En dos películas recientes Andrizzi intenta encontrar un camino alternativo para el cine con vocación narrativa En el futuro, una inteligente meditación sobre el tiempo, y en especial sobre el carácter imprevisible del futuro, se llevó el León Gay 2010 a la mejor película de temática homosexual en el último Festival de Venecia, premio legítimo, aunque no refleja la totalidad de sus virtudes. Un par de besos entre hombres y un relato explícito sobre dos hombres, quienes alguna vez fueron heterosexuales y rivales por desear a la misma mujer, y mucho tiempo después constituyeron una pareja, dista mucho de definir las intenciones del realizador. Como sucedía en su heterodoxo documental Iraqi Short Films, Andrizzi, ahora, con un film de ficción, vuelve a urdir su relato a través de fragmentos: un espectro recuerda su hogar, una mujer relata cómo descubrió la vida paralela de su difunto esposo, una pareja discute sobre la participación secreta de uno de ellos en varias películas porno, un joven comparte su experiencia con una prostituta signada misteriosamente por El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, entre otras historias. El tono es siempre intimista y cada tanto, entre un relato y otro, en el que predominan planos fijos, Andrizzi intercala secuencias de una intensidad sorprendente y de una belleza incuestionable, como la colección de besos que abre el film, la subjetiva de un gato, el movimiento de un abanico, y un plano generalísimo de una ciudad atravesada por un relámpago. Se podría decir que el film interpela desde el futuro, como si la película fuera una huella del porvenir. Sin embargo, Andrizzi parece haber conseguido alcanza lo que viene buscando en Accidentes gloriosos. En menos de una hora, Andrizzi y Lindeen sugieren una línea novedosa para el cine con vocación narrativa. Ya en En el futuro Andrizzi ensayaba una modalidad de relato en la que sus personajes contaban la película (un mosaico de historias sin conexión entre sí) y parecían ofrecer un testimonio de sus propias vidas. Esa zona indiscernible entre documental y ficción es aquí superada por un sistema narrativo similar más depurado en el que se preserva la fotografía en blanco y negro y un conjunto de historias autónomas, y en donde se repite una meditación filosófica discreta acerca del accidente como categoría existencial. Si bien los accidentes automovilísticos tienen cierto protagonismo, Accidentes gloriosos no es Crash, aunque la perversión de Cronenberg merodea en algunos pasajes. Un lentísimo travelling hacia adelante que culmina en un agujero con connotaciones eróticas resulta sublime cuando la voz en off omnipresente en todo el film le añade un cuento en el que una felatio consigue elevarse a una dimensión sublime. Las historias siempre están atravesadas por el acaso: una pareja a punto de estrellarse con su auto, unas cartas de amor encontradas por alguien, una sesión espiritista, los efectos de un trasplante en un pintor, un fotógrafo obsesionado con los choques automovilísticos pues allí el metal, la chapa, los líquidos sintéticos, la carne y la sangre devienen en obra de arte. En un pasaje bellísimo un hombre vuela por Buenos Aires y sus recuerdos no dejan de fluir por su memoria, entre ellos sus visitas al zoológico de la ciudad, cuyos animales tienen una aparición gloriosa. Andrizzi y Lindeen pueden transformar una mesa de billar en un escenario casi metafísico que sintetiza el azar y la voluntad. Cierta obsesión por nuestra condición óptica es recurrente: los lunares de una víbora son miles de ojos y en el hueco de un árbol pueden habitar varias miradas (¿un homenaje a Metrópolis?). La música de Hans Appelqvist es un exquisito aporte atmosférico para este film con momentos notables.
