Los abrazos entre un hombre y una mujer en los filmes de Cristian Petzold no son despampanantes abrazos de Hollywood, tampoco son fríos intercambios corporales, ni planos bonitos pero decorativos tan solo armados para la superficie del impacto visual. Son, ante todo, la esencial forma cinematográfica que representa – en el encuentro de dos – la desesperada necesidad del otro. La composición de un plano de pareja en la estética de Petzold, construido con esas cabezas enlazadas, con esos brazos que aferran la espalda del ser amado, configuran la metáfora perfecta de sus grandes temas, como la identidad, la reconstrucción, la ausencia / pérdida y la otredad. Esta introducción rodeando la imagen de un abrazo en el cine de Petzold nos acerca para hablar de este nuevo y último de sus filmes Undine. Esta es una transposición libre del mito griego de Ondina y todas sus derivaciones culturales, celtas, nórdicas, y otras. Una adaptación metafórica del mito de la mujer mitad pez, mitad humana que se enamora de un simple mortal y ese amor resulta eterno y trágico. Las ninfas del mar representan un ideal femenino, una materialización de lo imposible, de lo fantástico, de las fantasías del amor. Y traen consigo su canto hipnótico y su necesidad de amar, de encontrar a ese otro que está signado como un destino inevitable. Undine es la joven historiadora que trabaja en un museo en Berlín, su trabajo, nada accidental ni superficial en su sentido, es el de narrar a los visitantes a través de láminas y maquetas la historia de la reconstrucción del Berlín después de la guerra. Hay en el filme un claro interés en darle espacio al tema del rol socio-político de la arquitectura berlinesa y del sentido de reconstrucción, puesto en la misma ciudad, tema Petzoldiano por esencia. El filme comienza con Undine (Paula Beer) sentada con un hombre en un bar, quien le declara la imposibilidad de ese amor, el está casado y ese vinculo deberá llegar a su fin. Ella, con sus ojos suaves, su mirada intensa y con pocas palabras le avisa, le anoticia… “si me dejás tendré que matarte”. En una escena magistral, Undine entra a un bar en busca de su problemático amado y allí se presenta un joven Cristoph (Franz Rogowski) que le invita un café. Pero el momento entra en un estado de extrañamiento cuando los ojos de Undine se dirigen a una gran pecera que contiene un buzo de juguete y decenas de peces, mientras que solo en sus oídos vibra el íntimo e intenso sonido del fondo del mar. En un accidente trivial Cristoph golpea el mostrador y Undine advierte el accidente que se adviene, tomándolo de la mano y echándose ambos al piso como salvaguardándolos de un desastre. La enorme pecera estalla en mis pedazos y los baña de agua, de algas, de peces y de cristales. Se miran a los ojos. Y el silencio que los rodea los une para siempre. Allí comienza la historia de amor entre ambos, Cristoph es buzo de profesión y Undine será ahora su amada inseparable. Como enuncié al inicio, los abrazos que describen la intensidad del vínculo entre ellos son indescriptibles en su simple belleza y narratividad. Las escenas de amor e intimidad romántica, casi idílica, se suceden como una cadena de deseo mutuo que no tiene fin. La ninfa y el buzo están en el cenit de su amor. Undine estudia una noche su narración para los visitantes del museo y Cristoph evita reiterar el encuentro sexual porque solo desea escucharla, hipnotizado, como quien escucha el canto de las sirenas. Y sabemos o intuimos que ese es el inicio de la tragedia. Una serie de sucesos complejos, y hasta excesivamente abruptos y melo-trágicos dan fin al amor material de esta pareja, la muerte de uno y luego de otro lleva el plano de esta historia de amor terrenal al plano de lo mítico. Undine finalmente ha desaparecido en el fondo del mar y el desenlace del filme se circunscribe a significar ese amor ahora mitificado, la identidad que cada uno define de sí mismo es el lugar de re-conexión, aun en la imposibilidad de tenerse físicamente en la tierra. Paula Beer y Franz Rogowski, el dueto magistral de Transit, el anterior filme de Petzold, brilla con toda su capacidad actoral, en un filme menor pero rico en lenguaje y emociones. El leit motiv musical es la adaptación moderna de una pieza de Bach a una versión actualizada solo para piano: Bach: Concerto in D Minor, BWV 974 – 2. Adagio por Víkingur Ólafsson. Esta pieza envuelve al filme en un exquisito ambiente melancólico, evocativo, bucólico e intimista. Los decorados del rio y sus orillas son altamente similares a los del rio trágico de su filme Yella (2007), generando lazos de comunicación entre sus propios filmes. Es Cristian Petzold, con sus matices más complejos, o más poéticos, uno de los más grandes realizadores germanos de la actualidad que da cuerpo e identidad absoluta a la llamada Escuela de Berlín. Un narrador clásico anclado en la narrativa de la pura contemporaneidad, dueño absoluto de sus formas puras y de su filosofía de vanguardia.
