L'enfant terrible Mucho se ha hecho en el cine argentino tomando como eje el tema de los desaparecidos y la última dictadura militar, pero muy pocas veces se salió del lugar común para realizar una película de género, que de manera permanente va sorprendiendo al espectador ante los cambios a los que se somete la trama. Lo que comienza siendo un simple drama familiar se convertirá en un thriller político para luego devenir en un film con toques hitchcockianos. Andrés vive con su madre (Celina Font) y su hermano mayor en Santa Fe. Ella está separada de su marido (Fabio Aste) y la relación con su ex se torna cada vez más tirante. A raíz de un accidente ella muere de manera repentina y tanto Andrés como su hermano Armando tendrán que irse a vivir con su padre y la madre de él (Norma Aleandro). La relación entre padre e hijos es rígida, aunque de manera inconsciente la “guerra” de poder se desatará entre Andrés y su abuela Olga, una guerra que desembocará en la tragedia. Por otro lado, lindante a la casa familiar funciona un centro de detención clandestino, un “secreto” que todos conocen y prefieren callar. La ópera prima de Daniel Bustamante (Historias breves IV, 2004) nos presenta un cruce de géneros que lo vuelven netamente interesante desde la propuesta narrativa. Lo que comenzará como un simple dramón logra tomar fuerza y consistencia cuando el realizador decide cambiar, sin previo aviso y de manera reiterada de género. Es así como logra mantener la atención del espectador y sorprenderlo ante los cambios estilísticos. Si bien el film puede denotar previsibilidad por la linealidad con la que es tratada la historia, ésta se pierde para dar lugar a la sorpresa en el modo de actuar del personaje de Andrés. En Andrés no quiere dormir la siesta (2009) hay dos conflictos claros: La relación Andrés - Olga y la relación Andrés - Dictadura. Ambos conflictos se unificarán en un punto para provocar el trágico desenlace, si bien ambos están presentes de manera implícita más que explicita, a través de claras señales que se manifiestan en el film, serán los que justificarán la reacción final de Andrés. Cuando el protagonista ve lo que no tiene que ver o escucha lo que no tiene que oír, todos hacen como si no hubiera sucedido nada. Todos niegan la verdad. Todos prefieren callar. Un pequeño ejemplo de ésto es cuando Andrés ve por su ventana una redada militar y al otro día le hacen creer que sólo lo soñó. Conrado Valenzuela interpreta a un Andrés que de manera cíclica va cambiando su personaje hasta terminar mostrándonos a una especie de Satanás infantil capaz realizar las peores patrañas del mundo, pero con la inocencia de un niño. Andrés logra hacer justificable lo injustificable, haciendo que el espectador vuelque una postura a favor del victimario y no de la víctima, como debería ser lo correcto. Si bien Andrés no quiere dormir la siesta no es film perfecto –por momentos cae en lugares comunes y con personajes que de manera innecesaria tratan de explicar sus acciones- es un film valioso por la forma de resolver un conflicto que parecía agotado en el cine argentino y que gracias a una vuelta de tuerca, resuelta por el buen manejo en el tratamiento narrativo y de los géneros cinematográficos, nos trae una historia contada de manera diferente que sorprende desde todos los sentidos.
Nunca se es demasiado pequeño para que el dolor del mundo te toque. A Andrés le cae en suerte experimentar una de las pérdidas más dolorosas que puede sufrir un niño, y casi de inmediato pasa a manos de una abuela de escasa empatía con la que se enfrenta de manera sorda. Sin embargo, la guerra subterránea no es sólo doméstica. Un día cualquiera, Andrés ve lo que no debe y pronto queda inmerso a su pesar en una cadena de sucesos que introducirá finalmente un (otro) cambio fundamental en su vida. Con la muy buena performance del niño protagonista, Conrado Valenzuela, el espectador se va introduciendo en la historia de Andrés y de su hermano, las realidades de su padre, su abuela y el vecindario con su secreto a voces. Sin embargo, al abandonar por momentos la óptica del niño, se revelan algunos hilos sueltos de esta trama que si peca de algo, es de la audacia de querer abarcar mucho en poco tiempo. Pasando del drama familiar al thriller de tintes político-policíacos, tiene por momentos baches incomprensibles donde la atención (y la tensión) se pierden. Si bien no presenta más que sutiles modificaciones a un tema ya clásico del cine, como es el de la perspectiva infantil sobre el conflicto (el más inmediato y el otro, el que lo cerca y lo influye sin él saberlo), se podría decir que este filme es un buen debut para Daniel Bustamante. No es para menos, con el elenco que consigue reunir y los temas ambiciosos que aborda el guión. Quizá le ha faltado un poco de horno (madurez artística, algo de sensibilidad sutil en pasajes que lo requerían) para convertirse en una película referencial, pero dentro de sus propios márgenes es disfrutable.
