pero he aquí en donde reside la clave de lectura. Si el cine de Jia ha sido hasta hoy una forma de registro de la naturaleza de los cambios de su país a través del espacio –materia en donde se verifica la Historia–, lo que implicaba la puesta en práctica de una poética denominada xianchang, algo así como un uso del tiempo presente entendido como proceso histórico transfigurado en ficción que se extrae de una escena de lo real, Jia se topa ahora con un cambio de naturaleza en la propia Historia. Lo que él intuye en el futuro visto en Australia es acaso una fantasía crítica del devenir chino que tendrá lugar de aquí a unos años: China, como territorio real, será un país americanizado en sus propios términos. La materia del pasado dejará de estar en el espacio, y de una civilización milenaria quedarán vestigios poco legibles, viéndose sustituida por una existencia hipermoderna de tecnologías omnipresentes. En Touch of Sin hubo un intento de trabajar con el género, de salirse del método de trabajo habitual. En esta nueva película hay una poética que se desea recuperar, pero lo que sucede en China parece reclamar otro método de apropiación. Los saltos temporales y la fuga hacia delante constituyen esa novedad. Hasta hace unos años, el cine de Jia dependía exclusivamente del espacio para poder filmar el tiempo. El espacio, como las extrañas imágenes que se curvan y pierden su nitidez, ha dejado de ser la materia en la que se constata la Historia. La pregunta pasa ahora por cómo filmar el tiempo, que viaja a velocidades imposibles y que se rehúsa a ser mirado en el momento de su duración. El ser del tiempo ya no se encuentra en el espacio. Las dos películas recientes del gran cineasta chino de la Sexta Generación son derivas de una búsqueda sistemática y metodológica por seguir filmando la Historia de su país, cada más enrevesada para dilucidar y filmar.
La nueva película de Atom Egoyan revisa las memorias de los sobrevivientes del Holocausto. Lento travelling hacia adelante para arrimarse a un hombre mayor que está durmiendo. Entre sueños, dice Ruth. La conciencia de vigilia adviene lentamente, también la conciencia de lo real en sí. El gesto es reconocible: mira a su alrededor y lo que ve no coincide del todo con lo que entiende. El plano siguiente sugiere que la mujer ha muerto. Apenas dos minutos después, la enfermera del lujoso geriátrico le confirmará a Zed (buen trabajo de Christopher Plummer) la muerte reciente de su esposa. En ese ademán de recomposición de los recuerdos reside el axioma general del film: los circuitos de la memoria están averiados y el desorden cognitivo es el problema. La primera respuesta será asequible y razonable: Zev padece de demencia. Pero Recueros secretos no es un film sobre la decadencia biológica inevitable que propina el paso del tiempo en cualquier organismo, sino más bien un relato convencional acerca de una decadencia moral acontecida en el siglo pasado. Han pasado apenas unos 70 años del fin del Holocausto, y he aquí algunos de los últimos testigos de aquel acontecimiento ignominioso. Sobre ese doble movimiento de la memoria se construye el cuento moral de Atom Egoyan. En cierto momento, el personaje interpretado por el magnífico Martin Landau alude al lema de Simon Wiesenthal, sobreviviente de tres campos de concentración: todo perpetrador nazi debería ser juzgado en un tribunal público. Tanto Zev como Max (Landau) desoyen aquel mandato, pues el plan (oficial) concebido por el segundo, que solamente puede respirar correctamente con la asistencia de un tubo de oxígeno, es que su único viejo amigo del campo y ahora compañero del establecimiento en el que viven salga en busca del nazi que mató a todos sus familiares y acabe con él. No tienen tiempo para llevarlo a un juicio. La justicia adquiere aquí su versión más primitiva: la venganza. De ahí en adelante, el film seguirá el periplo de Zed rastreando al asesino. En Estados Unidos (como también en Canadá), los nazis –que no son pocos– conviven con los hijos de la democracia soñada por Jefferson, y dar con el asesino en cuestión no será sencillo. Los nombres falsos llevan a pistas indebidas. Regla general del caso: no todo es lo que parece; en Recuerdos secretos habrá sorpresas. Egoyan, que nunca llegó a estar a la altura de lo que prometía en films como Calendar y en menor medida Exotica, cuenta aquí con dos actores principales soberbios, dos secundarios no menos conspicuos (Bruno Ganz y Jurgen Prochnow) y una historia interesante. Hay dos escenas notables; una, menor, en la que Zed interactúa con un niño en un viaje en tren; y otra más importante en la que se encuentra con el descendiente de un simpatizante de las SS. En esta última secuencia, la resolución se entrega indefectiblemente al sensacionalismo, pero hasta ese momento la aparición de lo ominoso se hace sentir gracias al sonido. El horror se manifiesta siempre si se lo induce a través del sonido. Si bien Recuerdos secretos es lo mejor de Egoyan en años, de esa afirmación no se desprende que aquí contemos con un film descollante y, por su tema, ineludible. El didactismo afectado del guión y las decisiones blandas de puesta en escena para explicarlo todo fatigan la ambigüedad implícita de la trama y los esfuerzos de los intérpretes por sostenerla.
