Otros caminos para el terror local Virginia (Mora Recalde) es una joven solitaria que vive con su padre en una posada aislada, cerca de un bosque sombrío que limita con un mar agitado y acantilados ríspidos. Mientras llegan versiones de una peste que ataca a los animales del lugar, su padre se marcha para ayudar a un cuñado sobrepasado por la enfermedad de una de sus hijas, quien parece estar gravemente afectada de leucemia. Entonces, se produce la inesperada visita de Anabel (Romina Paula), hermana menor de la prima enferma, que también acusa síntomas de una debilidad extrema. Su presencia activa una seguidilla de acciones extrañas. Entre Virginia y Anabel irá creciendo una relación veladamente erótica, mientras el afuera y el adentro se tornan cada vez más desasosegantes, en el devenir de una corruptibilidad general del cuerpo social y natural, sutil pero indetenible. Sin descartar guiños a los mejores lugares comunes del terror vampírico, la historia se desmarca del género y se corre hacia el cine de autor. La puesta en escena busca la recreación de lo siniestro, eludiendo mostrar abiertamente los aspectos salvajes y sangrientos. La estrategia narrativa se apoya en la banda sonora y en imágenes veladas o sugeridas, con un trabajo metódico admirable del encuadre y la luz. Se vale de recursos tan simples como una casa rodante abandonada en el bosque, el paisaje hostil o un cuarto donde el empapelado barroco parece continuarse en las floridas sábanas de un lecho femenino. Ese trasvasamiento donde se borran los bordes acentúa la alternante atmósfera onírica que participa también de los sueños sobresaltados de Virginia, angustiada por la transformación de los lugares cotidianos en peligros acechantes y oscuros. Atracción prohibida El guión se desliza por los pasadizos de la psicología hacia la tensión sexual entre las primas. Mientras las protagonistas se aproximan en el interior de la casa, afuera se multiplican los animales desangrados y los murmullos sobre muertes a causa de una enfermedad indeterminada. La organización de la trama no busca develar un enigma, sino más bien dosificar una evidencia. Desdobla la atención entre las zonas oscuras del vínculo y el difuminado relato de terror. El eje siempre se mantiene sobre la intimidad de Virginia y Anabel, cuyos románticos nombres son una referencia al universo de Edgard Allan Poe, con frágiles heroínas de palidez mortecina y siluetas lánguidas. Como ellas, las protagonistas se mueven oprimidas por un clima victoriano reprimido pero al mismo tiempo atravesado por el eros, lo sobrenatural y el temor de lo que no puede controlarse. Siempre, por debajo del cuento atemorizante, se entrevé la angustia de una unión prohibida y con sentencia de muerte, en tanto el vampiro debe ser destruido para evitar su propagación. De todos modos, el relato parece quedarse sin resto hacia su desenlace y deja la sensación de un final exangüe al que le falta una mayor contundencia: literalmente la historia se desangra. La navaja invisible Más naturalista y psicológica que sobrenatural y terrorífica, la película de Desalvo, de cualquier modo, opera sobre la omnipresente amenaza de lo siniestro. Instala climas enrarecidos que acompañarán la sugestión de algo innombrable que se gesta fuera de plano. En este cine a pura atmósfera, la información se va dosificando en cada plano inquietante y perturbador, más revelador que las escasas palabras dichas. Es una película difícil de encasillar, está narrada desde el hiperrealismo y juega muy fuerte con el fuera de campo: la navaja afilada está del lado no visible, por lo que se ven los efectos pero no la causa. La construcción narrativa de la película puede resultar desconcertante para el espectador que espere “otra más de vampiros” clásicos o aun aggiornados como los de la saga “Crepúsculo”. El joven director (conocido por su ópera prima “Las mantenidas sin sueño” y su factura de algunos capítulos de la serie “Mujeres asesinas”), traiciona las expectativas de lo obvio, con su opción por una puesta distante, incómoda. Operando a pura marca y desmarca de los códigos de género, el film tiene el mérito indiscutible de un cine nacional que se anima al terror aunque de una manera más ardua, creativa y austera.
