No todo lo animado es oro Dos pavos en apuros cuenta una historia absurda y lo sabe, así que aclara que todos los hechos son ficticios, excepto lo de que los pavos hablen. Un pavo termina, niña mediante, convirtiéndose en huésped, momentáneo, de la Casa Blanca. La vida le sonríe, come pizza y mira una telenovela mexicana en televisión. Pero las cosas se le vuelven un tanto adversas cuando otro pavo le dice que debe acompañarlo al pasado. Claro, como podíamos imaginar desde siempre, en la Casa Blanca hay una máquina del tiempo. ¿El objetivo? Viajar y evitar que se coma pavo el primer Día de Acción de Gracias de la historia. Un objetivo complejo, difícil, pero que podría salvar cientos de miles de pavos. Problemática trama que en su centro elige salir a combatir una de las fiestas más importantes de la cultura norteamericana. Y si bien los tiempos cambian, la película se mete en un problema desde el vamos. Más problemático aún es que no funcione casi ningún chiste y que el timing general sea más bien torpe. Los chistes son tan mediocres y rutinarios que da la sensación de estar viendo nuevamente alguna película mala de los últimos años. Es una pena que se atrape al público con películas como esta, que le quitan al cine de animación todo el prestigio que el género ha sabido ganar con años de propuestas originales que lograron superar el encierro de ser sólo films para chicos.
La historia recién comienza Una nueva película con aires de saga llega a las pantallas del mundo. Esta historia de ciencia ficción, basada en los libros de Orson Scott Card, tiene todas las características para convertirse en una nueva serie de films. El protagonista de la historia, Ender Wiggin (Asa Butterfield, el recordado protagonista de La invención de Hugo Cabret) es un niño con un talento fuera de serie que es elegido para formar parte de una escuela militar de élite. El planeta se prepara para una nueva invasión alienígena y para evitar las consecuencias de la primera, forma a estos jóvenes de la mejor forma posible. La historia es tan antigua como efectiva: Ender es el Elegido, el destinado a salvar a la humanidad. Que sea una historia antigua no la hace menos interesante y, en cuanto al imaginario de ciencia ficción, la película se luce con algunas escenas francamente originales. Como todo film destinado a convertirse en una saga, la información se entrega poco a poco y la historia tiende más a abrirse que a cerrarse al final. Un lujo extra que la película tiene es ver a Harrison Ford en el papel del Coronel Graff, en un rol que es más que un papel secundario y donde semejante leyenda del cine es aprovechada. También actúa Ben Kingsley para completar el lujo actoral. Sin aspiraciones de clásico, pero bastante lograda, El juego de Ender funciona en su propósito y, al igual que Los juegos del hambre, muestra una juventud tironeada por las ambiciones y los deseos del mundo adulto. Sin llegar a inquietar demasiado, la idea queda instalada y es clara. Tampoco es trivial y ligera la presencia de los videojuegos como elemento primordial de la trama. Ya estamos frente a una generación que se ha criado con los juegos y a diferencia de la década de los '80, cuando se escribió el libro cuyo autor se negaba a llevar al cine, ya no ve como un universo tan lejano y asombroso el mundo del videojuego. Quedará, si acaso se hacen, para los siguientes títulos de la historia el revelar otras cosas de la historia de Ender y seguir resolviendo algunos interrogantes abiertos. Con una sólida puesta en escena y con excelentes actores, todo parece indicar que vale la pena saber cómo seguirá la vida del joven héroe y su destino de grandeza.
