Aventuras preadolescentes con idiosincrasia argentina Hace casi veinte años, la escritora María Inés Falconi iniciaba una exitosa saga nacional con personajes preadolescentes y sus aventuras, que al presente suman diez exitosos libros. El primero de ellos es el que adaptan a la pantalla grande los directores Nicolás Silbert y Leandro Mark. Se trata de un relato con un pequeño grupo de jovencísimos amigos embarcados en desaparecer brevemente, desde el interior mismo del colegio, escondiéndose en el sótano, hasta que finalice la clase más insufrible a cargo de una docente que llaman “La Foca”, una profesora llena de tics espanta-alumnos, interpretada por Karina K. Federico, el líder de séptimo grado, simpático y transgresor, pertenece al cerrado grupo integrado por Graciela, la chica linda pero incomprendida; un genio sabelotodo; la típica sobreprotegida que lucha contra sus propios miedos y una odiosa e infaltable tragalibros, delatora de los planes urdidos para escapar de los momentos más aburridos en el colegio. El conflicto estalla cuando la alumna más insoportable de la división se inmiscuye en la travesura y los cuatro aventureros iniciales deben compartir su tiempo de voluntario confinamiento con esta indeseable compañera. En la forzada convivencia, cada uno de los chicos mostrará alguna faceta oculta: ni el más “cancherito” es totalmente feliz (sufre por el divorcio de sus padres), ni la más popular del colegio es amada como anhela o la más resentida oscila en la contradiccion del perdón al odio. Entre signos de interrogación Si los libros de Falconi lograban construir un mundo complejo y verosímil, con personajes que zafaban de los estereotipos, a los cineastas les falta trascender la medianía que nunca abandonan. Ya desde el comienzo caen en el esquematismo de la música incidental y un montaje que pocas veces sale de lo televisivo. Igualmente hay escenas de acción y suspenso: el submundo (más lúdico) tiene un inframundo peligroso, y desde allí se conectan con las cañerías que alimentan al colegio, esa estructura invisible y simbólica de sus propias hormonas que están siempre al borde del estallido. Este tópico está presente desde el comienzo y permanece hasta la última imagen, unida a los gags del simpático plomero interpretado por Osqui Guzmán. Las acciones suceden en un marco de atemporalidad, notorio en su ambientación, aunque la distancia entre 2013 y 1995 (cuando la saga literaria se inició) es muy grande y el preadolescente actual no es el mismo de casi dos décadas atrás, cuando irrumpieron las creaciones televisivas de Cris Morena que impusieron la imagen de un adolescente naif, conflictivo, con una impronta de picardía pero también de ingenuidad. Siguiendo este modelo, las actuaciones de los chicos son muy elementales, siendo la más creíble la de Brenda Marks Cobas, que interpreta al personaje más odiado: Miriam Reynoso. El espacio rutinario del colegio se resignifica alojando dos realidades diferentes: los juegos y aventuras de los jóvenes en el sótano versus la caricaturesca búsqueda simultánea, organizada por las autoridades del colegio y los padres. “Caídos del mapa” es una película que tiene mucho de humor físico, con unas cuantas citas al cine mudo, donde manda el lenguaje corporal (Karina K y Osqui Guzmán parecen salidos de una historieta). En la trama, hay comedia pero también melodrama, acción y aventuras inofensivas. La película no busca más allá de lo previsible: el descubrimiento del primer amor, el trabajo en equipo, conviven en este film musicalizado por el grupo Miranda. Y todo apunta a que sea el inicio de una saga, por lo que al final de los créditos de cierre, la palabra “FIN” aparece entre signos de interrogación.
