El nacimiento del inconsciente ¿Cómo filmar el inconsciente? En una escena extraordinaria de Un método peligroso, quien fuera primero paciente, amante y discípula de Carl Jung y luego paciente de Sigmund Freud, Sabina Spielrein, tras dosificar sus arranques de histeria, colabora con Jung en su “laboratorio”. Es un test: una mujer (la esposa de Jung) debe responder con una palabra a otra palabra pronunciada por Jung. Sus manos reposan sobre un soporte metálico, lo que permite medir las asociaciones inmediatas de sus respuestas. Sabina desconoce el vínculo entre Jung y el sujeto del experimento, pero, por la pausa en dos respuestas, deduce que esa mujer está en crisis con su esposo. “¿Es su mujer?”, le preguntará a Jung. En el habla se descifra algo más allá del sentido ordinario, entre las palabras repiquetea el inconsciente. Hoy lo sabemos, 108 años atrás ni lo imaginábamos. Esta iniciación accesible al psicoanálisis freudiano y amable pero contundente crítica al oscurantismo jungiano, más allá de su tema, es caligrafía cinematográfica del más alto nivel. Lo que sucede desde 1904 en adelante pasa frente a nosotros con suma delicadeza e imperceptible precisión. Las elipsis son exactas, los diálogos justos, el sentido del humor pertinente, las interpretaciones perfectas, y a quien le moleste la elongación mandibular de Knightley y sus gestos hiperbólicos puede revisar el material de archivo de la época. Los acontecimientos son lineales: del viaje inicial en carreta donde Sabina grita desesperada al travelling hacia adelante sobre la figura de Jung con el que cierra el filme, veremos desde la transformación de la histérica en teórica y sus prácticas masoquistas con Jung hasta las disputas entre el padre del psicoanálisis y uno de sus “hijos” transgresores. Paciente y amante, Sabina es el vector de dos triángulos amorosos: con Jung y su esposa, y con Jung y Freud. Un método peligroso oscila entre una historia de amor fallida y una confrontación con los límites del saber psicoanalítico. El pragmatismo de Freud, según Jung, reduce la experiencia humana a la sexualidad. Para Freud, la telepatía y el esoterismo y sus variantes ponen en peligro una ciencia en formación, demasiado judía para la ortodoxia científica. El antisemitismo no se nombra, pero se intuye en la desmedida atracción de Jung por Sabina. Película notable. De lo que se trata aquí no es mostrar las piruetas físicas de la libido sino los esfuerzos discursivos por encontrar un vocabulario que en su descripción de nuestros deseos y actos inconfesables atenúe la represión y el sufrimiento.
Una saludable enajenación La película alemana “El mal del sueño” reedita el tema de colonialismo con inteligencia y sensibilidad. A pesar de que el colonialismo como tema político y académico parece anacrónico, incluso bajo un revival nacionalista intempestivo que sugiere confusamente su actualidad, hay un conjunto de películas recientes que insisten tanto en la persistencia de una práctica característica del hombre caucásico como en la insuficiencia de la razón blanca para interpretar culturas ajenas. Filmes notables como La locura de Almayer, Tabú, El río solía ser un hombre y, ahora, El mal del sueño, sin culpa ni vergüenza, dislocan el punto de vista del colonizador. Ulrich Köhler sitúa su historia en Camerún. La primera mitad del filme se concentra en el Dr. Velten, un médico alemán que desconfía casi por igual de los militares que controlan las rutas como de sus sirvientes, pero que lidera con compromiso un programa médico destinado a contrarrestar “el mal del sueño”. “Misionero”, le dirá su hija cuando llega a visitar a sus padres. Más tarde, su mujer y su hija volverán a Europa y el relato revelará que unos tres años después el Dr. Velten espera un hijo de una mujer de la aldea. Por un largo tiempo, el médico alemán queda en fuera de campo y el filme introduce un nuevo “héroe” vestido de blanco, de nacionalidad francesa pero descendiente de africanos: Alex trabaja para la Organización Mundial de la Salud y su primera misión es realizar una auditoria del trabajo del Dr. Velten. Tal vez la inexperiencia de Alex explique su idealismo. Antes de viajar a África, Alex asiste a una conferencia sobre ayuda a países subdesarrollados en la que el orador concluye: “Sólo el mercado puede resolver los problemas de África”. La disconformidad de Alex es ostensible. Lo que sucede luego es paradójicamente lógico e inasible. Los médicos comprenderán los límites de su tarea y Köhler orquestará paulatinamente una puesta en escena donde los signos de lo real perderán su claridad y distinción. Desde una escena extraordinaria en la que Alex se transformará en un partero improvisado hasta el hipopótamo del epílogo, tal vez el nuevo cuerpo del espíritu de un hombre, El mal del sueño hace que nuestros mitos y certezas experimenten una saludable enajenación. No es poco para una película.
