Como los psicoanalistas franceses han insistido una y otra vez, la tarea fundamental para cualquier sujeto pasa siempre por entender su deseo y, eventualmente, responder a él. La multipremiada ópera prima de Guillaume Gallienne, escrita, dirigida e interpretada por él, incluso adaptada al cine desde su versión teatral, resulta una ilustración didáctica de una tesis que conocen los seguidores de Lacan: el deseo es siempre el deseo de otro. La fórmula parisina de los creyentes del diván suena críptica, pero Yo, mi mamá y yo explica y escenifica el concepto de principio a fin. Esencialmente popular, solamente puede resultar confusa por su narración no lineal. El relato ligeramente autobiográfico de Gallienne va de un episodio a otro sin seguir una cronología, lo que no impide que se entienda cómo la mirada de los otros y el concomitante modo de ser nombrado constituye una forma de interpretarse. Es por eso que, en menos de un minuto, el protagonista puede estar en Inglaterra ahogándose en una pileta y aparecer luego en su casa. Todo lo que vemos son los recuerdos que se reúnen en una representación teatral (inicial) en la que Guillaume cuenta su historia. La sustancia de la historia no es otra cosa que el esfuerzo por esclarecer su identidad sexual. El título original (Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!) remite a su lugar simbólico imaginado por la familia. Gallienne no sólo se interpreta a sí mismo sino a su propia madre, una decisión clave de puesta que tiene una resolución precisa, sorprendente. La mímesis física del personaje respecto de su madre es constante, y el logro consiste en eludir la evidencia de que se trata de un mismo actor. Sí, este filme es también una representación pop del Edipo. La presunta homosexualidad de Guillaume se expresa bajo la conducta de un joven afeminado. Los gestos afectados son ostensibles, y están justificados dramáticamente dado que, para los otros, Guillaume es una “mariquita”. El problema es que el carácter del personaje se replica en la concepción formal de la película. La afectación alcanza a la puesta en escena. De lo que se trata es de conjurar el origen teatral de la película y, como tal, el filme se torna barrocamente manierista. Los falsos raccords, los planos subjetivos y los planos secuencia son operaciones destinadas a subrayar la naturaleza cinematográfica. Más teatral que cinematográfica, Yo, mi mamá y yo cumple tanto con su objetivo de entretener como de ilustrar su prédica de la libertad individual.
Un western en Misiones La película El ardor, protagonizada por Gael García Bernal, es un filme ambicioso y solemne que se queda en las imágenes de la selva. El ardor es tan ambicioso como Relatos salvajes, pero el filme de Pablo Fendrik es más personal y no milita en el desprecio. Como sucede con la película de Szifrón, éste cuenta con estrellas internacionales: Gael García Bernal y Alice Braga son rostros universales (y hermosos); los planos ampulosos tampoco faltan: la panorámica aérea inicial sobre la selva misionera es la primera evidencia, y habrá muchísimos contrapicados para registrar el espesor de la selva y su ecosistema frondoso. La historia es prácticamente un bosquejo: por mucho tiempo los moradores de la selva misionera han trabajado su tierra, pero también desde siempre han tenido que enfrentar peligros. La amenaza de antaño tal vez se trataba de los colonos europeos, la de hoy se circunscribe a una mafia regional que buscar anexar por la fuerza más tierras a su favor. La primera escena dramática pasa por un apriete: un campesino tendrá que firmar un boleto de compra-venta. Si no lo hace, su vida estará en juego, aunque para los forajidos de turno ni la palabra ni la ley tienen peso. Se quedarán con la tierra y se llevarán a la hija del viejo propietario. Existe, aparentemente, una antigua tradición de la región según la cual frente al peligro se invoca la protección de los ríos. De esas aguas espesas y marrones emergerá el personaje sin nombre, sin zapatos y sin camisa (aunque tatuado) encarnado por García Bernal. ¿Es él una fuerza telúrica hecha hombre? Un poco guerrero, un poco