Un policial en fucsia y negro Tal como nos advierte el leit motiv de los afiches, nada es lo que parece o casi, en esta película de la debutante pero nada improvisada Natalia Meta, con sólidos antecedentes en producción y guión. “Muerte en Buenos Aires” está llena de sorpresas y secretos, por lo que la crítica debe moverse como en un campo minado para no revelar nada que disminuya esos efectos, aunque también es importante advertir que otra de las consignas previas sobre “descubrir al autor de un asesinato” es apenas un objetivo que da paso a otras denuncias más importantes, las que pueden ratificarse solamente si los desprevenidos no abandonan la sala hasta que se prendan las luces. Ante todo hay que tener en cuenta que deliberadamente la película no se propone seguir las reglas del género al pie de la letra. Tironeada entre la intriga y la farsa, “Muerte en Buenos Aires” se construye como un policial políticamente incorrecto, desenfadado y bizarro, donde las insinuaciones de humor y oscuridad se alternan anárquicamente. Superficies de placer El film entretiene y muestra a su manera la corrupción policial y judicial que deja -a su vez- entrever un entramado más grande, inquietante y complejo. La acción transcurre en 1989, entre los cortes de luz programados y la hiperinflación, que marcaron la bisagra entre la primavera alfonsinista y el menemismo. También incluye guiños a hechos privados posteriores que comprometieron a personajes públicos, aunque algunos casos reales semejantes ocurrieron bastante después. El disparador del argumento es el asesinato de un aristócrata vinculado al ambiente gay del momento (mucho más en el clóset que el actual). Este crimen debe ser resuelto por el malpagado dúo que forman en principio el rudo inspector Chávez (el mexicano Demián Bichir) y su colaboradora, la sensual agente Dolores (Mónica Antonópolus) caracterizada como una literalmente peligrosa chica de cómic, bien armada y con muchas curvas. Pero a ellos se sumará un novato policía: El Ganso, interpretado por Chino Darín, que es el primero en llegar al lugar de los hechos. Aprovechando la apostura del inexperto aprendiz, lo convierten en carnada para encontrar un culpable en el submundo de la noche porteña. Porque el objetivo inicial será seguir al principal sospechoso, la pareja de la víctima, un refinado cantante (Carlos Casella) que realiza su show en una disco frecuentada por homosexuales y travestis. Un ambiente que se muestra más ameno que peligroso, donde suenan temas que son un homenaje a este ícono de la cultura pop argentina que fue Federico Moura, una voz de referencia para el colectivo LGBT local. Es aquí donde la formalidad de la película se explaya con una estética definida por sus contrastes de oscuridad y fucsias propios de las luces de neón ochentosas y el enigma a resolver se va diluyendo a medida que la historia vira hacia la sexualidad de los personajes y cierto tono de comedia. Luces artificiales La puesta en escena y fotografía se lucen con la recreación de época, desde el vestuario y maquillaje hasta la caracterización de la ciudad que muestra autos y detalles indiciales de aquellos años. Empezando por el promisorio hijo de Ricardo Darín, el elenco está lleno de revelaciones, pero queda la sensación de grandes posibilidades desperdiciadas. La ingeniosa caracterización de Mónica Antonópulos no está seguida de una intervención que pese en el argumento y como otros actores secundarios: Tortonese, Arana o el juez (Disi) y la intrigante hermana del occiso (Kuliok) no superan la caricaturización del estereotipo. El guión se desarrolla con alta pretensión, entre escenas formalmente complejas y costosas bastante bien logradas, entretenidas y con suspenso. Llena de indicios ¿innecesarios o no? como el botón flojo en la camisa del detective que dirige la investigación o una cajita de fósforos que cambia de mano. La ambientación y banda sonora van generando un clima más que todo extravagante, donde la búsqueda del efecto supera la verosimilitud y la profundidad. La gran producción y despliegue de “Muerte...” no logran ocultar las falencias de una historia con hilos sueltos como el de la camisa que deja caer un botón. Y por último, es una pena que Demián Bichir no resulte creíble con una voz de ogro que suena como separada de su cuerpo y porque se mueve como si trabajara en un policial clásico sin acusar que las reglas rígidas se fueron con la posmodernidad.
Vidas dichas a ritmo de tango En la década del treinta y cuarenta en la Argentina, una serie de filmes contaron historias basadas en letras de tango. Eran películas sin grandes valores artísticos, planteadas con fines comerciales pero con gran anuencia de público. En esta tradición, parece insertarse “Fermín”, con la nostalgia como caballito de batalla, algunas pizcas de sensualidad y ciertos toques certeros de humor, aunque la obra demuestra falencias en su forma de contar y confunde acerca de si se trata de un homenaje al tango enmarcado en una historia ficcional o al revés. De todos modos, sirve para celebrar el regreso de Héctor Alterio al cine argentino del que estuvo ausente 12 años. El veterano actor interpreta al Fermín que le da título a la historia, con el interesante hilo conductor del enigma de un anciano internado en un siquiátrico. Este personaje establece un vínculo afectivo con el nuevo médico (Gastón Pauls), quien descubre que su paciente se expresa únicamente con versos de conocidos tangos y milongas. Para desentrañar el misterio, la trama busca en el pasado con un creciente protagonismo de la danza definida por Enrique Santos Discépolo como “un