LA MUJER SANTA: BENDICION CON INTERESES Misteriosa, mística e implícita es La helada negra, la nueva propuesta original del director entrerriano Maximiliano Schonfeld (Germania), que en esta oportunidad narra una especie de fábula en un pueblito rural y avícola en la provincia de la que es oriundo, donde una joven entre curandera y media bruja irrumpe para frenar sequías y heladas. Con Ailín Salas como protagonista y un grupo de no actores que deslumbran en naturalidad, Schonfeld despliega una historia interesante con climas que rozan lo onírico y un latente suspenso liviano pero atrapante. Con ritmo pausado pero excelentemente llevado, vemos cómo una muchacha al estilo hippie vegano es rescatada por otro joven pueblerino cerca de un pequeño canal junto al río. Salas es un acierto físico y actoral, sus rasgos ya desprenden esa belleza autóctona particular con un halo de misterio que se vuelve la impronta central del film. Su personaje por un lado rompe la cotidianeidad tranquila de Valle María -locación elegida- precisamente en la granja de los hermanos Hell, que se disputan el cariño de esta “única” mujer ya sea por deseo sexual; por veneración a sus “poderes”; o por considerarla como una hija indefensa. Habrá que preguntarse hasta qué punto esta “jovencita santa” utiliza la necesidad de los demás a su favor aprovechando cada ofrenda material y hasta dinero otorgado. Sin embargo, nadie cuestionará su accionar. Es digna de fe y Salas cumple su rol a rajatabla. Por otro lado, La helada negra nunca revela los orígenes de esta misteriosa y tosca extranjera que altera la vida de una población mayoritariamente masculina con faenas propias del hombre de campo. A estos pueblerinos sólo les preocupa el accionar de los daños climáticos exteriores a sus cosechas y animales, así deban pagar o alimentar a la nueva “inminencia”. Es un ida y vuelta, un negociado implícito que por momentos amenaza con quebrarse. Este clima de tensión tan logrado que juega con la impaciencia del espectador resulta también de la correcta fotografía de Soledad Rodríguez y equipo, que incluyen giros de 360 grados sobre el eje de algunos personajes generando sensaciones de unanimidad con aquel paisaje tan dependiente del apocalipsis. Y también algunos encuadres en medio de festejos masculinos y privados con planos medios cortos o largos que cargan de suma importancia a los actores, como si de fotos de archivos se tratasen. Estos ejemplos recuerdan a las técnicas de Leonardo Favio que en algún momento fueron frescas y novedosas a principios de los 60’. Lo cierto que en La helada negra siempre se juega con la contraposición y la ambivalencia, ya sea desde la sexualidad fuertemente marcada hasta las creencias y los chusmeríos de pueblo, pasando por la elección de planos de conjunto durante las fiestas de la colectividad alemana a kilómetros de la granja de los Hell pero con esa “fastuosidad urbana” que todo pueblo chico gusta demostrar. Exhibida en primera instancia durante el último Festival de Berlín, tenemos una historia enigmática aparentemente típica que mezcla la muerte, la religión y la naturaleza pero contada con una gran falta de explicitez que desata el mejor de los imaginarios. Schonfeld cautiva de forma esencial y con recursos tan necesarios como acertados, en medio de esta nueva corriente de cine independiente nacional que tiene como epicentro para muchos directores la cuestión rural y provinciana -sin caer en lo peyorativo-, desde ámbitos como el género terror/humor negro con El eslabón podrido, pasando por el excelente drama La niña de los tacones amarillos, hasta el documental Crespo (la continuidad de la memoria).