chamán, este hombre misterioso, capaz de meditar fumando pipa en medio del peligro, puede hasta comunicarse con las bestias, aunque no se privará de ciertos placeres más propios de mortales. Lógicamente, el héroe mesopotámico luchará contra los malos y protegerá a los débiles. A diferencia de la tradición del western, que siempre está en consonancia con la historia de una nación, la lenta imposición civilizatoria sobre el imperio de la fuerza y el anarquismo tribal, y la invención de las leyes (lo que también hace de ese género un laboratorio experimental de la moral en la vida anímica de los personajes), en El ardor es la superstición y la alusión difusa al mito lo que contextualiza el enfrentamiento de los personajes. De lo que se predica una suerte de apelación universal a la lucha entre el bien y el mal en su grado cero de exposición, y por lo tanto a una moral pueril de supervivencia. Primitiva abstracción que se combina poco felizmente con el kitsch folklórico acompañado de música de cuerdas y parlamentos telegráficos. El ardor alcanza su mayor esplendor en los últimos minutos. El mejor Fendrik, el mismo que hizo ese pequeño gran filme llamado El asaltante, se da el gusto de poner en escena un espectacular duelo, como si estuviéramos viendo una película de Sergio Leone, aunque la secuencia, hermosa en su materialidad, no detiene la fatal tendencia a la solemnidad que somete el filme, de principio a fin, a una amable ridiculez.
Cine diet Las apariencias no siempre engañan, y es por esta razón que esos planos folclóricos del inicio de Un viaje de diez metros, filme basado en la novela homónima de Richard C. Morais, en los que se ven los pequeños locales de las calles diminutas de Mumbai, ya permite tener una idea de qué es este nuevo filme de Lasse Hallström: una fantasía occidental sobre la ingenuidad de los indios. O la infantilización de una cultura ancestral. Una familia india dejará por razones políticas su país y emigrará primero a Inglaterra y posteriormente a una aldea de la campiña francesa. Cuando logran asentarse y conjurar su destino nómada, los Kadam ponen un restaurante de comida india, pero no será fácil: Francia es el país de la gastronomía. ¿Un choque de civilizaciones? No, pero sí un enfrentamiento culinario entre dos tradiciones dietéticas extraordinarias, que aquí estará encarnado en forma de competencia. Sucede que el palacio de comidas de los Kadam está literalmente a diez metros de un restaurante de elite liderado por Madame Mallory. Un par de panorámicas en picado resaltarán el "campo de batalla", una locación un poco alejada del pueblo, acaso una suerte de limbo, más inverosímil que la existencia real del ratón de la maravillosa Ratatouille. Si bien habrá atisbos de la xenofobia francesa, la "guerra" entre los dos restaurantes se transformará paulatinamente en un encuentro con los Otros. Uno de los hijos de la familia india, Hassan, es un genio de la cocina. Tarde o temprano será el chef de ambos negocios, incluso alcanzará la cúspide de la gastronomía gala, en una época en la que el arte culinario es una ciencia. A este héroe del curry tampoco se le negará el amor, y quién sabe si el padre viudo no tendrá una segunda oportunidad con la solterona Mallory. Un viaje de diez metros está a miles de kilómetros de un filme como Amor a la carta, una película india en la que la comida también juega un facto decisivo, pero en donde se retiene la singularidad de una cultura. La elegancia de esta última brilla por su ausencia en este pastiche de lugares comunes ilustrados. Ni siquiera los planos secuencia en el momento en el que los Kadam construyen su nuevo restaurante se desmarcan de la impostura general y el deseo de agradar con los peores condimentos del cine: saturación en la paleta de colores, planos "bellos" en todo momento, música por doquier. Subrayar es la regla y, como siempre, es la peor forma para darle sabor a una película. Las razones atendibles para ver este portento del kitsch multicultural pasan por la simpatía del gran Om Puri en el papel del padre, la nobleza fotogénica de Manish Dayal y la elegancia imbatible de Helen Mirren.
