LARGA NOCHE DE PESADILLA Otra vez sopa. Otra vez una película de terror desde Irlanda pero con producción yanqui, que se estrena dos años después de pasar por festivales o conseguirse en Internet en la cartelera nacional, como lo fue la semana pasada la coterránea El canal del demonio, de Iván Kavanagh. Esta vez llega Noche diabólica, de Conor MacMahon, un director mucho más especializado en el género que Kavanagh, y que normalmente sabe aprovechar la cuestión nacionalista de las tierras irlandesas para mezclarlo con el miedo. MacMahon, ya con cuatro films en su haber, propone en cada puesta que realiza diferentes subgéneros del horror. Así ha pasado por la amateur Carne muerta (2004), uno de sus películas más logradas dentro de su filmografía, con zombies y vacas infectadas en el medio de la campiña irlandesa; por The disturbed (2009), con lo que perfilaba un rape&revange, algo así como violencia y venganza, en la que una jovencita era raptada por un grupo de hombres sádicos para abusar de ella y en un giro extraño terminan siendo perseguidos por un ser maligno; o la más “popular” en el mercado estadounidense y con buen humor negro Stitches (2012), donde un payaso toma venganza y vuelve a la vida para asesinar a un par de tipos que le gastaron semejante broma mortal tiempo atrás. Esta vez con Noche diabólica, una pareja queda varada con su auto a la noche y en el medio del campo –otra vez es elegida este tipo de locaciones, como en Carne muerta-. Pidiendo ayuda en una granja destartalada y solitaria se encuentran con un chupa sangre que es una mezcla de Nosferatus y del bicho de la gran El descenso. La trama, que es simple y poco original, logra en sus primeros treinta minutos un muy buen clima de suspenso y misterio acompañado cada tanto de un repentino susto. La cámara en mano genera excelente vigor e incluye al espectador en esa experiencia de temor a la oscuridad junto a los protagonistas. Pero el problema es cuando se revela el monstruo y empieza el típico juego del gato y el ratón. Algo que aburre volviéndose monótono. Sin embargo Noche diabólica tiene algunas cartas guardadas bajo la manga, como revelar el arma que puede perjudicar a este siniestro vampiro, así como también la infección que este personaje propaga en sus víctimas. Pero no alcanza y eso es porque no llega en el momento necesario. Decíamos que la película se vuelve demasiado extensa y aburrida. Hay veces que nos sentimos ofuscados con las decisiones estúpidas de la protagonista que va creciendo en su rol de heroína, algo que es típico en este tipo de cintas. Otra contra es la abusiva banda de sonido orquestal, que llega en forma ascendente cuando la protagonista emerge como “mujer guerrera”. Música demasiado melodramática que resta puntos a la película y se aúna a algún momento de cursilería que atraviesa la pareja en los peores momentos. Es una arista que sí es excelentemente llevada en la formidable Eden Lake, aquel film inglés del 2008 donde un desconocido Michael Fassbender junto a su novia de ficción se volvían víctimas de una pandilla de pibes problemáticos. A un realizador especializado como MacMahon, que pertenece a la nueva ola del cine independiente de terror for export irlandés desde ya hace más de unos 10 años, no puede perdonársele estos traspiés. Y más cuando Noche diabólica posee un prometedor inicio pero termina repitiendo algunas formulas sabidas que los espectadores del género aborrecemos.