Cornelio Porumboiu es un genio. Filma cada vez mejor; el suyo es un cine puro, consistente, de una eficacia narrativa notable. Por ejemplo: un auto; en él viajan el padre y su hijo. Plano medio sobre el niño sostenido por un rato y un conflicto en pleno desarrollo: el padre llegó tarde a buscarlo a la escuela. El congestionamiento callejero, aparentemente, lo demoró. Así lo entiende también el niño, pero todavía sigue molesto. ¿Por qué? La conversación que se mantiene en el auto es extraordinaria. Justeza melódica en los diálogos y decisión de registro perfecta sobre cuándo dejar el foco en un personaje o cambiar el ángulo y la perspectiva; la reproducción y la lógica de los giros argumentativos son contundentes, una especialidad de los rumanos en general y de Porumboiu en particular. El quinto plano será un primerísimo plano sobre un libro ilustrado de Robin Hood. Eso que los psicoanalistas llaman el ideal, he aquí un padre que siente y desea ser aquel legendario héroe literario en la representación imaginaria de su hijo. Digámoslo así. Ésta es tan sólo la primera capa de una película que parece sencilla (y lo es), pero que se reserva varias líneas de lectura. En el desenlace, el deseo del padre alcanzará una representación hermosa. Debe ser ese momento una de las escenas más amorosas que se recuerden con niños en el cine reciente. No describo la escena, tan sólo la califico. La segunda capa de este tesoro concebido por el director de Policía adjetivo consiste en trabajar sobre la crisis europea en su versión rumana convocando tanto al absurdo como a la suerte. Frente a la impotencia de todos aquellos que son víctimas de un sistema que ni siquiera eligen, imaginar la conjura de la miseria por parte de los sometidos proporciona placeres desconocidos. Es tan agradable filmar una fantasía de justicia distributiva. Tanto Costi, el padre del niño, como su vecino, viven y trabajan para pagar sus respectivas hipotecas. Costi, al menos, tiene trabajo y consigue cumplir con el pago de sus deudas, no así el vecino, que le pedirá auxilio económico por unos dos meses para amortizar su déficit. Necesita 800 euros, lo que aquí suena a fortuna. La suma no es inaccesible, pero The Treasure da a entender que ese monto es prácticamente imposible de tener como reserva. La clase media rumana sobrevive. El ahorro es una acción de otro tiempo. Y esto, como corresponde, se ve, no se dice. Tercera capa narrativa: el vecino volverá a llamar más tarde a Costi para proponerle algo insólito; aparentemente, en el patio de la casa de su madre reside un tesoro escondido. Lo que él necesita y no tiene cómo es alquilar un detector de metales para hallar la caja escondida bajo tierra que albergaría una posible fortuna. ¿Lograrán dar con ella? Y si lo logran, ¿la riqueza será fidedigna o falsa? ¿Podrán quedársela y compartirla? Interrogantes inmediatos que pone en movimiento la propia historia. El humor de Porumboiu es prodigioso. Éste se predica de una administración del absurdo en situaciones que implican casi siempre la intervención de algún procedimiento institucional. La forma de trabajo es siempre parecida. Una situación problemática menor da inicio