A los 91 años Clint Eastwood presenta su obra 39, una película filmada en plena pandemia en apenas más de un mes. Cry macho es, por estos datos de su génesis, una obra atípica en manos de un director nonagenario que abrió las puertas de la realización cinematográfica en su vida en el año 1971, con el filme Obsesión mortal (Play misty for me). Eso fue hace 50 años atrás, digamos que ni más ni menos que la mitad de nuestras vidas, si tuviéramos la gracia de alcanzar los 100 años con la misma lucidez que Clint camina hacia ellos. Texas, 1979, y una imponente panorámica abren este relato crepuscular. Eastwood encarna a Milo un viejo vaquero, antigua estrella del rodeo que hoy es criador de caballos para Mike, un petiso bravucón dueño de un rodeo. Un hombre que años atrás lo sacó del fango cuando la ex estrella se había hundido en el alcohol y las drogas luego de perder en un accidente a su esposa y su pequeño hijo. Pero hoy el asunto es otro. Mike lo despide de su trabajo y luego de una elipsis clásica, años más tarde, este se presenta en el rancho de Milo para pedirle un particular favor. Que viaje a México a recuperar a su hijo, aquel al que alguna vez abandono, y lo traiga a su terruño. Un pedido que parece vinculado con el momento de saldar algunas cuentas del pasado, esas cuentas morales que nunca se terminan de pagar. Si Mike lo salvó del infierno años atrás, hoy Milo debe pagar de esta manera su deuda de vida. Y si hay algo que Milo no ha perdido son los códigos, esos códigos masculinos determinados por la lealtad y el deber moral ante todas las cosas. Así se inicia una larga road movie en busca del pequeño Rafo, ya no tan niño sino un adolescente rebelde de 13 años que vive en las calles alejado también de la vida promiscua y opulenta de su madre. En una callejera riña de gallos, Milo logra atrapar al jovencito e intentar un regreso veloz hacia las tierras de su padre. Pero el camino está lleno de obstáculos. En especial el de la coreografía de los emisarios enviados por su madre para recuperar al joven, no por instinto maternal sino porque al fin y al cabo ese jovencito es solo de su propiedad. El derrotero de los fugitivos está lleno de reveses, complicaciones y reversiones, al mismo tiempo que está sembrado de extensos diálogos entre el joven y el viejo Milo. Una suerte de juego de miradas generacionales sobre el mundo, la masculinidad, la paternidad y el peso del pasado más la incertidumbre del futuro. El gallo que pertenece a Rafo, se llama Macho y eso lo pronuncia con orgullo haciendo además el mismo portador de ese valor agregado. Pero la sabia ironía que esconde esa adjetivación no pasa desapercibida en una de las líneas más personales del filme cuando Milo al volante le confiesa que los hombres persiguen toda su vida la idea de ser machos, de tener coraje y demostrarlo ante todos, pero finalmente no les queda nada, y esa fantasía de coraje es apenas lo único que les queda. La secuencia por cierto más lenta, con menos giros dramáticos al estilo western, pero de carácter más emocional es aquella en la que el dueto termina refugiado en un pueblito perdido donde conocen a Marta, una viuda mexicana de armas tomar, que cuida de sus nietas y lleva adelante una cantina. Allí nacen cuestiones amorosas, vinculares y más intimistas entre la gente del pueblo, Milo y Rafo, y en especial entre el vaquero y Marta. Enamoramiento de la tercera edad y su exacerbada ternura que culmina con la imagen de ambos bailando “Sabor a mí” en la versión de Los Panchos y Eydie Gormé. Un resabio inevitable de aquellos sabores románticos en algunos planos de la magistral Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) y el vals. Pasaran más de mil años muchos más, yo no si tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí en la boca llevarás sabor a mí… No podemos contar el desenlace del relato, pero sin duda ponderar el impecable trabajo de la dirección de fotografía, los infinitos planos que nos remiten a la estética del western, la belleza varonil de los caballos corriendo en tropel con sus cuerpos llenos de esa fuerza que Milo ha dejado en su lejana historia ya vivida. Si hay una imagen con la que me gustaría cerrar este breve texto es la de un primer plano de Milo, nuestro amado Eastwood, con los ojos tapados por el ala de su sombrero y una sueva penumbra que envuelve su rostro, mientras le narra sus pesares a Rafo y una sutil lagrima, apenas perceptible, rueda por su rostro. Es el llanto de un hombre, y si hay algo de lo que trata esta historia es de ellos, y del precio de vivir.
