Postales bolivarianas. Pelo malo es un filme sobre la precariedad laboral, el despertar sexual y las diferencias de clases en Venezuela. Todo está dicho desde un inicio: Marta y su hijo de 9 años llamado Junior suben por las escaleras internas de un departamento lujoso. Es el turno de fregar el jacuzzi. Junior ayudará un poco pero en cierto momento llenará con agua la bañera y se quedará flotando por un rato; su placidez será evidente, un poco menos lo será la connotación sensual de su experiencia. La dueña de casa lo descubrirá y, sin llegar a ser un escándalo, todo terminará mal. He aquí las coordenadas simbólicas del filme: precariedad laboral, despertar sexual y diferencia de clases en un contexto específico y no menos problemático: la Venezuela de Hugo Chávez. Lo que viene a continuación es simple: los intentos de Marta por mantener o recuperar un trabajo de guardia de seguridad, su enorme incomodidad frente a su hijo que evidencia una precoz proclividad homosexual (las reiteradas miradas de Junior al joven que atiende un kiosco son de lo mejor del filme) y sus ocasionales intentos de conjurar el hastío cotidiano teniendo sexo con algún amigo. Al mismo tiempo, Junior pelea contra su pelo, al que quiere alisar (acaso una metáfora de su identidad sexual), juega con sus amigas, visita a su abuela que apoya abiertamente su costado homosexual y cuida como puede a su hermanito recién nacido. Cada tanto, Marta elige confrontar a su hijo con su propio goce sexual, escenas incómodas en la que se expresa lo inadmisible de la homosexualidad en la percepción de cierto sentido común. Pelo malo sostiene su relato con un fantasma de fondo: el líder de la revolución está agonizando. Si bien la película se cuida de ser directamente crítica respecto de la presunta transformación social del país, la puesta en escena sugiere una división visible entre quienes tienen y quienes sobreviven sin posesiones. La forma peculiar de filmar la arquitectura es aquí un discurso crítico. Por cada monobloc que se ve en la película, a menudo con panorámicas o contrapicados sugerentes, Mariana Rondon plasma una postal de un desarrollo estancado, el cual tiene su correlato en la falta de trabajo de María, a merced del favor de un jefe que aprovecha su condición y saca provecho físico de la belleza de su empleada. No es justamente un contexto progresista, y si bien esa lectura no se explicita como discurso, no hay que ser un gran semiólogo para inferir del retrato del espacio público una forma de impugnación visual del estado de las cosas. Después de Postales desde Leningrado, Rondon continúa aquí su búsqueda por registrar el cruce conflictivo entre el orden familiar y los contextos políticos. Antes fue la guerrilla de la década del 1960 en su país, ahora se trata de la vida doméstica en tiempos de revolución bolivariana. El punto de vista elegido es más descriptivo que analítico, y es por eso que su difusa posición ideológica frente a lo que muestra resulta aún más embarazosa para sus intérpretes. Pelo malo, que no es un filme neutral, no dice sin embargo qué se debe pensar, sino que dispone ciertas circunstancias para ser examinadas. Tal vez se trate de una virtud, tal vez de una limitación demasiado conveniente, incluso tramposa.
