Veo gente vieja Para la gran mayoría de la crítica, M. Night Shyamalan no la había vuelto a pegar desde que saltó a la fama con Sexto sentido y El protegido. Sin embargo, unos pocos -entre los que me incluyo- hemos defendido aquella gloriosa producción llamada La aldea. Sin embargo, con Los huéspedes vuelve a dar una vuelta de tuerca tanto a su filmografía como a un subgénero sobreexplotado como el falso documental. Cuando parecía todo dicho, aparece Los huéspedes, donde dos preadolescentes viajan a conocer a sus abuelos maternos luego de la separación de sus padres. Existe un clima de drama en toda la trama y un poco de avasallante obsesión de parte de los jóvenes hacia la figura de la madre abandonada por el esposo/padre. Obsesión que también se traslada a esos ancianos ausentes por viejos rencores de los adultos. Pero allí están todos reunidos en una cabaña en medio de un pueblito nevado de Pennsylvania, lugar de la niñez del director y locación de la mayoría de sus films. Claro que todo aquello filmado a través de cámaras para un documental casero en el que los chicos son los directores comienza a derrumbarse por el estado psíquico que presentan los adultos mayores. La inestabilidad mental, el misterio y el miedo se apoderan de Becca y Tyler, los pibes en cuestión, que no ven escapatoria alguna. Y hay momentos en que la maligna insinuación logra incomodar desde la turbación al público cómplice. La película tiene un tiempo narrativo pausado, que hoy en día pocos perdonan, pero el ingenioso de Shyamalan logra compensarnos con una tensión ascendente y un buen revés en el tramo final -por supuesto para quién se quede- cuando pensábamos que la temática iba por otros lares. Y esos giros del relato nos recuerdan al viejo Shyamalan, capaz de deslumbrar a espectadores agotados con los films de terror cámara en mano que encontraron la gloria con El proyecto Blair Witch, Cloverfield o realizaciones más independientes, como la siempre recomendada The Poughkeepsie tapes, la muy real Megan is missing o la lenta Evidence. Mención aparte merece el personaje de Tyler, interpretado por Ed Oxenbould, un pequeño crack actoral que combina el humor y los estados emocionales más jugados de esta pequeña joyita fílmica. ¿Estaremos ante un nuevo Jamie Kennedy (Scream)? ¿Y por qué me recuerda a él? Jamás sabré el por qué de esa loca asociación. Es evidente que Los huéspedes es un correcto y moderado regreso con una historia con moraleja final, donde los problemas psíquicos y trastornos obsesivos compulsivos están en tela de juicio, tanto para los actores como para quien escribe.
Una experiencia caprichosa Para quien no conoce la filmografía del exitoso director portugués Pedro Costa, Cavalho dinheiro, que homenajea y continúa con el hilo del documental No quarto da vanda sobre los inmigrantes caboverdeanos en Fontainhasal y el corto Sweet Excorsim -ambas obras de Costa-, resulta ser una pieza intolerable y sin brillo autónomo. La película en cuestión es un collage de planos fijos interminables e insufribles con escasez de luz. A ello se suman extensos minutos de diálogos susurrados que indican el delirio del protagonista y la locura misma que genera en el espectador para pasar luego a “golpes musicales” que asustan y desacomodan las secuencias. Por, tanto una narración molesta y poco armoniosa en expresividad visual que busca la complicidad en el público y a la vez resaltar el nerviosismo y enfermedad de su actor principal. A todo esto, se suma que Cavalho dinheiro no presenta una lógica en cronología espacio temporal y prefiere volcarse a un desajuste que borda lo cuasi caprichoso, experimental y onírico de este director. Desajustes que llevan a su viejo protagonista llamado Ventura desde su actual internación en un frío y lúgubre hospital; la Revolución de los Claveles de 1974; el extravío del protagonista por el bosque y hasta el pesar de los nacidos en Cabo Verde sin coherencia mínima alguna que lo pueda sustentar. No siempre la experimentación llega a buen puerto y Costa no nos ofrece llave para ingresar a su código indescifrable y tedioso. Cavalho dinheiro no hace justicia al galardón llevado en el Festival Internacional de Cine de Locarno, ni a los lamentos vocales de sus protagonistas que conforman la banda de sonido.