El monstruo con piel de cordero La novelista y directora argentina Lucía Puenzo se caracteriza por abordar temas que atraviesan la biología y la sexualidad en la adolescencia, con un punto de vista que rescata lo natural y espontáneo de esa etapa de cruce hacia el mundo adulto, tal como se evidencia en sus películas anteriores como “XXY” o “El niño pez”. En “Wakolda”, con una importante producción internacional, la joven directora presenta una historia ficcional ambientada en la Patagonia de los años sesenta, donde un oscuro interés -entre científico y afectivo- vincula a un médico alemán con una familia argentina de varios hijos que acaban de instalar una hostería a orillas del Nahuel Huapi y donde el misterioso personaje decide alojarse. La historia ficcional (basada en una novela de la directora) permanentemente entrecruza datos reales acerca del exilio de jerarcas nazis que después de la guerra eligieron la Argentina como lugar para ocultarse, prefiriendo el sur del país, donde contaban con admiradores y protectores. Puenzo pone su mirada en un tema complejo y controvertido como la presencia de comunidades filonazis en el sur patagónico en esa época y al mismo tiempo instala los temas que ya encontramos en realizaciones suyas anteriores que giran sobre las visiones primerizas del cuerpo propio y el de los otros. Una trama sustanciosa Semejante a la armoniosa mirada de la niña, donde solamente resalta su curiosidad y ganas de vivir, la directora se mueve con una asombrosa delicadeza sobre los aspectos escabrosos, creando imágenes estéticamente poderosas cargadas de sugerencias y doble sentido. Capa sobre capa, la película propone en sus 93 minutos varias líneas argumentales que permanentemente se entrecruzan y en algunos casos se refuerzan. Sobre todo se destaca el tratamiento de la personalidad de Josef Mengele, excelente interpretación del actor europeo Alex Brendemühl, y particularmente el vínculo que este personaje establece con la hija del medio del matrimonio, Lilith, de doce años, que tiene problemas de crecimiento y aparenta menos edad. El film destaca una atracción mutua entre esos dos mundos, similar al contraste de la bella y la bestia, porque el criminal -que no reniega de su pasado- sigue afirmando su fascinación por la armonía y la belleza. Otras subtramas potencian una atmósfera enfermiza acorde, como las comunidades cerradas, donde el colegio alemán es un microcosmos del nazismo, como también lo es la fabricación de muñecas artesanales con cabello humano, que replican los tenebrosos experimentos y manipulaciones que tuvieron en el doctor Mengele su máximo exponente. Con acento propio En “Wakolda”, sobresale el sólido elenco que sortea con muchísimo profesionalismo el desafío del idioma (más de la mitad de la película está hablada en alemán y subtitulada en castellano) y resultan verdaderas revelaciones el actor Alex Brendemühl y la jovencísima Florencia Bado. El paisaje nevado, con imponentes lagos y caminos rocosos, es el entorno ideal para una historia que se va poniendo cada vez más turbulenta, a pesar de que el ritmo de la narración se aquieta un poco luego de un arranque inmejorable en que se presenta a los personajes y su contexto. Finalmente, el film se acerca al formato del thriller con un desenlace cargado de tensión y suspenso, pero también es importante destacar que la película solamente por momentos funciona como un policial, porque su trama plurisignificativa es mucho más que eso, con sus yuxtaposiciones íntimas y perturbadoras, cargadas de una paradójica ambivalencia que la distingue de la obviedad de un acotado planteo maniqueísta.
El misterio del espacio cerrado El inicio de una jornada de trabajo sirve como presentación del profesional que representa Darín, quien ordena su vida por celular, mientras conduce su auto hacia la oficina aunque antes debe pasar a buscar a sus hijos y llevarlos al colegio. Está a cargo de un caso de corrupción que involucra a personajes muy poderosos. Mientras maneja, escucha las llamadas imperativas de su jefe y también habla con su hermana que le pide ayuda ante las amenazas de su ex pareja; además flirtea con su joven secretaria, alegando su flamante condición de hombre libre. Estaciona en el antiguo edificio donde viven su ex mujer con los niños y ésta le reprocha que haya entrado sin anunciarse, ya que ambos están realizando los trámites de separación. Sin embargo, la mala onda se esfuma cuando entran en escena las criaturas, que lo reciben con un juego y luego siguen con otro parecido: ver quién llega primero a la planta baja; ellos por la escalera y el padre por el ascensor. Pero los chicos desaparecen entre el séptimo piso y la entrada del edificio, por donde el portero dice no haberlos visto pasar. Como el género manda, al estilo de los relatos londinenses de Sherlock Holmes o los cuentos racionales de Edgard Allan Poe, estamos ante un enigma que apela a la deducción para resolver el misterio de un recinto cerrado. Sobran las pistas falsas y las puntas de trama abandonadas en una historia con ritmo frenético y un suspenso acicateado por celulares que se quedan sin batería, autos que no arrancan y la duda variable acerca de quién es el culpable. Se produce una simbiosis del público justificando las razones del padre desesperado mientras ocurren algunas incoherencias que prefieren ignorarse. Thriller de interiores Hay algo de tramposo en la forma de presentar la geometría de un espacio tan limitado como el edificio, porque intencionalmente nunca tenemos una idea clara de cuántos departamentos hay por piso o cuánta gente vive en ellos. El esquema del “misterio del cuarto cerrado” no está bien construido, ya que los espacios están poco explícitos, hay imprecisiones que le permiten al guión inventar