La mirada deforme La leyenda japonesa de los 47 samuráis caídos en desgracia que entregan su vida en venganza de su amo es una de las historias más revisitada por los japoneses, y también, de las más exportadas por parte de Japón. La historia sirve internamente como una alabanza de lo tradicional a su vez que representa una declaración de principios de lo cual los japoneses se enorgullecen de mostrar, un relato que se edifica sobre los mandatos del Bushido (El Camino del Guerrero) vinculados con el honor, la lealtad, la perseverancia, la justicia, y también, la entrega total, el sacrifico y aceptación de la muerte. 47 Ronin es el relato folclórico de los samuráis sin amo (llamados ronin por esa razón) que vengan la caída de su líder, Lord Asano. Una aventura que permite ostentar lo “japonés” a través de la idea romántica y tradicional del Bushido. En este caso la visión japonesa de su propia cultura es procesada además por la visión occidental, la hollywoodense, y por último, la del blockbuster. Resta entonces una total deformación, donde se utiliza la palabra samurái y honor para dar una entidad que no se observa, y el término “cultura japonesa” queda resumida al exotismo y al estereotipo. Así de deforme como Memorias de una Geisha (2005) de Rob Marshall, estamos frente a otra película donde actores japoneses hablan en inglés, porque como sabemos, los habitantes del gran país del norte no leen. Y una película situada pero no filmada en Japón (se filmó en Budapest y Londres) sabe que con samuráis no alcanza para ser negociable, entonces debe aparecer un occidental (o medio occidental) para salvar al mundo. Ese es Kai (Keanu Reeves), un mestizo hijo de una japonesa y un inglés, abandonado en el bosque para morir y criado por los Tengu. Estos mitológicos Tengu son demonios del bosque, lo que lleva a uno de los pocos aciertos del film, mostrar a Kai como la invasión de un afuera asimilable a lo demoníaco. Una visión que suena lógica ya que Japón pasó mucho tiempo aislado del mundo, y esta historia, desarrollada durante la Era Tokugawa, sucedió durante ese período. Eso sí, aunque en esa Era los samuráis llevaban un corte de pelo específico (con la parte delantera rapada), no se condice con los de los héroes film, algo que pareciera un dato menor sino fuera el ejemplo más claro de lo que representa la película, una visión que no logra atravesar el mero orientalismo. Otro ejemplo de esto es la decisión de mostrar un dragón (maligno) porque encaja con la visión foránea de lo oriental, pero que no se condice con el espíritu original del Dragón, la de ser portador de sabiduría. La incorporación de los Tengu y el Dragón no es lo único “mágico” que aparece, también hay una bruja, un animal monstruoso, un samurái gigante. Y katanas mágicas, como olvidar las katanas mágicas. Este agregado fantástico es una de las novedades de esta versión de los 47 Ronin. Una idea que podría haber funcionado si hubiera sido utilizada para potenciar la leyenda en vez de ser estrictamente funcional a la obligación actual de incorporar efectos CGI para hacer un film visualmente espectacular. Algo que no logra. Entre la mezcla de lo fantástico y lo tradicional, la película utiliza arbitrariamente lo místico desdibujando la idea del samurái. Las batallas reales entre los guerreros son olvidadas, y las pocas que hay no logran un mínimo interés emocional, dándole más entidad a los enfrentamientos generados por computadora. Cualquier escena de Azumi (Ryuhei Kitamura, 2003), 13 Asesinos (Takashi Miike, 2010) o Kenshin, El Guerrero Samurái (Keishi, Ohtomo, 2012) le pasa el trapo. Y eso, solamente para nombrar películas contemporáneas. El resultado final no debería sorprender, el ignoto director Carl Rinsch buscaba un film hollywoodeado de la leyenda japonesa. Por eso atraviesa lo que un producto made in japan tiene que tener: la flor de cerezo, el sepukku (hara-kiri), las armaduras samurái, el dragón. Presentando un mundo fantástico que puede resultar una extensión de Piratas del Caribe, y que resulta igual al origen de aquella saga, un parque temático salido de Disney para que la gente se pasee un rato por lo “japonés“ sin que se derrame una gota de sangre, un sepukku apto para toda la familia.