De raves y otras chauchas Parte de la historia de la música electrónica francesa de los 90 se encuentra expuesta en el elogiable drama Eden, de Mia Hansen-Løve, directora que sería premiada por su segundo film, El padre de mi hijo, en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2009. En este cuarto proyecto que la une a su hermano ex DJ Sven Hansen Løve como coguionista y fuente de inspiración, nos propone seguir a un dúo de jóvenes amantes de las bandejas y los sets que inician su carrera con el nombre de Cheers. Estos buenos muchachos hacen a un lado sus estudios universitarios para meterse de lleno y explotar su talento en el ritmo de los clubes nocturnos de Francia y otras capitales del mundo. A ellos se suman un grupo de amigos, entre los que se destacan a unos promiscuos Daft Punk – aún la fama les era incipiente- que acompañan comparativamente el ascenso y la caída del cabecilla de los Cheers, DJ Paul, pionero en el estilo garage electrónico de la época. Eden es el retrato de los duros inicios de una agrupación, sus momentos cumbres y su deterioro económico y humano, que involucra a fuentes directas e indirectas en ese frenesí de vida. Algo típico en el complejo mercado artístico donde se alcanza la satisfacción plena o una difícil lucha de “permanecer” a costa de sacrificios y varias pérdidas. A la vez, Løve expone la incapacidad de Paul para establecer relaciones ante una agenda apretada donde la fácil escapatoria a veces resultar ser el acceso a las drogas. El film juega con lo autobiográfico al mostrarnos un retrato social del camino a la adultez y el reflejo de un movimiento musical histórico representado en la carrera de los grandiosos Daft Punk, hoy iconos globales. Eden nos termina introduciendo a una tribu urbana con códigos propios y rutinas particulares. A Eden tampoco escapan temáticas que invitan a la doble lectura sobre la influencia capitalista que esconde la música y el arte en general para mostrar que siempre en la otra balanza lo que siempre más importa es la valoración de los afectos cercanos. En esta película también se destaca la impecable y acertada inclusión de una banda sonora que varía del french house al garage pasando por todo un abanico de buenas melodías electrónicas que en muchos momentos de la narración pasan a primer plano, acompañando principalmente los ambientes nocturnos y contrastando la resaca de las mañanas. Eden resulta ser, en esencia, un excelente relato dedicado a los melómanos, críticos y aquel público que busca un film que escape a los lugares comunes de películas musicales y deje una moraleja de vida del paso a la adultez, los sueños sin alcanzar y el mundo de las responsabilidades.