Un mestizo que busca ser samurai En la nueva versión de Los 47 Ronin, leyenda nacional japonesa, Keanu Reeves es el protagonista que se une a un grupo de samurais devenidos en ronin. Una historia de coraje, lealtad y osadía, con puntos fuertes y algunos altibajos. Keanu Reeves protagoniza esta nueva versión cinematográfica de la clásica historia de Los 47 Ronin. Esta leyenda nacional japonesa basada en eventos verdaderos ya había sido adaptada varias veces y esta es la primera versión estadounidense. A pesar de su base real, aquí la fantasía se adueña de gran parte del relato, e incluye hechizos y demonios. 47 Ronin está ambientada en el Japón del siglo XVIII, y cuenta la historia de un mestizo (Keanu Reeves) que se une a un grupo de samurai devenidos en ronin. Ronin es el nombre que recibe un samurai sin amo. Al centrarse en la figura de un mestizo, sin duda el film pierde algo de su autenticidad pero a la vez es la manera de acercarse a la leyenda. La historia es demasiado buena como para que problemas como este la terminen deshaciendo, aun cuando las cosas se complican. Reeves está bien en su papel y casi todo el elenco que lo acompaña también. Es cierto que luego de haber visto tantas versiones –la de 1941 dirigida por el maestro Kenji Mizoguchi es por lejos la más importante y posiblemente la mejor– suena raro escucharlos hablar en inglés. Aceptando sin hacerse mala sangre esta licencia, la trama atrapa y entretiene, con algunas escenas realmente muy logradas. Otro punto realmente alto son la escenografía y el vestuario, de una precisión que deslumbra. Lamentablemente se nota que la producción sufrió algunas complicaciones y que el director debutante Carl Rinsch perdió el mando. Una de las cosas más absurdas es la gran presencia en el afiche de un personaje tatuado interpretado por Rick Genest (tatuado como cadáver en la vida real) y que sólo es una sombra en el film, así como también el personaje de Kapitan, que voló de la trama, y que son dos personajes holandeses en una escena claramente resumida. Pero aun con la confusión y las alteraciones, la película cumple su objetivo básico. Y como dato extra valioso hay que destacar que termina siendo fiel al final de la historia en la cual se basa, algo no menor a la hora de una producción de esta clase. La historia de coraje, lealtad y osadía de estos 47 ronin se mantendrá viva más allá de esta película y volverá una y otra vez en diferentes formatos. Buscar y encontrar las versiones anteriores es un sano ejercicio cinéfilo para compararla con esta producción.
Pesos pesados pero con poca gracia Caminando con dinosaurios muestra las enormes posibilidades que la tecnología le ha dado al cine para recrear universos y criaturas. Pero al mismo tiempo es la prueba más contundente de que el cine no se trata de tecnología mayormente. Al ver los dinosaurios creados para este film, no hay duda de que se observa un nivel de precisión asombroso en muchos aspectos. Pero al mismo tiempo estos dinosaurios carecen de cualquier encanto o belleza artística. Son falsos, como lo es el guión y la película en su conjunto. Como documental para televisión –ficción que muestra cómo podrían haberse visto los dinosaurios en realidad– podría ser interesante en sus imágenes, pero una cosa es la pantalla del televisor y otra muy diferente la del cine. La película se basa en la serie de televisión que hace unos 15 años pudo haber tenido un impacto mayor al que tiene esta película. El programa de televisión fue tan exitoso como polémico. Su popularidad no impidió que los paleontólogos lo detestaran. Acá las cosas van más allá y más que polémica hay ridiculez. Pero no una ridiculez en un sentido creativo, sino en la forma en que todo ocupa un lugar que supera incluso el lugar común. Los diálogos, como se podrá imaginar, no suman mucha seriedad al relato y el estilo liviano e infantil (lo que no significa que los chicos disfruten, claro) produce más vergüenza ajena que simpatía. Lejos, muy lejos, está Jurassic Park de Steven Spielberg, una película que lograba darles a los dinosaurios una presencia más impactante. Un pequeño dinosaurio pasa de ser una criatura indefensa a ser el líder de la manada, pero este círculo de la vida está tan tamizado por la personalización de los dinosaurios que pierde todo su buscado efecto natural y se acerca más a una bajada de línea. Los admiradores de Jurassic Park, hay que decirlo, igual tendrán una pequeña sorpresa.