otros vecinos y nuevos departamentos cuando le conviene. Aunque en algún punto eso ya no importa porque el espectador acepta (o no) el verosímil que propone la propia realidad de la película. El resultado es un thriller entretenido (vehiculizado sin duda por la presencia de Darín), pero con marca autoral en la dirección, buen ritmo y montaje, que mantiene un interés continuo. Minuto a minuto, el espectador puede imaginar posibilidades ante las evidencias que el guión tira con cuentagotas. Todo se acompaña de excelentes actuaciones y la dinámica de la filmación en el edificio, con mucha cámara en mano. Infierno urbano Las virtuosas tomas aéreas de la ciudad de Buenos Aires dan cuenta de una hiperurbanización donde la arquitectura puede asociarse a ese poema de Alfonsina Storni sobre “casas enfiladas, cuadrados y ángulos” que tienen su réplica en la deshumanización de las personas, algo que se siente (y mucho) en varios pasajes de “Séptimo”, donde la ciudad y, sobre todo, el viejo edificio de la calle Brasil, en el que transcurre casi toda la primera mitad del relato, se transforman en un infierno para el protagonista. No parece casual el título, ya que en la Divina Comedia, al séptimo círculo del infierno se accede después de haber superado una grieta que marca una neta diferencia con la parte superior del averno: los condenados de los últimos tres círculos son culpables de haber puesto malicia en sus respectivas acciones. Empezamos con los violentos y en el último giro están los traidores. Ese macrocontexto aprisiona también a los personajes de esta historia, sin embargo, la humanidad no está perdida en este thriller contrarreloj, donde el plazo temporal precipita las acciones para resolver lo que más importa al protagonista, por sobre toda la trama de bajezas humanas: sus hijos. Y Darín resulta convincente en el papel de hombre común en circunstancias extraordinarias, con varias vueltas de tuerca que el film va construyendo con mucho profesionalismo en medio de una atmósfera tan tensa que contagia e identifica con el protagonista. “Séptimo” quiere ser una historia clásica y no hay nada nuevo bajo el sol pero la película atrapa al estar bien contada, con un lenguaje y unos ambientes que no permiten distanciamientos.
Iguales para el amor En películas anteriores, Carnevale había abordado temas más o menos espinosos, como el amor en la tercera edad (“Elsa & Fred”), la orfandad de los discapacitados (“Anita”) y la infidelidad (“Viudas”), donde supo tamizar los puntos álgidos con una cuota de humor. En “Corazón de León”, redobla la apuesta y se vuelca a la comedia con cierta apuesta por el absurdo y la provocación. Sin embargo, lo principal del relato no se apoya en las expectativas sugeridas por los afiches que acentúan el contraste físico entre un enano y una exuberante belleza femenina, porque “Corazón de León” es ante todo una película romántica, una historia de amor. Pero distinta. Parte sí, de una premisa antiprejuiciosa: todos somos iguales ante el amor y no importa que el carismático León (Guillermo Francella) mida 1,36 m. Como en la fábula de la princesa y el sapo, Ivana (Julieta Díaz) queda encantada con él, cuando fortuitamente se conocen. Los inconvenientes vendrán del entorno familiar y los amigos de ella, para quien no resultará fácil manejar el juicio de los otros. “No es nada grave, es distinto”, advertirá el protagonista que toda la vida tuvo que pelear para tener su lugar en el mundo, ante la falta de centímetros que dan patente de normalidad en una sociedad básicamente discriminadora. León tiene en claro sus propias limitaciones y ventajas (es inteligente, simpático, amable y adinerado) pero las dudas atormentarán a la mujer, interpretada por Julieta Díaz, que se asemeja a una diva de la comedia italiana de los sesenta. Ese conflicto -que transforma la comedia en melodrama- desatará una lucha interna entre los sentimientos amorosos y el peso de los prejuicios. Encanto y oficio La película cuenta con todos los requisitos para un cine masivo pero es algo más que una mera fórmula exitosa, tiene mucho oficio y logros no visibles habitualmente en la comedia romántica nacional. Una acertada ausencia de costumbrismo y ante todo el apoyo en la carismática pareja interpretada por un actor y una actriz con encanto y talento. Lo atractivo de la película pasa por mostrar cómo se conocen y se van enamorando los protagonistas; punto de vista que sabe cuándo acentuar o contrastar y cuándo no. La escena del dormitorio, por ejemplo, está muy cuidada, cerrando el plano y con muchas elipsis. También las situaciones y diálogos están elaborados con una riqueza poco común para el cine argentino que aspira a la gran taquilla y suele desbarrancar en lo grotesco. Respetando la estructura básica de la comedia romántica, cada personaje central tiene su acompañante: la secretaria de Ivana (Jorgelina Aruzzi) y también la figura de la madre (Nora Cárpena). En el caso de León, su hijo Nicolás y su mucama incondicional, quienes complementan y ayudan a unir los hilos que entretejen una relato irreverente, lúdico y muy entretenido. En el haber de “Corazón de León” gravita su guión eficaz, una narración fluida y las impecables actuaciones. Su punto más flaco aparece cuando se acentúa demasiado el discurso moralizador, quedando el mensaje predicador por sobre la imagen narrativa. En la audición, molesta una banda sonora omnipresente, demasiado obvia, mientras que sin música o con menos, la película podría haber ganado en intensidad. Y, por último, se extraña el protagonismo de la ciudad y sus ambientes, que son los bienvenidos ingredientes de las comedias clásicas. Por lo demás, la película tiene un merecido destino de éxito, capaz de sorprender, divertir y emocionar con recursos nobles.
