“El amor nunca muere; el amor continuará / El amor sigue latiendo cuando te vas”… Así dicen los versos de la canción Love never dies de Andrew Lloyd Webber, que Abbas Kiarostami eligió para musicalizar el último de los cortos que conforman su obra póstuma, '24 cuadros'. Por si cupiera alguna duda sobre la intención de despedida, el realizador iraní incluyó en este cuadro final el ralenti de un apasionado beso ¿hollywoodense? y la legendaria placa The End. Con perdón de la herejía, en algunos espectadores la emotiva combinación evoca el recuerdo del legado de Alfredo a Totó en la a veces subestimada 'Cinema paradiso'. Kiarostami dedicó sus últimos tres años de vida a desarrollar este proyecto experimental cuyo título alude al estándar fundacional del cine, es decir, a la sucesión de 24 cuadros por segundo que provoca la ilusión de movimiento. En este caso, se trata de 24 cortos de cuatro minutos y medio de duración, a partir de un único plano fijo. El primero –una versión sutilmente animada de Los cazadores en la nieve de Pieter Bruegel ‘El Viejo’– parece adelantar una segunda intención del cineasta que falleció el 4 de julio de 2016: darle gracias a la vida como hiciera la gran cantautora chilena Violeta Parra. Kiarostami animó la nieve, los pájaros, uno de los perros que Bruegel pintó en 1565. Dejó inmóviles a cazadores y campesinos, y en cambio agregó una hilera de vacas en movimiento. A la nieve, al ganado, a las aves, a los perros que intervienen en casi todos los demás cuadros, les sumó la lluvia, las nubes, el mar, lobos, ovejas, una pareja de leones. El ser humano forma parte del decorado con menos frecuencia y, salvo por un par de excepciones, o bien inmóvil (como las presunta familia musulmana de la atípica postal parisina) o bien a partir de metonimias visuales (por ejemplo una secuencia de motos que circulan por el asfalto) y sonoras (el ruido de motosierras, de disparos de arma de fuego, de llaves que accionan la cerradura de una puerta). De manera progresiva, el realizador se muestra más agradecido a la naturaleza que a nuestra especie. '24 cuadros' es un legado hermoso. Además de la estética visual de cada corto, cabe destacar la banda sonora también conformada por Caruso de Lucio Dalla, el Ave María de Franz Schubert y, vaya sorpresa, el tango Poema del uruguayo Francisco Canaro. El ejercicio conmueve profundamente a los admiradores del autor de Copia certificada, Diez, El sabor de las cerezas, A través de los olivos, Primer plano. En cambio, es probable que las dos horas exactas que dura la proyección le resulten excesivas al público sin relación afectiva con el maestro iraní y/o indiferente al cine que algunos llaman “de contemplación”.
Abbas Kiarostami murió el 4 de julio de 2016, una fecha que la mayoría de los cinéfilos, tras tantos años de disfrutar películas estadounidenses, sabe de inmediato que se trata de un día histórico para los ciudadanos de ese país, un dato naturalizado que no deja de ser sorprendente. La mera coincidencia es casi una ironía de la historia. A Kiarostami no le era ajena la fuerza omnipresente de Hollywood, un subsidiario poderoso del imaginario de un pueblo. El mismo final de 24 Frames adquiere un carácter enigmático respecto de esto. Una joven queda dormida frente a una computadora en la que se divisa la última escena de Los mejores años de nuestra vida. Es de noche, y desde la ventana se observan varios árboles que se mueven al compás del viento. ¿Es un homenaje? ¿Una ironía? El plano existe y es, además, el último plano en la obra de Kiarostami.
La ventana cinética La naturaleza es ambigua, cruel, bella, sorprendente, única e irreversible. El cine y la naturaleza nunca se llevaron del todo bien por esa maldita manía humana de intervenirla en pos de la estética y hay muy poco que decir cuando el hombre la lastima, la provoca, la destruye, como si lo único que importara es ese instinto depredador. Algo que muy pocos animales llevan en su ADN a pesar de la injusta y humillante coexistencia con este eslabón podrido llamado raza humana. Este prólogo no busca otra cosa que entender en principio el sentido ontológico de la obra póstuma del iraní Abbas Kiarostami, 24 cuadros. El director de El sabor de la cereza deja su legado cinematográfico bajo la irrestricta premisa de la falsedad en el ida y vuelta de la representación. Un escupitajo por elevación para todos aquellos pregoneros del naturalismo cinematográfico o el mal llamado cine contemplativo, sumido en una catarata de planos con cámara fija, una gigantesca acumulación de planos secuencia a lo Bela Tarr y otros vicios por el estilo. Lo de Kiarostami y su impronta de la mentira en cada cuadro de los 24, cuya duración es de 4 minutos y medio, es la intervención digital en cada una de las imágenes en las que incluso (aunque este dato no puede confirmarse se matan animales que en realidad nunca se mataron con los fines estéticos que pondrían en duda la ética del iraní por supuesto.) Pareciera que en el derrotero de este último film lo que sobra es la presencia del hombre. Los animales que ocupan el corazón de cada cuadro, vacas, caballos, perros, aves e incluso una pareja de leones en un acto de apareamiento, son captados a la distancia por una cámara testigo pero intervenidos en el marco del cuadro por efectos digitales, por ejemplo de nieve. Si hubiese que trazar algún rumbo conceptual y hasta filosófico en el cúmulo de los 24 cortos se podría aventurar en un primer orden un trasfondo melancólico más que nada si se tiene en cuenta la música elegida para ciertas secuencias como por ejemplo el tango Poema, de Francisco Canaro en el cuadro donde una pareja de caballos juegan en la nieve, se funden en una sola silueta gracias a la distancia de la cámara desde el interior de un vehículo que baja la ventanilla como si se tratara de un telón antes de que los actores entren a escena. Las ventanas ofician también de pantallas en esa estética o los recovecos que dejan entrar luz para dibujar de cierta manera otro tipo de espacio, sin olvidar claro está esa condición del voyeur omnipresente o el sello de autor que Kiarostami del cual nunca reniega. La información sobre esta obra póstuma que tuvo un estreno mundial en Cannes y ahora por fortuna llega al cine Cosmos para deleite de los cinéfilos porteños aporta un dato no menor que hace a la importancia del proyecto, que mantuvo a Abbas Kiarostami los últimos tres años de su vida sumergido en este film. Cabe recordar que el director iraní falleció el 4 de Julio de 2016 y que para su fotograma final -paradoja del destino tal vez- eligió sobre imprimir en una pantalla de computadora la frase o el presagio The End. Pero el cine, sea o no intervenido por los grandes artistas como Kiarostami, se burla de la muerte cada vez que una pantalla nos invade con luz, sonido y color para un eterno Continuará…
Tal vez, la muerte de Abbas Kiarostami hace un año ya, el 4 de julio de 2016 a los 76 años, fue una de las más sentidas en el mundo del cine. - Publicidad - Se iba el director de El sabor de las cerezas, Detràs de los olivos, Shirin, Copia certificada o Like someone in love, el que nos había hecho descubrir producciones exóticas de lugares improbables. ¿En Iràn se hacía cine?, nos preguntábamos algunos en los años ´90. Nos parecía entonces desde acà, tan lejos, que el cine iranì había nacido con Kiarostami. Un realizador que plantò bandera y fue grande siempre. Un gran autor cinematogràfico. 24 frames es su film póstumo y realmente que se estrene este próximo jueves es todo un privilegio. Proyecto en el que que estuvo involucrado durante los últimos tres años de su vida y que debió finalizar su hijo. Los espectadores que queden hasta el final de los 120 minutos serán seguramente “los resistentes del plano fijo”. Un enorme y sostenido aplauso irrumpirá seguramente tras los títulos. Y sabremos entonces que sí hay público para el cine arte. Cada uno de los 24 cuadros anunciados por una placa negra con su número correspondiente, representa una fotografía, de una selección tomada por el propio Kiarostami, la mayoría paisajes nevados, que fueron intervenidas digitalmente incorporándole una serie de elementos y personajes generalmente animales: caballos, vacas, ciervos, perros, leones, palomas, cuervos. Muchos cuervos. Son 24 cuadros en total divididos por títulos sobre placa negra. Eso tiene que saber el espectador. Cada uno dura un poco más de 3 minutos. Y son fijos. Y narra breves historias. Metz decía que el cine tiene la narratividad pegada al cuerpo. Y acá se comprueba: por muy pequeña que sea, tendemos que armar estas historias con lo que nos ofrece lo que sucede en la profundidad de campo, en el primer plano, en el fuera de campo. Refiere a lo esencial del cine lo de los 24 fotogramas por segundo, a la propia naturaleza del cuadro cinematográfico: es que lo que ocurre dentro de esos bordes es todo, el fuera del campo queda mayormente para el sonido: grillos, viento, un tiro perdido, algún motor, una motosierra. Es tan delicada 24 frames en su voluntad de llevar a un extremo el esteticismo del cuadro que parece haber una redefinición del cine ahí: el cine parece reducirse al plano fijo y a la acción mínima que sucede dentro de èl (como en los comienzos de su historia con los Lùmiere): un grupo de ovejas agrupadas en torno a un árbol, cuidadas por un perro; un grupo de vacas que pasan de izquierda a derecha al lado de una vaca dormida; una bandada de cuervos picoteando el cemento del suelo (uno de los planos que sale del paisaje natural del resto), un manada de ciervos escapando de un tiro, un pequeño ciervo muerto por un tiro, un perro ladrándole a una bandera en medio de la playa nevada, un grupo de personas de espaldas miran la torre Eiffel. Mucha nieve. Mucho árbol seco. Mucha muerte anunciada. Un paraíso propio y personal en el que vivir para siempre. Algunos contados planos a color, empezando por el primero, una animación en base el cuadro “Los cazadores en la nieve” de Brueghel el viejo en donde se figuran buena parte de los elementos que se van a repetir en el resto de los cuadros. Así como el comienzo es la pintura, el último plano es el cine: en un monitor el plano de una pareja romántica hollywoodense dentro de un adobe premiere o programa similar funciona sola en su desglose de movimiento. Una joven, misteriosa duerme sobre el escritorio que da a una ventana a través de la cual se ve un árbol, Contemplativa, testamentaria, yo recomiendo fervientemente 24 frames que se estrena este jueves 23 de agosto en el Cine Cosmos. Y recomiendo paciencia también, es un premio el final y el espectador saldrá lleno de una vitalidad que solo un gran director puede ofrecer.