UNA ENSALADA IRLANDESA El canal del demonio es uno de esos estrenos atrasados que ya lleva dos años circulando por sitios de descarga web o con paso por festivales especializados en género de terror. Algo que sin dudas es visto con recelo por el fanático de este tipo de films, no sólo por la antigüedad de la pieza sino también porque su estreno comercial tiene cierto tufillo a ausencia de buenas propuestas actuales del género que desembarquen a la pantalla grande del país. Desde Irlanda llega la quinta película de Ivan Kavanagh, un tipo obsesionado con la infidelidad femenina -así lo demostró en Tin can man (2007)-, quien en esta oportunidad ofrece un thriller psicológico donde David, el archivista de una filmoteca con una joven y bonita esposa y su pequeño hijo, viven “felizmente” en una casa vieja. Pero claro, ese mundo de ensueño familiar se ve interrumpido cuando nuestro protagonista descubre la doble vida de su mujer y luego la desaparición de ella. Su fantasía se derrumba por completo y es acusado de principal sospechoso. En paralelo irá descifrando durante su jornada laboral unas cintas antiguas de principio del Siglo XX que tienen como epicentro un asesinato múltiple cometido en su propio hogar. El primer cambio que se nos presenta en El canal del demonio es una película que borda el drama convencional para gradualmente introducirse en el misterio casi policial. Hasta allí todo bien. Luego se volcará a la paranoia obsesiva que nos hace acordar al personaje de Sam Neill de En la boca del miedo, claro que sin nunca estar a su altura narrativa. Es a lo largo de esta transición que el film comienza a atrapar al espectador de forma cautelosa. Pero con la aparición de fantasmas en su hogar con desvergonzadas secuencias calcadas a La llamada, esta película pierde su decente “esplendor”. El canal del demonio peca al introducir un popurrí de subgéneros de terror -casas encantadas, seres andróginos, fenómenos paranormales, fantasmas estilo japonés-, donde esta abundancia y mezcla desconcierta sin aportar a la historia. Y esto es una lástima porque las locaciones de barrio obrero irlandés con su canal -y esa es la palabra que da sentido a la película- de agua frondosa que atraviesa la ciudad, los pastizales a lo largo y esos baños públicos llenos de roña y graffiti son los que generan el clima ideal de misterio y terror. Sin embargo, esto es desaprovechado por los múltiples focos de atención que propone el director. Realmente como espectadores no sabemos de dónde proviene el mal: si de afuera (factor externo social o el “ello”), si de adentro del “hogar maldito” (el yo que incluye y rodea el entorno más inmediato) o de la locura postraumática de viudez que atraviesa David (súper yo más profundo e intimista). Y ese desconcierto y desequilibrio psicológico sirve pero no alcanza. Kavanagh quiso que su película de terror lo tenga todo, tal vez para no caer en los arcos de la predictibilidad; para homenajear a cintas asiáticas; al furor de alucinaciones oníricas que James Wan logró con la destacada La noche del demonio; o al misterio de vecindario o propio hogar que se guarda tras las paredes como en Ecos mortales. Y así podría seguir con un sinfín de películas que guardan paralelismo y dejan a El canal del demonio carente de cierto clima original pese al entretenimiento que aporta. Lo cierto es que el cine de terror irlandés es aún joven y está comenzando a abrirse al mundo. Por una parte, rivalizando con una experimentada Inglaterra pero por otra, destacándose con la bandera que el pionero y reconocido director Neil Jordan supo sentar en ejemplos destacados desde el folklore de “cuentos de hadas”, como En compañía de lobos (1984), hasta el vampirismo actual en Byzantium (2012) sobre un pueblito costero. Parece que el secreto es no salirse de los relatos autóctonos ni de los paisajes de la tierra de tréboles, aprovechando ese frondoso material y agregando algo moderno si se quisiera. Pero nunca copiando al otro.
EL DIRECTOR DEL PUEBLO No es pretexto que quien escribe sea fanática obnubilada del gran director argentino que fue Leonardo Favio porque, claramente, también puede ser considerado un riesgo por necedad a la idolatría o por directa acusación, si lo que se refleja en un documental no equivale al verdadero perfil de tamaño autor como lo fue este señor. Favio: crónica de un director es el gran relato jamás hecho hasta el momento, el que mejor capta la historia filmográfica de una figura demasiado avanzada para su época. Los relatos que reúne este excelente film responden a bloques temáticos en la vida del director que se hilvanan con total naturalidad sin ceñirse a la cronología rigurosa de la vasta actividad de Favio. La naturalidad de los relatos que engloban a actores, sonidistas y fotógrafos -donde se destaca el guionista Zuhair Jury, hermano del también cantautor- invitan a descubrir la creatividad y desborde talentoso que con pocos