Recordando sin ira El filme de Daniel Bustamante usa como telón de fondo los años de plomo para hablar de una familia. La mirada hacia el pasado -en particular si se refiere a los años de plomo- siempre es analizada desde la platea por el tamiz de la subjetividad del que vivió esa época. No es el caso de los espectadores más jóvenes, a quienes los relatos aún pueden llevarlos a creer, de un extremo a otro, que confían lo que se les cuenta fue realmente así. Andrés no quiere dormir la siesta, en buena parte de su trama, no se propone gritar verdades sino poner de fondo la situación de ciudadanos comunes que convivieron con la desaparición forzada de personas para contar la historia de una familia. Una familia rota, en pedazos y por varias cuestiones: primero, porque los padres jóvenes de Andrés se separaron; luego, porque la mamá muere en un accidente de tránsito, y el padre vuelve a vivir con Andrés y con su abuela. El director Daniel Bustamante no profundiza en su guión ninguna cuestión aleatoria: si hay personajes que rodean a Andrés que formaron parte de grupos paramilitares, los presenta casi siempre bajo los ojos de Andrés, un niño que no quiere dormir la siesta y prefiere tomar la leche fría antes que hervida, consentido por su abuela. La película cambia el eje cuando los personajes adultos niegan a Andrés la realidad ("yo no vi nada", le dice la abuela, cuando el niño sabe que ella presenció cómo secuestraban y golpeaban a alguien en la vereda de enfrente). Pero es más inquietante lo que se dice y sucede en esa cocina que todo lo que pasa afuera de la casa. A la buena construcción de los diálogos de Bustamante se suman afortunadamente las actuaciones, principalmente de Norma Aleandro, Fabio Aste (el padre) y hasta el pequeño Conrado Valenzuela, como Andrés. Cada uno tiene que enfrentar situaciones de dolor, y cada personaje lo expresa a su manera. Allí se nota la buena mano del director, ya que no permite que nadie se extralimite ni vocifere si no lo requiere la situación. La película se sigue con marcado interés hasta que la trama comienza a alargarse en los últimos veinte minutos, como si tanto rigor estilístico no hubiera podido mantenerse. Habrá que ver cuál es el siguiente paso de Bustamante, pero está claro que cuenta con buenas armas.
Relato familiar que también es espejo social Andrés, un niño de 8 años, pierde a su madre en un accidente y su vida sufrirá un rudo golpe de alcances que ni él mismo puede anticipar. El escenario es la ciudad de Santa Fe, hacia fines de la década del setenta, en un barrio en el que todo es amable y apacible aunque sólo en la superficie, ya que todos conocen que allí, junto al baldío en el que los pequeños juegan al fútbol, funciona un centro de detención clandestino. Frente a la tragedia de haber perdido a su madre, Andrés se verá forzado a vivir, junto a su irascible padre y a su hermano mayor, en la casa de su abuela Olga, figura protectora y matriarcal que se jacta de saberlo todo de sus familiares y vecinos. Sin embargo, nunca descubrió la otra existencia que llevaba su nuera, activa militante de un grupo extremista. El novel director Daniel Bustamante logró un relato de hondo significado dramático a través del pequeño protagonista -un excelente trabajo de Conrado Valenzuela- que poco a poco comprobará que la dureza de su abuela es, también, la dureza que se vive en ese país del terror y las persecuciones. El relato se convierte así en una alegoría de aquellos años de horror imbricados, aquí, en esa familia para quien, también, la fuerza será el eje de sus vidas. Norma Aleandro vuelve aquí a demostrar su gran talento interpretativo al ponerse en la piel de Olga, en tanto que Fabio Aste, como el padre, y el resto del elenco logran apuntalar el relato al que una impecable fotografía y una música de logrados tonos suman puntos.