Enunciar, jamás denunciar. Para lo segundo está la prensa, la televisión, el espacio público y la comisaría; para lo primero, el cine. Un plano enuncia un instante; el conjunto de éstos, una experiencia. ¿Cómo filmar la violencia de género? Un cineasta debería abstenerse de ilustrar y de solamente sumar un filme pedagógico a una causa justa. Hay más para hacer, ya que el desafío es otro. El cine no es una tribuna. La primera decisión de Diego Lerman pasa por filmar las secuelas de una paliza y el concomitante terror interiorizado de una mujer que tiene un hijo en edad escolar y un bebé en su vientre. Huir, esconderse, pensar, actuar. Ese es el movimiento psíquico de la protagonista. Al hombre que golpea prácticamente no se lo verá, excepto por su espalda en la escena de mayor tensión. Sobre él, apenas aprenderemos a reconocer su voz en el teléfono. Dejarlo en fuera de campo es una resolución estética comprensible, y también una justa forma política de mirar una experiencia. Refugiado divide su esfuerzo narrativo en dos: por un lado, seguir al niño, acaso aterrorizado, aunque también valiente frente a la hostilidad del desorden familiar. La altura de cámara, frente a su presencia, será la de su mirada. Es él el refugiado, pero su condición de asilado no lo anula del todo. Una de las escenas más hermosas del filme tiene lugar en una institución en la que varias mujeres golpeadas y sus niños conviven mientras esperan una resolución de sus respectivos casos. Matías y una niña juegan, dibujan, putean. Los niños sufren, pero no son débiles. Por otro lado, tenemos a la madre. En reiteradas ocasiones, la víctima y el victimario han constituido un pacto siniestro por el cual un golpe certero no es suficiente para capitular un vínculo. La película visibiliza el poder del sometimiento. Lo que se entrevé en todo momento en el personaje de Julieta Díaz, sin decirlo pero sí enseñándolo al detalle, es su contienda frente a aquello que la lleva a elegir el golpe y no la fuga. Refugiado no es otra cosa que un acompañamiento doble: tanto del aprendizaje del niño como del de la madre. Lerman es un cineasta indefinido, al menos sus películas no se parecen entre sí, como si en cada proyecto el director comenzara desde cero buscando desmarcarse de su película anterior. La impredecible y vital Tan de repente poco tiene que ver con Mientras tanto, y menos todavía con su película conceptualmente más ambiciosa y política, La mirada invisible. Todas sus películas denotan una concepción de puesta en escena. Aquí los travellings, los encuadres precisos, ciertos movimientos de cámara permiten adivinar un pensamiento cinematográfico que articula una forma de entender la puesta en escena. ¿Qué tipo de cineasta es Lerman? Paradoja: con cuatro películas a sus espaldas la respuesta es misteriosamente imposible. Refugiado es el filme de un hombre, y he aquí su sorpresa: a medida que avanza, discretamente, la película sugiere una difusa práctica solidaria entre mujeres, más allá de la pertenencia de clase y de la generación de la que son parte. En asuntos violentos como éstos, una misteriosa sociedad matriarcal surge del silencio y sostiene a las mujeres golpeadas. Si la víctima desobedece el pacto, allí están las mujeres, cuyo poder colectivo puede vencer la prepotencia del puño.
Psicóticos del espectáculo La última película de David Cronenberg, Polvo de estrellas, explora la locura del mundo de Hollywood. En El camino de los sueños, David Lynch ya había señalado magistralmente el nudo secreto entre la psicosis y el mundo del espectáculo. La famosa fábrica de sueños físicamente situada en Hollywood incita al delirio. El gran David Cronenberg vuelve sobre el mismo tema, en una película menos compleja y misteriosa, acaso prosaica y despareja, que remite tanto a la locura del filme de Lynch como también, por momentos, a la degradación moral de las películas de Todd Solondz, con registros emocionales quizás no del todo compatibles con la sensibilidad del director de Spider. La fauna de personajes de Polvo de estrellas sintetiza una comunidad y un estado psíquico: una actriz exitosa llamada Havanna Segrand desea encarnar a su madre (una vieja estrella de cine) en una futura película; una joven llega de Florida (o de Júpiter) al corazón de la industria para encontrarse con Carrie Fischer, a quien conoció por Twitter; más tarde, trabajará como asistente de Havanna, aunque el filme revelará que tiene una agenda secreta; y un gurú del bienestar espiritual y su esposa cuidan obsesivamente la carrera de su pequeño hijo actor, un cretino de unos 15 años que gana millones de dólares por semana en la televisión y mira el mundo como si se tratara de un chiquero. Todos estos personajes estarán ligados entre sí por motivos distintos y, como entidades de un axioma, paulatinamente les tocará su turno para encarnar el malestar narcisista de los millonarios del espectáculo. Algunos alucinan, otros desconocen el límite de sus caprichos, todos sufren y el egoísmo es un gen dominante. ¿En qué mundo viven las estrellas? Cronenberg descubre una galaxia abstracta. Desde la arquitectura y el decorado de interiores hasta los presuntos momentos de esparcimiento y placer, las estrellas viven en una realidad suplementaria sin puntos de fuga hacia lo real. El rumor del ambiente, los contratos y los traumas familiares constituyen la vida anímica de las estrellas. Si bien algunos temas preferidos de Cronenberg, como el complejo de Edipo y el incesto, asoman cada tanto, es la abstracción como forma de vida lo que organiza la puesta en escena. El sonido de exteriores suele alcanzar un grado cero de existencia, una ecualización que implica concebir el espacio público como una mera figura de fondo sin peso específico. El sonido encuadra el espacio y potencia la abstracción. Cronenberg no apela ni al desprecio, ni a la compasión. Se limita a contemplar a sus criaturas sumidas en un sistema abstracto en donde pueden existir en la medida en que son imaginariamente otras criaturas, lo cual es una forma más de abstracción. Es así como el entomólogo que rodó alguna vez La mosca mira con su cámara un mundo que conoce y al que pertenece. Lo ominoso acecha, los monstruos están en todas partes.