Plin plin eran los de antes La última década no ha sido muy positiva en el cine de terror, que sufre de exceso de historias de entes paranormales y mockumentaris. No es alarmante declarar la muerte del género al menos en Estados Unidos, donde hay demasiada dependencia del sector de producciones independientes que cada tanto salva el año con alguna joyita o se cae en detestables remakes de films originales de Europa o Latinoamérica, ya que nada les ha quedado en recursos a los amigos asiáticos. Ahora es el turno de un diamante mal esculpido, El payaso del mal -título original Clown- ópera prima de Jon Watts estrenada tardíamente, ya que este año se conoció otro film de su autoría, el thriller Copcar, con Kevin Bacon. La premisa se centra en un padre de familia que, al enterarse de la ausencia del animador de la fiesta de su pequeño hijo, decide sorprenderlo disfrazándose de payaso, consiguiendo la vestimenta en un viejo baúl de una casa en alquiler en horas de su trabajo como presentador inmobiliario. Terminada la fiesta y cumpliendo su objetivo, Kent -nuestro protagonista- no puede sacarse el maquillaje ni el grotesco disfraz. Tampoco puede frenar la maldición que se apodera de su cuerpo, transformándolo en un ser hambriento de niños. Sin dudas, la temática resultó una idea fresca y una vuelta a los payasos malditos que nos recuerda al diabólico clown Pennywise de It, quien sigue siendo el abanderado junto a Ronald Mc Donald en inculcarnos verdadero terror. Watts, que no es ningún tontito, aprovechó la potencial trama convirtiéndola interesadamente en un falso tráiler con la aparente producción del director Eli Roth, quien lejos de ofenderse aceptó el desafío de apadrinar esta moción en largometraje. Pero la interesante historia con el transcurso de sus 30 minutos comienza a debilitarse y cae en los lugares comunes del cine de terror. A favor de El payaso del mal se puede mencionar cierto grado explicito de gore en cuanto al sadismo con infantes, un tabú que se está rompiendo con la aparición de series como The walking dead o The game of thrones, estandartes en liberar a su suerte la baja -es decir la muerte de forma cruenta- en personajes menores de edad. También se agradecen las cuotas de humor negro y el dramatismo que conlleva la metamorfosis del protagonista, que nos recuerda a La mosca, de David Cronenberg, aunque sin llegar a sus talones y ahogándose en una tragedia griega simplista. Además, El payaso del mal goza de una correcta actuación por parte de Peter Stomare como ese típico personaje aparentemente conocedor de la maldición y salvador externo al núcleo familiar padeciente. Por otra parte, es destacable el aspecto técnico de los efectos especiales que al final expone el film, los cuales hacen guiños al viejo stop motion de Sam Raimi en Evil Dead en manos de Tony Gardner, quien se luce aquí y en la trilogía mencionada. Pero esos puntos a favor no terminan de salvar a El payaso del mal, cuyo demoníaco personaje prometía mucho, pero que termina debilitándose y desinflándose. Esta vez Plin Plin se pinchó nueva y amargamente la nariz.
Fantasmas en la casa no me dejan ir… Jessabelle es de esos films que no aportan nada nuevo al género terror/thriller y encima tiene un exceso de duración, clichés y cuotas de absurdo que, de alguna forma, se vuelve algo delicioso para no ser tomado en serio. Con poca originalidad, lentitud y mucho enredo en su desenlace final se presenta la historia de una protagonista colorada como Sarah Snook -Las últimas horas y Predestinación- que tras sufrir un accidente automovilístico que la deja en silla de ruedas se traslada a la casa de su padre en Louisana. Como por arte de magia descubre unos videos de su madre fallecida -cuando Jessabelle era tan sólo una bebé- donde su progenitora trata de alertarla de una presencia extraña en aquel hogar. Temáticas como el vudú ya abandonaron sus etapas de gloria, con películas de mulatos poseídos como Yo caminé con un fantasma, y las fantásticas y siempre recomendadas Los creyentes, donde el impecable Charlie Sheen trata de clarificar un asesinato, y La serpiente y el arcoíris, sumergida en la profunda Haití, cuna de creencias nativas de posesión de almas y seres en trance. Los títulos mencionados eran dignas piezas que revolvían estómagos por su veracidad. En Jessabelle, los fantasmas y el tibio culto son figurativos y sólo adornan el clima de aquella zona sureña de Estados Unidos de pantanales, folk y vida campestre, en un claro paralelismo con otro producto mejor logrado como lo fue La llave maestra, donde Kate Hudson como enfermera se encuentra ante una religión afroamericana con mayor presencia y fuerza que busca la posesión de su cuerpo a través de la creencia. Su director Kevin Greutert, responsable de las dos últimas y pésimas entregas de El juego del miedo, apuesta por un terror con desbordado e industrial dramatismo, que los verdaderos amantes del horror prefieren evitar. Una historia trillada hasta el hartazgo, de tímida tensión amorosa entre la protagonista y el personaje de Mark Webber -muy destacado en la siniestra remake de 13 pecados-, que no suma riqueza a la historia. Sólo para pasar el rato sin demasiadas pretensiones en un triste domingo de invierno.