El show de Roberto Roberto (José Mota) es publicista con dos años de paro (como le dicen en España a estar desempleado). Casado con Luisa (Salma Hayek), y acuciado por urgencias económicas y con el autoestima destruida, se juega su última esperanza a una entrevista de trabajo con un amigo exitoso al que ayudó tiempo atrás (mucho tiempo atrás) en una campaña de Coca-Cola. Pero cuando va a la entrevista, impulsado por su mujer, todo resulta en un espanto. Tanto que termina con un fierro calvado en la cabeza (ver para creer). De ahí en más, todo el film gira sobre ese terrible accidente que lo deja crucificado, pero vivo. Aparecen los medios, los intereses políticos, los empresarios inescrupulosos. Todos ellos presentados de una manera tan exacerbada que anulan el verosímil, diluyendo lo que podría haber sido una situación para reflexionar, o mínimamente, entretener. El director de La Chispa de la Vida es Álex de la Iglesia, un adepto a lo deforme, por lo que no sorprende el tono de la película. Pero en algún punto, Álex olvidó que su cine funcionaba porque las exageraciones perturbaban, colando lo siniestro del ser humano mientras él se dedicaba a contar una historia. Desde hace unos años su cine se lee de manera rudimentaria, apoyado en torpes metáforas y el trazo grueso, diluyendo la bella acidez que solía destilar. En La Chispa de la Vida hay cinismo y sátiras sobre muchos temas: la crisis española, la explotación de los medios, el morbo del público, el negocio por encima de la humanidad. Y ninguno de ellos es tocado de una manera interesante u original. Es tan obvio todo lo que sucede, y tan risible (de la mala manera), que uno termina creyendo que debe haber una vuelta a todo lo que sucede en pantalla. Pero no. Álex no deja que los espectadores pueden encontrar en la historia y sus personajes ideas respecto al estado de las cosas o de las personas. La oscuridad latente en los seres humanos no es ninguna novedad en su cine, pero verlo expuesto de manera burda, señalando cada conducta y mostrando qué feo es el mundo, anula lo que desea exponer. Entiendo que el film es un absurdo, otra no queda. Pero existe tal grotesca arbitrariedad en los comportamientos (potenciado por las actuaciones) de sus personajes que uno queda perplejo ante lo que sucede en la pantalla, preguntándose si la película va en serio en cuanto a “denunciar” el estado del mundo (o al menos de España) o si, sin quererlo, le salió un ejemplo cinematográfico de ese deterioro. Como si de El Show de Truman (Peter Weir, 1998) o Él es Edtv (Ron Howard, 1999) se tratara, todo gira en torno a la vida (y muerte) de este hombre desempleado y de los intereses económicos que se mueven por venderlo como un producto. Situación a la que se presta el propio Roberto entendiendo que la vida es lo único valioso que puede entregar en este cruel mundo actual. Una idea no del todo carente de sentido, pero que llega con tantos años de atraso y expuesta de una manera tan grosera, que uno se pregunta qué pasó con aquel director de las geniales Muertos de Risa, El Día de la Bestia y La Comunidad. Quizás en su caso, estar un
La furia del dragón Cuando el año pasado vi El Hobbit: Un Viaje Inesperado no pude menos que decepcionarme. Pensé, quizás la mitología de Tolkien ya no me sorprende como antes, quizás el mejor momento cinematográfico de Peter Jackson pasó, o tal vez, ahora no me interesa ver enanos corriendo por la pradera mientras son acechados por orcos con voz ronca. Por fortuna, estaba equivocado. Peter Jackson lo hizo de nuevo. El Hobbit: La Desolación de Smaug brinda un feliz regreso al fantástico universo de Tolkien. La película comienza en Bree, lugar donde se encontraron