Escuchamos, leemos y decimos muchas veces que las series de televisión trabajan para intentar parecerse cada vez más al cine. Aunque suponemos que salvo por casos excepcionalísimos esta tarea es meramente superficial, televisión y cinematografía son dos lenguajes diferentes en esencia, hoy nos encontramos frente a un nuevo padecimiento y es que cierto cine se parece más a una serie de televisión que una película en toda su dimensión. Nicolás Herzog realizador de elogiada trayectoria expuesta en sus filmes documentales Orquesta roja y Vuelo nocturno llega a la pantalla con esta opera prima de ficción La sombra del gallo, un filme noir que se esfuerza en cruzar una serie de géneros –policial, western, thriller psicológico– más un cine de denuncia social, dejando como resultado un material bastante televisivo en su factura formal y endeble en su constructo narrativo. La trama presenta la historia de un presidiario –ex policía– Román, encarnado por Lautaro Delgado, que ha cumplido 8 años de reclusión por la muerte de su padre. Ahora acaba de salir con un permiso transitorio para volver por un breve período a su pueblo. En el marco infernal y pueblerino de su casa familiar en Entre Rios, Román se reencuentra con sus vínculos más cercanos, y de manera misteriosa se le presenta el fantasma de un amor pasado que comienza a acecharlo en sus fantasías, su antigua novia, Angelica encarnada por Rita Pauls. A ese mix de estados alterados en los vive Román se le suma el descubrimiento de que en su pueblo se despliega una red de narcotráfico y trata de personas para su explotación sexual, oscuro territorio en el cual Román decide involucrarse para intentar desmantelar la trama siniestra que se esconde. La relación que se hace explícita entre lo serial-televisivo que el filme presenta se da por diversos factores combinados, en primer lugar la elección estigmatizada del universo de lo marginal como modelo estereotípico del mundo carcelario y de lo periférico del universo pueblerino. La forzada mixtura de géneros de impacto que pasan de un realismo ya revisitado hasta el cansancio por el cine nacional hace más de una década, para unirlo al efectismo de las seudo psicosis y los traumas subjetivados. Estos dos tópicos ya se ven de manera recurrente en los formatos seriales policiales, tanto en series agotadas temáticamente sobre el mundo marginal como Apache y Puerta 7 por enunciar algunas recientes. Por otro lado la forzada yuxtaposición de mundos psicológicos subjetivos interviniendo lo real, se exhiben en una decena de policiales nórdicos previsibles y recurrentes hasta el cansancio. El agregado de cine de denuncia queda por lo tanto como un exceso que busca actualizar el tema del filme subiéndose a una coyuntura que narrada en estos términos interesa menos que lo que promete. Formalmente hablando, y en eso consideremos que la dirección de fotografía es impecable en su factura, la estética no transmite una fuerza cinematográfica de tensión visual, ya que se ve un tratamiento de la imagen más cercano a True Detective, correcto pero plano, que a un filme policial oscuro y crudo de corte cinematográfico. Los steady cam permanentes generan una serie de planos flotantes de precisa prolijidad pero de absoluta previsibilidad narrativa, los fuera de campo claves en en el género policial y el thriller son escasos y nada disruptivos, sumados a un puñado de travellings semi circulares que parecen pertenecer a una serie mainstream de plataforma, pero no producen el efecto de “envolvernos” con ninguna emocionalidad. Es inevitable reconocer que Angélica, encarnada por Rita Pauls, es una versión de idéntica semejanza a la del personaje de Adriana que la misma actriz encarnó en la serie Historia de un clan, incluso hay una escena en el filme en la que ella canta sola como en un susurro a capela, una marca icónica del personaje en la serie televisiva. El trabajo actoral de Lautaro Delgado, Claudio Rissi y hasta la misma Pauls es digno de destacar por su elaboración en cada escena, aun cuando la construcción narrativa de los personajes no logre sustentar de manera visceral las escenas. Por Victoria Leven
En esta nueva propuesta el cineasta chileno Andrés Wood (Machuca) vuelve su interés por un relato de corte fuertemente político situado a la vez en dos tiempos narrativos: el período de gobierno de Salvador Allende y la actualidad con su controversial situación política. Mas allá de que el filme focaliza parte de su relato en un registro histórico, es notorio el interés narrativo por hacer de este filme un retrato acerca del Chile actual, por ejemplo en su tratamiento sobre el resurgir de la extrema derecha. La preocupación del realizador por la fuerte presencia, tanto en su trama desplegada en el pasado como en el presente, es sobre la fuerza creciente de un nacionalismo férreo, basado en perturbadoras distorsiones ideológicas que han sido validadas en aquellos tiempos de Allende para combatir a la izquierda y que hoy parecen