De dioses y de monstruos Sesenta años después, la industria de Hollywood vuelve a montarse sobre Godzilla, el monstruo japonés creado por la productora Toho. El encargado de la nueva adaptación es Gareth Edwards, ignoto director con solo una película en su haber: Monsters (2010). En esta, Edwards contaba sobre como parte de Estados Unidos y México quedaba a merced de unos inmensos seres extraterrestres. El director le daba preponderancia a sus personajes, dejando como un peligroso y enigmático contexto a esos seres a los que mostraba casi siempre de forma distante. En esta Godzilla modelo 2014 el director vuelve sobre el tema, pero en vez de poner la cámara sobre el hombre, la pone sobre los gigantes. Si algo que hay que reconocerle a Gareth Edwards es la pasión que le mete a Godzilla. Su respeto es encantador. Durante bastante tiempo negocia con nuestra mirada su presentación, y cuando lo hace, la pantalla aparece achicarse, como si de tan descomunal resultara imposible de filmar. Esta película de monstruos le reserva también espacio a un par de enemigos llamados M.U.T.O. (Organismo Terrestre Masivo no Identificado), con quiénes Gozdilla se faja de lo lindo. La cámara de Edwards elije ocuparse bastante de estos personajes, quizás esa sea la mayor particularidad de la película. Decisión con la que uno puede sentirse sorprendido, y que inevitablemente, resiente la empatía hacia los protagonistas humanos. Esta G2014 tiene varios puntos de comparación con Titanes del Pacifico (Pacific Rim, 2013) de Guillermo del Toro. Aquí también hay ciudades/escenarios para que los monstruos destruyan todo a su paso. La gran diferencia es que del Toro comprende que el factor humano es determinante. La incorporación de personajes dentro de sus robots hacia que la batalla de esos gigantes de acero fuera la de la humanidad toda. En este caso lo que sucede en pantalla nos resulta ajeno, Godzilla no deja de ser una fuerza de la naturaleza, nunca logramos antropomorfizar a ese ser lo suficiente para que lo sintamos parte nuestra. Otra cuestión es la bajada de línea sobre el estado del mundo. En Titanes del Pacífico el espíritu juguetón y fantástico de del Toro era menos cínico respecto de nuestra civilización. En el mundo de Edwards, los M.U.T.O. chupan la teta (literalmente) de la radiación, y Godzilla es una especie de deidad que viene a equilibrar nuestro ecosistema, no a salvar al humano. Vamos a presenciar tsunamis, plantas nucleares estallando, y también, muchos edificios derrumbándose. Como si los horrores que sufre la humanidad fueran una señal de alarma. Este tópico es vinculable al origen de Godzilla y el horror nuclear post dos bombas atómicas, y aunque aquí quede demasiado expuesto, no resulta del todo fallida la decisión de continuar en esa dirección. Lo que también hace Edwards es mostrar autoconciencia sobre el género y el monstruo japonés. Ya sea con un guiño simpático a Mothra (uno de los más emblemáticos enemigos con que se enfrento Godzilla), mostrando un poster una película Kaiju (bestia extraña en japonés), o utilizando la televisión y medios como instrumentos de lo infantil e ilusorio de ver a dos monstruos matándose en medio de una ciudad. Pero esto se percibe confuso, porque no convive con el espíritu general de la película, más solemne y dramático. La principal falla de Godzilla es que narrativamente es torpe. El soldado Ford Brody (interpretado planamente por Aaron Taylor-Johnson) va a participar de acontecimientos de la historia con un nivel de arbitrariedad lamentable. La obligación de darle un rostro humano (mala elección de actor para eso) al derrotero de los monstruos hace que deba estar en demasiadas circunstancias injustificadas. Por fortuna, ante las falencias narrativas y empáticas, no queda otra que admirar a Godzilla. Y para los que le tenemos cariño, por momentos, resulta suficiente.