La brecha El filme Sonidos vecinos está ambientado en Recife, Brasil, y aborda el tema de la inseguridad a través de lúcidos microrelatos. Gran película sobre un tema que obsesiona a los comunicadores latinoamericanos: la inseguridad. Por cierto, este filme ostenta una solidez conceptual inobjetable y viene cortejado por una búsqueda formal a la altura de las circunstancias. Unas fotos fijas abren el relato remitiendo al pasado de Brasil, seguidas por un plano secuencia (en steadicam) en el que una niña va patinando, todo esto sumado a una banda musical que calza perfectamente en el tono: en menos de un par de minutos ya se comprende que aquí hay un director. Para filmar una emoción dispersa como la desprotección hay que articular una cartografía visual. He aquí la primera inteligencia de Mendoça Filho: mostrar un vecindario como una red simbólica sin límites precisos, en el que las calles y los edificios, vistos tanto en panorámicas como en planos generales, puedan establecer una situación social y un momento en la historia de un país. Recife luce poderosa, transformada por cierto esplendor económico que se traduce en rascacielos novedosos en esa geografía. El mar apenas se ve, y cuando se pueda divisarlo se advertirá un cartel que anuncia la presencia de tiburones. El peligro acecha por todos lados. Sonidos vecinos avanza por microrrelatos que se desarrollan en un espacio común. Hay varios personajes: estancieros, inmobiliarios, amas de casa, personal doméstico, guardias. Hay dos secuencias oníricas inesperadas, y en una de ellas el miedo por el otro encuentra su expresión perfecta en tanto visualiza el imaginario propio de una clase. El inconsciente sin trabas de una niña mientras duerme orquesta una invasión (la inteligencia sonora de la secuencia es formidable). La conclusión es contundente: la propiedad privada ya no funciona como una esfera de salvaguarda, sino como una membrana permeable colmada por intrusos potenciales. Pero la cotidianidad no se agota en su descripción, y la captación de una sensación tampoco se reduce a su escenificación. Lo que sucede en el epílogo del filme, cuando los guardias sostienen un diálogo con el patriarca de uno de los edificios, es un dato que reenvía la totalidad del filme a otro universo conceptual. Una fecha es la clave: 27 de abril de 1984, época crepuscular aún sin democracia que enfrentaba en otros términos a ese patrón con sus empleados. El discurso se ve, no se dice; menos todavía se baja línea. No hay aquí ni desprecio, ni apelación a una catarsis en la que valga todo, pues lo que se intenta es confrontar el miedo, incluso historizarlo. Ver y entender es siempre mejor que explotar y denostar. El debut en la ficción de Mendoça Fihlo es notable.
Desde que se vio el tráiler de Relatos salvajes, la tercera película de Damián Szifrón despertó grandes expectativas. Almodóvar, que produce el film, acompaña a Szifrón y a Ricardo Darín a todos lados; las dos funciones de prensa de ayer estallaron de público y las dos oficiales estallaron de público. Relatos salvajes, que en estos días fue vendida a los principales mercados del mundo, va a triunfar en todos lados. Es un film campeón, seguro de sí, pletórico de adrenalina para despertar a cualquier pusilánime y formalmente pirotécnico para convencer a todos. Las críticas de Hollywood Reporter, Variety y Screen International, la Santísima Trinidad periodística de Cannes, le han levantado el pulgar. El triunfo se huele. _almodovarcannes17may2014_eec9aa9d Miembros del equipo de Relatos Salvajes Desde el principio el film muestra tanto su potencial como sus falencias. En un vuelo comercial, un grupo de pasajeros va descubriendo que ninguno de ellos está ahí por casualidad. Hay una razón y tiene un nombre: un tal Pasternak. La venganza articula simbólicamente todo el film: este neurótico, que permanece en fuera de campo, está dispuesto a darles su merecido a todos los que lo lastimaron a lo largo de su vida: novias, profesores, amigos y psicólogo. El primer relato, que es un epílogo, termina con un avión en picada y con un destino muy preciso. El corte de la escena es, como toda la película, ingenioso, y el público de la sala lo festejó como un gol tempranero en un mundial. Después siguen los créditos iniciales: a cada nombre del elenco le corresponde un animal salvaje, una muy buena idea, uno de los pocos momentos