UNA FABULA RURAL La impronta fílmica del director argentino Valentín Javier Diment sienta un sello propio dentro del cine de terror nacional. El realizador, que ya tiene en su haber el documental Parapolicial negro y la destacada de horror La memoria del muerto, en El eslabón podrido traslada el eje a un pueblito rural llamado El escondido, integrado por menos de 50 vecinos muy paletos y algo desagradables de la zona: un cura, la dueña de un prostíbulo/bar, un matrimonio de viejos, un puñado de mujeres chusmas, entre otros. Allí viven los protagonistas, que son Raulo (interpretado por el siempre excelente Luis Ziembrowski), un leñador con discapacidad mental que reside con su anciana madre Ercilia (Marilú Marini) y su hermana prostituta Roberta (Paula Brasca). Antes de “tocar el arpa”, Ercilia, mezcla de personalidad absorbente y medio bruja, pronostica a su bonita hija que trate de no tener relaciones sexuales al menos con un integrante de la comunidad porque una maldición de muerte pesaría sobre la vida de la joven. Sólo el marido de su compañera laboral no ha pasado por sus encantos carnales, algo que de hecho vuelve loco a este hombre, que la desea fervientemente. A partir de allí comenzará una serie de peripecias que desencadenarán la tragedia del pueblo. Todo está contado con un presupuesto técnico asombroso para el nivel con el que el cine de género se despliega en estos momentos en Argentina. La escenografía de casas de campo y parroquia enriquece con creces a la historia, transmitiendo una sensación de calidez fotográfica pero también generando expectativa ante una aparente tranquilidad a punto de ebullición. Diment logra contar una fábula con un surrealismo mágico que varía desde las cintas del reconocido director francés Jean-Pierre Jeunet (Amelié, Delicatessen) tanto en los ambientes cotidianos como la inclusión de un dúo de acordeón y guitarra de taberna, hasta esa miseria guarra del español Alex de la Iglesia (La comunidad, Balada triste de trompeta). Conjuga muy bien esa doble cara de la hipocresía que guardan sus habitantes, resumida en la primera escena, que ya nos arroja a la cara el nudo central del film sin explicación alguna. Esta alteración cronológica se vuelve certera, porque el espectador desea seguir de cerca los orígenes que desembocaron en el grotesco hecho trágico. El eslabón podrido, por tanto, propone dos bloques importantes. El primero de presentación de personajes ultra descriptivo y a veces con ritmo lento para derivar en una segunda parte donde Diment pega un volantazo del drama al puro rape-revenge o venganza al estado puro y violento, que puede ser algo disfrutable para los fanáticos del subgénero mencionado. Sin embargo, por este cambio, la película se desajusta en muchos momentos, provocando desconcierto a lo largo de varias situaciones y hasta incluyendo personajes de relleno al mejor estilo decorativo, como el de Lola Berthet, actriz que ya había trabajado con el director en La memoria del muerto pero que aquí queda reducida a un papel secundario e innecesario. Pese a esto, El eslabón podrido se impone como un exponente decente del género y tal vez sea el puntapié de mejores historias por venir en la carrera del director.
INDAGAR EL PASADO ENTRE POLLOS Y CANCIONEROS Introspectivo y personal es el documental que el director argentino Eduardo Crespo propone en Crespo (la continuidad de la memoria), una suerte de indagación en los orígenes más cercanos que entornan a su apellido y a la coincidencia de esa denominación que lo ha acompañado toda su vida hacia los sitios donde habita o ha habitado. La segunda incursión de Crespo (Tan cerca como pueda, 2012), esta vez en formato documental, surge como disparador desde el fallecimiento de su padre y busca reconstruir esa figura desde los hobbies, predilecciones y referencias que ese hombre tuvo en la niñez y en su etapa adulta. Pero también hace clara referencia a las locaciones por donde el director deambula, como el pueblo entrerriano de economía avícola Crespo -de donde es oriundo- en el que se profundiza sobre un establecimiento de cría de pollos, hasta una casa típica y colonial propiedad de los fundadores de esa ciudad que, insólitamente, sólo comparten apellido con el autor del largometraje. Crespo (la continuidad de la memoria) se completa con grabaciones en Súper 8; VHS hogareño; algunas publicidades de diarios viejos; una colección de estampillas y cancioneros scout, todos ellos pequeños tesoros de una gran carga emocional que buscan trascender la pantalla. Todas las imágenes constituyen piezas de importante poesía y belleza que generan nostalgia y referencias propias. Sin embargo, este tipo de documentales, a veces caprichosos y autorreferenciales, no son para todo el público. Eduardo Crespo demanda cierta sensibilidad al espectador y si no encuentra ello, tampoco le preocupa. Sólo ofrece compartir esta inquietud de una búsqueda tan personal que es la búsqueda más original y humana por la identidad para comprender cómo seguir viviendo con lo que se encuentre y sobrevivir con eso. Y sabe qué hacer con esos registros, envasarlo en este producto y ofrecerlo como un correcto álbum personal. Algo tan propio del ser humano que muchos directores argentinos aprovechan a encauzar en sus películas en un subgénero que se corta solito: el documental introspectivo. Y es una apuesta muy arriesgada si se tiene en cuenta que sólo algunos autores cinematográficos renombrados e internacionales gozan de este privilegio de mostrar sus vidas sin que les tiemble el pulso ante la crítica, que acepta gustosa la formación de proyectos de esta envergadura. Tenemos ejemplos tales como Ettore Scola (Qué extraño llamarse Federico) o Martín Scorsese (Una carta a Elía), recibidos con aceptación en estos productos explorativos de curiosidad personal. Dentro de esta vertiente, Crespo (la continuidad de la memoria) es una pieza íntima que se suma y abre un universo narrativo fílmico medianamente nuevo, que viene pisando fuerte en nuestro cine argentino indie.