al relato, que para resolverse debe pasar por un conjunto de obstáculos menores que constituyen un todo estructural revelador de una idiosincrasia burocrática en la que el impedimento define la naturaleza de los intercambios. De allí no solamente surge el humor sino que también se edifica una yuxtaposición de trabazones que empujan al relato en forma de preguntas y problemas a resolver en etapas. Cada situación que se presenta opera como si se tratara de la resolución de una palabra enrevesada en un crucigrama. En The Treasure primero se necesitan 800 euros, luego se trata de conseguir a alguien que pueda alquilar un detector de metales, inmediatamente todo radica en cómo conseguir un mejor precio para ese cometido, después la cuestión pasará por encontrar la caja misteriosa y corroborar que ésta albergue en verdad el tesoro oculto y prometido. Y, si todo sale bien, ver cómo se resolverá la pertenencia de la riqueza que debe pasar por una instancia de controles estatales. La burocracia es una filigrana que constituye la forma de estar en el mundo de los rumanos. Es así como se escribe e inscribe el argumento, el cual se mueve hacia delante por saltos y pruebas que los personajes deben enfrentar hasta resolver el objetivo inicial por el que se decidieron comprometerse. En este caso, el motivo es doble: cobrar, si existen, una acciones de una empresa alemana, y en el caso de Costi, más allá del dinero, perpetuar el reconocimiento simbólico de su hijo. The Treasure es absolutamente genial porque sostiene su suspenso diminuto en las derivaciones menos esperadas, un despliegue de anudamientos insospechados. La eficacia narrativa, por otro lado, no conlleva descuidos en el registro y encuadres despreocupados. Los planos generales suelen ser soberbios y la forma elegida para delimitar el espacio de los diálogos de los personajes deriva de una idea de puesta en escena consciente. El trabajo sobre el sonido tampoco es menor y el mejor gag, como si fuera una película de Tati, responde a un efecto sonoro y no lingüístico. Por otra parte, los actores rumanos siempre están perfectos: nunca sobresalen, siempre están con el registro justo y son piezas orgánicas de una trama. ¿Cuál es el secreto del cine rumano? No lo sabemos del todo. Lo que sí es comprobable es que la invención de las historias que filman nacen de breves anécdotas menores. En lo diminuto de los actos,, los directores rumanos consiguen identificar líneas de experiencias de mayor peso y relevancia que la vida privada y personal. A través de prácticamente nada, de un evento insignificante, son capaces de hacer hablar tanto a la crisis económica como a pretéritos sucesos revolucionarios que aquí remiten incluso a otro milenio. Los rumanos pocas veces subrayan, pero siempre sugieren con elegancia y sequedad cómo toda experiencia humana se puede inscribir en un presente socialmente problemático que no viene de la nada sino de una gran Historia que determina y mueve incluso las ocurrencias menos trascendentes. Pura lucidez la de Porumboriou, capaz de sintonizar con el espíritu de la comedia en una época en que la risa es escasa y se ve desterrada como rebeldía política.