“24 Frames” o “24 cuadros” es un documental dirigido por Abbas Kiarostami, cuya primera presentación fue en el Festival de Cannes 2017. La sinopsis es presentada de la siguiente forma según palabras del director: “Siempre me pregunto en qué medida los artistas tratan de representar la realidad de una escena. Los pintores y los fotógrafos solo capturan una imagen, pero nada de lo que sucede antes o después”. 24 cuadros, fotografías o videos, y, para cada uno de ellos, el desarrollo de esa posible realidad que los completa. Testamento poético de uno de los mayores cineastas de las décadas recientes. Sinceramente creemos que no hay mucho para analizar de este documental, a pesar de su extensa duración y por la sinopsis que nos da Abbas, entendemos el concepto básico del documental durante sus casi dos horas. Se nos presentan 24 cuadros, unos con más larga duración que otros, en donde el espectador puede apreciar los distintos escenarios que vemos durante todo el documental. En algunos los tonos de color son más grises, negros y blancos mientras que en otros tenemos una buena gama de colores con buen contraste. Los 24 cuadros nos muestran planos generales de diferentes lugares donde durante unos minutos apreciamos todo el plano y lo que sucede en él. En algunos podemos apreciar animales, en otros hay apariciones de humanos en movimiento y luego en los restantes solo distinguimos la naturaleza misma. No es un documental en donde nos cuenten una historia de vida motivacional o inspiradora, sino que es para disfrutar de cada segundo de cada plano acompañado de un sonido bastante tranquilizante y que a pesar de que no muestre mucho o parezca aburrido, es interesante ponerse a analizar todo el contexto y la imagen que se nos presenta. Quizás el error o mejor dicho el punto flojo que podemos observar es la extensa duración. Son casi 2 horas que sí, muestran escenarios y planos interesantes para ponerse a analizar, pero más allá de eso no hay más para profundizar. La música que se utiliza no aparece en todos los cuadros, sino en algunos pocos y resulta una banda sonora bastante tranquilizadora y relajante que acompañan muy bien a la imagen que nos muestra el director. En resumen, “24 Frames” es un interesante documental en donde el espectador puede analizar los diferentes cuadros para apreciar más la imagen y el sonido de la naturaleza misma, pero que no ofrece mucho más que eso y es muy aburrido por su larguísima duración.
Durante toda su vida el iraní Abbas Kiarostami no cesó de indagar en la esencia del cine y sus posibilidades. En sus últimos años llevó al extremo su interés por la observación y experimentación por el mínimo detalle, el plano fijo, hipnótico. Su último largometraje –póstumo- está compuesto por 24 cortos que elaboró aplicando animación y técnicas diversas con computación a observaciones de paisajes y animales: 24 cortos formados por 24 planos. Su título en inglés -24 Frames- y su adaptación en castellano sugiere la idea de cuadro pictórico, y a eso se asemejan. Cuadros animados, en todo caso. Kiarostami parte de una pintura clásica -Cazadores en la nieve, de Pieter Bruegel- con un corto que constituye todo un prólogo a lo que vendrá. Insufla vida al cuadro, sorprendiéndonos: anima los cuervos, se oyen sus graznidos, la nieve cae, el humo sale por las chimeneas, respeta los tonos grises de la nieve. Seguirán varios planos de paisajes nevados –uno tomado con travelling desde la ventanilla de un coche- con maravillosas tomas de bosques cubiertos de blanco, ciervos, ovejas, caballos en una danza, aves que abren vuelo, animales que caen abatidos por disparos, todos a partir de fotografías animadas, vitalizadas. Otros cuadros son de fotogafías a la orilla del mar, las olas rompiendo, la orilla atravesada por vacas, o patos, gaviotas y más pájaros, que recuerdan a su film de 2003 Five, íntegramente rodado a la orilla del mar, suerte de ensayo antecedente de este su último trabajo. Otros paisajes están tomados a través de una ventana, lo cual crea el reencuadre: ventana, pájaro, cortina o planta movidas por el viento. La fotografía juega con el color y el blanco y negro muy contrastado, pero a veces los bosques nevados, las olas del mar, aun en color, sugieren la fuerza del blanco y negro, experimentando con la textura de la imagen. También dudamos en qué momento el movimiento está producido como un efecto especial, no quedando claro cuál es la fotografía original. En algunos casos solo se oyen sonidos naturales, el viento, las olas o los pájaros, y en otros distintos temas musicales, desde el Ave María de Schubert pasando por músicas suspensivas hasta un tango con la voz de Francisco Canaro. Ciertos cuadros parecen algo fuera de lugar, una digresión, como el hueco que se abre ante una pareja de leones, o la pila de leños tras la cual caen árboles jóvenes abatidos por la motosierra. Nieve, lluvia, bosque, animales, siempre pájaros: en cambio, el ser humano está casi ausente del plano. Es este un delicado ejercicio de estilización que articula naturaleza y artificio, acción y suspensión, figura y fondo, campo y fuera de campo, que mueve a la reflexión sobre modos de ver, pero también sobre el peso del tiempo en el plano. Como todo film experimental, 24 cuadros requiere de la disposición del espectador para aceptar la propuesta, de su participación activa. Apela a una actitud contemplativa sostenida. No es fácil asistir a dos horas de exposición de 24 cuadros, cada uno de unos cuatro minutos. Yo personalmente me dejé llevar por la belleza visual, en un efecto hipnótico aunque también reflexivo. Como en otros trabajos experimentales seriales, como sucede en el cine de James Benning, el espectador está en suspenso, a la expectativa de qué clase de cuadro ha de seguir, en esta serie misteriosa, ambigua, enigmática.
