Sin Escape. Estamos nuevamente ante un título que no refleja la verdadera esencia de la visión original. Si bien su nombre original (Der Rauber, literalmente “el ladrón”) no tiene una connotación demasiado fuerte, refleja a una mayor escala la personalidad y la verdadera ocupación del protagonista. Ahora la película. Sin Escape presenta a Johann “Hans” Rettenberger, un convicto al momento de su liberación que ocupa todo (todo) su tiempo al entrenamiento de su cuerpo para correr maratones, más que un deporte pasa a ser una obsesión infundada en el carácter compulsivo e impulsivo del personaje. Hans es liberado y luego de una charla con su analista acerca de sus robos pasados y su dudoso futuro, se lanza a la calle donde articula el entrenamiento (parte fundamental del filme), con el robo y la convivencia con una muchacha conocida antes de la condena. La práctica del delito se vuelve patológica, el escape parece excitarlo, las carreras parecen no ser suficientes, los premios en las maratones por primeros puestos resultan obsoletos ante la causa mayor: la nada. Es la nada misma la motivación que mueve los hilos de Hans y lo llevan a actuar de manera criminal cuasi-automática, con una ambigüedad proverbial y fuera de los parámetros “normales” si es que aquellos existen. La lentitud narrativa juega en contra más allá de la actitud de retrato sentimental que conjuga la dirección y la parte actoral, es así que, típico de la cinematografía europea, la película se construye en base a cuadros estáticos carentes de ritmo por montaje, recordando mucho al cine de Poromboiu en Policia, Adjetivo (Politist, adjectiv, Rumania 2009), intentando de éste modo reivindicar la figura discursiva de Tarkovsky y su noción del ritmo por acción interna. La progresión, por más tácita que resulte se encara desde el enfoque a Hans donde la cámara es protagonista, es decir, desde lo narrativo hay un antes y un después desde el cuento de espaldas a la tensión frontal que construye la aceleración del accionar protagonista. Ese cambio de eje retrata entonces una metamorfosis casi imperceptible de las intenciones de Hans Rettenberger, pasando de ser una entidad gélida, casi sin identidad, a una construcción protagonista segura y decidida al vocativo del delito y la soledad. Basamento de basamento, la adaptación cinematográfica corresponde a la noción de “run for cover” hitchcockiano en el más amplio sentido del término, donde la salida, coartada y pulsión se basan en el estar en movimiento por fuera del correr en círculos que enuncia el caracter en la premisa inicial luego de la secuencia de títulos. Pero escaparse de un presente y destino no es tarea fácil, tanto en lo ficcional, como encasillamiento de la obra, como en la realidad de donde está basada. Por más corrido que resulte y se presente el asunto, la trama gira en círculos desde su avance como desde la actitud de Rettenberger, no denotando así, el por qué de los cimientos en los que se construye el “cuentito”. Nunca sabremos la motivación del robo, nunca sabremos el por qué del escape al running, ni nunca sabremos por qué otros –basados en hechos reales- funcionan en circunstancias más desfavorables que esta historia. Claro papel es el que encarna en film en su carácter de festival, desenvolviéndose de la cuestión comercial con maestría, pero no resultando apto para un público masivo que, cada vez más corre en busca de la velocidad de compaginación y de filmes videocliperos a lo Michael Bay. Completa pero faltante, enérgica pero lineal, veloz pero cansada, Sin Escape correrá por nuestras salas…
La reencarnación de Romero ¿Qué agregar a las palabras de Matías Orta sino mi apreciación desde una visión puramente cinéfila respecto de la decimonovena película del director de culto que marco una época y una manera de ver y disfrutar el cine de género?. La Reencarnación de los Muertos aspira y logra el estilo narrativo y visual (detalle en el que me detendré luego) propio del neoyorquino del Bronx, esta vez relatando la historia de un grupo de soldados que enfrentan la amenaza de una plaga zombie (cualquier semejanza con algún filme de Farsa es mera coincidencia) que devora todo ser humano a su paso, esperanzados de encontrar algún lugar en la superficie que esté exenta de los muertos vivos. Una isla alejada de la civilización pareciera ser la salvación ante la manada y, escoltados por un exiliado de aquel sitio, Patrick O´Flynn, llegarán para solo comprobar que la salvación es una ilusión y quedar enredados en un combate entre familias: Los O`Flynn y los Muldoon, en una especie de western salido de la mente de David Cronenberg en donde lo peor que le puede suceder al cuerpo humano se materializa de cuerpo presente sobre los cuadros perfectamente compuestos. Pero, ¿un enfrentamiento entre familias? ¿No resulta trillado y fuera de clima? Romero se las ingenia para que el clásico duelo de armas no signifique la simple rabia de dos bandos sino la desición sobre la suerte de los muertos vivos, ya que unos prefieren el exterminio y los otros la convivencia con los comedores de humanos. Hay algo de nostalgia en la forma de encarar la narración de Romero, tanto desde el argumento (lineal, monótono y sin muchas explicaciones que desvíen la mirada de los zombies), como de la rotura gráfica de la imagen (tan utilizada por Robert Rodríguez), que se entienda, no rotura en el sentido literal del término sino debido a la utilización de filtros que granulen la secuencia, remontándose así a sus primeros filmes y sobre todo a La Noche de los Muertos Vivientes (Night of the Living Dead, EE.UU 1968). Pero por otro lado, conciente o no del detalle, el filme remite a los primeros intentos con el celuloide que realizó Peter Jackson, referencia directa a Mal Gusto (Bad Taste, Nueva Zelanda 1987) y a Muertos de Miedo (Braindead, Nueva Zelanda 1992). Visualmente hablando, el filme se desarrolla a través de planos abiertos y americanos que remiten directamente al primer western y a la clásica dirección “Master - Planos reducidos a medida que la tensión aumenta”, con una colorimetría remitente a la paleta fría, transmite más que adecuadamente aquello que experimentó con El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, EE.UU 1978): la repulsión pero a la vez el gusto por aquello que se ve que roza lo abyecto. Desde una perspectiva personal, la nueva película de Romero es a su filmografía general, lo que Shock (Shock, Italia 1977) fue a la obra de Mario Bava, significando con esto que la última producción no alcanza al nivel logrado con su ópera prima, pero, por otro lado, habla de un amor al cine de género comedia-gore-terror, que traspasa todo aquel intento fallido y devastado por la crítica de abordar temáticas exentas del elemento muerto viviente. Plenitud artística ya pasadas siete que décadas denotan no solo sentimiento en George Romero, sino también compromiso y una actitud respecto del arte que se resiste a quedar en el recuerdo, sino que irrumpe en la escena queriendo ser actual, contemporánea, crítica a la sociedad, pero como muchos dicen, su tiempo es el pasado, el culto se rinde hacia un momento anterior aunque sigamos prosternando a la obra que significó la ruptura simbólica y productora de sentido en el abordaje de aquello más allá de lo material, de la vuelta luego de la muerte. Resistencia al paso del tiempo, au contraire del postulado de Allen en su último filme: para la obra de Romero, todo tiempo pasado fue mejor, pero ésta pequeña afirmación no connota la invalidez de su cine hoy sino que festeja la resurrección de la saga zombie, la resurrección del genio George Romero.
