Pie Pequeño ¿Cuántas películas de monstruos, fantasmas, extraterrestres, psicópatas y demonios existen? ¿Cuántas tienen destino de clásico? A finales de los 90, una película de bajo presupuesto la rompió toda: El Proyecto de la Bruja de Blair (The Blair Witch Project). Una que con poco, dio inicio al explotation de un subgénero, el de found footage (metraje encontrado). Aquel bombazo contaba en forma de falso documental la historia de unos chicos que iban a un bosque en busca de una bruja. Uno de los dos directores de El Proyecto de la Bruja de Blair era Eduardo Sanchez. Terror en el Bosque (Exists) es de ese olvidado director. Terror en el Bosque no abunda en originalidad. Jóvenes que se aventuran a lo desconocido (la cabaña de un tío en un monte perdido de Texas) donde se encuentran casualmente con el terror. Es ley, nunca te vayas de vacaciones con tus amigos a un lugar que no sea 100% turístico. Y aún así te puede ir mal, ahí están Tiburón y Piraña para confirmarlo. En definitiva, si tenés menos de treinta años, nunca te vayas de vacaciones. Pero volviendo a la película en cuestión, en este caso, el horror toma la forma de un ser tan mítico como imposible: bigfoot, o sasquatch o pie grande (para los amigos). Pero mientras El proyecto de la Bruja de Blair logró transformarse en una película de referencia, Terror en el Bosque, a pesar de utilizar un recurso similar a aquella, no logra más que entregar algunos momentos de entretenimiento fútil. Es ley, nunca te vayas de vacaciones con tus amigos a un lugar que no sea 100% turístico. El primer tramo de la película limita la información visual de la bestia pero la incluye (acertadamente) de manera directa en el relato. El fuera de campo es vital para el género, y la existencia de esa monstruo ahí afuera, rondando, y luego gritando enardecido, brinda tensión. Eso ayuda a crear cierta expectativa. Es cierto, los cinco protagonistas (3 hombres y dos mujeres) fallan en crear empatía, los personajes resultan maniqueos y carentes de gracia. Pero el desinterés hacia lo que puede sucederles lo podemos dejar de lado a la espera de que algo interesante acontezca. Tan solo para no ser mala onda. Digamos, uno le da la oportunidad. También para disfrutarla se debe omitir el tema de la morosidad del relato, las reacciones dramáticas paupérrimas, las filmaciones hacia un bosque donde se ve poco y nada. Y también, debe restarle importancia a las inconsistencias sobre quién está filmando, las baterías de las cámaras, y principalmente, el hecho de que continúen filmando con una cámara de mano (¡!) cuando se está en riesgo de muerte. Obviando todo eso, porque no da ponerse denso, al menos uno espera que la bestia salvaje llamada Pie Grande llegue a destrozar todo para vengarse del inútil humano moderno. Sangre y espanto traído desde un presente perdido. Pero no sucede, ese terror (el miedo a la destrucción física por parte de lo salvaje) es algo que nunca se hace presente frente a cámara. La gran found footage, mucha filmación, poco para ver.
Cóctel La historia dice que antes de la aparición del mítico (Bond) James Bond el martini se tomaba revuelto y no agitado. Así de importante fue la irrupción de este personaje de Ian Fleming. Un héroe glamuroso, seductor e inmortal, un ícono en cuanto al tópico de espionaje. Dicen las leyendas (y los fanáticos de la saga) que todo tiempo pasado fue mejor, y que su era dorada fue la más artificial. La aparición (y éxito) de Jason Bourne implicó la necesidad de aggiornarse, incorporando un tono más sombrío y crudo, llevando las circunstancias a lo terrenal: menos humor, menos fantasía. En mi caso, para ser sincero, siempre fui más amigo de El Superagente 86 (Get Smart) que de cualquier otro agente secreto. ¿A qué viene esta remembranza de espías? A que la presente Kingsman: El Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service) juega con todas esas variables. La sofisticación, las circunstancias imposibles, la fantasía, la parodia y la crudeza. En ese cóctel, Kingsman queda un poco agitado, y otro tanto revuelto. Disfrutable, aunque no logre mezclar todos sus elementos de manera homogénea para despegarse de la mera relectura de las películas de espionaje. Está adaptación de un comic de Mark Millar (creada junto a Dave Gibbons) es llevada a la pantalla otra vez Matthew Vaughn. En 2010, su adaptación de Kick-Ass (de Millar también) lo había puesto en el mapa. Se entiende la repetición del director. Ambas comparten el mismo nivel de delirio, humor negro, crudeza y lectura del género. En Kick-Ass era el mundo de superhéroes. En ésta, los espías ingleses. Con un estilo fantasioso y desinhibido, se juega constantemente con la referencia de Bond, y en menor medida, la figura de Bourne. Consciente