El deseo de los otros Tel Aviv debe ser una de las ciudades más hedonistas del mundo, como muchos jóvenes lo saben y por eso eligen vivir en ella. Multicultural y juvenil, en las antípodas de la antiquísima Jerusalén, el placer y la diversión definen gran parte del estilo de vida ciudadano. El sujeto social invisible de esa metrópolis festiva es lo que le interesa a la directora Rama Burshtein, pues en La esposa prometida, si bien el filme tiene lugar en Tel Aviv (cuyos espacios públicos quedan prácticamente en fuera de campo), el relato transcurre en el seno de una comunidad ultraortodoxa judía, los jaredíes. Los ocho estrenos de la semana en los cines cordobeses En este universo cultural, el matrimonio es mucho más que una forma de circunscribir el deseo y asegurar la procreación. Casarse constituye un organizador simbólico del orden comunitario, y es por eso que ese acto no queda librado al azar. Las tías y las madres, junto con los rabinos, orquestan las parejas del futuro, lo que no significa que en esas coordenadas la experiencia del enamoramiento esté desterrada. El cruce entre lo inesperado y la planificación se ve en una de las primeras secuencias. Shira y su madre se acercan hasta un supermercado para ver al prometido. Por teléfono alguien le dice que él está en la zona de lácteos. La mirada de Shira indicará conformidad. Pero ¿qué hubiera pasado si no le gustara? Si bien la joven de 18 años parece satisfecha con su posible marido, los acontecimientos la pondrán en un nuevo contexto amoroso y familiar. Su hermana mayor, que está a punto de dar a luz, dejará antes de tiempo nuestro mundo (aunque su hijo permanecerá entre los vivos) y, tras un tiempo, la madre considerará que el mejor candidato para su hija menor es el esposo de su hija mayor. ¿Un escándalo moral? ¿Una decisión conveniente? Lo cierto es que después de una deliberación entre rabinos y familiares, el nuevo pretendiente será Yochay. ¿Habrá entonces un nuevo matrimonio? Aunque los elementos puestos en juego podrían funcionar para establecer una crítica a una práctica social específica en el contexto de una ideología minoritaria, Burshtein, una mujer que devino ortodoxa en su madurez, propone un retrato preciso de una forma de vida que coexiste en una sociedad signada por la modernidad. No se observa aquí ni un ápice de indignación liberal respecto del lugar de la mujer y de un sistema de creencias que fundamenta las costumbres. Curiosamente, la trasgresión del filme reside en mostrar abiertamente un ethos cuyas prácticas, para una gran mayoría, lucen como un delirio anacrónico. Sin embargo, la sensualidad de los amantes y la alegría colectiva no están prohibidas en el mundo de los jaredíes; su manifestación parece más edificante y vital que la representación del erotismo blando y la vida comunitaria de las películas liberales llegadas de Hollywood. He aquí una sorpresa de la época. La provocación, en ciertas ocasiones, viene de la mano de los conservadores. La esposa prometida Drama Buena (Israel/2012). Guion y dirección: Rama Burshtein. Con Hadas Yaron, Yiftach Klein, Irit Sheleg, Chayim Sharir, Razia Israeli, Hila Feldman y Renana Raz. Duración: 90 minutos. Apta para mayores de 13 años. Sexo: nulo. Violencia: nula. Complejidad: nula. En el Cine Teatro Córdoba, a las 19 y 22.40.