recursos sentó en el cine nacional Leonardo Favio, algo hereditario también en su par sanguíneo, que goza de vuelo propio. Como espectadores, Venturini nos lleva a recorrer todas aquellas experiencias en vida que Favio supo trasladar a su filmografía gracias a una entrevista exclusiva mantenida tiempo atrás. Esos testimonios enriquecen y nos permiten comprender la sencillez de Favio, cuyas vivencias fueron puntapié para sus films más autorreferenciales. Prácticas tomadas de la calle, del folklore cuyano o del orfanato donde creció -por sólo nombrar algunas fuentes de inspiración- son factores que ninguna academia de cine le hubiese otorgado. Pero también vemos cómo este director y a veces cantante, actividad que desarrollaba para poder filmar -su verdadera pasión-, se inspiraba en el neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa y algunos autores como Akira Kurosawa y Robert Bresson. Aunque claro, siempre con esa impronta auténtica y original de su ojo cinematográfico. Este documental destacado en el pasado BAFICI y que ahora alcanza su merecido estreno comercial, brinda anécdotas atrapantes y un collage dinámico que detallan su origen y su juventud, los momentos de gloria, la soledad que perseguía a este genio que supo ganarse a la crítica y luego a los académicos. Venturini escapa a la vertiente aleccionadora en la que muchos documentales biográficos bucean sino que celebra esa parte filmográfica que tantas satisfacciones ha traído a Favio. Nos muestra al tipo detrás de la gran figura, revelando una infancia pobre y difícil que sin embargo no representó obstáculos para alcanzar aquello que deseaba. También presenta la pasión de este hombre por el arte y por la política militante peronista, siendo esta última en cierta parte génesis de sus últimas obras. Favio: crónica de un director se vuelve de visionado obligatorio para estudiantes, periodistas, fanáticos y todos aquellos que quieran acercarse a una mirada didáctica y celebrativa a la figura del director desde la concepción del debutante Venturini.
EL TEMPLO PROFANADO Las inocentes, de la directora nacida en Luxemburgo Anne Fontaine (Mi peor pesadilla, Coco antes de Chanel), cuyo estreno en cartelera cae justo en nuestro país en un momento sensible en cuanto a múltiples casos de aberraciones impuestas a la mujer y femicidios, nos muestra, por un lado, la fuerza del amor y la solidaridad entre pares frente a cualquier credo o ciencia. Y tristemente por otro, la repetición en la historia de la Humanidad de la violencia sociocultural ejercida sobre la mujer. Estamos ante una pieza maravillosa basada en hechos reales, con escenario que tiene como epicentro a la invernal Polonia de postguerra. Allí, una monja, infringiendo las normas de su orden, recurre a Mathilde, una joven médica de la Cruz Roja para que la ayude con los embarazos fruto de violaciones de soldados rusos y posteriores partos de un puñado de religiosas. Un martirio colectivo donde el protagonismo de ambas mujeres -una de la ciencia y otra de la fe- se superpone a cualquier humillación y secreto guardado a la sociedad. Fontaine, experta en retratar el mundo femenino en su filmografía, juega con una paleta de personajes con una moralidad diferente frente a la cuestión maternal impuesta, a veces sentida y, por sobre todo, compleja. Logra verter esa impunidad implícita en las fechorías de algunos hombres para enriquecer el relato con la problemática presente y un futuro más esperanzador del destino de esas mujeres. También vemos la vida de Mathilde, que se debate entre repatriar a los sobrevivientes de los campos nazis, su profesión, su lealtad comunista y su independencia sexual, una realidad muy diferente a la de sus amigas religiosas. El peso de la fuerte e impactante fotografía, además de los gélidos paisajes de finales del 45′, recae en el factor emotivo y correctamente interpretativo de la francesa Lou de Laäge, cuyo personaje demuestra esa valentía avasallante y pionera que Fontaine gusta exponer en sus obras. Pero también disfrutamos de otros personajes, como el amable cirujano enamorado de Mathilde, interpretado por Vincent Macaigne (2 otoños, 3 inviernos); o la soberbia Madre Superiora encarnada por Agata Kulesza (Ida). Las locaciones también son bien contrapuestas y emanan ese sentido de ateísmo o escepticismo versus una vida limitada al servicio de Dios. Pero será en la unión de esos dos mundos femeninos tan contrastantes donde se logre cierta “armonía y equilibrio”. Las inocentes, a pesar de su equilibrio y belleza estética, peca de una larga duración y una narración por momentos algo reiterativa. Sin embargo, es tan interesante y conmovedora que todo lo suple con creces, a partir de adentrarse en una temática psíquica y moralmente compleja: el difícil camino de las mujeres tomadas sexualmente a la fuerza cuyo fruto es la llegada de un ser inocente como un bebé. ¿Será posible amar el fruto del odio?