Memorias de los años de plomo La intención del primer largometraje de Bustamante es reflexionar sobre una época, la de la dictadura militar, y sus consecuencias individuales y colectivas. Pero los gestos, detalles y sutilezas van dejando paso a una enfática afectación discursiva. Entre los pliegues de la ópera prima de Daniel Bustamante –uno de los cortometrajistas responsables de la cuarta edición de las Historias Breves– se esconde una película interesante y provocadora que pudo haberlo sido mucho más. No es que Andrés no quiere dormir la siesta carezca de virtudes, pero el producto resultante se hamaca entre dos puntos opuestos, el de la alegoría política y una vertiente melancólica del drama costumbrista, en una apuesta que se aleja progresivamente de la complejidad y la ambigüedad para arroparse finalmente en la afectación discursiva. La historia tiene como protagonista a un chico que atraviesa doce meses particularmente problemáticos de su vida. Corren los años de plomo de la última dictadura militar y el ritmo cotidiano de un barrio santafesino dista de la tranquilidad que las calles parecerían transmitir, particularmente por la cercanía de un centro de detención clandestino cuyos portones se abren y cierran constantemente, como las fauces de un monstruo apenas entrevisto. Lejano a todo eso, luego del horario de la escuela Andrés pasa sus días potreando, escapándole a la siesta, soñando con la serie Kung Fu, juntando bolitas para algún campeonato en ciernes. Ello cuando no es enviado a ver a su padre, separado del núcleo familiar, en busca de algunos pesos indispensables para la manutención. El film presenta la primera de sus dos emblemáticas muertes a pocos minutos del inicio. La madre de Andrés y de Armando –su hermano mayor– fallece luego de ser atropellada por un automóvil. Lejos de lo azaroso, la película relaciona indirectamente el trágico hecho con la relación que la mujer mantiene con un “subversivo” (o simplemente un intelectual de izquierda, no queda en claro ni interesa esclarecerlo). Luego del duelo y la mudanza a la casa de la abuela Olga (Norma Aleandro en un rol característico), los chicos deberán adaptarse no sólo a la pérdida sino a las nuevas reglas de juego impuestas por un severo padre. Manteniendo la mirada de Andrés por encima de cualquier otra, el relato se acomoda sin apartarse demasiado del clásico arco dramático del coming of age, donde el dolor del crecimiento va acompañado de toda clase de descubrimientos del mundo adulto. Que ese punto de vista se apuntale durante casi 110 minutos depende en gran medida de decisiones de puesta en escena, pero también es mérito del niño Conrado Valenzuela, actor debutante con unos ojos profundos y espesos que recuerdan, por momentos, a los de la actriz española Ana Torrent en sus años mozos. La mirada de Bustamante sobre la vida de barrio durante aquellos años –según declaraciones del realizador, existe incluso alguna cuota autobiográfica– se acerca en varios momentos a la exposición de memorabilia: no son escasas las escenas que destacan el aspecto del Simulcop, el infame libro de lectura de Constancio Vigil Upa o ese símil Pocketer tamaño gigante accionado por chorros de agua y que todo aquel que se acerque a los cuarenta abriles recordará sin problemas. Los chirridos y notas falsas del film con el material que tiene entre manos aparecen y se acrecientan a partir de la necesidad de argumentar el choque entre la realidad del mundo infantil y el horror circundante. Es entonces que los trazos sutiles que había sabido conseguir –particularmente el desprecio e incluso el odio creciente de Andrés hacia prácticamente todo aquel que lo rodea, una idea de la infancia sin dudas alejada de la cursilería– son sepultados por la explicitud de situaciones y diálogos. La “amistad” entre Andrés y un represor pone en tensión una relación por cierto perturbadora, pero la caracterización de este último cae inevitablemente en el trazo grueso. Algo similar puede decirse de Olga, personaje construido en base a detalles, gestos y frases breves, hasta que es obligada por el guión a recitar un soliloquio que exhibe, en letras de molde, aquello que podía inferirse por conductas y reacciones previas. La intención de Andrés no quiere dormir la siesta es indudablemente reflexionar sobre una época y sus consecuencias individuales y colectivas, pero su especulación sobre el “no te metás” y el “algo habrá hecho” se revela como un lugar común utilizado como excusa argumental. De allí la paradoja de que los últimos minutos del film tal vez sean los más interesantes, si se los toma aisladamente, por su carga de violencia contenida y su elucubración implícita sobre el futuro de Andrés. En el marco de la totalidad del metraje –como esa mancha de sangre lavada a manguerazos por los vecinos, cargada de sentido alegórico– la clausura se torna enfática y redundante.
Costumbrismo con la represión como paisaje La mirada sobre el mundo de un chico de ocho años que vive en un barrio en la ciudad de Santa Fe, durante los primeros años de la dictadura militar. O más bien, los cambios que atraviesa durante un año, que no son pocos. Eso es lo que construye la historia central de la primera película de Daniel Bustamante, un relato acerca de cómo vivió cada generación los años de la dictadura, sobre todo la de este Andrés. Sin embargo, la película quiere dejar en claro que prefiere ser un film de contemplación antes que “político”. Uno de cómo influye el mundo de los adultos en el infantil. Quizá porque lo más importante es la mirada de este personaje, casi todos los demás están demasiado caracterizados y explicados; cada acto y palabra en la película los define, lo cual, por otra parte, es una gran contra, porque así todo el peso del film recae sobre el pequeño actor, Conrado Valenzuela, que sin embargo lleva con increíble maestría semejante responsabilidad. Andrés vive con su abuela en el barrio donde funciona un centro de detención clandestino, y el chico entabla relación tanto con el represor jefe como con un amigo “subversivo” de la madre muerta. Y tiene una particular relación de amor-odio con su abuela y con su padre. Pero aunque todas las relaciones se apoyan en el personaje del chico, el énfasis en el relato costumbrista, en la película de drama familiar, lleva a estereotipar las reacciones de cada personaje ante lo que sucedía en esos años. “Yo no vi nada”, dice el de Aleandro, la abuela del chico, después de presenciar junto a su nieto una golpiza en la calle por parte de represores. Contra el estereotipo, no puede ni la potencia de la mirada de Andrés.