Desatando la máquina de escribir por sobre el mar literario de la libre expresión. Destemporalidad es lo que atraviesa mi discurso por sobre El Retrato Postergado, filme documental de escasa duración pero de profundo contenido a cargo de Andrés Cuervo. La realización de este retrato, pasó por instancias de extremo dolor, desde la composición de un biopic de la transición estética literaria de Haroldo Conti, el verdadero destinatario del filme (que va desde su narración costumbrista a la literatura con afianzamiento político acérrimo), hasta un enfoque y cambio de punto de vista, ya sea compartido por momentos con el realizador de la tesis original Roberto Cuervo. El cambio y metamorfosis de El Retrato Postergado pasa por la desaparición del escritor argentino y la postergación del marco fílmico que ilustraba el compromiso, por la muerte de Roberto en un accidente que dejó solos a su mujer y a su hijo quien en la actualidad recupera el material rodado y reconstruir la imagen desde ópticas pasado-presente, donde el real biopic, se manifiesta por una dualidad que compone la real causa del nuevo Cuervo. El aggiornamiento resulta interesante desde la construcción simbólica que realiza el contemporáneo y el marco desde donde exhibe ambas vidas, desde imágenes que van desde el puro cine al cuadro intimista que resulta introspectivo desde la mirada directiva e incomprensible desde la complejidad sentimental con el signo y su arraigamiento. Pero estos detalles no hacen que se pierda el verdadero sentido de la película, compuesta de genuinos deseos artísticos de elevar a los dos “próceres” por así decirlo. Pero un discurso que resulta menos en la producción es el de no constituir un basamento teórico y narrativo de la obra de Haroldo Conti, lo que conlleva a la pérdida de mucho significado en lo que a identidad refiere con todo lo que esta conlleva por más ambigua y dialéctica que resulte. Paliación a la falla resulta la belleza cinematográfica con la que se desenvuelve El Retrato Postergado, llevándonos a estar frente a verdaderos cuadros pictórico-plásticos y olvidar que realmente es una secuencia de 24 imágenes por segundo. Alegoría y signo como base, la película de Cuervo refleja, tanto desde su material de archivo como desde su excelente utilización del stop-motion y animación, el compromiso con los valores y expresiones de la historia, componiendo no solo dos retratos, sino la expresión de la censura y libertad, por solo nombrar dos, desde la poética más sutil y la metáfora como reivindicación del sentimiento. El Retrato Postergado si bien no completa el cimiento necesario para el disfrute pleno de la obra, se construye tanto para aquel que conoce la literatura de Conti sumado al trabajo de Roberto Cuervo, como para quién desee el acercamiento a ese mundo poco explorado por las últimas generaciones, pero más que nada, y desde un punto de vista cinéfilo, la película alienta como disparador a sumergirse en los valores nacionales, tanto fílmicos como literarios, que hoy por hoy resultan una entidad biplana indisociable que propone un acercamiento obligado a Sudeste (Argentina, 2002) de Sergio Bellotti, basado en la novela homónima de Haroldo Conti para comprender un poco más, por mínimo que sea un mundo que desea mejoría, libertad y los valores que enalzan sus postulados.
