La educación sentimental Aquel que ha visto películas de Richard Linklater puede encontrar dos vertientes en su cine. Por un lado, la más clásica. Ahí están Escuela de Rock (School of Rock, 2003), Los Osos de la Mala Suerte (Bad News Bears, 2005) o Bernie (Bernie, 2011) como ejemplos. Por otro, una más personal, con tintes filosóficos y que fluyen orgánicamente, con gente en sitios que se apoya en una profusa verbalización de sentimientos e ideas. Las experiencias que surgen al conectarnos con el otro. La trilogía de Antes de… (con Julie Delpy y Ethan Hawke), Despertando a la Vida (Waking Life, 2001) o Slacker (Slacker, 1991) son de ese estilo. Boyhood: Momentos de una Vida (Boyhood) se une a éstas últimas, formando otro eslabón en una cadena de diálogo y pensamiento del director. La historia de Boyhood: Momentos de una Vida tiene como interesante punto de partida el de haberse filmado durante un periodo de doce años. Etapa que permite apreciar el cambio físico de sus personajes, principalmente el de los jóvenes protagonistas, Mason (Ellar Coltrane) y Samantha (Lorelei Linklater). La familia la completan un padre ausente, que entra y sale de la historia, interpretado por Ethan Hawke, y la madre, papel a cargo de Patricia Arquette. El film es el de una familia/hogar errante, y va mutando a medida que emergen personajes. El director elije un picadito de pequeños hitos de la vida cotidiana para exhibir pérdidas y descubrimientos, el tiempo y la distancia. No van a faltar: discusiones con los padres (biológicos y adoptivos), el profesor que desea aleccionar, el primer trabajo, el primer amor, la primera decepción. Todo relatado con un tono que no busca ser significativo ni profundamente filosófico (aunque a veces lo intente y quede en offside). Boyhood: Momentos de una Vida tiene como interesante punto de partida el de haberse filmado durante un periodo de doce años. Linklater para apuntar el paso del tiempo (además de los cambios físicos a la vista) va a utilizar el parámetro de la tecnología y la música. Un recurso un tanto obvio pero que acompaña el tono confortable del discurrir de los personajes. La música además de marcar el timing también va a servir para contar otra historia, la del padre ausente (Hawke). Un hombre que pareciera tener siempre algo para decir, a excepción de lo que le sucede interiormente. Para mostrarse frente a sus hijos cuando los lleve a dormir a su casa lo hará a través de una canción. Luego, cuando deba dejarlos en la casa de su madre, sonará en su auto Do You Realize (de The Flaming Lips), canción bellísima que parafrasea un do you realize, that you have the most beatiful face/Te das cuenta, de que tienes el rostro más hermoso. Ahí se trasluce ese amor expresado a cuenta gotas, a pesar de su comportamiento, egoísta en mayor parte. En otro, cuando Hawke lleva a su hijo de campamento suena Hate it Here (de Wilco), una canción que habla sobre la soledad y el vacío, tell me, what am i gonna do? I hate it here, i hate it here, when you´re gonne/ dime, ¿qué voy a hacer? odio, yo odio este lugar, cuando te has ido. Y para cuando llegué el tiempo de que Mason cumpla los 15 años, y el padre ya haya formado otra familia, elije regalarle una selección de The Beatles. Pero no los Beatles en su apogeo. Elije la etapa solista de cada uno, cuando ya la banda fue desmembrada (al igual que su familia), para utilizarlos como metáfora y decir “cuándo escuchas cada uno por separado, termina aburriendo, pero cuando los pones uno al lado de otro, se elevan mutuamente”. El centro de Boyhood, Momento de una Vida es la ausencia, el vacío masculino en el crecimiento de Mason. Por eso van a surgir figuras que van a intentar indicarle caminos, y que justamente, van servir para que él pueda desmarcarse de la mirada del otro. Las actuaciones son disonantes. Por un lado Ethan Hawke y Patricia Arquette le sacan jugo a sus papeles (sin excederse demasiado), y contrastan con la parquedad del registro de los dos hijos que, a medida que va pasando el tiempo, se vuelven más indiferentes e inexpresivos. ¿Será que el proyecto les resultó interesante al inicio y luego fue agotándolos? ¿Quizás el director tenía la intención de demostrar la apatía adolescente? Puede que un poco de ambas. Este Linklater que se decanta por lo cotidiano, por los pequeños sucesos, se ve obligado a forzar determinadas situaciones (la inclusión de que uno de los padres adoptivos sea alcohólico desentona con el tono de amabilidad de la película) para romper un tono narrativo que por momentos, se vuelve monocorde. Con Boyhood uno puede posicionarse frente a los acontecimientos presentados como participe, encontrándose dentro de la corriente de naturalismo del relato, pero también puede resultarle lánguida y carente de efectivo interés. Depende de qué lado uno decida ponerse. ¿Es solo una buena idea? Eso quizás depende de cada uno, y de como es interpelado por la historia y los personajes que habitan esta experiencia de crecimiento que presenta Linklater.