pensamiento triste que se baila”. A la par -y por momentos a la zaga- hay tres flashback que coinciden con momentos políticos diferentes: uno en 1945, otro -muy breve- en 1955 y uno más en 1976. Anclada en los clichés Un reparto de prestigio lleva adelante una galería poblada de personajes estereotipados. Demagógica, sin rubores, la película apunta a ganarse la forzada emoción y melancolía del espectador. Aun con las limitaciones del guión, el elenco cumple con su parte: Alterio resulta convincente en un trabajo difícil pero breve; Luis Ziembrowski con frases bien colocadas logra una crítica a los burócratas que conducen hospitales públicos y un fugaz Emilio Disi como el habilidoso bailarín Ciempiés deja con ganas de más, porque en una historia que oscila entre la comedia y el drama, ésta mejora en sus momentos de humor cargado de retrueques a los que aporta su oficio. Por su parte, Luciano Cáceres se mueve curiosamente con el mismo registro que tiene en “Gato Negro” (el que vio recientemente aquel film, encuentra al mismo prototipo sin variaciones sustanciales). Gastón Pauls repite su eterno rol de ingenuo bienintencionado y mejor un manto de piedad para el debut de la hija del famoso futbolista de quien se escuchan pocas y breves frases entre constantes gimoteos, gritos y llantos desconsolados. Finalmente, la película termina decantándose por la historia de amor que sucede en el presente entre el joven médico y Eva, la nieta del anciano, bailarina profesional de tango, interpretada con mucha piel por Antonella Costa. Cuando más es menos Dirigida a cuatro manos por Findling y Kolker, la experiencia parece corroborar aquello de que “muchas manos en un plato hacen muchos garabatos”, porque aquí, no hay ensamble sino suma. Se amontona con la intención de mostrar la música ciudadana como espectáculo vernáculo de proyección internacional, donde lo que tendría que ser secundario y continente (la danza y la música) absorbe a la historia contenida. Lamentablemente, cuando se reconstruyen episodios de 1955 y 1976, la puesta en escena es apurada y desprolija, llena de anacronismos. Entre los flashbacks de Fermín en su juventud (Luciano Cáceres) y referencias laterales a la Libertadora y los desaparecidos, el film pasa a mostrar atracciones tangueras en sus lugares y con su público, en largos números musicales que no están fluidamente ensamblados con las escenas de ficción, pareciendo videoclips insertados que hacen de la narración un relato disperso e irregular, con muchas facetas no del todo exploradas y personajes apenas esbozados. Por momentos, el producto parece ser consciente de su actitud desprejuiciada hacia el efecto fácil y busca introducir efectos cómicos que aligeren la carga dramática. El resultado es una película para nunca tomarse demasiado en serio.
La oveja descarriada Dos sustanciosas horas dura la curiosa ópera prima de Gastón Gallo que nos cuenta la historia de Cabeza (así lo llaman los amigos), un pibe del interior tucumano que sueña con vivir en Buenos Aires y al que la película presenta, luego de un fragmento inicial que documenta el trabajo en los ingenios azucareros de la década del cincuenta, doblando una esquina de su pueblo. Después lo vemos con enorme esfuerzo correr con su bicicleta a la par del tren que va hacia la Capital: una carrera que siempre pierde, en el intento de saltar al andén como polizonte. Se llama Tito Pereyra y vive una infancia paupérrima en un hogar lleno de necesidades, donde el padre ha dejado a su esposa y a los hijos. Desde pequeño Tito-Cabeza se manifiesta como una oveja descarriada, tiene un angélico hermano que no parece nunca enterarse de las diabluras de ese indómito Caín, de carácter violento pero, eso sí, con una tenacidad a toda prueba. La primera vez que cumple su sueño de arribar a Buenos Aires, la experiencia es negativa: su madre lo encierra en un reformatorio de mano dura, del que termina escapando en compañía de “Pirata”, otro niño marginal con el que subsisten lustrando zapatos o abriendo puertas de autos, hasta que un hecho puntual los separa y Tito-Cabeza regresa a Tucumán. Un cartel sobreimpreso avisa que corren los años sesenta y el protagonista (Luciano Cáceres) es ya un joven alto y fornido, que busca trabajo en los ingenios, una especie de infierno por los hornos que procesan la caña, alimentados por el esfuerzo de los peones. Su ambición de superar esas condiciones de vida miserables, lo lleva a tomar otros atajos y no vacila en estafar o hurtar hasta regresar al objetivo de vivir en la Capital, aunque sea en una pensión promiscua, donde duerme con los zapatos puestos por miedo a que se los roben. Progresivamente se vuelve un obsesivo del trabajo: empieza limpiando baños, sigue vendiendo alfajores al menudeo, hasta que alcanza un mediano bienestar que tampoco le alcanza: como una sed abrasadora, su ambición crece junto con asociaciones non sanctas y más complejas. La mueca de lo soñado Si en instancias anteriores Tito-Cabeza había rechazado incorporarse a bandas de ladrones improvisados, progresivamente empieza a ganarse la confianza de prósperos estafadores de guante blanco -con trampas financieras y negocios de plata dulce-, a la luz de la importación abierta de principios de los años ochenta, que funden a la industria nacional. La película expone un vergonzante friso delictivo, protagonizado por hordas de pícaros varios que truecan favores por fuera de la ley. Y nadie queda excluido del entrevero, incluyendo militares, profesionales graduados en Harvard o políticos y comerciantes de distintos niveles. El personaje se va transformando en cada cambio