Kick me, Teach me. Malas Enseñanzas, último filme del célebre director televisivo Jake Kasdan, conocido por la serie Freaks y Geeks (Freak and Geeks, EE.UU. 1999-2000), donde también hizo las veces de productor; brinda a través de un claro lenguaje y narración la historia de Elizabeth Halsey, una maestra que vive del dinero de los hombres que consigue como pareja y que solo ejerce para pasar el tiempo. El filme ofrece como punto de partida el reconocimiento hacia la maestra del equipo directivo del colegio secundario donde trabajó durante un año como profesora de gramática. Acto seguido, la ruptura de la relación con un hombre con quien estaba a punto de casarse, la obliga a cambiar de vida, teniendo que dedicarse tiempo completo a la enseñanza, lo que la sostendrá minimamente en la cuestión económica a la vez que intenta costear una futura cirugía estética para continuar con su costumbre de vivir de los hombres. Ya instalada en el colegio, Elizabeth demostrará un claro y problemático desinterés para con sus alumnos y sus colegas, a excepción del maestro sustituto, Scott Delacorte (interpretado majestuosamente por Justin Timberlake), en quien se interesa sobremanera, tanto por su aspecto como por su dinero. Por otro lado, el maestro de gimnasia del colegio mostrará el deseo hacia la protagonista, siendo desechado constantemente. Pero el dinero acosa a Elizabeth, lo que la llevará a elevar sus malos hábitos para conseguir todo lo que desea desde dentro de la fórmula educativa: desde la operación y su costoso valor, hasta el enfrentamiento con una colega, Amy Squirrel, por el amor de Scott. Lo demás es todo mero accidente del sistema educacional estadounidense y su bizarra modalidad de manifestación hacia el mundo. Malas Enseñanzas, desde su planteo inicial, recuerda a comedias de temáticas del absurdo tales como Supercool (Superbad, EE.UU. 2007) y Virgen a los 40 (The 40-Year-Old Virgen, EE.UU. 2005), llevando el estilo a la exageración extrema para transmitir una forzada situación cómica que, si bien se concreta, resulta cuasi-imposible generar una real empatía con personaje alguno ya que se presentan desde personalidades hiperalteradas en función de que la comedia y su efecto resulten eficaces. Por otro lado, una dirección correcta por el ya mencionado Kasdan, demuestra talento y gusto por la colorimetría variada y funcional al estado de quienes encarnan los personajes, llevándonos a introducirnos en su trama por más trivial, trillada y estéril que resulte ya sea por la frecuencia en el uso del gag por golpe de efecto, como por el relegamiento de talentos del género como resulta ser Jason Segel que, si bien no escapa de su rol activo de fumador de marihuana como en Superfumados (Pineapple Express, EE.UU. 2008), se hace de su graciosa personalidad, carisma e ironía, heredados del Marshal Eriksen que interpreta en Cómo Conocí a su Madre (How I Met Your Mother, EE.UU. 2005 – 2011), por más que su rol en la película resulte breve. Respecto de la cuestión técnica del filme, se puede afirmar que resulta acorde en cuanto a planos (largos y abiertos bien al tono), y al punto de vista elegido desde la narración, captando a la perfección a una Cameron Díaz excesiva pero no agresiva visualmente hablando, que se roba la carga pseudo-dramática de la producción en su totalidad, debido a su mejora corporal y a su excelente dirección actoral, que es uno de los detalles más destacables. Locaciones que juegan a favor de las profundidades de campo y sin mucho artilugio técnico, Malas Enseñanzas resulta una propuesta divertida y destinada a pasar un tiempo con el espectador, para luego archivarse con filmes de la índole que no marcaron mucho en el público, como Se Dice de Mi (Easy A, EE.UU. 2010) y Una Conejita en el Campus (The House Bunny, EE.UU. 2008)… maestría de imágenes para películas corrientes…
No sabes nada, pero de autos…rezaba una vieja publicidad… La última producción de Pixar Animation Studios (padre ya de genialidades como Buscando a Nemo (Finding Nemo, EE.UU. 2003) y Wall-E (Wall-E, EE.UU. 2008) entre otros), Cars, como segunda entrega de la historia de un mundo plenamente automovilístico con todo lo que esto conlleva, nos narra nuevamente las andanzas de El Rayo McQueen y compañía, pero, en esta ocasión, centrándose la mayoría del relato en el oxidado mejor amigo del colorado deportivo: Mate, la grúa. La historia se compone de dos líneas narrativas bien diferenciadas pero conectadas por las relaciones entre personajes que hacen a la totalidad. Por un lado, la relación amistosa entre McQueen y Mate que, a pesar de sus diferencias y la vergüenza que la grúa le hace pasar al primero, deberán a aprender que lo que los une va más allá de todo lo superficial. Sumado a éste hecho primario, se relata también, el conjunto de carreras con el consiguiente viaje por el mundo en busca de la Copa Grand Prix del Mundo, luego de aceptar la competencia contra el italiano Francesco Bernoulli, un Ferrari de Formula Uno, invicto en otras carreras. La segunda línea argumental cuenta la intromisión de Mate en una misión espía a cargo de Finn McMissile y Holley Shiftwell, dos agentes que investigan un plan para desbaratar a las empresas de combustible y monopolizar el negocio, no sin antes pasar por el amor, el compromiso, la madurez y la lección de turno. En una aventura en donde la figura del agente 007 se hace presente tácitamente, de gran ingenio dramático sumado al humor característico de Pixar, Cars 2, esta vez con presentación 3D, nos acerca nuevamente la mejor animación y nuestro mundo, transpuesto a uno en donde las cuatro ruedas prevalecen por sobre el resto, pero a pesar de todo resulta de lo más normal y cotidiano. Autos que personifican la actitud humana, la personalidad en su más amplio sentido, nos trasladan a un universo donde prima el aprendizaje y la relación por sobre todo. En la primera entrega, con mucho mayor contenido, tanto de originalidad temática como de mensajes hacia el niño/adulto, primaba aquello que acontece a una cotidianeidad cercana, como ser la humildad, los valores que unen lazos y el recorrido, en su sentido literal, por aquello que fue dejado de lado, por lugares