tomar otra vez un carácter de “verdad” que aterroriza. El filme comienza en la actual Santiago, donde un joven que asalta violentamente a una mujer es atropellado intencionalmente de manera “justiciera” por Gerardo, un hombre que luego descubriremos a lo largo del filme ha pertenecido al Frente Nacionalista Patria y Libertad durante los años 70. Esta historia se une en el pasado a su vínculo con los personajes de Inés y su marido Justo, otros fanáticos del nacionalismo. Cuando jóvenes, estos tres jóvenes se ven unidos en la misma causa de lucha encarnizada contra la izquierda, a la vez que envueltos en un triángulo amoroso. En el presente, mientras Gerardo comete estos “ajusticiamientos” que lo llevan a la detención, Inés es una exitosa empresaria de ultra derecha aún casada con Justo, hoy transformado en adicto a los psicofármacos y el alcohol. Así como se focaliza en la violencia física y psicológica fuertemente presente tanto en las escenas grupales y colectivas como en la intimidad de maneras diferentes en el pasado y en el presente, también se hace foco de distintas formas en el vínculo triangular, aun cuando esta capa vincular es de poco espesor dramático en muchos pasajes, quedando reducida en la trama del pasado a cierto modelo estereotípico de los amores controversiales y triangulados. Lo atractivo de la narración juvenil de la década del 70 es ver como Wood ha reflejado la manera en que estos jóvenes tenían la convicción de querer cambiar el mundo, y que actuaban bajo esa pasión sin doble fondo con el ímpetu ciego de su juventud enloquecida. Ese aspecto habita un territorio filoso más cuando la narrativa latinoamericana se ha dedicado a dotar de pasión y lucha casi exclusivamente a la izquierda. Tiene el filme la intención de evadir cierto romanticismo político, lo cual logra en varias escenas. Pero, en su defecto, cae en un falso romanticismo vincular absolutamente poco solvente en el co-relato del pasado. Hay en el personaje de Inés (Maria Valverde/ Mercedes Morán) una apuesta fuerte, tanto en el despliegue actoral como en la construcción del personaje, el arquetipo femenino está bastante puesto en el centro de la escena. El propio Wood enuncia que el modelo de mujer que encarna es un poco el modelo “Tacher”. Por ejemplo en una de las escenas del filme, alguien le pregunta a Inés: “Oye, ¿qué cambiarías de tu cuerpo?” y ella responde: “Todo, porque me habría gustado nacer hombre”. Un modelo de mujer controversial, contradictoria y dictatorial, muy en sintonía con algunos arquetipos de mujeres poderosas asimilables en el contexto de la década del setenta. El filme trata de jugar en espejo el presente y el pasado, sus repeticiones perturbadoras y los universos de poder que se aliteran con todos sus funcionamientos maquiavélicos en plena vigencia. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Sería más que pertinente dejar en claro dos o tres cosas sobre este filme de corte bélico dirigido por Sam Mendes, director recordado y premiado por la Academia por su película Belleza americana (1999), y que allá lejos y hace tiempo fuera director teatral destacado en el off londinense. El filme en ciernes 1917 no es ni La gran ilusión (1937) de Jean Renoir, ni La patrulla infernal (1957) de Stanley Kubrick dos obras maestras que se mantienen poderosas y vitales, vivas contra el embate de cualquier moda o tecnología, sólidas y ricas como todo gran relato humano. Si es cierto que el filme de Mendes narra, o intenta narrar, una historia que discurre en el contexto de la Primera Guerra Mundial, aquí la trama se abre cuando dos jóvenes soldados británicos reciben una misión a cumplir que roza más lo imposible que lo factible de ser llevado acabo. Tienen, además, que cumplir esta meta en una carrera contra reloj para poder hacerles llegar a otros frentes de batalla ingleses un mensaje que los haría detener el movimiento hacia un nuevo ataque ya planeado. Pues en caso de hacerse este mismo, un hecho, terminaría en una tragedia, el mensaje revela que todo el contexto para el ataque es una trampa planeada, una emboscada de los alemanes. Que obvio, siempre son traidores, asesinos, y muy ordenados (valga la humorada sobre el cliché de la cultura germana que aparece en una escena de este filme). Detener esta acción militar haciendo llegar “el recado” es la gran aventura bélica que se desplegará en todo el territorio de la película. Este disparador tan vetusto como poco profundo, produce primero una lectura, algo obvia, la de recordarnos al tan mentado Rescatando al soldado Ryan del taquillero Steven Spielberg, quien con similar idea de misión imposible se explayó con un relato, que nunca valoré con especial interés, pero que al lado de 1917 se me viene a la memoria casi con emoción. Al menos algo vibraba en esos personajes, y sin duda el desembarco en Normandía era de una riqueza visual digna de ameritar un rescate cinéfilo. Digamos que el gancho del filme de Mendes es la venta de un falso plano secuencia