El comercial del amor El dador de recuerdos es una película cuyas imágenes están diseñadas casi por completo de manera digital y, con su guion, parece un comercial de Benetton auspiciado por Unicef. En el prólogo de El dador de recuerdos, la nueva película de Phillip Noyce, adaptación pop de la novela The Giver, de Lois Lowry, una voz en off introduce una sensibilidad de época. El personaje cuenta el orden de un mundo y sus miedos. Como sucede en Divergente, los jóvenes tienen, tras un breve estudio de sus aptitudes, un lugar asignado en el orden social al que pertenecen. A diferencia de sus amigos, Jonas tiene dudas sobre su destino, y en principio desconoce qué es lo quiere. Su indeterminación vocacional en realidad responde a una peculiar forma de ver las cosas. Él no es como la mayoría. En esta introducción no solamente se busca comunicar las coordenadas simbólicas de este sistema totalitario light en el que se han eliminado el dolor personal y los conflictos sociales, sino que también se materializa visualmente un territorio. Los ciudadanos de este mundo feliz habitan en una planicie flotante en las nubes, una suerte de planeta privado cuyo urbanismo es el característico de un country. El tiempo histórico es desconocido, no menos abstracto que el espacio habitado. Esta sociedad, como la mayoría de las sociedades, se sostiene en un mito fundacional, o reprime algún elemento clave que explicaría su constitución. La madre superiora (Meryl Streep), que regula las disidencias y dictamina la función social de los jóvenes, administra la verdad y la historia comunitaria, pero aun así alguien debe resguardar el pasado colectivo. He aquí el lugar del sabio de esta tribu futurista (el gran Jeff Bridges), que conoce lo que está detrás del mito y tiene la responsabilidad de transmitir a un nuevo dador los recuerdos de una Humanidad que ha dejado de existir. Jonas será el elegido, y no será fácil: por un lado, el saber revelará al rebelde; por el otro, este saber implicará transitar el dolor, aunque lo más importante pasará por descubrir la fuerza del amor, un sentimiento destituido debido a su carácter impredecible. Este filme de Noyce, como la mayoría de este tipo de filmes, es posfotográfico; prácticamente todo lo que vemos es diseño digital, excepto por los cuerpos de los intérpretes. De ahí que el peso de los diálogos sea inevitable, y aunque aquí se insista en la “precisión del lenguaje”, el ingenio discursivo es mínimo. De lo que se trata aquí es de ilustrar una difusa espiritualidad en donde el amor es el valor supremo, lo que conlleva un montaje rápido y publicitario saturado en colores de todas las imágenes que expresen ese lugar común de la Humanidad, no muy lejos de un comercial de Benetton auspiciado por Unicef. El problema no está en las ideas, sino en cómo filmar una idea o una cosmovisión. En este sentido, El dador de recuerdos importa en la medida en que su existencia lleva a preguntarse en qué se ha convertido el cine en esta era posfotográfica, incluso cuando se trata de un comercial sobre el amor de una hora y media, en el que la ilustración de un valor es un imperativo categórico.