olvidados que todavía reclaman interés y llaman a ser consultados ya que no perdieron todo eso que tenían que decir. En la segunda parte, la que nos convoca en estas líneas, la temática se desvirtúa de la original premisa, remitiéndonos a un universo en donde la cuestión de salvar el mundo de aquel que lo corrompe se lleva toda la construcción, perdiendo lo planteado por la empresa animada desde sus orígenes en la narración animada. El 3D llega nuevamente a la animación de la mano directiva de John Lasseter y Brad Lewis, encargado el primero de narrar la parte uno en su 2005 natal. Esta vez, la realista propuesta artística se ve opacada por una tecnología que no suma a la progresión de los hechos, sino que se presenta como un detalle de color que intenta imponerse sin eficacia, dando cuenta de que las innovaciones son solo herramientas que permiten acercar una visión, pero si carece de estas en relación con la obra, terminan remitiendo a un puro capricho visual. Si bien las producciones con sello Disney-Pixar están dirigidas a una diversidad de público que abarca desde niños a adultos, el foco se centra siempre en los más pequeños, errando en esta segunda parte con la historia que se sucede que, sin desvalorizar el entendimiento infantil, se recrea un relato que se torna demasiado complejo para el espectador principal. Es allí donde se hace presente la principal falla de Cars 2, pero, como detalle positivo y en palabras del primer Tim Burton, las imágenes y los cuadros se hacen tan fuertes que solo estos componen la historia, es decir, se deja el guión primigenio de lado y se comprende solo por bellos cuadros de genial composición, la historia que permanece en la mente y el recuerdo. Un detalle, EL detalle, perfectamente pensado que remite a la obra anterior nos demuestra el verdadero talento y humanidad de la empresa de animación, que no solo representa un homenaje al Doc Hudson (el cambio de nombre del trofeo ganador: de Copa Piston a Copa Piston Hudson Hornet), entrenador de Rayo McQueen en Cars 1, sino también al genial Paul Newman que encarnó la voz del personaje y que falleció en 2008. La cualidad y calidad humana traspasada al séptimo arte por el equipo directivo de Pixar se hace presente con este pequeño matiz que adquiere enorme fuerza emocional, pero pasa desapercibido. Más que genial, y probablemente lo que representa lo mejor de la pieza audiovisual, es el tratamiento del sonido y la composición musical a cargo del genio Michael Giacchino, responsable de obras maestras como Lost (Lost, EE.UU. 2004 – 2010) y Up, una Aventura de Altura (Up, EE.UU, 2009). La musicalización propone el perfecto ritmo que se condice con lo visionado en el cuadro y compone un conjunto de sentimientos que son arrojados mientras se sucede la obra y realmente hace parte de ésta, no resultando un elemento más, o uno simplemente aislado. Mundos, puestos y contrapuestos, pero con una continuidad y un paralelismo que casi es imperceptible gracias a la excelencia de la “puesta en escena” y a la sucesión de fotogramas que ya constituyen una obra pictórica en sí mismos. De esto hablamos cuando hablamos de Cars 2, más allá de las apreciaciones anteriores, de esto hablamos cuando hablamos de Pixar.
Medianoche en París retrata el viaje de placer de Gil e Inez, una pareja estadounidense a punto de casarse, por Francia aprovechando un viaje de negocios del padre de la novia. Inez, una mujer absolutamente segura de su condición y amor hacia su futuro esposo, brinda el apoyo sin mucha seriedad a la nueva ocupación de Gil: la escritura de una novela para alejarse de los guiones cinematográficos que escribe para Hollywood. El novio por su parte, es un melancólico amante del arte con la aspiración de quedarse a vivir en Francia y que revive mágicamente a sus ídolos en los pasajes parisinos, encarna el protagonismo para centrarse en aquello que soñó, que aspiró y ve diluirse en sus manos producto del compromiso, encasillamiento rutinario y el “mundo” en general en donde vive. La breve vida de París producto del viaje despierta entonces en cada uno del coro actoral, un cambio en su forma, que culmina, o conduce a una culminación aparente con una metamorfosis personal: La angustia, el amor al pasado y el desprestigio del presente en la mágica ciudad, comprenderán el avance y progresión de la trama en donde Gil se sentirá inundado de una realidad monótona que se contrapone al verdadero viaje de los sueños. La nueva comedia dramática de Woody Allen, retrotrae a lo mejor del cineasta que, con una extrema simpleza que forma parte de su amplio estilo, evoca sus más profundos y encarnizados deseos personales en una polimerización narrativa y artística que resulta en una pieza auténtica de pura imagen, puro sentimiento, de puro cine. Sin aquellos elementos oscuros que caracterizaron producciones anteriores del cineasta tales como Scoop (Scoop, EE.UU. Inglaterra 2006) o Match Point (Match Point, Inglaterra, 2005), un viaje con alusiones a Vicky Cristina Barcelona (Vicky Cristina Barcelona, EE.UU. España 2008), resulta en un elemento sobrenatural y fantástico con el temple narrativo habitual de Woody. Detalle más que destacable se hace presente de la mano de la temporalidad discursiva donde el pasado convive elegantemente con el presente para reivindicarlo en lo que a desarrollo psicológico del protagonista refiere. Hacemos un parate en éste asunto: el pretérito no se crea y se desarrolla como una cuestión azarosa, sino que la especificidad espacio-tiempo se da en pos de un renacimiento artístico pleno en donde las épocas doradas de la literatura, pintura, cine y música actúan en comunión con la vida y obra del personaje principal encarnado por Owen Wilson, en un mundo fotográfico impactante en el cual ni los propios y célebres artistas que se suceden, se comprenden a sí mismos en su totalidad y plenitud, incluso plantean la misma melancolía y creencia de Gil, que aun estando asombrado durante todo el relato, constantemente rectifica aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Y hablamos de arte, de célebre arte de la belle epoque y los años 20, siendo sus voces paradigmáticas, por solo nombrar