Situada en el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, a quien no se lo nombra pero se lo ve fugazmente en un pequeño retrato en una pulpería, la película de Naishtat, al igual que la precedente Historias del miedo, trabaja sobre el malestar social, ahora en clave histórica, pero con evidentes signos que pueden ser reinterpretados en nuestro tiempo. El talento es ostensible: en una hora y escasos minutos, el joven y ambicioso director reconstruye una época y sintoniza con la mentalidad criolla decimonónica. Es un tiempo en el que impera una voluntad de orden, por momentos delirante, respecto de una nación cuyo nacimiento simbólico ha parido antagonismos insalvables y una peculiar dialéctica entre la civilización y la barbarie. El movimiento al que se refiere el título no alude del todo a los partidarios de Rosas. Hay aquí una estrategia de abstraer las marcas políticas de aquel tiempo, que opera tanto como una forma de universalización de este cuento civilizatorio y también como una actualización metafórica que desmarca el film enteramente del pasado. El líder encabezado por Pablo Cedrón y sus seguidores viajan por el interior del país en busca de nuevos seguidores y apoyo económico para la causa del movimiento. Se trata de conjurar la anarquía por todos los medios, y aquí el fin justifica cualquier cosa: fusilar, degollar, robar. Son los tiempos de la Mazorca. El trabajo de Cedrón es formidable, y también lo son las elecciones formales de Naishtat. Los cortes abruptos de la mayoría de las escenas son pequeños navajazos que llevan a entender físicamente la violencia de la época, aunque como bien se explicita en la escena final, en donde los representantes del pueblo miran a cámara mientras se divisan una moto y una camioneta que pasan detrás de algunos de ellos, este film habla también del presente. En efecto, el modelo espacial de Naishtat es el de Peter Watkings en La comuna, en tanto que hay un concepto de artificio que debe producir un sistema de distanciamiento receptivo. Esto no solamente se vuelve evidente en esa escena extraordinaria final en la que el pueblo mira a cámara y sus intérpretes sienten que ese momento excede a la representación de la época, de tal modo que la propia historicidad de los actores pierde su contrato con la ficción y se sienten invitados a hablar sobre algo que la película jamás enuncia del todo, a pesar de que negativamente se llega a balbucear una figura: el innombrable. A este particular pasaje se llega habiendo desmantelado la impronta documental que cualquier locación impone. Un gran número de escenas se desarrollan al aire libre, y en la mayoría es de noche. La poética elegida consiste en delimitar un campo visual tenue que, más que buscar una fidelidad representacional de un ecosistema, debe producir un cortocircuito entre la fuerza de un territorio y su registro. Se trata de enrarecer el espacio y las situaciones escenificadas por una doble vía: convertir en teatro el territorio abierto a través de un prodigioso modo de iluminar en la noche e insistir a su vez en planos cerrados sobre los rostros de los actores. Excepto por la escena inicial y final, cada vez que se abre el campo de visión sucede lo mismo. Esto no impide que la lluvia y los relámpagos adquieran una materialidad imponente, lo que también sucede con los caballos, pero la naturaleza nunca deja de funcionar como una entidad extrema que está en sintonía con las exaltaciones psíquicas del personaje de Cedrón. El movimiento tiene chances de llevarse un premio. Lo que es evidente es que se trata de un film nacido para generar controversias. Las características antinomias que atraviesan la historia argentina y el imaginario público y político serán inevitables cuando le toque a la película ser objeto de interpretación. La película misma incita a la batalla (interpretativa). Naishtat confirma talento y ambición, y parece dispuesto a seguir apostando a realizar cine político y de ficción. Toda una rareza.