LECCIONES PARA ESTRICTOS Desde Bulgaria llega La lección, de Kristina Grozeva y Petar Valchanov -ganadores en San Sebastián 2014 a la mejor dirección-, drama proletario donde una profesora de inglés de secundario en un pueblo pequeño pone en cuestión el robo suscitado en el aula de un alumno a otro. A esta correcta y moralista docente llamada Nade le indigna la injusticia realizada frente a sus narices, y pide que el ladrón deje el dinero de forma anónima para que su conciencia al menos esté tranquila. Pero parece que al autor del ilícito poco le importa y Nade obliga a que el resto de sus estudiantes se responsabilicen colaborando con dinero para la damnificada. Ese es el puntapié al retrato de la vida de una mujer metódica, con algunos trastornos compulsivos obsesivos a la cual la “tortilla de la moralidad” se le da vuelta luego de algunos inconvenientes financieros en los que su inepto marido con problemas con el alcohol se ve envuelto. Ante la posibilidad de remate de su hogar y con una hija pequeña, Nade -que lleva los pantalones en la casa- deberá endeudarse con prestamistas corruptos, rebajarse y mendigarle dinero a su padre, sufriendo extorsiones que ponen en riesgo su integridad ética. En el medio, no podrá ser remunerada en tiempo y forma, siendo juzgada por el otro cuando era ella la que siempre apuntaba con el dedo acusador. Con La lección somos partícipes como espectadores de las vueltas de la vida, un concepto al que nadie está ajeno. Somos espectadores también de la caída de nuestra protagonista, que vivía en una burbuja regida por sus propias reglas. Este film pequeño pero interesante cumple con un ritmo creciente y seguro, con una cámara que persigue a la maestra en una muestra de complicidad y convivencia con los malabares de una mujer sola frente al mundo. A su vez, no existe una banda sonora abusiva que tienda al melodrama para que no exista distracción alguna, porque ya la temática lo ofrece todo y juega a este buen realismo con sonido ambiente que acompaña acertadamente la acción. A Nade, a pesar de todo, “no se le caen los anillos” en pos de alcanzar su objetivo: conservar su humilde hogar. Entre complicaciones, comenzamos a sentir empatía por este personaje tan frío y calculador en un principio. Un personaje que llega a enfrentarse con su propio padre ausente, de buen pasar y que convive con una joven a pocos meses de la muerte de la progenitora de Nade. Un personaje que comienza a tener desdibujados los límites entre el bien y el mal, entre la madurez y la chiquilinada. La lección es de esos films que apelan a la moral sin pomposidad técnica pero con mucho interés en lo que se cuenta. No pretende dejar una moraleja, ganando al ofrecer simplemente una tragedia moderna en un mundo capitalista y burocrático.
EL MEJOR CORAZON VALIENTE Gilda, no me arrepiento de este amor, además de tratarse de un biopic musical de una de las figuras culturales más importante y trascendentes de la bailanta argentina, es también un film sobre alcanzar los anhelos más deseados contra toda adversidad. Así lo vemos en la figura femenina de Miriam Alejandra Bianchi o “Gilda”, una maestra jardinera de clase trabajadora de Villa Lugano que soñaba con cantar frente a un público masivo, confrontando con la negación de su entorno familiar y un mundo musical machista donde brillaban las cantantes voluptuosas (Lía Cruzet y Gladys “la bomba tucumana”). A la vez, esa doble condición de perseguir un sueño se ve reflejado en el rol protagónico de una Natalia Oreiro en su máxima madurez actoral y exacta plasticidad como cantante para el papel que toda su vida quiso alcanzar: interpretar a la número uno de la bailanta popular. A 20 años de la trágica muerte de Gilda en un accidente de ruta en medio de su gira por el interior -donde perdió la vida junto a su madre e hija, más tres músicos suyos y el chofer del micro-, la directora Lorena Muñoz, experta en cine documental con su destacada pieza -codirigida con Sergio Wolf- Yo no sé que me han hecho tus ojos, ofrece las vivencias de una mujer que lo deja todo a los 30 años por seguir su pasión por el canto. Una mujer que pese a su fugaz y corto éxito en vida se convertiría en una “santa popular” capaz de hacer milagros para algunos devotos y fanáticos, y en un mito cultural por su carisma innegable. Muñoz, con excelente pulso, no nos ofrece una biografía narrada de forma convencional y/o cronológica, sino que expone los últimos años de Gilda, donde ella se juega por ser cantante y deja la formalidad de su trabajo en una suerte de flashbacks con su niñez vinculada a la música, donde es influenciada por su padre, que la inculca el amor por ese arte. Gilda, no me arrepiento de este amor deleita con su lograda ambientación de los circuitos bailanteros de los 90, los enfrentamientos a la mafia que regentea las presentaciones musicales y con una admirable banda sonora cuyas canciones son representadas a la perfección por Oreiro, que