Un padre, un hijo, una ciudad, la materia prima de la segunda película de Eduardo Crespo que no es otra cosa que una circunspecta meditación sobre la relación del cine con los fantasmas Eduardo Crespo nació en Crespo, la misteriosa ciudad de Entre Ríos conocida principalmente por su producción avícola y últimamente por los cineastas que han surgido de ahí: Iván Fund, Maximiliano Schonfeld, el propio Crespo. Por su parte, el joven Crespo, a diferencia de su padre, recientemente fallecido, que alguna vez dejó Buenos Aires para irse a ese pueblo grande de inmigrantes, dejó la capital avícola del país para irse a la Capital Federal y vive en el barrio de Villa Crespo, una anécdota azarosa que marca el tono del filme: una amable elegía sin visos de gravedad. El regreso a su ciudad natal tiene una misión: detener el olvido, o momificar estéticamente al padre muerto para no perderlo de vista. En una cita al paso de los aforismos del famoso libro de Bresson Notas sobre el cinematógrafo, se lee en el propio filme: “Hacer visible lo que sentí”. Guía sabia la elegida por Crespo, y honrada en la hora y minutos que dura la película. La sensibilidad del cineasta excede la conjura de su propio dolor. La muerte del padre es un tema universal. Todo hombre deja rastros de su paso por el mundo. En un primer momento, su condición de fantasma es vindicada por quienes le sobreviven. Para ellos, sobre todo si hay un lazo genético, los rastros inmediatos se identifican en los objetos, talismanes afectivos que precipitan memorias inesperadas. Esta clarividencia visceral constituye un punto inicial en el filme. Crespo hasta llega a probarse el uniforme de boy scout de su padre, entre tantos objetos vistos y filmados que reaniman o resguardan la vida del difunto. También están las tecnologías de la memoria: las fotos, las películas familiares, los archivos audiovisuales, el cuaderno de notas, los documentos, los monumentos; Crespo apela a todos esas operaciones de almacenamiento de signos y complejiza el registro personal en forma de diario que organiza su relato. Es de ese modo, con muy pocos elementos, como Crespo se las ingenia para hacer buen cine. Tiene ideas y las escenifica, y es por eso que el filme vence su lógico costado personal. Hay breves atisbos de belleza, ingenio y comicidad, como cuando sintetiza la vida de los pollos o descubre un búho que vive en el cementerio. Una imagen recurrente determina simbólicamente a Crespo (La continuidad de la memoria). En una foto de la infancia se ve a un nadador arrojándose al vacío. La muerte del padre es para muchos un salto mortal. Crespo lo entiende, transmite y objetiva. La emoción destilada de una pérdida se puede filmar.
El involuntario testamento del mejor director de cine del continente podría haber durarado seis, ocho y doce horas y su encanto seguiría siendo el mismo. En estas brillantes cuatro horas y media se pude ver lo mejor del cine de Ruiz. En un texto seminal y muy leído entre nosotros, El escritor argentino y la tradición, Borges ensaya su posición frente a una dudosa identidad de la literatura nacional y propone un modelo a considerar a sus coetáneos. Afirmaba: “Creo que los argentinos, los sudamericanos en general… podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. La cita sintetiza la topología de Borges como escritor, y asimismo sirve perfectamente para situar la extraordinaria obra cinematográfica de Raúl Ruiz, el cineasta chileno nacido en Puerto Montt que en la década de 1970 emigró a Francia y continuó erigiendo una obra inmensa. Sin temor a equivocarse, Ruiz fue al cine lo que Borges fue a la literatura: un autor excéntrico (porque no pertenecía ni se ubicaba en el centro) y de intereses múltiples, capaz de asociar temas disímiles y de procedencias remotas en una indagación libre y filosófica en la que cualquier género cinematográfico resultaba legítimo para sus propósitos. Ruiz hizo de todo: ensayos, documentales, comedias, thrillers, dramas, biopics; trabajó con presupuestos mínimos y sustanciosos, con desconocidos y con estrellas de cine, y en todo lo que hacía persistía esa irreverencia a la que aludía Borges. Fue él quien llevó al cine