hace ya otra trilogía Frodo (Elijah Wood) y Aragorn (Viggo Mortensen). Este momento puede resultar una escena inútil, sin demasiado aporte, pero es todo lo contrario. Es desde ahí, en ese encuentro entre Gandalf (el gran Ian McKellen) y Thorin (Richard Armitage), que uno entiende que está frente a otra película. Un riesgo latente y una oscuridad que observa, eso es lo que va definir esta aventura. Aquí ya no hay un hobbit torpe y sin maldad, canciones de enanos, ni simpatías élficas, el mal está al acecho, uno que se percibe invencible. Como en lo mejor de El Señor de los Anillos, lo que nos estimula es que sabemos que nuestros héroes van con las de perder. En ese tono más sombrío y pesimista, es desde donde se distingue el peligro, algo vital para una buena aventura. Y un mal latente, no incluido en el libro original, va tomando (literalmente) forma. En esta segunda parte el abanico de personajes se extiende, y a pesar del habitual trazo grueso, logran una complejidad más atractiva. La primera parte fallaba en cuanto a sus protagonistas, la aparición de viejas glorias de la trilogía pasada era meramente calculada para el guiño al espectador. Además, esa turba de enanos no lograba crear una empatía suficiente, siempre sentíamos que todos eran intercambiables, sus personalidades eran muecas y no mucho más. En la segunda parte la irrupción élfica en la historia con un agrio Rey Elfo Thranduil (Lee Pace), su hijo Legolas (Orlando-Bloom-quedate-elfo-para-siempre) y Tauriel (Evangeline Lily) dan espacio para mostrar la oscuridad de la historia a través de estos seres, mostrándolos con un sistema de castas, y menos héroes y sabios de lo que uno podría suponer. Bilbo, nuestro protagonista, se vuelve más siniestro por la posesión del anillo único robado a Gollum. También el heredero enano Thorin recobra brío, y la inclusión del humano Bardo (Luke Evans), ciudadano del pueblo del lago bajo la montaña usurpada por Smaug, mejora el espectro de interlocutores. La ampliación de personajes y el viaje a través de la Tierra Media permite desplegar el universo Tolkien, no solo como algo visualmente bello, sino como una tierra cruel, desprovista de héroes, donde rige la miseria individual y la desconfianza hacia el otro. Visualmente la película se construye sobre unos increíbles efectos digitales, y aunque por momentos resienta el relato tanta acción carente de fisicidad, uno queda envuelto en el imaginario de la aventura sin dejar de creer lo que esta pasando frente a sus ojos, retomando lo mejor de la trilogía de El Señor de los Anillos: el riesgo de un viaje por un mundo fantástico. No faltan enfrentamientos, monstruos, y coreografías élficas marca registrada, que divierten pero que por el abuso de los efectos puede llegar a agotar un poco. Si algo que caracteriza al bueno de Jackson, es que se pasa de rosca. Siempre hay una vuelta de más, pero a diferencia de la primera parte, eso no impide que disfrutemos de los acontecimientos. Eso si, que afloje con el primer plano a los elfos, enanos y orcos, porque agotan, y puntualmente, en el caso de las caras de bonachonas o enamoradas, inspiran deseos violentos. La narración fluye a fuerza de acción, el peligro, y que sus personajes resultan más creíbles con su dosis de oscuridad. No está la derivativa lentitud del film anterior, con un ritmo vertiginoso, uno olvida la amplificación de un solo libro. Para el final, cuando aparece el dragón (y aunque la resolución peca de excesiva, Jackson quizás se engolosinó con mostrar a su dragón), uno no puede más que dejarse llevar por la oleada de fuego que destila de forma voraz y gigante, como el cine de Peter Jackson, como el mundo de Tolkien.