La mayor virtud del último filme del veterano director de La hora de los hornos reside en que se trata de una película (personal) evitando lo que podría haber sido un suplemento melancólico de una campaña prematura “Vamos a estar más cerca de Plutarco que de Jenofonte”, le dice Juan Domingo Perón al cineasta Fernando Solanas varias décadas atrás, cuando uno de los líderes del ya mítico grupo Cine Liberación lo entrevistaba al General todavía exiliado en España. La sentencia de Perón denota involuntariamente la propia ambivalencia y tensión de El legado estratégico de Juan Perón: el conveniente y honesto panegírico biográfico de un reverenciado “padre” de la patria y las ceñidas lecciones de historia argentina son dos proyectos narrativos que coexisten inorgánicamente en un mismo filme. Didáctica como una publicación de Wikipedia y personal como si se tratara de las páginas de un diario de confesiones, la última película de Solanas se propone una misión doctrinaria alegando la legitimidad de su emisario: rectificar el legado del máximo líder histórico del país demostrando su actualidad y evidenciar que el intérprete, el propio Solanas, es una voz autorizada para el cometido. ¿En qué consiste la herencia peronista y por qué el pretérito mensaje del líder sigue siendo vigente? El legado consiste en la construcción de un socialismo nacional con proyección continental. Ni a la izquierda, ni a la derecha, ni tampoco al centro. La famosa “tercera posición” alude a otra topología y reclama asimismo una cierta pureza que, excepto el General (y quizás Solanas), jamás demostraron los exegetas reales de la doctrina. A López Rega, el expresidente Menem y el matrimonio Kirchner se les adjudica el papel maldito: son los traidores de un movimiento identificado con la lealtad. El pasaje en el que se ve a Roberto Dromi legitimando las privatizaciones del menemismo es la síntesis de cómo se puede desvirtuar el presunto legado. Dos más dos no siempre es cuatro. El enemigo es conocido y asume rostros diversos; así opera el neocolonialismo mental y físico de ayer y del siglo XXI. La lucha por la emancipación necesita de una revolución de las estructuras, diría el General. Cualquier ideología (un texto) necesita de un contexto, una genealogía y un porvenir. Para eso, Solanas articula un relato (justicialista), tan mistificador como paradójicamente genuino, a partir de sus propias películas y diversos materiales de archivo, que incluye la indesmentible palabra del propio Perón. Acompañados por jóvenes aprendices, el director, impecablemente vestido de blanco, imparte sus conocimientos y transmite el legado. Su fe no es partidaria sino generacional. He aquí el ABC de un peronismo impoluto, casi sagrado, acaso metafísico.
Una ópera prima imposible de ignorar, cuyas maniobras formales impiden explicar las razones de su secreta trivialidad Plano general fijo y desenfocado. El sonido se impone. A la izquierda del cuadro se oyen gemidos. Tal vez dos prisioneros están teniendo sexo. Es una insinuación. Una figura va adquiriendo nitidez a medida que se acerca y quede frente a cámara. Es Saúl, el rostro permanente de la película. Inicio de un programa estético, un solo objetivo ético. ¿Cómo filmar la conciencia enajenada de un Sonderkommander durante el mes de octubre de 1944 en Auschwitz? También: ¿cómo inseminar rápidamente la percepción misma a los cómodos observadores sentados en el cine? El minimalismo narrativo de El hijo de Saúl se circunscribe a un núcleo conflictivo casi excluyente. Después de una ronda en la que los prisioneros pasan por la cámara de gas, un adolescente sobrevivirá a la aniquilación planificada. Saúl cree ver en él a su hijo. Rápidamente, un oficial nazi se encargará de completar su paso al otro mundo. Saúl se las ingeniará entonces para que no lo incineren y sentirá la obligación de darle una sepultura digna bendecida por un rabino. Obsesión y alucinación, ya que todo indica que esa víctima no es su hijo y que cumplir con esa misión secreta es, como mínimo, delirante. En Auschwitz no había tiempo alguno destinado a la piedad. Sin embargo, Saúl buscará a un rabino e intentará escapar con el cuerpo que descansa en la “morgue”. Si bien el film presenta una segunda subtrama, ligada a las admirables actividades de la resistencia de algunos prisioneros en Auschwitz, al joven director László Nemes, alguna vez asistente de dirección de su compatriota Béla Tarr, le interesa más la intensificación perceptiva de la enajenación de la conciencia de su protagonista que aquello que él percibe; el efecto del horror y no su plasmación y su representación. En efecto, las actividades de estos prisioneros judíos de elite en el campo de concentración apenas se ven, menos todavía se sabrá algo de ellos. Saúl desviste a los judíos sin privilegios, revisa si tienen valores en los bolsillos, los lleva a la cámara de gas, luego arrastra cuerpos muertos y baldea para limpiar la sangre. La mecánica de los actos es el terror, pero la mirada se fija en la alteración de la conciencia de Saúl. El oído incorpora a los otros. Hay un pasaje temible vinculado a la cámara de gas, en el que la abyección del exterminio arrasa nuestros oídos. El gran dilema de Nemes consiste en cómo equilibrar el sujeto de la conciencia y aquello que se representa en la conciencia que es su objeto, aquí una multitud de judíos asesinados en la fábrica de la muerte más luctuosa del Holocausto. El dispositivo lleva a desplazar la atención a Saúl y a esperar el éxito de su misión trascendente de enterrar a su hijo, y, por consiguiente, a “desentenderse” de las víctimas, que parecen interpretar un papel colectivo y secundario. Involuntaria psicosis infligida al observador, que pierde de vista el genocidio y se sitúa en una zona nebulosa sin Historia. Que el desenlace haya incitado a lecturas alegóricas es la prueba de un fracaso no confesado. O, dicho de otro modo, la depurada percepción del mal no lo conjura, más bien habilita una anómala y sospechosa esperanza apoyada en una fe sin fundamento a la que se alude a través de la única sonrisa que se verá en toda la película.