El tiempo recobrado, el tomo final de En búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, un tesoro nacional francés que le fue concedido a él, un cineasta chileno, para que encontrara la recta forma de filmar un objeto imposible. Misterios de Lisboa, el penúltimo largometraje de Ruiz, es verdaderamente un largo sin fin. Dura cuatro horas y media y eso se explica en parte porque fue concebido también como una serie televisiva (o una novela), con dos horas más de extensión. La fuente del filme es literaria, una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, pero en manos de Ruiz nada tiene de ilustración, como también sucedía en otra novela adaptada al cine de Branco, Amor de Perdição, dirigida entonces por el gran Manoel de Oliveira. Hay que decir que el formalismo de Ruiz alcanza aquí su mayor esplendor y concentración. Lo que se ve en varias secuencias es inconcebible en la literatura. ¿Cómo se escribe curvando el espacio? ¿Cómo se lee la flotación de la conciencia de un personaje? Las imágenes de Ruiz son puro cine o cine puro. El filme empieza con una declaración tan atractiva como impopular: “Esta historia no es mi hija, ni mi ahijada. No es una ficción: es un diario de sufrimientos”. Quien hablará en primera persona a lo largo de filme es Pedro Da Silva; en un principio es identificado como un niño llamado João, que vive bajo la tutela del padre Dinis, un personaje ubicuo e inolvidable, en una institución católica. La gran ansiedad del niño estribará en saber quiénes son sus padres. A la madre la conocerá fugazmente, hasta que ella decida internarse en un monasterio para expiar su culpa respecto al destino del padre de Pedro, que perdió la vida. Pero ¿es él el padre de Pedro? De este interrogante se desprenderá una cantidad de historias impredecibles. Cada personaje remitirá a otro y abrirá un nuevo relato yuxtapuesto. Todo es incierto en el universo de Misterios de Lisboa, que sitúa sus múltiples relatos a fines del siglo XVIII y principios del XIX. En efecto, tener un nombre es aquí tener un destino, como también un disfraz. Muchos de los personajes tienen varios nombres y vidas secretas o paralelas. La indeterminación de la identidad es pareja a la indeterminación narrativa. Tener o ser un Yo es intentar hilar eventos que digan algo y ordenen los actos de alguien; la ficción es una tecnología de perpetuación de la identidad. He aquí el corolario filosófico. Ruiz había advertido que el cine estaba ceñido a una poética narrativa determinada por lo que él denominaba “el conflicto central”. En su monumental libro Poética del cine batalló contra ese concepto, según el cual todo relato debe articularse en torno a un conflicto fundamental que se enuncia en el principio, anuda las escenas y los actos restantes y llega en el desenlace a una resolución. En Misterios de Lisboa, la aparición constante de personajes opera como el anuncio de un nuevo (y falso) conflicto central; la estrategia es multiplicarlos, a los conflictos y a los personajes, para disolver ese esquema y liberar así la ficción de ese sistema coercitivo y lógico, de lo que se predica una puesta en abismo permanente en el filme: por cada personaje se suscita un bloque de ficción autónomo que se suma a una gran superficie de ficción en la que coexisten todas las historias de todos los personajes. Dicho de otro modo: el conflicto es sustituido por segmentos de intensidad narrativa en donde abundan breves episodios de amores traicionados, duelos, viajes, paternidades no asumidas y enfrentamientos sociales. A la rizomática estructura narrativa de Misterios de Lisboa se suma una inventiva visual inigualable. Algunos planos en profundidad de campo, otros contrapicados, ciertos travellings heterodoxos y varios pasajes en los que el espacio literalmente experimenta una curvatura permiten comprobar el genio de Ruiz. Para quienes dicen que el cine todavía no descubrió su potencial visual, la obra de Ruiz es una objeción, una respuesta y un desafío. Uno de los más grandes cineastas de toda la historia del cine fue chileno. He aquí su testamento, una obra maestra que transcurre dos siglos atrás y que es el mejor cine del siglo XXI.