Última nieve La obra póstuma del realizador iraní Abbas Kiarostami resulta la combinación perfecta de una serie de disciplinas artísticas en formato audiovisual. Fotografía, cine y pintura se conjugan en 24 cuadros (24 Frames, 2017) para dar origen a espectáculo visual donde las imágenes no necesitan palabras. Partiendo de diferentes fuentes y sirviéndose de distintos grados de manipulación digital, Kiarostami compone 24 cuadros en movimiento a partir de imágenes estáticas, casi siempre provenientes de paisajes naturales. Para 24 cuadros, utilizó fotografías tomadas en los últimos años, a las que añadió lo que imaginaba que podía haber sucedido antes o después de cada uno de esos momentos capturados. El resultado es un conjunto homogéneo de 24 tomas, con fotografías que cobran vida o vídeos en plano fijo, centradas en la naturaleza y el impacto sobre ella de la acción del hombre. Así, el primer cuadro es en realidad la imagen del cuadro de Pieter Bruegel, Los cazadores en la nieve. El preludio de todo lo que se observará a continuación. Tras el preámbulo que supone la visión del primer cuadro, los siguientes emergen con una naturalidad que el espectador puede llegar a creer que se halla ante “una toma de vistas” de las que nos regalaban los hermanos Lumière, pero no es cierto. La sencillez aparente de sus películas “naturales“, por denominarlas de algún modo, procede de un trabajo complejo. Dos horas de metraje y cinco minutos por toma, algunas en blanco y negro, otras en color, pero todas sutiles, elegantes y de composición impecable. Pájaros, caballos y algunos seres humanos interrumpen las imágenes, muchas de ellas provenientes de paisajes nevados o del mar.
Es la última película del maestro del cine Abbas Kiarostami que murió antes de su estreno en el Festival de Cannes. Y esta despedida del cineasta iraní alude a los 24 cuadros por segundo que hacen a la verdad del cine según Godard. Pero no es una película tradicional, son miniaturas elegantes y fascinantes, que muchos definen como una instalación de arte y otros como la última búsqueda expresiva del creador. Son 24 planos intervenidos digitalmente, con animación y montaje, que salvo el primero (que parte de un cuadro famoso utilizado por Andrei Tarkovsky y Lars von Trier) se trata de “Los cazadores en la nieve” de Pieter Bruegel, El Viejo, parten de fotografías tomadas por Kiarostami y el objetivo de saber que pasa antes y después de cada toma. Que vida transcurre a pesar del instante capturado. Mucha naturaleza viva, mucho viento y nieve, muchos animales, más que los humanos presentes u omnipresentes. Pájaros, vacas, leones, perros, silencios o músicas, ruidos significativos. La mirada tranquila que se opone a los elementos desatados, los truenos, las nubes, las mareas. Historias de contemplación, de amor, de avasallamiento, de crueldad. Poético y repetitivo, hipnótico y por momentos cansador, pero siempre con alguna sorpresa y emoción, como los últimos minutos que hablan de un adiós, con imágenes de una vieja película (la escena final de “los mejores años de nuestra vida” de William Wyler) y una chica dormida frente a la computadora. El pasado, el presente y el futuro soñado.
La obra póstuma del realizador Abbas Kiarostami es un viaje sensorial único, sin precedentes, que reflexiona sobre el paso del tiempo, la manipulación de la imagen y la reinvención del sentido. Fotos tomadas con anterioridad, un cuadro, todo es resemantizado a partir de la suma de sentido con la incorporación del antes y el después. Una oportunidad para volver a deleitarse con su mirada, sapiencia e inteligencia.
La película póstuma de Abbas Kiarostami está más cerca del videoarte que del cine convencional: consiste literalmente en 24 cuadros, montados con efectos visuales a partir de fotografías que el iraní sacó a lo largo de su vida. Durante unos cuatro minutos, una cámara fija registra lo que sucede en esos paisajes: son situaciones de una sutil teatralidad, a veces dotadas de una cierta comicidad, a veces de un tono más dramático, casi siempre con animales como protagonistas, casi siempre en blanco y negro. Sobre un campo nevado, avanza una manada de renos. Uno se detiene sin motivo aparente; unos segundos más tarde, descubrimos que estaba esperando a un compañero rezagado. A través de una formación rocosa, vemos a una pareja de leones copular mientras la lluvia cae sobre ellos. En una playa, una bandada de gaviotas: se escucha un disparo y todas huyen, menos una que cae muerta y otra que se queda velándola. Si se tratara de literatura, estaríamos hablando de microrrelatos o de haikus; si fuera música, de mantras. El efecto que produce ver algunos de estos collages surrealistas es hipnótico. Y también, hay que decirlo, soporífero, pero sin las connotaciones negativas del adjetivo: los párpados pesan como en un estado de relajación profunda. Nos arrulla la voz de la Naturaleza -el viento, la lluvia, el mar- y también música (incluyendo Poema, de Canaro): sonidos que completan la magia de un legado cargado de poesía.
Andrei Tarkovski decía que "una imagen será cinematográfica no solo si ella vive en el tiempo, sino cuando también el tiempo vive en ella". No parece casual, entonces, que 24 cuadros empiece con un plano que captura Los cazadores en la nieve, una famosa pintura de Brueghel que aparece, de distintas formas, en tres películas del canónico cineasta ruso, Andrei Rubliov (1966), El espejo (1975) ySolaris (1972). Se trata, al mismo tiempo, de una cita pictórica y cinéfila que viene al caso. Y no es la única. En el último de los planos fijos de esta original película póstuma del cineasta iraní terminada por su hijo Ahmad (cada uno de esos planos tiene rigurosos cuatro minutos y medio de duración, que fueron intervenidos digitalmente con mucha imaginación), el homenaje es paraLos mejores años de nuestra vida, clásico de William Wyler. Además de su belleza intrínseca, las imágenes de cada uno de esos 24frames (fotografías del propio Kiarostami) tienen un gran efecto hipnótico. El cineasta imagina un desarrollo simple pero siempre sugerente para unos cuadros inicialmente inmóviles en los que la naturaleza suele ser protagonista. Como toda obra de arte, esta película deja el espacio abierto para más de una lectura. Una de ellas tiene que ver con la escasa fiabilidad de las imágenes en la era digital. Kiarostami asume esa realidad, pero la reconvierte a su favor, impregnándolas de un cautivante vuelo poético.
“24 cuadros”, de Abbas Kiarostami Por Marcela Gamberini Como si fuera necesario, Abbas Kiarostami con 24 frames -su obra póstuma- se reconfirma no solo como uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo sino como un teórico de la imagen; de esos que se permiten apostar más allá de lo puramente cinematográfico. Veinticuatro tomas en principio fotográficas registradas por el mismo director durante algunos años, intervenidas todas y sin excepción digitalmente, responden a infinidad de interrogantes acerca de la naturaleza de las imágenes, de la incidencia del orden sonoro, de la pertinencia de los encuadres, de la poeticidad de aquello que vemos, de la irrupción del orden digital en el cine. Qué sucede antes o después del momento de registro de una fotografía quizá sea la pregunta disparadora que se hace el maestro iraní, pero lo cierto es que la visión de la película nos interpela (en el más amplio y positivo sentido de esta palabra tan ajada) y a la vez dispara como una ametralladora bella y silenciosa, demasiados interrogantes. Sin duda, la última película que el maestro no llegó a ver sea una deliberada posibilidad de rever toda su obra desde otras concepciones. 24 frames no es solo el “testamento” de Kiarostami es también su manifiesto más agudo, más inteligente que cuestiona el pasado, el presente y el futuro de las imágenes en su totalidad. No es una película, es un ensayo poético que interroga la ontología de las imágenes. Esa sucesión de imágenes y sonidos apela a otro tipo de a otro tipo de percepción; más sensorial, más tangible; es una cadena sonora que mistura música con sonidos de la naturaleza proponiendo la importancia y la relevancia del registro sonoro en el cine. En definitiva, como los grandes maestros de nuestro tiempo, Kiarostami no deja de hacerse la pregunta acerca de cómo, desde dónde, con qué sentido se puede representar la realidad. Lo interesante es que el maestro no responde, solo con cada una de esas veinticuatro imágenes se pueden entrever sus preocupaciones acerca de la entidad de las imágenes en la actualidad, sobre aquello que se ha perdido, sobre la naturaleza de lo que viene. El título de la película reviste cierta ambigüedad, explícita, consciente; “frame” es un fotograma, pero también es un “marco” y es además un término muy usado en la informática. De ahí que ya desde el titulo se apela a la confluencia de varios espacios; el cinematográfico (esos 24 cuadros por segundo que sugieren la ilusión de movimiento), el de la tecnología (como aquello que se puede “hacer” con las imágenes que han perdido su referente) y el de la pintura (como estatuto de la obra de arte). 24 frames propone un dialogo no solo de espacios artísticos como el cine y la pintura, sino de tradiciones como la hollywoodense y la experimental, como la que dio origen el cine –la fotográfica- y la influencia de la digitalización de las imágenes. Una obra que dialoga consigo misma y dialoga con los espectadores proponiéndoles interrogantes que no se responden, solo se sugieren. Esos árboles, esa nieve, esas ventanas abiertas, esos animales, esas pocas personas que aparecen, ese sonido del viento, esa chica que se queda dormida frente a una computadora se alinean en un orden estético y no narrativo, de ahí deviene la capacidad de esperar y pensar en la secuencia que viene. Imágenes que se suceden y la curiosidad de un maestro que nos deja, como legado, no sólo un corpus de películas extraordinarias sino 24 frames, donde expone un mundo donde las certezas han perdido su relevancia. 24 FRAMES 24 Frames. Irán/Francia, 2017. Dirección: Abbas Kiarostami. Sonido: Ensiyeh Maleki. Distribuidora: 996films. Duración: 114 minutos.
