Integrando la selección de Un Certain Regard llega un nuevo exponente del cine de moda actual, rumano, con méritos. Una senda que iniciaron La Noche del Sr.Lazarescu y Bucarest 12:08, mencionada en el largo. Paul mantiene una tarde de sexo, al cabo de escasos minutos nos damos cuenta que Raluca no es más que su amante. El lleva diez años de casado, tiene una hija y conoce a su amante hace seis años, ya que es la odontóloga de su pequeña hija. El amor, el sexo, las relaciones, las decisiones… Paul es un hombre que actúa racionalmente sin importar las consecuencias, lo impulsa el deseo, no quiere herir ni pasar un minuto más de su vida fingiendo. Una eventualidad complica el panorama cuando Adriana (Mirela Oprisor), su esposa, acompaña al clan familiar a la clínica odontológica. Es ejemplar ver la labor de Oprisor dentro del rol de mujer engañada, capta la atención como en Network lo fuera Beatrice Straight, da lugar a desarrollar una interpretación poderosa.
Lo mejor del cine rumano es la manera en que logra crear dramas humanos con naturalidad y sequedad, apelando a emociones genuinas que al contrario que el teatro, la literatura o el cine más occidental, van apareciendo gradualmente y no de forma grotescamente espontánea. Aun, cuando a veces hacen hincapié en situaciones que se entienden mejor conociendo el pasado y presente del contexto socio político de Rumania, uno se identifica completamente con sus personajes, protagonistas que respiran, transmiten tranquilidad aunque no la tienen, y reflexionan sobre la marcha de los acontecimientos, aun cuando sean concientes que están cometiendo un error en las decisiones de vida. En Aquel Martes, Después de Navidad vemos a una típica familia de clase media acomodada de Bucarest. Paul parece tener su vida controlada: esposa e hija devotas y una amante que no le pide que las abandone. Sin embargo, los sentimientos son algo imprevisibles. Y cuando no se tiene en cuenta lo imprevisible suceden los conflictos. Muntean utiliza con inteligencia los planos fijos y planos secuencia que abundan en la película. No es inusual ver en el cine rumano el abuso de escenas armadas en esta forma, pero sí es cierto, que el tiempo se pasa volando dentro del mismo plano. No hay necesidad de cortes, por que las actuaciones contienen un naturalismo y una empatía que inusualmente se ve en el cine comercial de estas latitudes, así como los diálogos son tan dinámicos que uno no se da cuenta, que los personajes han estado en la misma posición durante más de diez minutos. Un conflicto tan universal como la infidelidad y la separación de una familia, es resuelto de forma adulta (aun cuando el comportamiento del protagonista sea un poco infantil) que cuesta creer hoy en día, que se puedan resolver problemas de esta forma en el mundo real, ya que últimamente nuestros comportamientos son más sobreactuados de lo que deberían ser porque imitamos más a las películas (palabras de Román Gubern). Entre la cotidianeidad y el profesionalismo técnico e interpretativo, Aquel Martes, Después de Navidad es una propuesta inteligente y reflexiva, que más allá de que el conflicto no sea agradable y se generen situaciones tensionantes tan originales como sutilmente maravillosas y creíbles en su concepción, termina dejando un sabor dulce en la boca del espectador. Sabor a esperanza de que los conflictos se pueden resolver pacíficamente y también sabor confortable en el cinéfilo, que puede atestiguar, que desde Europa siguen viniendo productos que siguen sorprendiendo por su minimalismo visual e inteligencia cinematográfica/artística. Una película ideal para ver estas navidades.