de traje y domicilio, hasta acabar en una lujosa mansión, con mucama, esposa enjoyada y un solo hijo, al que llama “rey”, aunque solamente le dedica los retazos de tiempo libre que le quedan entre negocios y viajes, atiborrándolo de juguetes para compensar soledades. Entre el registro documental y un realismo que se vuelve expresionista, con alteraciones y visiones, el periplo continúa entre metáforas obvias, lugares comunes, escenas improvisadas y otras construidas con rigurosidad y maestría. Desbordada, desigual, cambiante, pasional, contundente son la andanada de adjetivos que podrían atribuirse a esta película atípica y arbitraria. Luciano Cáceres asume el enorme esfuerzo del protagonismo y su personaje es convincente pero no conmovedor, algo que sí logra el debutante Santino Gallo, cuando lo encarna en los años infantiles. La moraleja de que el patito feo en el fondo es un cisne y se transformó en un monstruo por las circunstancias no alcanza para justificar al triunfador tramposo, al que le cabe un remate discepoliano a su medida “... somos la mueca de lo que soñamos ser”. El film es una especie de culebrón histórico, con personajes que entran y salen. Al respecto, resultan muy efectivos y profesionales los desempeños de Luis Luque, Lito Cruz, Favio Posca, Paloma Contreras, Pompeyo Audivert y Leticia Bredici como esa mujer florero, vistosa pero inútil, totalmente manipulable por la enfermiza personalidad del protagónico. Incluso con sus desaciertos, la sinceridad y convicción con la que está construida hacen de “Gato negro” una película similar a su protagonista, con la misma ambición narrativa operando en el desarrollo de la historia que siempre interactúa con su propia omnipotencia.
adinerado ejecutivo de apellido tradicional aparece degollado en el confortable country porteño La Maravillosa. Se trata de un caso policial de interés mediático, porque a su vez, la víctima había estado, algunos años atrás, implicada en el resonante crimen de su propia esposa en el mismo lugar, hecho por el cual terminó sobreseído, aunque las dudas sobre su culpabilidad nunca se despejaron. Para investigar acerca de lo ocurrido, el propietario de un importante diario local, recientemente adquirido por capitales extranjeros, convoca a dos de sus periodistas, uno muy experimentado y otro recién llegado a la especialidad. El nuevo directivo (interpretado por el español José Coronado) considera que su periódico podría tener más lectores de incorporarse un punto de vista femenino y literario, que sume “un plus” a los argumentos periodísticos. Con esa intención propone a Betibú, una reconocida escritora de novelas policiales (Mercedes Morán) quien actualmente permanece casi retirada del oficio, para la que esta propuesta implica volver al ruedo acerca de temas sombríos que habían dejado de interesarle. Algo similar ocurre con el personaje de Brena (Fanego), un periodista de la vieja escuela que supo llevar adelante la sección Policiales hasta la llegada de Saravia (Ammann), un joven culto pero algo pedante y sin experiencia. El curioso ensamble entre Betibú y los dos periodistas que se suman a la investigación del crimen, funciona. Los contactos del veterano, la energía del principiante y la imaginación con capacidad de observación de Betibú hacen del trío un complemento donde cada parte se necesita. Brena y Betibú (los más maduros) empiezan a renacer con la investigación y demuestran que no han sido vencidos por el tiempo. Ambos tienen mucho para enseñar al más nuevo: la certidumbre de que las nuevas tecnologías a veces no alcanzan para lograr un objetivo, porque Internet no aporta lo que archivos de papel o antiguas cintas analógicas sí pueden. Por eso, luego de algunos choques iniciales comienzan a complementarse en una relación de amistad y complicidad. Finalmente, el caso se revela de una complejidad impensada: es apenas el comienzo de otros asesinatos aparentemente inconexos, formando una red tan intrincada como inquietante. La deconstrucción del misterio Betibú habla de cambios sociológicos y laborales, de amistades, pactos, de poderes visibles e invisibles pero actuantes en un estado generalizado de corrupción. El foco de las acciones se fija en la resolución de un enigma que implica descubrir una lógica de piezas faltantes que se deben completar. Todo ese trabajo se resuelve en circuitos cerrados entre muros y rejas de countries, estancias custodiadas y claustros antiguos. Pero cuando a partir de allí, se quiere salir con los descubrimientos a la calle y hacerlos públicos mediante la prensa, se da otra vuelta de tuerca. De este modo, tenemos una primera parte que sigue las reglas de una novela policial tradicional, en la que lo racional es la clave para la resolución del misterio y una segunda etapa, donde, a la par que el espacio, la negritud avanza y se siente miedo, mucho miedo. El film no se molesta en entregarnos las cosas servidas en una bandeja. Cohan ofrece suficientes piezas al espectador para terminar de armar la historia y sacar conclusiones. Hacia el final, lo abarcado es mucho más grande y por lo tanto complicado de cerrar. Va en cuestión de gustos el uso de las elipsis para -en los últimos 25 minutos- resolver lo que puede aclararse de la trama, pero también allí es donde sentimos que la película nos suelta la mano, para bien o para mal. De irreprochable factura técnica, con buena muñeca en el manejo del suspenso y el pulso narrativo, Betibú es un buen ejemplo de policial negro sostenido por buenas actuaciones y una sólida producción: un tipo de cine argentino con definido perfil industrial, popular y clásico.