de dos horas de duración atravesando los caminos y calles internas del campo inglés en una misión épica, respirando el mismo aire que respira el protagonista a quien la cámara no se le despega un instante, salvo en los pocos cortes que tiene el filme. Un ejercicio fastuoso de destreza tecnológica y del enorme control que Mendes tiene sobre una puesta en escena compleja, costosa y con intenciones de alto impacto. Impacto sí, porque conmover a un espectador avezado es otra cosa muy distinta. Pero 1917 tampoco es La soga (1948) de Alfred Hitchcock, o El arca rusa (2002) de Aleksandr Sokúrov, filmes que utilizaron en distintos momentos de los avances tecnológicos la complejidad material de poner en acto un plano secuencia de extensiones mayores. Hitchcock desafió las limitaciones del celuloide y los 35 mm, Sokurov se embarcó en los primeros experimentos de las cámaras digitales red de los años 90, y cada uno logró llevar las aguas de ese terreno estético al sentido mismo del corazón de la narración. El plano secuencia como la esencia misma del filme, forma y contenido unidos en un solo movimiento de cámara. Aquí en cambio, salvo la confirmación de que un filme por encargo y con altas chances de cargarse unos cuantos premios más, hace un uso majestuoso de la imagen al servicio de sí misma. No hay nada que allí no esté explicitado, incluyendo la magia de Roger Deakins que con años magistrales de oficio hace de la luz un festín de formas en movimiento. No podemos llevarnos ni de ese momento histórico, ni de esos personajes superficiales nada más que la línea bien filmada de su superficie, valga la redundancia. Quienes amamos el cine bélico como un universo crítico que permite poner en juego las contradicciones más insoportables en situaciones límites, solo veremos aquí un desfile de contingencias y obstáculos para alcanzar el final de la carrera zanjando un sinfín de desgracias bélicas y llegar con el recado bendito al final de la historia. Demasiado poco para tanto artificio. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La icónica novela de Louise Mary Alcott tiene a la fecha innumerables transposiciones hechas para el cine y para la televisión. Desde George Cukor en 1933 hasta la recordada versión melodramática de 1994 dirigida por Gillian Armstrong, hoy nos volvemos a encontrar con que el texto original que no deja de ser literatura tradicional (con intereses sobre lo femenino y sobre la función social de la mujer) aún hoy parece convocar a la relectura en pos de hallar un abordaje nuevo, o al menos de hacer el intento. Hoy las lectoras de Mujercitas son posiblemente solo mujeres de mediana edad que en su juventud han alcanzado este texto en una biblioteca de la colección Billiken o similares. Pero una joven veinteañera de hoy difícilmente encuentre en su haber literario la lectura de este texto, por lo tanto la pregunta es como pensaba Greta Gerwing llegar a ambas a la vez, si era esa como imagino, su meta final. Esta versión está lejos de los tintes telenovelescos, por lo que se narra de manera liviana, más emparentada con la comedia que con el territorio de lo dramático en cuanto a género se refiere, abriéndose camino muy lejos del melodrama. Lo que le da fluidez y movimientos ágiles en lo narrativo, pero también una notoria blandura y poco espesor en general. Esta historia de la vida de cuatro hermanas allá por 1860 y tanto en un pueblo de Estados Unidos (siempre más pacato que Europa al menos para lo que el relato propone) Jo, Amy, Beth y Meg viven con su madre mientras su padre está en la Guerra de Secesión. Ahí se crían y crecen y vemos sus avatares a la hora de transformarse en lo que describe el título: Mujercitas. Más de la primera mitad del filme evoca esos ires y venires de algunas adaptaciones que se han hecho de comedias Shakespearianas o de algunos textos de Jane Austen que discurrían ligeros pero son un subtexto fino como mar de fondo. Acá, en la primera parte del filme, el subtexto no está presente, por lo que el devenir de los sucesos es bastante disperso y poco atractivo, todo está puesto afuera como si viéramos un bonito cartón pintado. Solo el proceso de “transformación” más nítida de los personajes, que se da en la segunda mitad del filme, podrá poner en la mesa otras cartas que Greta Gerwig estaba guardando bajo la manga. Intuyo que el primer riesgo que hace peligrar la solidez de la nueva propuesta de Mujercitas, es que el leit motiv moral de los personajes está escrito con “el diario del lunes”. Y eso se hace a veces demasiado notorio generando un desbalance entre algunos personajes más hechos a “la antigua” y otros con pensamientos extrañamente actualizados. Mujercitas es un relato que trata de volver a reflexionar sobre los estereotipos y categorías sociales que circundan el rol de la mujer en la sociedad de esa época, pero como ya enuncié no evita para nada la mirada actualizada desde del “aquí y ahora del género” contrastando con ese pasado algo remoto. La