La revolución conservadora Las comediantes femeninas están mostrando un gran protagonismo en la pantalla grande como hace tiempo no sucedía. Películas como Despedida de Soltera (Bachelorette, 2012), Malas Enseñanzas (Bad Teacher, 2011), Chicas Armadas y Peligrosas (The Heat, 2013,) y el punto más elevado, Damas en Guerra (Bridesmaids, 2011), son buenas muestras del talento femenino en el humor. Mujeres al Ataque (The Other Woman) se suma a esta oleada, lamentablemente, y a pesar de sus dos buenas protagonistas (no hablo de Kate Upton), la película flaquea en más de un aspecto. La historia de Mujeres al Ataque arranca con la Carly (Cameron Diaz) y su flamante “príncipe azul” Mark (Nikolaj Coster-Waldau). En ese inicio, un montaje de momentos apasionados y románticos, nos presenta una relación perfecta. Una casualidad lleva a la exitosa y sexy abogada a descubrir que su príncipe tiene una princesa, con alianza y todo, a las afueras de la ciudad. Esta “princesa” es Kate, interpretada por Leslie Mann, y ocupa el lugar del ama de casa de los cincuenta, la esposa pintada que gira alrededor del marido. El encuentro de estas dos mujeres y posterior amistad, es lo más divertido y sincero de la película, hay química, y ellas son lo que nos permiten mantener el interés en esta comedia de venganza. La aparición de otra mujer, más joven, más sexy, más tonta, Amber (Kate Upton), permite poner en perspectiva desde diferentes puntos de vista el engaño de un hombre. Entre las tres comienzan perpetrar el desquite contra este estafador serial. Ahora, cuando las “ideas” para una comedia giran entre poner laxante en una bebida y hundir el cepillo de dientes en el inodoro, uno da cuenta de la originalidad que nos va a deparar la historia. Mientras la película intenta exponer una historia revulsiva, la realidad es que sostiene el statu quo. Aunque con los recursos utilizados para el humor (un perro de raza Gran Danés defecando en un living, por nombrar otro ejemplo) uno pueda sentirse defraudado (o no), lo que molesta es la ideología que termina por manifestarse. Eligiendo el punto de vista femenino frente a un enemigo común, su rebelión es tramposa. Mientras intenta exponer una historia revulsiva, la realidad es que sostiene el statu quo. Pareciera que el gran problema con Mark es el engaño, la existencia de otra mujer, y en definitiva, ellas son una respuesta al accionar del hombre, como si fuera necesario para impulsar un cambio (aunque finalmente solo sea permutación). Kate (Mann) vivía siendo una esposa pintada pero sin cuestionarlo hasta ese momento, la resolución le depara, a falta de un hombre, el ser millonaria (así de sutil se representa el “éxito” en la vida). Amber (Upton), la bomba sexual, era consciente del lugar que ocupaba con Mark, finalmente, va a ocupar el mismo lugar pero para un sugar daddy/viejo con guita. Y Carly (Diaz), la más independiente de las tres, debe formar una familia (hay hombres buenos rondando el mundo), porque una mujer sola y sin hijos, al parecer, no puede ser un final feliz. Todo un mundo de ensueño de dólares, esposos o sugar daddys.
La nueva película de los revitalizados (y queridos) Muppets arranca desde el mismísimo final de la anterior. Apenas comenzada nos arrolla un maravilloso número musical sobre la autoconciencia de las secuelas y el negocio del cine: el éxito da pie a las secuelas. Uno se siente arrastrado otra vez por el fervor de la multicolor ola de peluches. Ese comienzo es gracioso y feliz, pura genialidad. A medida que se va desarrollando la película se va desinflando ese entusiasmo inicial, aunque por fortuna, uno nunca lo abandona del todo. Parte de la historia, al igual que la primera, es una road movie. La diferencia radica en que en vez de reencontrarse con sus personajes (aquel hermoso recorrido que ganaba en nostalgia) aquí se trata de del desmembramiento de la familia muppet. La aventura surge de un engaño de Dominic Badguy (interpretado por el británico Ricky Gervais) para hacer una gira europea. Lo que no saben nuestros Muppets es que todo es una trampa para suplantar a la rana René (Kermit para esta nueva era) por Constantine, un peligroso ladrón que resulta ser casi un clon de nuestro héroe (“casi” porque un lunar facial se presenta como juguetona diferencia). René /Kermit termina preso en un gulag en Siberia, mientras el malvado queda con la troupe recorriendo Europa. El film entonces se parte. Por un lado la gira, donde se intercalan aciertos con chistes faltos de timing. Por el otro la prisión rusa, de lo mejor de la película, tanto por el despliegue de los actores involucrados (donde brilla Tina Fey como la dura y musical Nadya) como por el absurdo de las situaciones dentro de ese lugar. La estructura de persecución de la autoridad (humana, interpretada por Ty Burell, y Muppet, a cargo del personaje Sam Eagle) y recorrido europeo en tren, resulta muy similar al de Madagascar 3: Los Fugitivos. En aquella, la propuesta narrativa y visual resultó toda una sorpresa. En Muppets 2: Los más Buscados, se observa desorden y el desacierto de algunas decisiones, como el caso de que Dominic y Constantine tengan más tiempo en pantalla que otros personajes emblemáticos. También en esta continuación se extraña la alegría ingenua y soñadora de la dupla formada por Amy Adams y Jason Segel. La incorporación de Gervais le brinda un tono seco e irónico, pero atado, apto todo publico. Ahí radica el problema, el estilo del inglés suele ser más irritante y sarcástico, queda lavado dentro de una película familiar. Ante la ausencia de cohesión narrativa pareciera que las ideas para sostener el film fueran las canciones y el incontable número de cameos. Respecto de las canciones, las de Bret Mckenzie (de Flight of the Conchords y ganador del Oscar por Man or Muppet) son las que destacan: We’re Doing a Sequel y I’ll Get What You Want (Cockatoo In Malibu) son una gloria. En cuanto a los cameos, algunos son acertados e inesperados, pero muchos son un desperdicio, el guiño y poco más. Muppets 2: Los más Buscados es una película que se disfruta y deja una sonrisa, pero que fatídicamente se ve atrapada en el dilema que proclama la propia canción We’re Doing a Sequel (Estamos haciendo una secuela) que da inicio a la película: las segundas partes nunca son buenas. En este caso, apenas por poco.