En dos películas recientes Andrizzi intenta encontrar un camino alternativo para el cine con vocación narrativa En el futuro, una inteligente meditación sobre el tiempo, y en especial sobre el carácter imprevisible del futuro, se llevó el León Gay 2010 a la mejor película de temática homosexual en el último Festival de Venecia, premio legítimo, aunque no refleja la totalidad de sus virtudes. Un par de besos entre hombres y un relato explícito sobre dos hombres, quienes alguna vez fueron heterosexuales y rivales por desear a la misma mujer, y mucho tiempo después constituyeron una pareja, dista mucho de definir las intenciones del realizador. Como sucedía en su heterodoxo documental Iraqi Short Films, Andrizzi, ahora, con un film de ficción, vuelve a urdir su relato a través de fragmentos: un espectro recuerda su hogar, una mujer relata cómo descubrió la vida paralela de su difunto esposo, una pareja discute sobre la participación secreta de uno de ellos en varias películas porno, un joven comparte su experiencia con una prostituta signada misteriosamente por El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, entre otras historias. El tono es siempre intimista y cada tanto, entre un relato y otro, en el que predominan planos fijos, Andrizzi intercala secuencias de una intensidad sorprendente y de una belleza incuestionable, como la colección de besos que abre el film, la subjetiva de un gato, el movimiento de un abanico, y un plano generalísimo de una ciudad atravesada por un relámpago. Se podría decir que el film interpela desde el futuro, como si la película fuera una huella del porvenir. Sin embargo, Andrizzi parece haber conseguido alcanza lo que viene buscando en Accidentes gloriosos. En menos de una hora, Andrizzi y Lindeen sugieren una línea novedosa para el cine con vocación narrativa. Ya en En el futuro Andrizzi ensayaba una modalidad de relato en la que sus personajes contaban la película (un mosaico de historias sin conexión entre sí) y parecían ofrecer un testimonio de sus propias vidas. Esa zona indiscernible entre documental y ficción es aquí superada por un sistema narrativo similar más depurado en el que se preserva la fotografía en blanco y negro y un conjunto de historias autónomas, y en donde se repite una meditación filosófica discreta acerca del accidente como categoría existencial. Si bien los accidentes automovilísticos tienen cierto protagonismo, Accidentes gloriosos no es Crash, aunque la perversión de Cronenberg merodea en algunos pasajes. Un lentísimo travelling hacia adelante que culmina en un agujero con connotaciones eróticas resulta sublime cuando la voz en off omnipresente en todo el film le añade un cuento en el que una felatio consigue elevarse a una dimensión sublime. Las historias siempre están atravesadas por el acaso: una pareja a punto de estrellarse con su auto, unas cartas de amor encontradas por alguien, una sesión espiritista, los efectos de un trasplante en un pintor, un fotógrafo obsesionado con los choques automovilísticos pues allí el metal, la chapa, los líquidos sintéticos, la carne y la sangre devienen en obra de arte. En un pasaje bellísimo un hombre vuela por Buenos Aires y sus recuerdos no dejan de fluir por su memoria, entre ellos sus visitas al zoológico de la ciudad, cuyos animales tienen una aparición gloriosa. Andrizzi y Lindeen pueden transformar una mesa de billar en un escenario casi metafísico que sintetiza el azar y la voluntad. Cierta obsesión por nuestra condición óptica es recurrente: los lunares de una víbora son miles de ojos y en el hueco de un árbol pueden habitar varias miradas (¿un homenaje a Metrópolis?). La música de Hans Appelqvist es un exquisito aporte atmosférico para este film con momentos notables.
El espacio de los sentimientos ¿Qué es exactamente Abrir puertas y ventanas? Su relato es comprensible; sus actrices notables y, en sus propios términos, hermosas; su lenguaje cinematográfico distinguido. Todo lo que se ve proviene de un cuidado obsesivo, la delicadeza es aquí un imperio, un imperativo. Sin embargo, la ópera primera de Mumenthaler puede toparse con una inmerecida ingratitud. Es extraña, impredecible. Sucede que filmar un duelo no es sencillo. ¿Cómo filmar una ausencia? Violeta, Sofía y Marina despiden a su abuela, que las crió. La única tutora, y probablemente una institución académica, murió, involuntariamente las abandonó. Es una segunda experiencia de la orfandad, pues sus padres hace tiempo que no están. Mumenthaler jamás pierde el foco: tan sólo seguirá las reacciones dispares de las tres hermanas frente al evento. Desconsuelo y desamparo general, también cariño y atención. Violeta, por ejemplo, elegirá irse a otro país y luego insistirá con su vocación musical. Quizás Sofía abandone sus estudios de arquitectura y se entregue a la compulsión de seducir con su vestuario multicolor y sexy. Mientras, Marina seguirá leyendo a Lyotard para la universidad y por momentos será quien sustituya pragmática y simbólicamente a la abuela: organiza, paga las cuentas, negocia una triple mensualidad, pone los límites, aunque tendrá sus excesos y sus placeres. Pero los duelos constituyen siempre un ejercicio de acomodamiento cuya cualidad más reconocible es la experiencia del tiempo. Mumenthaler permite entender el lento paso del tiempo a través del cambio de estaciones, pero la experiencia interior de un duelo implica una suspensión sin un término definido. La película patentiza misteriosamente ese tiempo flotante. Es un limbo sentimental en el que las tres hermanas van rediseñando sus vidas afectivas. Es esto lo que filma Mumenthaler: el imperceptible trabajo de destrucción y reconstrucción al que estamos obligados cada vez que un ser querido deja de existir. Como en todas las buenas películas, hay algún pasaje en el que el secreto del filme resplandece. Las tres hermanas sentadas escuchando un tema de Bridget St. John, Back to Stay, en un plano secuencia que finaliza con un travelling hacia adelante, es una de las pruebas del talento de Mumenthaler. El duelo es personal y solidario. Aquí, las hermanas están unidas.