Una película con buenas intenciones y personajes queribles no es necesariamente una buena película Brooklyn, otra película misteriosamente nominada para un Óscar. Su insipidez es tan evidente como sus buenas intenciones; su falta de imaginación cinematográfica es apabullante, su retórica mecánica, una invitación a la fatiga, ni qué decir del candor obsceno con el que se tratan los potenciales conflicto de la trama. A su favor, su modestia y el deseo de retratar el preciso momento en el que una persona cualquiera elige su propio camino. Legítima elección que requiere un poco de brío, virtud desconocida en este relato con vocación inspiracional. El filme transcurre a mitad del siglo pasado. Es tácito que Europa ha salido de una guerra, lo que podría explicar la falta de horizontes para los pobladores de un pueblo irlandés, aunque el sentido histórico de este filme se circunscribe al mobiliario, la indumentaria y un respeto por los buenos modales que incluye una circunspecta forma de entender el erotismo. Que Estados Unidos resultaba un horizonte de sentido para una joven inquieta como Eilis, la heroína de Brooklyn, es aquí una petición de principio. Es así que en menos de 15 minutos, la chica ya está subida a un barco despidiéndose de su madre y su hermana mayor. En el navío, una pasajera con experiencia le (y nos) explicará el ABC de la vida de todo inmigrante. Mucho más tarde, Eilis repetirá el procedimiento en un mismo espacio, una prueba necesaria de su aprendizaje. La escena aludida puede pasar desapercibida, pero es la que articula la didáctica general del filme. Lo que no debería pasar inadvertido es la simulación física de la escena. El mar inexistente adquiere su presencia digital como fondo, la iluminación excesiva lo delata y la película expresa su triste confort enraizado en el diseño. Más que un filme es un póster de una época por el que se mueven los personajes. Estados Unidos es la panacea. Una sociedad dinámica y pletórica de oportunidades, que rápidamente albergará a Eilis. Conseguirá trabajo, conseguirá un novio, también inmigrante, aunque no será irlandés, y a medida que pase el tiempo dejará de pensar en su patria. Hasta que una desgracia la obligue a regresar por un tiempo, lo que incluso puede poner en riesgo su flamante matrimonio. He aquí la enunciación de un drama que permanecerá como esbozo. Frente a Brooklyn, de John Crowley, escrita para el cine por Nick Hornby y basada en una novela de Colm Tóibín, que un filme como Carol, de Todd Haynes, no esté entre los candidatos es un escándalo. Ambos están situados en el mismo período y son deudores de una novela. Pero una es una película notable y la otra una pulcra ilustración en imágenes de una pieza literaria. A esto último se le llama cine académico. El desdén por la forma cinematográfica es parejo al desgano con el que se encaran los materiales del relato para neutralizar el poder expresivo del cine a costa de asegurar asentimiento y comodidad. Demagogia benevolente de Brooklyn, un remedo de cine clásico.
Una película con varios momentos notables, una historia cuativante, personajes amables y algunas secuencias que descompensan el equlibrio de su estilo en pos de un merecido ajuste de cuentas El otro, con o sin mayúscula, es el sustantivo del que se abusa para hablar sobre lo que resulta ajeno, fascinante, amenazante; el otro que habla de otro modo y porque así es su mundo no es necesariamente el mismo. El otro de los antropólogos, de los lingüistas, de los traductores, de los facciones políticas, de las clases sociales. El otro de los filósofos, que puede ser infierno como también el rostro de lo otro que reclama una presunta respuesta ética inmediata. El otro de los cineastas y la pregunta inevitable: ¿cómo filmar al otro? Ese otro que puede ser un miembro de otra clase, o el otro que en el propio territorio de uno es un otro radical, como los sobrevivientes de la conquista. El abrazo de la serpiente es una de esas películas que confronta directamente con esta interrogación sobre cómo filmar aquello que se desconoce, una inquietud que puede parecer escrupulosamente biempensante, pero que es estéticamente insoslayable. Ciro Guerra, el cineasta colombiano del momento (y el más ambicioso de su generación), tomó un camino simbólicamente minado. En su película asoman todos los peligros de ciertas películas en las que unos y otros se encuentran o desencuentran: los indios amazónicos, los religiosos fervorosos, los hombres de la ciencia occidental. Dicho en otros términos, teología cristiana, sabiduría perenne y ciencia universal (y el incipiente capitalismo primitivo de la región) constituyen un cóctel de explosivos que exige precisión. Además, está el paisaje virgen de la selva amazónica, un ecosistema cuya contundencia clama por la sobreactuación. ¿Pudo el cineasta conjurar las delicias de la corrección política y la caligrafía esplendorosa? Inspirada en los diarios de Theodor Koch-Grünberg (1872-1924) y Richard Evan Schultes (1915-2001), el primero un etnólogo alemán, el segundo un biólogo estadounidense especializado en plantas medicinales y alucinógenas, la historia que cuenta El abrazo de la serpiente está dividida en dos tiempos, que corresponden a los respectivos viajes a la amazonia colombiana de Grünberg a principios de siglo y de Schultes unos 40 años después. En el filme, los dos hombres occidentales están