De “risas” y colmillos Cuando nos encontramos frente a un producto sobrevalorado y de moda que encima no nos impacta de la misma forma que al resto de la manada, nos da bronca. Es lo que sucede con la comedia neozelandesa en tono de falso documental Casa vampiro, de Taika Waitit y Jemaine Clement, que a pesar de su originalidad y entretenimiento tampoco es para tirar manteca al techo. La vida cotidiana de cuatro vampiros queda capturada por la lente de una cámara para acumular una historia con los típicos clichés y fechorías del mundo de este subgénero de terror. El grupete que trata de adaptarse a la vida moderna y a la vorágine de la tecnología mientras lucha por sobrevivir a la luz del día, cruces y enemigos, está compuesto por Viago -interpretado por Waitit-, un dandy del Siglo de las Luces (XVIII) que presenta un guiño claro al personaje de Tom Cruise en Entrevista con el vampiro; Vladislav, una suerte de chupasangre de la época medieval al estilo pomposo del Drácula de Francis Ford Coppola -representado por Clement-; el pintoresco y pelado Petryr, el más ancestral de todos, en evidente referencia al glorioso Nosferatu; y el más joven y rebelde Deacon, que parodia a La Saga Crepúsculo y sus rivales característicos, poniendo al límite la exposición de esta particular secta. Ese aire a reality show es logrado con credibilidad, buenas actuaciones, humor absurdo del calibre de la excelente serie The office y algunas pinceladas de efectos especiales precisos. Pero los momentos de flojeras se hacen sentir, y aunque nunca derrapa, a duras penas trata de sostenerse sin sobresalir. Así, nos recuerda a aquel aburrido film también en tono jocoso de Roman Polansky, La danza de los vampiros, censurado en su época y hoy con estatus de culto. Sin más, Casa vampiro -que presenta un juego de palabras entre caza y personaje de colmillos filosos pero ahora “cazados” bajo un documental televisivo- se deja ver como un entretenimiento para no tomárselo demasiado en serio. El tiempo tal vez haga justicia a este film que la viene pegando en los grupos que aman el humor kitsch.
Sin obligación de compra Thrillers con gotas de terror como 13 pecados, de Daniel Stamm (El último exorcismo), dan tremendo gusto porque entretienen con creces al espectador ávido de “algo de originalidad” y alto humor negro. Lo cierto es que 13 pecados es una acertada remake de un film tailandés del 2006 llamado 13 beloved que pecaba de una extensa duración, algo muy característico del cine asiático. Por ello la cuota estadounidense reduce con ritmo y buen tino lo mejor de su acción, resolviendo de manera plausible los momentos más gores frente a la original. La historia retrata la vida de Elliot, único sostén económico de su familia -con su mujer embarazada, manteniendo a su hermano discapacitado y un padre obstinado que no tiene dónde caerse muerto- y para postre a punto de quedar desempleado. Este recibe una extraña llamada telefónica para concursar en un programa de cámara oculta donde al aceptar el primer desafío está obligado a seguir con otras doce etapas que se le irán dictaminando. Pronto descubrirá el “macabro lío” en el que se ha metido. Claro está que este tipo de films le debe mucho a la pionera El juego del miedo (2004) donde los obligados concursantes tenían que resolver pruebas en situaciones límites donde fallar significaba la propia muerte, pero también le debe algo a Al filo de la muerte (1997), del gran David Fincher, un maestro del suspenso fuerte, con Michael Douglas, quien acepta aquel singular regalo de su hermano