Cine mutante Mujer Conejo de la directora Verónica Chen es inquietante. Sin haber visto sus films anteriores no me atrevo a extenderme acerca de las virtudes de su cine, pero si puedo hablar acerca de esta interesante última incursión cinematográfica, presentada en el Festival Internacional de Mar del Plata 2013, y que se estrena este jueves. La película durante los títulos muestra a una inspectora del Gobierno de la Ciudad llamada Ana (la bella Haien Qiu), argentina pero descendiente china, recorriendo el Barrio Chino porteño. La cámara, y la música que acompaña, dan sustento a la idea de un mundo extraño frente a nuestros ojos. La extraña historia que combina la inmigración ilegal (vía mafia china) y unos conejos mutantes, puede resultar confusa, pero es la realidad que plantea, un fantástico y perturbador. Desde el mismo título, Mujer Conejo es un híbrido, una mixtura de lo humano y animal, y este es lo que a lo largo del metraje vamos a presenciar. El planteo de la cultura propia y la ajena, la invasión y la fusión. La protagonista es una descendiente china que no habla su idioma de origen, aún así, recorre el barrio chino. Las personas hablan a su alrededor un idioma que nunca es comprendido por ella ni por nosotros (no lo subtitulan), una realidad que tenemos frente a nuestros ojos pero que seguimos sin vislumbrar. Desde estas ideas Verónica Chen sube la apuesta combinando no solo culturas sino también géneros: un policial de denuncia y el fantástico. Ana es una inspectora del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que investiga un lavadero donde esconden inmigrantes ilegales, en paralelo, vemos a unos conejos carnívoros que se están desarrollando en un laboratorio clandestino en el campo. Esta combinación resulta fascinante porque la directora la sustenta con su virtuosa cámara, y ese mundo extraño, nos logra transmitir incertidumbre. La hibridación además tiene su correlación entre la imagen real y una rudimentaria animación (que podría llamarse animé por la temática más que por el estilo), que sirve para enrarecer aún más el relato, y también me imagino, para poder resolver situaciones que el presupuesto no lo habría permitido. La irrupción de la animación muestra el juego de esta mixtura, si el animé es el lenguaje oriental más reconocido por el occidente, ese lenguaje invade este mundo desequilibrado. Como una aventura hacia lo desconocido, lo que se deja sin explicar permite un fuera de campo sin rápidas conclusiones, dejando un extraño sabor en la boca. Los planteos acerca de la manipulación genética, nuestra pervertida alimentación, la corrupción, o las mafias chinas, son tan reales como las imágenes que se presentan frente a nuestros ojos, pero pierden entidad por esa irrupción de lo fantástico que dispersa la mirada, ahuecando su peso específico.
Tiempos no tan modernos Las comedias románticas suelen tener un esquema que se repite hasta el hartazgo. Conocimiento, giro del relato desde donde surge la ruptura, y finalmente, el reencuentro final (muy probablemente con alguna carrerita en el medio). El nuevo film de Richard Curtis, director de Realmente Amor, deja de lado esos tópicos para contar una historia romántica, no una comedia romántica. Logra escapar a lo esquematizado por el género por una buena variable: el protagonista puede viajar en el tiempo. Este fantástico juego con el tiempo, que recuerda a Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993), resulta bastante diferente al film de Harold Ramis. En ese genial clásico de los noventa, Phil Connors (Bill Murray) era obligado a repetir el mismo día hasta que lograra comprender como debía vivir su vida. En Cuestión de Tiempo (About Time) nuestro protagonista, el colorado Tim Lake (Domhnall Gleeson), tiene el control sobre esos viajes temporales. Por eso quizás muestra algo más complejo pero menos divertido, y tiene que ver con las decisiones que debe tomar una persona para el resto de su vida. La preocupación de Tim al comienzo está vinculada a la búsqueda de una novia (y ahí brilla con su aparición Rachel McAdams), porque el tipo es bastante aparato. Su objetivo posterior está vinculado a la familia. Este tema parece ocupar todo el espectro del relato, pero no solo mostrando su lugar como padre, sino también la del hogar que dejo, con su lugar como hijo. Porque este film es sobre la familia como centro del universo, si algo hay que achacarle (además de la obvia cursilería propia del director), es que resulta demasiado arraigado, enquistado en lo sanguíneo. Curtis utiliza el truco temporal para darle un nuevo sentido a una historia de amor. Cuestión de Tiempo resulta romántica porque está anclada en la idea del amor romántico, idealizado, y gira alrededor de lo tradicional. Es persistente sobre la familia y las relaciones parentales, que de tan perfectas, resultan un tanto ilusorias. El film destila una confortabilidad que a veces resulta demasiado apaciguadora y conformista. Nunca hay un cuestionamiento de ciertos parámetros, su familia, y nuestro protagonista, son tan buenos que por momento dan ganas de molestarse por cualquier otra. El padre, interpretado por el gran Bill Nighy, es divertido y justo. El resto (su madre, tío y hermana) tienen particularidades para configurar una “familia disfuncional”, pero todos despliegan corazón y conciencia, la comprensión es una constante. Entonces, en ese contexto, uno desea meterse en el film y quedarse ahí, pero si uno lo aplica a la realidad, quizás pueda sentir que le están tomando el pelo. La idea conservadora está establecida en el propio universo del film, uno puede tomarlo o dejarlo. Ese mundo ideal donde la sensatez es la regla general, no posee la crudeza que puede existir en cualquier relación, se elige mostrar la alianza y la sonrisa de los chicos. El conflicto surge desde el exterior de la familia, de la vida misma, y los mínimos errores cometidos, son los que el protagonista puede resolver con sus viajes temporales, apaciguando la incertidumbre. Ante esta ausencia de riesgo fortuito, solo queda lo inevitable como final del camino. Pero a pesar de estos reparos, uno se deja llevar por sus personajes, sus relaciones y la sensibilidad expuesta. Mucho de eso tiene que ver con el sólido reparto (donde Nighy se lleva la gloria y Gleeson sorprende como comediante).Y aunque para el final se remarca lo que ya estaba expuesto, metiendo innecesariamente el manual de autoayuda en medio, el film ya hizo lo suficiente como para dejarlo pasar.