Calido film que narra la historia de una familia de padres separados en plena Argentina en época de la dictadura mililtar, vista a través de los ojos del hijo menor de tan solo 8 años, quien debe amoldarse a vivir con su abuela Olga (Norma Aleandro) tras la muerte de su madre en un accidente. Su padre (Fabio Aste), muy recto, y abuela, distantes de los sucesos, sin tomar partido, haciendo la “vista gorda” a un clima que se conocía pero se decidía no hacer nada al respecto, toman su tiempo en educar “a la antigua” a los dos hijos del truncado matrimonio. El padre, con dificultad en el cierre de las heridas sentimentales, inclusive el conocer que su ex mujer había empezado una relacion con un simpatizante de movimientos revolucionarios, vuelca gran parte de sus problemas sobre el niño. Dentro del barrio, funciona un centro clandestino de detención. Andrés intercambia diálogos con uno de los responsables, manteniéndose una relación que comienza a ser advertida por su abuela. Presentado en proyeccion de HD en el Festival de Cine de Mar Del Plata, el film logra sus mejores momentos cuando el niño, Andrés, inocencia mediante, se encarga de resolver situaciones dignas a su comportamiento y edad. La puesta en escena del film es pobre, asi como ciertas personificaciones y lugares comunes, un padre muy severo o un agente muy estereotipado dentro del centro de detención. El film es la opera prima del realizador Daniel Bustamante, se destacan las ejemplares actuaciones del niño Conrado Valenzuela, Fabio Aste y Celina Font, quien es sus escasos minutos logra captar ese amor materno hacia sus hijos que luego los movilizará a lo largo del film.
Esta es la historia de Andres, un niño de 8 años que en plena dictadura militar es testigo y entiende a su manera lo que transcurre a su alrededor. Daniel Bustamante cuenta que hizo todo lo que el manual para realizar una opera prima dice no hacer: uno de los puntos es que una de las protagonistas es una actriz de renombre como Norma Aleandro, sin embargo , este film, pese a que la historia es sostenida por un niño, se sobrelleva satifactoriamente, los diálogos son consistentes y se siente un gran orgullo porque esta película sea argentina. Compartiendo un poco la tónica de El secreto de Sus Ojos, este film también transcurre y toca el tema del proceso en la Argentina: La dictadura, no muy a fondo, sin golpes bajos, bastante light. Andrés, no quiere dormir la siesta por que tiene los ojos muy abiertos, luego de la muerte accidental de su madre, debe vivir con su hermano junto con su abuela Olga, su tio Antonio y su padre, el cual descubre lo que para la familia es el resultado de la famosa frase “algo habrán hecho” (…) Tal vez lo que se le puede llegar a criticar a el film es el no efecto que causará en una gran parte del publico, acostumbrado a lo obvio , el lugar común , ya que en ningún momento se muestra el centro clandestino que funciona en el barrio por dentro, o escenas de la madre militando, es que esta lejos de Garage Olimpo, pero cerca de ser una película para ver en familia y abrir el tema para explicar y debatir esta parte de la historia argentina que es oscura por lo que sucedió y no porque no se pueda ver lo que pasó durante la misma. Teniendo en cuanta que quien redacta la ultima película argentina que vio fue Matar a Videla, se señala que la historia en varias oportunidades perdía el equilibrio y se inclinaba hacia el “no jugarse” pero se rescata la visión original sin llegar al extremo del film Màs que un Hombre.