El racista bonachón No es Kowalski, es un tal Boyle. No es polaco sino irlandés. Menos aún es Eastwood en otro rol de cascarrabias con prejuicios racistas de todo tipo, sino uno de esos actores secundarios que cuando uno los ve en una película ya sabe que algo bueno tendrá. Brendan Gleeson encarna aquí a un sargento solitario de algún pueblo perdido de Irlanda. En algún momento dirá: “El racismo es parte de mi cultura”, sentencia de la que se predica más de la mitad del humor de El guardia, una comedia negra y ocasionalmente un thriller. La ópera prima de McDonagh revela desde el comienzo su humor, su incorrección, su estética y el espíritu de su protagonista. Un auto va a toda velocidad por una ruta cercana al océano. Planos cenitales del vehículo se intercalan con planos no del todo convencionales que muestran que el conductor y sus acompañantes van de fiesta, hasta que un sonido específico marque algo inesperado. La escena terminará con el sargento tomándose un ácido. Después habrá un asesinato con posibles tintes religiosos, una operación de narcotraficantes por medio billón de dólares y la aparición de un nuevo personaje: un agente del FBI, interpretado por otro gran actor secundario, Don Cheadle. En principio, este policía racista que se considera el último independiente no parece el indicado para trabajar junto con un agente afroamericano. Boyle cree que los narcos son negros o mejicanos, pero detrás del racista sincero hay un buen tipo. En El guardia los traficantes discuten sobre Nietzsche y Bertrand Russell, la madre de Boyle defiende a Dostoievski y su hijo a Gogol, las referencias cinéfilas son constantes y la comparación entre irlandeses y estadounidenses (e ingleses) es un punto de referencia central en la construcción cómica del filme. La cultura es aquí tanto un móvil humorístico como un conjunto de citas diversas que indica una perspectiva. En dos ocasiones, el agente extranjero tendrá dudas sobre su compañero irlandés: ¿es un estúpido o es inteligente? Es indudable la respuesta, y también lo que el propio director parece creer, después de tantas citas, acerca de su propia película. Y no se equivoca.
La era de la sospecha Sobre espías ya hemos visto y leído mucho, y tal vez, a esta altura, a nadie le interese la pretérita Guerra Fría y los dilemas morales de los agentes secretos. El modelo es otro: acción física y distorsión psíquica sin discurso; el contexto de hoy es más impreciso que aquel dominado por el antagonismo entre un mundo bolchevique y otro llamado Occidente. Jason Bourne es nuestro agente, nuestro síntoma. La elegancia anacrónica de El topo, sus zooms, el uso de la profundidad de campo, los planos generales pertenecen a otro orden (estético) del mundo. ¿Una película de espías sin explosiones ni persecuciones automovilísticas? Del mítico James Bond sólo quedan aquí los gestos de clase y la aristocracia reconocible de Cambridge; quien espere un arma secreta o un automóvil devenido en lancha quedará decepcionado. El centro narrativo es simple: hay un “topo”, un doble agente, en el alto mando del servicio secreto inglés denominado aquí “El circo”. George Smiley, ya retirado, investigará el caso. Los sospechosos principales son sus propios compañeros. Una fallida misión en Hungría y un agente enamorado de la mujer de un par ruso constituyen una de las múltiples derivaciones. Poco importa saber quién es el traidor: se trata más bien de identificar una psicología colectiva estructurada en la sospecha. En su magnífica Criatura de la noche, Alfredson se apropiaba del género de vampiros y a partir de eso contaba una historia acerca del desamparo adolescente. En El topo, el género de espías le permite examinar cuidadosamente la soledad masculina, a veces interceptada por reacciones afectivas discretas, acaso indicios débiles de amistad. Es por eso que la escena de las miradas entre los espías durante una fiesta navideña es la escena del filme, única señal de cariño entre hombres cuya austeridad emocional tan inquietante como sincera sintetiza un pathos, una cultura y una época.