de su reflejo con el género de espías, se identifica y también se desmarca. Van a estar los gadgets de espionaje, el archienemigo caricaturesco, la organización ultra-mega-secreta escondida en un lugar ingenioso (en este caso un local de trajes). Kingsman: El Servicio Secreto trata de desatar el espíritu juguetón y descontrolado al que no se atreve la saga del 007. La cuestión es que cuando llegue al punto de repetir viejos esquemas narrativos, se esfuerza en romperlos mediante brutalidad, humor y autoconciencia. Kingsman: El Servicio Secreto trata de desatar el espíritu juguetón y descontrolado (con dosis de mortalidad y sorpresa) al que no se atreve la saga del 007. Y para eso era vital el malo de turno. Samuel L. Jackson encarna a un millonario, filántropo, ecologista, y monstruoso, lleno de particularidades: le da impresión la sangre, tiene un problema de habla y es groncho como él solo. La falta de sutileza del personaje de Jackson es la medida del film: los chistes son groseros, los contrastes son obvios y el esquema del relato está calculado (aún en los puntos donde debe sorprender). Parte de esto es culpa de la repetición del esquema Kick-Ass. Otra de Matthew Vaughn, un director que demuestra similitudes con su compatriota Guy Ritchie en su regodeo en la canchereada visual, la brocha gorda, y la dirección acelerada para imponer vértigo. No es que todo esto sea malo per se, pero toda esa energía puesta en romper el molde expone el sistema, y aligera el impacto de la originalidad buscada. Aún así, Kingsman: El Servicio Secreto no falla en entretener, exponiendo lucidez respecto a su relectura de Bond y el poder reinante en el mundo. Y por si fuera poco, en el final, entrega una explosión catártica de bellísima anarquía.
¿Qué tal, Bob? No soy un seguidor de Bob Esponja (SpongeBob Squarepants), pero recordaba con cariño su primera incursión cinematográfica del 2004 Bob Esponja: La Película. Ese humor sencillo y absurdo, la diversión simpática y sin pretensión. Esta segunda incursión es igual de gratificante. El comienzo de Bob Esponja: Un Héroe Fuera del Agua (The SpongeBob Movie: Sponge Out of Water) lo tiene al pirata Burger Beard (Antonio Banderas) en la búsqueda de un tesoro en una pequeña isla. El humor se presenta bastante simple, con gags amables y elementales. El tesoro en cuestión es un libro mágico, y cuando se dispone a leerlo (ya a resguardo en su barco), unas gaviotas entran en escena para escucharlo atentamente, y también, para intentar cantar. Algo que Burger Beard les impide. En ese punto sabemos que lo de Bob Esponja es una combinación interesante. Una utilización del humor tonto que permite otra cosa: la sorpresa. Durante poco menos de hora y media van a surgir chistes bobos, otros geniales, y un factor disruptivo hermoso. Lo mejor de Bob Esponja: Un Héroe Fuera del Agua es que sabe introducir en la narración unos absurdos bellísimos. Por eso se impone como una película disfrutable tanto por el chico como por el adulto. Porque además, viendo el cuadro completo, uno entiende que su humor es ingenuo pero no torpe. Lo mejor de Bob Esponja: Un Héroe Fuera del Agua es que sabe introducir en la narración unos absurdos bellísimos. El conflicto en Fondo de Bikini (la ciudad donde vive nuestro protagonista) surge cuando Plankton (el malo) trata de robar la receta de las exitosas hamburguesas de cangrejo del local de comida rápida donde trabaja Bob (el bueno, bah, el bueno y tonto). La batalla por la fórmula secreta, y el resultado posterior, tiene consecuencias nefastas para Fondo de Bikini. Digamos sencillamente lo que sucede: la destrucción completa de la civilización. Todo en un instante. El mérito de los creadores de Bob Esponja es su comprensión de que en la animación cualquier cosa pueda suceder, y que además, puede suceder en un segundo. Al igual que en Hora de Aventura (Adventure Time), su talento radica en entender que la libertad no se maneja solo a nivel visual, sino también narrativo. A través de ese espíritu desenvuelto es que pueden incorporar momentos deliciosamente extravagantes. Cuando Plankton entra al cerebro de Bob es uno de ellos. Un reino de dulzura, amor y pura inocencia, cuyo exceso causa pavor (algo más que lógico). Otra es la secuencia surgida de la creación de una máquina del tiempo: el aspecto visual y los descubrimientos temporales resultan fantásticos. Finalmente, la circunstancia que da titulo a la película (ese “héroe fuera del agua”) donde los personajes se mezclan entre los humanos para enfrentarse a Burger Beard, cumple además en acción y diversión. Como en el caso de La Gran Aventura Lego (The Lego Movie), Bob Esponja: Un Héroe Fuera del Agua entrega una certeza, la buena animación permite liberar la imaginación.