Verdadera leyenda cinéfila, Scorsese dirige desde la década del sesenta y atravesó décadas de cambios en el cine americano y mundial. Cinéfilo feroz y cineasta de particular fuerza visual, su cine tuvo altas y bajas y pasó por diferentes períodos. Como casi todos sus compañeros de generación, filmó películas más personales que otras (aunque no fueran las primeras necesariamente siempre las mejores) y vivió esperando un Oscar que llegó recién con Los infiltrados. En El lobo de Wall Street Scorsese explora un personaje típico de su cine. Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio, desde hace tiempo actor fetiche del director) es un corredor de bolsa con ambiciones tan grandes y escrúpulos tan pequeños como el protagonista de Buenos muchachos. Como el Jake La Motta de Toro salvaje, este personaje tomado de la vida real crece, asciende y desciende para reinventarse al final una vez más. De forma algo patética desde el comienzo, pero mucho más aun hacia el final. El film empieza con la crisis de Belfort. Ya ha logrado sus objetivos, se ha vuelto millonario y ya ha demostrado a todo el mundo y todos los espectadores cuan repugnante puede un ser humano ser. No es que los gángsters de Scorsese fueran personas amables, claro, pero acá el discurso es diferente. Este personaje tan supuestamente encantador es un estafador, un ladrón, pero a su vez hace increíble gala de maldad insolente, prepotencia y mal gusto. Tres horas, nada menos que tres horas le lleva a la película contar algo que en noventa minutos quedaría ya bastante largo. El lobo de Wall Street repite tantas veces las mismas ideas que levantarse media hora y luego regresar, tal vez –no lo intenté- no signifique perderse nada vital para la comprensión de la trama. No es obligatorio que el protagonista de un film se noble o que nos caiga bien. La inquietud, claro, estará en tener que identificarnos con alguien que nos irrita, nos molesta realmente. El film no es insufrible por eso solamente. En un alarde demagógico que entra en contradicción con todo, Belfort es luego reivindicado con gestos nobles, como si eso significara que algo de todo lo hecho fuera a cambiar. Pero una vez más, no quiero hacer una crítica ideológica porque no sé si por ahí pasan las intenciones del director. Sí insistir en que esta es, por larga distancia, la más aburrida y vacía de las películas de Scorsese. Que se enreda en sus repeticiones y que engolosinada en una estética que ya todos conocemos, hace uno y abuso de cámaras lentas y se monta sobre una gran selección de canciones a fin de cubrir las falencias de la película. Si bien los géneros tienen estructuras y puntos que se repiten, la cantidad de clichés que acumula El lobo de Wall Street. Qué alguien crea que hay una sola escena cómica en la película me resulta más motivo de asombro que de indignación. Y todas las actuaciones son entre correctas y singularmente malas, como es la de Jonah Hill, un gran actor que acá hace el esfuerzo de componer un papel a fin de buscar algún premio de esos que los que son realmente comediantes no suelen ganar.
El mundo a través de las imágenes Nuevamente atrás y adelante de la cámara, Ben Stiller agrega un nuevo hito a su filmografía, ahora con una flamante versión del clásico libro de James Thurber, que tuvo un primer paso a la pantalla con Danny Kaye. Para muchos, Ben Stiller es tan solo un gran comediante. Y aunque de su talento actoral no hay duda alguna, es bueno empezar a tener en cuenta su enorme y original talento para la dirección. La increíble vida de Walter Mitty es su nueva película y una confirmación más de la coherencia de Stiller a la hora de construir su filmografía. Generación X, El insoportable, Zoolander y Una guerra de película mostraron una sofisticada mirada sobre el mundo contemporáneo. La industria del videoclip, la televisión, el cable, el mundo del modelaje y la publicidad, el cine… Y ahora la fotografía. Stiller está obsesionado con la representación de las personas a través de los medios y como esta condiciona la existencia misma. En La increíble vida de Walter Mitty el propio Stiller interpreta a un tímido empleado de la revista Life, encargado de los negativos de las fotos que ilustraron la publicación durante años. La revista en papel llega a su fin y Sean O´Connell (Sean Penn), el máximo fotógrafo que tiene la revista, manda la foto para la tapa final. Es la foto más importante y la que le traerá a Mitty sus peores dolores de cabeza, o tal vez su salvación. Mitty se abstrae muy seguido en fantasías diurnas que lo desconectan de su gris realidad y lo llevan a un mundo de aventura. Le gusta mucho su compañera Cheryl (Kristen Wiig) pero obviamente no sabe muy bien como acercarse. Este libro de James Thurber en el cual la película se basa ya tuvo dos adaptaciones, una en 1947 con Danny Kaye y Virginia Mayo y la otra una versión italiana de 1982. Pero en la película de Stiller la idea de fotografía vs la realidad es un tema principal, más allá de la fantasía. A pesar de las posibilidades que da una historia como esta, la película no pierde su estilo, su sobriedad y su buen gusto. Y le agrega un discurso a favor de quien hace su trabajo a conciencia más allá de modas o miradas cínicas. No pretende la película oponerse a los avances, pero si rescatar la mirada. La mirada que en el mundo actual tiende a dispersarse o a vulgarizarse debido a la multiplicación de medio para registrarla. A pesar de su humor (y de presencias notables, como la de Shirley McLaine, más allá de los actores mencionados) el film es el más dramático de los que ha dirigido Ben Stiller y también la más emotiva. Un paso más para la carrera de un director que hay que tomarse en serio.