El realizador uruguayo Alex Piperno, que había dado sus primeros pasos en el formato de cortometraje dando cuenta de su búsqueda no convencional, nos presenta su ópera prima Chico ventana también quisiera ser submarino, una película no realista que viaja entre el territorio de lo fantástico y una narrativa poética alcanzada a través de lo contemplativo y la evasión de lo causal. Un joven sin nombre, que un buen tramo después de iniciado del filme descubrimos que trabaja en un barco, es un marinero, de tantos otros que se dedica a la faena de limpieza de un majestuoso crucero. Una embarcación que transita un viaje turístico por la Patagonia, y se nos impone con un lujo singular, representado claramente en una escena donde se escucha la música de un jazz glamouroso mientras en una enorme pantalla vemos proyectados fragmentos de un gran musical de Hollywood, mientras, los pasajeros deambulan en la cubierta enmarcados por la narrativa de un gran plano general. Nosotros, los espectadores, haremos otro viaje, no el de los turistas en crucero tradicional, sino el viaje de nuestro personaje sin nombre, que será un gran pasaje por una serie de umbrales en los que entramos y salimos de distintos mundos, fuera del mundo real del crucero. Vamos en cada escena como caminando dentro de un pasadizo que nos lleva de la mano de nuestro personaje y su punto de vista en estado de búsqueda. Mundos contrastantes se nos presentan entre sí, que van desde una selva frondosa y cálida hasta el departamento de una mujer sola en el medio de una ciudad. El recorrido es contemplativo, pues hay pocas palabras y mucha carga de sensorialidad en los planos, en los mundos que se imponen con suavidad, pero a la vez son yuxtapuestos entre otros mundos muy distintos. Lo fantástico no se presenta como explicación de otra vida paralela obvia, ni de otro plano de lo real justificado en términos canónicos o expositivos. Aquí el derrotero es interno y subjetivo, pero no sicologista, sino que lo vivimos representado en la exterioridad de los escenarios que transita nuestro carácter central. Nuestro personaje mira, descubre, y nosotros descubrimos y contemplamos junto a él. Ese joven que de alguna manera huye – sin que esto sea una mera evidencia explicada – de esa abulia continua del trabajo por el trabajo mismo es la llave de las puertas. Fuera de eso y junto a eso, están todos los otros planos posibles del deseo y la imaginación, hasta la imagen subacuática de nuestro protagonista nadando en la profundidad del océano. Si hay un sonido narrativo que hace de cada pasaje a otro portal el territorio dramático y expresivo más adecuado es el del silencio. El silencio con sonidos sutiles… los del barco vacío, los del silencio bajo el agua, aquellos del silencio de la selva, o los más huecos del departamento. El silencio del mundo en todos sus matices posibles. Un silencio que se escucha.