El delicado sonido del trueno Desde un antiguo asfalto aparecen dos adversarios. Uno es una bestia desbocada, el otro, un calculador inclemente. El primero se llama James Hunt y vive como si fuera el último día, el otro, Niki Lauda, un hombre cerebral que pareciera desapasionado. Este duelo de pilotos es el que Rush: Pasión y Gloria, con una profundidad meramente espectacular, aviva frente a nuestros ojos. Rush es el regreso del director Ron Howard a los 70 luego de Frost/Nixon (2008), y confirma que volver el tiempo atrás a sus días felices, lo hace sentir cómodo. En este caso cambia la competencia verbal y política por uno deportiva (aunque toda competencia en algún punto es deportiva), y suma a esta rivalidad de temperamentos la de naciones, una vieja Austria (Lauda) leída como de corazón Alemán, e Inglaterra (Hunt). Lauda es la imagen del impasible trabajador, lo suyo es la construcción: de su vida, su carrera y sus autos) Su físico endeble junto a un rostro de roedor no le da una ventaja social, y su apática sinceridad, tampoco ayuda. Pero como él dice, es el mejor de todos. Hunt, de rubia cabellera, es pura testosterona. Impulsado por la pasión (porque el corazón es patrimonio de ambos) y la búsqueda de adrenalina, vive el deporte para que fluya a toda velocidad. En el rol del primero está interpretado por un sorprendente Daniel Bruhl (el “héroe” nazi en la Bastardos Sin Gloria de Tarantino), y en el rol de Hunt, el dios del trueno en persona, la mole Chris Hemsworth (Thor, La Cabaña del Terror). Entre sus diferencias de vivir, y afianzado en la competencia, es desde donde se puede disfrutar este film. Howard es uno de esos directores que conforma la “industria” hollywoodense. Durante los noventa (y un poco más) tuvo su época de gloria. Apollo 13 y Una Mente Brillante fueron las que le dieron un prestigio no del todo convincente. Por más que sus films sean reconocidos, uno suele notar una ausencia de pasión en lo ve en pantalla. Las adaptaciones de las novelas de Dan Brown (El Código Da Vinci, Ángeles y Demonios… y se viene una tercera que no me interesa recordar) muestran su conformidad con Hollywood. Pero fue en Frost/Nixon (2008), un film con un gran Frank Langella haciendo de Nixon y a Michael Sheen como David Frost, donde retomaba un espíritu cinematográfico, no descubría la pólvora pero la hacía encender. En este caso, a pesar de él maniqueísmo y ausencia de profundidad de personajes (principalmente las mujeres, que son pura reacción a sus partenaires masculinos), Howard logra hacernos sentir la competencia, con dos tipos que parecieran surgidos de la partición de un mismo ser humano. Dejando expuesto el ser humano en dos furiosos reversos. En ese choque de personalidades cada uno resignifica la vida del otro. Difícil no desear ser Hunt, puro carisma, sexualidad y vitalidad. Por eso Lauda se transforma en el héroe sin manto, porque su camino resulta más difícil, arduo de querer por su antipático carácter, pero con alma de campeón. Tanto los corredores como las carreras logran la atracción del espectador, no podemos dejar de ver a Hunt y Lauda, así como tampoco podemos decantarnos solo por uno de ellos, y menos desatendernos de la competencia donde cada curva puede sellar el destino de los pilotos (y más si uno desconoce los detalles de la historia). El mérito de Howard es lograr que vivamos esa pasión automovilística, y que el film vuele ante nuestra mirada.