elegantes. Algo queda claro desde el arranque: Szifrón volvió a todo o nada. Lo que une todos los relatos breves de la película de Szifrón es la violencia social. En Relatos salvajes hay un par de muertos y unas cuantas explosiones. ¿Una comedia negra con una pizca de sociología crítica? Como sucede en la reciente Historia del miedo, la película de Szifrón absorbe un clima de época y lo transforma en combustible. Es un film crispado: una cocinera envenena a un intendente reaccionario; un “negro” y un joven rico en su Audi terminan matándose al lado de un río; un millonario tienta económicamente a su jardinero para que asuma, en lugar de su hijo, la responsabilidad por la muerte de una mujer embarazada. x240-90- Relatos salvajes El episodio de Darín funcionará entre nuestros compatriotas como una catarsis colectiva. Los actos del ingeniero Bombita sintetizan la fantasía de una gran mayoría silenciosa de argentinos. En el relato más logrado del film, Darín es un ingeniero al que la grúa le lleva el auto dos veces. La burocracia administrativa, la connivencia entre la intendencia y una empresa y la corrupción generalizada llevarán a una identificación inmediata del público con la bronca del ingeniero. Y Szifrón lo intuye y lo expone en todo su esplendor cuando un simpatizante de Bombita le pide que vuele a pedazos toda la AFIP. El pragmatismo justiciero de Szifrón ya tiene sus fans. La pregunta es si estamos frente a una gran película o no. Por momentos, Relatos salvajes parece un conjunto de cortometrajes unidos por un hilo conceptual; si no fuera por su espectacularidad ostensible, podría pensarse en sketches televisivos simulados como cine. Un oído atento a los diálogos detectará de inmediato el artificio. El trazo con el que Szifrón pinta a todos sus personajes es sociológicamente demasiado grueso, y la grosería gratuita asoma sin escrúpulos. Se dirá entonces, a modo de apología encubierta, que estamos frente a un film de género, como si esa presunta filiación habilitara una suspensión moral y política de la estética. Pero las grandes películas de género, no deberíamos olvidarlo, siempre aportan un balance casi imperceptible entre las cualidades morales de sus personajes. Por otra parte, ¿es Relatos salvajes realmente una película de género? El recurso a la misantropía para articular la comicidad es probablemente el atajo más recurrente para un cineasta, un modo de sortear la conciencia con la que se filma y mira un mundo específico. White God de Kornel Mundruzcó, al igual que Relatos salvajes, también empieza con todo. Una jauría de perros muy numerosa atraviesa las calles vacías de Budapest. La imagen es poderosa: son cientos de perros corriendo detrás de una sola criatura humana, una adolescente que va en bicicleta. ¿Es un sueño? Después aprenderemos que es un flashforward. Fremaux Presentación de White God El relato es literalmente salvaje y bien podría ser otro capítulo del film de Szifrón. El director húngaro, que tuvo la osadía de dedicar su película a Miklos Jancsó, comparte una filosofía parecida con el realizador argentino: el mundo apesta, los seres humanos son esencialmente salvajes. Lili tiene que irse a vivir con su padre por tres meses debido a que su madre tiene que viajar por trabajo. Irá a lo de su padre a regañadientes, y con ella se llevará a su perro Max. El padre, desde un inicio, rechazará a Max, y en cierto momento la mascota terminará en la calle. De ahí en adelante, con unos 15 minutos interesantes en cómo los perros se las ingenian para escapar de los guardias de la perrera municipal, White God se convertirá en una cruza berreta de Al azar Baltasar, Amores perros, White Dog y El planeta de los simios: revolución, un verdadero espanto. El perro Max pasará por distintos dueños, se convertirá en un perro de riña y terminará en la perrera. Allí liderará una revuelta canina que solamente será vencida por un par de notas de Richard Wagner interpretada por una trompeta. Las dos películas desnudan involuntariamente el centro filosófico del festival de Cannes: la perversión, la crueldad y el resentimiento son cualidades humanas que cotizan muy alto en la mirada de sus programadores. Un sorete cayendo en un parabrisas es pura algarabía. El mejor amigo del hombre descuartizando a un malviviente un acto de justicia. Esta es la regla, y como ya sabemos: “la regla desea la muerte de la excepción”.