LOS VIAJES DE RICARDITO La extraordinaria ópera primea de Hermes Paralluelo consigue evitar la explotación miserabilista (y piadosa) de la pobreza gracias a un registro justo y laborioso sobre la vida de algunos habitantes del barrio Villa Urquiza. El plano inicial de Yatasto es la aparición de un mundo. La oscuridad prevalece por unos segundos hasta que paulatinamente el fuego que calienta el mate matutino va imponiéndose. Ricardito y sus compadres han madrugado. Empieza un día entre otros, y los protagonistas, más que ponerse los guardapolvos para ir a estudiar, vestirán sus buzos, alimentarán su caballo y se prepararán para una larga jornada de recolección. La ciudad de Córdoba se transformará en un inmenso paisaje móvil y un escenario laboral. Desde el carro, los jinetes van en búsqueda de su alimento y manutención. Lo que es basura para algunos constituye mercancías para otros. Se trata de una empresa familiar, que implica un saber que se transmite por generaciones. Yatasto es, entre otras cosas, una película sobre educación: la abuela es una pedagoga por excelencia y sus nietos son grandes aprendices. Pero no todo es trabajo. Los desposeídos tienen descanso, juegan, sueñan. En las casas, la televisión suele estar prendida, pero no necesariamente para ser vista. Es una intromisión omnipresente de un mundo inconmensurable, casi paralelo, pero que no impide la conversación. A Ricardito, el más chico de todos, le gustaría ser jockey y tiene talento como percusionista. Yatasto revela la inaccesible experiencia de los pobres. Su retrato los dignifica, pero el filme encuentra la distancia y la forma justas para evitar naturalizar la pobreza, que siempre debería ser considerada una anomalía. Así, el microcosmos develado, el de una familia organizada en un difuso orden matriarcal ligado a la recolección de elementos de descarte como eje de la economía doméstica, síntoma estructural de una macroeconomía disfuncional, es comprensible a través de un sistema de registro en el que la inmovilidad social de sus criaturas es percibida por un doble juego formal destinado a detectarla: un paradójico travelling fijo (la cámara fija sobre el carro) y una obstinación por planos medios, casi siempre fijos y en un enrarecido contrapicado. No se avanza, no hay horizontes. Es por eso que el supuesto viaje del pequeño protagonista, Ricardito, que dice al final del filme haber ido a Santiago del Estero con su padre, resulta esencial. La movilidad, el turismo, el viaje iniciático es un privilegio de los otros, que viven en una economía específica. Los “miserables” no viajan, y si lo hacen es sólo por trabajo; son hombres golondrinas, hombres mulas, pero jamás hombres enteramente libres. La movilidad es un privilegio de clase en nuestra economía oficial. En ese sentido, el (no) viaje de Ricardito, incluso su ironía al decir que en donde estuvo ni siquiera tienen señal los celulares, es un cierre extraordinario, enigmático y mucho más que una ocurrencia de su protagonista. Es el negativo de nuestras vidas.
La posta humanista ¿Después de leer Hergé y filmar Las aventuras de Tintín, Spielberg deviene bressoniano? En la extraordinaria Al azar Baltazar, Bresson elegía como protagonista a un burro y este cuadrúpedo asociado a la falta de inteligencia era testigo de nuestra supuesta vida inteligente. El burro azarosamente pasaba de dueños y en cada uno aprendíamos algo de nuestra especie. Pero antes de Bresson está John Ford. La primera media hora de Caballo de guerra es hermosa. En algún recóndito lugar de Inglaterra, un héroe de guerra devenido en alcohólico, su mujer y su único hijo pelean por retener su granja. El poderoso del pueblo los aprieta, deben pagarla. En ese contexto nacerá un caballo y el joven Albert lo adiestrará y de algún modo lo sentirá como su hermano. De no ser por la intrusiva banda sonora de John Williams, el modo de registro de los paisajes, las locaciones, la introducción de los personajes y la interacción entre éstos remiten a El hombre tranquilo, de Ford. Cine clásico y del mejor. Pero llega la Primera Guerra Mundial, y Joey, el "hermano" silencioso y salvaje de Albert, partirá a la guerra. La granja o el caballo es la disyuntiva, y Joey tendrá otro amo, otro jinete, en este caso un militar inglés de alto rango. En plena batalla, Joey volverá a perder a su dueño, y de ahí en adelante será cuidado por un par de soldados alemanes y una niña que vive con su abuelo. ¿Volverán a encontrarse Joey y Albert? Siendo un filme de Spielberg no es difícil adivinar la respuesta. Como sucedía en el film de Bresson, en Caballo de guerra los propietarios del caballo están al servicio de revelar la condición humana. La asimetría de clase y las brutalidades de la guerra son aquí los males de nuestro mundo. El humanismo ramplón y utópico de Spielberg se sintetiza en un pasaje en el que los alambres de púa ponen en juego la vida de Joey. Las proezas formales de Spielberg son reconocibles: los planos generales y los travellings sobre la infantería montada de los aliados encaminándose a la batalla, el virtuoso seguimiento de cámara sobre el bellísimo animal y sus movimientos, que incluye una secuencia digital, son notables. Caballo de guerra es al cine de Bresson y Ford lo que El artista al cine mudo: un homenaje honesto y amoroso pero descafeinado, tan amable como liviano. No es fácil filmar los buenos sentimientos de la única especie que tiene la palabra.