unidos por una misma región, un mismo chamán y un interés común: una planta medicinal denominada yakruna, que a su vez es un regalo de los dioses para el pueblo del hechicero Karamakate, una sustancia que excede al pragmatismo médico y es más bien un vehículo natural que conduce a una dimensión sobrenatural. La película pondrá en imágenes ese potencial viaje y acierta bastante en su lacónica pero desatada visión en colores de un cosmos primigenio, único momento en el que el filme deja de verse en blanco y negro. El relato va y viene entre los primeros años y la cuarta década del siglo XX. En la selva es difícil distinguir el paso del tiempo, excepto por los pocos objetos que tienen alguna importancia en el relato: una cámara de fotos y un tocadiscos en el que sonará una obra de Joseph Haydn. La mayor evidencia de que el tiempo ha transcurrido es el propio Karamakate. El vigor físico es el mismo, su semblante desconfiado persiste, pero el crecimiento de su estómago y las evidentes arrugas de su piel indican tiempo vivido. Ciro Guerra arranca con el moribundo Theo, acompañado por su asistente Manduka, desesperado por encontrar la yakruna para salvarse. En cierto momento y sin aviso alguno el relato pasa a la visita de Evan en búsqueda de esa misma planta, de la que supo por su antecesor y que este jamás pudo encontrar. Alrededor de esa búsqueda, en la que el entendimiento suele prevalecer, la selva no estará exenta de peligros. Si bien se verá un jaguar y varias serpientes inmensas, la verdadera amenaza será humana: son los misioneros y los caucheros los agentes de la discordia. El gran tema de la película es la transmisión del conocimiento, y por conocimiento se entiende aquí el conjunto de saberes de una tradición sin método científico que la avale y otra tradición que cree en la objetividad de sus saberes. En este sentido, hay un cuidado equilibrio en sostener una valoración equidistante y simétrica entre la episteme precolombina y la de la ciencia moderna. Milagrosamente, el punto de vista del filme está inscripto en el espacio que existe entre una cosmovisión y la otra. Es por eso que Guerra evita, más allá de algún que otro lugar común, concebir en la visión de los pueblos originarios un saber más prístino y sagrado que el conocimiento occidental, que tampoco es estigmatizado como una forma de saber depredadora. Este es el punto más poderoso del filme: un pluralismo efectivo que se duplica en su afán por propiciar una universalidad polifónica incorporando un menú lingüístico pertinente en el contexto. Theo es alemán, pero puede hablar el kubeo para comunicarse con Karamakate, quien a su vez puede expresarse en español, idioma que tanto Theo como Evan hablan y que Manduka, que pertenece a otra etnia y su lengua madre no es el kubeo, también domina (lo notable es que entre él y Theo a veces hablan en alemán). Todos pueden aprender la lengua del otro, y justamente en esa intersección lingüística es en donde se pone a prueba la probidad de querer saber en serio algo acerca del otro. El demérito ostensible del filme pasa por su retrato del cristianismo. En un primer momento, Theo, Karamakate y Manduka se cruzarán con una misión situada en el medio de la nada. Necesitan alimentos y por esa razón deciden visitarla. Allí viven decenas de niños sobrevivientes de matanzas que un cura fanático evangeliza con las típicas y previsibles interdicciones del caso: los pequeños salvajes, almas dóciles e inocentes, deben hablar en la lengua del delegado de Cristo y desestimar las viejas creencias de sus ancestros. Si desobedecen, la pedagogía del látigo les espera. Más una caricatura que una crítica a los mecanismos de conversión forzada por parte del clérigo, el retrato del cristianismo es excesivo. Hay aquí un desborde de simbolismos y una descompensación respecto de la perceptible discreción en la forma en la que Guerra mira al resto de sus personajes y lo que estos representan. Esta hybris en el tono será fatídica en una segunda visita a la misión, ya en el tiempo del periplo de Evan. Aparentemente, tras la muerte del viejo sacerdote, un desquiciado portugués ha tomado ya no el lugar del mediador religioso sino que es una especie de Cristo encarnado al continente perdido. Los niños de antaño son ahora monjes o súbditos que están a la espera de un signo trascendente que los libere. La película deja entrever, a través de algunas fotos que se ven durante los créditos finales, que esa comunidad religiosa alguna vez existió. Más allá de la existencia concreta de ese colectivo sumido en una superstición perversa, ambos pasajes resultan inorgánicos respecto del relato central. Es como si hubiera un mandato cultural que el filme no puede desobedecer, un ajuste de cuentas que debe escenificarse en contra de una religión cuyos representantes traicionaron una doctrina inicialmente erigida en el amor. El abrazo de la serpiente es una película extraña. Su éxito ubicuo en festivales responde a un requerimiento global: el cine latinoamericano solamente puede dedicarse a retratar salvajes contemporáneos del asfalto o rescatar a los pocos buenos salvajes que han sobrevivido a la prepotencia del mundo del hombre blanco. El filme de Guerra a veces tiende un poco a la segunda vía, pero casi siempre consigue apartarse de ese imperativo estético del cine internacional. Su consagración, quizás, es fruto de un malentendido.