La hora del espanto Hubo un tiempo en que los monstruos eran monstruos, los malos eran los malos y Drácula era un símbolo del horror. Pero parece que ese tiempo ya pasó. En esta vorágine de revisitar clásicos desde otras perspectiva (de ahí ese subtítulo de La Historia Jamás Contada) se hizo un mamarracho de Frankestein (Yo, Frankenstein), se mimetizo a Juana de Arco con Blancanieves (Blancanieves y el Cazador) y se sensibilizo a la mala de La Bella Durmiente (Maléfica). El problema de estas nuevas visiones no es que sean edulcoradas, confortablemente fantásticas o burdamente mainstream, sino como son ejecutadas. Con Drácula (Dracula Untold) estamos frente a una experiencia traumática. Ojala pudiera decir que es traumática como cuando me encontré con la Nosferatu de Werner Herzog. Aquel miedo infantil de enfrentarme con la espeluznante criatura deforme que encarnaba Klaus Kinski. No, esto es otro tipo de trauma. Una experiencia de profunda frustración. ¿Qué otra cosa puede surgir de una película que pone a Drácula como un X-Men? Un superhéroe que se enfrenta a todo un ejército y manipula murciélagos como una extensión de su cuerpo. Una historia que pretende ser densidad y espanto. Cumple. Causa espanto ver a un monstruo legendario que ahora es bueno, sensible, y ante todo, justo. Porque hacer eso con el empalador en el cual se basa el personaje, sepultando su fragor en la anécdota. Este Vlad/Drácula se muestra pacífico. ¿Donde habitan los monstruos ahora? Creo que uno debe buscarlos fuera de la gran industria, en directores que entienden que un icono de horror está hecho para crear miedo, no para ser Aragorn de El Señor de los Anillos. Para eso está Aragorn de El Señor de los Anillos. No Drácula. La muerte del horror a manos de los efectos digitales épicos, de una maniquea historia de amor. Con Drácula: La Historia Jamás Contada estamos frente a una experiencia traumática. Pero esto no es culpa del amor. El Vlad (Luke Evans) que ama a Mirena tiene razón de ser. Que se sumerja en demonio chupasangre cuando ya no la tiene es correcto. La cuestión es su apático desarrollo. El mejor ejemplo es el momento cúlmine de su relación. Se intenta transmitir emoción mediante la espectacularidad para subsanar su carencia de espíritu. Hay caminos. Hay formas. Me viene a la memoria la gran Drácula, de Bram Stoker dirigida por Francis Ford Coppola. Ahí estaba el amor conviviendo cinematográficamente con la lascivia. Una pasión monstruosa acorde al personaje. Aunque en el comienzo de esta Drácula pueda percibirse algo de terror, presentado con un mal antiguo que habita una caverna de Transilvania (y donde acude Vlad a buscar la salvación a la invasión turca), nunca logra transformarse en horror. La película elige las batallas junto a una inútil y vacua grandilocuencia. El enfrentamiento con los turcos (la diferencia entre buenos rumanos y malos turcos es la buena pronunciación del inglés, algo para pensar acerca de su visión del bien y del mal) resulta insignificante. Tomar al vampiro por antonomasia para mostrar batallas, poderes y un burdo dramatismo, deja, me quedo con el terror.