Pocas cosas tan estadounidenses como las películas navideñas. Es el género elegido para enumerar todos los valores que mitifican un ideal sociológico. El núcleo sacrosanto es la familia, base angular del civismo y unidad espiritual del país. La nación no es otra cosa en ese imaginario que la reunión de muchas familias que la constituyen, un ejército de apellidos diversos reunidos en comunión que hallan en un territorio reconocible, una lengua evidente y una fe imprecisa pero sentida el talismán que consigue asociar lo múltiple con lo uno. En la mesa navideña, los estadounidenses no solamente conmemoran literal o simbólicamente el nacimiento del hijo de Dios sino también el evento trascendente por el cual los hijos de la democracia están juntos en un plano trascendental. He aquí el secreto de su obsesiva representación: la Navidad es un argumento amablemente vertical que refuerza la amalgama de un colectivo pletórico de diferencias. Decididamente, Tangerine es una película navideña, aunque diste de ser un típico representante del género y una ocasión entre otras para invocar al representante terrenal del Altísimo. Más bien se trata de una anomalía del género, lo que no significa que un misterioso espíritu cristiano de hermandad esté presente de inicio a fin. El amor por las criaturas del relato es manifiesto, evidencia que no desestimará ni el escándalo ni la ofensa del creyente conservador. Excepto que entre sus pasajes bíblicos favoritos estén los aludidos a la dignidad de los pecadores, el cuento navideño de Sean Baker le parecerá al feligrés dominical un guión escrito por el demonio. Las vísperas navideñas de los travestis no suelen ser la materia central de las películas características del mes de diciembre. La primera escena introduce a los dos personajes principales como también el conflicto central que pondrá en movimiento el relato de Tangerine. Sin Dee Rella y Alexandra, dos travestis que trabajan en las calles de Los Ángeles, mantienen una conversación sobre cuestiones amorosas. Más allá de que trabajen en la calle, eso no deshabilita que deseen la correspondencia afectiva de una persona. En este caso, Sin Dee Rella se ha enamorado del proxeneta que administra la clientela de varias de sus colegas, un tal Chester. Aparentemente, el joven cafishio le ha prometido casarse, pero un comentario involuntario de Alexandra pondrá en duda esa promesa. De allí en más, Sin Dee Rella buscará desesperadamente a Chester, a quien se lo vio con una prostituta ortodoxa de su flota, de lo que se predica un ritmo vertiginoso con el que Baker retrata por un lado uno de los distritos rojos más proletarios de Los Ángeles y al mismo tiempo avanza dramáticamente con su cuento navideño, introduciendo alguna que otra subtrama: la vocación musical de Alexandra y la sexualidad secreta de un taxista armenio, que está casado y es padre de familia, y cuyo máximo placer erótico pasa por ejercitar activamente el sexo oral con las chicas que tienen una sorpresa anatómica entre las piernas. Así descripta, Tangerine parece una de esas películas del cine independiente estadounidense que se regocija en presuntas perversiones inconfesables aproximándose a ciertas exigencias heterodoxas del deseo y su representación en clave de sordidez. El sexo en las calles y algunas prácticas de erotismo colectivo asoman en el relato, pero la lucidez implícita en la manera de representarlo estriba en rehusar a subordinar la ética a los hechos sexuales. Nada más lejos del filme de Baker que el moralismo puritano, como asimismo su lógica inversión, el desenfrenado hedonismo decadente de los indie. La amabilidad que rige la mayoría de los vínculos entre los personajes es asombrosa y peculiar; Tangerine es anímicamente brillante como los colores resplandecientes que la conforman. Los amarillos y anaranjados que prevalecen en la naturaleza cromática de lo visible, sumado a la textura nítida y digital del registro, dan como resultado un filme que tiene vida. En el cine independiente estadounidense, Tangerine es una transgresión debido a su humanismo luminoso. Como se sabe, Tangerine fue rodada con un IPhone 5s, aventura estética y técnica que demuestra que el mero y somero avance tecnológico no es suficiente para hacer una película. Es cierto que cualquiera puede grabar con su teléfono inteligente, pero no todos saben filmar. El filme de Baker no encuentra solamente su dinámica en un montaje concebido en la obtención de un ritmo fílmico en el que se trabaja tenazmente sobre los cruces dramáticos del relato y el suspenso ocasional del que dispone la trama. Hay también un permanente esfuerzo por preguntarse acerca del dispositivo de registro y sus posibilidades de captura. Algunos planos enrarecidos son elocuentes, no menos que la ostensible búsqueda por trabajar en ciertos momentos sobre la profundidad de campo. Baker se apropia como cineasta de una máquina de registro al alcance de muchos (o algunos) que pueden o no desconocer una modalidad de relación entre una cámara y lo que está enfrente de ella. Un cineasta es aquel que sabe establecer una relación estética en esa distancia e imponerle a la inmediatez de la tecnología su propio entendimiento cinematográfico. Todo su filme es una prueba. Tangerine es materialmente un filme de este siglo. Pero Baker no es un cineasta advenedizo y amnésico, y es por eso que reconoce que antes de él existió una tradición cinematográfica que lo ha constituido. Quizás por eso eligió un género clásico para trabajar sobre él bajo una forma innovadora e inimaginable décadas atrás. El resultado es magnífico.