El bosque maldito El nuevo cine chileno tiene un peso importante a nivel sudamericano e internacional, y le pisa los talones en menor medida pero con firmeza y calidad a nuestra producciones nacionales, a partir de obras consagradas como El club, de Pablo Larraín, donde la vida de unos curas corruptos escondidos en un pueblito costero se ve amenazada con la llegada e investigación de un párroco. Ese film fue galardonado con el Oso de Plata en el pasado Festival de Berlín. En El bosque de Karadima se presenta un caso verídico que tuvo lugar de 1980 hasta 2000, donde el máximo exponente del catolicismo local, el padre Fernando Karadima, es considerado un santo y venerado por los jóvenes que ingresan a la orientación sacerdotal, aunque también es un abusador oculto. El eje se centra en la relación espiritual y luego abusiva que Karadima mantiene con el joven Thomas (interpretado por Benjamín Vicuña) y su evolución con esta figura hasta las altas esferas de la religión católica, desde su ingreso hasta su desvinculación de la parroquia llamada El bosque. Este segundo film del chileno Matías Lira cumple su objetivo de incomodar al espectador y hacerlo partícipe de los excesos de poder y delirios corruptos de este “santito” pedófilo que amenazaba con la palabra del Señor. Y ahí comienzan los viajes narrativos en el tiempo de la víctima, ya que su relato es el testimonio fidedigno para la destitución y futuro enjuiciamiento a esta singular figura. Este drama complejo enfrenta a cuestionamientos éticos y morales entre víctima y victimario, con un trasfondo eclesiástico de alta curia, más preocupado por su reputación que por hacer el bien al prójimo y al desamparado. Hasta por momentos dudamos de la inocencia de Thomas y la posibilidad de un real amor entre estos dos hombres que se estiman y quieren con el pasar de los años. De entrada apuntamos contra Karadima, pero a veces cuestionamos las actitudes del victimario enfermo en ese espiral abusivo del que no puede salir y que con el tiempo reafirma una atracción sin culpas -y consentida- pero doblemente prohibida para la sociedad. Pero claro que esta aceptación no comienza en una etapa adulta, sino desde la inexperiencia y el juego de las ilusiones de alguien que no tiene el poder de decidir a corta edad, en lo que ante todo es un acto penal. Volviendo a El bosque de Karadima, tenemos un lugar físico que también es cómplice de tales atrocidades a la que el protagonista se refiere, en una alegoría paisajística donde lo bello y encantador por fuera es oscuro en sus diversos niveles de profundidad. Notamos así un film de calidad que, aunque flojea en esos viajes en el tiempo, logra establecer con singularidad los límites del bien y el mal. Y es que los hechos verídicos y corruptos de la Iglesia como también los casos policiales más retorcidos, bien contados en la pantalla grande, siempre tienen la de ganar.