algunas, Hemingway, Dalí, Buñuel, Picasso, Toulouse Lautrec y Rodin, que certifican aquel sentimiento personal tanto de caracterización como de dirección que hace avanzar ágilmente el relato y sin detalles que resulten superfluos a la totalidad. Situándonos (centrándonos) en la cuestión puramente actoral, Allen reconstruye su intimismo a partir de una coralidad y construyendo puntualmente un progreso a través de Wilson que, extirpado del rol cómico-paródico que lo hizo conocido, acciona dramáticamente recordando aquella mezcla de seriedad e ironía del Jim Carrey de Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdo (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, EE.UU. 2004). Acercamiento en la distancia de los años, las artes son expresadas desde breves simbolismos que, simplemente explicados, abren un abanico de interpretaciones y sentimientos que ocupan la mente en el conocimiento, en la ampliación de un “algo” cognitivo que la historia fue generando a través del tiempo, por ello, no es casual que quien presencie esta obra maestra del cine de Woody Allen, salga de la sala intentando recordar, o simplemente acercase, a las formas de arte que propone desde un lugar no tan formal. Técnica, narración y demás están encaradas desde una visión ya conocida por el cineasta, donde la expresión de una introducción remite a una profundidad invisible por sobre lo que se aprecia en el cuadro. Un claro ejemplo de este recurso es el recorrido parisino que Allen realiza sobre el principio del filme, encarando solo planos descriptivos que consecuentemente se transmutan en narrativos debido a la complejidad de su naturaleza: París por la mañana, lugares que son los que tomaría con su cámara hogareña cualquier turista pero con una simpleza y originalidad que no se logra ni siquiera bajo el riguroso plan de rodaje. Los puntos escogidos por el cineasta se suceden unos a otros creando una historia de parís (del día a la noche), reflejando un amor a la ciudad de las luces similar al que posee por New York, y este intento de abordar París, proviene desde un amor a primera vista cuando se sucedió el rodaje de la película debut como actor y guionista de Woody en el cine: ¿Qué hay de Nuevo, Pussycat? (What's New Pussycat?, EE.UU, Francia 1965); y por otro lado un nuevo acercamiento al localizar escenas, por pocas que fueran, en Todos Dicen te Quiero (Everyone Say I Love You, EE.UU. 1996). Con un sonido repetitivo, constante pero agradable al oído y que ilustra perfectamente el cuadro por cuadro que se propone la visión directiva, Medianoche en París nos habla de una pasión, de un amor que si bien se manifiesta tácito, deja entrever vestigios de su naturaleza. Woody Allen es una vez más aquel genio, aquel artista en el más amplio significado del término, aquel que afirma ese reiterativo “Cada vez que visiono una película que acabo de terminar, siento una penosa decepción. En la pantalla, el resultado no me gusta. Pienso entonces en cuando, un año atrás en mi habitación, tuve una idea excelente de película, y en cómo todo parecía prometedor. Desgraciadamente en la escritura, el casting, el rodaje, el montaje, las mezclas, he ido estropeando mi buena idea. Entonces ya no pienso en nada más que deshacerme de esa carga. Me niego volver a ver la película”, y que nosotros pensamos como respondiéndole: “si esta película es una decepción, bienvenidas sean esas decepciones que dan como resultado obras maestras donde se respire celuloide, como lo es Medianoche en París y bienvenido seas nuevamente, Woody Allen”.
Transformers 3, El Lado Oscuro de la Luna, como su nombre lo indica, es la tercera entrega hasta ahora de la saga Transformers y la guerra entre máquinas espaciales, Autobots y Decépticons. La nueva entrega a cargo nuevamente de Michael Bay, como así también la adaptación en lo que a guión refiere, nos narra una nueva batalla, un nuevo enfrentamiento en donde interfiere la historia mundial como base, referencia y disparador para la lisergia de efectos especiales que sucede a la premisa: Aparentemente el primer alunizaje en 1969 no fue efectuado por la simple causa de expandir las fronteras y emprender la conquista del espacio, sino que una explosión (de por si complicada y dudosa, ya que la carencia de oxigeno en el satélite la vuelve poco verosímil) se registra en el lado oscuro de luna o, mejor dicho, aquel lado que no es visible desde el planeta Tierra. La misión es llevada a cabo como investigación del curioso fenómeno para dar cuenta de que una tecnología superior y una existencia alienígena se avecinan y, tarde o temprano, cambiarán lo que se conoce por mundo. Es entonces que Estados Unidos incauta todo lo que encuentra en una especie de competencia con los rusos. El tiempo pasa y la génesis se desvanece, los Autobots conviven con la humanidad e ignoran aquello que han encontrado, pero los Decépticons tienen un plan en el cual, aquel elemento extraterrestre, es clave para la reconstrucción de Cybertron en nuestro planeta. Los Autobots, con Optimus Prime a la cabeza harán todo lo posible por develar aquello que les fue encubierto y evitar así la destrucción humana, pero (siempre hay un pero) no faltará espacio para presentar a la señorita bonita de turno y agregar esa desagradable cuota de falso sentimiento por parte de los humanos, opacando una vez más, a los Mecha, que son aquello que todos quieren ver. El cambio, la adaptación, la tecnología y la destrucción: son las palabras claves en lo que respecta a la franquicia Transformers en la pantalla grande. De aquellas entrañables cuatro temporadas, 98 episodios, de 24 minutos de duración cada uno, a la hipercompresión de la trama en esta trilogía que promete seguir vendiendo. Esta entrega, en 3D gracias al apoyo del Fusion Camera System de James Cameron, despliega todo aquello que potencia la capacidad sensible del humano, haciéndolo vivir una experiencia por demás avasalladora que culmina con una cuasi-epilepsia a causa de tanto pero tanto trabajo superfluo y enfático. En lo que respecta a la historia en sí, la aparición de nuevos personajes y una especie de long time ago introductoria, abre el juego a una nueva etapa de confrontación entre esos dos