Notable ópera prima que va mucho más allá de su evidente crítica a la burocracia india y cuya puesta en escena denota un rigor poco frecuente Un debut magnífico y un indicio de que el cine indio no solamente se define por sus numerosas producciones bollywoodenses. La extraordinaria La acusación es quizás el mejor título reciente de ese país, aunque hay otras películas atendibles, como Thithi y The Fourth Direction. Lo que resulta irrebatible es que la ópera prima de Chaitanya Tamhane se alinea con la tradición iconoclasta del gran cineasta indio Satyajit Ray; he aquí un filme que hiende y fatiga el orden simbólico de una sociedad inclinada a perpetuar burocráticamente su dogmatismo religioso y denegar su morosa modernización. El caso en cuestión no admite duda. Un cantante popular de 65 años y también ocasional maestro literario y musical es detenido bajo una acusación tan delirante como indemostrable: un limpiador de alcantarillas de Bombay, después de escuchar una de sus canciones, se ha quitado la vida en su lugar de trabajo. Tamhane sumará paulatinamente datos biográficos relevantes, tanto del muerto como de su presunto instigador a llevar a cabo una aberración moral, un revestimiento pertinente para visualizar que este dilema jurídico es al mismo tiempo un problema social y político. La siempre problemática relación entre causa y efecto adquiere en la argumentación que se esgrimirá en la corte una dosis inconfesable de comicidad. Los testimonios gozan de una debilidad evidente, a pesar de que la fiscal recurra honestamente a torcer y sobreinterpretar los veredictos siguiendo sus propios (pre)juicios, en consonancia con la propia perspectiva del juez, a quien le parecerá razonable los sofismas de quien acusa en nombre del bienestar de la nación india. Las razones del abogado defensor lucen débiles frente a esa lectura. Él y su acusado representan una razón minoritaria. Si bien el filme seguirá los derroteros del juicio, Tamhane incorporará algunos elementos de la vida de todos los involucrados, cuidando en ese retrato de no inducir ningún favoritismo respecto de sus personajes. El abogado defensor escucha jazz mientras maneja, permanece soltero y participa en debates acerca de la calidad democrática de las instituciones; la fiscal adhiere claramente a una visión teológica del mundo, lo que se expresa en sus prioridades domésticas y vida familiar; algo similar se revelará en el final con el juez. Diferencias de clase y cosmovisiones dispares que nunca dejan de influir sobre el sentido de la justicia. Lo notable en La acusación es que el filme rehúsa acusar a sus criaturas; más bien, expone laboriosamente a través de los discursos que se enuncian en las conversaciones fuera del recinto jurídico y los alegatos en el juicio cómo estos piensan a los sujetos, organizan sus conductas y ordenan las leyes. La preeminencia de los planos generales fijos subordina a los personajes a representar las contradicciones y tensiones que conforman una sociedad. Ellos son piezas de un sistema. Virtud discreta pero admirable del filme: la puesta en escena objetiva un ethos. Singular película La acusación. Su arraigada lectura concreta sobre una cultura es la paradójica garantía de su universalidad. Lo que vemos en Bombay puede suceder en Córdoba, París o Minnesota. En todas partes, honrar la justicia conlleva un lento trabajo de dilucidación sobre su ejercicio. Películas como la de Tamhane conjuran estéticamente la lentitud y el estancamiento.