EL ESLABÓN PERDIDO El testamento cinematográfico de Scorsese llega justo a tiempo, pero sus intérpretes y destinarios hace rato que han dejado de ser inocentes. Martin Scorsese nos tenía acostumbrados a una cinefilia escrita con sangre. ¿Qué ha sucedido, entonces, con esta nueva película? Se dirá que la vejez, una vez más, ha suavizado al autor más genial de su generación en su país. ¿Cómo es posible que de la misantropía de Taxi Driver se culmine en este cuento de cine adocenado y sentimental? Tal vez peor: Scorsese se ha spielbergizado y ha cedido, dócilmente, a esa ternura demasiado humana que sólo garantizan los alienígenas; La invención de Hugo Cabret sería su ET, en sintonía perfecta con el corazón del cine norteamericano: el encuentro con el padre o, más bien, su ausencia y la concomitante desesperación para el héroe de ocasión, un huérfano universal. Nada más alejado de la realidad. Basada en una novela gráfica para niños de Brian Selznick, con título homónimo al de la película en su versión castellana, La invención de Hugo Cabret centra su relato en una obsesión temprana: Hugo Cabret es un niño y su padre ha muerto misteriosamente; juntos intentaban reparar un autómata, una pieza mecánica con figura de hombre y que en este caso particular podría llegar a escribir. Tal vez un mensaje tardío de su padre se revele si logra hacer funcionar al autómata; la esperanza mecanicista de Hugo tiene un objetivo preciso: conjurar el desamparo. Destinado a vivir con su tío, encargado de los relojes de la estación de tren parisina de Montparnasse, el alcoholismo de su único pariente, siempre ausente, lo empuja a hacerse cargo del tiempo y a ser su propio tutor. No es fácil porque el guardia de la estación, con su dóberman, equipara a los expósitos con ladrones. Sin hogar, el reformatorio es un destino; son otros tiempos: 1929 A Hugo le gusta espiar. La estación es un cosmos miniaturizado y desde atrás de los inmensos relojes de la estación observa a los transeúntes, y en especial a un viejo llamado George, dueño de una juguetería y con un semblante adusto. Hay un hilo secreto y contingente que vincula al niño con ese viejo amargado, el olvidado George Méliès, el primer gran director de cine, inventor de formas, acaso el eslabón perdido entre el primer impulso cinematográfico, casi científico, de registrar el mundo y la industria del relato en imágenes y sonidos. En ese cruce vital entre Hugo y George, Scorsese firma (y filma) su legado. En primer lugar, dosifica su erudición y sintetiza una historia del cine para todo público. Ver las dos primeras películas de los Lumière, a Harry Lloyd colgado de un reloj en El hombre mosca, a Keaton y Chaplin, entre otros, y algunas secuencias, a veces recreadas, de filmes de Méliès, en especial Viaje a la luna, constituye una doble advertencia: el cine tiene una historia y las películas (incluso en la era digital) pueden morir, perderse y quedar en el olvido, como las del propio Méliès. Se trata de una política de la memoria: restaurar y conservar para poder fijar la materia cinematográfica y saber que el cine tiene una genealogía, una historia, una escritura, un principio. En este sentido, además, Scorsese señala la relación, siempre problemática, entre el cine y la literatura. Que la nieta de Méliès ame los libros (y jamás haya ido al cine) no es un dato trivial. La clienta predilecta de la librería de la estación, administrada por el sabio Monsieur Labisse (Christopher Lee), tiene asignada una misión insustituible: señalar el instinto narrativo, esa habilidad evolutiva de la especie que consiste en fabricar relatos y exorcizar con esto la naturaleza muerta del instante y su repetición. Esa fascinación por las máquinas (aquí el tren), los autómatas y el cine, que dan cuenta de un universo sin espíritus, es decir el asentimiento cabal y lúcido frente a una cosmología mecanicista infranqueable, encuentra en el cine un modo de resistir el costado sombrío de ese paradigma en sus propios términos. La fábrica de sueños, la emancipación de la imaginación que lleva a poner en escena un viaje a la luna o a escalar un edificio vestido de oficinista, la obstinación por contar historias de todo tipo en un par de horas, es una estrategia de disimulo (y un acto de creación ligado a la mecánica): existe una falla y debemos repararla, y lo que se sugiere aquí es que el cine es un noble y gran embuste con el que corregimos a medias un desperfecto mecánico entre nosotros y todo lo que nos rodea. De allí la relación de Méliès