El cine rumano casi nunca decepciona. El regreso después de varios años de Radu Muntean confirma que él es uno de los rumanos buenos. El trío de genios se compone de Puiu, Porumboiu y Muntean. Hay otros, y algunos son nombres que Cannes amontona como si fueran todos de un mismo partido estético. Es cierto que todos dominan el espacio cinematógrafo y consiguen filmar todo con un control absoluto de los medios del cine. Pero el dominio formal no garantiza una gran película. thumb-7 One Floor Below A diferencia de Aquel martes antes de Navidad, aquí no es el adulterio lo que se desea explorar sino el compromiso con la verdad. La trama es tan sencilla como una sentencia publicitaria: un hombre que vive con su hijo y su mujer oye la pelea de una pareja de vecinos desde la escalera. Jamás los ve pelearse, pero sí alcanza a oír los temas que precipitan la contienda doméstica. Inesperadamente, el joven que estaba a los gritos sale del departamento y se topa con su vecino. Patrascu disimula un poco, pues venía de sacar a su perro, pero el joven llega a comprender que su vecino estuvo espiando. Un poco después, Patrascu recibirá un llamado de su esposa: la joven vecina ha muerto. ¿Tuvo un accidente o la han asesinado? La puesta en escena de One Floor Below es formidable: el fuera de campo es la elección permanente para que los personajes vayan apareciendo lentamente en el cuadro. La película arranca con la respiración agitada del perro de Patrascu. Primero se ve el perro en su paseo matinal y de a poco la figura de Patrascu comienza a ocupar el centro del cuadro. Patrascu funciona como un centro de gravedad en el que convergen todos los signos de la película. Es como si cada personaje que se suma empezara a girar en torno a él. En este sentido, la esposa, el hijo sonámbulo, la madre de Patrascu, el presunto asesino, el agente de policía se van escalonando para aparecer y estimular dramáticamente la experiencia interior de Patrascu, la cual se dirime entre el compromiso con la verdad y la distancia no participativa. El peso de la deliberación moral del personaje se acrecienta por cada instancia de interacción, de lo que se predica un crecimiento de malestar que llevará a una explosión emocional y una conducta violenta. En algún momento habrá una pelea cuerpo a cuerpo; es un momento fabuloso en el que se consigue divisar el móvil que lleva a que un hombre sienta y concentre en su puño toda su bronca, una furia incontenible que no ha encontrado una forma de expresión. Es una escena magnífica porque el choque de dos cuerpos es siempre una resignación de la razón, una instancia momentánea que el animal a secas vence al animal político. ¿Cómo filmarlo? Lo distintivo de One Floor Below estriba en el uso magistral del fuera de campo. Todo se expresa primero sin que el otro o los otros estén visibles. El trabajo sobre el sonido ambiente, la ecualización de la musicalidad concreta de una casa constituyen una orquestación de signos que prepara todas las escenas. El sonido determina lo visto. Que se trabaje sobre el sonido no implica ningún descuido frente a los encuadres, no menos notables. Véase cada escena que tiene lugar en la cocina de la casa de Patrusca, o la forma de presentar la escalera del edificio en el que tiene lugar el accidente o el asesinato: la distancia del registro indica siempre una percepción del espacio. Existen cineastas a los que todavía les preocupa filmar los movimientos de la conciencia y el impacto sobre las conductas. La conciencia es el fuera de campo de los actos. Se puede filmar un asesinato, amantes en una noche de sexo, el silencio de un testigo, el cariño de un hombre por su mascota, y tratar entonces de inferir cómo el cerebro manda un impulso para que un hombre sienta amor, deseo, desprecio, benevolencia, insensatez y sosiego. Muntean es uno de ellos. A Garrel no hacía falta nombrarlo.
El maestro ruso vuelve a un museo, prescinde de la ampulosidad de un plano secuencia de 94 minutos e interroga a fondo sobre el lugar del arte en la Historia Son muy pocos los cineastas que establecen una relación entre el cine y la contingente marcha de la civilización. El cine de Manoel de Oliveira tenía esa particular virtud de hablar siempre del incesante esfuerzo humano por sobreponerse a través de símbolos y obras a la rudimentaria existencia animal. El prodigioso cineasta ruso Aleksandr Sokurov es otro de los pocos que persisten en esa tradición ya minoritaria. ¿De que se trata? De filmar la lucha contra lo brutal, o la indecorosa simplificación del destino de los hombres a su mera naturaleza arcaica. En Francofonia, un retrato polifacético sobre el Museo del Louvre de París, hay dos fuerzas salvajes que identificar y vencer: el nazismo, un régimen soez cuya valoración del arte no detenta sensibilidad alguna excepto la del imperativo de la apropiación, y la propia furia de la naturaleza, que siempre puede desbancar todas las obras humanas. En el inicio, el propio