La película póstuma del iraní Abbas Kiarostami (El sabor de la cerezas, Detrás de los olivos, Copia certificada) es una experiencia prodigiosa y cautivante, como lo fue Five. Y también una pieza única y experimental, no para todos los gustos ni las (im)paciencias. Los 24 cuadros del título se van sucediendo, a veces vinculados a una obra de arte, como la pintura nevada de Brueghel que abre esta especie de partitura cinematográfica. En estos tiempos de multipantallas, en los que se maratonean series en fast forward para no perder tiempo, 24 cuadros exige, requiere una atención especial y absolutamente paradójica: sólo se trata de mirar. En blanco y negro, con la cámara fija o en movimiento, Kiarostami deja que el misterio se devele frente a nosotros, en tomas en las que el paso de una vaca puede hacernos sentir que el mundo ha cambiado. Contar sería decir que hay mucha nieve, mucho blanco, en imágenes retocadas digitalmente por las que pasan, y en las que se escuchan, muchos cuervos, caballos, ciervos, perros, palomas. Es el poder de su mirada, del cine, recortando la realidad y permitiendo que se convierta en maravilla. Una experiencia hipnótica, de una simpleza aparente, una delicadeza absoluta y una poética de alto vuelo, que te invita a aplaudir de pie.
Algunos no olvidarán tan fácilmente la revolución cinéfila que provocó el estreno de “El sabor de las cerezas”, el film con el que se conoció a Abbas Kiarostami en la Argentina, y junto con él, el auge del cine iraní a finales de los años ´90 con un cine Lorca desbordante de espectadores ávidos de encontrarse con un nuevo lenguaje y una nueva estética, proveniente de una cultura a la que la pantalla grande no nos tenía acostumbrados. Para muchos, amor a primera vista e inicio de un romance con el cine de otras latitudes: así conocimos comercialmente su obra anterior “Detrás de los olivos” “¿Dónde queda la casa de mi amigo?” “Close Up” y sus posteriores “Copia Certificada” con Juliette Binoche y “Like someone in love”. Pero fue además Kiarostami a quien se le debe, en gran parte, que luego se conocieran obras de sus compatriotas, tan potentes como su propio cine. Tal fue el caso de “La Manzana” de Samira Makhmalbaf, “Pizarrones”, “Las tortugas también vuelan” o “Niños del paraíso” de Majid Majidi y es indudable la fama que ha sabido ganar a nivel mundial la obra de autores como Asghar Farhadi o Jafar Panahi, representantes del cine iraní actual. En el documental “76 minutos y 15 segundos con Abbas Kiarostami” el director de fotografía Seifollah Samadian con el que trabajó a lo largo de 25 años, lo acompaña durante un viaje de trabajo y con el material obtenido en esa aventura, rinde a su manera un merecido tributo compaginando cientos de horas de filmación y extractando pequeños fragmentos fundamentales para conocer algo más del universo de Kiarostami. Es aquí, en este documental, donde se ilustra perfectamente no sólo la pasión que tenía por el cine sino también por el mundo de la fotografía como potente elemento de observación y de expresión visual. Así la cámara lo toma en los preparativos de sus sesiones de fotos, de sus descansos, nos habla de la rigurosidad y lo meticuloso de sus elecciones. Justamente la propuesta de “24 frames” (jugando con el doble sentido que puede tomar la palabra frame como marco de un cuadro o también en su otra acepción como fotograma) es la de generar un diálogo permanente entre sus dos pasiones: el cine y la fotografía. Esta necesidad parece haber surgido de una pregunta básica que se presentó durante el proceso creativo “¿Qué sucede en el momento anterior o posterior de tomar una fotografía?”. Es así que para esta experiencia visualmente única y fascinante, hipnóticamente bella, Kiarostami diseñó especialmente un dispositivo visual por medio del cual comienza a intervenir veinte fotos de su colección personal usando herramientas digiles, inserts en 3D y pantallas verdes. De esta forma y luego de un trabajo intenso de tres años con un equipo técnico de primer nivel, logra dotar de movimiento a estas fotos, de acuerdo con lo que él mismo estima que había sucedido en cada situación de las que había capturado con su cámara. Su poesía, su particular estética y la belleza que se desliza en cada cuadro hacen que quedemos fascinados durante dos horas, observando pacientemente paisajes nevados (es casi una constante) con caballos, ciervos, vacas y urracas; el oleaje del mar o sentir cómo cae la nieve, pequeños detalles que nos maravillan a puro contacto con la naturaleza y que nos invitan a reflexionar sobre el paso del tiempo (elemento vital en la obra de Kiarostami), el paisaje como territorio y espacio de expresión, la naturaleza y la presencia de esos animales que solos, en pareja o en comunidad, parecen intentar contarnos una historia. Para quienes en el Festival Internacional de Mar del Plata pudimos disfrutar de esa joya llamada “Take me home” un corto de tan solo 16 minutos en donde Kiarostami demuestra en el recorrido que seguimos de una pelota, su profundo conocimiento del cine y de la fotografía con la perfección del encuadre, una idea novedosa y a través de ella, la búsqueda de la perfección estética, su película póstuma “24 frames” nos remite a ella y nos transmite exactamente lo mismo. Esa fusión tan difícil de lograr de forma tal que las imágenes hablen por si mismas sin necesidad de intervención de la palabra y que quedemos cautivados por la potencia y la belleza de lo que nos quiere mostrar. Y así continuar absortos, cuadro tras cuadros, admirando una propuesta delicada, armoniosa y profundamente bella, complementada, en cada caso con la elección precisa de un sonido ambiente o de una melodía que nos emociona, según el caso. Un inmejorable legado de uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo. Imposible pensar una mejor despedida que ésta.