Placer y martirio Un hombre llega a un mundo alejado de la civilización. Ese hombre, de unos 50 años, camina con dificultad, pone atención a su entorno y llega a un lugar que parece conocer. Una casa que luce abandonada en el medio del bosque es en realidad una suerte de hostería. Una mujer lo recibe: “20 pesos el cuarto, 20 pesos la comida”. Es un universo austero, material y simbólicamente. En su habitación, el hombre esconde un fajo de dinero, revisa una herida en su hombro y limpia su revólver. Entre sus pertenencias hay también un kit con una jeringa, una goma elástica y alguna sustancia. Es un hombre misterioso, tal vez peligroso. El escenario es el Delta del Paraná, y si bien el filme cuenta con Germán de Silva en el protagónico, y dos mujeres al inicio y dos hombres al final que se suman a la trama, el ecosistema es el otro gran protagonista constante del filme. El sonido de los insectos es tan ubicuo como el rostro adusto de Silva, y Paulo Pécora, el director de Marea baja, lo sabe perfectamente. La dimensión atmosférica de la película es tan relevante como su voluntad narrativa. En Marea baja el director aprovecha muy bien su locación, en especial cuando el lugar entra en sintonía con la percepción y el estado de ánimo de su personaje principal cuando consume heroína, lo que provoca en él una intensificación visual del microcosmos que habita en el Delta. Las hormigas y los gusanos, en primerísimos planos, se desnaturalizan y adquieren un semblante demoníaco, una cualidad tenebrosa que el filme replica indirectamente a propósito de la superstición, aquí aludida a través de una tirada de tarot. Algunas pesadillas sirven para transformar el paisaje en un escenario onírico de inestabilidad y malestar. Lamentablemente, Pécora decide musicalizar con música ambiental y efectos sonoros electrónicos sus mejores secuencias sensoriales. Un subrayado innecesario. Habrá quienes esperen más acción de un filme que pinta para thriller o western, y aunque habrá disparos certeros es posible que no resulten suficientes. Las virtudes de Marea baja son otras, discretas pero reales: en el contexto oscuro de su trama se divisan instantes de placer, como el que surge de mojarse los pies en el río. La mayor sorpresa es de otro orden: un plano subjetivo anuncia apaciblemente el fin de un mundo.
Para cualquier cineasta latinoamericano hacer cine político de ficción y tomar como centro la fatídica experiencia de las dictaduras de la década del setenta es un problema (y casi un imperativo). ¿Qué decir sino lo que se debe decir y del modo más claro? El film de denuncia y de reivindicación histórico-política cosecha premios pero suele descuidar la forma. Lo primero que hay que decir de la discreta pero genial Avanti popoli, una de las películas políticas más inteligentes del reciente cine latinoamericano, es que su primera decisión política, justamente, reside en la forma y no en el tema elegido. He aquí su fuerza y su sensibilidad, y también su eficacia retórica y su poder persuasivo y emotivo.. Su tema es conocido: un desaparecido brasileño, la ausencia-presencia de ese “fantasma” en la vida de su padre, la desesperación del hijo más chico por ayudar a su padre a recuperar su aliento y su deseo: abrir una ventana para que entre luz en el living alcanza para ver que la vida está en otra parte. No hay presente, tampoco futuro. Y ni siquiera el pasado: la aparición de un espectro proyectado sobre una pared es insuficiente. El desenlace, luego dialectizado por un himno socialista y un material de archivo clave, no es otra cosa que un dictamen clarividente: los efectos de la Historia sobre la intimidad perduran como un callo invencible en la subjetividad, un limbo donde el sufrimiento perdura, enmudecido. Y en esto el cine sí cumple una función específica. Que el padre esté interpretado por el gran cineasta, recientemente fallecido, Carlos Reichenbach, y que el papel del hijo esté a cargo del historiador cinematográfico André Gatti redobla la apuesta y sus lecturas. Formidable ópera prima la de Wahrmann, capaz de convertir la música diegética en un recurso simbólico y narrativo (la secuencia inicial es genial), de conjugar la mayoría de sus planos generales y medios fijos con películas familiares en súper 8 de un tiempo pretérito, y de inventar su propia poética para conjurar el lugar común y haragán sobre un tema del que se ha dicho mucho pero casi siempre del mismo modo.