Waterworld A Darren Aronofsky le gusta decir cosas importantes (léase como: graves y solemnes). Los personajes en su cine son seres apesadumbrados, así que después de todo, contar una historia de la biblia no suena tan extraño. Y que esta sea una superproducción tampoco, sus películas no han escaseado en estrellas. Pero si algo queda claro, es que el señor Aronofsky se toma muy en serio. Esta versión del relato bíblico del arca de Noé, y de la inundación que (casi) borró a la humanidad, resulta una experiencia confusa. Desde el vamos uno no sabía bien con que iba a encontrarse: el drama de un hombre, una aventura fantástica/épica, un mamotreto bíblico infumable. Bueno, es de todo un poco, y muchas veces, demasiado de todo. Están las intros para el ignoto bíblico: la explicación de la creación del mundo, el Edén, la historia de Caín y Abel, y la gran “este engendro a aquel” como para no dejar afuera a nadie. Están unos descendientes de Caín que viven como salvajes (en plena transformación a Orcos salidos de LOTR), hay ángeles caídos (seres gigantes incrustados en rocas), y un matusalén que parece es un místico con poderes. Y además, un drama familiar que incluye a Noé, su esposa (Jennifer Connelly), sus tres hijos, y una hija adoptiva que rescataron de camino a ver al loco Matusalén (Anthony Hopkins). Russell Crowe encarna a Noé y su interpretación es acertada. Contribuye con un personaje dispuesto a un salto de fe para abrazar la locura de actos que van más allá de su comprensión. Las actuaciones no desentonan con el film. Todos con el entrecejo fruncido. El Noé de Russell Crowe es acertado. Proporciona un personaje dispuesto a un salto de fe para abrazar la locura de actos que van más allá de su comprensión. Una mole (está bastante abultado el australiano) que puede jugarse como defensor o destructor según se lo requiera. Además, el tono de gravedad no le resulta ajeno, ya en Gladiador (Ridley Scott, 2000) interpretaba a un tipo carente de sonrisa, y en Los Miserables (Tom Hooper, 2012) se sentía a gusto en una Francia decadente hecha para nuestro sufrimiento (y no solo por sus dotes para el musical). El otro que destaca en Noé es el personaje de Tubal-caín, un Ray Winstone que defiende la destrucción humana con una vehemencia implacable. El trío de hijos que conforman Sem, Cam y Jafet no logran lucir, y Emma Watson, a pesar de sus limitaciones, sale airosa con su interpretación de la hija adoptiva de Noé. El que parece no tomarse en serio lo que está pasando es Anthony Hopkins en el papel de Matusalén, el único que le da un poco de oxígeno al relato. La primera parte de la historia es la presentación de ese mundo sumido en lo apocalíptico: mucha ceniza, desamparo y desolación. La familia de Noé es la única que mantiene el espíritu de bondad en el mundo, y además, son vegetarianos (filtrando un mensaje de que uno merece el infierno por destruir la naturaleza o comer carne). En ese comienzo, el aspecto visual, gracias a las locaciones y visiones de Noé, resultan atrayentes. La aparición de Los Vigilantes (ángeles caídos prisioneros en rocas) le insertan una impronta que es difícil de asimilar inicialmente, pero que ayudan a un vuelco fantástico en la construcción de la historia. Hasta ahí, uno se suma a la travesía. Cuando la famosa arca empieza a tomar lugar, la expectativa por la marea arrasadora transmite cierta tensión. Para cuando el agua llega, y la historia decanta a una tragedia familiar (que ya se veía venir), uno abandona el barco. Porque a pesar de cierta distancia con los estrictamente religioso (Dios es El Creador) y la ambivalencia de los personajes, uno ya acumuló suficientes primeros planos, sufrimiento y solemnidad. Y cae en cuenta de que lo que está viendo es un bodoque, de una pretensión tan grande, que se hunde por su propio peso.