Este filme de Chloe Zhao ha sido uno de los que generó mayores expectativas y halagos en festivales como los de New York, Toronto, Venecia y San Sebastián, erigiéndose como emblema de un cine norteamericano, aún llamado indie, y dirigido por la mirada de una realizadora arribando a su tercer largometraje. El filme es una adaptación de la novela de Jessica Bruder, un relato de no ficción que describe a través de un viaje la vida de los trabajadores golondrina del Estados Unidos profundo y propone una panorámica de la gran recesión americana en los inicios de la década anterior. Tomando este motor documental de la novela, Zhao ficcionaliza un relato centrado en la figura femenina de Fern –en el cuerpo de Frances McDormand– una mujer de pocas palabras y gestualidad parca que se entrega al derrotero tras un grupo de trabajadores temporales, viajando así de una punta a otra del interior de EE.UU. donde la vemos realizar todo tipo de trabajos primarios y hostiles para sustentar su supervivencia y su vida nómade. Algunos espectadores críticos han definido este filme como una road movie – western existencial, y creo sin duda que ese titular es tan pretencioso y artificioso como esta película y sus intenciones de dejarnos un mensaje que resignifique nuestras vidas. La magistral dirección de fotografía de Joshua James Richards impacta en su paleta de grises y colores de los paisajes desérticos de Arizona o la blanca nieve de Dakota, una imagen casi de poster gigante, técnicamente impecable, a la vez que tramposamente atractiva. La imagen plástica de este filme termina jugando un engaño visual/emotivo ya que hace uso –y abuso– junto a la composición de planos extremadamente calculados con el objetivo de generar un golpe visual y emocional que nadie pueda evitar. Pero si pudiéramos evadir el hachazo de la imagen que viene con golpe de efecto, la música –magistral por cierto de Ludovico Einaudi– no deja que nadie se escape por un costado del cuadro. Su utilización directa y sin matices, sin sutilezas ni tersura rematan la búsqueda efectista de Nomadland y sus dudosos procedimientos. Si la impronta documental era parte importante de esta película, su falsedad visual – musical deja de lado toda instancia genuina de esos lenguajes. Y claro que todos –o casi todos– amamos a Frances McDormand, curtida, llena de detalles gestuales, silente. Pero aquí, en el cuerpo de Fern, Frances Mc Dormand es más bien una caricatura de sí misma. Una película plagada de mensajes directos, recursos obvios y un mar de sobre intenciones. Un relato que no nos deja espacio para mirar con libertad interpretativa, pues nos fuerza en una sola dirección y quedamos atrapados en el intento.
Esta opera prima del productor y director de televisión argentino Gastón Portal se ubica en la línea de los primeros filmes que se estrenan abriendo las salas de cine luego de un duro año de receso y cierre de todas las salas nacionales. Con amplia trayectoria en el ámbito televisivo Portal se sumerge en su primer filme abordando una comedia protagonizada por dos figuras muy convocantes del cine comercial en la pantalla nacional, Diego Peretti y Natalia Oreiro. Junto al guionista Javier Castro Albano – que tiene una vasta producción escribiendo series de tv como Babylon, Las 13 esposas de Wilson Fernández y O11CE – se unen para crear el guion de esta comedia negra, que mezcla el absurdo y el grotesco sumando tintes de melodrama y enlanzado la trama con golpe de efecto que aborda una temática coyuntural de áspera crítica social. El resultado de este guion ambicioso y arriesgado deja una huella despareja en la trama aun cuando se luce con varios intentos audaces de traernos a la pantalla de hoy un híbrido de géneros. La historia se dispara de forma simple y casi liviana, mientras en la víspera de la navidad un amante (Pablo Rago) se escapa por la ventana de los brazos de su amada (Natalia Oreiro) un ladrón (Diego Peretti) intenta ingresar a la lujosa mansión conminando al prófugo amante, a hacerse cómplice del robo en ciernes. El ladrón barbudo y con gorro rojo –cual un falso Papá Noel– arrastra a Rago, ahora encapuchado y llamándose Napoleón, al interior de la casa donde el remate de la escena de comedia es que a la masión ha llegado el marido, encarnado por Esteban Bigliardi. Luego faltará presentar tres personajes más, Gladys la mucama, el guardia de seguridad, y la estrella del relato, la hija del matrimonio, la pequeña Alicia. Es atípico e interesante que un filme nacional se enmarque en los relatos de comedia navideña, etiqueta con la que se puede vincular a títulos tan disímiles como Mi pobre angelito (Home Alone, Chris Columbus, 1990) o El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995). Así de distintas son las referencias que propongo, porque así de disímil es la yuxtaposición de tonos y estilos