Entretenidos para no pensar “Hay que mantenerlos distraídos para que no piensen”, advierte uno de los pilotos a su ayudante de confianza, ante la certeza de una grave avería en el avión con destino a México pero que no puede salir de España, limitándose a volar en círculos, sin poder encontrar pistas de aterrizaje. Una situación límite pero no trágica, porque en manos de Almodóvar es el disparador para una comedia desaforada, ligera y alocada, con el trasfondo lejano de un país sumido en una crisis profunda. En la tripulación, se perfilan los desniveles sociales, donde la selectiva clase Bussines tiene otras opciones que la categoría Turista, a cuyos hacinados tripulantes deciden doparlos para que durmiendo no perciban el peligro. Entre los miembros privilegiados (que sí tendrán acceso a la información de lo que está pasando en el comando) y los auxiliares de vuelo sucederán (salvo una excepción) los enredos fundamentales, la mayoría dentro del avión y algunos pequeños episodios fuera de él. Tras las complicaciones del despegue, una buscada comicidad comanda todas las situaciones, alternando entre el esperpento, chispazos de creatividad y el escapismo más desbarrancado. Ante el peligro, los protagonistas conformarán un pequeño Decamerón contemporáneo con el sello del autor español, donde cada quien apela al sexo, los alucinógenos o la religión como desesperado salvavidas. Nada nuevo al presente “Los amantes pasajeros” recurre a los estereotipos y arquetipos del primer Almodóvar que tan genuinamente representó la movida madrileña de los años ochenta. Entre los personajes figuran parejas hétero, bisexuales y sobre todo homosexuales, chicos almodavarianos de pura cepa. También hay quienes se abstienen, algunos momentáneamente, porque no tienen cómo (la virgen espantahombres) y otros como el banquero corrupto, porque parecen haber superado las tentaciones de la carne por otras aún más materiales. La presencia de Cecilia Roth es casi un fantasma de aquella mítica generación ochentista descontrolada, representando a una veterana actriz que regentea servicios sexuales no convencionales. Con ella se relaciona un sicario mexicano que paradójicamente trabaja como jefe de seguridad. Se suma una pareja de recién casados desentendida de todo lo que no sea el propio placer y un actor de telenovelas que pretende poner distancia con sus amores frustrados. También existe un fugaz y prescindible cameo de Penélope Cruz y Antonio Banderas, como empleados del aeropuerto antes del despegue. Actoralmente, el desempeño del trío Cámara-Areces-Arévalo es lo más destacado, con un espectáculo musical memorable, bailando al ritmo de “I’m so excited”. Con excepción de ese momento descollante, el resto remite a situaciones ya vistas y mejor resueltas en la filmografía del director manchego. La catarata de chistes escatológicos tampoco surte el efecto deseado en la búsqueda obsesiva por arrancar carcajadas y la película resulta superficial cuando esboza algunas pinceladas de brocha gorda sobre la corrupción económica y la crisis española. El lúdico intento de recrear situaciones similares al destape ochentista se atasca al no fluir naturalmente, derivando hacia el ridículo patético, donde el regreso al cine de provocación que tan bien retrató a los ochenta, ya no aporta nada nuevo al presente. Con sus hallazgos y sus traspiés, “Los amantes pasajeros” muestra a un Almodóvar menor, en un film lúdico, caprichoso y disparatado, predestinado a ser un título prescindible y sólo para el disfrute de sus seguidores incondicionales.