Verano, otoño, invierno, primavera… y otra vez verano. La ópera prima de Daniel Bustamante es una película que se desarrolla particularmente a través del punto de vista de un niño llamado Andrés (Conrado Valenzuela), quien vive rodeado de personajes miserables (desdichados, infelices) en un contexto sumamente miserable (perverso): a la solemnidad de un verosímil social que trasciende lo netamente cinematográfico de manera incansable, grave e inextinguible durante la mayor parte del metraje (evidentemente el sentido político y social del relato es de una importancia relevante), se suma una manera de narrar que hace angustiosa la experiencia de ver producto del regodeo de una cámara que parece embelesarse con el sufrimiento de los personajes y con la violencia física y psicológica que los aflige. Tanta intimidación estimulada por ese universo desgraciado (plena dictadura militar en territorio santafesino) provoca el resquebrajamiento del núcleo familiar al cual pertenece el pequeño protagonista del film. Afectada por el peso de ese período histórico que recrea, Andrés no quiere dormir la siesta no puede evitar recaer en un continuo despliegue visual de primeros planos que registran silencios y miradas cómplices entre personajes oscuros, cínicos, agresivos y detestables. Todos, desde los familiares de Andrés, perturbados por una aprensión interminable al conocer la relación de la madre del pequeño (Celina Font) con uno de los integrantes de un grupo subversivo, pasando por los oficiales encargados de detener, torturar y asesinar a jóvenes de izquierda hasta llegar a las maestras de la escuela del niño, caen presos de la fórmula de la película de Bustamante. Un procedimiento cinematográfico que parece basarse en la cercanía de planos que hacen todo lo posible por desestabilizar al espectador bajo la monstruosidad creciente de esas criaturas que han sido contagiadas por el temor de los llamados años de plomo (no hay duda: el miedo transforma). Sumemos a lo mencionado los movimientos de cámara en mano que, siguiendo toda lógica de manual de filmación, se esfuerzan por imponer un ritmo nervioso sobre cada uno de los rostros en conflicto. Así, acompañados por el frenesí de situaciones que embisten y contagian al artificio de una especie de alteración constante, el manoseo físico y los gritos del intolerante padre de Andrés (Fabio Aste) en pleno semblante de este último, las miradas sumergidas en miedo entre su abuela (la siempre correcta Norma Aleandro), su padre y su tía (María José Gabín) que acentúan la idea, aunque sea en pleno mutismo, del “no hay que meterse” o “nada ha pasado aquí” y la exposición de una cruda verdad en medio de una de las cenas de fin de año que exhibe y desnuda aquello que no debe pronunciarse, hacen de los vínculos familiares toda una manifestación explícita de poder sustentada por la presencia de diversas figuras de autoridad. Y es en relación a este último punto donde el film de Bustamante inquieta, provoca: Andrés no sólo debe resistir la autoridad que se impone fuera de su núcleo familiar, ya sea recibiendo órdenes de sus amigos (vean la secuencia de apertura de la película donde se realiza una representación de segundo orden: niños jugando a los policías y ladrones con armas de juguete, esposas, detenidos y represores) o sufriendo retos y sanciones de sus maestras y de la directora del colegio al que asiste (todas portadoras de rostros severos), sino que además el niño debe lidiar con la brusca autoridad de su padre y con la imagen de una abuela de pocas palabras pero de mirada fuerte y poder incuestionable (una especie de matrona, en el sentido más regulador y controlador del término). Si el desenlace nos brinda, al menos, una sorpresiva e interesante conclusión gracias a la disputa entre dos fuerzas, una que resiste y triunfa frente a otra que ordena y fracasa, evidenciando que el niño se ha cansado de esas figuras de autoridad y ha optado por heredar lo peor del contexto en el cual se halla inserto (a Andrés se lo observa establecer un vínculo para nada menor con uno de los represores del film), la película en general no logra separarse por completo del peso establecido por la historia en términos de verosímil social para lograr construir un sólido relato de género. Porque es particularmente durante la clausura de la historia de Andrés, quien sólo se siente libre cuando no quiere dormir la siesta y ve por televisión la serie Kung Fu de manera furtiva, donde el cine se impone y genera más placer que displacer. Allí, se sucede el horror: un tiempo perfectamente siniestro de estrategia y revancha, guiado por el montaje de choque y por el ritmo acelerado en que se suceden las imágenes: planos detalle de los ojos del pequeño y planos de escasas bolitas contenidas en un frasco en confrontación con un cuerpo viejo y cansado, que se desploma vencido. No hay duda alguna: es la victoria de la infelicidad.
Indolencia exagerada “Andrés no quiere dormir la siesta” es un pantallazo de la dictadura en Santa Fe. Una familia vive frente a un centro clandestino de detención en medio de la tranquilidad cómplice de un barrio donde puede pasar cualquier tragedia sin que a nadie se le mueva un pelo. Esa idea es la que quiso plasmar el director, aunque logró un resultado desparejo. El foco está puesto en la mirada de Andrés, un chico de 9 años que sufre la muerte de su madre y debe soportar la violencia psicológica de un padre que no puede con su infelicidad y de una abuela que aparenta ser cariñosa pero nunca se juega por su nieto. Quizá, el error del director santafesino fue llevar al extremo la mirada indolente del niño, pese a que puede entenderse como una manera de reflejar la indiferencia de esos tiempos, cuando la muerte acechaba a la vuelta de la esquina.