Tom Hooper, que no es Derek Jarman, ni Issac Julien, deviene en vocero accidental de las legítimas causas de los movimientos LGBT. El tema es apasionante, rabiosamente antiesencialista. Un hombre siente que en verdad es una mujer, una clarividencia que alberga secretamente desde la infancia. La física de su cuerpo contradice su convencimiento, no así su sensibilidad y sus modales, los que apenas salen a la superficie debido a las restricciones morales de las primeras décadas del siglo XX. Ese hombre, además, está casado, pero el redescubrimiento de su identidad femenina, o su asunción, será incitado paradójica y lúdicamente por su propia esposa. Una ocurrencia habilitará el rímel, el corpiño y los tacos altos. También la sustitución de los genitales. El indesmentible progreso social, más allá del previsible aborrecimiento del moralista, imposibilita el escándalo. Todo lo contrario. La historia de Gerda Gottlieb y Einar Magnus Andreas Wegener, o Lili Elbe, es una aceptable historia de nuestro tiempo, en el que existe un decoroso corrimiento en la idea acerca de qué es un hombre o una mujer. Las condiciones iniciales, tanto físicas y simbólicas, no determinan la identidad; en ese sentido, La chica danesa (libro y película) es una ilustración a la medida del liberalismo global (y hollywoodense) del presente: ningún matiz a desarrollar, apenas una atolondrada apología de una causa legítima: la libertad para elegir en todos los órdenes de la vida lo que se quiere ser. Pero como se sabe Gerda y Lili fueron criaturas de carne y hueso, y vivieron en la primera parte del siglo XX. Parte del interés extracinematográfico que tiene la película de Tom Hooper, un director que ya había demostrado sus limitaciones en títulos insípidos como El discurso del rey y Los miserables (por cierto, una decisión artística involuntariamente dialéctica a propósito de su temática), reside en observar cómo ambos pintores tuvieron que lidiar con los saberes (psiquiátricos y médicos) de su tiempo y los prejuicios que articulaban la vida social en Copenhague. El verbo “observar” quizás resulte concederle al film una virtud que no tiene; La chica danesa es en sí un esbozo de filme, un boceto recubierto de planos ampulosos y escenas sobrecargadas sin una cadencia narrativa que las amalgame. La superficialidad rampante del filme se constata en los pasajes en los que Einar intenta rectificar su deseo acudiendo a los psiquiatras de su tiempo. Trámite narrativo filmado con apuro y en cierta medida ridiculizado en su escenificación. El momento en el que Einar “lee” un par de tratados de la época sobre la inmoralidad de su transexualidad en una biblioteca pública, o su terapia bestial con rayos, constituyen una síntesis de la pereza conceptual que desinfla cualquier atisbo de rigor en la materia. El subrayado es la marca del estilo de Hooper. Ni siquiera lo más interesante se indaga a fondo, aunque se debe conceder que una cierta tensión en la personalidad del protagonista sí se llega a percibir: la vocación por la pintura paisajista le pertenece a Einar, pero cuando Lili asciende y se establece como artista, la necesidad de mirar un paisaje y reproducirlo en el lienzo es sustituida por la de mirar a las mujeres y mimetizarse con el género. Esta partición de la personalidad y su relación con la vocación es por lejos el gran misterio del filme. De carambola, tal vez algo de esto se intuye. Se dirá entonces que Eddie Reymaine está fantástico como Einar y Lili. Así como el director abusa de los planos en contrapicado para encuadrar cuanto edificio se cruce en su camino, Reymaine insiste en un gesto meticulosamente trabajado que aduce timidez y lo repite hasta el infinito. Como Lili está mejor que como Einar, pero la transición, su crisálida, no pasa de ese gesto extenuado plano tras plano. La que está genial es Alicia Vikander como Gerda. Es el único personaje que rehúsa ser un concepto de diseño, el único que no posa.