Un cóctel de alta costura El cine nacional tenía el casillero vacío en comedias romántico-policiales donde el eje transcurriera sobre robos espectaculares, con ladrones de guante blanco y el protagonismo de una pareja pícara, elegante y cool, al estilo de Grace Kelly-Cary Grant en “Atrapar al ladrón” o de Audrey Hepburn-Peter O’Toole en “Cómo robar un millón de dólares”. Desde el prisma del humor, que fue el punto fuerte de sus dos películas anteriores “Cara de queso” (2006) y “Mi primera boda” (2011), el realizador argentino Ariel Winograd trae ahora a la pantalla todos esos condimentos, con la carismática dupla local de Valeria Bertuccelli y Daniel Hendler, apuntalando un producto esencialmente entretenido. Con espíritu lúdico, aunque también algo frío y maquinal, “Vino para robar” ya juega desde el título con los dobles guiños, donde el verbo y sustantivo complementan sentidos que se bifurcan en sucesivas vueltas de tuerca con simpáticos ladrones que hacen de su oficio algo superior: no buscan billetes (de hecho los descartan) sino el valor simbólico que sustenta un objeto de arte o una antiquísima botella de vino. El guión se complica progresiva e intencionalmente hasta el absurdo y la incredulidad, pero no pierde coherencia intrínseca, a medida que se aleja de explicaciones realistas y terrestres. Todos los artificios son posibles y se permite mostrar algunos trucos de balas y sangre de utilería o accidentes fingidos que se mezclan con posibles datos verdaderos hasta no discernir los unos de los otros. A dos puntas Un espíritu internacional y clásico caracteriza a la película que puede gustar a dos puntas, tanto localmente como más allá de límites geográficos. Con su material evanescente y ágil, “Vino para robar” pone en movimiento un relato que reúne a dos estafadores con encanto y mucho oficio. La historia comienza en un museo metropolitano con el robo de una máscara y termina en la bóveda del Banco Hipotecario de Mendoza. Participa en el juego la dupla Bertuccelli-Hendler junto a Martín Piroyansky, un desternillante asistente cibernético; un millonario coleccionista mafioso (Juan Leyrado); el dueño de un viñedo en quiebra (Mario Alarcón) y un inspector sorprendente (Pablo Rago) de participación breve pero clave. Para alcanzar su puesta fluida y congruente, Winograd contó con un equipo técnico muy sólido en fotografía, sonido, vestuario, maquillaje y -por supuesto- dirección de arte. Es sorprendente la destreza narrativa con la que el director concibió los robos (en una secuencia, Hendler se desplaza por el interior de los circuitos de aire acondicionado como Bruce Willis en “Duro de matar”, lo que justifica los créditos de los dobles de riesgo que vemos al final). Puro artificio Repleta de citas, “Vino para robar”, se nutre tanto del espíritu lúdico de la saga 007, como de las realizaciones de la comedia clásica de mediados del ‘50 y ‘60 con heroína independiente, elegantísima y tramposa, aunque en el fondo noble, a la que pone el cuerpo Valeria Bertuccelli, quien sigue sorprendiendo con sus múltiples matices de comediante. Ella consigue la química necesaria con un Hendler con mucho oficio que se refugia en la inexpresividad a lo Buster Keaton. Otros personajes secundarios (como el de Pablo Rago) en el rol de inspector o el del dueño del viñedo no tienen el desarrollo ni el interés que Winograd supo lograr en sus filmes anteriores, mientras que el actor Alan Sabbagh se destaca fugazmente en el rol de gerente bancario que alterna la materialidad de su profesión con el culto de un gurú new age. Con el apoyo institucional de la provincia de Mendoza, en la que transcurren varias escenas clave, el film aprovecha los paisajes y sus posibilidades cinematográficas. Pero no se queda en la mera promoción turística y se pone más bien al servicio de la comedia, con los personajes entrando y saliendo de hoteles cinco estrellas, el banco, la bodega y la mismísima Fiesta de la Vendimia que se integra al rodaje de una secuencia de suspenso. Frívola, ingeniosa y elegante, la película denota aspiraciones de masividad y exportación. Contada con acierto y brillantez, la trama se parece a un vestido de alta costura para el que se añora un futuro de contenidos algo más anclados en el aquí y ahora.