irreconciliables bandos de alta tecnología e inteligencia artificial. Si bien la relación humana-robot fue bien recibida en las dos primeras, en esta tercera, se deja un poco de lado aquello para situar el deseo y sentimiento dentro de la misma especie. No se puede pasar por alto lo que respecta a lo efectivo, a lo visual, a la puesta en escena: sin duda es de lo mejorcito, gráficamente hablando, que se haya visto, pero la decadencia viene de la mano del abuso de recursos, de la carencia de un centro de reposo, de la escasez de diálogos que no opaquen a la narración en imágenes. El cambio pasa nuevamente al primer plano: Bumblebee, sin duda el Autobot más querido por el público queda relegado, para solo formar parte del filme en una escena donde su cabeza está en juego… Bay recordó recién allí que existía. Y Megatron, el malo más malo, aquel Decépticon que encabezaba la rebelión, aquel alienígena al que más prensa se le otorgó desde hace meses por su “renovada figura”, no tiene mayor participación que una sola batalla. Estética, detalle clave que denota la posición de Don Michael, por un lado el diseñó conlleva cada vez más a la desvirtuación de los personajes originales que, si bien poseen en el filme un realismo extremo, se alejan radicalmente de aquella idea original de Takara y Hasbro. Por otro lado, los colores remiten a una posición pseudo-racista donde “los buenos” poseen variedad de gamas y diseños, especialmente Optimus Prime, con los colores de la bandera de Estados Unidos, mientras que los “malos” poseen un gris gastado remitiendo mayormente al color negro. Detalle al margen y de color (¿de color?) se presenta de la mano de un nuevo Megatron con turbante, que si, lo dice todo. Las referencias abundan en Transformers 3: El Lado Oscuro de la Luna, llevando obras maestras del celuloide a un nivel visual que impacta, pero abandona lo meramente cinematográfico, desde Matrix (The Matrix, EE.UU. 1999) y sus gloriosos centinelas, hasta la genial Akira (Akira, Japón 1988), pasando por la cita obligada cuando se habla de ese Dark Side of the Moon a Neon Genesis Evangelion (Shin Seiki Evangelion, Japón 1995) y 2001: Una Odisea del Espacio (2001: a Space Odyssey, EE.UU. Inglaterra 1968). El 3D de última generación a la orden del día, con un elenco que si bien no llega al nivel de la sobreactuación, se hace entender y hasta resulta verídico por momentos. El gusto por el plano se hace notar pero, y seremos reiterativos, se opaca ante tanto efecto. Entretenimiento garantizado entre disparos, rayos láser, mechas y pochoclos por un Michael Bay que parece no terminar de entender que no siempre más, significa mejor, pero tal vez, si signifique secuela.
Becca es una treiteañera casada con Howie Corbett, y ambos, cuentan con una dura historia que remonta a ocho meses en el pasado. La casa sola y el silencio de la pareja denotan una pérdida: Danny, su pequeño hijo de cuatro años, quien fue muerto tras seguir a su perro a la calle y ser embestido por la imprudencia de un joven chofer. Puntapié establecido, la historia se desarrolla en torno a la superación del problema con todo lo que ello conlleva, desde soportar las amistades, con sus familias formadas, hasta el repentino embarazo de la hermana de Becca, una niña en el cuerpo de una mujer adulta, inmadura e impreparada para la vida familiar con hijos a cuestas. La envidia, el dolor del pasado, el trauma a superar y la consecuente riña interna en la casa de los Corbett hace avanzar el relato donde paso a paso, marido y mujer, cada uno con sus tiempos, ritmos, creencias y costumbres independientes, intentan sobrellevar esa vida que parece condenada: por un lado, buscando apoyo en la familia devenida en perfecta respecto de la causa enorme sobre los hombros de la Becca, por el otro, otra mujer y drogas ligeras ocupan el pensamiento de Howie. Confundirse este filme está asegurado ya que cuenta con tres nombres que se dieron a conocer: Rabbit Hole, como título original y dos títulos hispanos que, no solo distan entre sí, sino que nada tienen de relación con el primigenio y homónimo de la novela en la que se basan: El Laberinto y Más allá del Corazón. El Laberinto (a partir de ahora), se vuelve conocida tras el paso, sin pena ni gloria, por los Academy Awards o entrega de los premios Oscar por nuestros pagos, bajo la nominación de Kidman como mejor actriz y nada más, es decir, el conjunto fílmico quedo relegado por la figura de la actriz opacando una historia que, si bien resulta bellamente contada, abusa del melodrama y sentimentalismo. Técnicamente hablando, El Laberinto es una joya fotográficamente, desde las luces hasta la consecución de planos y posiciones de cámara, con un gusto por el detalle y la textura más que destacable. Pero la recaída viene de la mano de la interpretación, o mejor dicho de la reconstrucción, tanto de Kidman, a quien no se le mueve un músculo a la hora de brindar dramatismo, como de la cuestión sonora que duda desde su ejecución como la actriz resultando aclimática por definición y alimentando un falso sentimiento que no termina de concretarse como veraz. Por otro lado, la figura que encarna Aaron Eckhart es impecable por donde se lo mire, recordando la excelente interpretación, como personaje, de Nick Naylor en Gracias por Fumar (Thank for Smoking, EE.UU. 2006). Insistiré entonces en el sentimiento. El uso del recurso fácil, ya sea desde el conflicto familiar o el de buscar en todo momento una excusa para llegar a la lucha o tensión de fuerzas que se justifican en dramas que ahondan en lo mismo, volviendo la tensión y el conflicto primigenio en un círculo vicioso en donde la tangente desaparece, sumiendo la narración en una repetición perpetua. Pero, y no debemos restar puntos a este aspecto, el delineamiento psicológico del resto del elenco, como hacedores y cómplices de la espiral traumática, es de una riqueza extraordinaria, lo que deja estática la labor actoral de Kidman que se aferra a los sólidos pilares de las construcciones de madre, hermana y esposo. Howie, por otro lado, resulta de una personalidad sensible que por mucho supera lo que se prevé en un comienzo, al punto de respetar una ascendencia muy