con la magia, lo que Scorsese incluye en un segmento clave en el que se repasa a través de un flashback didáctico cómo el mago se convirtió en cineasta. Y una hipótesis más se tendrá en cuenta: la relación de los mecanismos de la psiquis y el trabajo onírico como reparación de la trama simbólica ligados casi naturalmente a los mecanismos del cine. Dos secuencias oníricas, ejemplos elegantes de puesta en abismo, se construyen a partir de un posible choque entre la máquina y un cuerpo o, directamente, el cuerpo que deviene en máquina. Tal vez el antecedente de La invención de Hugo Cabret habría que buscarlo en Kundun, su biopic sobre el Dalai Lama, y uno de sus filmes más menospreciados. Aquel film no era en 3D, pero, sin duda, el formalismo de Scorsese, intentando, entre otras cosas, imitar la percepción budista del mundo, se desplegaba en varias direcciones insólitas; además, aunque no lo parezca el Dalai Lama era un cinéfilo y amaba las películas mudas. Pero hay algo aquí que no se debe desdeñar. Más que nunca, el medio es el mensaje. ¿Por qué en 3D? Sin duda, porque el imperativo de la industria, que olvidó hace más de medio siglo a Méliès, obliga al cine estereoscópico digital, y los cineastas acatan sin pensar en la forma, resolviéndolo todo a golpes de efectos. Scorsese responde a esto de varias maneras. El primer plano de un dóberman y la subjetiva del perro corriendo por la estación son modalidades ingeniosas para estimular el goce de la percepción, al igual que el lento movimiento del rostro de Sacha Baron Cohen literalmente saliendo de la pantalla para posicionarse casi frente a nosotros (una dimensión conocida del dispositivo, pero aún explorada con pereza). Scorsese parece comportarse como sus colegas, pero no del todo: piensa la técnica y la conquista en su propia lengua, más bien pronuncia un dialecto. Así como Wenders descubría, en su sobrevaluada Pina, cómo dar cuenta del volumen del cuerpo humano en movimiento al ras del piso, Scorsese identifica una modalidad de registro del rostro de los hombres. Hay algo novedoso en cómo Scorsese mide la distancia para encuadrar a sus intérpretes. El extenso travelling digitalizado del comienzo finaliza en el rostro de Hugo, y de allí en adelante los planos generales –a veces concebidos en picado (en la habitación de Méliès antes de abrir una caja prohibida atestada de recuerdos), o cenitales (en la librería)– y los primerísimos planos del rostro se van alternando. Se trata una vez más de un llamamiento al costado perceptivo del cine, o cómo el cine ha delineado y alterado nuestro modo de mirar. En ese vaivén Scorsese parece estar buscando algo y, sin que quede del todo explícito, una vez más supedita el medio a una forma. El modo como Scorsese concibe la profundidad de campo es aún menos evidente. En general, cuando el niño espía la vida de la estación se pone en juego la extensión del espacio. Esta dimensión clave y potencial en el uso del 3D adquiere mayor protagonismo cuando Scorsese recrea algunas escenas de Méliès, como si estuviera sugiriendo en esta yuxtaposición que el secreto del dispositivo consiste no tanto en la gloria mecánica de la técnica sino en cómo se traduce en un lenguaje específico. Es que los antepasados, los Méliès, los Renoir, los Ivens, ya filmaban en 3D, y de eso se trata: establecer un lazo entre el pasado del cine y su devenir digital estereoscópico. Por otro lado, nosotros, los espectadores que ya no esperamos sorpresas frente a la pantalla (bastó uno o dos años para que el 3D se naturalizara), gracias al 3D quedamos sorprendidos de cómo nuestros ancestros, no mucho tiempo atrás, se asustaban frente a un tren que parecía venirles encima. La famosa secuencia del tren llegando a la estación de Ciotat de la segunda película de los hermanos Lumiére, que en el filme se incluye como escena fundacional y mítica en el momento que sucede por primera vez y los espectadores se asustan, al verla (y vivirla) en tres dimensiones, de algún modo nos permite debilitar la brecha entre un espectador pretérito que ya no existe y un espectador consumado, nosotros, que ni siquiera reacciona plenamente frente a los objetos y sujetos que se escapan de la pantalla. A riesgo de ser confundido con un cineasta académico y sensiblero, Scorsese apuesta todo. Filmar el asombro, una experiencia ya desaparecida frente a las imágenes, es casi imposible. Pero no del todo: La invención de Hugo Cabret es la proeza de invocar la prístina experiencia de mirar en una pantalla el mundo en movimiento.