incluye la participación de algunos músicos de la agrupación original de la auténtica Gilda. Esas puestas en escena, que llenan de sensibilidad hasta al público más reacio, se suman al dramatismo real detrás de la fama de una mujer casada con dos hijos, ama de casa convencional con una crisis matrimonial importante, pero con un futuro exitoso que la llevaría a la cima. En el film también se destacan los personajes secundarios que se mueven en torno al rol protagónico, como el de Susana Pampín como una madre acusadora; junto a Lautaro Delgado, que es un esposo al borde de la violencia y los celos; en contraposición al enamoramiento de su descubridor y socio musical, Toti Giménez, interpretado por Javier Drolas (Medianeras). Todos ellos con una interesante profundización en sus papeles, algo que la pequeña Angela Torres, con un importante legado familiar de artistas en su espalda, no supo desarrollar, tal vez por las escasas y efímeras escenas otorgadas donde da vida a una Gilda jovencita. Gilda, no me arrepiento de este amor es una película de interés narrativamente ascendente. Tal vez las dos únicas cosas para criticar sean casi una abusiva utilización del recurso emotivo que la cantante hace a través de un instrumento musical para volar a los recuerdos de su niñez (lo cual es revertido por Muñoz ofreciendo luego de esos primeros quince minutos una continuidad exquisita que entretiene y emociona); y la falta de un mayor desarrollo para lo que fue el backstage del álbum Corazón valiente, cuya imagen pasó a integrar buena parte del imaginario icónico alrededor de la cantante, inmortalizando su presencia. Aún así, con Gilda, no me arrepiento de este amor estamos ante un biopic musical tan glorioso y elegantemente llevado en parámetros cinematográficos, que sentará recuerdo en el cine nacional de una figura con mucho ángel, tímido y sensual a la vez.
EL JUEGO DEL EMBOLE Cómo decepciona un film de terror cuando no tiene nada para ofrecer. Nada de argumento sólido o de algún giro interesante, nada. Este es el caso preciso del primer largometraje de Jeffrey G.Hunt -director de series televisivas como Fringe o Crónicas vampíricas- titulado Satanic: el juego del demonio. La película nos cuenta cómo un grupo de jóvenes estereotipados –compuesto por una pareja de teens darks y otros enamorados más normales, como una chica tradicional y el flaquito ganador de la Fraternidad- deciden vacacionar en camioneta por Los Ángeles para recorrer un circuito turístico “macabro” que, va desde la casa donde fue asesinada la actriz Sharon Tate y sus amigos a mano del clan Mason, hasta comercios de oscurantismo. Son tours que se contraponen con el paseo de las estrellas cinematográficas de Hollywood pero que atrapan por convertirse en un atractivo morboso para el público, algo muy bien reflejado en la primera temporada de American Horror Story con respecto a casas embrujadas u homicidios truculentos. Esta ciudad, que mezcla las luces de la fama y las sombras de crímenes siniestros, sirve como epicentro para que estos amigos no tengan mejor idea que perseguir a un pelado mal llevado dueño de una siniestra santería que visitaron anteriormente, para darse cuenta que el tipo en cuestión anda metido en una secta diabólica. Y que esa secta de encapuchados adoradores de Lucifer planea “matar” a una pibita desnuda en el transcurso de un ritual. El rescate a esta chica por parte del grupete da “puntapié” al leit motiv de la trama. Un leit motivo que se pierde y que nunca toma fuerza para arrancar, ya que se desperdicia mucho tiempo útil. Del mismo modo, los personajes no saben a dónde dirigirse y sus actuaciones son pocos creíbles. En Satanic: el juego del demonio, la historia comienza a enredarse sin sentido y sólo los 15 minutos finales Hunt trata de volcar la mayor intriga y miedo sobrenatural que no generó desde el principio pero no es suficiente. Ni siquiera ese aire a “deja vu” o historia vivida que atraviesa a lo último la protagonista del film, recurso que supo alcanzar una firmeza interesante en la coproducción inglesa/australiana Triangle (2009), de Christhoper Smith. Parece que lo único que nos deja esta película es su moraleja de “quien mal anda, mal termina”, algo que sólo viene a sumar el patetismo que ofrece el producto en general. Y también vuelven a repetirse los lugares comunes, como la utilización del heavy metal en su banda de sonido o dibujos de pentagramas del Mal, errónea y culturalmente vinculados al satanismo cuando no es más que un simbolismo del equilibrio entre la tierra y el cielo según antiguas civilizaciones. Son tópicos que ya nos ofenden a los asiduos en este tipo de cine. Satanic: el juego del demonio es un film de terror tan aburrido y light que resulta un insulto que sea llamado una película de terror. Un insulto tanto para los fanáticos del género como para quienes quieran iniciarse en este vasto y bello mundo cinéfilo que tantos seguidores y detractores ofrece.