Lejos del paraíso. Justin Timberlake es Richie, un estudiante pasado en años de Princeton que luego de quedarse sin trabajo (por la quiebra de una empresa financiera) decide terminar sus estudios. Sin una familia adinerada para respaldarlo, su forma de juntar dinero es la de atraer gente a sitios de apuestas online. Una timba legalizada por otra aún no tan legitimada. Presionado por el decano para que deje su labor poco ética, se juega todo sus ahorros en el mismo juego de póker que vende. El descubrimiento de un hecho durante la partida (que pierde) hace que nuestro protagonista parta hacia Costa Rica a buscar al magnate dueño del sitio online, Ivan Block (interpretado por Ben Affleck). En un principio no se puede decir que la premisa sea fallida. Juegos, trampas, una mujer en el medio, un destino “exótico”. Ahora, el desarrollo de los mismos, deja bastante que desear. Para empezar lo de Justin Timberlake es alarmante. Seguramente su mayor cualidad sea la de tener ese aura cool y simpática, algo que no lo hace un gran actor per se, pero si uno con carisma. Dividido entre interpretaciones interesantes (Red Social, Amigos con Beneficios) y otras olvidables (El Precio del Mañana, Curvas de la Vida), este caso se encuadra claramente en estos últimos. Su Richie Furst en Apuesta Máxima (horrible y genérico traducción de Runner, Runner) es asombroso: no logra transmitir ni una sola emoción al espectador. En una trama supuestamente riesgosa (supuestamente), su rostro confundido no ayuda a creer ni un poco lo que está pasando. En contrapartida está el loco Affleck (el enemigo número uno desde que será Batman) que al menos trata de jugar con su papel, por momentos logra dar con el perfil de joven millonario sin escrúpulos. En el apartado femenino, Gemma Arterton aporta poco y nada. El director Brad Furman no logra explotar ni su talento ni su belleza, su exposición es la de muñeca a dividirse entre los protagonistas masculinos, un personaje sin más objetivo que sacar trompita. Si este trinomio de actores es donde se apoya el interés para vender la película (el póster no me deja mentir), algo así como intrigas, traición y seducción en una isla caribeña, uno debe cuestionar realmente la construcción de sus personajes. El desarrollo de ellos es nulo, sin pasión ni sangre. Todas funcionan sin un mínimo sacrificio, sus decisiones son inexplicables. Sin transpirar Richie se juega los ahorros, va a Costa Rica a conocer al magnate de juego online, lo conoce, se hace amigo y , le ofrecen trabajar con él. ¿En serio? Resulta bastante aburrida una historia llena de situaciones carentes de justificaciones y complejidad. Se ve el esfuerzo en hacer “riesgosa” la historia. Funcionario tercermundista (obvio, corrupto y estereotipado), un agente del FBI que grita mucho (porque el FBI sobreactúa al parecer), y además, la aparición del padre apostador del protagonista (para darle carga dramática, vió). Pero uno nunca deja de sentir que Richie va a resolver sus problemas con la misma facilidad con la que se los creo. Y no se equivoca.