El amor en tiempos de soledad Todo ocurre en un indeterminado tiempo futuro, no muy alejado del presente. Las primeras imágenes del film muestran un frío universo en una gran y tecnologizada urbe. Theodore, (Joaquin Phoenix), un hipocondríaco habitante de edificios vidriados, trabaja en una empresa donde escribe cartas por encargo de clientes que precisan un discurso para expresar afectos y deseos que no saben exponer, pero que pueden pagar. El suceso que dispara la línea argumental es una curiosa adquisición del protagonista, un sistema operativo con una extraordinaria capacidad de comunicación, verbalizada por una encantadora voz femenina que dice llamarse Samantha (Scarlett Johansson), con la que va estableciendo una relación cada vez más armoniosa, hasta que ambos se enamoran. “Her” aborda con intensidad la extraña historia de amor que van a mantener este hombre y una seductora voz/alma que conoce sus gustos y necesidades. El quinto elemento “Her” muestra las volátiles facetas del enamoramiento y se pregunta constantemente por su quintaesencia, un término actualmente casi en desuso, creado por los alquimistas para denominar la verdadera naturaleza de las cosas en su estado más puro y perfecto. En el vínculo que establecen Theodore y Samantha, la idea del amor está en la mente, en los recuerdos, en los sentimientos y sensaciones aún en la ausencia del cuerpo. Siguiendo las reglas de la estructura clásica de la película romántica, el argumento explora el costado abstracto, invisible y contradictorio de un vínculo sentimental. Parte de un argumento insólito pero su materia prima está en la mirada de uno y en la voz de otro. El guion se vuelve filosófico al preguntarse por los límites sobre lo que es real y expone que no hace falta un cuerpo para transmitir y recibir sensaciones: todo está en la mente, en los recuerdos y sensaciones, donde el sexo interviene, pero trasciende más allá de lo físico y palpable, con la paradoja de que en el más visual de los medios se trabaje con otras sensorialidades. El oído surge como detonante del amor, casi como encuentro directo con el alma del otro, si es que por alma se entiende la risa, la manera de acariciar con las inflexiones de la voz, y ese tipo de seducción que se esparce como un perfume diferente sobre las figuras tonales. Amor y mitologías Sostenido por una soberbia fotografía y por una magnífica banda sonora, el director nos convoca a una ceremonia de afectos verbalizados en la que consigue “carnalizar” la ausencia física de Samantha aprovechando la sedosa y sugerente dicción de Scarlett Johansson. El guión irá deparando sugerentes vueltas de tuerca para los sentimientos crecientes que alcanzan una puesta en escena riquísima en hallazgos y situaciones hondamente perturbadoras. Alejado del malvado emperador que encarnó en “Gladiator”, Joaquin Phoenix consigue uno de los mejores papeles de su carrera, en una línea afín al personaje que hizo en “Los amantes”, de James Gray. Como contrapeso intenso de la mirada y la expresividad facial de Joaquin Phoenix, el film tiene a la voz de Scarlett Johansson, quien no sale ni un minuto en pantalla pero hace su mejor rol desde “Perdidos en Tokio”. Scarlett demuestra que no es necesario salir en pantalla para hacer un papel de peso. Por su parte, Amy Adams, a pesar de que tiene una pequeña intervención, también realiza una adorable interpretación que se cierra en un precioso plano final. Ella funciona como un complemento depresivo y femenino del introvertido Theodore. El talentoso director y guionista Spike Jonze se mete con esa burbuja que implica el amor, la construye (y deconstruye) tan delicadamente, como un cuento de Bradbury, quien si estuviese vivo, habría disfrutado de este hermoso relato, delicado, inteligente y divertido. Una delicia en lo visual y con una banda sonora capaz de sostener esa constante poesía melancólica donde también aparecen todas las debilidades del amor y su repertorio de “pequeñas magias inútiles” (Borges dixit). Tanto visto como un hito de la ciencia ficción romántica o un cuento futurista y conmovedor, la historia de Theodore y Samantha resulta mucho más real que la mayoría de historias de amor que abundan actualmente en la gran pantalla. Fervorosamente recomendable, “Her” está hecha con la pasta de las películas de culto.