en el filme. El disparador por un lado se nos propone en apariencia como ingenuo o light, pero al sesgo se observa que hay un camino hacia el absurdo/grotesco que intentará crecer a lo largo del relato. Este sesgo de género lleva una marca tanto en las situaciones dramáticas, como en algunos planos, de la evocativa impronta del poderoso realizador español, Alex de Iglesia y también la huella de su co-equiper y guionista Jorge Guerricaechevarría. Ese ir hacia lo que bordea lo imposible, ese camino hacia el desborde, el exceso y la no verosimilitud realista dan vueltas por toda la película. Esa desmesura e imposibilidad van y vienen en el filme ante todo de la mano del ladrón y su comportamiento, que luego será enfatizado por el vínculo que Peretti –llamado Nicola– entabla con la pequeña Alicia. Este ladrón con aura de redentor o justiciero familiar, también nos lleva a recordar en el otro extremo de las asociaciones al espíritu y los personajes de la afamada serie argentina Los simuladores, donde al fin de cuentas el dinero era secundario y todo arribaba en una suerte de altruismo justiciero donde se intentaba reparar y cambiar la vida de los otros. En La noche mágica el camino al absurdo va chocando, al mismo tiempo, con una subtrama oscuramente dramática, densa, de corte realista y con carácter de denuncia que estalla al final de la historia. Tal vez una decisión controversial y extrema para un filme que ya ambiciona llevar al hombro muchos géneros. A su vez hay un vaivén actoral que se da de manera evidente por los cambios de tono narrativo, en donde los actores van de lo cómico a lo dramático sin mucho sustento, generando climas ambiguos en las escenas de manera poco orgánica. Eso produce que lo cómico no crezca por la presencia del drama, o el drama no se cristaliza por los gags o pulsiones de la comedia. No es solo el guion el responsable de las irregularidades del filme, sino también la puesta de cámara que navega entre planos de provocadora desfachatez con cuadros más televisivos que cinematográficos para el caso. Una ópera prima suele ser el momento donde se desea poner todo, literalmente todo, sobre la mesa, y esa intención muchas veces peca de perder de vista las jerarquías narrativas. El filme, aun con sus imprecisiones y rupturas, propone algunas escenas atractivas, excesivas y lúdicas que nos permiten transitar varios momentos disfrutables e inesperados. Ojalá este intento primero del realizador argentino traiga nuevas propuestas para la pantalla nacional.
Este documental del realizador argentino Víctor Cruz, director de los filmes El perseguidor y Boxing club, nos presenta en este nuevo filme la panorámica de una serie de retratos sobre la longevidad, queriendo construir una reflexión sobre la vejez, ese estadio de la vida que percibimos como último pero que a su vez está lleno de vida aún en movimiento, lleno de palabras y pequeños rituales. De occidente a oriente el documental va registrando con un tópico observacional, pasajes de la vida de hombres y mujeres con unos 100 años o más. Desde Costa Rica a Okinawa los ancianos nos dejan ver la vivencias felices, y no tan felices de sus vidas en la actualidad. Panchita en Costa Rica cumpliendo 109 años habla con lucidez y vitalidad, envuelta en sus infinitas arrugas, sus ojos pequeños, sus manos llenas de historia. Otro punto de anclaje es Italia, la isla de Cerdeña donde el longevo Alfredo con sus 93 años. La vida del mundo isleño, los juegos y la infancia son parte del contraste. Adolfo nos cuenta un deseo para su natalicio, algo que veremos como ficcionalmente cumplido en una suerte de sueño hecho realidad. Finalmente el punto de arribo hacia el final es Okinawa donde nuestra protagonista se reencuentra, luego de una historia dolorosa de pérdidas afectivas, con un grupo de ancianas amigas para representar una coreografía, luego de haber dejado en baile por años. El contraste de culturas, de mundos y vivencias cotidianas es parte de la riqueza visual y narrativa de este conjunto de mini historias, de retratos, de cuentos. Estos cuentos documentales son sobre personajes que se nos presentan entrañables, aunque a veces esa insistente observación de la cámara y el armado del relato en su totalidad peque de intentar ser más emotivos de lo que necesario, pisando en ciertas escenas lo sobre-marcadamente emocional, fuera de la distancia que sería ideal para la reflexión y no la inducción emotiva. Siempre es complejo en relatos de historias de vida no caer en un lugar común idealizante acerca del sentido de la misma y la cercanía a la muerte. Y a veces el filme bordea ese límite entre lo sensible y lo emotivo como un acto evidente. Por Victoria Leven @LevenVictoria