LA VIEJA SANTA La única razón para ver este film reside en descifrar en qué pensaban (y pensaron luego) el guionista, la directora y los productores antes y después de rodar este film inconsistente; película absurda, carente de rigor formal e histórico, y supuestamente redimida por las bondades del make up y la mimesis de su actriz estelar El extraordinario Elvis Costello le dedicó un tema, y no fue precisamente “Ella”. En “Tramp The Dirt Down”, indignado por las políticas de Margaret Thatcher, Costello decía: “Bueno, espero que duerma bien de noche, y que no la persiga cada detalle”. Si hay algo que La dama de hierro deja en claro, en esta hagiografía light de quien fue tres veces consecutivas Primer Ministro de Inglaterra, es que por las noches “ella” duerme poco y la acechan sus recuerdos, incluso un fantasma. Vemos a quien todavía vive rodeada de guardias y prácticamente aislada del mundo yendo a comprar leche, ese alimento básico que alguna vez, como Secretaria de Educación, les quitó a las escuelas primarias de su país. Es una salida ocasional, porque la primera mujer Primer Ministro del mundo occidental está vieja y padece de demencia. Quienes la cuidan saben que habla con su marido, que murió hace años. Y en ese diálogo imaginario se precipitarán los recuerdos o cómo la hija de un tendero se transformó en un paladín del ultraconservadurismo mundial. Férrea creyente de la voluntad individual, Thatcher, desde muy joven, ya descreía de la caridad del estado. El esfuerzo lo es todo y el ahorro un método. Nada de limosnas solidarias, se trata de un saber de la experiencia, “una buena economía doméstica”, como discute de joven en una cena con políticos profesionales. No mucho después, Inglaterra conocería la traducción económica (e ideológica) de esa intuición: ajustes, debilitamiento de los sindicatos, privatizaciones desmedidas y una fe acrítica en la economía de mercado. La disciplina fiscal es un artículo de fe. Pero el punto de vista del filme es otro, y la política es una referencia ineludible pero secundaria, excepto si se lee en la consagración de la mandataria el triunfo del sexo débil en un territorio meado eternamente por machos. En ese sentido, uno de los pocos momentos interesantes de la película es el primer ingreso de Thatcher a la Cámara de los Comunes. Casi parece una película, casi se intenta pensar la puesta en escena. La interacción en el recinto, la contienda discursiva y la asimetría entre los hombres y las mujeres tienen una traducción en la puesta en escena. Será la única vez. De lo que se trata es de humanizar al monstruo. Detrás de aquella mujer implacable hay una viejita que ama a su hija, extraña a su hijo ausente y no puede terminar el duelo por su esposo. Thatcher, además, ama a Kipling y es fanática del musical El rey y yo, de Walter Lang, y en su fuero interno siente la espiritualidad franciscana. Una operación narrativa supuestamente apolítica pero esencialmente ideológica. Si bien en el abordaje cinematográfico lo político y lo histórico fluctúan entre el videoclip y una nota ilustrada inspirada en Billiken, la Guerra de Malvinas tiene un peso simbólico distinto. Aquí, Thatcher, que compara a las Malvinas con Hawaii, desconoce la piedad. Califica a la Junta Militar como una banda de fascistas, una aseveración políticamente exacta pero extraña, pues su admiración por Pinochet fue siempre de público conocimiento: en El caso Pinochet de Patricio Guzmán se puede constatar el amor y el respeto entre la mandataria y el dictador, en un pasaje que incluye un diálogo sobre las islas. ¡Qué encanto verlos juntos! La dama de hierro sugiere que la guerra con Argentina, un golpe azaroso de nacionalismo espurio que atenuó el descontento social, unificó los antagonismos sociales que vivía entonces Inglaterra. En ese sentido, los dos gobiernos apostaron, en tiempos distintos, por una misma táctica: la reconstitución de un (viejo) enemigo externo como método de solventar y diluir las contradicciones y enfrentamientos en el seno de una sociedad dividida. El patriotismo, extraña pasión y en ocasiones sustancia volátil de una experiencia colectiva y extasiada de pertenencia, funciona a menudo como una distracción eficaz para validar prácticas