El cruce del umbral La conflictiva relación entre un adolescente introvertido y su padre autoritario es el centro de una historia que transcurre en un medio conservador, con mandatos patriarcales y mujeres sumisas. La directora se caracteriza por observar las conductas humanas y en particular, la de adolescentes y niños que constituyen un reflejo del mundo adulto que los rodea, un universo reglado y pautado, sin lugar para lo que sea diferente. La película está narrada desde el punto de vista de Nicolás (el debutante Alián Devetiac), un joven de 17 años, el primogénito de un padre que mantiene dos familias: una legal y otra más o menos clandestina. Un modo de vida que sin embargo está naturalizado por sus miembros, aunque con distintas jerarquías. La relación más antigua es con la madre de Nicolás, quien tiene dos hermanos menores: una quinceañera y un niño. El padre (Daniel Veronese) siempre aparece “de visita” pero con decisiones y soluciones para todos. Así ha decidido que el hijo mayor sea el sucesor de sus negocios y su profesión. El joven protagonista es silencioso, habla con cuentagotas, pero en cada uno de sus gestos -sobre todo en su mirada- y en sus acciones o en lo que no quiere hacer, se transmiten sentimientos encontrados y crecientes entre el resentimiento, la humillación, el temor y la violencia contenida para con esa figura patriarcal que decide todo y para todos. Difícil sencillez Las películas de Murga son de una compleja sencillez, construyen un fluir que parece arrancado de la vida misma, donde las secuencias crecen impulsadas por un realismo naturalista que registra momentos cotidianos: el juego de los hermanos, la salida de cacería, el cumpleaños familiar de la hermana quinceañera. Sin embargo, están lejos del costumbrismo convencional y nos dejan en condición de observar que por debajo de la apariencia hay siempre algo más importante, algo que aunque parezca pequeño como una chispa, puede generar un gran incendio. “La tercera orilla” es un film de acentuada sutileza, cuidado por el detalle y la construcción de climas pero también es distante, con pocos diálogos, entre silencios incómodos y miradas furtivas. El cine de Murga habla en voz tenue pero firme, impulsa a la observación, a leer entrelíneas. Un modo de narrar que distancia la emoción inmediata y parece frío, como un fuego helado. Mientras las palabras que dicen los personajes son tan importantes como las que callan, la música incidental cobra importancia cuando pasa a un primer plano, como en la escena del karaoke, la única situación donde el joven parece sentirse como pez en el agua, en vez de en un mundo ajeno y hostil. Allí la letra de “Rezo por Vos” resuena como un eco de su interioridad: “y me abracé al dolor/ y lo dejé todo por esta soledad”, aunque también lleva a entrever un pasaje de la furia a la esperanza: “Y curé mis heridas/ y me encendí de amor” . El mito continúa Aunque la película de alguna manera siempre ronda la tragedia, al mismo tiempo, consigue evitar el melodrama y lo maniqueo. No deja de seguir el discurso tradicional contra el machismo, la hipocresía y el peso del mandato paterno, exponiendo el mito básico de alejarse para crecer y transgredir para descubrirse. La trama se va desenvolviendo de a poco, en la placidez de la vida pueblerina, hasta que adquiere un tono virulento, seguramente polémico, en el ritual de iniciación, de corte con el mandato y cruce del umbral. Murga llega a ese clímax, construyendo la historia paso a paso, narrando con estilizado control de la puesta en escena y reafirmando su pericia en la dirección de actores como el adolescente Alián Devetac, quien carga con el peso de la película. Su mirada intensa y provocadora, pero a la vez llena de timidez interactúa en un buen contrapunto con la experiencia de Daniel Veronese, el dramaturgo y director teatral, aquí en un inmejorable debut actoral. Por todo esto y mucho más, “La tercera orilla” aún en su minimalismo y su deliberado distanciamiento se afirma como una película de múltiples connotaciones, ideal para un debate sobre las relaciones paterno-filiales que implican el abordaje del autoritarismo, la sumisión, la rebeldía y los delicados límites que separan un sentimiento de otro.