en un juego poco convencional para un hombre de dinero y poder que lo tiene todo en la vida. 13 pecados mezcla el buen suspenso, el horror, el humor y cierto aire policial con giros de guión inteligentes pero sin caer en la seriedad. No profundiza demasiado en quiénes están detrás de la organización de estos oscuros juegos, en lo que tal vez sea un guiño a una segunda entrega. Sin embargo, ata los cabos esenciales para la comprensión, a diferencia del film tailandés, donde el final quedaba inconcluso y poco claro restando puntos al entretenimiento que había cautivado durante su narración. Además, mientras los orientales tampoco tuvieron suerte con la gracia que rozaba lo absurdo en situaciones donde no merecían tal jocosidad, la reversión estadounidense resuelve armoniosamente el cambio de climas con gráficas escenas gracias a la habilidad demostrada por Stamm. Pero tanto entretenimiento y acertada revisión no sólo se sostiene en la corrección de un guión de otra nacionalidad sino también en un reparto de excelentes actores, como Mark Webber (Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños) cuya capacidad frente a tal odisea se vuelve deliciosa y desenfrenada. Las dudas morales que atraviesa el personaje hacen de la película un mensaje acertado para el público, sin aires de menospreciar las cuestiones éticas y menos adoctrinar con ello. La visión es superficial pero no por eso menos importante, sólo acomoda al espectador a las decisiones en que serían capaces de sacrificar por “amor” a los propios. A la vez, se destaca la participación del “tu cara me suena” Ron Perlman (Hellboy) como un detective que busca quién está detrás de las siniestras estafas telefónicas. 13 pecados se consolida como una muy buena cinta para amantes de lo funesto y divertido, donde ya no se pregunta al estilo Scream cuál es la película favorita de horror, sino que todo consiste en una simple invitación con consentimiento para que empiece el juego.
Sin City criolla A José Celestino Campusano (Vil romance, Vikingo, Fango) se lo quiere o se lo odia. Su cine es bruto y directo sin muchos preámbulos. Esa aspereza aquí elimina el concepto peyorativo para mostrar cómo la bajeza de personajes poderosamente estereotipados puede ser rica en lo visual, en un relato fascinante que entretiene y engancha al espectador. El perro Molina cuenta la historia de un delincuente y tipo piola del hampa con códigos que aún sostiene la bandera de la amistad y la palabra. A ello se suma el drama amoroso del comisario Ibáñez y de su provocativa esposa Natalia, quien luego de sufrir un engaño marital, abandona su vida de ama de casa y se vuelca al mercado de la prostitución. Campusano nos propone una película llena de acción con algunos diálogos mal actuados pero a la vez emblemáticas participaciones actorales de protagonistas y villanos. En ello converge el sello de este autor y no sería muy descabellado o absurdo pensar en El perro Molina como una especie de Sin City criolla, donde los hombres son justicieros o totales traidores y las mujeres sólo mostradas como el sexo débil decorativo que sin embargo buscan enfrentar la masculinidad con valentía. Las temáticas como la violencia y la marginalidad fluyen en los paisajes del conurbano bonaerense de El perro Molina y ya son una carta de presentación que Campusano cimentó en films como Vil romance y Vikingo. Sin dudas el cine de Campusano es de alguna forma una locura descabellada de la ficción argentina “explícita”, que convierte al realizador en un auténtico director de pura cepa.