reiterada preocupación sobre la categoría de la mujer es la clave, ya que el filme es un coming of age de cuatro hermanas que van de la infancia hacia la juventud, aquella etapa de la vida que las hace dejar de ser niñas y estar – ante todo – en el mercado social del matrimonio. Las proyecciones de futuro se presentan como casada en buenas nupcias o solterona para siempre. Y es en este status de “solterona” agria pero astuta que la Tía March (Meryl Streep) se ocupa de poner en escena, donde baja línea con soltura y eficiencia en su rol de tía rica y sin marido acerca de lo que debe hacer o no una mujer para considerarse exitosa en ese contexto social y burgués. Una clara apuesta de March es “casarse bien”, con un hombre adinerado que tenga todas las condiciones materiales dadas para una vida de holgura y comodidades. Muchos hoy se reirán pensando que eso es vetusto y desactualizado, pero, deberían anoticiarse que desgraciadamente sigue siendo un parámetro de “felicidad asegurada” para muchos y muchas que eligen el pacto social y económico por sobre la idea riesgosa que es el amor. Por supuesto el tono y literalidad de los textos no son de nuestra coyuntura, pero los trasfondos siguen teniendo su vigencia solo que camuflados en otros escenarios más modernos. ¿Qué separa o aleja al filme de esa única pregunta sobre la identidad femenina? La idea de que Jo, la joven hermana con dotes de escritora se pregunte sobre si misma más allá de la definición de sujeto como “esposa de” quien sea. Este personaje también intenta de alguna manera preguntarse sobre el trazado que hay entre la idea de amor y matrimonio, ¿acaso son la misma cosa? La respuesta no llega explícita pero queda flotando en el aire. Cada hermana encarna una suerte de estereotipo social: la quiere ser madre y esposa de un simple trabajador, Meg la esposa humilde y abnegada; la que quiere ser parte de la burguesía y toma el amor abandonado por su hermana, esta es Amy la aburguesada; Jo que se rebela con los patrones y da vueltas buscando su lugar en el mundo y Beth que como un ángel pasa por la vida y se va, es pura ausencia. Jo, la protagonista que puja por un deseo contradictorio (amar a un hombre y cumplir el mandato matrimonial o amar su vocación y cumplir su propio deseo) y eso es lo que va a darle mayor movimiento al final de la historia. Los puntos más jugosos del personaje pasan por su identidad como escritora y por ende por su potencial como narradora, por lo tanto como fantaseadora de la vida no vivida. Jo, que comienza el filme escribiendo historias de guerra para un diario local, imitando los temas y la escritura de los varones, al final del filme se arriesga a narrar esas pequeñas historias femeninas y cotidianas que la constituyen, las de la vida doméstica de esas cuatro mujercitas. Y allí no encuentra el ideal de una felicidad perfecta, pero se encuentra a sí misma. El final juega con ambos planos de un mismo relato, la narración idílica de la novela dentro del filme y la narración de la vida “ficcionalmente real” de Jo en la película. Sin duda el final es lo más disfrutable de la propuesta. Por Victoria Leven @LevenVictoria
La definición de la palabra “parásito” para la Real Academia Española es la de un “organismo animal o vegetal que vive a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y debilitándolo sin llegar a matarlo”, esta definición encierra parte del significado del título del filme que se sumerge en las aguas del mundo parasitario que habita nuestra sociedad contemporánea. Desde esa idea disparadora surge con fuerza la trama del último y potente filme de Bong, donde una familia de clase baja invade el status quo de una familia de clase alta y la imagen de lo parasitario se nos instala entre los “desclasados” y los “elegidos” por el sistema, pero la verdad es que el fagocitamiento no termina allí, sino que solamente empieza. Si los pobres intentan ser los parásitos de los ricos, los ricos son los parásitos del sistema, los parásitos del poder del gran fantasma “el capital” y así se arma una cadena de oprimidos y opresores que forman un esquema reiterativo y absurdo: quienes se comen a quienes, quien “parasitan” a quien, sin duda un espejo caricaturizante de la realidad y del esquema de funcionamiento de nuestra sociedad en su costado más patológico. En Parasite la familia marginal vive en un sótano, o sea en los mundos subterráneos en el “por debajo de la línea de la tierra”, y los ricos viven “escaleras arriba” allí donde podríamos pensar que su jardín se parece a un préstamo transitorio del paraíso en la tierra. Pero esa casa majestuosa, es a la vez un mundo infernal. En sus propios sótanos y pasadizos internos se esconde otra vida marginal, la vida de otros parásitos que competirán con la nueva familia invasora. Cuando esto se descubra, en medio de una fiesta familiar, se desatará la tragedia total de esa lucha de clases, los pobres se amasijarán entre pobres y el pater familia de los ricos morirá acuchillado