Perdidos en el espacio Si algo hay para reconocerles a los hermanos Lana y Andy Wachowski es que toman riesgos. Sus delirios visuales y épicos son abrumadores. Sus propuestas tienen algo de cachivache. La montaña rusa de imágenes y personajes (en circunstancias increíbles) suele ser narrativamente confusa, anegadas por el propio vértigo que proponen. Da la impresión de que sus films son juguetes. En su despliegue imaginario de héroes, elegidos y filosofía de cotillón (con un presupuesto que no te baja de 100 millones de dólares) su desfachatez es toda una marca. Su film anterior, la épica que trataba de la vida, el tiempo, el amor, la reencarnación llamada Cloud Atlas (que no me gusto para nada), fue otro ejemplo del exceso de su cine. Los Wachowski disfrutan de la aventura bigger than life. Su Matrix original funcionaba de manera acertada. Su premisa obvia y efectiva se valía de la acción y ciencia ficción sin demasiadas vueltas. La continuación de ese clásico fue su plataforma para un discurso filosófico colmado de peroratas más y más confusas. Desde esa Matrix: Reloaded se empezaron a notar sus grietas cinematográficas: el trazo grueso, el intento de explicar (verbalizando) todo, los personajes unidimensionales, la necesidad imperiosa de trascender el mero espectáculo, el barullo visual. Una licuadora que nunca lograba combinar bien sus ingredientes, aportando un producto insustancial la mayoría de las veces. Tengo un grato recuerdo de Meteoro (Speed Racer), seguramente porque su origen permitía la explosión vacua, transponiendo un recuerdo infantil a un film del mismo tenor. Ese espíritu desatado, simplista y juguetón, es algo que se resiente en su búsqueda de trascendentalidad. El Destino de Júpiter (Jupiter Ascending) tiene la marca de los Wachowski. El desborde visual, la narración atolondrada, el discurso filosófico, y como en su obra más famosa, un elegido: Júpiter (Mila Kunis). Júpiter, hija de rusos emigrados a Estados Unidos, se prueba vestidos y joyas de los dueños de las casas donde va con su madre a limpiar. Un día se levanta, va a donar óvulos para hacer unos mangos y se activa la alarma intergaláctica (o algo así) de que es la heredera de un imperio espacial. Pero en ese reinado de mercaderes cósmicos nadie quiere perder un trozo de poder, entonces, la mandan a liquidar. Por suerte hay un caballero de brillante armadura llamado Caine: Channing Tatum con orejitas puntiagudas y botas deslizantes. Este nivel de “complejidad” y audacia (esas orejitas no garpan ni un poco), es la estampa de El Destino de Júpiter. Su principal problema es el factor humano, falla constante de los habitantes del mundo de los Wachowski. El otro gran problema es que uno siente que cae ante un cóctel entre Flash Gordon y Duna donde no se entiende demasiado qué está pasando. El Destino de Júpiter tiene la marca registrada de los hermanos Wachowski. Primero lo primero. La química entre Kunis y Tatum es inexistente. Una nota del todo llamativa siendo dos actores que no derrochan talento pero si carisma, su vínculo es de una neutralidad inusitada. La falta de empatía hacia ellos es la medida de lo fallida que resulta esta aventura. Desde la nueva trilogía de La Guerra de las Galaxias no veía rostros tan perdidos dentro de un set de filmación. Tanto Kunis como Tatum (que al menos en algunas secuencias de acción puede pilotearla un poco mejor) no logran convencerse de lo que está pasando delante de sus ojos. Menos aún a nosotros. Además de los dos protagonistas esta Stinger, el siempre confiable Sean Bean. El inglés sabe aprovechar sus momentos en pantalla para mostrarse conflictivo y arrastrado por la historia. En oposición a lo hecho por Bean está Balem. El posible ganador del Oscar por La Teoría del Todo (el colorado Redmayne) suma una actuación espeluznante. Algo que no tiene vinculación con ser el malo de turno. Su interpretación de voz rasposa al borde del llanto es un lamentable intento de interpretar una tragedia shakesperiana. Patética. Por otro lado, uno debe hablar del aspecto visual exhibido. No obstante el vértigo narrativo (es bella la primera persecución entre edificios en la ciudad), y el imaginario tipo La Guerra de las Galaxias (Star Wars), El Destino de Júpiter no logra maravillarnos por completo. Si uno de los mayores aciertos de Guardianes de la Galaxia era la de sumergirnos de cabeza en una aventura espacial en un segundo, aquí lo presentado frente a nuestros ojos nunca logra interpelarnos. Mucho tiene que ver con eso la suma de personajes fantásticos incrustados en una narración carente de imaginación. ¿Cuántas veces puede salvar sobre la hora Caine a Júpiter? Hagan la cuenta, se van a sorprender.