Sobria, efectiva y mucho más política de lo que su tema permite pensar Desde la Antigüedad se habla de la verdad con mayúscula. Fue y es objeto de ocupación de filósofos, teólogos, científicos, incluso de artistas. El término no goza desde hace tiempo de su habitual pureza, refrendada por siglos a través de discusiones no exentas de polémicas. Frente a la verdad a secas la actitud inmediata es la sospecha, y más todavía si se trata de la verdad periodística. Nuestro escepticismo preventivo afirma con cierta razón: todos mienten. El encuentro con películas como En primera plana resulta una reconciliación discreta con cierto ideal del periodismo de investigación, una vía del oficio bastardeada por la falta de rigor y espurios intereses impropios de la materia. Un periodista que investiga debe estar dispuesto a que su objeto desmienta sus premisas, o en su defecto, estar comprometido en ir hasta las últimas consecuencias. La cauta verdad periodística exige paciencia e inteligencia. Es por eso que observar el largo trabajo de investigación a cargo de cuatro periodistas de la sección llamada Spotlight del diario bostoniano The Globe, que tuvo lugar a principios de siglo y que se dio a conocer en una publicación en enero de 2002, es como mínimo emocionante. Ser testigos de cómo se investigó un conjunto de casos sobre múltiples abusos sexuales a menores de edad cometidos por curas de la iglesia católica en Boston resulta didáctico y revelador. No hay héroes en el film de Tom McCarthy, tampoco pederastas satanizados para así salvar sesgadamente a una institución, y menos todavía víctimas expuestas a humillarse con fines pedagógicos. Lo que el film sugiere es la hipocresía del entramado social y cómo algunas instituciones incitan a ciertas conductas indeseables, no solamente la de los religiosos. La perspectiva del film es anticlerical, pero de ningún modo incrédula. La necesidad de creer se respeta aquí a rajatabla, y hay varias escenas que así lo confirman. Todos los actores están muy bien, incluso los secundarios (lo de Stanley Tucci como el abogado abnegado es admirable), hasta casi podría afirmarse que no hay verdaderos protagónicos. El trabajo en equipo no es aquí una impostura; todos importan por igual. Al respecto, son notables los tres intérpretes que deben dar testimonio de sus desgracias, y más todavía que McCarthy apueste a que el pasado traumático solamente se revele en la palabra. Ni un flashback en toda la película, ningún motivo musical que refuerce la empatía con el relato de las víctimas. McCarthy no ostentará la elegancia formal de un Michael Mann en un film hermano como El informante, pero sus decisiones formales y narrativas son de una precisión manifiesta. Es que se ha insistido bastante sobre la insipidez formal de En primera plana, como si el film de McCarthy fuera un telefilm dominical destinado al acicate de las conciencia liberal, una pedagogía necesaria para una nación bastante cómplice respecto de algunas prácticas inaceptables. Sin embargo, sin ser un estilista u ostentar una pasión formalista que subyugue al relato, el trabajo de registro sobre la redacción del diario dista de ser automática y displicente. La redacción se concibe aquí como un espacio bastante libre que propicia una ligera pertenencia colectiva y en el que los miembros del diario se desplazan y comunican entre sí con bastante facilidad. Los planos secuencia para seguir las caminatas del personaje de Michael Keaton o Mark Ruffalo no son casuales y sugieren más una comunidad móvil que una institución rígida. En efecto, la relación que tienen los personajes con sus respectivos lugares de trabajo, observación que se extiende al personaje de Tucci y su estudio de abogacía, es uno de los placeres no subrayados del film, que insinúa indirectamente un tipo de institución horizontal en contraposición a la institución eclesiástica. La traducción literal del vocablo pedofilia es ominoso, su práctica abyecta y, si el contexto es religioso, la perversión alcanza un perfeccionamiento intolerable, acaso diabólico. Cuando uno de los personajes expresa que este tipo de abuso no es solamente físico sino espiritual, En primera plana sitúa la desolación infinita de la víctimas. Frente a eso, la connivencia entre instituciones es inadmisible, al igual que cuando el periodismo abdica ante el esclarecimiento de la verdad y deviene cómplice de la infamia.