Juego de patriotas El universo cinematográfico Marvel está definido. La formula quedó marcada a fuego (con excepción de El Increíble Hulk, por algo cambiaron de actor) en aquella primera Iron Man donde brilló Robert Downey Jr. En ella se establecieron las pautas de todas las películas por venir. Acción medida, un espíritu de buena onda aún en las peores situaciones, y efectos especiales que no oculten lo más importante: un buen reparto basado en actores confiables aunque no fueran de la primera línea de estrellas. Y claro, nunca olvidar que es un producto para disfrutar, la diversión nunca puede dejarse de lado. Capitán América y el Soldado de Invierno (Captain America: The Winter Soldier) viene a continuar ese trazado, y quizás, a ponerle un poco de complejidad al mundo Marvel. Capitán América es el personaje que encaja más perfectamente en la clasificación de héroe (etimológicamente hablando) del universo marvelita. Con él, no hay mucho lugar para el histrionismo estilo Tony Stark (Downey Jr.) o Loki (Tom Hiddleston). A pesar del buen comediante que es Chris Evans, su rol debe es el de mostrarse integro, y su aspecto de muñeco de torta, resulta justo y preciso para la visión ideal que el norteamericano tiene de sí mismo. También como buen (norte)americano resulta puritano, rozando lo asexual, un ascetismo con el que se juega (un tipo congelado, de otro tiempo) y con lo que Viuda Negra (justamente esa bomba llamada Scarlett Johansson) lo fustiga. Siendo del gran país del norte no lo queda más que ser el tipo de héroe que le gustan a ellos: un soldado. Y por eso, la autoridad y las instituciones son su territorio, el juego político y las conspiraciones, no le sientan mal. En la primera película, eran los nazis y la organización HYDRA, en este, una intriga dentro de S.H.I.E.L.D. La trama surge en medio de el lanzamiento de tres helicarrier (unos portaviones que pueden volar y están armados hasta los dientes) que establecerían una “seguridad” unilateral y totalitaria, digitada por la mesa chica del poder mundial. De la mano de S.H.I.E.L.D. y Pierce (Robert Redford) surge una crisis con la que debe lidiar el Capitán y toda la organización. Uno de los puntos fuertes de la historia es la elección del viejo Redford. Actor reconocido de films con tintes políticos (Todos los Hombres del Presidente, Los Tres Días del Cóndor, Leones por Corderos), su rol en Capitán América y el Soldado de Invierno es determinante, y resulta un sólido complemento en cuanto a los planteos éticos y políticos de la película. Parte de esta complejidad proviene de la cuestión de Capitán América y su comprensión del presente. En el pasado ser bueno eran patria y honor, vencer a los malos más malos: los nazis. El presente entrega organizaciones, corporaciones y representantes de ¿gobiernos?, cada uno luchando por un centímetro de poder. Todo es más difuso. Por eso, promediando la película, cuando se devela el enemigo, Capitán América sonríe satisfecho, él necesita saber contra quién se enfrenta. Como un soldado raso, ve el frente, la meta y una oposición, códigos férreos que lo deshacen entre intrigas en las que hoy debe moverse. Hasta debe cambiar de guía, de un general (Tommy Lee Jones) a un agente de las sombras como Nick Fury (Samuel L. Jackson) moldeado a través de guerra fría, terrorismo y enemigos invisibles. Mucho de la película se va a debatir entre la ética del poder, y quién debe ejercerlo. Y si acaso hay alguno que puede (o debe) hacerlo. Pero no nos olvidemos de la acción. Un film que sorprende gratamente con su despliegue físico, mucho mano a mano, persecuciones y escapes imposibles (y queribles) que ponen en contraste el costado más conspirativo con el espectáculo visual y sensorial. Y el famoso Soldado de Invierno, se transforma en un poderoso rival, un contrincante que rivaliza y está a la altura del duelo que esperamos. Habrá que esperar para ver que sucede con este mundo Marvel que sigue ampliándose pero que con la utilización de momentos dramáticos repetidos, regreso/cruce de personajes, y un mismo tono ameno (por ahora imperecedero) puede llegar a correr el riesgo de agotarse.