Sokurov, en plena realización de la película, intenta comunicarse por internet con el capitán de un navío que lleva contenedores con obras de arte y está amenazado por una tormenta en altamar. Línea narrativa (y autorreflexiva) secundaria del film, pero filosóficamente central, pues si el mar doblega al barco será mucho más que un fatídico accidente. Ese motivo del film será un contrapunto con el relato preponderante que está circunscripto a la revisión de la ocupación nazi de París en 1940 en general, el destino de todas las colecciones en el Louvre en particular y el protagonismo respecto de esto último del director del museo en aquel entonces, Jacques Jaujard, y del conde Franz von Wolff-Metternich, el encargado alemán del Kunstschutz, esto es, de la protección del patrimonio cultural francés durante la guerra. A esos dos ejes narrativos, Sokurov les suma algunos paseos por el presente del museo y sus obras, meditando así sobre la importancia del retrato en la pintura occidental, las distintas valoraciones del arte y la herencia cultural, y la relación intrínseca entre los saqueos imperialistas y la historia del museo. A su vez, el fantasma de Napoleón visita esporádicamente el museo en sus horas libres mientras presume toda su banalidad y posa frente a algún cuadro que lo representa, acompañado de una mujer que encarna a la República de Francia y repite como un mantra desangelado su propio mito conceptual: libertad, igualdad y fraternidad. Antes de concluir, hay que enfatizar cuán grandioso es Sokurov como cineasta. Puede filmar varias pinturas consagradas y suscitar en la quietud de las mismas un ligero movimiento que surge de un pase mágico de la cámara. Sokurov pliega el lienzo de una pintura con un imperceptible meneo de su cámara aprovechando el cono de luz: el cuadro en sí adquiere entonces vivacidad. Aquí no elige el sonido para dar vida a los cuadros, como lo hacía en otros notables films suyos relacionados con la pintura (Elegía de un viaje, Hubert: una vida afortunada), lo que no significa que en Francofonia el sonido no esté elaborado magistralmente como en todas sus películas. Al inicio, los sonidos de una sirena remiten a bombardeos propios de la Primera y Segunda Guerra Mundial, se entrometen en el campo visual y el presente del museo es de inmediato invadido por el pasado. El sonido es aquí la forma por la que se siente el tiempo, o la posibilidad no visual de que se destituya la imagen de su propia posición fijada en el presente. Estos son los heterogéneos materiales con los que trabaja Sokurov y con los que llega a entrever las contradicciones de toda empresa civilizatoria: el arte puede redimir parcialmente la trivialidad y ferocidad de los hombres, pero la voluntad de poder va a la par de la voluntad por trascender. Más allá de esta clarividencia sociológica, Sokurov no dejará de lado las vidas de los hombres ordinarios que en cierto momento de su historia, sin saberlo, realizan acciones cuyo fin está ligado a un sentido de grandeza. Los últimos 10 minutos, en donde Metternich y Jaujard son interpelados desde y en la ficción por el propio Sokurov, Francofonia alcanza una dimensión espiritual inesperada. Algo devastador sucede, algo que expone con una vehemencia amorosa la endeble finitud de los hombres. Ni estos ni sus obras menos provisionales pueden eludir el paso del tiempo. Todo desaparece.
La tercera película del director oriundo de Chacabuco es una de las películas más extrañas del cine vernáculo reciente y sin duda la más personal de su carrera “En realidad uno siempre está en su casa. Aunque viaje, se meta en un convento, aunque intente matarse…” , dice el misterioso personaje de Germán Da Silva en Algunas chicas. A esa locución, responde el personaje de Cecilia Rainero: “Entonces vos decís que uno siempre está en casa”. Da Silva remata: “Sí, y por eso hay que irse”. En ese diálogo fundamental se cifra el nuevo film de Santiago Palavecino, una intrincada meditación sobre la insatisfacción (de clase) que insinúa ser cine de terror y mantiene sin embargo su indeterminación genérica para acentuar todavía más la incomodidad de su registro. El argumento es el siguiente: una médica deja a su marido en Buenos Aires sin explicaciones y visita a una amiga que vive con su esposo y la hija de este (que adolece de una depresión) en algún pueblo de la provincia. Dadas las dimensiones de la casa y el mobiliario, se trata de personas pudientes. No se sabe muy bien qué hacen, pero está claro que la bonanza económica y la tranquilidad pueblerina no son suficientes para garantizarse un buen vivir. En el pueblo, además, hay otras chicas; una de ellas es media bruja y amiga de la hija de la pareja, la otra, más grande, amiga de los padres y dispuesta a pasarla bien del modo que se pueda. El malestar es ubicuo y se enuncia más en la conducta que en los diálogos. Tener sexo, tomar drogas, practicar tiro forman parte del ejercicio de evasión que se requiere para que la