El hombre de la bolsa Keanu Reeves es un actor limitado. Uno que me cae particularmente bien. Pero en cuanto a su versatilidad, se puede decir que tiene tres gestos (que no varían demasiado). Si tiene un talento, seguramente sea el de acertar con algunos proyectos. En Sin Control (traducción carente de sentido de John Wick) su escasa expresión juega a su favor. John Wick, nuestro antihéroe del titulo, solo necesita tres expresiones: una para antes de matar, otra para cuando esta matando, y la última, cuando ya mató. Qué no difiera una de otra, resulta ideal. Sin Control es una historia salida de un cómic. Sería algo así: un hombre (Reeves) debe darle una lección a un joven estúpido qué se calienta con su auto cuando lo cruza en una estación de servicio. El pibe (Alfie Allen) se cree pistola porque es hijo de un mafioso ruso. Ve al mundo como un inmenso kiosco. Pero dentro de ese universo paralelo de asesinos hay códigos. Uno es no te metas con John Wick. Otro, que la sangre tira. Por eso ese líder de la mafia rusa, interpretado de manera genial por Michael Nyqvist, debe proteger a su inútil vástago, un nuevo rico que solo tiene ínfulas de poder (un heredero que cree en el derecho divino). Pero esta vendetta no es por un auto. El tema es que Wick había perdido a su mujer y ella, románticamente, le había dejado como último recuerdo un pequeño cachorro. Qué de casualidad se tope con unos rusos más malos y crueles que el camarada Stalin es el who-gives-a-fuck de la película. ¡Los mafiosos le matan al perro! (eso no se hace ni aún siendo mafioso ruso). Esto va a obligar a que John Wick salga de su retiro voluntario. ¿Y quién es John Wick? Digamos que no te metés con él si querés seguir vivo. Una mezcla de El Justiciero (The Equalizaer) de Denzel Washington y Liam Nesson en cualquiera de sus facetas actuales de héroe de acción (no como Oskar Schindler por ejemplo). Pero a diferencia de ellos, este recorrido salvaje y recargado no tiene más asidero que una venganza. Sin lecciones. A lo sumo, no te metas con John Wick o con mafiosos rusos. Keanu Reeves cumple de manera inconmovible. Y viene bien la aparición de actores solventes. Un grande como Willem Dafoe ocupa el rol del asesino Marcus. Dafoe es conciso y efectivo. Uno de esos actores cuya sola presencia marca territorio, nunca pasa inadvertido. El otro buen aporte (además del mafioso interpretado por Michael Nyqvist) es el británico Ian McShane, dueño de un hotel para asesinos en medio de la ciudad donde los modales son primordiales (o sea, nada de asesinatos en el lugar). En ese mundo de asesinos y mafiosos, la dupla de directores debutantes Chad Stahelski y David Leitch, trata de ponerle una interesante impronta visual para que el tiro, muerte, tiro, chiste, muerte y más tiros, no resulte monótono. Su sencillo y directo planteo de venganza le juega a favor, aunque puede agotar si a uno no le interesa la acción por la acción. El relato quizás tenga uno que otro agujero (de tantos balazos), pero no es determinante considerando que hablamos de la historia de un ex asesino invencible contra toda una organización mafiosa (¡por qué le mataron al perro!). Algunas libertades se tomaron, por ejemplo, no liquidar al loco Wick cuando existe la oportunidad. Siempre hay un discurso de más. Pero bueno, es Hollywood. Sin Control se pude tomar con humor. Un feliz (y violento) entretenimiento de un hombre imbatible que venga a su perro, y aunque no se llegue a explotar el potencial de diversión descerebrada, se agradece la ausencia de redención o justicia. Una de tiros y a la bolsa.