Los dignos regresos Ésta es una película ideal para los que gustan de historias sobre segundas oportunidades y para los que se quieran alejar de los efectos especiales y grandes despliegues de las superproducciones, porque las películas de Durand son muy simples y ponen mucho acento en los aspectos intimistas y emotivos. Como en su film “Terapias alternativas” (2007), el protagónico masculino está a cargo de Manuel Callau, interpretando a Paco, un argentino radicado en España desde hace 36 años, quien regresa por unos pocos días con el fin de apadrinar la ¡¡¡cuarta boda!!! de un amigo maduro con una muchacha mucho menor y en la fiesta se reencuentra con la pista de un amor que creía perdido en el pasado. Contada de manera tradicional, sin preocupaciones formales, la historia crece al calor del gran trabajo de los actores, aún en segunda línea, donde Alejandro Awada y Malena Solda aportan mucho oficio en sus intervenciones y apuntalan la solvencia de Ana María Picchio, quien desde hace mucho no había tenido un rol central en el panorama del cine nacional. La trama va develando progresivamente secretos familiares, reencuentros sentimentales y confesiones decisivas que remiten a la época en que Paco se fue del país. Filmada en noviembre del año pasado en locaciones de Buenos Aires y Balcarce, la temática tiene la singularidad de que la pareja protagonista (Picchio-Callau) es decir: Margarita y Paco, son abuelos jóvenes que cruzaron la franja de los sesenta, aunque ni ellos ni sus amigos renuncian a nuevos desafíos económicos ni sentimentales. En las antípodas de lo pretencioso Como todas las obras que mezclan comedia romántica con una dosis de drama subrayado con música incidental, “Cuando yo te vuelva a ver” es más bien un melodrama que bucea en los conflictos de pareja con una mirada especial sobre el rol fuerte de la mujer, en tanto ellas siempre salen adelante, aún con sus carencias afectivas. La película empieza con un montaje paralelo, donde por un lado se cuenta el regreso de Paco y por otro, el presente de Margarita, una narración alternada que presenta la situación actual de los protagonistas, hasta que ambas líneas confluyen para mostrar cuentas afectivas pendientes de un pasado común sin cerrar. A partir de ese momento comienza casi una segunda película. En los últimos cuarenta minutos, todo se precipita bajo los códigos del melodrama: flashbacks que muestran una parejita de adolescentes destruida por un distanciamiento forzado, todo ambientado en los años setenta, recreados según el estereotipo más convencional. La producción parece no querer correr ningún riesgo en las decisiones técnicas: puesta de cámara sobre la base de plano y contraplano, música de piano para resaltar los momentos tristes, nada original en la elaboración de los decorados y época. La decisión de no innovar en los aspectos formales y una tendencia al naturalismo constituyen las marcas que identifican a este film que pareciera concebido en décadas pasadas. Salvo el montaje paralelo inicial para trazar los derroteros de Paco y Margarita, el resto de la película posee un formato de telefilm melodramático, sin ninguna otra pretensión que generar empatía con el espectador. Y es precisamente en ese punto donde los actores sacan a relucir su carisma, para levantar un producto bastante magro pero igualmente efectivo.
Los sentimientos a prueba “Pensé que iba a haber fiesta” ya indica desde su título que las cosas y los sentimientos no son tan previsibles como parecen y su premisa central, que bucea entre los límites de la amistad y el deseo, expone la fragilidad de algunos lazos convencionales que se consideran sólidos y establecidos pero donde el azar desencadena algo no previsto. La historia sucede al comienzo del verano, entre Navidad y Año Nuevo, cuando una amiga (Valeria Bertuccelli) llama a otra (Elena Anaya) para que cuide por unos días de su casa y su hija adolescente, mientras ella sale a consolidar su nueva pareja en un breve viaje de segunda luna de miel. Le deja a su bella amiga todas las instrucciones sobre el manejo de la casa y cómo actuar cuando su ex marido pase a buscar a la hija, previniéndola que éste es tan irresponsable al punto de que si dice pasará a buscarla a las 10, hay que calcular que efectivamente puede llegar alrededor de las 16. Pero toda esa realidad que el personaje de Bertuccelli cree tener bajo control (como la confortable casa, el jardín, la pileta y su funcionamiento) también transcurre impulsada por factores más profundos que lo que está al alcance de la mano y de la vista. Entonces las cosas no funcionan, el filtro de la pileta se tapa, aparece un jardinero en lugar de otro y el ex marido llega puntual a buscar a su hija. También como las personas son tan poco previsibles que los objetos, surge una inesperada atracción entre la hermosa amiga (Anaya) a cargo de la casa de la otra (Bertuccelli) y el ex marido de la tercera ausente. El conflicto principal de la película es éste y sobre ese sentimiento gira la cinta. De un argumento simple obtenemos una película fresca, sutil y mucho menos liviana de lo que parece. Con sello propio La directora y guionista Victoria Galardi va entretejiendo la trama, con algunos