Interesante película danesa sobre la ocupación occidental en Afganistán cuyas buenas intenciones son políticamente estériles. El género bélico no es un género entre otros. Sus reglas y convenciones tienen su genealogía en el campo de batalla, espacio terrible en el que se dirimen intereses cuyo costo directo es la vida de los hombres, algunos civiles, otros soldados. Los muertos jamás pueden ser traducidos al lenguaje de las matemáticas. Quien invoca la razón de los números no es otra cosa que un canalla. Este razonamiento es medular en A War: La otra guerra. Once muertos afganos, algunos talibanes, varios civiles y entre ellos niños, constituyen aquí un objeción ética (que debería ser más que un número) respecto de una política que jamás se enuncia ni se cuestiona. Tobias Lindholm propone el siguiente escenario: una tropa patrulla una zona rural en la provincia de Helmand en Afganistán. El enemigo es ya un viejo conocido del género: los talibanes. La discreta novedad son los “buenos”. Los soldados son daneses, y en este sentido lucen menos estereotipados que sus colegas estadounidenses. En la figura del comandante Claus Pedersen (Pilou Asbæk), Lindholm esboza casi un oxímoron: un militar sensible. En efecto, su masculinidad y la de sus combatientes sugiere un grado menor de testosterona; el trato para con los afganos en general y el vínculo entre los propios miembros de la unidad se desmarca de la tipificada rudeza característica de la representación castrense. La primera hora de la película es atípica. La cotidianidad en el frente tiene su contrapunto con los días solitarios de la mujer de Claus en Copenhague. Ella cuida a sus tres hijos, él a sus soldados. El montaje paralelo no solamente sirve para entender a Claus y su familia sino también para observar la inconmensurabilidad en todos los órdenes imaginables entre un país como Dinamarca y Afganistán. El significado de la niñez, por ejemplo, es crucial, y será determinante para el giro narrativo que tendrá la película. Sucede que en una presunta emboscada, Claus tomará una decisión militar cuestionable y habrá por ello muertos inocentes, entre ellos menores. El buen militar será juzgado en una corte marcial. ¿Es culpable o inocente? Toda la segunda parte de A War: La otra guerra gira en torno a ese juicio, momento en el que la ambigüedad se apodera del relato y el punto de vista es menos inteligible. Es evidente que Lindholm no subscribe al cinismo cool de sus compadres del Dogma 95, incluso cuando hay una escena en el inicio en donde se mata a un talibán, donde sí despunta la vileza de los incrédulos. La ambivalencia es constante y no está claro si se trata de una virtud o una deficiencia: la ampulosa caracterización de la fiscal desmiente cualquier sutileza; el tormento interior de Claus frente a la verdad y las consecuencias de los hechos sugiere lo opuesto. ¿Cómo filmar una guerra? En buena medida, desatendiendo al trivial patriotismo y siempre intentando interrogar la política detrás del espanto. En este sentido, Lindholm es como su protagonista: padece su posición y desconoce la racionalidad política de sus actos.
Extorsión, secuestro, violencia, corrupción, brutalidad, sustantivos propios de una veta del cine latinoamericano que se celebra en casi todos los festivales del mundo, la conocida y exitosa vía de la sordidez. Aquí un taxista (Damián Alcázar) y viejo soldado, aún al servicio de su superior, un coronel interpretado por el actor argentino Federico Luppi, se reencuentra azarosamente con una mujer indígena que fue abusada por él y su superior en tiempos de combate contra el terrorismo vernáculo en Ayacucho. El protagonista que lleva el nombre del título es quien intenta compensar el daño ocasionado en la adolescencia de la víctima a partir del dinero proveniente de un secuestro extorsivo, dinero que serviría eventualmente para que esta mujer pueda pagar las cuotas faltantes de una propiedad en la que tiene una peluquería (y mantener a su hijo discapacitado). El debut del deportista, abogado y famoso actor Salvador del Solar (Pantaleón y las visitadoras) detrás de cámara resulta tan ambicioso como desgarbado: los jump cuts iniciales, cuando Magallanes maneja su taxi, los planos generales en picado para mostrar al personaje durmiendo y los lentos travellings para seguir ciertas acciones lucen como decisiones estéticas decorativas que pueden darle cierto aire de buen cine a este film académico orientado a ilustrar la novela de Alonso Cueto La pasajera y, por consiguiente, delinear una moraleja histórica acerca de la culpa del sector más reaccionario de la sociedad peruana. Magaly Solier en el papel de Celina, víctima del machismo castrense primitivo, apenas tiene lugar en el relato, hasta que en una escena final que está muy por encima del resto de la película la actriz demuestra su talento mientras su personaje expresa toda su indignación y dignidad en quechua.