Clásica por donde se la mire Disney es, polémica más, polémica menos o más allá de gustos personales, el estudio cinematográfico de animación por excelencia. De un tiempo a esta parte, Pixar le arrebató el podio aunque finalmente terminaron trabajando juntos. Pero en esos casos se trata, igualmente, de productos Pixar. Con Frozen, una aventura congelada, Disney –dirigida por Chris Buck, Jennifer Lee– retoma el mando de su estilo, salva su esencia y a la vez entrega un producto de una calidad narrativa inusual. Como cuando en 1989 La sirenita recuperó la fuerza y la belleza de los films Disney, Frozen supera claramente la monotonía y la producción estándar para brillar con potencia y autenticidad. Basada en el cuento La reina de la nieve (1845) de Hans Christian Andersen, posiblemente uno de los más logrados de este autor, Frozen construye la historia con los ingredientes más memorables del cine Disney. Humor, amor, oscuridad, aventura y canciones, logrando una vez más reinventarse y no quedar fuera de época. En la versión de Disney se trata de dos hermanas. Una de ellas, Anna, emprende una aventura gigantesca para ir al encuentro de su hermana Elsa, quien tiene en su poder una maldición por la cual ha congelado al reino entero. Ya no un personaje femenino enorme, sino dos, contiene esta gran película. Incluye, claro, un arriesgado héroe que acompaña, Kristoff, y un alivio cómico, un hombre de nieve llamado Olaf. Hay villanos, hay muchas buenas y efectivas canciones y por supuesto mucho humor. Incluso hay espacio para el melodrama. Pero lo que hay que destacar una vez más es la manera en la cual el relato va hacia adelante sin fisuras y sin desvíos inútiles, manteniendo el ritmo y el interés, generando en cada nueva escena un verdadero placer para los espectadores. Eso hizo en su momento grande a los estudios Disney, y Frozen lo recupera. Películas de animación muy mediocres han tenido éxito y es una pena, pero teniendo la certeza del éxito que Disney se esfuerce por hacer un producto así, da esperanzas para pensar el cine taquillero como un cine aun con gran dignidad por parte de sus realizadores. Si un film Disney tiene que tener éxito este año en la taquilla, ojalá sea Frozen, porque por encima de cualquier otra consideración, se trata de buen cine, además de una gran historia.
Sólo un poco de su talento Cuatro amigos se vuelven a reunir tras 58 años. Sam (Kevin Kline), Archie (Morgan Freeman) y Paddy (Robert De Niro) son convocados por el millonario y soltero Billy (Michael Douglas) cuando este último les comunica que se va a casar y decide hacer un viaje con ellos a Las Vegas. La fórmula parece estar demasiado a la vista: cuatro estrellas del cine que ya hayan cumplido unos cuantos años y califiquen de veteranos, metidos en una aventura que podría ser la última. De esta clase de films se han hecho muchos, algunos muy inspirados, otros muy aburridos y mecánicos. Algunos son films de acción, como Red, y algunos son comedias, como Último viaje a Las Vegas. ¿Se puede hacer una película de esta clase, que valga realmente la pena más allá de la idea? A juzgar por aquella obra maestra llamada Jinetes del espacio con Clint Eastwood, Tommy Lee Jones, James Garner y Donald Shuterland, sí se puede. Pero se necesita algo más que una idea ingeniosa o cuatro excelentes actores. Acá sólo vemos un material muy mediocre, con situaciones muy trilladas, con elementos más destinados a crear una construcción estándar que a plantearse con verdadera convicción los posibles conflictos surgidos de la historia. Entonces cada tema, partiendo siempre de la avanzada edad de los protagonistas, se vuelve tan básico que da pena. El sexo, el amor, la pareja, los hijos, la muerte, todo apenas tratado con un discurso tranquilizador y sin matices. Se podría decir que la película cumple con su objetivo mínimo y no busca más. Pero el film mencionado antes era una excelente comedia y una visión lúcida e impiadosa de los temas tratados. Y claro, como estaba hecha de corazón, tenía una banda de sonido acorde a sus protagonistas y una para vender artistas de otra generación. Finalmente, y como cierre, hay que decir que los cinéfilos aun sabemos por qué Robert De Niro, Morgan Freeman, Kevin Kline y Michael Douglas son grandes, y que da un poco de tristeza que se conformen con tan poco, aun cuando nos regalen aquí un poco de su inmenso carisma y talento. Tanto los espectadores como ellos, estamos para más.