El péndulo de Rejtman Imagínese el movimiento mecánico de ese dispositivo llamado "péndulo de Newton". La hermosura mecánica del artefacto puede en parte explicar el funcionamiento de Dos disparos. Justamente después de que esas dos balas a las que se refiere el título atraviesen el estómago y la cabeza del protagonista, se dispara un conjunto de acciones y reacciones entre los personajes que pone en funcionamiento la película-péndulo de Rejtman. ¿Puede una comedia empezar con un suicidio fallido? Sí, sobre todo porque, en este caso, el intento de quitarse la vida no responde a un malestar existencial intolerable debido al cual dejar de respirar suponga dar fin al sufrimiento. La única variable explícita aquí es un calor insoportable. Pero, más importante aún, ¿puede una comedia producir una forma de comicidad que atente contra la explosión de la carcajada? En Dos disparos, el humor se asordina, pues cada gag está signado por su fugacidad. Los más evidentes tienen lugar en un diván y en la entrada de un edificio que cuenta con un detector de metales. El resto son casi imperceptibles. Si el título parece anticipar un policial, a esta altura no sólo quedará claro que no será así. No se tratará tampoco de un filme psicológico sobre la angustia adolescente. Una semana después de los disparos, Mariano volverá a la casa materna. Ella y su hermano Ezequiel tomarán los recaudos necesarios para que nada raro vuelva a ocurrir. Pero esto será un detalle, ya que el relato empezará a girar tanto alrededor de la vida de Ezequiel como de la de su madre. Nada trascendental sucederá. Mientras tanto, Mariano volverá a ensayar con su cuarteto de vientos. Un poco más tarde, inesperadamente, nuevos personajes que abren un juego intergeneracional empezarán a poblar el relato: la profesora de música de Mariano, un nuevo integrante del cuarteto, una mujer con tres hijos, dos parejas adultas. Y casi todos empezarán a viajar a la Costa Atlántica. Así descripta, se podría pensar que Dos disparos es una comedia costumbrista independiente. De ningún modo, pues este filme es, en todo caso, una comedia conductista. Lo que va tomando forma es un modo de estar en el mundo, que abarca un espectro generacional amplio de una clase específica, cifrado en la transitoriedad y en un tono emocional bastante parecido a la ataraxia, acaso una virtud involuntaria de los personajes. El filme culmina con un plano en el que se divisa un póster de Gravedad. Es el contraplano secreto y espiritual de Dos disparos, una película sobre la ingravidez del espíritu.
Esta especie indirecta de remake conceptual de Si la cosa funciona carece del cinismo humanista de aquel film y de la misantropía radical de su celebrado penúltimo film, Blue Jasmine, en el que todas las falencias de Allen estaban reunidas con astucia como si se trataran de aciertos indiscutibles del director (profundidad temática, “ostensibles” diálogos filosos y presuntas interpretaciones notables). Situada en 1928, después de la Primera Guerra Mundial y en cierto clima cultural que predispone a la ilusión y al deseo de felicidad sin grandes fundamentos, esta comedia ligeramente filosófica que transcurre en la Costa Azul gira en torno al encuentro “azaroso” y amoroso entre un famoso mago racionalista (y abiertamente escéptico frente a cualquier fenómeno suprasensible) y una joven médium que ha conquistado la atención de los ricos de la región. El famoso ilusionista interpretado por Colin Firth es convocado por un amigo a desenmascarar a la bella joven (Emma Stone), por la que sentirá cierta atracción, al mismo tiempo que comenzará a dudar respecto de sus (pre)juicios frente a un reino metafísico poblado de espectros. Menos proclive al plano-contraplano casi televisivo, frecuente en el registro del director para seguir el parlamento de sus criaturas, Allen exhibe aquí cierta predilección por sostener planos generales durante la interacción verbal, decisión formal que viene acompañada por un trabajo notable de registro de los espacios abiertos, reforzado en su contundencia por la luz natural del sur de Francia, algo que posibilita que el film recupere el misterio de la fotogenia de los actores. Un pasaje extraordinario por su austeridad formal es aquel en el que Firth detiene su conversión metafísica en plena plegaria ante un accidente de una tía amada, instante en el que Allen sostiene la escena en un plano general desprovisto de elementos foráneos a la lógica de la escena. Esta precaria pero personal meditación filosófica en tono humorístico acerca de la creencia asumida frente a la creencia revisada demarca los límites de Allen como cineasta e intelectual, límite en el que a su vez despunta una ligera sabiduría tardía en la que los dictámenes de la lucidez no obligan a transitar el desprecio como resultado del desasosiego.