Los manipuladores de sentimientos Felipe Mentor, un ejecutivo cincuentón (interpretado por Osmar Núñez) parece haber logrado con creces sus objetivos en la vida, al ser dueño de una empresa en ascenso y un buen pasar económico, además de contar con una bella y joven esposa (Moro Anghileri). Sin embargo, dista de ser un tipo feliz y mucho menos agradable. Todo lo contrario, necesita controlar hasta el menor detalle de su entorno, desde el perfume que usa su secretaria, hasta la forma de vestirse de sus empleados. Ese rol de manipulador sobre la vida de los demás, también se repite en la vida privada con su elogiable esposa, que memoriza frases escritas por él mismo, para que ella se las diga en momentos de intimidad, cumpliendo con sus fantasías afectivas y sexuales. Muy pronto sabremos que esta conducta inusual es producto de un oscuro contrato con una corporación dedicada a brindarles a las altas clases sociales un servicio de relaciones sentimentales a la medida de sus deseos. Pero existen límites en las cláusulas de esos vínculos pagos, y esto originará el drama del protagonista, desmoronando su organizada vida. Hallazgos y obviedades La película gira en torno de una buena idea, aunque su ejecución es despareja: alterna hallazgos y obviedades. Por momentos, inquieta y genera suspenso; por otros, subraya alegorías sociales pero siempre deja la sensación de que podría haber sido más sutil, particularmente en la puesta en escena, que oscila entre momentos de alto refinamiento y otros condicionados por un presupuesto insuficiente. En este punto, tal vez se encuentre la clave de varios aciertos y deficiencias. En lo formal, la fotografía juega con los contrastes entre el mundo ficticio y el real. Algunos giros inesperados funcionan; otros, no. La música incidental, que siempre quiere potenciar lo visual resulta invasiva y redundante, como también ciertas moralejas demasiado explícitas. Metáforas y críticas El director, que cuenta con antecedentes como realizador de películas en el género del terror, aquí parte de un guión ambicioso, de alcances inquietantes, que lo acerca a una radiografía sobre el poder, la dominación y el deseo, aunque el resultado final no alcanza a desplegar todas las posibilidades de una historia que incursiona en forma dispar por el drama romántico y familiar, el thriller negro y hasta con el cine fantástico y la ciencia ficción. Un film cuya trama funciona como una gran metáfora que incluye la aparente felicidad de una clase privilegiada con ingresos que le permiten acceder al cumplimiento de sus fantasías. Una idea representada muy bien por momentos y en otros no. Altibajos que se comprenden en el marco de una producción acotada por estrictos presupuestos de realización, que a veces no están a la altura de la fábula narrada. Los ribetes fantásticos y simbólicos de la historia funcionan por momentos mejor que otros, como en el juego de representaciones que ocurren sobre el escenario de un teatro privado, propiedad de la corporación, donde se reproducen escenas de la vida cotidiana para que los clientes de la misteriosa empresa puedan elegir una pareja ficticia de acuerdo a sus gustos. “La Corporación” ofrece una mirada sobre el mundo banal que hace un culto de las apariencias, criticando las formas de manipulación que cosifican a las personas volviéndolas un producto de consumo, con un precio y contrato de por medio.
Inesperado héroe para desamparados En tiempos impiadosos, resultan gratamente necesarias historias como la de Ron Woodroof, una de esas biografías que no aparecen en letras de molde pero que el cine suele afortunadamente rescatar. En este caso, la de un vaquero adicto a las prostitutas y los excesos, que alterna su alienado trabajo con la doma de toros y los juegos de azar. Entre estafas, trasnochadas y alguna que otra riña, un buen día se descompensa y cuando lo internan descubren que tiene sida y un mes de sobrevida. Pero, ajeno a cualquier sumisión, Ron se decide a seguir peleando por su salud, buscando medicinas alternativas no aprobadas por la FDA, las que obtiene por vía clandestina en distintos países del mundo. Como logra una mejora notoria de su estado, se enfrenta legalmente con el gobierno y las empresas farmacéuticas que, a mediados de los 80 sólo permitían el uso del AZT a pesar de graves contraindicaciones que amenazaban el sistema inmune de los pacientes. “Dallas Buyers Club” es por todo esto la historia de una transformación evolutiva y de una lucha que involucró a miles de heterosexuales y homosexuales portadores de un virus para el que no existía cura y que iba acompañado de un enorme prejuicio social, particularmente en una sociedad machista y cerrada como la texana, donde se manifestaban horrorizados por las revelaciones de Rock Hudson, una de las primeras figuras públicas que admitió padecer la enfermedad. Todos los ríos van al mar El recuerdo de las universales coplas de Manrique en el subtítulo viene a cuenta de que, con el trasfondo del sida en sus comienzos, el film además de ser un buen testimonio sobre los efectos de la enfermedad y el rechazo social a los padecientes, es una historia que habla más acerca de lo que une a los seres humanos que de lo que los separa y donde el peso cae en el retrato de una amistad insólita entre dos hombres condenados en principio a no entenderse y de la obstinación por la vida como elección. McConaughey transmite el drama y el dolor que lo atraviesan sin perder la sonrisa y la fuerza de voluntad como para enfrentar al mundo, desafiando los pronósticos y los diagnósticos. Es un actor que pasó de ser conocido por actuar en comedias románticas a ofrecer un trabajo portentoso con una transformación física impactante (adelgazó 18 kilos para el rol). Su personaje se mueve en un amplio abanico de luces y sombras, aunque al final siempre prima la parte más luminosa. Lo vemos transformarse no sólo físicamente, sino