MUCHO SEXO Y POCO BOX El cine con epicentro en el boxeo profesional/amateur tiene algunas joyas clásicas como la gloriosa saga Rocky, y algunos dramas actuales, ya sea en las correctas El ganador (2010) o Revancha (2015). Son sólo algunas de las piezas del vasto universo temático que conjuga el deporte con la vida personal de estos tipos que parecen intocables arriba del ring. Argentina no es la excepción y existen ejemplos biográficos como Gatica, el mono, del gran Leonardo Favio, coproducciones como Boxeo Constitución (2012), de Jakob Weingartner, y creaciones televisivas, como Contra las cuerdas. En este contexto Sangre en la boca, de Hernán Belón (El campo), mezcla el drama del personaje de Leonardo Sbaraglia, quien a pesar de sus años no quiere retirarse de la disciplina y llevar una nueva vida junto a su familia, la aparición de una joven promesa del box femenino con la que se involucra apasionadamente, y los encuentros en el ring con sus adversarios. Estos últimos momentos vagos, que son los únicos rescatables de la historia. Sbaraglia vuelve a juntarse con Belón y se pone correctamente en el papel de Ramón Alvia, el boxeador a punto de colgar los guantes. Sin embargo, no es suficiente su calidad actoral cuando el guión comienza a hacer agua por todos los costados. La debutante en cine Eva de Dominici interpreta un personaje poco explotado y que se encuentra limitado a encarnar escenas de alto voltaje erótico muy extensas en tiempo y continuadas. Todo esto sólo para retratar una relación clandestina con lenguaje sensual y violento que nunca termina de encajar dentro de la trama central. También existe una pobreza en credibilidad por parte de quien es la esposa de Alvia (Erica Bianchi): no sabemos si eso se remite al idioma italiano -lengua de la intérprete- o a la falta de plasticidad que detona momentos pocos reales en la vida y la crisis marital. Posiblemente esta situación esté justificada por un régimen de coproducción similar al de Al final del túnel, donde ocurría algo parecido con la española Clara Lago. Sin embargo, el pulso de Belón es destacable en la fotografía y los tiempos manejados en el ring. El uso de primeros planos entre el protagonista y sus rivales y la posición con la que es utilizada la cámara logra producir un clima frenético y mágico dentro del cuadrilátero. Lo mismo se puede decir de la preponderancia del sonido de los golpes y puñetazos en plena pelea, que son momentos chiquitos pero disfrutables dentro de un film que propone poco drama, poco deporte y mucho sexo gráfico. Por ello el impecable trabajo de sonido y fotografía termina opacado por un pobre desarrollo argumental, donde lo que prevalece es la última imagen de Alvia, casi rendido en el piso con el saco de arena que hace vaivén sobre su cabeza. Un personaje abatido tanto en la vida como en este film. Ese instante representa la cuota necesaria de dramatismo que necesitó Sangre en la boca para ser el film que no fue.