Plan de escape Un ascensor mecánico eleva a un joven. La desesperación de encontrarse en un lugar desconocido lo angustia hasta hacerlo vomitar. Finalmente, lo deposita frente a un puñado de rostros adolescentes que lo observan satisfechos. Él es el nuevo. Lo primero que hace es correr frenéticamente, luego, desplomarse en medio del verde césped. El lugar adonde nuestro protagonista (Thomas) llega está rodeado por una inmensa muralla. Esta prisión es mecánica, el paredón es un laberinto (el maze del título). Una compleja red que cada día se reconfigura, y que cada noche, oculta la muerte en forma de terrores nocturnos. El terreno al que están confinados, y cuya única salida posible es atravesando ese maze, tiene agua y un bosque. La convivencia en ese sitio recuerda a El Señor de las Moscas del británico William Golding. Hasta parece un guiño que haya un gordito llamado Chuck que juega las veces del Piggy de aquella novela. Los jóvenes (todos hombres) viven en la naturaleza, como si tuvieran que aprender la civilización desde cero. Pero este estilo de vida agreste esta signado por el futuro. Todos los habitantes solo saben su nombre, el resto de sus recuerdos han sido borrados. Es a través de las pesadillas de Thomas, el clásico elegido, que se van a incorporar al relato científicos, experimentos y una visión fragmentada de la tecnología que justifica lo que los rodea. Adolescentes, muerte y un mundo distópico. Acertaron, estamos frente a otra trilogía de novelas young adult americana. Como Los Juegos del Hambre y Divergente, esta vez le toca la adaptación a la serie de novelas The Maze Runner. El primer tramo de la película, la introducción al universo, no está ejecutada de manera cinematográfica. El cuestionario (con el respectivo tour por el lugar) trae aparejado un juego de preguntas y respuestas que afectan la narración. En ese momento, el esquema de recién llegado para representar nuestra mirada es bastante burdo. Una exposición para despejar las dudas que uno pueda tener sobre ese universo. Cuando el centro de la historia vira hacía la acción, con lucha de poder y la decisión de salir o quedarse, es donde logra mostrar nervio. Ese futuro distópico presentado por Maze Runner: Correr o Morir es un enigma. El mecanismo de develarse de forma fragmentada nos brinda el gancho suficiente para que sigamos interesados. Las piezas van marcando el recorrido para nunca mostrarse del todo (hasta el final, obvio). Ese es uno de los aciertos del relato. Otro, que la misión de escapar a través de un laberinto habitado por monstruos no intenta ir más allá del material con el que tiene para trabajar. La sencilla propuesta y la clara demarcación de su espacio permiten una cercanía que favorece la empatía. No hay búsquedas profundamente filosóficas o éticas, entiende con que material cuenta y se define como una película simple (por ahora, lo que viene parece ser otra cosa). Su extensión quizás le juegue en contra. Ese futuro distópico presentado por Maze Runner: Correr o Morir es un enigma. La premisa de escape y acción se anula cuando queda girando sin lograr romper la barrera narrativa establecida por el laberinto. Pero cuando entra en la recta final, incorporando ese “correr o morir”, gana en interés y vértigo. Principalmente porque no duda en matar si es necesario, aunque lamentablemente, sin la sangre ni brutalidad correspondiente (el nefasto PG-13). Aún cuándo los mejores exponentes de la ciencia ficción son los que logran cuestionamientos del humano, de su tiempo y la sociedad misma, que Maze Runner: Correr o Morir funcione como entretenimiento, no es algo para menospreciar.
Locos por las Nueces (The Nut Job en el titulo original, juego de palabras con la traducción de “nut” que puede ser “loco” o “nuez” según se considere adjetivo o sustantivo) es una de esas películas animadas habituales. Algunas ideas, muy pocas sorpresas. Un film pensado meramente para el pasatiempo infantil. Surley (con la rugosa voz es de Will Arnet) es nuestro protagonista, una ardilla que prefiere hacer gala de egoísmo y cinismo en vez de manejarse con el grupo de pequeños animales del parque donde vive. Su único amigo es Buddy, una rata desvencijada que recuerda a Remy de Ratatouille (si no hubiera tenido una buena alimentación). El principal enemigo de Surley es el líder del grupo de animales del parque, Mapache (voz de Liam Neeson en la versión original). Mientras el grupo se prepara para la llegada del invierno, un accidente donde Surley está inmiscuido hace que nuestro amigo sea desterrado a la ciudad. Un exilio al que se suma por voluntad propia, Buddy. Su relación es por lejos, lo único que surge genuino en la historia. Surley no resulta interesante ni siquiera luego de su redención, en cambio Buddy, por su fidelidad y amistad, se impone como un personaje entrañable. Ya en la ciudad, Surley encuentra un local repleto de nueces. Ese lugar es la base de operaciones de unos mafiosos que quieren robar un banco. Surge un doble juego: mientras él, Buddy y algunos de los animales del parque hacen un plan para obtener la comida, los mafiosos ejecutan el suyo para robar el dinero. Un film pensado meramente para el pasatiempo infantil. En Locos por las Nueces no estamos frente a una obra de gran calidad en cuánto al aspecto visual. Principalmente porque no arriesga, comete el error de no poner en juego la capacidad para la sorpresa y diversión slapstick que puede brindar la animación. Tan solo algunos momentos son rescatables. Uno de ellos es cuando Surley debe enfrentarse a la gran ciudad luego de ser desterrado del parque, otra, cuando irrumpe la marchosa música de PSY con su Gangnam Style (aunque puede que sorprenda más el uso de la canción que lo que se expone visualmente). La utilización del hit no es casual. Y es por eso que en los títulos finales de la película, en el típico cierre de festivo, aparece (en versión animada) el regordete coreano interpretando su mega éxito junto a todos los animales. La lógica de la incorporación de PSY se vincula a que parte de la producción y animación proviene de Corea de Sur. El país asiático en el último tiempo se ha transformado en toda una usina en referencia al tema animado, por allí han pasado desde Los Simpsons y Futurama hasta series de animación japonesa. Locos Por las Nueces se justifica en la cartelera cinematográfica de una sola manera: siempre tiene que haber alguna película para llevar a los chicos.