en esa puja de poder, porque es el pater opresor. Ni los ricos son buena gente, ni los pobres son santificados por tener una moral incuestionable, tal cual lo vaticinó Luis Buñuel en su filme ateo Viridiana la vida del mendicante puede llegar a límites de crueldad y de invasión inimaginables. Cuando tomamos lo ajeno como propio el resultado es la inevitable caída hacia la destrucción. La voracidad sin límites destruye a todas las clases sin piedad ni distinción de ningún tipo. Es la puerta abismal hacia una decadencia moral irreversible. Si para estas dos primeras décadas del siglo XXI Parasite se propone como un retrato satírico de nuestra dialéctica contemporánea coreografiando un retrato del discurso del amo y el esclavo, podríamos trazar un lazo con el filme que ya en los años 60 se planteaba como precedente cinematográfico esencial El sirviente (1963) de Joseph Losey, una adaptación cinematográfica de la obra teatral de Harold Pinter guionada por el mismo Pinter, que es sin duda una joya cinematográfica. Bong no propone la misma parábola del amo y el esclavo que Losey pero sus similitudes temáticas y morales son inevitables. Así como Dirck Bogarde, el futuro mayordomo que deviene luego en nuevo amo, viene de las claocas, la familia de este filme viene del sótano, del subsuelo del mundo. En ambos casos los valores metafóricos de la casa, las conexiones explícitas entre el arriba y el abajo funciona simbólicamente de maneras similares. La casa de Bong y la de Losey reflejan las contradicciones sociales y humanas, el carácter de los personajes, y como sus protagonistas parecen atrapados en ella, incapaces de salir y cambiar el orden establecido por ese esquema de poder. Una diferencia sustancial es que así como Losey se refugia en el drama oscuro más radical, Bong Joon negocia el territorio del verosímil, y las absurdidades de trazo grueso amparándose en la narrativa de una comedia negra, absurda y anti naturalista. La parábola de Bong Joon, aún recorriendo un camino muy opuesto estéticamente al de Losey, arriba a una triste conclusión similar: todo lo que ambiciona el esclavo es llegar a convertirse en el amo. Y así, la promesa final del hijo a su padre nos revela la encrucijada social en la que vivimos, donde la liberación del oprimido, aún en sus propias fantasías es la de ser “el otro”. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Esta semana se cumplieron 14 años del famoso asalto al Banco Río sucursal Acassuso (13 de enero 2006), un atraco llamado por escritores, especialistas policiales y hasta por fabuladores de robos perfectos “El robo del siglo”. No por eso se le debería hacer un homenaje a un hecho delictivo, pero en cambio el mito que persiste en el tiempo genera sus fantasmáticos atractivos. Los misterios de aquello sucedido, sus secretos y sus absurdidades son algo meritorio de evocarse y entregarlo a las manos de la bendita ficción y sus pócimas mágicas. El cine nacional comercial – acompañando también un movimiento ya cimentado por la pantalla norteamericana desde hace años – ha decidido en estos últimos tiempos tomar casos reales, producir sobre el famoso paradigma “basado en hechos reales” y disparar de allí una narrativa ficcional convocante y popular, que propone una adaptación con muchas licencias, muy poco fieles a la veracidad de los hechos, decisión que suele resultar más beneficiosa que perjudicial. Esta apuesta nueva de Ariel Winograd, es sin duda la más ambiciosa de toda su carrera a la fecha, tanto por su gran modelo de producción, como por el hecho de sumergirse en un nicho muy singular, el de un submundo del policial (en este caso unido de raíz a la comedia) que es el de la narrativa del robo. El robo como la estrella, el robo como la gran coreografía teatral que será el centro de atención del relato. No es la historia de un ladrón, o dos y sus peripecias como en Vino para robar (2013) es la puesta teatralizada (en el marco del lenguaje cinematográfico) de un robo estelar y sus actantes. Solo nos interesa ver como se despliega la narrativa del robo en la cabeza de sus progenitores, porque el robo es como un relato en sí mismo, un relato imaginado por alguien, un ladrón y no un escritor. Así es que el mismo funciona cual secreto que queremos que se nos vayan revelando de a hilachas, para degustar la fantasía de ver cómo fue tejido su argumento, paso a paso, y como se puso en escena de la mano de sus protagonistas. No importa saber la objetividad de lo sucedido, importa la cocina del ritual de su preparación y verlo ficcionalmente servido en la mesa, como si hubiéramos podido espiar aquel delito que ocupó las primeras planas. Ante todo El robo del siglo es una comedia, de enredos, grotesca, muy criolla y con todas las licencias y libertades que la comedia le otorga a este nicho de género: la rendición del verosímil, la agilidad narrativa, la falta de fidelidad para documentar, y el gag como punto de costura para hilar todo el relato. La puesta fotográfica