La niña mujer A la debutante directora argentina María Luján Loioco le importo poco si existe una mirada prejuiciosa del público que se acerca a La niña de los tacones amarillos y eso vuelve a la película elogiable y arriesgada, porque también la realizadora capta la complejidad narrativa y óptica del film. En el pueblito Tumbayá de Jujuy, muy cerca de la Quebrada de Humahuaca, se desarrolla la historia de la joven Isabel, que ayuda a su humilde madre soltera a vender empanadas para sustento familiar. El lugar elegido es el predio donde un grupo de obreros construyen un hotel-spa que significa un cambio radical para la cultura local e impactará la vida de Isabel. Cambios constantes y de cierto paralelismo con la historia interna de una inocente quinceañera que comenzará por descubrir el poder de su seducción. Loioco no victimiza ni condiciona socialmente a su protagonista sino que naturaliza sus actos, que no son más que ciertas iniciaciones al prohibido mundo adulto. Claro que tales insinuaciones resultarán atrevidas para la moral de ciertos espectadores, al tratarse sobre todo de una menor, por eso La niña de los tacones amarillos sabe arriesgar con aciertos. El comienzo tiene esa exquisitez del buen cine latinoamericano a veces un poco hollywoodizado, con escenas de un ritmo western que acompañan a una apurada Isabel por llegar a la peña del baile. Y así continúa con panorámicas de 360 grados cuyo frenesí invitan al espectador a ser partícipe del ánimo festivo de la joven. La niña de los tacones amarillos no se cansa de sentar paralelismos entre adolescencia/adultez, inocencia/madurez o sensualidad/arma-peligrosa. A nivel macro-social lo efectúa en el contexto cultural de aquel pueblito y sus habitantes que se debaten entre el Interior “atrasado” y el porvenir de la Capital. Muchas veces presenciamos a Isabel charlando junto a su “acaudalada” amiga sobre ese deseo de vivir la realidad de la gran urbe de mujeres independientes y femeninas en oposición a la cotidianeidad tosca de Tumbayá. E Isabel se irá convirtiendo un poco en esta femme fatale latina que se debate entre el qué dirán las lenguas de los vecinos de Tumbayá y el deseo que intuye por su cuerpo. Esos deseos inocentes que poco a poco irán siendo prohibidos para Isabel, quien vive un tránsito ambiguo entre el día escolar y quehaceres hogareños junto con la espesa oscuridad de las noches de adultos. Noches por momentos “implícitas” para el pueblo pero explícitas para el espectador. Sin embargo, el refrán “pueblo chico, infierno grande” siempre está a la orden donde todos oyen y todos ven con buen ojo de lince. Y aquí reside otro de los condimentos acertados de Loioco: el poder de lo que no se ve pero se imagina con momentos demasiados turbios y tristes que nuestra “Lolita” atraviesa. Estamos ante un film avasallante, fresco, directo, de ritmo ascendente y gran atractivo visual sin caer en el paisajismo preponderante. Aquí importa las relaciones entre los afectos de Isabel y su entorno exterior -nuevamente la ambigüedad contrapuesta- y se juega con la curiosidad de su propia protagonista (un papel brillante de la novata Mercedes Burgos). Realmente este film escapa a los lugares comunes, utilizando varios recursos técnicos hasta lo desprejuiciado de la historia, pasando por el diseño visual en su impactante afiche de venta donde prevalece el color amarillo, leit motiv de la narración. Da gusto ver películas nacionales de calibre independiente donde directores y actores talentosos se lucen por fuera de las taquilleras realizaciones argentinas que ofrecen popularidad por sobre calidad, léase una de Darín, Francella o Suar.
El día a día a través de un celular Propuesta radical y fresca, pero con una historia sólida, Tangerine se ha merecido un lugar destacado que festivales como el Sundance o el de Mar del Plata, equilibrando temática y tecnología al mismo tiempo. La historia cuenta las aventuras de dos prostitutas transexuales Sin-Dee Rella y Alexandra (de hecho lo son en la vida real) a lo largo de toda la jornada previa a Navidad en Los Angeles. La tranquilidad llega a su fin cuando Alexandra le cuenta a su amiga recién salida de prisión que fue engañada por su novio durante la estadía en la cárcel. Sin-Dee no duda en buscar a la “perra” con la que le fue infiel su poco inocente pareja que resulta ser el proxeneta de ellas mismas. Tangerine es frenética, cargada de buen humor y honestidad dentro del mundo de las drogas y la prostitución. En Tangerine se pueden disfrutar los paisajes de los barrios bajos de la ciudad de las palmeras en pleno verano con un sol arrollador, una tarde con una preciosa paleta de violáceos y naranjas y una noche que invita a guardar los mayores secretos de lo prohibido. Una sencillez abrumadora que demuestra cómo se puede hacer una buena película con actores no profesionales y con un bajísimo presupuesto, de hecho fue filmada con un Iphone 5, una lente anamórfica bien económica que permite un campo visual más amplio y una aplicación ideal como recurso aprovechable. Tangerine mantiene las expectativas y no decae elevando a sus heroínas a un excelente nivel con hip hop, jazz y algún reggaeton perdido. La presencia de otros personajes habla de diferentes culturas que se entrelazan con la historia principal y emergen en el caos que significa vivir en una gran ciudad que todo lo devora. Su director, el yanqui Sean Baker, de la premiada Prince of Brodway, donde un buscavida en la gran ciudad se debate entre el camino a la fama o hacerse cargo de su paternidad, y Starlet que contaba la relación entre dos vecinas de diferentes edades, demuestra no ser un improvisado en el cine independiente de calidad. Plasma con ojo crítico y humor la crudeza del día a día de los suburbios capitalinos, temática que mantiene como obsesión en su filmografía. Tangerine tiene ese no sé qué del cine de transgénero de John Waters y su clásica Pink flamingos, con esa verborragia y dialecto particular, convirtiéndola en una buena propuesta para disfrutar sin prejuicios.