La pandilla musculosa regresa. El cúmulo de héroes de acción a los que ya se les paso el cuarto de hora (salvo Jason Statham) vuelve con más de lo que el fanático espera: acumulación de estrellas del género, testosterona y explosiones. Hagamos el repaso rápido: Stallone, Schwarzenegger, Statham, Lundgren, Crews, Couture y Jet Li. En esta tercera parte se cambia al apático Bruce Willis por un gruñón Harrison Ford. Se suman Antonio Banderas, Mel Gibson (malo de turno) y Wesley Snipes. Después se meten algunos jóvenes para formar un “baby team” que ni vale la pena nombrar. Todo en Los Indestructibles 2 funcionaba mediante el delirio. Uno entraba de lleno en la descerebrada acción ochentosa con puro histrionismo, apartado en el que aportaba el gran JCVD y el invencible Chuck Norris. En esta tercera parte se busca el mismo nivel de locura pero se le notan los hilos. Las secuencias resultan inconexas dentro de una estructura que por momentos intenta ser tensa y trágica. La autoconciencia y parodia de la anterior queda sepultada en guiños tan repetidos que quedan en offside. Las frases de Arnie (y sus camisas hawaianas) no fustigan nuestra memoria de cine de superacción, más bien suenan al tío pasado de copas que pega una anécdota graciosa y ahora nos codea para que la sigamos celebrando. Los Indestructibles 3 comete un error imperdonable. En su necesidad de acumular gente nueva elije barrer a los que ya tenían su lugar. Lundgren, Li, Couture y Crews ni siquiera tiene un momento para su lucimiento. Hasta Statham queda medio perdido en esa maraña de nuevos personajes. Llevar a un genio de las artes marciales como Jet Li para que ni levante una pierna es una falta de respeto. El hecho queda agravado porque, con excepción del Doc (Wesley Snipes) y Stonebanks (Gibson), la incorporación de nuevos personajes es groseramente fallida. El joven equipo que reemplaza temporalmente a los viejos produce un desinterés casi tan enorme como el brazo de Sly. Los Indestructibles 3 comete un grave error en barrer a los que ya tenían su lugar para acumular nuevos protagonistas. Stallone siempre se guarda el rol principal, está bien que así sea, él es el alma de este grupo. Pero cuando se fuerza al humor, al drama y a la acción, uno siente que está tensando demasiado la cuerda. En el duelo verbal con el malo de Gibson pierde. Mel es una animal de cine, su poderosa presencia lo opaca de forma natural. En su duelo físico (y rústico), Sly logra equilibrar los tantos. Después está Wesley Snipes. Su aporte es festivo, Doc es un desquiciado. Arranca con todo pero sufre el mal de toda la película, queda perdido en la confusión explosiva. ¿Qué se espera de Los Indestructibles? Bomba y más bomba. Por eso uno se siente esperanzado por el comienzo con dos divertidas secuencias: el rescate del Doc y una misión en un puerto (de esas digitadas para demostrar que el nuevo integrante, en este caso Snipes, se vea groso). Aunque no sean una maravilla, logran al menos meter riesgo y descaro, todo lo que viene después es puro barullo. Se nota el agotamiento de la fórmula de “viejos (y musculosos) son los trapos”. El tercer acto de Los Indestructibles resulta pasada de anabólicos, una expansión imprecisa y deforme.