El cielo prometido. Elysium arranca con un grosero flashback de dos niños, Frey (Alice Braga) y Max (Matt Damon), conociéndose en un orfanato. A través de la visión estandarizada del recuerdo (con el brillo de sol en un sepia incluido) se vaticina lo peor. Luego el presente cae como una roca. Un tatuado y sudado Max sale a trabajar, los amigos reos del barrio lo verduguean y la policía (robot) lo maltrata. El vive en medio de una villa miseria (que se da a entender es el mundo entero) que podría estar en cualquier lugar del tercer mundo. El director Neill Blomkamp nos llena de polvo y una desesperación que inunda los ojos. Ese es uno de los méritos de su cine, la evidencia de trabajar sobre el terreno, sus distopías parecen tan cercanas que uno se sube al futuro como una pequeña extensión del presente. Estos dos momentos iniciales del film son el péndulo que se cierne sobre el director de origen sudafricano, seguro de lo que desea mostrar pero con recursos visuales y narrativos por momentos, bastante burdos. Nuestro héroe trabaja en la fábrica de robots que domina el mercado, un lugar y una realidad donde los empleados son carne de cañón. Un “accidente” con radiación lo deja al borde la muerte, de ahí en más, Elysium, es una urgencia para salvar su vida. En ese cielo prometido (maqueteado como una vida de country espacial) existen unas máquinas sanadoras de cualquier mal que aqueje al ser humano. Su salvación, Elysium. Para eso recurre a un antiguo amigo, el traficante apodado Spider (Wagner Moura), quién parece ser el único que logra meter gente de contrabando (con mucha más pena que gloria). Para pagar su pasaje le encargan la misión de secuestrar a un ciudadano rico (de los que bajan del Space Country) y justo el que Max elije es el que está metido en el sistema de seguridad de Elysium, el dueño de la fabrica de robots (interpretado por William Fichtner). Max roba información vital para la Secretaria de Seguridad Delacourt (una Jodie Foster republicana) y para atrapar a Max le encargan la tarea a un sádico ex soldado llamado Kruger (Sharlto Copley, protagonista de Sector 9, anterior film del director), que logra, a pesar de algunos excesos, una acertada virulencia como perro de presa. Una de las temáticas del director parece ser la transformación del cuerpo. Aquí la destrucción de la carne y la invasión mecánica en el hombre son un exoesqueleto en Damon, las explosiones impiadosas (y gratamente expuestas) y las camas reparadoras son elementos para los cambios que sufren los personajes. La determinación de Blomkamp en exponer con crudeza las imágenes se agradece, no escatima en dibujar ese mundo cruel con la misma rigurosidad sobre la carne. Lo interesante de la historia (a pesar de su obviedad) con la fijación en la diferencia social se va diluyendo a medida que satura la idea del Elysium “paraíso” y tierra “basurero”. La contraposición extendida no permite la lectura filosa de la realidad, como si se montara todo a un tomógrafo curador y listo, igualdad social. Otra de las cuestiones es la arbitrariedad. Esto es algo que siempre está presente cuando se decide contar una historia, pero en este caso, puede llegar a molestar. Un lugar lleno de millonarios sin una defensa bélica, la exposición de los “elisianos” a los villeros con tanta soltura, la vinculación de los personajes para justificar los giros de la historia (¿se tenia que llevar Kruger a Frey?) y un mundo de personajes que parecieran resolvieran todo en el mismo barrio. Frente al grato recuerdo del anterior film del director (Sector 9, 2009), Elysium pierde, su exposición ausente de sutileza funciona en las duras escenas de acción, pero convierte en torpe y redundante su visión social.