constatación del vacío cotidiano no se imponga. La vida de los pueblos revela aun más la inconsistencia de lo real, o la contingencia del sentido y gratuidad de cualquier acto humano. A esa irritante evidencia se le suma una sensibilidad onírica cercana a la pesadilla. Desde la hermosa secuencia inicial musicalizada con la Quinta sinfonía de Mahler, el relato se inscribe en dos lógicas para organizar su desarrollo: los sueños y la vigilia se entrecruzan, y la pesadilla es permanente. En esto, el ojo mágico de Fernando Lockett, el gran director de fotografía argentino de su generación, es una extensión física perfecta para los deseos de extrañamiento del director; sin él, el film es imposible. Hay varias secuencias notables en Algunas chicas. Una tiene lugar en el final: las protagonistas van de un lado al otro alrededor de un pasillo y de una piscina en un complejo que parece abandonado. Los movimientos de los personajes y la precisión del registro y el montaje son tan ostensibles como también el inconveniente con el que a menudo chocan las imágenes: cierta saturación de los efectos sonoros que no se ajusta a la verificable sofisticación visual del film. El equilibrio entre sonido e imagen en una película de esta naturaleza exige una peculiar atención entre esas dos variables estructurales de cualquier film. El origen literario del film, la novela Entre mujeres solas, del gran Cesare Pavese, resulta una inspiración legítima pero amablemente traicionada por Palavecino, pues la película es tan autónoma y distinta a ese libro como la primera versión cinematográfica a cargo de Michelangelo Antonioni. En ninguno de los dos casos se trata de una ilustración en imágenes. Con su tercer film, Palavecino se afirma como un director dispuesto al riesgo y a la inevitable incomprensión que conlleva tomar caminos poco transitados. Algunas chicas es del tipo de películas que necesitan del desprejuicio. Solamente así se puede entrever la consistencia de su poética y usufructuar los placeres cinematográficos que pone a disposición del público.
Con tres buenos trabajos de Cécile de France, Izïa Higelin y Noémie Lvovsky, la última película de Catherine Corsini cuenta una historia de amor entre mujeres Azarosa coincidencia: la semana pasada se estrenaba Yo antes de ti, un cuento de hadas aristocrático llegado del país separatista europeo del momento en el que se defendía con una disimulada opulencia el derecho a quitarse la vida. Siete días después llega otra apología de la eutanasia, ya no como cuento s A juzgar por una reciente encuesta vernácula, no son tantos los convencidos en materia jurídica cuando se trata de legitimar el deseo de dos personas del mismo sexo en refrendar su compromiso bajo las leyes del Estado. Por razones insólitas y vetustas, hay gente que aún se molesta ante las elecciones eróticas de los otros; la vida secreta de los genitales ajenos les resulta un tópico. Tiempo de revelaciones puede ser un buen antídoto. Es un filme sencillo y didáctico que gira en torno a una historia de amor entre dos mujeres; una nacida en el campo y educada para ser parte del engranaje de una granja; la otra parisina, profesora de español y comprometida a luchar por los derechos de la mujer. En cierto momento, Delphine y Carole se conocerán en París y se enamorarán. Provienen de dos mundos casi opuestos, pero se desean intensamente. En 1971, incluso en un presunto país liberal como Francia, el lesbianismo frente a la mirada social era una anomalía. Estas son las coordenadas simbólicas que elige la delicada realizadora Catherine Corsini para explorar los límites del deseo y el deseo de cuestionar esos límites. Inmediatamente, los espectadores del filme de Corsini asociarán el relato a La vida de Adèle; hay similitudes en cuanto a la diferencia de clases, culturas y edades entre los personajes, aunque la atención que les dispensa Corsini a los protagonistas es democrática. Todavía más lejana es la aproximación a los placeres sexuales; desdeña la exacerbación voyeur del filme de Abdellatif Kechiche, y eso no significa que se soslaye el erotismo: su ejercicio se restringe a ser fiel al placer de los personajes sin tener en cuenta la potencial excitación de los observadores sentados en sus butacas. Que Corsini sea una directora es posiblemente lo que marca la diferencia entre ambas películas. El afán narrativo del film no fagocita otros requerimientos estéticos. Corsini pone atención a cómo filmar París, a recrear cromáticamente la época y a retratar la monótona bonhomía de los campesinos. El pasaje cinematográfico más vistoso es aquel en el que una tormenta se avecina en la granja. Si bien es un preámbulo metafórico de otra tormenta y cumple entonces una función narrativa, la panorámica en contrapicado sobre el cielo encapotado ostenta una voluntad estética que merece reconocimiento. El cine nunca debe agotarse en la eficacia narrativa. La sensualidad de una película se trasluce en los detalles.