injustas y dislocar el núcleo esencial de una discusión que determina un proyecto político. Se dirá que Meryl Streep está fantástica. Su mímesis oral es evidente, sus gestos y movimientos corporales casi parecen una clonación simbólica. Pero ¿desde cuándo copiar se ha convertido en un mérito dramático? Como el sujeto en cuestión es inglés, la tendencia de Streep a la exageración interpretativa pasa por las inflexiones de la voz, lo que no llega a ser inadecuado debido a que las modulaciones propias del inglés británico tienden al estereotipo. Pero no hay mucho más que maquillaje y ademanes. En ese sentido, a pesar de que las pelucas y el make-up son mejores en La dama de hierro que en J. Edgar, la interpretación de Di Caprio de Hoover no pasa por la imitación sino por la encarnación de una experiencia subjetiva en un contexto sociopolítico específico. Y si puede establecerse un orden comparativo entre Di Caprio y Streep, tal procedimiento, odioso pero útil, resulta inválido entre los respectivos directores, Phyllida Lloyd y Clint Eastwood. La dama de hierro no está lejos de un telefilm de medio pelo. Su montaje mecánico y perezoso y su abordaje liviano y poco riguroso resultan ideales para ver el film en un tiempo en el que el vocablo ajuste suena como un mantra en el continente europeo, incluso en la isla de los corsarios.
EL CABALLERO DEL CONTROL Se ha dicho que el último film de Eastwood es su Ciudadano Kane, una referencia demasiado moderna para el autor de Los imperdonables, pero que sí denota la ambición del proyecto. En su reciente lista de las 10 mejores películas de 2011, el lúcido crítico Jim Hoberman, recientemente despedido del Village Voice, cierra el puesto número 9, que corresponde al filme de Eastwood, diciendo: “…se podría haber llamado Morir como un hombre”, en alusión al filme portugués sobre una drag-queen. Sucede que la magnífica e imperfecta obra de Eastwood, filmada a sus 81 años, más que revelar la compleja historia del FBI y su modernización, devela delicadamente, a pesar de algunos subrayados, una historia secreta de amor homosexual. El puritanismo anglosajón atraviesa el relato. Desde un inicio, a fines de la década del ’20, J. Edgar Hoover sintoniza con una obsesión nacional: el nacimiento de la doctrina de la seguridad con su constante correlato que postula una amenaza exterior: los comunistas de principios de siglo, los mafiosos del ’30, los radicales del ’60 y ’70. La otredad opera siempre en el imaginario conservador como mugre anárquica e inmoral que corroe los valores intachables y autoevidentes de una nación. Un atentado (fallido) en 1919 contra el Fiscal General será el evento que iluminará a Hoover, un joven abogado que trabajaba entonces para la fiscalía en cuestión y que, según su madre, estaba destinado a recuperar la grandeza familiar. Hoover intuye que se necesitan otros métodos (científicos) de investigación si se pretende combatir la plaga socialista. A los 26 años Hoover dirigirá el FBI, y al aceptar su cargo, que ocupó hasta su muerte, en 1972, pedirá autonomía del poder político. El reclutamiento y los requisitos para sus detectives explicitan una moral: nada de alcohol, ejercicio físico, lealtad, lo que no impedirá que tome como su mano derecha a Clyde Tolson, más allá de la limitación de su currículum. Ellos vivirán un amor platónico, y la película será de los actores que los interpretan, Di Caprio y Armie Hammer, ambos extraordinarios. A propósito de una historia del FBI que Hoover escribe mientras discute con sus ayudantes, los recuerdos se convierten en flashbacks y constituyen así el film, quizás demasiado caóticos para representar la trayectoria de un obsesivo del orden, aunque el relato jamás deja de ser clásico. Eastwood, del mismo modo que su criatura estelar respecto de su erotismo, reprime todo exhibicionismo estético. La mayor ostentación formal pasa por un falso raccord: Hoover y Tolson suben a un ascensor siendo viejos y al salir de él se los ve jóvenes, procedimiento que se repite en una visita al hipódromo. El resto es contención y discreción: gestos mínimos, jamás forzados, poca música y suave; ni siquiera frente a la muerte Eastwood cede a su clasicismo: un ida y vuelta repetido y con el tiempo