San Goku El melancólico estreno de Dragon Ball Z: La Batalla de los Dioses (Dragon Ball Z: Battle of Gods) cae en un fuera de tiempo tremendo. Es que la historia de Goku, Vegetta, Freezer e infinitos personajes más, ya se encuentra guardada en el baúl de los recuerdos. Para mediados de los 90 el animé que rompió absolutamente todo, más allá de las cualidades estéticas y narrativas, fue Dragon Ball Z. La más exitosa serie de animación japonesa fue el terremoto para el tsunami que vendría después. Es cierto, se hace imposible obviar en esa misma oleada a Salilor Moon y Los Caballeros del Zodiaco, pero fue Goku y compañía quien logró la masividad mundial. La popularidad de la serie se debía a la humilde premisa de amigos + esfuerzo = victoria. Dragon Ball Z siempre fue simpleza, de una estepa narrativa tan mecánica y poco sorprendente como confortable, ante cualquier enemigo posible estaba San Goku para salvarlos a todos. Desde ese mismo lugar, pero muchas años después, esta entrega huele a capitulo extendido. No aporta en el aspecto visual (la pelea final es entretenida pero no inventa nada), y los personajes, retoman el espíritu de la serie como si no hubiera pasado un solo día. Pero ya pasaron muchos, los niños crecieron (hasta ahí) y mucha agua animada pasó bajo el puente. El truco de Dragon Ball Z siempre fue el de ir incrementando el poder de los rivales para que nuestro héroe Goku tuviera un nuevo nivel a superar. Cada vez más fuerte, cada vez más imposible. ¿Que restaba entonces? Los dioses mismos. Aquí aparece por eso un gato arábigo "Dios de la Destrucción" llamado Bills. Este personaje, lejos de ser el típico malvado, es más bien lo más cómico del film. Su actitud es: buscar pelea, comer y amenazar con destruir todo. La realidad es que parece el invitado de una fiesta de egresados de una escuela a la que no fue, nunca alcanza ser un peligro sincero, porque después de todo, no odia a la humanidad. Para el seguidor de la serie puede que el film se quede a mitad de camino y no justifique la pantalla grande. Durante los ochenta y dos minutos de "La Batalla de los Dioses" hay más comedia (funciona de poco a nada) que pelea, algo decepcionante considerando que el mito Dragon Ball Z se creó sobre las bases de cagarse a trompadas con bolas de poder cada vez más grandes (que parecían destinadas a hacer estallar el universo todo). Esta aventura, bastante trivial, resulta un entrenamiento sin demasiado en juego, un divertimiento naif que no levanta vuelo. Si su estreno se justifica por la base de fans cosechados a lo largo de estas décadas, más que por sus méritos cinematográficos, ese también es su techo, un film para seguidores que se conforma con hurgar en la memoria pero sin trascender en el presente.
Figuritas Percy Jackson y el Mar de los Monstruos (Percy Jackson: Sea of Monsters), film que juega con la mitología griega en clave teenager es la secuela de Percy Jackson y el Ladrón del Rayo (Percy Jackson & the Olympians: The Lightning Thief) del 2010. En esa primera parte, situada en la actualidad, contaba que los dioses tenían hijos con humanos. Percy Jackson (Logan Lerman), hijo de Poseidón, era uno de ellos. Frugal y liviano film de domingo, esa primera “aventura” encajaba para la poca pretensión del público al que estaba apuntado. Hoy enfrentarse con la segunda parte no cambia demasiado esa ecuación. Otra vez un problema que pone en riesgo el pequeño mundillo de hijos-de-dioses-y-otros que son perseguidos por seres maléficos (que uno no sabe bien de donde salen). Algo así como mitología de figurita, sin dimensión ni profundidad, solo para pegar. En este nuevo álbum se van a sumar otros monstruos, criaturas mitológicas y héroes. Todo en un envase 3D de efectos bastante sencillos. El detonante de esta secuela es la destrucción del campo de fuerza que protege al campamento donde viven nuestros héroes, obligándolos a buscar el Vellocino de Oro. Le encargan la tarea a la hija de Ares (la “rival” en cuanto a ser el más capo en el campamento) pero Percy se manda igual con sus amigos plus un hermano cíclope (que pobre, tiene el papel de ser comic relief y no pega una) hacía el Mar de los Monstruos. Ahí se viene un monstruo marino, un cíclope, y finalmente, el mismísimo Cronos, padre de los dioses del Olimpo (al menos de los que no se comió). Durante toda esta travesía, que debería ser una de aventuras, se dan situaciones a los tropezones, sin tangibilidad ni emoción. El ejemplo máximo es Cronos y su triste densidad, ese terror absoluto (eso dicta la historia y así lo dibujan) queda resumido a una figurita de computadora. Sin peligro, no hay aventura. Una saga apuntada claramente al mismo público mágico que el de la saga de Harry Potter pero que ni apoyada en todo el Olimpo logra ser divertida. La traslación al mundo actual de la mitología podía sorprender en la primera, pero ahora el truco ya no funciona, quedando expuesto el descuido narrativo en medio de un tono simpático que ni siquiera puede hacer funcionar el gran Stanley Tucci (en el papel de Dionisio). Toparse de casualidad con la primera podía sacar una sonrisa, ver una segunda parte donde se recorre el mismo camino pero con menos gracia, ya no da ni para la mueca.