La gratificación sexual a expensas de otro que no tiene la libertad para decidir si quiere ser parte del placer que puede proveer, he aquí una posible definición (extramoral) de aquello que persigue un perverso, si es que se quieren evitar otros vocabularios que trafican moralina respecto de las decisiones de los adultos de vivir los placeres sexuales como se les antoje. Dicho esto, una inquietud: ¿cómo se filma a un perverso? En su segunda película, Matías Lira pone el foco de su interés por la sexualidad (ya lo había hecho en Drama) en una situación asimétrica y simbólicamente problemática entre un famoso sacerdote de la iglesia católica de Chile y un joven de clase media alta. El relato, que oscila entre 1983, en el momento en el que un joven Tomás Leyton conoce al mítico prelado en su comunidad situada en Providencia, y algunos décadas más tarde, cuando el creyente, ahora médico y padre de familia, decide denunciar a su abusado, transmite con cierto cuidado y precisión las complejidades del vínculo y las consecuencias psíquicas para la víctima. La fuerza del film reside en evitar los golpes bajos y en ser cuidadoso con el retrato de los implicados. En menor medida, la complicidad de la sociedad chilena y la institución religiosa se explicita como corresponde, aunque tal señalamiento queda en un segundo plano. No debe ser fácil ponerle el cuerpo a un perverso. Luis Gnecco no teme hacerlo y las contradicciones en el seno de su sistema de creencias se consiguen identificar en su lenguaje corporal más que en su dicción e interpretación de los parlamentos. La mejor escena del film le pertenece. Tiene lugar en el final, cuando el representante del Altísimo cita un verso bíblico para racionalizar sus actos, instante delirante en el que se vislumbra el discurso de la perversión. Para Benjamín Vicuña, como el principal abusado, tampoco resulta menos exigente su papel. La inexplicable entrega frente a la seducción del cura y la predisposición a complacerlo como si se tratara de un mandamiento se lee en la rigidez de su cuerpo y en la angustia indescifrable que dibuja su rostro. Ingrid Isensee, como la esposa de Leyton, está perfecta. El gran problema de El bosque de Karadima es la puesta en escena, que bien podría ser calificada como abusiva. Los inexplicables primerísimos planos de los rostros y la omnipresente música, a menudo en total discrepancia con la lógica de las escenas, fatigan la fluidez del relato y complican la indeterminación de las situaciones. Se trata de una secreta batalla entre registro e interpretación, relato y montaje, denuncia y enunciación. Este abuso formal sostenido en la imposición de una lógica visual y sonora le resta potencia a una película que para la sociedad chilena debe resultar sumamente incómoda.
La nueva película de los Coen carece de la habitual misantropía de los hermanos y tiene dos o tres apuntes de gran lucidez y varios momentos de gran placer cinematográfico Hay una escena magnífica casi al final de ¡Salve César!, la nueva comedia (marxista) de los hermanos Coen. Baird Whitlock, el actor que interpreta George Clooney, tiene que proferir un monólogo frente al Hijo de Dios crucificado. Vestido de romano, empieza su alocución y la fuerza de la interpretación se impone: los actores en la escena se emocionan, también los técnicos secundarios que cumplen con sus insípidas labores en el rodaje. La escena del filme en el filme debe ser una de las pocas escenas en la filmografía de los Coen en la que los trabajadores comunes no son burlados sino reconocidos e incluso amablemente respetados. En el clímax de la escena Whitlock se trabará; no podrá decir la palabra clave del filme de los Coen: fe. En efecto, ¡Salve César! comienza y culmina en un confesionario, y el problema de la fe subyace a la trama, aun en forma de chiste, como cuando un conjunto de teólogos discute la naturaleza del presunto Hijo de Dios frente a un proyecto cinematográfico centrado en la figura de Cristo. ¿En qué creen los que hacen películas? Los referidos teólogos no dicen nada al respecto, y los Coen especulan bastante jugando con varias hipótesis hasta identificar dos opciones antitéticas tensándolas al servicio de una perpleja comicidad. Por un lado, el cine distrae y adapta a las grandes masas a participar de la timba universal llamada capitalismo; por el otro, el cine puede ser vehículo de nuevas ideas, acaso puede incitar a la praxis política o al despertar de la conciencia; un estímulo popular para un cambio profundo de cosmovisión. ¿Todo esto suena demasiado intelectual? Uno de los personajes secundarios se llama Herbert Marcuse, y los conceptos “dialéctica”, “medios de producción” y “leyes de la Historia” pueblan el discurso en un par de escenas. El cine se concibe como una sagrada fábrica de sueños. La época elegida es el inicio de la década del ‘50; la “iglesia” se llama Capitol; su hijo dilecto, un tal Eddie Mannix, algo así como un director general –en inglés, el “fixer” de la compañía–, alguien que tiene que lidiar con todos los problemas de producción de varias películas en rodaje y que también contempla desde las travesuras narcisistas y caprichosas