exacto de duración permite ver cómo ve y lo que ve un amante frente al desconsuelo de ver al ser amado tendido en el suelo, al lado de su cama. Velozmente Eastwood dejará ese plano y contraplano precisos y concluirá la escena con un plano general en picado para ver (no del todo) al amante reclinado sobre el otro. La gracia de Eastwood aquí pasa por cómo filma las relaciones, lo que está entre un sujeto y otro. El liberalismo heterodoxo de Eastwood se apoya convenientemente más en la historia de amor que en el ineludible texto político. El secuestro del hijo del aviador Lindbergh y su resolución, el confuso asesinato de Kennedy, el cinismo de Nixon ocupan varios pasajes del filme, como también el encono (no del todo racista, a pesar de la evidencia) de Hoover contra Martin Luther King. La caza de brujas contra el Hollywood rojo de la década del ’50 y el Programa de Contrainteligencia de una década más tarde dirigido contra los grupos disidentes permanecen en un total fuera de campo. La máxima tentación de Eastwood es psicologizar en demasía a Hoover. Su madre, una verdadera arpía de antología, tan fálica como castradora, es la fuerza directriz de la economía libidinal de Hoover. Tal vez el caballero del orden tuvo la suerte de que una obsesión privada sellada en el alma por la observancia materna coincidió con la necesidad pública de garantizar el orden y la seguridad social. La vida de J. Edgar, el hombre detrás del héroe del FBI (y de las historietas y el cine), puede ser un ejemplo más que confirma la sugestiva hipótesis de que la insatisfacción y la represión sexuales estimulan la pasión por la vigilancia y el castigo.
PLACERES PATRIARCALES Digan lo que digan, y contra todo el consenso, el último film de Fincher es una película apenas correcta. La modestia no caracteriza al cine de David Fincher. El club de la pelea, El curioso caso de Benjamin Button, Pecados capitales, todas películas ambiciosas y en sus propios términos complejas, son íconos del cine surgido en la década del ’90, cuya estética y temas alcanzan a nuestro presente. Fincher es al cine lo que un Grishman es a la novela: un hábil artesano, aunque sus seguidores dirán que el realizador nacido en Denver es el autor de nuestro tiempo. Si se revisa su filmografía, no es casual que sea Fincher el elegido para adaptar Los hombres que odian a las mujeres en su versión hollywoodense, el best seller global de Stieg Larrson, que escribió su libro como una especie de conjura frente a su impotencia al ver que unos pandilleros violaban a una adolescente llamada Lisbeth. Título sugestivo y ostensiblemente feminista, los “placeres” patriarcales desfilan a través del relato como un batallón de la SS. Por cierto, los nazis aquí merodean como un espectro fundacional de las perversiones, aunque el sadismo, los asesinos seriales, la tortura, las violaciones, a veces matizados por cierto delirio bíblico, son ligeramente autónomos de la cultura nazi. La chica del dragón tatuado arranca con la humillación de un periodista, que pierde su prestigio frente a un líder de una corporación. Pronto será contratado por un patriarca empresarial para cumplir una doble agenda: escribir su biografía e investigar la desaparición de su hija. Blomkvist, más que un escritor, parece un detective y, como si fuera un Sherlock Holmes glaciar, lo acompañará su Watson, una joven asocial, una suerte de punk hacker, tal vez lesbiana, que alguna vez quemó a su padre. Juntos lograrán descifrar el oscuro misterio familiar. La chica del dragón tatuado, una síntesis entre Zodíaco (el mejor filme de Fincher) y La red social (su película más sobrevaluada), por momentos está muy cerca de convertirse en un comercial subliminal sobre las bondades de la notebook de la manzanita, pero no por eso abandona su constante desprecio por los hombres que no aman a las mujeres. Su mayor conquista, no obstante, pasa por otro lado: transmitir el placer de la inteligencia; las asociaciones mentales de sus dos protagonistas y la lectura que llevan a cabo de un par de fotografías para develar el caso es el punto más alto de un filme destinado al consentimiento acrítico de los fans de la trilogía (y Fincher) y al discreto olvido de los espectadores más exigentes.