Una canción para mi suerte Lo primero que se puede ver en la nueva película de los Coen es un micrófono, luego, a nuestro protagonista Llewyn Davis (Oscar Isaac) entonando una bella canción. Él canta junto a su guitarra acústica un Hang me, Oh hang me, and I`ll be dead and gone. Su voz y su música, y el vacío entre ellos, resultan hipnóticos. Inside Llewyn Davis: Balada de un Hombre Común es el relato de una época: el establecimiento de la música folk en Estados Unidos, y es también la jornada de un músico que pudo haber sido cualquiera. El cine de los hermanos Coen suele ser bastante cruel con los personajes que lo habitan. En la mayoría de sus historias algún destino despiadado o accidentalmente lóbrego es dictado sobre ellos. Esa mano divina, casi una fuerza de la naturaleza, es más clara que nunca en la película por la cual ganaron el oscar, Sin Lugar para los Débiles. Porque la mano del destino tiene rostro en Javier Bardem, y en la yerma prosa de Cormac McCarthy, la amarga mirada de los Coen encuentra su lugar. Inside Llewyn Davis tiene algo de eso. Pero alejados de sufrimientos abusivos, y a pesar de la dureza del mundo que habita Llewys, los personajes que lo atraviesan lo cobijan, ellos resultan tan confusos y extraviados como él. En ese mundo invernal, que parece desolado, la emoción se descubre en lo despojado de una canción folk, en el minimalismo de hombre-guitarra-mundo para contar, que reverbera como un bello eco del pasado. Sin dinero, quemando los puentes que lo conectan a otros, sea por estupidez, arrogancia o egoísmo, Llewyn va en busca de su destino, dejando fluir canciones en el camino. Un folk que es honesto porque se transforma en música de los derrotados, un lugar que le resulta conocido. Él vive la tristeza: porque ya no tiene a su compañero de canción, porque se sabe efímero, porque no tiene donde caerse muerto. Pero ahí está el corazón de su música, y el centro de esta historia, que pareciera no decir mucho pero que nos hunde en un tiempo y un sentimiento gracias a la sensibilidad de los Coen, la música y la gran interpretación de Oscar Isaac, revelación absoluta de la película. Hay algo místico en Inside Llewyn Davis. Una circularidad de una vida que pareciese torcerse sin quebrarse, realizando una jornada (Nueva York, Chicago, y Nueva York otra vez) que se vislumbra se volverá a recorrer. Su desplazamiento no es físico ni es temporal (como en algún punto el mismo declara cuando vuelve de Chicago), porque los sillones donde dormir y los pasillos a deambular son los mismos, con las calculadas diferencias para conformar variaciones de la misma historia. Por eso un gato, que se intuye espíritu del amigo perdido, lo busca, lo lleva, lo obliga a moverse, porque él, a pesar de saber que cuerdas tocar, vive dentro de su propia canción. Una que aunque no sepamos su nombre, está hecha para tararear y ser eterna.