Figuras de la resistencia La solidaridad es un término tan gastado como el concepto de resistencia; usados sin discreción se vuelven exangües. Pero en El puerto no se dicen, se muestran, y de un modo tal que la ternura preside los actos de los personajes y la lógica de los planos. No hay muchas películas como esta pequeña obra maestra de Aki Kaurismäki. ¿De qué se trata? En principio, de la inmigración ilegal en Europa, en un tono no muy lejano del cuento de hadas, incluso hasta habrá un milagro, aun cuando el apellido del protagonista, un lustrabotas, no resulte simbólicamente inocente: Marx. Será él quien lidere la resistencia barrial frente a un sistema de persecución casi militar que funciona al norte de Francia, en Le Havre, en Calais, como si se tratara de una guerra difusa contra el extranjero. Aquí, un niño procedente de África, hallado en un contenedor junto con otros "muertos vivos", se ha escapado. En los diarios el intruso preadolescente ya casi parece tener vínculos con Al Qaeda, y habrá vecinos soplones, tal vez nostálgicos del régimen de Vichy, dispuestos a denunciar por teléfono el paradero del terrorista, sustitución ideológica del judío (lo que explica el anacronismo discreto de la puesta en escena: los teléfonos antiguos y la mixtura de autos antiguos y modernos). Marx, que trabaja con un vietnamita con residencia y casado con una finlandesa, es sensible a la suerte del niño. Le dará un sándwich, un techo, hasta juntará dinero organizando un concierto de rock para pagar el viaje clandestino que lleve al pequeño Idrissa a Londres, donde viven algunos de sus familiares. Mientras tanto, su mujer será hospitalizada: una enfermedad mortífera anida en su vientre. Pero El puerto, a pesar de lidiar con la xenofobia y la violencia de estado, jamás asfixia. Su paradójica austeridad expresionista opera un distanciamiento mágico sin anular la clarividencia. Los colores elegidos, los ocasionales compases musicales de Rautavaara, la (in)expresividad de sus intérpretes y el retrato amoroso de una comunidad en la que los humildes se organizan para ayudar a esa criatura peligrosa llegada de un continente desposeído se imponen a la naturaleza aciaga del tema. ¿Así se filma la utopía? El gran Kaurismäki, en un inclasificable estado de gracia, nos cuenta acerca del estado del mundo. De los planos iniciales de los zapatos de los transeúntes de una estación hasta el plano medio de un cerezo en flor, habrá pasado una hora y media: tiempo suficiente para volver a creer en el cine.