Justicia de intérpretes El juez es un drama predecible y con clichés, pero las interpretaciones de Robert Duvall y Robert Downey Junior salvan la película. El reencuentro entre padre e hijo es el gran mito sensible del cine estadounidense. No importa el género: puede ser una batalla galáctica (La guerra de la galaxias), una aventura en búsqueda del Grial (Indiana Jones 3), el encuentro de un beisbolista fantasma con su hijo (El campo de los sueños) o la reconciliación obligatoria que tendrá lugar entre un padre éticamente severo y uno de sus hijos, el más rebelde y el único signado por diferenciarse de sus orígenes, como sucede en El juez. La insistencia en el tema es notable, la eficacia simbólica de este tipo de películas un misterio casi universal. Robert Downey Jr. compone a un abogado exitoso y sin escrúpulos cuyo matrimonio está en crisis. Su único interés fuera de lo económico es el amor por su hija. La ley y la ética son dominios inconmensurables en su praxis profesional, pues sólo pagan bien los que más tienen. En medio de un juicio, se entera del fallecimiento de su madre y debe volver a Indiana, lugar que desprecia conscientemente. Volver al hogar dista de ser aquí un emblema del paraíso: la distancia con su padre (Robert Duvall) es abismal, algo que se repite en menor medida con sus dos hermanos. Pero algo inesperado sucederá con su padre, quien de ser un juez respetable por más de 40 años pasará a ocupar el lugar de los acusados. Lógicamente, será un hecho jurídico el que cambiará todos los vínculos entre los personajes y el que empujará a la película a revivir el mito sagrado. Un director de comedias como David Dobkin prueba con el drama y elige todos los lugares comunes del catálogo hollywoodense en materia de sensiblería profunda: la música, las elecciones de iluminación, los encuadres, los diálogos, nada escapa en la puesta en escena a reproducir los trucos que disparan las emociones que se pretende tanto explotar como reivindicar. Pero si El juez no se convierte enteramente en cine chatarra para adultos se debe a la notable labor de sus actores, que mitigan el lugar común a través de un compromiso dramático ostensible. Tan sólo una escena que transcurre en un baño entre Duvall y Downey Jr. justifica la entrada. Es que en ese pasaje la propia materia del cuerpo de Duvall vence a la pantomima de hondura psicológica; la vejez no se actúa, se impone, y el cuerpo no miente. Y no son ellos solamente los artífices de estos instantes de verdad; el gran Vincent D'Onofrio y Jeremy Strong, como los otros dos hermanos, o la vieja novia del pueblo interpretada por Vera Farmiga, suman en esa dirección. Afortunadamente, lo que sucede en la interacción es más poderoso que los dictámenes del guion. Y es justamente allí donde El juez encuentra su redención y una amable justicia cinematográfica. Dos gestos, una mirada pueden ser más relevantes que contar una historia y perpetrar un mito del que nadie duda.
Una confesión de un sobreviviente traspuesta al cine, un tratado dialéctico y amoroso sobre teología y biología (o cómo Darwin, San Agustín y el Evangelio según San Juan pueden coexistir en las meditaciones de un alma sensible), una radiografía de la decadencia política europea, un gran retrato sobre un modelo familiar en el que los perros trascienden la condición antropocéntrica de mascotas obligadas a sosegar la soledad de los hombres, un testamento cinéfilo en el que participa en cierta medida la mayoría de las figuras rutilantes del cine moderno: Ruiz, Monteiro, Daney, por citar algunos nombres. Y un film que, aunque articula su punto de vista a partir de una lucha microscópica del protagonista contra el SIDA, llega a concebir los virus como entes legítimos de la evolución. El diario fílmico de Pinto se estructura a partir de sus viajes a Madrid para un tratamiento gratuito con interferón que lo obliga a dejar cada tanto su casa en Las Azores, donde vive con Nuno, su esposo. En un principio, Nuno, que desconfía de las palabras y cree en el Altísimo, permanece en fuera de campo, pero a medida que el film avanza su protagonismo es mayor e imprescindible. Pinto registra su cotidianidad, y eso implica el cuidado de la tierra y sus perros, lidiar con sus padecimientos físicos, el insomnio, sus recuerdos y obligaciones profesionales, las tareas domésticas, incluso su sexualidad. La película jamás es exhibicionista porque su testimonio surge de una necesidad. Del plano inicial de una babosa, pasando por una libélula y hasta los pavos que se ven en el último plano, el vitalismo del film se predica de una interacción amorosa con cualquier entidad viviente. A su vez, el obligatorio trato con la muerte lleva a Pinto a pensar en el tiempo, en el mundo que lo rodea, en si existe algún fundamento detrás de todo. E agora? Lembra-me es como el libro ilustrado de Francisco de Holanda: un signo eterno del misterio de la vida.