En busca de un instante de la realidad La película final de Kiarostami, que trabaja sobre la idea de fotografías en movimiento a través de la manipulación digital, se suma a la porción de su obra más cercana a la experimentación, para buscar las posibilidades infinitas del concepto de narración. En ciertos casos, la contemplación le cede el lugar al desarrollo de una historia con giro inesperado. ¿Qué ocurre inmediatamente antes y después de tomar una fotografía, de congelar un instante de la realidad?, se pregunta indirectamente Abbas Kiarostami al comienzo de su último proyecto, cuyo estreno mundial se produjo de manera póstuma en el Festival de Cannes, casi un año después de su muerte, en julio de 2016. Para el mayor cineasta jamás surgido de tierras iraníes y uno de los más grandes realizadores internacionales de las últimas cuatro décadas, la pregunta se asemeja no tanto a un intríngulis filosófico (como tantos otros que atravesaron una parte de su filmografía) como una excusa formal, con algo de lúdico, para dejar volar la imaginación sin perder de vista el rigor creativo. El resultado, 24 cuadros, se suma a la porción de la obra audiovisual de Kiarostami más cercana a la idea de experimentación –de la cual forman parte títulos como Shirin, Ten y Five– para ensayar una investigación sobre la imagen en movimiento y las posibilidades infinitas (desde lo macro a lo micro) del concepto de narración, poniendo en tensión la idea del espectador como sujeto pasivo de un evento/espectáculo que se desarrolla frente a sus ojos. Quizás Five, con sus cinco planos fijos de playas, lagunas y sus inquietos habitantes –amorosamente dedicados a Yasujiro Ozu–, sea el antecedente más directo de 24 Frames. Al mismo tiempo, el parentesco de aquel film con la obra de realizadores como James Benning desaparece en gran medida: aquí, la manipulación digital de las imágenes es tan relevante como la idea de captura. Ya el primero de los cuadros –que, como los veintitrés restantes, tendrá una duración exacta de cuatro minutos y medio– parte de un doble registro: el que la cámara de cine hace de una de las más famosas pinturas de Brueghel el Viejo. A partir de allí, la magia de los efectos visuales hace aparecer humo de las chimeneas, al tiempo que un pájaro cruza el cielo y un perro comienza a corretear sobre la nieve. La banda de sonido acompaña: viento, ladridos, graznidos. La nieve o la lluvia serán testigos y protagonistas de la mayoría de los segmentos (o, si se quiere, mini películas). En la número 2, por caso, un grupo de caballos trota y luego pasta tranquilamente sobre la superficie de un desierto blanco, mientras un tango de Canaro se escucha en la banda sonora. ¿Recuerdos del paso de Kiarostami por la Argentina, allá por 1998, cuando fue jurado del Festival de Mar del Plata? En ciertos casos, la contemplación le cede el lugar al desarrollo de una historia con giro inesperado y remate: los cazadores de la nieve del pintor holandés parecen haberse trasladado a otro de los cuadros, dándole caza y muerte a un ciervo. En otros, la observación de las más mínimas alteraciones de la imagen –las ramas de un arbolito mecidas por el viento, los giros y sacudones de un pájaro posado en un alféizar– habilitan la posibilidad de la ensoñación, al mismo tiempo homenaje al cine más primitivo (el de los hermanos Lumière, el de la era las moving pictures, las “fotografías en movimiento”) y, por vía de la manipulación en la posproducción, juego de creación moderno. El único segmento en el cual los seres humanos tienen una activa participación en cuadro presenta de manera transparente la idea de universos de imágenes, ligados por la observación de alguien que, a su vez, en contemplado: seis personas, inmovilizadas por la tecnología, observan una ¿fotografía? de la Torre Eiffel, mientras un grupo de transeúntes pasa delante de la cámara de Kiarostami, mirando hacia un lado y hacia el otro. El espectador, a su vez, observa esas diversas capas, mientras un preciso proceso de iluminación y contraste altera las tonalidades, transformando el día en noche y el aire limpio en nevada. Frame es cuadro, fotograma, pero también marco. En varios de los segmentos las puertas, ventanas, verandas y verjas hacen las veces de límite visual de una pantalla imaginaria. En el último cuadro, ese marco es doble: el del ventanal que deja ver los árboles sacudidos por un fuerte viento y el de una computadora que, cuadro a cuadro, revela el final de un film del Hollywood de la era dorada, un beso apasionado y el cartel de The End, el cine clásico y la experimentación reconciliados. Como en Primer plano, la representación y la realidad se confunden y disuelven. Algunos cuadros antes, a una distancia que los deja reducidos a un tamaño minúsculo, un grupo de pelícanos se roba mutuamente un sitio de privilegio en alguno de los cuatro palos enterrados en el arena. Una lejanía visual similar a la de los enamorados de A través de los olivos, cuyo plano-secuencia final se transformó es una de las escenas más célebres en toda la obra del director iraní. Por momentos, la belleza del cine de Kiarostami resulta inconmensurable.
La extraordinaria obra del cineasta iraní Abbas Kiarostami estuvo marcada siempre por su vínculo con el cine experimental. Además de sus obras de ficción y sus documentales, Kiarostami realizó películas que podrían llamarse experimentales. Si bien todo el cine de este director fue una reflexión acerca de la naturaleza del cine, algunas de sus películas llevaron al extremo su sus planteos sobre la imagen. Five Dedicated to Ozu (2003) o Shirin (2008) son dos ejemplos bien distintos entre sí pero que buscan desentrañar la esencia del cine y su vínculo con el espectador. Kiarostami murió en el año 2016, pero dejó una obra póstuma digna de sus inquietudes y sus planteos estéticos. 24 cuadros parte de la obra Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel, este cuadro pintando en 1565 muestra un paisaje invernal como los que se verán a lo largo de toda la película. Ese cuadro inicial es el prólogo, lo que viene después son imágenes tomadas por el propio Kiarostami. “Siempre me pregunto en qué medida los artistas tratan de representar la realidad de una escena. Los pintores y los fotógrafos solo capturan una imagen, pero nada de lo que sucede antes o después”. Y los veinticuatro cortos que componen la película son esos minutos previos o posteriores a las imágenes elegidas. Con efectos digitales, animación y demás trucos de post producción, el director genera cuadros en movimiento con pocos pero significativos elementos. Los sonidos de la naturaleza, interrumpidos ocasionalmente por la presencia humana y los sonidos de sus invenciones, el movimiento de un pájaro, una vaca o el océano, todo en su mínima expresión, en su forma más pura, pero también emocionante y deslumbrante. La presencia de unos patos hace recordar aquel plano fuera de serie de Five aunque aquí no se llegue nunca a ese punto tan alto de euforia cinematográfica. La película es de una enorme belleza y su naturaleza experimental le puede quitar orden pero a la vez la vuelve inagotable. Sus imágenes pueden verse para siempre. Es una emoción extra saber que es el último nuevo film de Kiarostami que tendremos. Su genialidad, su lucha contra las limitaciones que marcaba el filmar en un país de censura y persecución, su talento para pensar el cine, todo eso quedará por siempre en una obra que ya marcó la historia del cine.
Son 24 cuadros animados, cada uno dura 4 minutos y medio. Esa es la descripción y eso es lo que hay. Aunque “lo que hay” es mucho más: es una reflexión sobre el tiempo y el movimiento, es un experimento con la animación y la imagen real, es un juego con la luz y el sonido. Es, sobre todo, la búsqueda de la belleza (y del sentido, que en este caso son lo mismo) en lo que vemos y trata de responder por qué elegimos guardar ciertas imágenes. Es el film final de Kiarostami, una elegía propia sin melancolía y con la felicidad de hacer lo que uno quiere.
La película póstuma del director iraní Abbas Kiarostami, 24 cuadros, es un ejercicio experimental y poético, una especie de ensayo audiovisual que funciona como despedida mientras se pregunta cómo el cine y la fotografía pueden plasmar la realidad. La despedida de Kiarostami es una experimentación poética a través de las imágenes y los sonidos. Mediante 24 imágenes, animadas digitalmente de manera evidente y sutil al mismo tiempo, desde un cuadro pictórico a planos en la nieve o cielos abiertos, hasta un plano final precioso con el cine como, literalmente, principal protagonista. Fotografías seleccionadas y tomadas por Kiarostami (a excepción del cuadro de Bruegel con el que empieza) que presenta cada una con su número sobre una placa negra. Planos estáticos de menos de cinco minutos cada uno que pueden narrar alguna breve historia, sin embargo la película en su totalidad apunta primordialmente a lo sensorial. Las imágenes son algunas musicalizadas, en diferentes idiomas, y hasta con Andrew Lloyd Webber y Katherine Jenkins cantando que el amor nunca muere, y lo cierto es que la idea de inmortalidad o eternidad (o del tiempo, ese concepto tan complejo) está sin dudas grabada en el hecho de que sea esta la película final del director de El sabor de las cerezas, Copia certificada y Like someone in love. 24 cuadros es la mejor combinación de las muchas facetas del director y guionista que además supo ser poeta, fotógrafo, pintor, ilustrador y diseñador gráfico. Acá se permite jugar con las texturas, los sonidos, los elementos repetidos, el color y el blanco y negro. 24 cuadros de unos cuatro minutos aproximadamente cada uno en los que el realizador se imagina qué pasa antes y después de ese instante inmortalizado. Estamos entonces ante una película que requiere a un espectador paciente e interesado. De así ser será recompensado, no sólo por el hermoso plano final sino por la película en su conjunto.