Estética y decepción Lore es una abreviación de Hannelore, un nombre común en Alemania. Lore se llama la protagonista de este filme, en el que una joven nacida en el seno de una familia nazi aprenderá con dolor que la utopía del Führer era tan sombría como la propia experiencia persecutoria en la que está atrapada junto a sus hermanos. Lo que Cate Shortland pretende filmar en Lore es una toma de conciencia y, si lo consigue, no está de más preguntarse cómo. Los primerísimos planos iniciales podrían remitir a un comercial de crema de enjuague. Lore desenreda su cabello en el baño mientras su hermana juega a la rayuela en el patio. Puro cine atmosférico. La paleta de colores elegida, el montaje cruzado y la elección musical anticipan una estética. Partiendo de esa indicación formal la escena revela finalmente su densidad narrativa: el padre de la familia ha llegado a casa tras una larga ausencia, para organizar un escape en conjunto. Él es un oficial de la SS, los aliados vienen por él y fugarse resulta un imperativo de supervivencia. Huirán a una casa de campo, su primer refugio. Más tarde, Lore y sus hermanos quedarán huérfanos y desamparados. La esperanza será llegar a la casa de su abuela en Hamburgo, pero lo que importa aquí no es tanto el destino sino el camino, que sirve para contemplar cómo se va desmantelando una ficción colectiva y familiar. En efecto, Lore no sólo tendrá que confiar su suerte a un joven judío que desprecia (pero también desea), sino también asimilar el lugar de su padre en la delirante dramaturgia de exterminio nazi. El filme de Shortland se limita a impregnar un estado de ánimo, que bien podría llamarse de destitución subjetiva, apelando a un contraste entre la armonía del mundo natural y la crueldad del mundo de los hombres. Por ejemplo, en la secuencia más emblemática combina trazo grueso con esteticismo efectista: un disparo sobre un cuerpo de un niño se neutraliza con planos detalles del césped y panorámicas de un bosque. De allí que lo más destacable del filme recaiga en el notable trabajo de la debutante Saskia Rosendahl, que debe sortear las típicas escenas (de sexo y muerte) para declarar al mundo como un lugar moralmente inmundo Para filmar el nazismo, incluso para intentar conjurarlo cinematográficamente, se necesita eludir el kitsch, por el que el lugar común se embellece para detener el pensamiento. He aquí el dilema estético de Shortland. Sucede que las buenas intenciones son loables en el teatro de la conciencia, pero resultan insuficientes para una puesta en escena digna de combatir la naturaleza del fascismo en la intimidad de los hombres.