que va de escenas en estudio a decorados reales, donde nos sumergimos en el famoso “boquete” y su recorrido subterráneo, se combina con prolijidad y eficiencia entre las escenas del interior del banco y el despliegue de la calle con el famoso grupo “Halcón” y su mediador, el impecable Luis Luque. En la cámara y la iluminación se destaca el trabajo intachable del maestro de la luz nacional “El Chango Monti” que con 80 años sigue desplegando su arte y su técnica como pocos. Dado que la meta de un filme de este corte es una llegada directa a un público masivo, el elenco no podía ser blando o difuso en su estilo actoral, por el tanto la combinación de Diego Peretti como el líder intelectual, psicoanalizado y fumón se potencia junto a Guillermo Francella que la va del ladrón de estirpe, con esa gracia única que le imprime, haciendo de veterano canchero que invierte sus ahorros en esta empresa alocada. Entre ambos arman un buen dueto de comicidad clásica que entre sus remates y sus contra remates, generan una dinámica simple pero efectiva, muy apta para quienes disfrutan del entretenimiento, de las manías y de los estereotipos de un humor local. Por Victoria Leven @LevenVictoria
A portuguésa está construida a partir de la adaptación libre del cuento homónimo del escritor austríaco Robert Musil (1880-1942), texto perteneciente al libro “Tres mujeres” y cuya transposición a la cinematográfica fue realizada por Rita Azevedo quien expande el germen de origen hacia un terreno narrativo que busca ir mucho más allá de la esencial argumentalidad original. La trama podríamos resumirla así: el noble Van Retten, en busca de una esposa, consigue a una joven de tierras lejanas, una pálida y juvenil portuguesa a la que la dejará a la espera por años de su vuelta de la guerra con un niño a la crianza y una soledad infinita. Pero la joven no parece ser la sumisa y silente mujer abandonada, por el contrario en su gesto bucólico cabe un mundo de reflexiones que la mantienen viva y alerta al mundo que la rodea, aún en ese extraño aislamiento que la determina. El filme, extenso en su proyección dramática, despieza el argumento lineal y sociológico de Musil para convertirlo en una serie de “tableaux vivant” en los que las figuras se desplazan con cuidad lentitud en esos encuadres abiertos que exponen una percepción pictórica de la luz, las formas, los colores y hasta las acciones realizadas. Se despliega una poética verbal y plástica donde las escenas se asemejan a los cuadros de Van Eyk por su lejanía, su mirada totalizadora, nítida y evitando casi en todo el filme el uso de primeros planos. Los colores y la luz nos remiten a aquella mágica luminosidad de las mujeres que habitan en los cuadros de Vermeer otro pintor flamenco que hace cuerpo en estos cuadros móviles. La protagonista es, en todo sentido, una joven de estos mundos de Vermeer, sus perlas, su quietud en movimiento, su piel casi translúcida, sus cabellos cobrizos y esos ojos de un suave halo de azul cristalino. Acacia de Almeida es el fotógrafo que materializa con sutileza y precisión este mundo de imágenes sublimes. Los planos fijos arman las piezas de este rompecabezas de trazo contemporáneo, donde lo clásico de los maestros remotos que inspiraron esta puesta se mixtura con el punto de vista de la autora que deja de lado los temas objetivos del cuento para indagar debajo de la superficie, en la construcción de la mujer en aquellos tiempos, en la idea del amor, del poder y de la poesía de ese imaginario mundo cotidiano. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Taika Waititi es un realizador neozelandés de trayectoria amplia y con diversidad de realizaciones, desde un filme de producción muy mainstream como Thor: Ragnarok (2017) hasta trabajos más indie en Lo que hacemos en las sombras (2014) una parodia estilo falso reality, protagonizada por vampiros que viven encerrados en una mansión. Jojo Rabbit nace de la transposición de la novela Caging Skies de Christine Leunens al guion cinematográfico del propio Taika Waititi. El argumento que estructura a esta comedia paródica está construido sobre la figura de un niño, Jojo “Rabbit” Betzler. Él carece de figura paterna, ya que su padre se fue a la guerra tres años atrás, y el fantasma absurdo del mismísimo Adolf Hitler es su guía, su tutor, su padre sustituto. Con sus escasos 8 años, Jojo es inevitablemente un entusiasta del nazismo y piensa en su futuro como soldado alemán combatiendo a esos “sucios judíos”, dicho con todo el humor y la sátira puestas en escena para burlar aquello mismo que se está afirmando, con la gracia y la elegancia con la que la parodia puede hacer una crítica sobre aquello más trágico y oscuro. Así es que Jojo, hijo de la bella Scarlett Johansson muy graciosa como madre germana que habla mal el alemán y se viste como una americana, se alista a un campamento en el que los niños son preparados para la vida bélica y cuyos aprendizajes centrales son: saber tirar una granada, empuñar