Una inquietud reiterada y bienvenida respecto a la interacción de clases, detectable en algunas películas recientes brasileñas (Santiago y Domesticas, entre otras), es el organizador narrativo de este film de Anna Muylaert La pertenencia de clase no es un tema menor, ni en el cine, ni fuera de él. Mal que les pese a los profetas advenedizos del siglo XXI, envalentonados en una retórica de la disolución fuerte de lo político, la conformación de clase organiza la sensibilidad, los sentimientos, la ideas, incluso los conceptos de espacio y tiempo. No es menor, porque además en la diferencia de clase hay una consecuencia práctica: la división del trabajo. La distribución social de las tareas es el tema de Una segunda madre, la cuarta película de Anna Muylaert, lo que significa necesariamente filmar la intersección de clases, aquí en clave doméstica. Zona de riesgo en cualquier representación, allí en donde alguien sirve y el otro es servido, esto también puede implicar, cuando se trata de personal doméstico y patrones en situación de convivencia, tener que lidiar con lazos afectivos que contradicen el lugar establecido por la lógica del trabajo. ¿Cómo filmar la interacción de clases y la incomodidad –si existe conciencia de ella– que supone la asimetría entre el que tiene y dispone y el que necesita y recibe? El plano inicial (que remite en demasía a La ciénaga, de Lucrecia Martel, una referencia ineludible para este filme) es preciso al respecto: plano general de una piscina de una casa lujosa, un niño aparece, luego una empleada doméstica. El probo afecto entre ambos supera cualquier contrato laboral; se quieren, indudablemente. En efecto, Val adora al pequeño Fabinho, pues acaso opera como una sustitución afectiva de Jéssica, su hija, a la que no verá por 10 años. De esa presentación, una elipsis reenviará el relato al presente. Los primeros minutos, o el primer acto, constituyen un retrato de la vida cotidiana de una familia pudiente de San Pablo. Val los despierta a todos, prepara el desayuno, espía y escucha las discusiones familiares, aún duerme ocasionalmente con Fabinho, que ya es un adolescente. Eso se cuenta, pero lo que importa es cómo se muestra: los planos fijos generales instituyen espacios de circulación acotados para Val. En el living se limpia y se sirve, al igual que en el jardín y los otros cuartos; la cocina, en cambio, es un lugar más “democrático”. En ese sentido, la revelación de un cuarto de huéspedes, que se descubrirá ante la visita de Jéssica a la casa, es uno de los mejores momentos cinematográficos del filme. Parte del conflicto narrativo del filme se desencadena en la desavenencia de sensibilidades entre Jéssica y su madre. La joven parece más cerca de sus empleadores, y el filme sugiere que ese “encuentro” puede tener que ver con la democratización simbólica posibilitada por el uso de Internet; de hecho, la joven ha llegado a la ciudad para dar un examen y entrar a una universidad muy exigente. Quiere estudiar arquitectura. La empatía entre desiguales no estará exenta de seducciones de otra naturaleza, pero Muylaert elige detenerse frente a la evolución del ríspido erotismo en condiciones desemejantes. Lo que es común a todos es sociológicamente devastador: la total inconsciencia de clase de los personajes respecto de sí, pero no de la directora, que jamás pierde el control respecto de su punto de vista. ¿Qué le falta a Una segunda madre? Es difícil explicitarlo. Todo parece estar bien. Las interpretaciones son sólidas, los encuadres meticulosos y el nudo narrativo no apela a la típica conciliación de clases que suele prescribirse en muchas películas con un legítimo prurito social. ¿En qué radica entonces el demérito del filme? A Una segunda madre le cuesta imaginar la rabia de los sirvientes, algo que un notable filme brasileño reciente y hermanado con este, Casa grande, de Felipe Barbosa, conseguía incorporar orgánicamente a su relato. Una segunda madre sabe denotar el desprecio contenido, o en su defecto la condescendencia afectiva, de los patrones, pero le falta acceder a la bronca diluida de los sirvientes y, por consiguiente, provocar en su relato un poco de indignación.