Otra película incomprensible con Robert De Niro, otro título que pasa por una sala bajo la égida de este actor que convence misteriosamente a multitudes. Los distribuidores desconocían el recato y lanzaron la hipérbole como si la película fuera la última maravilla del género. Bajo las reglas del marketing, están en su derecho. Así, inescrupulosamente, bautizaron a una película mediocre (cuyo título original, Heist, es al menos preciso como descripción del relato, tan solo un robo a mano armada) e instauraron la promesa de una fuga digna de reclamar una época para sí. El atraco en cuestión tiene lugar a los 25 minutos; sin duda se trata de un guión expeditivo, llevado adelante con la inventiva visual y el concepto sonoro que puede esperarse de un aficionado. Las cuatro panorámicas iniciales sobre la ciudad de Mobile, Alabama, una de ellas un plano cenital sobre el bus protagónico seguido inmediatamente por un plano medio en el que se ve a una mujer embarazada esperando el transporte, constituye la forma elegida para entrar en este universo de ficción. El apresuramiento narrativo es un indicio de torpeza; introducir al público en un filme es un arte que ya pocos practican y en el que casi nadie repara. El primer tiro se oirá en segundos y, como es de esperarse, los ladrones protagónicos se subirán al vehículo. De ahí, para atrás. Es la hora del flashback para explicar quiénes son los asaltantes y cuáles sus razones, y a quién y a qué institución se ha perjudicado. Todos los personajes son temerariamente estereotipos: el mafioso y su mano derecha, la policía buena, el policía corrupto, los ladrones; ni los rehenes del transporte público se salvan. La trama, además, incluye un costado sentimental, lo que obliga a sumar otro personaje piadosamente caricaturesco: una niña que padece cáncer. Digámoslo así: si un cineasta no se distancia del estereotipo, su filme no será otra cosa que una intercambiable calcomanía en movimiento. Es de suponer que el interés de este filme pase por la presencia de un actor inmerecidamente venerado: Robert De Niro. Nuestro reconocimiento frente a sus papeles de antaño es indudable, pero de los 107 que tiene en su haber habremos de encontrar una gran mayoría muy parecidos a Pope, el violento dueño del casino que esgrime orgullosamente sus principios: frente a los negocios, cualquier atisbo sentimental debe quedar afuera. En efecto, Pope es un hombre de “principios”, y a juzgar por la carrera del talentoso actor, los principios que el personaje racionaliza parecen ser involuntariamente los del intérprete. El tercer filme de Scott Mann pasará a esa fosa común imaginaria en la que descansan las películas hechas sin convicciones. De ella solamente puede sobrevivir una intuición: Jeffrey Dean Morgan, el padre de la niña moribunda y el buen ladrón, está para hacer, alguna vez, una gran película. Como progenitor, no solamente soporta las humillaciones de un sistema médico siniestro que pone en riesgo la vida de su hija, sino que también aligera con aplomo un bodrio mecánico.
l hombre nuevo es un título muy pertinente. En la película del uruguayo Aldo Garay se conjuga inadvertidamente la vida de Roberto y ahora Stephanie, una mujer nicaragüense que vive actualmente en Montevideo y desea operarse para completar su deseo de ser enteramente mujer con su pasado revolucionario en la década del ‘80. La palabra operativa en el film de Garay es la transformación. En efecto, El hombre nuevo es una película que va creciendo en su complejidad, pues es casi imposible adivinar las vueltas que el propio relato va encontrando en su desenvolvimiento. Esto depende de la oculta riqueza del personaje, quien resguarda su propia historia y poco dice de esta. Los planos fijos y severos de Garay constituyen el contrapunto de un relato que arranca como un travesti sin vivienda y culmina con la historia de Nicaragua (y una visita a su país natal), el fracaso de una revolución y el triunfo discreto de la religión. El viaje de Stephanie a su país constituye el ingreso al relato de varios personajes, cuyos aportes suman una perspectiva social y una calidez humana inesperada. Garay evita la entrevista y escenifica los encuentros de su personaje con su madre, un hermano y varios conocidos de la infancia. El director tampoco desestima el registro de la geografía en donde tienen lugar los encuentros y con pocos recursos pero justos establece una relación entre un espacio específico y su gente. El material de archivo es aquí fundamental, y en cierto momento Garay da con una vieja transmisión televisiva que reordena la forma de entender al personaje. Gran momento de la película, y de una eficacia emotiva imposible de no sentir frente a una revelación conmovedora acerca de la niñez del personaje.