24 Frames, de Abbas Kiarostami, abre con el cuadro de Brueghel Cazadores en la nieve (Jagers in de Sneeuw) como preludio a una obra que se emancipa de la narrativa clásica y se yergue sobre el experimento cinematográfico. Sus formalidades, densas y profundas, se reflejan en su condición intrínseca. El film consta de veinticuatro episodios cuasi fotográficos, estáticos, de unos cinco minutos de duración cada uno, que se ven afectados por varios elementos que cobran vida dentro del encuadre. En realidad se trata de una mezcla de técnicas fotográficas y fílmicas, apoyada por capas y capas de retoques digitales (animales superpuestos, nieve digital, entre otros trucos) que dan vida a todo lo que se mueve dentro del registro visual (caballos, aves, ciervos, vacas, las inquietas aguas en una playa, la espesa nieve que cae incesantemente). Como en la pintura antes citada, Kiarostami expone una temática que se repite en cada fotograma y que configura la relación entre la naturaleza y el hombre, o bien la irrupción de este en distintos terrenos. Muchas veces esa irrupción sucede gracias al fuera de campo, en forma de un disparo o de ruidos de lejanas motosierras. La nieve, los “cazadores” (que acechan el fuera de campo), el ambiente rural y la fauna animal reconstruyen durante más de 100 minutos esta especie de réquiem (es el film póstumo del realizador) cuyo discurso parece anclarse estrictamente en la posición que el cine puede tomar a partir de ideas o formas. 24 Frames, en cierta instancia, parece antagonistar con la sombría y surrealista El año pasado en Marienbad de Resnais, cuya función de experimento gratuito era momificar las figuras humanas recortadas sobre fondos sobrecargados, figuras que revelaban la existencia del cine gracias a los extraordinarios movimientos de cámara. Por el contario, 24 Frames momifica el encuadre y atesora el desplazamiento de todo aquello que lo compone, dejando solo un episodio bajo la fuerza cinemática de la cámara. En él se aprecia la subjetiva desde un automóvil en movimiento mientras dos caballos negros contrastan con la absoluta blancura de la nieve. Ambos films conforman una mirada compleja sobre las bondades del cine y sus mecanismos, sobre el registro sacro de la cámara -menos interesante como experiencia y más valorable por su riqueza intertextual. 24 Frames se comporta como una absurda paradoja: de tanto control, tanto retoque digital, tanto manoseo en la edición -¿Se puede hablar de montaje?-uno no deja de ver el artificio, corrupto y abusivo, de la bellísima e inquietante pintura de Brueghel en su esencia: la naturaleza indomable, la muerte repentina, las imágenes de registro instantáneo, la impredecible fauna animal. Todo se pierde por obra de un capricho audiovisual museístico que poco puede acercarse al cine, aun cuando sus ideas bien intencionadas sobre la imagen (pintura, fotografía, cine) tengan firmeza y creencia.
EPITAFIO EN 24 CUADROS Para su última e incompleta obra que fue finalizada de forma póstuma, marcando una sospecha sobre el tono lúgubre de algunos fragmentos, Abbas Kiarostami, director de joyas como Close up, apuesta por un film críptico y experimental que reflexiona sobre el cine al mismo tiempo que cierra de una forma poética su trayecto como realizador. Es esto lo que lleva a que sobrevuelen referencias a la ausencia y la muerte bajo la idea de este proyecto del director que murió a raíz de un cáncer de estómago en el 2016. Conceptualmente un tanto irregular más allá del lineamiento inicial que planteó el mismo director antes de su muerte, el film sin embargo conmueve desde el misterio que envuelven las imágenes una vez uno se sumerge en él. Sus 96 minutos pueden ser algo extenuantes por momentos, pero al igual que la mayoría del cine experimental, debe haber un receptor predispuesto a la experiencia antes que a la lectura de una narrativa tradicional. Pero, ¿en qué consiste 24 cuadros? Como dijimos, el film transcurre durante 96 minutos, que responden a los cuatro minutos en los que se capturan 24 escenas, por lo general desde un encuadre fijo (depositando su dinámica en el movimiento interno de cuadro) que representan distintas escenas. La primera es quizá la de mayor riqueza por su cercanía a la animación: el cuadro renacentista de Pieter Brueghel el Viejo, Los cazadores en la nieve, toma vida en distintos momentos poniendo en crisis la de representación de la escena y modificándola a través de los cuatro minutos correspondientes, acercándonos a la tesis que luego se repetirá en los 23 cuadros siguientes utilizando como modelo sus propias fotografías, la singularización de ese momento y sus respectivas modificaciones a lo largo de esa unidad de tiempo demuestra que más que un instante se trata de un proceso. Esta faceta teórica encuentra una réplica en que el cine son 24 cuadros por segundo (el número no es casual en absoluto), haciendo que el film tenga un anclaje teórico sobre el cual se han expresado numerosas veces teóricos del cine, la fotografía y la pintura. En este sentido el film gana una riqueza que va más en la competencia intelectual del espectador que en la obra en sí, algo que sucede frecuentemente en el cine experimental. Pero más allá de la los elementos teóricos que definen a 24 cuadros, también hay un espacio para dejarse llevar por las sensaciones que generan algunas escenas. Al estar basadas en fotografías (salvo la ya mencionada pintura) existe una devoción formal en la composición de la imagen, algo que se puede adivinar en la lectura que se puede hacer de los tercios y la proporción aurea que domina la mayoría de los encuadres. Esto incluso nos puede llevar a intuir cuál fue la fotografía de Kiarostami en base a la disposición de los objetos en el encuadre. El uso del blanco y negro en la mayoría de las escenas tampoco es casual ya que ayuda a resaltar líneas y figuras, algo que también utiliza como soporte al utilizar encuadres desde ventanas, rejas o puertas. Pero es quizá la construcción del fuera de cuadro a través del sonido el elemento más enigmático del film: a veces el sonido es protagonista de la escena a través de lo que ocurre en el encuadre (dándole sonido a las gaviotas, los cuervos o el oleaje, por poner algunos de los casos más redundantes en las escenas), pero en otros es utilizado para darle una dimensión mayor por fuera de ese encuadre con, por ejemplo, el ruido ambiente de voces, grillos, etcétera. En otros se utiliza la música y adquiere un extraño tono melancólico de escenas cotidianas, lo que está y lo que se fue. Es quizá en estos momentos donde se encuentran los puntos más altos de 24 cuadros. En definitiva un film críptico que cierra la trayectoria del autor iraní con una nota de amor al cine en el cuadro 24, donde vemos cómo un film de la época dorada de Hollywood finaliza mientras alguien duerme en una habitación oscura, rodeada de la inmensidad de un bosque que devora la escena con el sonido, antes de que aparezcan los créditos. La construcción simbólica de la escena para comunicar sobre la fugacidad del arte, la vida y la creatividad justifica al menos este segmento, en un film cuyas escenas no siempre son tan ricas en su contenido ni se alinean al concepto general que la atraviesa. Aun así, es un buen epitafio para revisitar la obra del director.