El argumento de esta nueva propuesta de Laura Casabe, se ubica en los inicios del siglo XX en la selva misionera. Allí la protagonista, Julia, luego de que su hijo naciera muerto ruega a La Iguazú para que le devuelva la vida a ese niño muerto sin ver el mundo. La súplica se hará realidad, pero el costo por ello será la furia del mal y la tragedia. Podríamos pensar, o esperar que se desarrollara con la narrativa mítica de los relatos de terror o mitos populares de la Mesopotamia, y tiene algo de ese espíritu pero la estructura fragmentaria y no cronológica la complejizan alejándola del relato estructural clásico. Hay un espíritu que flota en el filme en cuanto a la estética de la leyenda, como narración histórica y fundante. A la vez que claves discursivas de un relato más contemporáneo buscan dar pie en el formato estructural del filme. El fantástico es un territorio que a la realizadora le genera interés. Ella expresa una búsqueda personal por encontrar procedimientos, temas y formas audiovisuales que le permitan generar climas de desplazamiento de lo real hacia lugares más perturbados, subjetivados e indefinidos en su forma real o no real. En La valija de Benavidez la sangre y la violencia no eran moneda de cambio, aquí, en Los que vuelven la narración está teñida de crueldad, de una violencia más explícita visualmente. Describe las reglas de un mundo salvaje y abusivo sobre los más débiles, narrado de forma estilizada en la geografía del género del terror. El personaje protagónico, Julia, encarnada por María Soldi se presenta solvente en su desempeño, expresiva sin caer en obviedades. Ella carga la mochila del relato sobre sus hombros de principio a fin y lo hace con gran entereza. La selva es una protagonista indiscutible, y la plástica del filme se sostiene como expresiva y atrayente gracias a la labor fotográfica de la película y su despliegue de colores, encuadres y uso del campo focal y la perspectiva. El otro lado de la trama es la asociación, buscada, con una idea de terror más de corte social, como entrando en el terreno de lo simbólico en cuanto a la propuesta de género del relato. Por Victoria Leven
Reflexionar acerca de los procedimientos técnicos usados en una película no debería ser ni una banalidad, ni una temática por pura moda, ni una enunciación de información vacía de sentido, es ante todo una clave para comprender el universo de secretos que esconde un filme en su gestación. Cuando la técnica es el elemento a través del cual se construye una búsqueda estética y no una impostura eso pasa a ser una clave de la expresión artística esencial de todo artista genuino, y si en este caso nos convoca la obra de Perrone de lo genuino es claramente de lo que vamos a hablar. Corsario es un poema, mezcla de mundos pictóricos y literarios con corpus cinematográfico, realizada con una cámara estenopeica digital lo que nos remite a una modalidad de registro primigenia en la historia del lenguaje fotográfico. Su funcionamiento es clave ya que la imagen se proyecta sobre un soporte sensible atravesando tan solo un pequeño orificio sin la existencia de una lente que modifique una percepción distinta del espacio, creando una imagen mucho más difusa que la resultante de un proceso tradicional, la pérdida de los bordes del cuadro y una textura modificada entre otras huellas formales. Perrone elige este pincel estenopeico para trazar líneas poéticas sobre una hoja en blanco donde escribe con luz su texto cinematográfico, el que se presenta como el más claro de sus autorretratos. La escena inicial es la de un pequeño casting en el que desfilan mujeres jóvenes con nombres de hombre, como los jóvenes a los que el poema que recitan refiere “Veo a los muchachos del verano” de Dylan Thomas que se repite en estrofas, con frases que flotan en el ambiente mientras ellas/ellos son observados por la cámara que es nuestra mirada cómplice, a la vez que dos hombres frente a ellas juegan de directores de un supuesto filme en cuestión. Uno de ellos de lentes oscuros y pelo azabache jugará el rol de “el doble”, el doble del cineasta italiano Pier Paolo Passolini, tan querido por el mismo Perrone, que en este breve relato no argumental será el protagonista del juego multiplicándose en varios Passolinis con distintos actores para el mismo doble imaginario. ¿Es entonces este poema un homenaje a Passolini? ¿O es Passolini un doble del cineasta de Ituzaingó? Filmar al que filma, filmar al que miramos, filmar al que se deja mirar. Este filme es sin dudas un sincero y apasionado autorretrato donde ser Passolini y ser un corsario es una definición, la de ir tras el deseo en ejercicio soberano de la libertad. El poema de Dylan Thomas desaparece de escena y da lugar al inicio del camino del viaje del doble que habita entre jóvenes por las calles anónimas de una ciudad que es ese barrio de todos sus filmes y a la vez todas las ciudades del mundo. Él los mira, los filma, los observa y es observado, mientras, las