Descruzando los dedos La película "Una cita, una fiesta y un gato negro" tiene ocasionales aciertos, pero no le alcanza para redondear un buen trabajo. Se toma con humor ciertas supersticiones. El blanco de la risa en la ópera prima de Ana Halabe no es menor. Cuestionar la legitimidad de las supersticiones (a menudo creencias absurdas que, vistas a la distancia, son cómicas por su ridiculez intrínseca) en clave de comedia es un gesto saludable. Aquí se trata del individuo yeta, aquel que convoca todas las calamidades del mundo y contagia a quienes están cerca. Felisa es yeta. Tiene una empresa de pintura llamada Fulminex y su supuesta mejor amiga de la adolescencia, Gabriela, a quien no ve desde hace 15 años, al reencontrarla sentencia: “Esa mina es letal”. Lo que sucede parece confirmarlo: una vez que Felisa llegue a su local (Gabriela, que es publicista, también vende pintura) le robarán, perderá todo el dinero de una cuenta, caminando con su vieja amiga los automovilistas está a punto de pasarle por encima. El mayor desastre es el descubrimiento de un posible amorío de su esposo con una tal “Angelina Jolie 35”, el nombre de chat de una presunta amante con la que suele encontrarse en un lugar llamado “El Ciervo”. Su esposo ha viajado a Mendoza a ver a una tía desconocida. Los cuernos flotan en el ambiente. Pero en Una cita, una fiesta y un gato negro, título que simplemente anticipa dos situaciones y la aparición de un gato en una plaza en un momento clave en la vida de Gabriela, nada es lo que parece, excepto el cinismo de un empresario y su machismo berreta. Es una película con giros “inesperados” y moraleja: no se trata de culpar a los demás, sí de escucharlos y de, antes que nada, responsabilizarse por nuestros actos. Después de la risa, llega la redención. Gabriela aprenderá la lección e incluso todos los personajes se unirán para mejorar la suerte de quienes viven en el desamparo. Las buenas intenciones y el amor por todos los personajes no siempre son suficientes para sostener una película. El abuso alevoso de sus espantosos subrayados musicales y cierta escenas que remiten a sketches televisivos diluyen los ocasionales aciertos.
El gran director polaco Skolimowski, a quien se lo puede ver en Los vengadores en un papel menor, en su impugnación de la política exterior estadounidense no está muy lejos de hacer un Rambo arty de izquierda. Essential Killing, de Jerzy Skolimowski, un film que parece despertar adhesiones incuestionables, merece, naturalmente, ser discutido. ¿Qué es exactamente? Según Skolimowski, una meditación sobre el devenir animal de un ser humano. Conceptualmente abstracta y formalmente elegante, Essential Killing consiste en la persecución, captura y escape de un posible talibán (aquí legítimamente humanizado) frente a un grupo de soldados americanos cumpliendo órdenes y siguiendo el procedimiento habitual frente a casos semejantes. Vincent Gallo, el talibán en cuestión, no hablará en toda la película, pero su interpretación física –se dirá- resultará admirable. ¿Lo es? Quizás. Gallo corre, soporta un par de torturas (casi siempre en planos generales), sobrevive a un accidente automovilístico y a una caída en un río congelado. También comerá hormigas, degustará la corteza de un árbol y se alimentará de la teta de una madre. En su devenir salvaje tendrá un par de recuerdos, flashbacks espantosos que, de no estar firmados y filmados por Skolimowski, resultarían un escándalo ante cualquier mirada entrenada. Así, Gallo, nuestro talibán sin nombre y habla matará para sobrevivir hasta que una mujer se convierta en su ángel de la guarda; luego cabalgará en la nieve y el misterio y la alegoría cerrarán la película. No faltarán quienes sostengan que Essential Killing es un film visceral, radical, políticamente astuto. A mi juicio, se equivocan. La trivialidad filosófica del film consiste en postular un estado de naturaleza alterado por la vileza de la guerra y la barbarie estadounidense; en ese sentido, el carácter kitsch de los flashbacks es el correlato invertido de la transformación del fugitivo en una entidad animal que huye y quiere perpetuar su vida. Su indolencia política consiste en proponer un modelo abstracto y ahistórico del conflicto. Es un film sin tiempo y sostenido en obviedades y vaguedades. El plano en el que trasladan en un avión a varios prisioneros mientras que un soldado camina y los patea no revela grandes sutilezas sino la repetición mecánica de un imaginario. No obstante, el responsable de la genial Barrera y la interesante Cuatro noches con Ana, es capaz de componer una gran secuencia en donde unos perros salvajes rodean al fugitivo, o un construir un gag cómico gracias a la idiotez intrínseca de un GPS. Y no mucho más.