La batalla inútil La última parte de la adaptación de El Hobbit de J.R.R. Tolkien resultó como toda la trilogía. Deja en nosotros el aire de spin off de El Señor de los Anillos. Una sensación de ser demasiado deudora de aquella, tanto estética, como narrativamente. Un deja vu que nunca logró que nos desprendamos del deseo de volver a la trilogía del anillo. El impulso que le otorgó a esta nueva saga reencontrarnos con el mundo de Tolkien (que certeramente había adaptado Peter Jackson) también fue su lastre. Su necesidad de referenciar LOTR se sumó a personajes carentes de atractivo para que esta nueva entrega de El Hobbit terminará dejando sabor a poco. Fui un ferviente defensor de la segunda parte de la saga. El punto medio donde la acción y el espanto (en forma de dragón) se hacían presentes funcionaba por la fatalidad que se cernía sobre Tierra Media. Pero como suele suceder, el final no está a la altura de las expectativas. No es que este final de trilogía no resulte entretenido o gratificante (para el fanático de la saga), pero la realidad es que no suma absolutamente nada al mundo ya visto en El Señor de los Anillos. Creo que el amante de la aventura fantástica no se va a sentir decepcionado: abundan peleas bellamente coreografiadas, paisajes increíbles, un mundo imposible que es palpable. Pero aquellos que añorábamos algo más que un buen CGI quedamos afuera. No pude dejar de sentir que en la catarata de bichos malos, elfos buenos y no tan buenos, enanos y hobbits, humanos y monstruos, batallas y más sangre (está es la más brutal de las tres), no se alcanza una épica emocionante. Apenas dos momentos resultan memorables: el comienzo con el dragón arrasando el pueblo de la isla, y una batalla que incluye a las eminencias Saruman, Elrond, Galadriel y Gandalf. No es que no se disfrute la película, la cuestión es que resulta un placer momentáneo al que no se desea regresar. Me quedaron más ganas de ver la trilogía original otra vez. Pero de El Hobbit, ni hablar. La cuestión con El Hobbit: La Batalla de los Cinco Ejércitos es que resulta un placer momentáneo al que no se desea regresar. Otro tema parte es lo de Peter Jackson. ¿Volverá el ex gordo a demostrar todo su talento para la aventura? Esta nueva trilogía, que originalmente iba a ser dirigida por Guillermo del Toro (un cambio de aire y perspectiva que habría sido interesante), se percibe igual que la otra. Con los mismos defectos: la extensión de las escenas, la incapacidad para filmar escenas sentimentales (pareciera que para Jackson poner cara de boludo es sentirse emocionado), y el abuso de los efectos. Pero peor. Se suma a esto la ausencia de carisma de sus protagonistas. Sin el factor humano, se hace aún más arduo sumarse al viaje. Apenas Bilbo (Martin Freeman) logra darle matices a su personaje. Del resto, poco y nada. Un libro para una trilogía que quedo muy (pero muy) extendida. Y se nota. Esta tercera parte es una extensa serie de batallas para resguardar algo que no interesa. Oro. Piedras preciosas. Un punto estratégico para detener el avance de Sauron. Un futuro Sauron que ya sabemos derrotado en LOTR. Se percibe como una batalla inútil. Lo que se auguraba un feliz regreso a la Tierra Media queda dilapidado por la falta de imaginación en presentar un mundo ya recorrido. Porque no hay que confundir el placer estético de su puesta en escena con el interés que nos puede producir lo acontecido dentro de ese universo perfectamente digitalizado. La ausencia de identidad hace que estemos en presencia de LOTR, pero sin la potencia ni asombro de aquella. Una trilogía cuyo espíritu aventurero no pudo ir más allá de una coreografía ingeniosa (pero no inteligente). Una saga que divierte, en mayor o menor medida, pero que está destinada al olvido.