Problemas en escala La definición de documental nos acerca aquella cuestión cinematográfica, apartada de la ficción, donde prevalecen los testimonios reales de personas, agrupaciones o entidades y todo tipo de documentación que lo vuelve una obra de interés científico, social, cultural relevante para llamar la atención a nivel informativo y/o pedagógico necesario sobre determinada cuestión. No estás solo en esto, de la escritora y periodista cinematográfica Milagros Amondaray, no cumple con ninguna de las premisas anteriormente enunciadas ya que el cómo opaca a lo que se cuenta. Claro está que resulta fácil decir que una obra es mala sin tener en cuenta los procesos y tiempos fílmicos complejos que determinaron la producción de un proyecto plasmado, en este caso en un documental. Sin embargo, el problema primordial es que este producto parece estar más asociado a un capricho personal/grupal que para sentar un precedente noticiable o de archivo en la sociedad. No estás solo en esto surge como resultado de un famoso blog nacional llamado Cinescalas, donde Amondaray, redactora digital en el diario La Nación, buscó un escape terapéutico a sus ataques de ansiedad para hablar sin tantos términos académicos acerca de su pasión cinéfila junto a otros lectores en su misma posición. La historia de Amondaray parecía interesante al contar las relaciones del grupo e individuos que conforman ese sitio web, pero el eje se desdibujaba al no decidirse entre documentar a un grupo de adultos y adolescentes que ponen peso a la cuestión cinematográfica con intercambio de opiniones sobre determinadas obras, o centrarse en los problemas de socialización emergente, soledad, búsqueda de amistad o el hecho de compartir un pasatiempo como una alternativa saludable y de autoayuda. No estás solo en esto pone foco en el acercamiento de las redes sociales a través de la frialdad de los dispositivos tecnológicos, en tiempos donde con tantos adelantos en informática vivimos cada vez más aislados y atomizados en el confort de nuestro hogar, pero Amondaray no delimita la temática y confunde al espectador. El proyecto, financiado por la plataforma colectiva Ideame, superó las expectativas monetarias con un pozo de más de 25.000 pesos aunque su directora no supo aprovechar las herramientas otorgadas. Tal vez al producto le faltaba mayor maduración con las complejidades que requiere un documental. El recurso de musicalización que busca generar clima emocional durante los testimonios resulta innecesario y recurre al golpe bajo para ejemplificar. Y eso se debe a que la sensibilidad ya estaba instalada, por lo que resulta forzado enmascarar los ricos testimonios. Como si fuera poco, No estás solo en esto presenta graves errores de edición en los comienzos de la historia. Esos errores se trasladan a presencia de ruidos en audios como altibajos sonoros: el ejemplo más destacado resulta el testimonio en portugués de uno de los integrantes del blog Cinescalas cuya voz se encuentra distorsionada por la mala calidad del micrófono otorgado. Son cuestiones básicas y primordiales para gestar un documental, las cuales deben ser evitadas por entendidos en el tema. Y todo ello es una lástima, porque los fondos satisfactoriamente obtenidos no hicieron honor al producto documentado final, que se vuelve denso e incompresible para el espectador, perdiendo toda chance de impacto.