palabras de Paul Verlaine en sus versos de “Mille et tre” hacen eco en una voz que en italiano se despliega con versos de absoluta vigencia: “Mis amantes no pertenecen a las clases ricas, son obreros de barrio o peones de campo…” Y podemos ver como el doble Paolo mira su deseo, lo vemos mirar lo que desea ese objeto oscuro e infinito que todo lo puede. En colores irrumpen las imágenes de flores como el cuerpo del deseo se nos impone cuando lo convocamos, y esa forma del erotismo se yuxtapone a la figura de los jóvenes varones que lo rodean y lo surcan. El cuerpo del deseo, el goce hecho obra, y el texto del poeta maldito (Verlaine y Perrone) que enumera los encantos de sus amantes como si Perrone enumerara a sus filmes-amantes con sus cualidades únicas, mirándolas a todas, bellas, únicas, distintas y jóvenes aún. “Todos ustedes son la diáfana imagen de mis días pasados, pasiones del presente y del futuro en plenitud erguida, incontables amantes… nunca son demasiados…”. Ya son más de 40, y nunca son demasiadas. Ver el deseo como un fantasma se enlaza con esa marca autoral y plástica de destruir la nitidez digital y hacer de la imagen contorno, una imagen mancha. Tres veces el mismo poema se repite, en tres voces diferentes, en tres escenas distintas, con tres dobles y así es lo mismo todo y todo a la vez diferente, capacidad magistral de la repetición y sus resignificaciones, potente arma del cine contemporáneo y de sus decidores. Los jóvenes se multiplican, son esos y son otros nuevos, pero hay uno que hace de su imagen el reflejo perfecto de la del doble y así se abre “el otro yo” del doble, como un infinito de identidades, pero ante todo como una batalla abierta que lucha contra lo finito. Nada es finito aquí, todo vuelve a la vida otra vez, y la muerte pierde la guerra frente al arte siempre. Vemos los cuerpos en movimiento a esa velocidad distorsionada del artificio que genera el cineasta, lejos de todo naturalismo circulan espásticamente. Una luz blanca que enceguece se filtra por un ángulo del cuadro, es el poema y la fuerza de la juventud como una brutalidad poderosa. Se escuchan sonidos superpuestos y extrañas musicalidades como sesiones de free jazz que se enredan alocadas al tiempo. Hacia el último pliegue se impone el encuentro de todo y el clímax del deseo consumado es la representación, lo absoluto de ese momento eterno y efímero a la vez. Una serie de encuadres desenvuelven a los artistas ocultos y sus obras inolvidables: Caravaggio, Ferri, Caracacciolo y Batistello recreados en excelsos tableaux vivant. Imágenes de jóvenes cuerpos semidesnudos, texturas, miradas y una luz envolvente que acaricia las pieles. La imagen pictórica es tan eterna y tan pregnante que desarma todo poder absoluto del mandato digital y de cualquier mandato. Al final, cuando es hora de despedidas Passolini el viejo, el último de los dobles, se desvanece en las imágenes fantasma. El tiempo ha pasado y yace sobre una vereda de barrio donde los jóvenes pasan con sus skates y sus bicicletas. En una reimpresión fantasmal vemos como la juventud sigue su derrotero sobre el cuerpo aquel que ahora se nos hace inmortal. La vida no para, y como dice el maestro Perrone/Verlaine: “Mi cansado deseo jamás será vencido”. Por Victoria Leven @LevenVictoria
“Los reyes” del título no son los monarcas de un imperio real lleno de personajes palaciegos, son dos entrañables perros callejeros que habitan en un homónimo parque netamente urbano de Santiago de Chile. Este documental observacional focaliza su punto de vista de manera innegociable en los hábitos de estos dos canes enormes, de color azabache y actitud pacífica, que reinan en ese espacio determinada por una gran pista de skate y por lo tanto los skaters serán esos personajes que siempre están circulando fuera de campo, a los que escucharemos dialogar a lo largo de todo el documental sin ver de cerca sus rostros. El orden del relato está determinado por discurrir de los días, la mañana, el sol, la caída de la tarde, la noche y así sucesivamente, como capturando la cronología de una cotidianidad. La lluvia que irrumpe en la historia como un obstáculo, un cambio de circunstancia, hasta un momento de esos donde algo de inquietud por esos animales solitarios nos rodea, aunque el filme no haga hincapié en la idea de lo desolador de sus vidas. Por el contrario la película acentúa, a través del contenido de los diálogos en off, que lo desolador, lo errático y lo conflictivo está en la vida de esos jóvenes que hablan como fantasmas alrededor de los planos de Los reyes. Tal vez el documental quiera trazar interpretaciones en este paralelismo de vidas, humanas y animales, pero el hilo queda abierto y la mirada de cada espectador podrá hacer sus asociaciones personales, no precisamente forzadas por el narrador. Los planos generales