El espíritu de la colmena Atlántida, película de la cordobesa Inés Barrionuevo, transcurre durante un agobiante día de verano en un pueblo. Allí, dos hermanas adolescentes vivirán una tarde de iniciación y descubrimiento. La sensibilidad de un director de cine se puede verificar en la forma en que presenta un mundo desconocido a través de su cámara. Las primeras secuencias de Atlántida son magníficas: alguien que aparecerá bastante más tarde en el relato trabaja con unas colmenas. Solamente se ven sus manos. El sonido de las abejas es omnipresente, un zumbido que sintetiza un universo simbólico, una forma de ver el todo. Luego, una jovencita de espaldas se prepara para zambullirse en una pileta. Una vez más las elecciones formales son ostensibles: a Lucía (Melissa Romero), antes de saber quién es, se la descubre de espaldas. Conforme avanza el relato, ese mundo se irá poblando de personajes: Ana (Sol Zavala), una amiga de Lucía; Elena (Florencia Decall), la hermana menor de nuestra nadadora, algunos jóvenes del pueblo y, un poco más tarde, un médico joven (Guillermo Pfening). Los padres de Lucía y Elena permanecerán siempre en fuera de campo. Filmar consiste siempre en saber revelar un lugar y sus personajes. Más que un lugar físico, el concepto de Atlántida es aquí un signo sin referente, un nombre propio que alude a una civilización hundida en un pasado remoto y propio de una mitología imprecisa. En este contexto, esa idea es antes que nada una alusión a un impreciso estado anímico general. La metafísica no juega ningún papel determinante en este filme, aunque la interrogación sobre la muerte sobrevuela a menudo el relato, y también al margen de que el filme cuenta con una escena lateral en la que se habla de los chupacabras y los ovnis del Uritorco. En verdad, en su ópera prima la realizadora cordobesa Inés Barrionuevo filma un ethos y un estadio de la vida sin entregarse al confort característico del costumbrismo. ¿Cuál es el tema de Atlántida? La libido, esa fuerza incontenible que traspasa el cuerpo adolescente y a la que resulta difícil habituarse. Prácticamente todas las escenas tienen conexión con ese impulso vital. Todos los personajes secundarios –los adolescentes del filme– están obsesionados con el despertar sexual. Discretamente, del mismo modo, la sexualidad definirá las acciones de Elena y Lucía. La primera, siempre molesta por tener que lidiar con su obligado reposo debido a un accidente; un pie enyesado en pleno verano la predispone a la irritación permanente. Lucía, por otra parte, no consigue concentrarse en sus estudios, y cuidar a su hermana menor es definitivamente insoportable. Lo que sucederá en el filme, fuera de un conjunto de escenas que develan la cotidianidad veraniega de una localidad, pasa por un paseo de Lucía con Ana en el campo, como también por una inesperada salida de Elena, que decide a acompañar en sus visitas al médico que la atiende. Es el instante en que el relato se bifurca, sorprende y se torna cada vez más misterioso. Barrionuevo es una directora con pulso firme. Sus actores le responden, la puesta en escena dista de ser azarosa y el ritmo de la película mantiene su equilibrio. Incluso asume riesgos importantes, como en una secuencia a mitad de camino en la que introduce un nuevo elemento en el orden simbólico de sus criaturas, por lo que sugiere que la vida adolescente no solamente se define por la explosión de la libido, sino también por la pertenencia de clase. Temprana lucidez y evidente coraje para una directora que, en sus primeros pasos, ya parece concebir una idea de cine.