El cine como arte evocador de la belleza que existe en la naturaleza del universo. El cine de Abbas Kiarostami es un canto a lo cercano, lo simple, lo sagrado. Sin embargo todo ese acercamiento a lo naïve es sumamente complejo. Conseguir una mirada del espectador sobre lo sencillo y natural de la vida, conlleva un bagaje cultural que abarca oriente y occidente, que parte desde la pintura “Los cazadores en la nieve”, una serie de paisajes de temporada de de Pieter Brueghel el Viejo, de 1565, con la que comienza el filme, hasta rescatar y recrear varias escenas de modernas fotografías cuyos esquemas recuerdan las bellas pinturas de las miniaturas persas. "Decidí usar las fotos que había tomado a través de los años. Incluí 4 minutos y 30 segundos de lo que imaginaba que podría haber sucedido antes o después de cada imagen que había capturado", dijo al presentar su película en Cannes. El filme se origina en el deseo de escudriñar la huella del tiempo en algunas de las secuencias sobre paisajes que inspiraron la última época de su vida. Y para ello se interna y desgrana una imagen pictórica, que es lo único ficticio sobre el resto del filme, que se abre en la pintura "Cazadores en la nieve". En el lado izquierdo del cuadro se puede ver a un grupo de hombres y perros caminando cerca de personas agrupadas junto al fuego y una línea de pequeñas casas; en el lado derecho muestra un puñado de caseríos y hombre que camina sobre un puente helado. A corta distancia y, más allá de éstas, personas aún más distantes que patinan y se arremolinaban sobre lagos de hielo oscuro. Montañas y árboles cubiertos de nieve ocupan el centro. En los siguientes minutos la pintura comienza a moverse a medida que el humo sale de una chimenea, cae la nieve, un perro orina contra un árbol, un cuervo grazna y vuela.El resto de "24 Cuadros" es un atractivo compendio de segmentos que transforman las propias fotografías de Kiarostami, de paisajes desolados, una colección de animales, y múltiples ventanas con forma de abertura, en fragmentos de una historia que habla de desolación y tristeza y que rápidamente establecen un tono de mal humor, y con el tiempo se convierten en estribillos dolorosos. Cada sección está dividida por fundidos en títulos negros e individuales (fotograma 2, fotograma 15) que crean una especie de efecto de cuenta atrás. Son 24 composiciones, sin diálogo y en tiempo real, que se van sucediendo como una catarata superpuesta de imágenes: la nieve, la lluvia, los pájaros, las olas. La hostil y salvaje naturaleza... El hombre es un animal ausente salvo en el final y en la fotografía de una familia iraní, o siria, o turca, frente a la Torre Eiffel, de espaldas, estáticos. Es el oriente que mira a occidente sin comprender bien su pensamiento. Al igual que occidente no entiende el modo de vida y pensamiento de oriente. Son mundos, misteriosos e indescifrables. Los alambres del telégrafo reciben la llegada de los cuervos que se instalan como corcheas en un pentagrama, cuya melodía se conoce a través de los graznidos. Una ola acosa a una vaca sobre la arena, de la que no sabe si está viva o muerta, mientras el rebaño pasa a su lado, una y otra vez, hasta que se levanta y se une a él. Una pareja de leones es contemplada a través de la ventana natural de un castillo derruido y semi sepultado por una tormenta de arena. Un grupo de ruidosas y curiosas ocas recibe a una inoportuna barca a la deriva... que interrumpió su paz. Un caballo en celo intenta montar a la hembra en medio de una intensa nevada, tan pasional como ellos El gris y sus matices, que van del oscuro al claro, pasando por espacios negros y otros totalmente blancos se impone. Llueve, nieva, el sol se filtra agónico en el mundo fantasmagórico de Abbas Kiarostami. En otras ocasiones Kiarostami aplana la imagen, convirtiéndola en una pila de cuñas horizontales. En un cuadro, un cielo oscuro, frío y melancólico parece asomarse sobre una barandilla esquelética que atraviesa el plano, partiéndolo por la mitad. Más allá de la barandilla, surge el agua (océano, mar o lago) y en primerísimo primer plano se focaliza a una paloma solitaria que da a la imagen el sentido de soledad y drama. Repetidamente, un movimiento, la paloma levanta su cabeza, otras que pasan, van y vuelven, convierte a la imagen en un fragmento narrativo ordenado. Luego aparecen unos renos que marchan y se detienen a esperar, al más pequeño o al más viejo. Quién sabe. Las composiciones parecen ser un tributo a Yasujiro Ozu, el cineasta japonés al que Kiarostami dedicó "Cinco" (2003), otro trabajo experimental. En “24 Cuadros” la pintura, la poesía, la arquitectura, la música que parte desde un tango de Francisco Canaro, para internarse en otros ritmos populares o temas como “Love never died” de Andrew Webber, o Chopin, son para Kiorastami un refugio ante un mundo hostil y despiadado. En Kiarostami, al igual que Andréi Tarkovski el arte es la única solución y forma de vida posible, y esto queda claro en sus ficciones. Y no hay nada más bello o entrañable en el arte, que lo ajeno al entretenimiento o la diversión, encontrando en lo terrible lo mejor de nuestra esencia. El cine como arte evocador de una belleza que está más allá de él, y que está contenida en la naturaleza del universo. Andréi Tarkovski en “Esculpir en el tiempo” sostenía: “El artista no tiene ningún derecho moral para dejarse llevar a un abstracto nivel medio, para hacer que su obra sea más comprensible, más accesible. Esto no acarrearía otra cosa que la decadencia del arte, cuando en realidad esperamos su florecimiento, creemos en las posibilidades potenciales y aún no desarrolladas del artista y también en una elevación de las exigencias del público. O al menos queremos creer en todo ello. (…) Tender hacia la sencillez es tender a la profundidad de la vida representada, pero encontrar el camino más breve entre lo que se quiere decir y lo realmente representado en la imagen, es una de las metas más arduas en un proceso de creación.” Eso en síntesis es lo que expresa “24 Cuadros” (“24 Frames”, título original en inglés) de Abbas Kiarostami, el arte en todas sus formas como un mantra, a través de sus 24 cuadros. Son poemas visuales, al estilo de los haikus japoneses, que se continúan hasta un último plano en el que aparece un espacio casi vacío de una habitación abandonada, sobre una mesa una computadora donde presumiblemente han cobrado vida estas imágenes en movimiento. En la pequeña pantalla, aparece ralentizada la última escena de “Los mejores años de nuestra vida” (1946) de William Wyler, con Myrna Loy, Fredric March, Dana Andrews, en un abrazo sobre el que se sobreimprime The End. La elocuente despedida de Kiarostami, que concluye así, con esta película como una especie de testamento poético de su largo y muy interesante viaje cinematográfico, que va desde el naturalismo más riguroso a la falsificación de las imágenes, y de la realidad al cine imaginado. Al final de su vida, Kiarostami hizo una sumatoria de su arte, digna de atención e inspiradora de su carrera en el uso de técnicas cinematográficas únicas para capturar la vida en toda su variedad emocional. En ellas lleva implícita una condena al sistema que lo ha censurado a él y otros artistas iraníes como Mohsen Makhmalbaf y Jafar Panahi. El filme hace preguntas fundamentales, ¿Dónde encuentras belleza en tu día a día? ¿Cómo te mantienes fiel a tus principios en una sociedad degradada?, sin ofrecer respuestas fáciles. El público deberá sacar sus conclusiones y sólo se enfrentará a la introspección reflexiva de uno de los artistas más importantes del cine mundial contemporáneo