La monstruosidad de lo siniestro Un film más que necesario y recomendable, que abre debates y lleva a evaluar los grados de responsabilidad individual y social frente a hechos que amenazan y atentan contra la dignidad humana. Todo bajo la atenta mirada de un niño. Con la presentación de "Andrés no quiere dormir la siesta", opera prima en el campo del largometraje de Daniel Bustamante, el cine El Cairo volvió a reanudar sus funciones. Las dos exhibiciones con entrada libre y gratuita, confirmaron el carácter de "cine público" que se le otorgó desde su reapertura. La variada programación, organizada según ciclos y tal como se anuncia en el descriptivo programa de mano, confirma todo un proyecto cultural. La función inaugural de las 20, con presencia de director, productora y actores, presentados por la ministra de Innovación y Cultura, Chiqui González, fue una auténtica bienvenida, a sala llena, con el público que permanecía de pie, que coronó el encuentro con aplausos y agradecimientos. A partir del día siguiente, el film que hoy merece nuestro comentario, se comenzó a exhibir en la sala del cine Monumental y en diferentes horarios se puede ver en la misma sala de El Cairo. En este primer reencuentro, el film elegido permite seguir construyendo nuestra propia memoria histórica. Toda una mirada, que define todo un criterio, queda confirmada en esta presentación. Porque "Andrés no quiere dormir la siesta", expresión que nos lleva a ciertos comentarios que identifican toda una época, escuchada en ámbitos familiares, nos permite reconstruir páginas de un pasado que hoy mantienen juicios abiertos a quienes fueron responsables de atroces genocidios. La acción se abre en 1977 en un barrio de la ciudad de Santa Fe, lugar del nacimiento del director quien en ese momento contaba con quince años, y el relato transcurre a lo largo de un año, cuyo cambio de estaciones quedan registradas en un símil de cuaderno escolar. Y lo que vamos a seguir de cerca, nos lleva a reconocer la mirada de un niño, Andrés, quien desde sus nueve años, nos hará llegar su mundo de interrogantes, el peso de la ausencia de su madre fallecida en circunstancias trágicas que confirman lo intencional del hecho y en especial las contradicciones que se le comienzan a plantear desde el severo seno familiar. Las marcas temporales del film, en relación con el mundo cotidiano, permiten reconocer aquellos momentos que poblaron el mundo escolar de la infancia, de los juegos, de aquellos libros que ya venían apuntando a un tono moralizante y aleccionador. El espacio en el que se comenzará a mover Andrés a partir de la muerte de su madre será el que comanda su abuela Olga. Doña Olga para los vecinos, en el cual no caben las respuestas, ni el preguntarse sobre qué puede ocurrir allí, del otro lado, en la vereda de enfrente. Todo un renglón de silencios, de miradas esquivas, comienza a trazarse en la vida de Andrés, sometido a la violencia de su padre, a reacciones intempestivas, y a la frágil comunicación que mantiene con su hermano mayor, Armando. Andrés, tiene nueve años y en él comienzan a plantearse ciertos lugares de pasaje que encuentra obturados, que lo empujarán desde una actitud rebelde y melancólica, a sentir el dolor de una pérdida traumática de su inocencia. El film de Daniel Bustamante nos interroga sobre ciertas conductas de personas que aún hoy siguen sosteniendo aquellas frases hechas, que intentan barrer con la conciencia reflexiva, tales como "no te metas" o bien aquella que pretendía una diferenciación, expresada cínicamente, "algo habrá hecho". (Invitamos a los lectores a leer el reportaje que el periodista Edgardo Pérez Castillo, de este mismo medio, le realizara a su director Daniel Bustamante el pasado día miércoles). "Andrés no quiere dormir la siesta", ubica a un centro de detención y tortura en una zona precisa de un barrio (podemos recordar "Garage Olimpo" de Marco Becchis), frente a ciertos hechos que presentan marcas de sangre y acusaron gritos. Vemos cómo algunos vecinos se esfuerzan en borrar todo tipo de huellas, tratando de silenciar cualquier posible pregunta. Es este medio, en el que Andrés trabará un siniestro vínculo con un enigmático joven que custodia el espacio clandestino, secundado por un aparato policial de la misma ciudad, en donde Andrés deberá crecer forzadamente y adoptar conductas que por lo general el cine, solo ocasionalmente, se ha atrevido a mostrar. El film desconcierta a numerosos espectadores, lleva a miradas de asombro y shock, nos enfrenta a toda una manera cotidiana que se reconocerá en la monstruosidad de lo siniestro. Desde la mirada profunda de Andrés, por momentos indefinida, el universo que se va abriendo frente a nosotros se va cerrando para él desde las conductas de quienes lo rodean. Toda una serie de afirmaciones y preceptos irán marcando el punto final de una infancia, reglada por el silencio, la desconfianza, el orden impuesto por aquellos adultos que no querían saber. Film más que necesario y recomendable, "Andrés no quiere dormir la siesta" abre debates y nos lleva a seguir evaluando los grados de la responsabilidad individual y social frente a los hechos que amenazan y atentan contra la dignidad humana. Con un elenco actoral fuertemente coherente, que incluye la actuación del debutante Conrado Valenzuela y la trayectoria de Norma Aleandro, entre otros, el film de Daniel Bustamante se ubica en ese espacio en el que el cine invita al diálogo con su público sobre una temática que algunos se esfuerzan en olvidar.