de la ciudad nocturna o diurna que se abre lejana e imponente alrededor marcan la idea de esa urbe inmensa que rodea al parque. Hormigón y luces. Volviendo a los reyes de este mundo pequeño, la dinámica del juego como forma de comunicación y como orden de sus vidas se repite una y otra vez. Si hay un objeto dramático que cobra un valor singular en cada escena es la pelota. La pelota desgastada, la pelota nueva, la pelota de tenis, la pelota como lazo que une a esos dos animales una y otra vez. Parecen dos espectadores del mundo de los humanos que los rodean. Los vemos allí echados observar, y una intención de metaforizar las miradas de estos dos perros protagónicos queda flotando como posible intención del duo de realizadores. Miran, con sus ojos brillantes y cansinos… nos miran. El pliegue del final es atractivo, porque le otorga múltiples significados al resto del filme. Ese ritual social, ese momento distinto de la rutina de las ciudades se une con el reflejo de los reyes en el parque que parecen escuchar lo que se murmura en una noche singular. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este ultimo filme del septuagenario realizador Terrence Malick vuelve sus pasos hacia un relato más nítido argumentalmente, con un conflicto moral de evolución progresiva mucho más cercano en su narrativa a sus filmes germinales como Bad lands (1973) que a El árbol de la vida (2011). El argumento, que está basado en hechos reales, nos cuenta la historia de un campesino austríaco llamado Franz que vive una vida apacible junto a su mujer y sus hijas trabajando diariamente en la laboriosa tarea del campo y rodeados de un ensoñado paisaje de montañas. Pero Franz, frente a la llegada la Segunda guerra mundial, se ve obligado a jurar lealtad a Adolf Hitler y sumarse al ejército. Este acontecimiento produce una crisis entre la moral creyente del joven campesino y el deber al que se lo convoca. El filme despliega en su narrativa dos grandes momentos, uno el de la vida armónica y espiritual de Franz y su familia. El segundo movimiento se despliega luego de haberse presentado en Franz el dilema entre la guerra y sus férreos principios, de esta manera el relato nos expone cual será el alto costo que el protagonista y sus seres queridos pagarán por la decisión innegociable de Franz al resistirse a tamaño juramento. Así, seremos íntimos testigos de una lucha titánica donde se pondrá en juego el costo de su libertad de elección. Si nos detenemos en el primer fragmento del filme, se nos presenta una narración plena de ese mundo sensorial que ya conocemos de la narrativa de Malick. Cierto poder de las texturas sonoras y visuales que dominan la expresividad de su narrativa. Desde este registro emocional y sensitivo del universo que Malick crea, podremos observar como el realizador revalida su percepción sobre la relación que existe entre lo espiritual y lo cotidiano. Esa “espiritualidad que se halla en la cotidianeidad”, se presenta como una condición sacralizada de la vida simple, del acto cotidiano de la supervivencia, de la relación entre el hombre y la naturaleza y de una perspectiva humanista de la vida. Podemos relacionar esto con cierta creencia cristina que hace a la vida del protagonista y su familia, no se circunscribe específicamente a lo religioso en términos cristianos, sino que da un paso más allá, como lo suele hace Malick, en cuanto a lo filosófico de esa espiritualidad en lo cotidiano. Aunque en muchos pasajes nos puede parecer idealizante la mirada de Franz y sus pensamientos, el tono algo santificado del personaje termina siendo acorde con la propuesta de todo el filme, y tangencialmente con los hechos de la historia real. Por otra parte, en el segundo movimiento narrativo del relato aparece un tópico que observo se presenta de manera reiterada en los últimos filmes de distintos directores de la misma generación, aún en universos estéticos diametralmente opuestos. Scorsese, Bellocchio, Eastwood y Polanski de una manera u otra han abordado la pregunta sobre la idea de “la traición” en sus últimos relatos cinematográficos. Esta preocupación por la traición como eje narrativo, los convoca a realizar un análisis sobre ¿qué es la traición? Y desde lugares muy distintos rozan la idea de que aquello que se ha connotado solo negativamente en nuestra historia cultural, puede ser ni más ni menos que un acto de libre albedrío en oposición a una estructura planteada por el sistema, y así la idea de la traición se nos puede presentar como una acción radical que va contra la moral de un sistema más siniestro que la traición misma. Franz cuando decide “traicionar” al Führer negándose a un juramento de lealtad y a una guerra oprobiosa se ubica en ese lugar, donde la traición es una acción de rebeldía, de ruptura y de esencial liberación. Por Victoria Leven @LevenVictoria