El arte perdido La última película de George Clooney venía con numerosos factores a su favor (y no, no hablo de su póster descaradamente parecido al de Bastardos Sin Gloria): interesante historia, un reparto de increíble talento, una reconocida solidez narrativa de su director. Comencemos con Clooney. Su Buenas Noches, y Buena Suerte (Good Night, and Good Luck) es una joya, y resultaba perfecta para aquel 2005 donde Bush era el presidente de Estados Unidos en pleno “están con nosotros o contra nosotros”. La elección de contar la historia del periodista, interpretado por David Strathairn, que se había enfrentado al senador McCarthy era potente. Una película tensa, y que se mostraba contenida y moderada en la épica que narraba. Su siguiente película, una screwball comedy llamada Leatherheads (2008) fue un ejercicio simpático, y no mucho más que eso. Pero ya en Secretos de Estado (The Ides o March, 2011) se comenzaba a revelar cierto agotamiento en su cine, mucha obviedad y la necesidad de dar discursos aleccionadores eran marca de esto. Por eso al llegar a Operación Monumento (The Monuments Men) duele ver a Clooney un escalón más abajo. Ojala solo fuera la falta de nervio, de química y el derroche de humor fallido (¡y eso que está Bill Murray!) lo único imputable a este desperdicio de recursos. Aquí Clooney no solo pierde en lo cinematográfico, también se regodea en la idea tan (norte) americana de que los salvadores son made in usa. Dejando para el resto un papel de incapaces (ingleses y franceses) o nuevos malos (los rusos). Pero como pondera Granger (Matt Damon) en uno de los momentos de lucidez de la película, los rusos perdieron 20 millones en la guerra, un poco más de respeto. Repasemos como es la historia de Operación Monumento. Sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, y con los nazis en retirada, un grupo de historiadores y curadores tratan de rescatar obras artísticas robadas por Hitler. Para eso está Frank Stokes (George Clooney), quién con autorización del gobierno de Estados Unidos, recluta una serie de veteranos y entendidos en artes para ir en busca de ellas. Ese equipo no es el más ducho para las batallas, pero aún así, se lanzan a Europa para empezar a rastrear las obras. La pandilla de personajes comienza como una especie de La Gran Estafa (Ocean’s Eleven, 2001) para luego dividirse con intención de ampliar el registro de búsqueda, hecho que resta sensiblemente a la película. Una de las razones de esto es porque las duplas que se forman Goodman-Dujardin, Murray-Balaban, Clooney-Bonneville nunca terminan de funcionar, y otra, porque las situaciones que se elijen mostrar de cada una de ellas parecen viñetas, inconexas con la idea central de la película. Entonces nuestros protagonistas no logran crear empatía, y la aventura resulta puro mármol, tan desapasionada que hasta la muerte nos resulta indiferente. Apenas es rescatable lo que sucede en París con el mejor personaje de la película: Claire Simone (Cate Blanchett). Trabajadora de un museo controlado por los alemanes, su desprecio por todos excepto por el arte resulta uno de los pocos gestos de amor de la película. El personaje del grupo que cae a su lado para formar otra dupla es James Granger (Damon), con quién surge un forzado y rígido coqueteo romántico. Extraña ver a tantos carismáticos y solventes actores deambular sin convicción, así como sorprende presenciar tantos pasos de comedia deslucidos y fuera de tiempo. Entre la mixtura de la comedia y el drama, la aventura y lo bélico, por momentos se divisa lo que pudo haber sido la película y no fue, haciéndola aún más fallida, exponiendo la inconsistencia de Clooney en el manejo de un tono que nunca logra comprender más que en su mera superficialidad.
El diablo viste a la moda Hay ocasiones en que las estrellas se alinean, y lo que aparentaba ser el desperdicio del trabajo de muchos, una empresa imposible, se transforma en algo efectivo. Y sucede lo que se dice “un milagro”. Me encantaría decir que es el caso de Un Cuento de Invierno (Winter’s Tale). Porque eso sería acorde con lo que la película expresa (una y otra vez) muy torpemente. Pero no, nada que ver. Un Cuento de Invierno, basada en una novela de Mark Helprin, cuenta la vida de Peter Lake (interpretado por Colin Farrell) y su devenir a través del tiempo. El film corta una parte de la novela nombrada para enfocarse en la parte romántica (porque es lo que vende, vió). Comienza en Nueva York de 1915 con Peter perseguido por unos malhechores comandados por Pearly Soames (pura morisqueta de parte de Russell Crowe). Estos malos son diabólicamente malos y este Peter es un ladrón que conoce a la rica y enferma Beverly Penn (Jessica Brown Findlay). Su enamoramiento es justificado con un mandato divino donde las estrellas lo dictan, y porque la palabra destino es más barata que un paquete de chicles (así de compleja y profunda se presenta la cuestión). Entonces a pesar de que ella tiene los días contados, van a estar juntos, porque all you need is love. O casi. Por fortuna están los malos muy malos para seguir haciendo maldades. Y una de las tantas bajezas que hacen es separar personas destinadas a estar juntas. Porque eso es lo que hace el diablo, intentar que nadie la pase bien. Malísimo. Navegando entre la fábula más burda (una que verbaliza constantemente todo lo que debemos pensar) y una aventura fantásticamente estúpida, plantea una idea del romanticismo definido por gente enferma, un blanco caballo alado y que un milagro es suficiente para equiparar el mal del mundo. Lindo verso ése de que a pesar de todo el sufrimiento no se pierde la esperanza, y que mientras haya salvación y milagros para algunos, “que se transforman en estrellas”, todo piola. Entonces la triste historia de amor del ladrón Peter y la enferma Beverly termina mal (sino no sería romántica). Y el ex ladrón pero ahora buen tipo queda confundido por la pérdida y olvida quién es. Y así pasan los años hasta que llega al Nueva York de 2014 sin envejecer un año. Pero al parecer, no tener documento ni recordar su nombre no le impide tener algún trabajo ingreso monetario: nuestro Peter está bastante higienizado y tiene un lugar donde vivir. Y es este año (¡justo 2014!) en el que comienza a recuperar la memoria para poder cumplir un milagro. Acá aparece una nena enferma de cáncer. Buena onda, ya sabemos cómo se cura, me quedo tranquilo. Uno podría pegarle por las graciosas actuaciones (de la cual apenas sale bien parado William Hurt en el rol de padre de Beverly) o de la mezcolanza bobalicona de la historia, pero creo que me quedo con la idea de que es una grasienta suma de situaciones sólo justificable por la fuerza del amor (más puritano que puro), los milagros, y un director que ató todo con alambre. Bastante graciosa Un Cuento de Invierno. Ah sí, me olvidaba, Will Smith vestido con una remera de Hendrix es Lucifer.