No es fácil posicionarse respecto de películas que tienen buenas intenciones y que aportan algún que otro giro interesante sobre un tema aciago y todavía, oblicuamente, presente: la última dictadura militar en Argentina. En esta ocasión, el debutante Bustamante reelabora una experiencia personal pretérita, aunque distinta de la ficción que construye, en la que un niño de ocho años tiene que lidiar con la accidental (o no) muerte de su madre, una enfermera que tras descomponerse frente a una víctima torturada que llega a su hospital pierde la vida al ser atropellada por un auto. En esa conjunción de un drama privado y un trauma histórico, el filme despliega y sella sobre las conductas de sus criaturas un lema de la época: “no te metás”, un mandato “prudencial” que en esta familia además implica un pacto de silencio y una negación sistemática de la realidad circundante, que incluye un centro clandestino de detención. Como sucedía con Potestad, la mirada aquí no está puesta ni en los amigos militantes de la madre que ocasionalmente frecuentaban su casa, incluyendo un amante, ni en las víctimas que van llegando al depósito ilegal enfrente de la casa de la abuela (Norma Aleandro), sino en toda la familia de Andrés, cómplice en su indiferencia forzada, tal vez por temor o por discrepancias ideológicas, que se contrapone con la curiosidad del niño, que no “quiere dormir la siesta”. Interpretaciones desparejas (el trabajo del niño, Conrado Valenzuela, es sobresaliente), poca fluidez en las escenas, una puesta en escena no siempre acertada y una ostensible falta de precisión para examinar el posicionamiento político de la familia impiden que Andrés no quiere dormir la siesta se convierta en una de las películas más interesantes sobre un tema proclive al lugar común y la simplificación ideológica, amenaza que finalmente el filme de Bustamante no puede conjurar del todo.
El terror tampoco duerme la siesta Aunque lo viene haciendo hace ya bastante tiempo –a poco del regreso al régimen democrático-, el cine argentino continúa revisitando el tema de los ‘60/’70, la dictadura 1976-’83 y sus consecuencias. Trabajos de investigación, documentales y ficciones con intenciones diversas se suceden –y han tenido un revival recientemente, por ejemplo con los aniversarios del Cordobazo y Rosariazo- todos los años. A Matar a Videla, estrenada recientemente (1), se suma ahora Andrés no quiere dormir la siesta, primer obra del santafesino Daniel Bustamante, que se exhibe en el cine Gaumont y varios más de la ciudad. Esta película ya recibió muchos aplausos en varios países al exhibirse en distintos festivales (2), además de varios reconocimientos, premios y menciones nacionales e internacionales desde 2005, cuando era sólo un guión. Protagonizada por un niño de 8 años (bien logrado por el debutante Conrado Valenzuela), la trama se desarrolla en un barrio periférico de Santa Fe, a fines de 1977 e inicios de ‘78. Allí la cámara sigue muy de cerca de Andrés, hijo menor de un matrimonio separado. La militancia política de la madre y la fatalidad de su muerte serán el inicio de un desvelamiento del resto del entorno familiar: una tía hipócrita; un padre (Fabio Aste) sólo preocupado por su trabajo y la venta de la casa de su ex mujer; un tío bonachón (Juan Manuel Tenuta) y, finalmente, la abuela –interpretada muy cómodamente por Norma Aleandro (3)-, que se jacta, en una discusión, de poder y deber ser, una respetada “doña Olga” para todo el barrio. Claro que el barrio en esos años tenía, como muchos entonces, una “característica peculiar”: funciona un centro clandestino de detención –que tiene su “relación” con el barrio-. Andrés no quiere dormir la siesta retrata justamente una familia de clase media que sí “dormía la siesta”, que prefería mirar para otro lado, mientras los militares atacaban feroz y criminalmente toda oposición y disidencia al régimen militar (secuestrando, torturando y desapareciendo/exterminando a decenas de miles). Al mismo tiempo que se desnuda esta cruel realidad de una familia (4) inmovilizada por el terror militar, el director logró refractarla desde las vivencias de un niño. Y tuvo sus motivos: “Mi elección fue mirar la dictadura con los ojos de un chico. Porque un chico tiene una mirada cruel y piadosa a la vez. Y también, tal como se deduce de la película, esa mirada tiene sus consecuencias cuando el chico se convierte en adulto. Porque el protagonista es parte de la generación que hoy conocemos como la del ‘no te metás’”, dijo (5). En este caso, la película Andrés no quiere dormir la siesta sí se mete con el tema y propone pensarlo desde la “gente común”. Aunque Bustamante haya dicho que es un “relato no politizado” –y que ha tratado de separar “lo emocional” de “lo político” (6)- los personajes delineados han tomado posiciones políticas (y también afectivas, claro: se habla aquí mucho de la vivencia de núcleos familiares y barriales). En síntesis es una película interesante, que merece ser vista.