La comunidad invisible En ciertas ocasiones, sobre todo cuando se trata de grandes cineastas, el plano inicial es una revelación de la película completa, un holograma del porvenir. Aquí se ven un par de planos generales de las afueras de París al anochecer: los trenes van y vienen mientras suenan los tersos acordes de Tindersticks. Sobre esas imágenes se podrán leer los nombres de todo el elenco al unísono. Es un signo del filme, su secreto sociológico. Sucede que 35 rhums no es un filme de individuos aislados, algunos de ellos descendientes de inmigrantes africanos y todos proletarios, sino el retrato amoroso de una comunidad mínima en la que existe entre sus miembros un cuidado tácito. Hay aquí un modelo social a contracorriente: el egoísmo brilla por su ausencia, la solidaridad es un ethos, un modo de vida. El drama es mínimo. La cotidianidad de Lionel, un maquinista de un tren público, y su hija mayor, Joséphine, que estudia sociología, las apariciones ocasionales de un posible pretendiente, Noé, que vive en el piso de arriba, y una vecina que vive sola y trabaja en un taxi, Gabrielle, y que está enamorada del maquinista. No son precisamente las condiciones necesarias para el escándalo y la explosión dramática, pero habrá un compañero de trabajo de Lionel que sí tomará una decisión extrema. Jubilarse no siempre significa un tiempo de júbilo. Como en Bella tarea y Chocolate, Claire Denis retoma discretamente la diáspora africana en el viejo continente y la inviste, oblicuamente, de una lectura política sobre el orden mundial, lo que se explicita en una clase universitaria y en una protesta posterior. La novedad aquí pasa por sugerir un modelo elástico de familia, más allá de los vínculos sanguíneos, aunque Edipo es una presencia diluida pero tangible. Muchos dirán que 35 rhums es un filme menor de Denis, aunque una mirada más atenta descubrirá que esta obra es ocultamente magistral y soberbia. La dignidad con la que se presenta a los trabajadores ferroviarios y los placeres de quienes simplemente se limitan a cumplir un horario es extraña al cine. Más inusual aún resulta filmar el ejercicio mismo del afecto, incluso como si se tratara de una fuerza de resistencia frente a la injusticia de todos los días.
El reconocimiento de los otros La cuarta película de Joseph Cedar, Pie de página, a diferencia de su filme anterior, Beaufort, y una gran cantidad de películas israelíes, no gira en torno a dilemas bélicos. Este drama familiar de un padre y un hijo, dos estudiosos del Talmud y la tradición teológica judía en general, es en el fondo un drama institucional y una crítica humorística y amarga sobre las falsedades que sostienen todo edificio social y simbólico. Narrativamente veloz y estéticamente profusa, Pie de página presenta a sus personajes con suma eficacia mientras contextualiza la muda rivalidad y el desencuentro filial en el funcionamiento de la vida académica en Jerusalén. Eliezer Shkolnik ha estudiado toda su vida el Talmud. Su carrera está signada por dos acontecimientos: a punto de hacer un descubrimiento filológico capital, un colega le quitó la gloria al encontrar la prueba de la hipótesis de Shkolink. El azar y el oportunismo le robaron la gloria, y la compensación fue recibir un elogio y un agradecimiento en una nota al pie de página en la obra de un célebre (y admirado) colega. Ese minúsculo gesto sostiene en parte el orgullo del profesor. Uriel Shkolnik, también estudioso del Talmud, resultó ser un escritor prolífico y exitoso, y Eliezer desconfía profundamente del reconocimiento social que su único hijo ha conseguido. Cedar elige un nudo narrativo devastador: la academia premia al talentoso Uriel, pero por error de un funcionario se le comunica a Eliezer que el ganador del premio a la trayectoria académica es él. El apellido es el mismo, la actividad también. Tras una suerte de ostracismo académico permanente, después de décadas de trabajo arduo, Eliezer vive el premio como un reconocimiento merecido, aunque su expresividad al respecto es prácticamente imperceptible. Pero la confusión administrativa es insostenible, y es el hijo quien tendrá que enmendar el error y contarle la verdad a su padre, o encontrar un modo de sostener la mentira, aun cuando eso ponga un límite a su progreso académico, pues la verdad podría tener consecuencias irreparables. Confrontación múltiple: de padre e hijo, entre la verdad y la mentira, entre la institución familiar y la universitaria, elementos en tensión con los que Cedar sugiere la importancia de los otros en la confirmación de quiénes somos, aun cuando ese reconocimiento no esté exento de cinismo y concesiones espurias, algo que un filólogo jamás estaría dispuesto a aceptar. La verdad podrá liberar, pero a menudo duele demasiado.