Peleando con las estrellas Jake LaMotta y Rocky Balboa. Bobby De Niro (hace bastante dejo de ser Robert) y Sylvester Stallone. Dos de los más legendarios boxeadores cinematográficos. Probablemente los más afamados y recordados. Ajuste de Cuentas (Grudge Match) es la idea de un mano a mano entre ellos, la amalgama de actores de disímiles pergaminos pero que hoy comparten el no estar en el punto álgido de su carrera. Hoy el cine para Sly es atemporal, machacando con testosterona un estilo rígido y nostálgico. Mientras tanto, De Niro navega con cara de fastidio películas intrascendentes y olvidables (salvo algunas esporádicas excepciones). La propuesta de Ajuste de Cuentas entonces es comprensible ya que tiene que ver con la actualidad de ambos. Una invocación a la idea de machos eran los de antes para un producto cinematográficamente insustancial. En ese ámbito, se lo ve más ajustado a Stallone, jugando el papel que entiende, y como un buen boxeador, aprovecha sus cualidades e intenta esconder sus defectos. El Robert De Niro affaire es diferente. Cualquier fanático del cine conoce y puede nombrar El Padrino (part deux), Taxi Driver, El Francotirador, Toro Salvaje, Cabo de Miedo y Buenos Muchachos para poner en perspectiva el talento de este genio. Eso es lo que duele. ¿Qué pasó con Roberto? Qué éste presente ni el olvido lo juzguen. Pero que difícil se hace. La historia de Ajuste de Cuentas es el revival de una tercera batalla que se presagiaba épica y que quedó trunca allá a lo lejos entre The Kid (De Niro) y Razor (Stallone), rivales encarnizados en los 80 y con solo una derrota a manos del otro. Muchos (pero muchos) años después Razor trabaja en una fábrica (Sly siempre nacional y popular) y The Kid lleva un presente que diluye aquel final de Toro Salvaje de Scorsese. El hijo del ex manager de ambos, un petiso muerto de hambre (y de dólares), les propone un negocio: que pongan las voces y movimientos para un videojuego aprovechando que vuelven a estar en boca de todos. Al cruzarse en la grabación se reaviva la posibilidad del duelo en el cuadrilátero por causa de la viralidad de un video en que los dos se agarran a las piñas. Como en la reciente Escape Imposible (Mikael Hafstrom, 2013) o Los Indestructibles (Sylvester Stallone, 2010), para nombrar algunas, la autoconciencia (y en muchas ocasiones lo autoparódico) de sus personajes y del género era ejercida con respeto por esos viejos titanes, algo que Ajuste de Cuentas parece no advertir. El director es Peter Segal, y tiene toda una carrera en comedias: La Pistola Desnuda 33 y 1/3, Tommy Boy, El Profesor Chiflado 2, Como Si Fuera la Primera Vez, Locos de Ira y Apuesta Final. Esta enumeración demuestra dos cosas: lo suyo no es la sutileza y su cine no es una fuente de sorpresas. El asunto con las películas señaladas es que tenían a un comediante consistente y sin vergüenza para que la obviedad funcionara como un reflejo de ese unipersonal, se resumía a ver “una de Sandler” o “una de Eddie Murphy”. El resultado variaba según la calidad del comediante o el cariño que se le tenía al mismo. Pero Segal nunca se sacó el chip de la rusticidad y el chiste fácil. Entonces la idea de dos viejos peleándose se transforma en una catarata acerca de que… son viejos. Y de que hicieron Rocky y Toro Salvaje. Y de que no ven cable. Y que no saben que es youtube o twitter. Al comienzo funciona, principalmente porque uno está feliz de ver en pantalla a esa dupla. Pero a medida que los famélicos argumentos se fagocitan en su redundancia, uno empieza a sentir vergüenza ajena. Ya sabemos que son viejos, ellos lo saben y ahí están sus rostros avejentados o retocados para corroborarlo. Entonces los chistes verbales y físicos se notan torpes, y para peor, la rueda de auxilio para una historia que no da para mucho es una trama emotiva/dramática/romántica que disgusta de tan predecible e insulsa. Está película podría ser una falta de respeto para la carrera de De Niro (ese final con la cara feamente pegoteada por computadora) sino fuera porque a él realmente ya no le importa nada. Pero meter en medio a Toro Salvaje, a Jake La Motta, eso es mear afuera del tarro.