El hombre es el lobo del hombre Finalmente se estrena la esperada nueva obra de Damián Szifrón. El director de Tiempo de Valientes y la televisiva (y su más reconocida obra) Los Simuladores vuelve para rubricar la fe cinéfila depositada en él. Este regreso es fragmentado. Seis historias sin un hilo conductor más la demostración de lo cruel y despiadado del humano. Relatos Salvajes es fiel a su título, y el esperado retorno del director, vale la pena. Lo de Szifrón es milimétrico. Desde su construcción precisa de los planos, diálogos y musicalización, uno queda atrapado en el oscuro artificio. Relatos Salvajes está atravesada por la violencia de una sociedad en fermentación. Sopesada con un preciso humor negro (que sirve como válvula de escape ante nuestro propio horror), Szifrón y la eficacia del reparto, logra que sintamos empatía por personajes funestos. Un compendio de sombríos retratos que quizás pueda servir de simulacro, un sendero que no debemos recorrer. Pasternak, la primera historia, es una que tal vez se puede alejar del corpus de la película. A pesar de la violencia involucrada, existe algo de irreal en ella. Un crítico musical (Darío Grandinetti) sube a un vuelo y comienza una charla amistosa con una hermosa mujer. Lo que viene después juega como una introducción lúdica. Una fantasía cercana a Los Simuladores que roza el sueño psicoanalítico. Los títulos vienen a posteriori. Uno ve en esa selección (visual y musical) lo cerebral del cine de Szifrón. Imágenes de animales acompañan cada uno de los nombres de los actores donde se iguala a los humanos con la naturaleza salvaje del mundo. Fuimos domesticados pero no estamos exentos de un espíritu primitivo. Ese emparejamiento animal no es del todo justo. Lo humano es brutal y racional (por más emoción violenta que se desee argumentar). El personaje de Sbaraglia es consciente cuando grita “negro resentido” desde su flamante Audi al del auto desencajado que no lo deja pasar. Él sabe de su auto, de su posición social, y lo que significa lo dicho. ¿Quizás Szifrón dice que la violencia y crueldad es nuestra naturaleza? La segunda historia se titula Las Ratas, es breve y anecdótica. Un hombre entra a un bar de ruta y la camarera (Julieta Zylberberg) reconoce a un hombre que desencadenó un momento nefasto en su vida. La cocinera (una genial Rita Cortese) está dispuesta a llegar a fondo con equilibrar las cosas. Una ficción que no rezuma originalidad pero donde destaca la construcción visual y el manejo de la tensión por parte del director. El que viene a continuación es el más violento (físicamente hablando) de todos, un duelo rutero feroz. Un hombre (Leonardo Sbaraglia) que atraviesa una ruta salteña en un flamante Audi se cruza con un auto desvencijado, lo que aparenta una de tantas agresiones automovilísticas decanta hacia algo más oscuro. El Más Fuerte versa sobre choque de clases virulento. De una calidad técnica impecable, el relato se siente próximo al (buen) cine de acción, uno de los puntos más altos de la película. Lo de Damián Szifrón es milimétrico. Desde su construcción precisa de los planos, diálogos y musicalización, uno queda atrapado en el oscuro artificio de Relatos Salvajes. Luego llega Bombita. Un ingeniero en demolición (Ricardo Darín) al que la grúa le lleva el auto comienza una guerra contra lo que considera una acción injusta de la empresa acarreadora (toda una institución monolítica y despersonalizada). Su necesidad de ganar su batalla lo hunde en un espiral de resentimiento hasta su explosión contra el “sistema”. La representación de un termómetro social en este relato por parte de Szifrón es controversial. Es donde se puede ver una sociedad diezmada en cuanto a su tolerancia. ¿Cuantos se irán a sentir identificados por Bombita? Ese número quizás sea el planteo más salvaje de todos. La que sigue, La Propuesta, es una historia amarga (aunque no es que las otras hayan sido inspiradoras). El accidente de auto del hijo de un hombre adinerado (Oscar Martinez) pone en foco la impiadosa billetera como canon de la sociedad capitalista moderna. Un relato donde la ética y la conciencia son dictada por los dólares (no nos vamos a ensuciar por pesos, ¿no?). El que poco o nada tiene, siempre es la parte delgada del hilo por donde se termina cortando. La historia final posiblemente sea la mejor. Hasta que la Muerte nos Separe nos mete de cabeza en un casamiento judío. Una celebración que se convierte en un ojo por ojo y diente por diente. Como un curso acelerado de matrimonio (de esos en los que nada sale bien) la festividad se tiñe de un rojo que enfatiza el impoluto blanco. Érica Rivas está magnífica destilando humor y cinismo en su interpretación de esposa despechada. La reina perfecta para cerrar con pasión un banquete cinéfilo inolvidable.