El Moisés de Scott Ridley Scott demuestra con Exodo: dioses y reyes lo que es hacer cine épico a lo grande y de una manera realista junto a la estrella británica Christian Bale, quien interpreta aquí a Moisés en el relato histórico más conocido de la Humanidad: la liberación de 600.000 esclavos hebreos de la tiranía egipcia. Esta nueva ola de género conocida como neo péplum que en los 60’ estaba representada por Espartaco, de Stanley Kubrick; y en los 70’ por películas con relatos bíblicos de Jesús, de faraones o la misma vida de Moisés, supo encontrar su regreso desde la exitosa Gladiador (2000) -también de Scott-, donde Russell Crowe encarnaba a un ex general devenido en luchador de arenas que buscaba vengar a su familia. A este cine de aventuras e historia se suma una entretenida saga como Furia de titanes; las magníficas 300 que bordan el buen estilo comic; una aburrida Pompeii o la versión libre y poco afortunada de Noé junto a un arca al mejor estilo conteiner pesquero aunque de madera. Sin dudas el neo péplum volvió para quedarse ahora gozando de modernos efectos visuales que rozan el realismo, mucha épica y guiños a ese cine histórico y colosal de hombres guerreros o vidas bíblicas ya mencionadas, obras que buscan las fechas cercanas a la Navidad o las Pascuas para estrenarse. En el caso de Exodo, que contiene una importante factura cinematográfica, se relata el enfrentamiento de dos “hermanos del corazón” como Moisés y Ramsés II, este último el nuevo rey de Egipto y antagonista del pueblo hebreo. Algunos historiadores no están de acuerdo con el enfoque tirano con el que se destacó al personaje, explicando que la Historia no argumenta lo mismo y vinculan a este faraón con la mayor prosperidad que hubo en aquella región. Volviendo a Exodo, Scott presenta su recorte dejando de lado el episodio de la veneración del Becerro de Oro que ofendía a Dios y evita la profundidad en la cuestión de los Diez Mandamientos que son mencionados “tímidamente” en el trayecto final del film. Detalle que poco puede interesar ya que la obra no corre para esos caminos o puede enojar a quienes buscaban la inclusión y/o comparación con aquellas majestuosas escenas religiosas de Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille. Una referencialidad detallista que tampoco logra encontrarse en el actual héroe protagónico, cuya única ostentación reside en su espada de acero y oro a comparación de aquel humilde bastón/rama del Moisés de Charlton Heston. Pero sin dudas que el sello de Bale suple estas cuestiones y el film se vende por esta gran figura actoral. Y sin ánimos de spoilear, lo mismo sucede con el escape israelita frente al Mar Rojo donde el director apostó por una destacada veracidad. Esto sucede por el valor histórico de un personaje como el de Moisés, venerado por cuatro religiones distintas entre ellas -judaísmo, cristianismo, Islam y bahaísmo- y que tiene un peso figurativo imprescindible. Tomar este relato desde la visión de un director de cine sólo logra dos cosas en el público: el rechazo total o una nueva y positiva revisión. Por suerte, Scott no es un amateur en el tema y sale bien parado de la cuestión. La versión del exitoso director de Alien, el octavo pasajero opta por el crudo realismo con el que eran tratados los judíos hasta la brutalidad con la que son arrojadas las famosas siete plagas sobre Egipto, muy lejana a la continua pomposidad inmaculada del film de DeMille donde hasta la vestimenta de los diferentes estratos sociales -con más brillo o mayor austeridad- era homogénea y visualmente pulcra. En cambio Exodo presenta espacios sucios reflejando en las condiciones insalubres donde el pueblo esclavista trabajaba y una extrema miseria referenciada en sus hogares contrastando con el lujo del palacio de Ramsés II. En conclusión y a favor de Exodo, se destaca la majestuosidad con la que son presentadas las diferentes locaciones del relato -los desiertos de España-, una banda de sonido de buen folklore árabe realizado por el compositor español Alberto Iglesias (El jardinero fiel, Cometas en el cielo) y elogiables actuaciones tanto de Bale como el australiano que la viene pegando fuerte Joel Edgerton (El gran Gastby). En contra -y aleatoriamente- se puede apuntar a la poca profundización sobre ciertos hechos bíblicos pero lo que no es sencillo de digerir son los personajes secundarios con actores renombrados como Aaron Paul (Breaking bad, Need for speed) que hace del famoso discípulo José quién seguiría al mando de los judíos luego de la muerte de Moisés, y Sigourney Weaver (Alien) como la madre de Ramsés II, que están totalmente desdibujados dentro de la historia. Por suerte la formula Scott/Bale es lo que garantiza la calidad de este espectáculo.