Sólo algunos pocos momentos La película israelí ganadora en varios festivales, entre ellos el BAFICI, encuentra su rumbo en las escenas de intimidad del protagonista pero, pese a la búsqueda, no logra originalidad. A juzgar por los premios, Policeman (Israel, 2011) debería ser considerada una película con muchos valores cinematográficos, pero lamentablemente sus laureles no están a la altura de lo que se ve en la pantalla. Es más, cuesta entender que alguien haya premiado una película tan básica en un festival de cualquier índole. Incluso en el BAFICI, el gran festival de cine independiente, obtuvo dos grandes premios. Lo dicho, un premio no es garantía de nada. La historia de Yaron, miembro de un grupo antiterrorista israelí, su trabajo, su vida junto a sus amigos y colegas y su esposa embarazada, es contada con planos estáticos y poco bellos, con largas tomas sin encanto ni gracia, con esa molesta puesta en escena de film que se aleja de la convención pero no llega a ningún lado. A veces, al ver films así, la sensación es más la de estar frente a un narrador torpe que frente a un cineasta original. La pobreza visual que jamás alcanza encanto alguno se ve a su vez sepultada por los personajes imposibles y absurdos, como ese grupo terrorista que el protagonista deberá enfrentar. Los jóvenes terroristas son un grupo israelí cuya actitud mesiánica sólo es comparable con su torpeza en las acciones. La dedicación del director para describir los momentos de intimidad entre Yaron y su esposa son lo único rescatable de la película. Ese encanto inexistente durante todo el relato, esa falta de ideas que invade el resto sólo encuentra refugio allí. Como si el origen de todo el film fuera ese: mostrar la sensibilidad y la ternura de un miembro de una célula antiterrorista. Incluso el tempo de estas escenas se siente correcto, frente al aburrimiento que producen los demás planos vacíos, donde el director parece querer mostrarse como un genio y simplemente delata pobreza narrativa y poco vuelo ideológico.
Pocas ideas que se agotan Extraída de un programa de MTV donde un grupo de freaks hace cualquier cosa para divertir a la audiencia, la película no consigue el mismo efecto y lo mejor está en el trailer. El origen de Jackass: el abuelo sinvergüenza está en su título. La serie que se hizo famosa en MTV a principios de siglo y que luego devino en varias películas se extiende ahora en esta nueva producción. El abuelo sinvergüenza (un título local que parece más una película con Enrique Serrano o Luis Sandrini que una comedia de Jackass) es una ficción teñida con las constantes estéticas del grupo. Jeff Tremaine sigue en la dirección, Spike Jonze sigue figurando en la historia y Johnny Knoxville (caracterizado como el abuelo del título) en el rol protagónico. La historia es la de Irving Zisman (Johnny Knoxville), un hombre de más de ochenta años que acaba de enviudar. Irving recibe la noticia de que debe llevar a su nieto a reencontrarse con el padre, después de que la madre del niño es notificada de que debe volver a la cárcel. El recorrido de esta especie de road movie dispersa le da por primera vez a la franquicia Jackass una forma narrativa tradicional. Lo que al comienzo parece más o menos interesante y tiene cierta gracia, con el correr de los minutos se va volviendo cada vez menos gracioso, más repetitivo y mucho más forzado. La escatología y la violencia física de Jackass, la única parte de su humor que valía la pena, son dejados de lado acá por una serie de escenas construidas con cámara oculta. El humor de cámara oculta, posiblemente uno de los más pobres que la comedia haya encontrado jamás, tiene impronta de televisión y programa berreta. Una, dos, tres escenas con ese mecanismo, hecho con mucho esfuerzo, puede despertar una sonrisa en quien busque desesperadamente reírse con algo, pero durante más de una hora se vuelve muy molesto. Toda la supuesta transgresión de Jackass queda acá sepultada por la repetición y la pereza. Además, hay que soportar una supuesta línea seria dentro del relato, que de tan mala es complicado saber si es irónica o no. ¿Hay algún chiste bueno en esta seguidilla de bromas? Sí, hay dos o tres, y están todos en el trailer de la película. Lo más recomendable es ver eso y nada más. La proporción risa-tiempo es muchísimo más justa que la que ofrece el largometraje. Los títulos del final con backstage demuestran que mientras nosotros nos aburrimos, los que hicieron la película la pasaron muy bien. Es para envidiarlos.