Mauro es un pasador. Pasador es el nombre que se utiliza para los que hacen circular billetes falsificados, y que mediante los vueltos, va obteniendo un margen de ganancia. A Mauro se lo ve en negocios callejeros de Once, de Constitución, de Retiro. Lugares que se ven igual. Mostrando una repetición tanto en su accionar como en los anclajes de supervivencia paralela al mercado oficial. Mauro es de zona sur, no es casualidad que se vean los centros neurálgicos donde el conurbano se confunde con la Capital Federal, y donde el tren (transporte popular por antonomasia) atraviesa la línea imaginaria pero terriblemente palpable que divide el centro de la periferia. Mauro tiene una pareja amiga, Marcela y Luis. Con éste último es quién monta un pequeño taller donde comienzan a hacer los billetes que antes solo se encargaba de hacer pasar. La ópera prima de Hernán Rosselli es una de las películas argentinas del año. Y una que además aporta una visión difícil de hallar habitualmente. El mérito principal de Rosselli es dejarnos ver a través de Mauro. Los boliches, las calles, la estación del tren, la casa de un amigo. Todo es expuesto con una cercanía y autenticidad que no suele abundar en el cine nacional. Rosselli no trata de explicar ni de utilizar diálogos para ubicarnos en esos lugares y realidades, él nos aproxima a un mundo íntimo mediante la cámara, llenando los espacios con gente genuina y posible. La vertiente policial de la historia brinda tensión al relato, sin ella la historia habría quedado más cercana al relato costumbrista. Nuestro protagonista no solo es pasador, también trabaja en un taller y cuidando ancianos, pero la ilegalidad pareciera afirmarse como uno de los pocos instrumentos de supervivencia para romper la agotadora realidad. Los boliches, las calles, la estación del tren, la casa de un amigo. Todo es expuesto de la mano de Roselli con una cercanía y autenticidad que no suele abundar en el cine nacional. Rosselli sabe contar y mostrar. La ciudad, los rostros y los contextos, no son cálidos, resultan desamparados. Pero no los dibuja con desprecio, en su enfoque hay amor y respeto. Utiliza la cámara para que apreciemos lo que muchas veces se prefiere obviar, los detalles de un andén, un fondo de patio sin flores y una habitación donde también habita la humedad. Lo actores se perciben en los espacios, uno convive con ellos, sea bajando una palta de un árbol como barriendo el polvo del suelo. En esos gestos (como el de Mauro visitando a la madre) uno logra verse conectado. Un mundo cierto de gente laburante, un mundo estancado bajo un sistema limitado.
Sensatez y sentimiento Vuelve a estrenarse una película del gran Clint Eastwood, eso siempre es una buena noticia. En ese caso, y luego de que se cayera su proyecto de hacer la remake de Nace una Estrella con Beyonce, sigue la línea musical: la adaptación de la obra de Broadway, Jersey Boys. Parece que el viejo Clint quería un musical cueste lo que cueste. Jersey Boys: Persiguiendo la Música, cuenta la historia de la banda The Four Seasons, y su lead singer Frankie Valli. La narración arranca muy al estilo Buenos Muchachos de Scorsese, Tommy, guitarrista, mafioso de poca monta y anarquía pura, es el que comienza el relato sobre la historia de este cuarteto. Ese comienzo de ítalo-americanos, que tienen al Papa y Sinatra como estampitas, tiene al crimen (no mostrado de manera violenta o brutal) los contactos con el mafioso Gyp DeCarlo (Christopher Walken), y la música aún sin identidad como centro de escena. El estilo de la narración se acerca a la típica biopic, como la de Johnny Cash o Ray Charles, y como en aquellas, los recortes de situaciones dejan aislada nuestra comprensión real de los acontecimientos. ¿Quizás esa fue la intención de Clint? ¿Por eso fragmenta el relato a través de sus cuatro protagonistas cuando hablan a cámara? Parece decirnos que la historia es la suma de visiones únicas, y que la verdad absoluta es imposible de sujetar. Los actores intérpretes de los Four Seasons (Frankie, Tommy, Nick y Bob Gaudio) cumplen, especialmente en el ámbito musical, no brillan por su versatilidad expresiva, pero uno sabe que a Eastwood le gustan los actores sobrios (olvidémonos de Sean Penn). Puede que por eso se los note menos convincentes en los momentos dramáticos. Por otro lado está ese monstruo llamado Christopher Walken. Un actor que hace todo bien, y que con un par de gestos, una sonrisa, y un pasito de baile, justifica todo. Y lo hace. Su inmensidad es ajustada por Eastwood para conformar un mafioso que entiende, como viejo sabio, que se ganó el respeto que se le profesa, y no necesita ser una amenaza, capo total. Para Frankie la familia es todo, y en Jersey, los amigos son también familia. Su ética, su amistad con Tommy, lo va a llevar a hundirse en problemas que siente suyos porque la sangre es más fuerte. Frankie sabe que de Jersey salís muerto o famoso. Y Tommy fue el que le dio lugar fuera de la peluquería del barrio de inmigrantes italianos donde se hacía de un mango. Eso no se olvida. De sangre y de códigos entiende Eastwood. Por eso el centro de la