La magnífica El color que cayó del cielo arranca con un fenómeno cósmico: en plena noche, un objeto luminoso cae del cielo. La secuencia reconstruye la posible perspectiva de los habitantes del noroeste del Chaco, unos 4.000 años atrás. Los mocovíes aún tienen memoria de ese relámpago cósmico que descendió a la Tierra. De ese pasaje inicial y mágico, lo que sigue irá abandonando el mito, no el asombro asociado a fenómenos que exceden la escala humana y a los que los mitos suelen aludir. Sergio Wolf aportará datos históricos de los primeros exploradores en la región. Lo que viene luego es apasionante: en una suerte de contrapunto simbólico, las investigaciones del científico de Pittsburg William Cassidy y las aventuras de un coleccionista (contrabandista) de Tucson, Robert Haag, se convierten en el centro del relato. Cassidy retoma su exploración en Campo del Cielo en la década de 1960. Con Wolf revisan cuadernos de viaje, fotos y películas en 16 mm. La fría racionalidad del científico no consigue acallar su circunspecta conmoción al recordar a los habitantes del lugar. Es un instante hermoso y delicado, una escena fugaz que denota el punto de vista amoroso. Haag debe ser el dealer (de meteoritos) más simpático del mundo. Delirante, felizmente obsceno, su espíritu de comerciante no eclipsa su costado aventurero. ¿A quién se le puede ocurrir pasar por la frontera del Chaco un meteorito gigante para sacarlo del país en barco desde Rosario? El color que cayó del cielo es una prueba de que la realidad supera a la ficción. Wolf convoca personajes extraordinarios y orquesta un relato sostenido en hechos que tuvieron lugar en un espacio específico. ¿Es posible concebir un documental de aventuras? Esta historia contada en 73 minutos es una demostración de eficacia narrativa al servicio de ilustrar lúdicamente un placer casi desterrado del cine de hoy: el de conocer.
Tras unos interesantes 30 minutos, el nuevo film del director de la sobrevalorada Cinema Paradiso se vuelve una pieza falsificada digna del museo de los estrenos de todos los jueves No faltarán los elogios desmedidos sobre este nuevo film de Giuseppe Tornatore. Se dirá que Geoffrey Rush está sensacional. ¿Cómo no simpatizar con un fóbico y obsesivo Sherlock Holmes de las antigüedades que de pronto, tardíamente en su vida, llega a conocer los meandros de la pasión amorosa? Se considerarán como puntos a favor la belleza de las pinturas, el suspenso romántico, el misterioso androide de Jacques de Vaucanson que va “reviviendo” paulatinamente, la gran (pre)potencia del diseño de arte. Ver La mejor oferta es como leer una revista de decoración: muebles, cuadros, platería, indumentaria. La belleza se vende y querer poseerla es la actitud adecuada. Pero ¿puede falsificarse la belleza? El nudo narrativo pasa por la inesperada irrupción de un elemento extraño en la vida de un solterón, rico y famoso tasador de obras de arte. Inesperadamente, Virgil se irá enamorando de una extraña clienta: Claire, una joven agorafóbica reclusa en su propia mansión que acaba de heredar una importante colección de cuadros, muebles y piezas diversas de un posible valor astronómico en el mercado de antigüedades. En principio, se trata de un amor ciego, porque él la escucha y no la ve. Mientras Claire es sólo una voz y una figura en fuera de campo, La mejor oferta funciona, se vende bien: el suspenso crece, nacen las conjeturas. Será una decisión de puesta en escena que durará un tiempo; cuando se la abandona, la película se hunde en su propia vacuidad vistosa y su psicología de salón. Pero no todo pasa por la historia de amor. En la vida de Virgil hay también dos amigos: un viejo compinche que lo ayuda a manipular las ofertas en las subastas y un joven que usa la alta tecnología para determinar la autenticidad de las piezas y para repararlas. Pero no todo es lo que parece. En el fondo de este thriller se pone en juego qué es lo que determina la autenticidad de una obra de arte y cómo se aprende a distinguir lo falso de lo verdadero. Si el personaje de Rush tiene razón, la verdadera obra de arte tiene un misterio interior, y es justamente ese misterio lo que está ausente en La mejor oferta. La omnipresencia de la banda de sonido de Ennio Morricone, los ampulosos travellings hacia atrás y hacia adelante como evidencia de estilo y una proliferación de metáforas sobre el sentido de la autenticidad en el arte y en la vida son los elementos de falsificación de la propia película. Ocasionalmente entretenido y narrativamente desparejo, este film, cuyo presunto ingenio se desvanece a medida que desnuda sus propios mecanismos de adulteración, sería inofensivo si no fuera porque su cotización entre los estrenos semanales es sorprendentemente alta. Debe ser que nuestros criterios de reconocimiento de lo verdadero y lo falso están en crisis. Signo de nuestro tiempo: un film apenas vistoso se transforma en obra maestra.