En los Alpes, en un hotel que resulta casi una caricatura del hotel de El Gran Hotel Budapest, que de por sí ya consistía en una caricatura, un monje tibetano toma vuelo y despega finalmente del suelo. Ya se lo había visto intentándolo en un par de planos precedentes, pero nadie creía en su liviandad metafísica. La cámara sí obedece a la fuerza de la gravedad y, a cierta altura del registro, no se entiende inmediatamente si la cámara desciende o el monje se eleva. He aquí el suspenso gestionado en lo menos acuciante de una acción. Pero sí, el monje está levitando, lo cual se comprueba para nuestro asombro porque la cámara llega a distanciarse para tomarlo en el aire. ¡Una maravilla! ¡Y una tendencia de época! Estamos en la era de los voladores, estrellas que, si quieren, levitan en la postura padmasana. ¿Cómo no va a vencer a la gravedad quien práctica el control total de su cuerpo? ¿Cómo no van a elevarse de esta tierra inmunda aquellos que sienten pertenecer al firmamento? En Birdman, la escena en cuestión era la inicial. Aquí, en Youth, la nueva película de Paolo Sorrentino, un director italiano que filma por segunda vez para Hollywood, la escena está en la mitad de película. Lo que no sucedía en la de Alejandro González Iñárritu es que el plano a continuación en Youth es demasiado terrenal: una Miss Universo despampanante, que un poco antes ha demostrado ser, además, una criatura inteligente, se mete enteramente desnuda a la piscina del spa. Darse un chapuzón, relajarse y, mientras tanto, regalarles a los personajes casi octogenarios interpretados por los grandes Michael Caine y Harvey Keitel un momento de dicha visual, aunque no táctil. Los viejos observan como si estuvieran contemplando una emanación erótica de la madre tierra la encarnación directa de Eva. Los pechos perfectos de quirófano de esta criatura proveniente del Edén, concebida por algún demiurgo machista con bisturí en mano, también desafían la gravedad. Pechos de inspiración budista, un culo para invocar el samadhi. Es que en la película de Sorrentino todos los signos circulan en pie de igualdad: se ven tetas de distintos tamaños, pubis, se cita a Novalis, se recuerda a Stravinsky, un actor practica ser Hitler y, por si faltara algo más, un remedo obeso de Maradona, antes de su operación gástrica, se pasea en traje de baño con un tatuaje de Karl Marx en su espalda nadando un poco o haciendo jueguito con una pelotita de tenis. La Claudia lo acompaña. He aquí Youth, película de Sorrentino, presunta meditación sobre el paso del tiempo con escenas didácticas para que nadie deje de iluminarse frente a esta lección colosal. Belleza, belleza por todos lados. O, simplemente, la gran vulgaridad. Youth, película en competencia oficial, próximamente en los Oscars. Aclamada, amada por la mayoría, con este film de Sorrentino se proclama la nueva ola del global pudding. ¿Qué es? Películas universales de calidad con su respectiva pedagogía en el nuevo esperanto de los ricos del mundo que se escribe en imágenes: budismo, publicidad, hedonismo light, existencialismo de tarjeta de crédito. Ideal para Cannes.