Película peluche Como sabemos, a cualquier popular animal antropomorfizado de dibujos, literatura o comics, le llega su adaptación cinematográfica. En este caso el oso Paddington, personaje emblemático de la literatura infantil inglesa, es la nueva adaptación de peluche en el itinerario de películas confortables-para-toda-la-familia. En el sitio más recóndito de Perú (the darkest Perú en idioma original) un explorador inglés se topa con una pareja de osos a los que va a transmitir dos apetitos: Londres y la mermelada. Luego de muchos años, y cuando el deseo de esa pareja sea vencido por el paso de los años, su joven sobrino va a emprender el viaje hacia la ciudad inglesa en busca de un nuevo hogar. El director británico Paul King (director de The Bunny and The Bull) es un tipo que entiende de comedia. Buena parte de su humor delirante sirve para potenciar esta aventura ATP. Hasta cierto límite. Porque ante todo, Paddington es un film amable. Una de esas películas para ver al lado de la tía y la abuela mientras ellas se toman un té. Aún así, en medio de tanto almohadón de bondad, el director logra meter pequeños momentos felices y de libertad creativa con buen timing cómico. Esto es algo que logra explotar de mejor manera durante la primera mitad. Para cuando debe ajustarse a lo más convencional con la típica estructura de “riesgo y final feliz”, cumpliendo el canon de causar incertidumbre para luego dejarnos con una sonrisa (por más que sea por medio de meternos una cuchara de miel en la boca), es donde la historia se achica mediante la estandarización. Porque ante todo, Paddington es un film amable. Pero no todo es sobre osos amantes de la mermelada y bondad enfrascada. Dentro de este menú de confortabilidad también está el turismo por la ciudad de Londres. Así van a estar los planos aéreos para disfrutar la abadía de Westminster, los colectivos de dos pisos y la guardia real inglesa. El peruano Paddington va en busca de la amabilidad británica pero también se va a encontrar con una visión más indolente acorde con la realidad actual. La gente le va a pasar por al lado sin mirarlo a la cara (¡y eso que es un oso con sombrero!). Pero no sufráis, lo adopta una familia que lo ve solitario en la estación de tren. El padre es interpretado por Hugo Bonneville (Downtown Abbey) y la sensible madre está a cargo de Sally Hawkins (Blue Jasmine). A ellos se suman sus dos hijos: una niña que se avergüenza de su familia, un niño al que el padre le prohíbe cualquier cosa que le pueda hacer un mínimo rasguño. La incorporación de este oso produce el caos necesario y calculado para que (¡sorpresa!) todos terminen mejorando su vida. El enemigo/peligro en esta aventura infantil es ocupado por la malvada taxidermista Millicent, papel a cargo de una asertiva y gélida Nicole Kidman (todo esto dicho esto de manera positiva). A estos se suman un seleccionado de actores (Peter Capaldi, Jim Broabent y Julie Walters, entre otros) que logran una consistencia crucial para mantener la atención y la sonrisa durante el desarrollo del relato. El mayor acierto de Paddington es que se cree ese mundo de fantasía tierno y acolchonado. No hay con que darle, es una película para hacernos sentir bien. Su mérito, que no falla en el intento.
Aires telequinéticos Patrick es la remake (australiana) de un film de culto (australiano) de los 70. Una enfermera cae en un hospital donde tratan enfermos en coma. Este instituto está bajo el control del Dr Roget (Charles Dance, villano de El Ultimo Gran Héroe y padre de los hermanos Lannister en la serie Game Of Thrones), un hombre que en su afán de lograr avances neurocerebrales utiliza maneras non sanctas de investigación. Y está Patrick, un joven postrado en una cama que es diferente a los demás (no se vayan a asustar): tiene poderes telequinéticos. Sobre el tópico de la telequinesis hay tela para cortar. Carrie y La Furia (Brian De Palma, 1976 y 1978 respectivamente) junto con Scanners (David Cronenberg, 1981) son referencias absolutas del terror telequinético. El clásico de animación ciberpunk Akira (Katsuhiro Otomo, 1988) y la más reciente Poder sin Limites (Chronicle del 2012) son otros variantes sobre el tema. Éstas últimas, aún cuando no estén enfocadas al género del terror, comparten un profundo espíritu de violencia. En todas siempre es palpable esa fuerza invisible destructora que decanta en algún estallido de frustración y cólera. Es desde esa rabia reprimida, convertida en brutal canalización telequinésica, de