un fusil, saltar obstáculos, tirar al blanco un dardo y una lista de absurdidades varias. En esta secuencia inicial Waititi despliega una gracia y un ritmo narrativo ideales para empujarnos a ese mundo naif y delirante de la vida del pequeño Jojo. Se destaca desde estas escenas iniciales y hasta el final de la película el papel que compone Sam Rockwell haciendo del “Capitán Klenzendorf” un militar tan decadente como empático. Jojo vive en su entusiasta universo nazi reforzado por el vínculo imaginario con un caricaturizado Adolf Hitler que lo aconseja en cada momento. Juntos juegan, corren y saltan como si se tratara de un niño más. Waititi, que interpreta a Hitler en el filme, le da al personaje el trazo de infantil absurdidad necesaria para alejar al relato de la historia real que le da contexto. El cambio argumental se produce cuando un día Jojo descubre que en su casa, más precisamente en el cuarto de su hermana (quien, sin muchas explicaciones, suponemos que falleció hace tiempo) devela la existencia de un escondite secreto y que allí se refugia ni más ni menos que una joven adolescente judía, simbólicamente su enemigo más mortal. A partir de este hallazgo se pone en juego el mecanismo triangulado entre Jojo, su madre Rosie y la joven Elsa donde sabremos quien guarda el secreto de la existencia de la adolescente refugiada, y enlazado a eso quien “no sabe que el otro sabe”, como en una clásica comedia de enredos. El vínculo con la joven Elsa Korr, la niña judía, va articulando un cambio progresivo, partiendo de ese antagonismo radical que pasa por la evaluación especulativa de revelar o no revelar la existencia de la niña allí, a tomarla como un caso a investigar para entender quiénes son realmente los judíos. Este proceso teje sobre este vínculo una trama cada vez más íntima, cada vez más cercana, que juega entre la hermandad de dos almas solitarias que viven casi como huérfanos para llegar a la fantasía de amor que Jojo proyecta sobre Elsa cuando termina de descubrir en ella su mismo universo. Ambos son las caras complementarias de un mundo que ha dejado a los niños solos en busca de un lugar seguro, de una certeza y de un espacio para construcción con otro y no en contra de ese otro. Está en el espíritu del relato rescatar el vínculo de la hermandad como una forma de salvación, enlazada a la singular capacidad de descubrir este tipo de unión en el mundo de la infancia, como Jojo y como Elsa son capaces de construir. Esos mismos niños que se presentan influenciados por un mundo en guerra que los hace creerse enemigos, son seres emocionales capaces de descubrirse, aunque sea simbólicamente, como iguales, como hermanos. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Esta segunda película del joven realizador argentino Fernando Salem sale de los parámetros propuestos en su ópera prima (Como funcionan casi todas las cosas) que jugaba en el territorio de la comedia, aún con sus padecientes personajes en crisis. En esta segunda propuesta el llamado es el del drama intimista, que nace de la transposición de la novela homónima de la escritora y cineasta Romina Paula, y así el filme comienza con una cita del mismo texto que ha sido adaptado. El filme está radicalmente centrado en términos argumentales y formales en la subjetividad de su protagonista, la joven Emilia. A la vez que el punto de vista es exclusivamente el de Emilia, las tramas que confluyen la atraviesan a ella desde distintos aspectos: lo amoroso, la amistad, las ausencias, el amor, la muerte, y una serie de interrogantes casi existenciales que la protagonista se hace a lo largo de todo el filme. La propuesta parece querer meterse en la trastienda de aquello que podríamos llamar el universo de “lo femenino”, con su forma de desear, su forma de percibir los vínculos y cierta introspección que se presenta como asociada a la condición de feminidad. Es claramente algo que conociendo el estilo literario de la autora ya citada debe circular en sus palabras, en su narrativa y si quisiéramos ser más precisos en la poética que ella construye acerca de “lo femenino”. Como un guiño o una reafirmación de esa presencia fantasmal que flota en todo el filme, Romina Paula encarna un personaje secundario pero no menos relevante en cuanto a su función en la trama. Emilia, vuelve a su pueblo del sur convocada por el padre de su amiga fallecida hace años, para llevar acabo el ritual de enterrar las cenizas y tratar así de dar cierre a esa historia. Historia que suponemos penosa y trágica aunque inexplicable. Allí, instalada en la casa de los padres de Andrea, la ausente presente amiga, se cruza con su hermana (Romina Paula) se reencuentra con su padre, algunos amigos de su adolescencia y en especial con Julián quien fuera su amor, ese amor de juventud que intentó dejar atrás. El argumento nada tiene de novedoso, y aunque podríamos dejar a un lado la preocupación argumental para esperar algo de esa emocionalidad que los relatos intimistas nos transmiten, tampoco nos atraviesa con esa flecha que pueden ser las emociones más íntimas de una joven mujer. La actriz que encarna a Emilia, que claramente ha sido dirigida para contener su emocionalidad, no logra construir esa contención de manera solvente. Su gestualidad indefinida y la falta de precisión en el minimalismo corporal que el personaje necesita desarman las pocas chances que tiene el personaje de habitar en nuestras emociones. El joven Salem, que ya ha dejado entrever su atracción singular por el mundo de las mujeres, no logra pisar tierra firme y el filme se siente muy exigido para intentar lograr algo que no alcanza. Por Victoria Leven @LevenVictoria