historia es de esa relación entre Tommy, el autoproclamado creador de The Four Seasons, y Frankie. Tommy es un buscavidas hambriento. Para él nunca nada va a ser suficiente. Su despilfarro, su desmesura, lo conforma en un ser a flor de piel pero autodestructivo. Por él nace la banda y por él implosiona. Y como regalo de despedida, va a obligar a Frankie a transformarse en un hombre. Justo en el mismo momento en que la vida (a través del dolor), lo obliga convertirse en padre. A Clint Eastwood se lo nota menos eficaz en Jersey Boys: Persiguiendo la Música que en sus mejores obras. Eastwood siente amor por el cine, algo que también profesa por la música. En Jersey Boys: Persiguiendo la Música se lo nota menos eficaz en algunas circunstancias en comparación con sus mejores obras. Quizás se pone en juego demasiado su serenidad narrativa, donde por momentos se decanta por cierta obviedad y falta de crudeza. Pero aún así, se trasluce su profunda pasión, principalmente en los pasajes musicales. La primera reunión de la banda, cuando se integra Bob Gaudio (compositor de la banda), es mágica. Se logra transmitir la magnitud de un hecho trascendental. Otro momento, quizás el más bello de toda la película, es cuando Frankie tiene su regreso musical luego de un triste acontecimiento en su vida. La interpretación de la canción “Can´t Take My Eyes Off You”, es de una carga emotiva fulminante, merito de Eastwood y de John Lloyd Young como Frankie Valli. Para los títulos del final, el viejo zorro se guarda un momento de musical clásico. El desfile de todos los actores por la calle, bailando y cantando “Sherry” y “December, 1963 (Oh What a Night)” se nos queda clavado en la cabeza como una extensión de la vitalidad que demuestra el gran Clint Eastwood, tan clásico y sincero como siempre.
Enemigo mío El Hombre Duplicado (Enemy en titulo original) es la adaptación de una novela del portugués José Saramago, autor del que ya habían adaptado su afamada e impiadosa novela Ensayo Sobre la Ceguera. El Hombre Duplicado tiene como premisa un tema recorrido ya otras veces en la literatura, la del doppelganger, el doble. Obras como El Vizconde Demediado de Italo Calvino, El Doble de Dostoievski, y el clásico El Extraño Caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde de Stevenson están allí para refrendarlo. En este caso, el hecho le sucede a un profesor de historia. Un día, viendo una película por recomendación de un compañero de trabajo, descubre a una persona que parece ser su doble exacto. El relato, originalmente ubicado en Portugal, es trasladado por el director Denis Villeneuve a Toronto, una ciudad a la que va a transformar en una oscura prisión. Como una extensión de la vida de nuestro protagonista, la angustia incomprensible que lo habita se funde con la urbe. A nuestro protagonista lo vemos repitiendo clases, maquinando una rutina fría e inclemente. Su departamento es macilento. Lo vemos en las sombras, como aguardando algo terrible por suceder. Y eso que tiene como pareja a la bellísima Mary (Melanie Laurent), pero su relación es de un desapego palpable. En medio de una ciudad que se dibuja kafkiana, con una puesta en escena de tonos gélidos, la red que plantea una inmensa tumba de cemento agobia a Adam. La aparición del doble va a dar entidad a la ansiedad antes indescriptible: él ya ni siquiera es un ser único e irrepetible, ni eso tiene ahora. En medio de una ciudad que se dibuja kafkiana, con una puesta en escena de tonos gélidos, la red que plantea una inmensa tumba de cemento agobia a Adam. El doble papel del profesor está a cargo de un Jake Gyllenhaal que da con el rol de perturbado. Tanto para mostrar al hombre atribulado como para cambiar de papel sin variar de manera grosera. El otro personaje que interpreta, el actor de poca monta Anthony, juega un rol en apariencia más ligero pero que carga con mayor oscuridad. La duda que surge es, como en la mayoría de esos relatos que he nombrado, si estamos hablando de dos sujetos o de uno solo. ¿Es esto una escisión del propio ser? ¿Una fragmentación mental y temporal? En las diferencias y personajes que van apareciendo se van fundiendo cuestiones. Y el momento donde uno puede vincular ideas es con el encuentro de Adam y su madre (Isabella Rossellini) ¿Por qué la madre de Adam le habla de un bello departamento cuando vive en un lugar lóbrego? ¿Por qué ella le dice que le gustan las fresas cuando las detesta? Viendo más de cerca, pareciera que hablara del otro, del doble, más que de él mismo. ¿De donde surge la herida en el pecho que comparten? Es desde ese lugar de incertidumbre desde donde uno encuentra un interés en la historia. Pero este caso, como en muchas traslaciones, se adolece de la idea de que un texto denso debe transformarse en una imagen de igual espesor, como si lo anómalo y la trascendentalidad (que por fortuna aquí no es verbalizada) fuera condición sine qua non para una adaptación literaria célebre. Y por debajo de la opresión calculada del director y el extrañamiento de la puesta en escena, uno advierte que poco se ha dicho, y que quizás, tampoco importaba demasiado.