marcada al juego del dolor. John Cameron Mitchell, director de la pieza fílmica, se encarga en esta ocasión de retratar la depresión y el proceso infinito de superación de una pérdida, siendo este detalle aumentado y agigantado por la especificidad del deceso: un niño de 4 años, hijo de la pareja. Lo narrativo e intencional, por más que se logre una parcialidad de la idea, recuerda a la expresividad emocional que dejaba cada palabra emitida, cada acción que acontecía en el universo increíble y atemporal Jonathan Caouette en Tarnation (Tarnation EE.UU. 2004), en donde Cameron Mitchell realizó la labor de productor ejecutivo. Mayormente destacado y reconocido en el ámbito profesional como campo, el joven director realizó otros dos trabajos más allá de la actual entrega, con un éxito que escapa a la miniatura que puede llegar a resultar El Laberinto en comparación, y que no dejan lugar a dudas del talento visual y narrativo: Hedwig and the Angry Inch (EE.UU., 2001), siendo la versión fílmica que lo catapultó al culto de la obra musical escrita también por él trece años antes; y Shortbus (EE.UU. 2006), presentada en Cannes el mismo año. En El Laberinto, alejando su historia y solo remitiéndonos a su nombre en la original, vemos que esos “agujeros de conejo”, que según otros teóricos, bajo el nombre de “agujeros de gusano”, nos permiten intuir la existencia de paralelismos a la vida del hoy, del ayer y del mañana, indicando también que no hay problema sin solución y, en el caso de la imposibilidad de encontrarla, debemos aprender a convivir con aquello y saber que hay algo en algún lugar que se encuentra en armonía. Es entonces cuando nos desprendemos para descreer de este mensaje y remitirnos a Alicia, en donde nada resulta mejor o favorable si no afrontamos la cuestión y entendemos que el agujero del conejo, donde se precipita la pequeña, es un gran profundo pozo depresivo.
8 Minutos Antes de Morir narra la aparición repentina del Capitán Colter Stevens, un piloto militar de helicópteros, en un tren lleno de pasajeros frente a una muchacha que, a pesar de nunca haberla visto, asegura que lo conoce, haciendo caso omiso a las constantes negaciones del protagonista. Es así que Colter se encuentra encarnado en un cuerpo extraño y en una situación que desconoce, por lo que pretenderá descubrir el por qué del entorno y de su misterioso despertar ajeno. Confundido y alterado recorre el tren ante personajes que encuentran su andar sospechoso hasta que una explosión arrasa con el tren todo y sus viajantes incluidos. El Capitán Stevens, entonces, vuelve en sí dentro de una cápsula cerrada en su verdadero cuerpo con un único contacto con el exterior: una pantalla por donde habla una mujer que le dice que se encuentra dentro de una misión para prevenir un ataque terrorista y que no será liberado hasta descubrir al autor del accidente del tren y las claves para detener un posterior ataque nuclear. Como si fuera poco y para sumar complejidad al reto, le informan que será enviado al tren nuevamente, a ese cuerpo ajeno en que se vio otro y tendrá solo ocho minutos para resolver el misterio antes de que su vida sea borrada. Destino y tecnología se unen en 8 Minutos Antes de Morir para dar luz a una historia por demás rebuscada, en donde el viaje mental de un cuerpo a otro será la clave para resolver los misterios de las materializaciones, pasando por universos paralelos y estados que remiten a lo onírico de El Origen (Inception, EE.UU. 2010), el cuarto de los post-mortem de la historieta Gantz (Gantz, Japón 2000) y a las conexiones inter/intra-personales de mundos simultaneos de Avatar (Avatar, EE.UU. 2009) y Matrix (The Matrix, EE.UU. 1999, influido brevemente por la catástrofe emmerichiana.. En su segunda entrega cinematográfica, Duncan Jones, autor de la personalísima e introvertida Luna (Moon, Reino Unido 2009), nos brinda un escenario cibernético dentro de lo mundano de la cotidianeidad, acercándose a obras magistrales como la gélida Ghost in the Shell (Ghost in the Shell, Japón 1995). Si bien el componente psicológico del filme es de carácter personal, al igual que en su ópera prima, el hijo de David Bowie, narra un thriller de ciencia ficción en donde el espacio y el tiempo son corrompidos constantemente a favor de una progresión que no hace caso de linealidades temáticas. Planos magistralmente compuestos y un arte fotográfico que deslumbraría al propio Brian Slade de Velvet Goldmine (Velvet Goldmine, EE.UU. 1998), 8 Minutos Antes de Morir nos ofrece multiplicidad de géneros interconectados que hacen a una red dramática impecable, donde su punto débil y descenso de la cuestión, recae en la innecesaria y exagerada sensibilidad impresa en la obra resultando incluso empalagosa para el genero tocado. Más allá de este detalle”comercial” para abarcar un mayor espectro en términos numéricos y taquilleros, Duncan retrata las ofertas que el celuloide presenta en la actualidad sin utilización del efectismo fácil de atracción/distracción visual (ustedes verán), pero con un uso del recurso repetitivo que alimenta el relato desde la conformación unificadora del material. Innovación old school con recursos actuales, sumado al protagonismo fuerte y ágil de Jake Gyllenhaal, componen el esquema de una obra de exquisito control de técnica (tanto cinética como fotográfica), acompañado por un correcto empleo del sonido y del montaje dando cuenta, en comunión, del suspenso que la mente directiva imprimió y se encargó de diseminar; como así también esa frialdad cibernética que solo es graduada y equilibrada por el “factor humano” en justas dosis de anti-locura que contrastan y abren terreno a la reflexión más allá de lo puramente abstracto de lo imposible, transmutado en realidad bajo la influencia de la lente que captura el tiempo. La realidad inconforme nos recrea en el filme a una nueva de su naturaleza, brindando eternas posibilidades de reivindicarnos, de reencarnar en eternos “yo(s)” que justifican esa vida inconclusa, trunca, de héroes incompletos devenidos en aquello que forma un co-relato que nos involucra, nos construye y nos representa aunque ya no seamos parte de ese paisaje que creemos existente.