Ironía a medio camino La idea original del director austríaco radicado en Argentina Lukas Valenta Rinner, no era mala y hasta se tomaba con humor en tono de crítica social la invasión en el país de los “otros”, los excluidos del sistema, los pobres. Un tema complejo y triste que toda la vida definió a la convivencia capitalista tan arraigada en este país. Pero la ironía que dejaba esbozar una mueca da paso a la crudeza y a la caída de la obra misma convirtiendo a Parabellum en un film que no deja nada sustancial. La historia presenta a un oficinista de clase media que ante los primeros indicios de un apocalipsis y saqueos consecuentes en otros puntos de la ciudad, decide escapar a un programa de defensa personal y armamentística para personas que como él no desean incluir al otro o temen su integridad física, todo esto en el Delta del Tigre. En forma de secta este hombre es entrenado junto a un grupo de desconocidos en el enfrentamiento particular o en equipo ante posibles ataques en la ciudad. Prevalece ese contraste tan criollo entre ciudad “civilización” o esta vez “atentado a lo conocido” y amenaza de barbarie inminente. La selva en Tigre, esa porcioncita de naturaleza como el camuflaje ideal y la acumulación de sabiduría y tácticas militares que hasta recuerdan las locaciones elegidas en el triste pasado de la historia argentina en la formación de tropas guerrilleras. Lo aparentemente correcto a veces puede resultar ridículo, absurdo y hasta peligroso. Los cambios en el protagonista se hacen presentes y evoluciona con él la trama en la conversión de todo un combatiente. Pero no todos los ciudadanos alistados en el programa estarán capacitados para soportar tal ritmo de supervivencia y la situación puede desbordarse. Lo cierto es que el film, pasada su media hora, pierde todo brillo que había generado en un principio esa fascinante expectativa. Parabellum hace recordar tres cosas. Una, la ironía con la que las clases sociales en el país tratan de convivir desde la solidaridad e igualdad impuesta por el Estado y abrazada por organismos y particulares pero también clarifica a tantos otros que prefieren apuntar esas ayudas sociales como limosnas para vagos de programas fallidos que no generan la “cultura laboral” y que, ante una “sensación de homogeneidad”, se ven amenazados en sus derechos. Segunda, la popularización de series televisivas como The walking dead que enseñan cómo sobrevivir y reorganizarse después de un apocalipsis desbastador que afecta la Humanidad y otros films precisos a la temática de grupos contra su misma u otra especie tanto animal y hasta sobrenatural. Y la tercera y más obvia, al imaginario gráfico de un tiempo “pasado” aparentemente mejor inflado en un globo o una piñata de fiesta que con el pasar del metraje se va desinflando porque pierde el aire.
Acompañadamente sola Soleada, de la fotógrafa y docente Gabriela Trettel, es de esas obras debutantes chiquitas que se presentan tímidamente en el medio de tanta oferta fílmica de producción nacional. Relata la historia de Adriana, una mujer de cuarenta y pico de años con dos hijos adolescentes, que compra junto a su marido una casa en Sierras Chicas, Córdoba, la cual se encuentra cercana al río. La rápida ausencia de la figura masculina por cuestiones laborales despierta en Adriana la punta del iceberg de una crisis femenina debatida entre el deber y la duplicidad del ser madre y mujer a la vez. Los cuestionamientos implícitos de la rutina marital y familiar se acrecientan durante la narración, donde la protagonista empieza a explorar y recordar qué la hacía feliz tiempo atrás, como si de un baúl de recuerdos se tratase. El film tiene mucho de esta temática explorativa no sólo físico/territorial, ya que la zona resulta novedosa y hasta poco atractiva en un principio -especialmente para los adolescentes-, sino también introspectiva, donde siempre está presente la búsqueda de la identidad emocional. Este film traza un claro paralelismo entre algunos vacíos emergentes de la madurez con la explotación y redescubrimiento de la juventud. Paralelismo que se entreteje junto al desdibujamiento del peso autoritario del adulto ausente y la tibieza de un rol femenino más permisivo pero que remarca evitar el abuso a sus “inferiores”. Lo planteado toma fuerza en la segunda mitad de la película ya que, al principio, Trettel no logra naturalizar ni transmitir la cotidianeidad de una familia. Es decir, vemos actores jugando a representar roles que