En su segunda película el director de Fruitvale Station toma un clásico de la industria hollywoodense de la década del ’70 y ’80 y lo transforma en una misteriosa película popular con ciertas sutilezas impropias de su objeto Volvió. Eterno regreso del pugilista; es el mismo que desde mediados de 1970 encarna el costado más popular de un artículo de fe estadounidense constitutivo de su idiosincrasia: la voluntad de un hombre puede vencer cualquier obstáculo. Rocky ha sido siempre el personaje conceptual de ese mito hermoso y baladí, cuyo poder irresistible y su representación inmediata ha arrancado lágrimas hasta al más escéptico. Creed: corazón de campeón no será la excepción en materia emocional, pero hay algo excepcional en esta elegía propia de la senectud del boxeador y también del actor. El cuerpo desgastado por los anabólicos y el rostro cansino y un poco desfigurado pertenecen al campeón de Filadelfia, pero a su vez dispensa la zona de no ficción del relato: es Sly, ese actor tildado de tosco e inexpresivo, juicio erróneo por cierto, que fue alternativamente en pantalla un voluntarioso boxeador y un desquiciado soldado. El apasionante film de Ryan Coogler puede ser visto entonces como un documental sesgado del actor despidiéndose de su criatura inmortal; la propia trama, por cierto, anticipa su innegociable finitud. Como se sabe, Rocky se convertirá aquí en el entrenador del hijo de su rival y luego amigo del alma Apolo Creed, ese remedo de Cassius Clay (más que de Muhammad Ali) que fue indispensable en los orígenes de la trama. Quien recuerde la cuarta entrega sabrá que el campeón murió con los guantes puestos. De una aventura amorosa previa tuvo un hijo llamado Adonis. El plano secuencia inicial con el que se presenta la infancia del vástago es formidable. La escena empieza en el pasillo del reformatorio con los guardias a punto de entrar en acción, pues en el comedor continuo Adonis se está trompeando a todo o nada con un compañero. La composición de la escena es un aviso promisorio: detrás de cámara hay un director con pulso firme. He aquí la diferencia. También sabremos inmediatamente después de la escena mencionada que Adonis fue rescatado por su madrastra; es decir, su pobreza duró poco. Pero la riqueza no siempre es suficiente, y tampoco una carrera empresarial exitosa. Adonis quiere ser boxeador, un Creed por mérito propio, y es por eso que renunciará a su posición para entrenarse e intentar conquistar el lugar del padre; la motivación es incluso mayor y será puesta en palabras. Es aquí en donde Rocky entra en escena, y lo magnífico es que, al aceptar ser el “Mickey” del joven, estará destinado a transformarse en una figura de compañía, un luminoso secundario. Grandeza del actor, sabiduría del personaje, Stallone nunca desobedece lo que el film pide de él. Lo que viene después es conocido: entrenamiento, dificultades previsibles e imponderables indeseables, un amor y la gran pelea final. ¿Cuál es entonces la sorpresa? La sutileza, virtud extraña a las películas de Rocky. Sutileza para filmar en planos extensos los movimientos de una pelea, para trabajar el montaje cruzado del entrenamiento de los rivales, para gestionar una emoción específica que requiere, si se pretende desdeñar la fórmula automática, el crecimiento dramático de una escena con su tiempo justo. La gloriosa secuencia del último día de entrenamiento es notable, porque cuando se decide que en la típica corrida de la mañana la cámara lenta aminore la marcha del retador, la entrada de sus simpatizantes al cuadro trastoca el esfuerzo físico en una composición visual que intensifica la acción hasta saturarla de poesía callejera. Otra secuencia memorable tiene que ver justamente con la velocidad asociativa de la memoria (emotiva). En un instante clave del combate, Coogler elige materializar con recato pero sin temor los signos vitales de Adonis, ese plus espiritual que mueve la voluntad y fabrica frente a la desgracia una reserva física que se desconoce. Son cuatro planos veloces que ya hemos visto en el film (y en otros), pero en su sucesión adquieren otro sentido. ¿Quién iba a decir que en un film de Rocky Balboa íbamos a ver la acción del pensamiento? El secreto de todo se puede escuchar más que mirar, atendiendo a cómo Coogler trabaja sobre la banda de sonido y los motivos musicales de la clásica melodía que suele administrar los tonos emocionales de las películas precedentes. La apropiación delicada de Ludwig Göransson de los viejos acordes musicales es el duplicado narrativo y formal que Coogler también le impone a todas las escenas. Ambos trabajan sobre una zona reconocible para el público, pero a su vez toman distancia de los códigos de representación encontrando variaciones mínimas que, sin traicionar una poética popular, a su vez singularizan el relato y su forma. El epílogo es una prueba del genio de Coogler y una síntesis prodigiosa del valor supremo que Rocky ha defendido siempre. Genialidad, porque el paraje elegido para terminar la película corresponde a la máxima iconografía de todas las películas de Rocky, la famosa escalera de un edificio público que el boxeador subía a las corridas seguido por una multitud de niños. La ingeniosa incorporación de ese espacio lo desmarca de su viciado sentido inspiracional y le restituye su pretérita lozanía. El motivo dramático es todavía más admirable, ya que se trata de una vindicación madura de la fuerza de la voluntad que solamente puede conquistarse con el lento paso del tiempo. El golpe final es entonces un latigazo de sabiduría. El luchador proletario de antaño todavía resiste y pelea. Le cuesta, debe insistir, pero todavía puede.