David Norris es un candidato a senador con un pasado más que traumático por la pérdida de su familia completa a corta edad, pero con un futuro absolutamente delineado, tanto por él, como por sus representantes de prensa y publicidad. Un error de complejo de Peter Pan (su negación a crecer), y signos de una falta de madurez y alocamiento, produce un fallo en sus cálculos por ganar las elecciones, hecho que desata tal estado de nerviosismo en Norris que se encierra en un baño a practicar su discurso de perdedor. Es allí cuando, de uno de los cubículos, sale Elise Sellas con una botella de champagne intentando escapar a sus problemas. El flechazo es inmediato y el amor no tardará en llegar… Mientras tanto un grupo de personas de traje y sombrero (que parece un detalle menor pero no lo es en absoluto), manejados por un titiritero en las tinieblas, controlan el destino de la humanidad y el caso de los enamorados no será la excepción: existe un plan que se debe cumplir a rajatabla y que trae consigo el designio de que David y Elise deben estar separados. El candidato a senador se dispondrá a dejar todo por su sueño de ser feliz junto a la mujer que ama. El control del destino y el libre albedrío son componentes de temáticas recurrentes en el cine, sobre todo en la industria norteamericana. En este caso, sin mayores innovaciones exceptuando las técnicas en lo que a efectos especiales refiere Los Agentes del Destino plantea un acercamiento a la cuestión de la decisión que avoca a filmes de todo tipo desde un “tomar prestado” con una libertad argumental admirable: Desde los recorridos, pasillos y puertas de la segunda entrega de la trilogía Matrix (The Matrix: Reloaded, EE.UU 2003) y sus juegos edilicios y espaciales, hasta el reprogramming mental de El Origen (Inception, EE.UU 2010), pasando consecuentemente por el mejor, pero no mejor imitado, Amenazar y su intrincado control de la vida y conciencia en Abre los Ojos (Abre los Ojos 1997). Los Agentes del Destino abre el juego a un reproductivo Matt Damon y su constancia en el papel encarnado en Más Allá de la Vida (Hereafter, EE.UU. 2010), y una Emily Blunt que escapa a los roles anteriores para sumergirse en una frívola bailarina con pretensiones liberales e incluso cómicas, que hace agua respecto del avance narrativo. La obsesión y la confusión con el sentimiento amoroso dan que hablar en este nuevo filme de George Nolfi, guionista de otras obras con Damon cual fetiche como en Bourne Ultimatum (EE.UU. 2007) y La Gran Estafa II (Ocean`s Twelve, EE.UU 2004); llevando al protagonista a resolver su complicado pasado y la lucha por un prometedor futuro enfrentando a su vez, el riesgo de perderlo todo por el objeto del deseo. Une cuestión psicológica poco explotada, es el cruce en las decisiones, es decir y que se entienda, Norris deposita su más profundo deseo en Elise contraponiéndose a la posibilidad de perderla y luego del conocimiento del designio de quien escribe la historia, hecho que plantea dudas que contradicen las conductas primigenias de un Damon que no se afirma al perfil de su personaje y se entrega a la dualidad de voces que emergen de su falta de postura. La razón como dominante del sentir, ¿o es acaso lo inverso, aquello que nos desea inculcar el guión y la visión directiva con su nebulosa narración? La falta de empatía define la cuestión, más allá de lo explícito por un off que reafirma o se olvida de reafirmar el camino para que no haya lugar a planteos disímiles e intenta plantarse sobre una de las bifurcaciones que ofrece el progreso de la historia. El miedo al no-entendimiento condiciona lo cinematográfico, circunscribiéndose a la repetición y a la inclusión de diálogos innecesarios que nos apelan al sendero de lo que se deseó materializar. Una vez más, las líneas injustificadas nos remiten al trabajo de Christopher Nolan, quien en su afán por contar intrincados y ornamentados cuentos, termina cayendo en la redundancia inútil que hasta llega a subestimar el entendimiento del espectador, perdiendo terreno en lo plenamente visual, en lo plenamente artístico, en aquello capaz de abrirnos puertas en pasillos oscuros a mundos de claridad fílmica y no por eso cayendo en la media de la dirección “normal”, si es que existe una normalidad. El referente técnico arrastra a una historia que, planteándose al debate previo, podría rendir frutos más provechosos, al igual que la búsqueda del impacto por medio de efectos, crea espacios vacíos que dejan traslucir errores como la presencia del hardware dentro del cuadro. Pero, así y todo, Los Agentes del Destino, no deja de ser una obra entretenida muy “made in Hollywood” que se presta al disfrute simple, sin mucho replanteo a las posibilidades que continúa ofreciendo el séptimo arte.