donde surge el temor. En este caso, la versión de la telequinesis de Patrick es intrascendente. Las demostraciones del poder temido nunca logran inquietar. Apenas una quemadura, unas puertas que se cierran (¿corriente de aire telequinético?) y el aggiornamiento mediante unos celulares como antenas para extender el radio de alcance (¿telequinesis celular?), pero ese joven atrapado en una cama nunca logra infundir espanto. El director de Patrick es el australiano Mark Hartley. En su filmografía existen un par de grandes aciertos documentales: Not Quite Hollywood, The Wild Untold Story of Ozplotation (2008) y Machete Maidens Unleashed! (2010). En estos documentales, sobre el cine más crudo de Australia y Filipinas, se puede disfrutar (y sufrir) escenas increíbles, personajes únicos y un cine absolutamente descontrolado y desatado. Uno puede ver que a Hartley le encanta el cine. Eso se transmite en los documentales y se percibe en algunas ideas visuales de Patrick. Sobre el tópico de la telequinesis hay mucha tela para cortar en la historia del cine. El problema parece ser que tanto recorrido por fórmulas cinematográficas terminó pegándole de manera equivocada, su cine carece de ideas y de un estilo propio. Su cámara intenta ser virtuosa pero se la nota calculada y apática, de manual. Aún así, en ese intento es donde se puede encontrar cierto placer a lo largo de la película. Porque donde Patrick adolece realmente es en el relato. La narración fluye torpe, estableciendo situaciones endebles que quedan lejos de infundir miedo. Los personajes tampoco juegan un papel interesante. La relación tortuosa entre el Dr Roget y su hija (encargada de enfermeras del instituto) queda a mitad de camino. La idea de “científico loco” también es superflua. La calma de Dance nunca se rompe y la locura queda archivada. Nuestra protagonista, la enfermera Kathy Jacquard (Sharni Vinson), deja de interesarnos al poco tiempo. Patrick se puede resumir en una situación: un inmenso vidrio se clava en el brazo de la enfermera Kathy, minutos después, ella está golpeando una puerta con ese mismo brazo. Lo que debió ser brutal termina siendo irrisorio, pura inconsistencia telequinética.
En ayunas La nueva entrega de Los Juegos del Hambre es la primera parte de la tercera (y última) novela de la saga creada por Suzanne Collins. Y con lógica de mercado, la dividieron para poder recaudar (todavía) más. Este tipo de estrategia suele resultar perjudicial para el espectador (no así para los productores). En este caso, el relato pierde parte del vértigo que supo mostrar en las dos películas anteriores, máxime cuando no existe un “juego del hambre” como momento conclusivo del film. Los Juegos del Hambre: Sinsajo – Parte 1 (The Hunger Games: Mockingjay – Part 1) es una obra disminuida, y aunque intenté agitar al espectador con algunas secuencias de acción, no puede transmitir la tensión ni el interés buscado durante toda su narración. La nueva entrega comienza con Katniss (la super estrella Jenniffer Lawrence) en el distrito 13. La vida en el lugar es comunismo de punta en blanco. Hay una estructura militarizada, overol, y muchas armas (¡y con prohibición de alcohol!).Su presidente es Alma Coin (la siempre confiable Julianne Moore), como consejero está Plutarch (¡cómo te vamos a extrañar Philip!). La vida en el lugar hace un claro contraste con la decadencia profesada por el capitolio, este es un mundo más equitativo. La vida austera, racionada y subterránea del sector (plus el sentido de justicia que muestra su dirigencia) lo deja bien posicionada frente a nuestros ojos. Aunque en algún punto, su alta proliferación armamentística crea resquemor. Uno piensa que no queda más que rezar por un líder íntegro, porque con tantas armas, un dictador puede estar a la vuelta de la esquina. ¿Será Alma Coin una persona justa? En Sinsajo – Parte 1 se la muestra como una persona virtuosa. Se hace fácil ponerse de lado del sector 13 cuándo uno ve al genial Donald Sutherland como el cruel y monstruoso presidente Snow. Su sonrisa impoluta contrasta con sus actos, es un ser diabólico y también, magnético. Existen momentos que justifican claramente esta entrega, y que en contraste, son de los más interesantes de toda la saga. Ahora Katniss en el bunker subterráneo tiene a su lado a todos sus queridos. O casi. Falta uno transcendental: Peeta (Josh Hutcherson). Y como se ve, es el punto débil de nuestra heroína. Al fin pareciera decantarse el corazón tan disputado de la protagonista (pobre Gale, él que usa pulóveres hasta en verano y pone cara de perro mojado). Esta tercera parte va a tratar sobre la batalla dialéctica y a distancia entre el distrito 13, con Katniss como portavoz, y el capitolio, con Peeta y Snow (repito, que groso es Sutherland). Una guerra de propaganda que es interesante pero que se agota. Existen momentos que justifican claramente esta entrega, y que en contraste, son de los más interesantes de toda la saga. Uno es el regreso de Katniss a su sector, la desolación por la furia del capitolio hacia su hogar es un momento angustiante y que pone en perspectiva el horror de la guerra. También es igual de significativo (y terrible) cuando visita un hospital del sector 8. Por primera vez se expone la muerte como un hecho masivo y calculado, no como algo heroico. Pero fuera de hechos aislados, es una película vueltera y de conversaciones de Katniss-con: Gale (Liam Hemsworth), la presidente Coin, su hermana, su madre, Haymitch (Woody Harrelson), y cualquiera que desee hablar un rato. Para darle ritmo se meten escaramuzas, revueltas en los sectores y algún ataque, pero queda a mitad de camino entre la política y la acción. Los Juegos del Hambre: Sinsajo – Parte 1 (que largo sonó eso) es una película que funciona por el interés creado en las dos películas anteriores, y principalmente, por la calidad de sus actores, pero que resulta empobrecida por la falta de una narración más sincrética.
Monstruos de colección Vuelve Laika. Los creadores Coraline y La Puerta Secreta (Coraline, 2009) entregan otra obra de animación magistral, pero como en el caso de ParaNorman (ParaNorman, 2012), lo que resulta visualmente impresionante, adolece en el relato. El talento visual al que nos tiene acostumbrado es estudio de stop-motion está intacto, quizás hasta sea superior a sus anteriores trabajos, la puesta en escena victoriana, con personajes grotescos, resulta lo más grato de la película. Sus habitantes son tan interesantes como repelentes. El principal acierto del film se encuentra en los personajes malvados, pero no son suficientes para liberar una trama presa del estigma de ser una animación para “chicos”. Como es habitual en estos tiempos, la idea es revertir la visión del mundo, convertir al diferente en héroe, mostrar que la fuente de temor es en realidad, mero prejuicio. Recorrer las mismas historias no es un defecto per se, pero Los Boxtrolls (The Boxtrolls) no logra romper con los tópicos narrativos de la animación, ni con las vueltas de tuerca automatizadas. Los boxtrolls son seres tiernos y grotescos que se visten con cajas, unos nuevos monstruos-amigos para descubrir y coleccionar. Considerados devora humanos, en realidad son más buenos que Lassie (el legendario can raza Collie, por si alguien había olvidado al referencia). Dentro de ese universo, lo sorprendente radica en su equipo de villanos. Por una parte, el líder caza boxtrolls Archibald, es un ser mutante e incontrolable. Sus esfuerzos para encajar son conmovedores (y angustiantes), en su apetito por lograr respeto se transforma (literalmente) en un monstruo. Su deformidad física es un ejemplo más de un espíritu ricamente corrompible. Un ser que se transmuta por lograr el objetivo de encumbrarse socialmente. También es destacable su trío de asistentes. El Sr. Mollejas es un desquiciado, un ser inconciente y desatado, el único peligroso. Los otros dos son seres sensatos y racionales: el Sr. Trucho y Sr. Fideo. El primero es una inmensa bola de autoconciencia, siempre lanzando el razonamiento justo para ir develando el comportamiento villanesco del grupo. A través de la palabra, va cortando los hilos que los mantiene como títeres de una trama (que de a poco logran comprender). Un rol de malvados que se va rompiendo a pura lógica. Su compañero es Sr. Fideo, un divertido complemento. Para el final (luego de los títulos) entregan uno de esos momentos admirables de cine, uno de pura filosofía entre creaciones y creador (mostrando a esos genios que realizan el stop-motion). Puede que uno de los problemas de Los Boxtrolls radique en que son más interesantes los seres que debemos odiar que nuestros héroes. Los dos niños protagonistas (uno que vive con los boxtrolls, otra que es hija del hombre más poderoso del pueblo) no logran crear empatía suficiente, y en cuánto a los monstruitos coleccionables del titulo, apenas se pueden reconocer a un par con cariño. Aún así, el nuevo trabajo de Laika es una obra visual asombrosa, una que vale la pena ver.