Dotada de una importante producción y despliegue para una ópera prima, que incluye una excepcional ambientación, Andrés no quiere dormir la siesta cuenta además con en un notable elenco que incluye varias figuras. Con visibles antecedentes en piezas nacionales como Kamchatka, La ciénaga, y también extranjeros como La culpa la tiene Fidel, el trabajo del director Daniel Bustamante hace foco en un cuidado detallismo histórico, similar a la que Gustavo Postiglione plasmó en su reciente y rosarina Días de mayo. Y cercana geográficamente, ya que este film está ubicado en la ciudad de Santa Fe entre 1977 y 1978, allí el pequeño Andrés, tras sufrir la muerte de su madre en un accidente nunca bien clarificado, debe mudarse a un barrio donde funciona un centro clandestino de detención, un secreto a voces que incluye operativos nocturnos en la zona. Y también debe soportar el maltrato de su confundido padre y su abuela autoritaria, en medio de un panorama cotidiano y familiar colmado de complejos matices y aristas. Con algunas escenas altamente logradas y otras resueltas con ciertos subrayados, Andrés no quiere dormir la siesta es un film desparejo pero lúcido y ambicioso, con un sustancioso poder evocativo.
Que interesante es comenzar una critica con el termino Opera prima, pues nos esta diciendo que otra cara ingresa al mundo del cine, cosa a lo que nos hemos habituado pero que no siempre fue así, eso si no podemos olvidar que muchos quedaron en el camino antes de completar su segundo largometraje. Esperemos que este no sea el caso pues Daniel Bustamante nos plantea en su opera prima un tema visto en bastantes realizaciones, no todas con buenos resultados, es más, algunas con resultados desastrosos. Sin embargo esta vez la historia no es sobre desaparecidos durante la ultima dictadura (otra vez con los desaparecidos como dice un amigo mío), sino sobre una familia disfuncional, como se acostumbra a decir actualmente, y aun más, ubicada en el interior del país, con asiento en un barrio de Santa Fe, y en un periodo preciso 1977/1978 como telón de fondo, período conocido como “los años de plomo”, y por si todo esto fuera poco, la historia es vista a través de la mirada del niño, Andrés, quien da el titulo a la realización. La historia es simple. Un niño que pierde a su madre, atropellada por un automóvil, (estaba separada), y los niños, pues Andrés (Conrado Valenzuela) tiene un hermano Armando (Lautaro Puccia Sagardoy), deben ir a vivir con su abuela Olga (Norma Aleandro) y Raúl (Fabio Aste), el padre, quien vive separado del nuevo núcleo familiar. Consecuencia de esta circunstancia se inician los cambios en sus vidas y su entorno. Andrés, como todo niño, quiere jugar y pasar el tiempo, pero en la vecindad se encuentra un centro de detención clandestino, cosa que cambiara su vida y darse cuenta de que los adultos encargados de su formación actúan de manera diferente e incomprensibles frente las circunstancias que les toca vivir. Lo más interesante es esta situación, que podemos observar como una alegoría política -sin ser una obra política- del país en que vivimos, dividido con ciudadanos comunes que convivieron con la desaparición forzada de personas, Así llegamos al “no te metas”(si no me meto en nada, no me pasa nada) y al “algo habrán hecho”, y preferimos pensar que “los argentinos somos derechos y humanos” Todo desde la mirada de un pequeño, pero la retrospectiva de nuestro pasado cercano hace que el espectador (que vivió esa época) la interprete y aplique su subjetividad de acuerdo a sus vivencias y/o conocimientos de los hechos. Lograr sólo eso ya es importante. Incluso aquellos que tenían la edad de Andrés en el momento evocado, y que hoy son adultos, han recibido la herencia de lo que paso con nuestra sociedad, el modelo de ciudadano en el cual lo único importante es él (individualismo), con la perdida de la solidaridad y que no logra ni trata de entender lo que se conoce como “bien común”. Cabe ponderar el buen rendimiento logrado por el realizador de un plantel interpretativo integrado con actores de diferentes parámetros, unos consagrados como Norma Aleandro y Juan Manuel Tenuta, ambos de amplia carrera en el cine y teatro, y debutantes en la cinematografía como Fabio Aste, Celina Font, asumiendo el personaje protagónico el niño Conrado Valenzuela, secundados por un conjunto de actores santafesinos, la mayoría desconocidos para nosotros. Resumiendo, “Andrés no quiere dormir la siesta” podrá gustarnos o no, pero no pasa desapercibida porque es una de las pocas realizaciones -si no la única- que nos plantea y analiza, a través de una historia familiar, mediante una visión lo que paso con una sociedad que permitió que se instalara un terrorismo de estado, proponiendo hacer la autocrítica, que nos define como individuo y ciudadano. Mis profesores de historia me enseñaron que la historia es una ciencia (termino que podemos discutir) que nos enseña el pasado para comprender el presente y tratar de mejorar el futuro. Estimo que la realización de Daniel Bustamante nos permite tratar de lograrlo, Por esa sola razón ya merecer verse como respuesta a la invitación de reflexionar sobre una época y sus consecuencias individuales y colectivas, lo que implica un triunfo que logra la obra.