de los actores hasta un secuestro en manos de una asociación de guionistas de izquierda que quieren reclutar al famoso que han raptado y por el que piden una suntuosa recompensa. (El personaje de Eddie, encarnado por el estupendo Josh Brolin, remite a un director de la Metro-Goldwyn-Mayer del mismo nombre. Los homenajes y citas indirectas son muchos). La trama carece de un gran ingenio, no así muchas secuencias, que vistas por separado fulguran y encantan. Las partes son aquí más importantes que el todo, ya que por cada personaje que se suma al relato los Coen visitan algún género cinematográfico y demuestran un cabal conocimiento del cine. El placer es entonces inmenso: primero una maravillosa escena de un western, después otra de un musical acuático, luego un pasaje épico de un filme de época; son pequeños bloques de memoria de la historia del cine que reviven en el filme. El mejor momento coincide con la aparición de Channing Tatum, canalizando la agilidad de Gene Kelly y bailando tapping como en las películas de antaño, lo cual resulta también una rectificación de lo mal que se suele filmar hoy cualquier secuencia de baile ¡Bastan un par de planos generales y un montaje mínimo que garantice coherencia visual! De lo que se trata en cualquier tramo con bailarines y música es de entender el movimiento de los cuerpos en el espacio y la gracia de vencer la torpeza anatómica adoptando figuras simétricas en conjunto. Adjudicarle a ¡Salve César! ser un mero e inocuo ejercicio de nostalgia es un atajo y un reflejo de pereza en el análisis. La ligereza ubicua en su tono general no prescinde de una concisa lectura sobre los fines del cine que está siempre presente. ¿Entretenimiento? ¿Entrenamiento? El cine ha sido desde su inicio una eficaz usina de creencias diversas. De eso habla, sin muchas sutilezas pero con inesperada probidad, la última película de los hermanos Coen. No es poco en tiempos cínicos y supersticiosos.
El guión es un esqueleto, y una película no debe restringirse a ilustrarlo. Las películas que así lo hacen asfixian el resto de los elementos que las constituyen. El cuerpo final de una película –de las buenas– siempre excede la planificación inicial. Los grandes cineastas preparan todo para que el azar los embrome. El viento sopla donde quiere, decía el maestro Robert Bresson. No está mal el nuevo filme de Rodrigo Grande, pero le falta oxígeno. Por ejemplo: el guión dice que en cierto momento Clara Lago, que interpreta a una mujer que tiene una hija y está ligada a un delincuente, tiene que hacer un numerito musical casi erótico para que despierte un poco la excitación del protagonista, un lisiado buenmozo (Leonardo Sbaraglia) que sabe que sus vecinos planean robar un banco ubicado en la esquina de su casa. La escena es tan televisiva como irrisoria; si fuera un comercial de indumentaria sexy, estaría fenomenal. Esa secuencia desentona con el laborioso concepto espacial del filme, que consigue anular toda potencial teatralidad en la puesta en escena. Sostener un relato en un perímetro de escasos metros cuadrados no es fácil. Los robos de banco en el cine son pura adrenalina y asimismo un fugaz paréntesis moral para fantasear una forma de existencia alejada de las penurias de la mera subsistencia. Algo de esto se divisa en el filme y la eficacia narrativa es indesmentible en esos pasajes. Todas las escenas del túnel que conducen a la bóveda del banco son buenas. Cuando el filme encuentra su centro de gravedad narrativo en el robo, el equilibrio de sus partes es manifiesto. Las proezas físicas del personaje de Sbaraglia, tal vez inverosímiles, son pertinentes para la propuesta. También la vileza del líder de los ladrones. Es menester decir que Pablo Echarri cumple, incluso cuando a su personaje el guión lo traicione mancillándolo innecesariamente con las debilidades inconfesables que padecen muchos curas. Ese matiz perverso es otra arbitrariedad del guión, el cual explica todo para unificar maniáticamente todas las partes. Al final del túnel transcurre en la realidad nacida en un escritorio. El afuera es abstracto, y es ahí justamente en donde se pierde la hermosura de las películas con robos de banco. Cuando el robo remite a un sistema que lo habilita, las peripecias de los ladrones adquieren un paradójico sentido ético. No es el caso. La codicia es aquí un móvil para hacer mover a los personajes, una psicología de papel, y el saqueo es el motor del relato. Todo está calculado: las galletitas envenenadas, el reloj de pulsera, las inyecciones y los archivos de las computadoras cumplen una función casi matemática. De A vamos a B, porque C lleva a D y demuestra E. Cuando un filme evidencia sus costuras, debilita su contrato con la implícita credulidad del público. Curiosa presencia es la del perro viejo y moribundo en el filme. Por más que el montaje fuerce a que la mascota muestre sus dientes, la presencia del animal garantiza un mínimo de improvisación, una primitiva honestidad que no proviene del ensayo. El perro es el que escapa al diseño y el que está un poco más allá del rompecabezas perfecto que disfraza de coherencia el film, que tiene sus méritos.