La nueva película de la saga X-Men y su divertido juego de palabras Días del Futuro Pasado (o Days of Future Past en idioma original) resultaba un enigma. La idea, los pósters y la información que se venía entregando sonaba a rejunte, a una suma de personajes con la excusa del viaje temporal. Pero lo que entrega Días del Futuro Pasado no resulta una inútil promiscuidad de viajes temporales y personajes de la franquicia. Está bien. Lo del viaje temporal está tirado de los pelos. La justificación de rebobinar la cabeza del bueno de Wolverine (el gran Hugh Jackman) mediante un “poder” que nunca se explica de parte de Kitty Pryde (Ellen Page) es endeble. Pero después de todo, el Profesor Xavier (Patrick Stewart) había explotado en la tercera X-Men, tampoco es para ponerse tan pretenciosos. La idea de descontrol temporal que podía presentarse (estilo Volver al Futuro Parte II) no lo es tanto. Más bien estamos ante la primer parte de Volver al Futuro. En este caso los mutantes son Marty McFly, y para un mejor futuro, sus padres deben besarse en el baile del encanto bajo el océano. O bueno, algo así. Acá los que deben bailar pegados una canción romántica son el trío de jóvenes Xavier (James McAvoy), Magneto (Michael Fassbender) y Raven/Mystique (Jennifer Lawrence) para impedir que Bolivar Trask (Peter Dinklage de la serie Game of Thrones) no construya unos robots-gigantes-destruye-mutantes. La historia arranca en un futuro distópico donde la civilización está contra las cuerdas por culpa de unos centinelas (esos robots de los que hablaba) que tienen la capacidad de adaptarse a cualquier poder mutante. De ese futuro que huele a final de especie, el viaje nos lleva los ’70. Con ese retroceso temporal la saga principal de X-Men (la de Tormenta, Wolverine y los viejos Magneto y Xavier) se conecta con la X-Men: Primera Generación del 2011. Porque Días del Futuro Pasado es una secuela de la Primera Generación a la vez que un reinicio de la franquicia. Parece que es hora de pasar la antorcha, y aunque esté el irrompible Hugh Jackman como Wolverine (que difícil va a ser reemplazarlo) atravesando toda la saga, es hora de borrón y cuenta nueva. La película luego del salto temporal se queda (casi hasta el final) en los ’70. El guión aprovecha esa época para meterle humor y resignificar algunos turbulentos acontecimientos de ese tiempo. El proyecto de los Centinelas está en ciernes, y ellos deben cortar el proyecto de raíz. Su creador, Bolivar Trask, es el enemigo a vencer, aunque la realidad que la batalla es la misma de toda la saga, paz o guerra entre el humano y el mutante. El director Bryan Singer elije (sabiamente) ocuparse de sus personajes. Aunque el comienzo de la película nos inyecte acción apocalíptica, la historia va a decantar hacia el lado humano (con poderes), los conflictos y relaciones cruzadas. El triangulo Xavier-Magneto-Mystique es el corazón de la película. Tanto porque Mystique juega un papel fundamental en el desarrollo de la historia como porque sobre ellos es que nosotros vamos a empatizar con el relato. El Magneto de Fassbender es siempre un oscuro enigma, su solemnidad y enfado es utilizada como elemento de tensión. La fragilidad de Xavier (muy bien llevado por McAvoy) sirve para la incertidumbre de la misión a cumplir. Y la ganadora del Oscar Jennifer Lawrence finalmente muestra su talento y se despega de aquella apática primera intervención en la saga. Después Bestia (Nicholas Hoult) es un mero lazarillo de Xavier, un personaje de poca trascendencia. Y Wolverine es Wolverine, facha y carisma, de taquito llevado por Jackman. La muy comentada aparición de Quicksilver (Evan Peters) es fugaz pero paga cada minuto en pantalla, es quizás, de lo mejor de la película. Una pena que no se explote más su personaje. Su insolencia le hubiera venido bien como descongestionante de tanta angustia mutante. X-Men: Días del Futro Pasado resulta de lo mejor de la franquicia, y con la mera excusa del viaje temporal, Singer y su troupe logran revitalizar la saga a la vez que reiniciar el mundo mutante. Y por la escena tras los créditos, uno sabe que falta mucho camino (mutante) por recorrer.