EL DUELO COMO LIMBO Ópera prima despareja, con algunos aciertos y decisiones cuestionables, lo que alcanza para entender que detrás de cámara existe una directora a tener en cuenta. Sólo por azar dos óperas primas recientes, dirigidas por mujeres, giran en torno a esa experiencia imposible de transmitir (pero interesante de filmar) que se conoce como duelo: la sofisticada Abrir puertas y ventanas de Milagros Mumenthaler y Nosotras sin mamá de Eugenia Sueiro. En las dos películas los herederos son tres hermanas. Prácticamente están solas y el duelo se vive como un limbo, un paréntesis sin tiempo preciso en el que secretamente se trabaja sobre la percepción de una falta infinita en pos de naturalizarla. No es sencillo. Sueiro propone un limbo sin ventanas y la única puerta que lleva al mundo exterior permanecerá cerrada. La casa materna, que una de las hermanas quiere vender, otra conservar por un tiempo y que a la tercera parece resultarle indiferente, luce como un útero materno al aire libre sin salida. El jardín con su pileta infantil y los interiores de la casa transmiten encierro, detención, asfixia, y aun así la atmósfera, “pintada” en blanco y negro, no es lúgubre sino enrarecida. La inteligencia formal de Sueiro se verifica en sus heterodoxos planos cerrados, no necesariamente primeros planos; de lo que se trata es de evitar toda exterioridad. A lo sumo, caerán objetos de los vecinos, que permanecen en fuera de campo, y para una de las hermanas esto refuerza su malestar. Amanda quiere vender, necesita el dinero y algunos signos indican una situación afectiva difícil. Susana, en cambio, desea casi infantilmente retener la vieja “quinta”, y habrá una revelación paulatina que explica en parte su deseo. Ema, que vive en el extranjero y es actriz, acaba de separarse y es posible que su único refugio esté en su profesión. Éstos son los datos empíricos, la conducta visible (que incluye un sugestivo gesto cargado de erotismo), y así como no vemos el rastro de los otros, tampoco se exteriorizan conflictos y por consiguiente ninguna psicología se explicita. No sucederá mucho más, excepto cuando la austeridad emocional se trastoque con pasajes cómicos, a menudo subrayados por motivos musicales innecesarios, que suelen carecer de timing y no parecen enhebrarse orgánicamente al paisaje emocional propuesto por Sueiro. Lo que podría ser una virtud, la introducción de la risa en el contexto de una pérdida, deviene en rémora, y entonces lo ridículo, involuntariamente, merodea.
La letra sagrada En 1863, en el cementerio de Gettysburg, uno de los escenarios clave de la guerra civil estadounidense, Abraham Lincoln llamaba a sus compatriotas, tanto del sur como del norte, a sentirse convocados "a la inmensa tarea que nos aguarda en el futuro… que, con Dios, esta nación renazca para la libertad… Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la tierra". Lo que expresa el primer presidente republicano y decimosexto de su país es precisamente lo que intenta canalizar Robert Redford en su nuevo filme (detrás de cámara), tan didáctico como estratégico: el espíritu de la democracia, la gran metafísica norteamericana, defendiéndola a través de un elogio monocorde de su libro fundacional, la constitución (y su ejercicio). Dos años antes de la muerte de Lincoln, en 1865, el capitán Frederick Aiken no imaginaría jamás que sería el abogado defensor de uno de los cuatro acusados por el asesinato de su líder. El senador Johnson, que le entrega el caso a Aiken, entiende que un sureño como él no es la persona ideal para alegar por la inocencia de Mary Surratt, una mujer católica de 42 años, dueña de la hostería donde uno de sus hijos, junto con otros rebeldes, entre ellos John Wilkes Booth (quien mató al presidente), planificaron el atentado. Lo que sucede en un principio con Aiken, que por su ideología descree de la inocencia de su cliente, es la posición de la mayoría. El tribunal militar que juzga a Surratt es prácticamente una pantomima. El veredicto del jurado antecede al juicio, lo que no impide que Aiken busque probar la inocencia de su defendida una vez que entienda que los principios prevalecen frente al discurso partidario y la coyuntura política. "Se trata de la constitución", le dirá a su adversario jurídico. ¿Fue Surratt inocente? Es posible, pero no es la prioridad de Redford demostrarlo; más bien se trata de impartir una lección abstracta y elemental sobre derecho constitucional. Lo que importa aquí no es el cine sino ilustrar el valor supremo e indudable de esa biblia secular llamada constitución. No será la última vez que se sacrifiquen las imágenes en nombre de la patria.