La última película del mítico Philippe Garrel puede parece menor en comparación a su extensa obra precedente, pero es una evidente prueba de su maestría focalizada en indagar la impredecibilidad del deseo. En un lúcido ensayo titulado La poética de Philippe Garrel, el crítico australiano Adrian Martin releva un conjunto de temas y decisiones formales que sintetizan el cine del maestro francés. Entre sus señalamientos se postula un tema impensable; según Martin, Garrel prueba a veces con aquello que el filósofo Stanley Cavell denominó en sus ensayos sobre cine “comedias de enredos matrimoniales o segundas nupcias”, un género típico del clasicismo hollywoodense. He aquí un inesperado ejemplo, aunque la comicidad de A la sombra de las mujeres es prácticamente nula. Ironía sí, humor casi nada, pero no hay duda alguna: el deseo y sus curvas impredecibles en el seno de un matrimonio es el tema. Economía narrativa ejemplar, en pocos minutos está todo dicho: un cineasta trabaja con su esposa haciendo películas. En el tiempo del relato están haciendo un documental sobre un presunto héroe de la Resistencia francesa durante la ocupación nazi en Francia. No viven en condiciones cómodas, lo cual se constata en la escena inicial, en la que el locador se queja de las condiciones de su departamento, pero se los ve discretamente felices. Según la madre de Manon, dedicarle la vida entera a su esposo puede ser peligroso. Pero Manon y Pierre se complementan y se entienden; rara vez se pelean, y, como insinúa una amiga en común, parecen una pareja perfecta. Pero no todo es como parece. La figura del amante merodea, la lógica del deseo no respeta los acuerdos implícitos de una pareja. Gran astucia la de Garrel para trabajar austeramente un drama pasional y sumarle de improviso el peso de la Historia. Por un lado, el film abordará la infidelidad, y con giros sorprendentes. Al respecto, una voz en off intermitente –de la reconocida estrella e hijo del director, Louis Garrel– explicitará el punto de vista masculino (y autocrítico) de todo lo que sucede. Al mismo tiempo, los personajes del film que la pareja está rodando aportarán indirectamente un plus simbólico, que también está relacionado con el engaño. El gran tema secreto del film es el lugar y la función de la mentira en cualquier relato, aquí doméstico y político. La verdad del deseo la implica, los compromisos vergonzosos con la Historia también. ¡Qué elegancia de ejecución cinematográfica la de Garrel! En un film de un poco más de una hora, introduce elipsis perfectas (el período de un coito, un rodaje y una reconciliación) y el tiempo se siente en el relato; registra los interiores como nadie y los contrasta hábilmente con los espacios públicos; insiste con el blanco y negro y, gracias al genio de Renato Barta, las graduaciones de la luz conocen matices que el color no garantiza. El conocimiento de Garrel, quien filma en muy pocas tomas –a veces una basta–, prescinde de monitores para ver el encuadre y nunca se cerciora al fin del día sobre los resultados de su registro, es absoluto. La paradójica ligereza del film, el amor contenido por los personajes y la sabiduría cínica que se enuncia aquí –sin que por eso el filme se vuelva cínico–, no es otra cosa que la marca de un maestro. Cada vez se hacen más películas, pero verdaderos cineastas, como Garrel, van quedando pocos.