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Abbas Kiarostami hoy no está entre nosotros. Se fue el cineasta que mejor pensaba el presente del cine, no tengo dudas. Sin embargo, acaso por un extraño conjuro, continúan apareciendo pequeñas joyas que reviven su figura mundana. Y es tan grande el espectro que, pese a las dudas que puedan generar estos filmes póstumos sobre su autoría, paradójicamente confirman la certeza de que asistimos a una película de Kiarostami, pues allí están en 24 Cuadros sus preocupaciones y sus búsquedas formales. Lo primero que se percibe es la naturaleza experimental del proyecto, un compendio de imágenes que perseguirán un fin común. Al inicio leemos una declaración del director donde habla de fotografías capturadas en los últimos años, donde imaginaba el antes y el después de cada imagen. Lo que precede a tal enunciación es un problema ontológico que Kiarostami retoma de Andre Bazin acerca de la evolución del lenguaje cinematográfico, y a partir de allí entramos en el juego exploratorio que consiste en una secuencia de 24 cuadros, donde la yuxtaposición es el recurso privilegiado que hace interactuar a la pintura, la fotografía y el cine, tanto en su condición analógica como digital. De todos, se destacan fundamentalmente el primero y el último. Uno porque parte de un cuadro de Peter Brueghel en el cual los sonidos y los imperceptibles movimientos liberan a la imagen pictórica del estatismo reinante; el otro, porque es portador de una belleza absoluta y misteriosa: una joven dormida sobre un escritorio frente a una ventana a través de la cual vemos (una vez más) a la nieve y a los árboles que se sacuden por el viento, mientras una película clásica finaliza en un monitor de computadora. Fusión de tiempos y de percepciones, posibilidades diversas de registros: Kiarostami nunca fue un llorón melancólico ni cultivó las telarañas de una cinefilia tardía. Por el contrario, fue un cineasta capaz de trasladar el horizonte de representación para demostrar que una mirada personal va más allá de cuestiones de latitud. Como Tarantino (un director en las antípodas) y Perrone (un realizador incansable) y otros grandes, supo transmitir la felicidad y el amor por el cine continuamente en sus respectivos procesos creativos. Y de mirar se trata la ética que trasunta de sus películas. Si el mundo es un reducto de efectos ópticos al que todos estamos expuestos, el cine de Kiarostami encierra algo de pedagógico, siempre consagrado a la idea de que uno debe saber mirar, saber ver, ya que “el secreto reside en el conocimiento de este mundo de visión, de mirada”, tal como declarara en alguna ocasión. Y 24 Cuadros demanda un gesto noble por parte del espectador en un presente donde el silencio y el descanso parecen ser un lujo de la civilización, nos invita a contemplar, y no solo eso, a permitirnos el goce estético de lo que vemos con una mirada despojada de la celeridad audiovisual berreta. De allí que el principio de incertidumbre siempre sea el movimiento. En todo caso, serán las ventanas, los espejos y otros, aquellos que reforzarán las ideas de encuadre y abrirán aristas en torno a la representación. En el segundo cuadro, un auto sigue el recorrido de un caballo por la nieve; de pronto se baja la ventanilla y la vista se aclara. Cuando los caballos salen del dominio visual, el auto prosigue. En otros se refuerza la idea de encuadres con bellísimas imágenes donde la profundidad de campo cobra especial relevancia. A través de recovecos, siempre habrá una abertura para aprehender con la mirada. La cámara de Kiarostami siempre ha sido perezosa para buscar al objeto o sujeto que todo espectador espera encontrar. Si algo alimenta a su cine es el fuera de campo como espacio privilegiado, cubierto por el sonido. Este alcanzará una materialidad sustancial a la hora de suplir las imágenes elididas. La escucha es el motor que nos vinculará con la experiencia cinematográfica de la pantalla. Hay canciones de diversos géneros cuya inclusión puede pensarse de diferentes modos, ya sea como interferencias, amplificaciones o portadoras de sentido. También sonidos delicados y otros abruptos que atraviesan las situaciones que, casi en su totalidad, ofrecen conductas de animales (los humanos solo están connotados y a veces negativamente, con disparos o ruidos de motores que alteran el orden natural). 24 Cuadros es una película que transcurre sin una idea absolutista de registro, pero sí con una dinámica particular en torno a la representación, un eje que ha sido estructural del cine de Kiarostami. El trabajo sobre las fotografías, intervenidas, manipuladas, no es otra cosa que la tentativa por explorar nuevos territorios, una búsqueda que lamentablemente se interrumpió por la desaparición física del director y que nos privó de un maestro reinventándose en la era digital. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Se estrena la obra póstuma del realizador iraní, un trabajo experimental que consistió en “darle vida” digitalmente a fotografías tomadas por el cineasta. Así, esas imágenes fijas se transforman en breves y poéticas viñetas que imaginan o tratan de recrear lo que pudo haber sucedido antes o después de esas fotos. En el Cosmos, todos los días a las 19. Hay una aplicación telefónica que más o menos explica el concepto central de 24 FRAMES, la película en la que estaba trabajando Abbas Kiarostami como proyecto a largo plazo, en medio de sus otros filmes, cuando falleció, en 2016. Esa aplicación permite capturar unos segundos antes y unos segundos después de tomar una foto y armar un breve video que la contenga. Se le pueden colocar efectos que permiten curiosos movimientos, muchos de ellos poéticos (hay varias cuentas de artistas visuales, y fotógrafos que la utilizan, por ejemplo, en Instagram) y otros supuestamente entretenidos, como esas aplicaciones que deforman un rostro o una imagen. Comparar esto con el cine del maestro Kiarostami parece un sacrilegio y acaso lo sea, pero en algún punto ambos procedimientos son similares, solo que el de Abbas es mucho más ambicioso y hecho a posteriori. Consumado fotógrafo, lo que hace el director de EL SABOR DE LAS CEREZAS es “darle vida” a algunas de sus fotos, de manera mayormente digital, mostrando lo que podrían haber sido los minutos previos y posteriores a esas fotografías. En 24 cuadros que duran unos 4 minutos cada uno lo que el filme muestra son distintos escenarios –principalmente paisajes nevados o mares, con animales de todo tipo, además de nieve o lluvia– “tocados” por la tecnología, creando una poética recreación de imágenes capturadas en el pasado. 24 FRAMES está en la misma línea de exploración audiovisual que Kiarostami trabajó en filmes como FIVE (DEDICATED TO OZU), TEN o SHIRIN, pero a diferencia de ellas aquí falleció antes de terminar el producto y fue su hijo y otros colaboradores los que lo terminaron, por lo que es probablemente diferente en algunos aspectos a sus intenciones originales. Me imagino que, en manos de Abbas, la película habría tenido menos musica y algunos de los “frames” tendrían otro tipo de recursos (el de París, por ejemplo), pero en general es bastante respetuosa de las ideas, las búsquedas y los temas del realizador iraní. Lo que se ve en 24 FRAMES lo deja en claro el primero de esos “frames” (que, en inglés, quiere decir tanto cuadro cinematográfico como “marco”, lo cual le da un sentido más amplio al término), que es el famoso cuadro de Peter Brueghel “Los cazadores en la nieve” en el cual algunas de sus “piezas” comienzan a moverse. Ese cuadro intervenido abre el filme pero de allí en adelante lo que veremos serán las propias fotos de Abbas, intervenidas. El mismo lo explicó diciendo que su idea era que el espectador, como en un museo, se pare frente a un cuadro unos minutos y lo contemple, en este caso con mínimos movimientos, algo que suele ser problemático en el cine ya que –por la tiranía de lo argumental– esa misma persona que puede contemplar un cuadro cinco minutos se suele irritar cuando un plano fijo dura más de uno. No es demasiado lo que sucede en los cuadros y en algunos casos el trabajo digital no está del todo bien hecho. Hay algo curioso, tipo corto de Disney con animales, que se da en algunos casos, mientras que otros, generalmente los más despojados y con menos “acción” resultan más bellos y efectivos. Salvo algunas excepciones, son en blanco y negro y, como dije antes, por lo general describen escenas de la naturaleza en la que se reiteran los motivos antes mencionados, a los que hay que sumar el marco de una ventana que propone otra capa de lectura para el filme. En paralelo, es acaso más interesante el trabajo realizado con el sonido. No me refiero a la música (que usualmente sobra, aunque un tango escuchado desde la radio de un auto tiene su gracia) sino a que, a la hora de dar vida a esas fotos, Kiarostami tuvo que recrear como sonaban o sonarían esos escenarios. La lluvia, el viento, los ruidos de los animales, las olas son elementos que completan esa “foto” de una manera imposible de reproducir en un cuadro y que convierte a la experiencia en algo claramente cinematográfico. No puede dejarse de lado que el sonido en el cine ha pasado a ser hoy un elemento con iguales o más capacidades disruptivas que la imagen. No veo 24 FRAMES como un testamento de Kiarostami. Es, era, un proyecto de experimentación más dentro de su obra. Quizás, al terminarlo, sus herederos y colaboradores quisieron darle este tono y por eso el último de los cuadros tiene la carga poética que tiene y que lo diferencia de los demás. Una persona parece quedarse dormida mirando un clásico de Hollywood en una pequeña pantalla mientras que por la ventana la vida pasa, la naturaleza sigue su curso. Como en todas las películas del iraní, las reflexiones que genera esa imagen quedarán a cargo del espectador.