Este trabajo observacional es el primer filme de no ficción del joven realizador argentino Pablo Stigliani, cuya opera prima fue Bolishopping (2013) , y su segundo largometraje Mario on Tour (2017). Esta vez nos presenta el retrato de una serie de trabajadores de la Costa Atlántica durante las vacaciones de verano. Días de temporada se dedica a observar y describir la cotidianidad laboral e íntima de una serie de “obreros” de la costa, más precisamente de las playas de Santa Teresita, un páramo popular y familiar, criollo por definición y donde se instalan nuestras clases proletarias a pasar los más calurosos días del verano. Allí se repiten cada año los rituales de la vida en vacaciones: comprar churros, pochoclos, ver gente disfraza de súper héroes, aplaudir a imitadores, comprar entradas para un show nocturno, y ante todo dar vueltas por el camino de la peatonal. Ese derrotero repetido año a año se encuentran todos los días trabajando nuestros seis protagonistas. La narrativa organiza una serie de personajes retratados como en una panorámica fragmentada, que se enlaza a una línea de contraste: la línea imaginaria que une y separa la vida de los vacacionantes contra la cotidianidad de estos laburantes “de la diversión ajena”. La mirada del narrador los muestra por separado y los une a la vez, haciendo de este contrapunto entre el obrero y el visitante un juego de convivencias. La lista y las texturas de los personajes son diversos y van unos enlazados con otros progresivamente. Desde Bamba, el joven senegalés que vende parlantes en la playa que nos permite ver la precariedad de su vida y la espera solitaria de quien aguarda la compañía de sus seres queridos, El churrero y su novia que develan tanto el ritual nocturno de los churros que se cocinan por las madrugadas para salir a la luz del día, y esta pareja que funciona como un retrato tierno del trabajo y del amor; El adolescente que se disfraza del hombre araña en el trencito de la alegría mientras prepara la materia que se llevó a marzo; la madre joven con su bebé que trabaja en el carrito de pochoclos y la condición de la maternidad como tema; el imitador de Sandro que funciona como el personaje que construye otro personaje oscilando entre la parodia, y la tristeza de una soledad sin solución casi como la misma de ídolo imitado; y para finalizar Lola, trans que hace su show trasnoche, cerrando el día, el documental y la jornada laboral cantando en un escenario iluminado con un azul fantasioso sobre su vestido blanco. La cámara registra este universo siempre ubicada por debajo de la visión normal, en palabras del director durante el estreno “es como si estuviéramos viendo pasar el día sentados en una reposera”. Me tomaría la libertad de agregar que ese punto de vista marca la altura (real) aproximada de un niño de 8 años que ve el mundo pasar, y lleva en su mirada algo de sorpresa y a la vez una afectuosa empatía con lo que observa. La solvencia estética de la fotografía logra con mínimos recursos un uso adecuado y cuidado de la textura cinematográfica (alejando todo resabio televisivo) , aprovecha el trabajo de los colores y los matices de la luz natural acompañados por la eficiencia de un encuadre que no titubea. En esa solvencia se sostiene la coherencia del relato. Si algo se percibe con claridad es que el ojo de la cámara no sanciona, ni juzga a quien tiene frente a si. Es una mirada contenedora, empática y amorosa que siempre está buscando un poco más de intimidad. El seguimiento cronológico del día a día, de la mañana a la noche, dan un orden algo reiterativo, pero seguro. El filme presenta cadencias lentas de pura observación, donde la ansiedad del espectador de sacar conclusiones debe dejarse de lado para priorizar la contemplación. Viajar en este retrato coral por esas playas paradigmáticas y por la vida de estos seres cotidianos, nos permite un devenir fluido que lleva matices de humor, hilos de melancolía, penumbras de pena, la oscuridad de una preocupación, tanto y cuanto van de la mano y en la medida en la que sus personajes los vivencian. Sus personajes estereotípicos que nos muestran otras facetas de su lado más humano, son los que quedan plasmados en los 70 minutos de Días de Temporada como en una fotografía que pide perdurar. Por Victoria Leven @LevenVictoria