VIVIR DESDE LA MUERTE El verdadero fin del documental No me mates, de Gabriel Arbós (Carlos Monzón, el segundo juicio), no es ganar la perfección narrativa y/o técnica en un festival especializado en historias de no ficción, sino contar un duro relato de vida con resultado esperanzador y, por sobre todo, concientizar sobre la lucha contra la violencia de género tan establecida en nuestra sociedad, aún judicial y socialmente bastante machista y burocrática. El relato de Corina Fernández, sobreviviente a los disparos de su ex pareja aunque tres le han dado en un pulmón -en el cual dos balas aún se encuentran alojadas y su extracción complicaría su salud-, es considerado un emblema de la lucha contra el femicidio en Argentina. Es el primer caso legalmente reconocido con una víctima que logró salvarse para contar su experiencia. Fernández desglosa cómo fue su enfermiza relación durante 17 años con quien fuera su marido, los maltratos en principio psicológicos y luego físicos que tuvo que soportar durante la convivencia, y el acoso luego de separada. Con casi 80 denuncias que se acumulaban en una comisaría, Fernández no tuvo ningún amparo del Estado hasta la tentativa de asesinato en plena calle por parte de su ex concubino. Esta historia cruda y triste entremezcla el testimonio real de Corina con partes dignamente ficcionadas, gracias a las actuaciones de Ana Celentano y Alejo Pinto, quienes representan toda su relación, desde el inocente noviazgo con su victimario, la formación posterior de una familia y la encarcelación de su ex marido. Son múltiples las referencias a la temática: desde letras de Soda Stereo que coquetean con la cuestión violenta a imágenes de la película sobre el juicio a Monzón que el personaje de Corina mira desde el televisor en su cama. Referencias que resultan un poco forzadas a la narración, que ya de por sí es fuerte y dolorosa. Tal vez sea un capricho autorreferencial y/o promocional que el director quiso innecesariamente imponer. Nunca lo sabremos. Sin embargo, No me mates logra hacer mella y generar recapacitación sobre un tema tan en boga que logró establecerse hace pocos años con firmeza dentro del apartado de los derechos humanos. Por suerte esta película se vuelve un material de denuncia que alerta sobre cuáles son los indicios de una relación tóxica entre dos personas que se “aman”, y cómo la figura femenina entra en una situación donde pierde sus derechos. No me mates es correcta en su concepción y estremece con el odio impuesto sin razón por un imbécil dominante y el martirio que una mujer tuvo que soportar, en el que tristemente unas balas fueron la llave de su salvación.
POSTALES DE MI VIDA Con este documental dirigido por el porteño Sebastián Deus, que le llevó diez años en su construcción y realización, se cuenta una historia de identidad y regreso de un viejo trabajador ferroviario con origen mapuche a una cambiada Ñorquinco, Río Negro -ciudad natal del protagonista-, con una narración contada por pinceladas en forma de capas donde a veces no sabemos cuál es el eje central narrativo. Tal vez ese cúmulo de acontecimientos sea la experiencia misma vivida por Don Luis, que busca hilvanar parte de sus vivencias desde la niñez hasta su etapa adulta. Deus muestra postales de esas tierras patagónicas donde el anciano a la vera del río y junto al árbol de su infancia escribe una carta a sus nietos, contándoles de alguna forma parte el legado familiar y de la identidad autóctona que lo corresponde. De tintes tristes y sumidos en una ambiente pobre pero de gran riqueza visual, existe en El regreso de Don Luis, seleccionada en la Sección Work in Progress del 27º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, un cuestionamiento explícito pero a la vez muy escondido. Una denuncia social al avance tecnológico pero también al avasallamiento que los distintos gobiernos ejercieron sobre estos poblados originarios que nunca fueron respetados y sí reducidos a su mínima expresión. Tanto que Luis reconoce en su pasado y sobre el imaginario colectivo haber negado sus raíces por vergüenza social. Estamos ante un documental de corte humanístico, explorativo y de doble lectura para mostrar una historia chiquita y muy grande a la vez que nos compromete en la formación del ser nacional aún latente en el presente. Nos acerca hacia realidades que parecen tan lejanas pero que no traspasan las fronteras regionales. Nos expone a una problemática de siglos que involucran también a toda América en relación con sus pueblos originarios, tan exitosamente expuesto en la peruana Hija de la laguna, de Ernesto Cabellos, mucho más concreta y de protesta. La fotografía acompaña y complementa esta historia de ritmo pausado pero firme, regalando vastos paisajes sureños, utilizando recursos visuales que remarcan tiempos pasados como si fuesen filmados en Súper 8 y ofreciendo postales hermosas como las del emblemático tren La Trochita, que comunica esos pueblitos por momentos olvidados. Ese medio de transporte como señal de avance, de idas y venidas que a Luis lo marcaron a fuego. El regreso de Don Luis es una pieza sencilla sin grandes pretensiones dentro del mundo de documentales introspectivos a nivel nacional.