creciendo intelectual y emocionalmente: estudia biología para rebatir argumentos, cambia sus hábitos alimentarios y se humaniza en su visión del mundo, buscando una salida solidaria con todas las personas afectadas de HIV. No es un santo, no lo hace gratis, sino cobrando una membresía para pertenecer al insólito “club” donde obtener los medicamentos que el sistema de salud estadounidense no admite por razones poco claras. Así se transforma en un referente que trae esperanza a muchísimas víctimas de una enfermedad estigmatizante. Optimismo y crepuscularidad El Ron que compone Matthew McConaughey es todo lo contrario a lo que la corrección política supone acerca de un activista que lucha por los derechos sociales de una minoría: un rudo vaquero con “cara de tejano pobre”, como lo define Rayon (Jared Leto), su aliado en el lado opuesto. Los vínculos afectivo-amistosos con el mencionado personaje de Ray/Rayon y con la médica (Eve), que interpreta Jennifer Garner, son los más conmovedores y marcados por la imposibilidad de concreción. Aunque la química con esta última no funcione más que en cierta identificación filial, sirve para exponer las contradicciones entre la burocracia institucional del sistema hospitalario y la arriesgada propuesta del protagonista. En otro plano, es muy significativa la escena donde Ron le regala a Eve, un cuadro pintado por su madre, titulado “Flores silvestres de Texas”, que puede compararse con el gesto de los duros cowboys de John Ford, quienes no regalan rosas sino cactus a las mujeres que aman. Un paralelismo, casi homenaje, al referente máximo del western clásico, al cual este film, entre sus múltiples líneas de sentido, no deja de pertenecer aun en la crepuscularidad del género. A la película le interesa la contracrónica de la lucha contra empresas farmacéuticas y hasta contra el propio gobierno para buscar vías de tratamiento alternativo y no tóxico para prolongar la vida de los sidásicos, pero sobre todas las cosas se impone como manifiesto acerca de lo que une a las personas sobre sus diferencias y también sobre la esperanza, que sólo es posible cuando no se bajan los brazos, siendo muy valioso que el relato siempre se queda en la orilla de la sensiblería, lo justo para conmover y dejar lugar al pensamiento en el abordaje de un tema dramático, de tal forma que termina por contagiar su optimista vitalidad.
Una fábula con aires del altiplano En el importante rubro de la animación infantil, junto a la sobrevalorada “Frozen”, por un lado, y las previsibles aventuras de superhéroes encarnados en inexpresivos muñequitos que nacieron para otro destino, por el otro; es importante advertir el estreno de esta encantadora película en 3D, de procedencia argentino-peruana, ganadora del premio a la Mejor Película infantil en el Bafici 2013. Con una trama que se corre de los bordes tradicionales de las películas infantiles, este filme desembarca en las salas del país con varios premios a cuestas y ha sido vendido a países tan distantes como Rusia o Corea del Sur, donde ha funcionado muy bien en la taquilla. El relato está enmarcado en el cuento que un ratón abuelo les narra a sus nietos sobre un reino atemporal (Rodencia) en medio de un bosque inmenso. Cuando el niño ratón se entristece por ser pequeño, el abuelo le señala que serlo tiene sus ventajas, porque un ratoncito siempre podrá ir a lugares donde los grandes no. Casi una alegoría de este filme artesanal donde subyace la leyenda vinculada a un personaje muy popular entre los niños españoles e hispanoamericanos: el Ratoncito Pérez. De ahí que el móvil fundamental de la aventura pasa por lograr el intercambio del diente de un niño humano por una moneda de oro. Aunque aquí, el protagonismo de los roedores es colectivo: los hay buenos y malos, ancianos y jóvenes, guerreros, nobles y campesinos. Casi todos funcionan en duplas complementarias, empezando por los pequeños Edam y Brie, una pareja de ratoncitos muy jóvenes y aprendices de mago, quienes acompañados de los dos mejores guerreros del reino de Rodencia (a su vez amenazado por un malvado hechicero) deberán cargar con la responsabilidad de concretar el canje del oro por un diente, lo que les permitirá conjurar el peligro que acecha a su reino. Una fábula con aires del altiplano Integrando culturas La película es visualmente muy agradable, una especie de versión a lo Tolkien de la historia del Ratón Pérez. La mayor parte de la trama no transcurre en castillos medievales sino en inconmensurables paisajes andinos, sustentados en una banda sonora que incorpora charangos y quenas, en una fusión que refleja su pertenencia latinoamericana. No sólo es muy destacable el tratamiento de los colores y el diseño de los personajes, sino la concepción de los fondos, que evocan al altiplano tanto en los ambientes como en el vestuario: Edam, el pequeño héroe siempre lleva chullo, el simpático gorro de lana con orejeras, típico de los habitantes de la región andina. El resto es herencia universal de los cuentos de hadas y leyendas. No por infantil la aventura resigna cierta tensión dramática que se mantiene a lo largo de toda la película. Es por un lado una historia épica, que involucra a los chicos sin tener un chiste forzado cada tres minutos pero sin descartar toques de humor, como sus simpáticos ratones con nombres de quesos que se complementan entre sí: Edam-Brie, Roquefort-Gruyere, Muza y Provolone, estos últimos inconfundiblemente argentinos. Resulta interesante que la película evita caer en un maniqueísmo reduccionista y deja claro que el mundo de los humanos es como el de los ratones: hay héroes y malvados en todos lados. También, en medio de las batallas y hechizos, como en toda fábula se deslizan abundantes enseñanzas, desde las inesperadas ventajas de lo pequeño, hasta la conciencia de que el éxito depende de la confianza en los propios dones y la determinación de persistir en el esfuerzo.