disparadores y desprendimientos que no aportan demasiado al centro de la cuestión pero aportan un humor especial como el personaje del jardinero (Esteban Lamothe, el de “El estudiante”) y de un pariente anodino que parece estar atrapado en una adición destructiva sin que su pareja ni su hermano puedan ayudarlo efectivamente. La película no se propone ahondar en el costado dramático sino que se limita a mostrar a veces con una sonrisa cómo estos personajes manejan su vida como pueden. Los personajes secundarios aportan una cuota de humor y simpatía para encuadrar la historia que se cuenta con una enorme naturalidad y escapa al ritmo de lo que sería un filme más comercial: introduce tiempos reales y fundidos abruptos para los cortes. La cineasta maneja con seguridad un espacio donde, con inteligencia bienhumorada, afloran las aristas del mundo femenino en el que la amistad, el miedo y la culpa se enlazan con las posturas éticas. Por eso mismo, es una película que invita a la polémica después de verla. Con profesionalismo desde lo técnico, la historia crece y sobresale llegando al final, logrando buenos climas, con planos acordes y un montaje bastante expuesto. No es habitual encontrarse con una autora que domine con naturalidad la puesta en escena, los diálogos y la dirección de actores. Se advierte una permanente intención de que Galardi busca escapar a las fórmulas y convenciones de la comedia comercial en las resoluciones de las situaciones y que evita una edición invisible, lo que le quita cierta fluidez narrativa sin impedir que sea un film atractivo en su propuesta, con un sello inconfundible de película de autor.
Energía adolescente sobre el escenario Cada vez es más frecuente la realización de un documental en 3D alrededor de una banda juvenil, lo que genera una especie de subgénero donde se cruzan la industria discográfica, el cine y los fugaces ídolos adolescentes. Es también el caso de esta película sobre una banda originada a partir de la exitosa serie televisiva “Casi ángeles”, grupo teen que emergió al calor de aquel fenómeno mediático y se convirtió en suceso para idénticos adolescentes y púberes. El concierto posee una edición ágil, con un registro desde varios puntos, algunos con cámara grúa. Se intercalan entrevistas a los integrantes: cada miembro del quinteto responde generalidades parecidas pero por separado, sobre el escenario del Gran Rex vacío. Apenas uno de ellos, “Nico”, escapa de las acartonadas y predecibles respuestas de sus compañeros, porque además de poner literalmente el cuerpo, sus confesiones son las más espontáneas y sinceras, en tanto reconoce sus limitaciones y temores: “Al principio del proyecto, a mí me decían que no podía cantar”, confiesa entre lágrimas y tambien admite que “para bailar me sentía más duro que un adoquín, paralizado...”. Tan prolijo como superficial Todo en este documental tiende a resaltar el espectáculo, la puesta en escena. Hay muy poco del backstage, rápidos preparativos y algunos comentarios breves antes de salir al ruedo. La participación del público, formado por púberes con sus madres y adolescentes de clase media, se enmarca siempre con miradas arrobadas, palmadas y aullliditos controlados. Se lo registra en masa, cuando se amontona en las puertas del Teatro Gran Rex y cuando forma filas para entrar, pero llama la atención que por un lado se les dé a los fans protagonismo durante muchos tramos del show, a través de primeros planos que los encuentran emocionados y arrobados ante sus ídolos, aunque entre ellos no se encuentra una sola declaración a cámara. Nunca se les da la palabra para hablar del grupo de sus sueños, evidenciando un vínculo distante, paradójicamente tibio y contenido. Una mayor cantidad de tomas desde el medio de los espectadores le hubiese dado mayor vértigo y calor al registro siempre prolijo y demasiado cuidado, como todo producto que quiere capturar solamente caras lindas, mohínes, letras melosas y emociones superficiales. Los temas son invariablemente convencionales: se parecen todos entre sí: hablan de lo mismo, con la misma rima y los mismos tópicos. Se pierde la cuenta de las veces que aparecen las palabras “corazón”, “sol”, “amor” y otras agudas acentuadas en “o” en letras edulcoradas, más lacrimógenas que emotivas, siempre sobrevolando abstracciones generales, dispuestas a salvar al mundo, a rescatar los sueños y a recordar que después de las tormentas sale el sol. El hecho de que con excepción del quinteto, lo demás permanezca en la sombra, hace que los verdaderos músicos del espectáculo sean audibles pero invisibles (ni siquiera se los nombra). Porque los Teen Angels cantan y bailan pero no mucho más, incluso sobre el número del piano, Nico confiesa que es la única canción donde sabe cómo tocar las teclas. En su formato tradicional “Teen Angels: El adiós 3D” es visualmente atractiva y transmite mucha energía adolescente pero solamente cumple el objetivo de registrar -a su manera- el final de una banda y un fenómeno que encantó a miles de jóvenes durante sus más de seis años de existencia. Convoca a los fans del grupo que quieran revivir el show pero nunca va más allá de la inmediatez de su premisa inicial, ni se lo propone.