resultan forzados y poco creíbles, lo que provoca un ritmo un poco pausado y asfixiante que bordea lo denso. Sin embargo, los que logran mantener una cierta fluidez a lo largo de toda la película son los jóvenes, tal vez lo más acertado en autenticidad de Soleada. La directora cordobesa emplea correctamente elementos alegóricos en la trama, tanto desde el orden de la titulación inicial con un juego de palabras donde se destaca el término “sola” -leit motiv principal de la película-, como también la utilización de objetos y espacios que parten desde un vidrio de mesa tan esperado y descuidado al final, cajas desordenadas y a medio abrir de una mudanza inconclusa que generan una casa donde el caos comienza a naturalizarse. Todos ellos apuntan al estado anímico de la protagonista en pleno y constante estado de ebullición, a punto de explotar a lo largo y ancho del metraje. Soleada trata de mostrar esa cotidianeidad de provincia con el que el nuevo cine argentino ya deslumbró a principios del nuevo milenio, con films como La ciénaga, de Lucrecia Martel, y ese ritmo tan particular e incomprendido de la forma narrativa de Lisandro Alonso, pero no profundiza ni se compromete demasiado. En el preciso momento en que a Andrea se le presenta una jugosa posibilidad al mejor estilo Los puentes de Madison, nos deja con ganas de ahondar más y vuelve a la rutina y al alejamiento de lo prohibido. No existe capacidad de goce y empatía del espectador con esa mujer oprimida y sufrida, aunque nos podemos relajar con la pareja de jóvenes hermanos y un amigo pueblerino de su misma edad (un punto más para los adolescentes). A favor este primer largo de Trettel podemos contar a la banda de sonido a cargo de una de las destacadas figuras del nuevo canto popular argentino, el folklorista Raly Barrionuevo, y la dulzura de su versión de la zamba Luna cautiva. Por cierto, el ambiente de peña folklórica que por las noches disfruta la familia en un bar de la zona se torna cálido y rescatable. Así también lo es la fotografía de ciertos pasajes introspectivos donde Andrea deambula en medio de la naturaleza y su soledad, aprovechando ese río tan fresco y renovador que sin embargo quedan como perlas aisladas de una película que proponía más.
En el medio del monte Un tema recurrente en el cine argentino es la persecución a los movimientos sociales y sindicalistas durante la última dictadura militar. Ya pudimos ver films que hacían referencia a estos hechos, desde Kamchatcka (2002), de Marcelo Piñeyro, donde un niño escapa junto a sus padres a una casa alejada de la ciudad, o la más reciente Infancia clandestina (2012), de Benjamín Avila, que experimenta con el arte del cómic y juega con la identidad de un preadolescente y sus padres guerrilleros. Ahora nos encontramos con Los del suelo, la historia real de una joven pareja de la resistencia popular campesina que se esconde en el monte chaqueño y que transmite un relato sensible y cruento a la vez. Su director Juan Baldana, realizador de la ficción Los Angeles y los documentales Soy Huao y Arrieros, se basó en el libro Monte madre, de Jorge Miceli, para contar sobre la persecución de Remo Vénica e Irmina Kleiner, pertenecientes al Movimiento Rural de Acción Católica que defendía y defiende la lucha agraria contra el imperialismo que presiona su socioeconomía. Los del suelo cuenta lo duro de la supervivencia en lo profundo del monte y más aún con la responsabilidad de traer hijos al mundo en esa precariedad, lo que implica un dilema moral respecto a lo que es “correcto” para seguir la lucha de los ideales en el exilio. La contraparte a esa lucha se destaca a partir del trabajo de dos actores como Juan Palomino, quien ya había trabajado con el director, y Luis Ziembrowski, que representan a dos milicos sucios y temibles. Este film cautiva desde el suspenso y el miedo a ser descubierto, aprovechando también como factor a la naturaleza misma, que puede ser cobijo pero también una amenaza latente. La lucha, la amistad, el amor, la prescripción y la compañía de los sonidos ambientales como de alguna melodía que escapa de una guitarra criolla son las temáticas a flote en una historia que no revela mucha información sino que exige al público el descifrar tales simbolismos ocultos. El final cierra correctamente esta sencilla película dentro de un salto de tiempo abierto desde el principio para explicar el poder de determinadas decisiones en contextos políticos difíciles que aún repercuten en estos días.