Pasado perfecto Ladrona de Libros (The Book Thief) es una de esas películas que agradan. Una niña, una historia dramática, solidas actuaciones, un contexto histórico crucial en la humanidad. Todo eso atravesado por el malo más malo que pudo encontrar el cine: el nazi. Y si además se basa en un best seller… voila, habemus película. La cuestión con la mayoría de estas películas centradas en ese contexto es que tratan de diferenciarse pero suenan igual. O al menos, la mayoría. Ahí están El Libro Negro del loco Verhoeven y Bastardos sin Gloria (que no se si encajaría como histórica per se, pero ojala lo hiciera) para acreditarlo. El resto solo enfoca desde diferente ángulo, pero con una circularidad cinematográfica que agota. La historia de Ladrona de Libros es la de Liesel Meminger, una niña que es entregada en adopción a una familia alemana conformada por Hans Hubermann (Geoffrey Rush) y Rosa (Emily Watson). La niña tiene que adaptarse a un mundo cruel que la mira con ojos extraños. En su soledad encuentra sosiego en la lectura, el espíritu sensible de su padre y en un vecinito rubio que está enamorado de ella. El asunto principal de la película es que está niña crece durante el ascenso del nazismo en Alemania. El otro, como bien expresa su título, son los libros. La idea de la literatura como resistencia, salvación y conservación de la memoria, algo que no termina de explotarse del todo. El tono del relato es más ligero de lo que se podría imaginar. Mostrando a un pueblo ordenado y civilizado, con excepción de algunos acontecimientos vinculados con la persecución a los judíos y la intromisión de la guerra en sus hogares. Sin un pulso riguroso ni crudo, muchas veces uno se ve imbuido en la fría distancia de un bello cuadro, olvidando lo que sucede alrededor. Quizás la intención del relato no era la de abusar de lo maléfico de los nazis (ya se ha visto y resulta algo bastante fácil de hacer), pero aun así, uno siente como si se utilizara un almohadón para aminorar el ruido de ese tiempo (donde solo se ven morir alemanes). El avance del nacional socialismo frente a un pueblo que deja hacer, exponiendo una de las principales fallas del relato, una cierta inocencia de los alemanes en la creación de su líder. Como si a los ciudadanos no les importara y el nazismo ascendiera desde el infierno, sin dar muestra cabal de su vergonzosa complicidad. Estoy seguro que no todo el pueblo alemán estuvo de acuerdo, sin embargo, es bastante livianito como se expresa. Un hecho puntual marca esta idea. La pequeña Liesel se conforma como ladrona de libros en la casa de un jerarca nazi “malo” cuya esposa es “buena”. Ella es quien le comparte su inmensa biblioteca hasta que el marido le niega su ingreso, a partir de ahí toma prestados sus libros. Está misma familia aparece cerca del final luego de un hecho terrible y Liesel corre a los brazos de esa madre/familia. Como una reconciliación, obviando que ellos fueron los que trajeron el derramamiento de sangre a su pueblo. Lo que más se agradecía durante la narración era que no existía un abuso del golpe bajo (a pesar de su ritmo por momentos monocorde), algo que se tira por la borda en un último tramo donde se despacha de lo lindo. Se salva quizás el recorrido fotográfico final, donde el pasado toma entidad con verdadera tristeza, la evocación de lo que pudo ser y no. Pero también puede ser que haya llegado tan golpeado por la resolución de la historia que simplemente no tenia defensa para esa última estocada emocional.