Veinte años en un día En tono de drama y de comedia, la ficción artística abunda en historias que reflejan a la institución matrimonial en sus diferentes facetas. En el cine, desde las comedias del neorrealismo italiano a las introspecciones bergmanianas, las hay superficiales, divertidas, corrosivas y reflexivas en torno de la pareja conviviente. Están los directores que la abordan desde la parte más exterior y los que se adentran como Rossellini con su emblemática Viaggio in Italia (1954), protagonizada por Ingrid Bergman y George Sanders. Esta película argentina (realizada por el matrimonio que también componen el director Jaureguialzo y la guionista Marcela Silva Nasute), parece inspirarse en el mismo modelo, donde la acción fundamental se encuentra en el interior de cada uno de los personajes, que no dejan escapar al exterior más que indicios de su desafuero interno, pequeños detalles de su desesperación, retazos ínfimos de su pasión aún latente. En “Matrimonio”, Esteban (Darío Grandinetti) y Molly (Cecilia Roth) son una pareja que superó los veinte años juntos; él diseña publicidades y ella es compositora musical pero la crisis se ha instalado en su convivencia, un tema del que no hablan entre ellos pero sí con otros, con la médica de ella o el analista de él. El posible o imposible momento del reencuentro entre ambos es la gran incógnita que abre el film. Dulce y diáfana El relato reconstruye un día entero en la vida de estos personajes que deambulan por la ciudad buscándose y perdiéndose. Inspirada muy libremente en la novela Ulises, de James Joyce, se advierte una estrategia narrativa inteligente y con buen ritmo, lo cual resulta un doble mérito si se tiene en cuenta que el argumento descansa más que en acciones, en sensaciones y diálogos en off, poniéndose todo el énfasis dramático en la tarea de los actores protagonistas. Molly y Esteban aparecen en pocas escenas juntos en el film y aun menos compartiendo un mismo plano. Esto acentúa el gran desencuentro por el que atraviesan los personajes, pero desde su inicio la película crea un clima sensible que remarca una cotidianidad dulce y diáfana, desde el gato que se desliza entre partituras y los objetos con dinámica propia que gotean su melancolía como la tinta de una lapicera o el agua que derrama una canilla rota. La suavidad de la luz y la intimidad de la música van evitando los excesos trágicos y dan lugar a algunas pausas para el humor, como la imperdible escena del ascensor o la de la escalera en el hospital, con la interrupción de la suegra siempre entrometida en la relación. Todo en un día La película significativamente incluye como trama secundaria, un velorio y un nacimiento (las dos caras de la existencia). Además se divide en dos partes bien diferenciadas que describen los mismos momentos de un mismo día, pero vistos desde perspectivas y subjetividades distintas, la de Molly (Roth) y la de Esteban (Grandinetti), que se preguntan acerca de qué los mantiene unidos después de tanto tiempo. “El hecho de que se cuente dos veces lo mismo, desde dos miradas y perspectivas, les da a los hechos más peso y profundidad en una película que habla del amor en la madurez y de los sentimientos encontrados que se producen entre los miembros de una pareja de edad mediana. Lo hace describiendo el conflicto interno de los protagonistas, su monólogo interior, el fluir de su conciencia. El estado de ánimo de los personajes es el eje desde donde se articulan los movimientos de estos grandes actores que son Roth y Grandinetti con mucha personalidad como para transmitir por dónde pasa su interioridad. La película es muy ascética en el relato, sin irse por las ramas, y eso pasa también con la luz y el sonido en una estructura ajustada como para mostrar claramente lo que pasa en un día que abarca no sólo el devenir cronológico sino el tiempo que no se puede medir con los relojes.