Invasión a la privacidad En su legendaria obra ¿Qué es el cine? André Bazin definió al cine y a la fotografía como “invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido”. A diferencia de otras disciplinas artísticas, las dos mencionadas partían de una base objetiva que obligaba a creer en la imagen. La esencia del cine, entonces, estaba en su capacidad de registrar la realidad. Esta era la premisa moderna. Ahora bien, ¿qué función cumplía el lenguaje cinematográfico? Bazin no dejó dudas: el montaje era el “creador abstracto del sentido” cuya utilización siempre conllevaba un costo para la especificidad en el cine. Por eso, “cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido”. Como principio fundamental, la unidad del espacio debía ser respetada. Los talentosos directores rumanos de la actualidad parecen seguir esta consigna al pie de la letra. Aquél Martes Después de Navidad, segunda película de Radu Muntean, es indudablemente un ejemplo de ello. Su estructura consta de una larga serie de planos secuencia que refleja la desintegración de una familia de clase media a partir de un adulterio. Claro que, en el comienzo, nada sabemos acerca de ello. Tan sólo vemos a Paul (Mimi Branescu) y a Raluca (María Popistasu) bromeando despreocupadamente luego de hacer el amor. Ella le comunica que va a pasar la navidad en la casa de su madre, lejos de Bucarest. Él se queja, aduciendo que sin ella se siente vacío. Ella le pide que deje de fumar. Él le responde que no puede. A priori, estas con conversaciones típicas de cualquier pareja. De repente, pasamos a la siguiente secuencia. Paul está en un shopping con cara de pocos amigos mientras su esposa Adriana (Mirela Oprisor) elige los regalos de Papá Noel para la pequeña hija de ambos. Es así como nos enteramos de la infidelidad del protagonista. Si esta sorpresa jamás podría ser considerada como propia del realismo baziniano, sí cabría señalar que, en cualquier caso, aquélla es estimulada por éste. Muntean nos introduce sin dilaciones en la intimidad de sus criaturas, quizá más de lo que nosotros querríamos. Paul y su mujer llevan una vida tranquila y acomodada. La mayor preocupación del matrimonio parece ser la elección de los regalos de navidad. En total armonía, las escenas familiares y las de adulterio se alternan sin provocar modificaciones considerables en el relato. De repente, la rutina es sacudida por un inevitable encuentro entre Adriana y Raluca, ya que esta resulta ser la dentista de la hija de Paul. Pese al realismo objetivo de la técnica, el director nos convierte en cómplices de los amantes en esta vergonzosa circunstancia. Miradas de reproche de ella por la presencia de una esposa que ignora todo lo que pasa a su alrededor, intentos de evasiva de él como respuesta. En cuanto que intrusos dentro de ese consultorio, nos sentimos incómodos, nos queremos ir de ahí, queremos separar nuestra mirada de la mirada de la lente, pero no podemos. La confesión de Paul a su esposa, sobre el final de la película, nos alivia. Muntean nos da un respiro, nos libera de una tensa complicidad que jamás buscamos pero que tampoco rechazamos. Súbitamente se nos vuelve a ubicar en un rol neutral para presenciar el mejor desenlace posible, el de la verdad. Si se está dispuesto a atravesar la dolorosa experiencia que nos propone, será imposible, entonces, dejar pasar una obra como Aquél Martes Después de Navidad.
Un hombre y una mujer conversan y se hacen mimos en la cama. La cámara los toma en un largo plano fijo, animado únicamente por el entusiasmo que irradian sus cuerpos desnudos. Si el mundo se detuviera en ese momento y los dejara así, despojados de todo, ellos jurarían que podrían ser felices aunque no les quedara otra cosa que sus propias presencias. Especulamos, claro, porque en lo real el mundo no se detiene, mucho menos el capitalismo, y las apuestas románticas duran lo que un suspiro. De esta intimista secuencia inicial pasamos a la insipidez de un shopping, en donde vemos al mismo hombre acompañando con desgano a su esposa, encargada de comprar los regalos para Navidad. La otra mujer, la de la cama, es su joven amante. Tuesday, after Christmas (El martes, después de Navidad), quinto film de Radu Muntean, narra una historia ambientada en la Rumania más europea y liberal posible, con profesionales sin mayores apremios económicos y rutinas que se sobrellevan con automatismo. Hasta que un día ocurre algo distinto. Mientras tanto, los vínculos se sostienen gracias al consumo y los rituales que imponen las fechas festivas. Es estupenda la manera en que el guión diagrama diversas escenas en función de los regalos que los personajes deben intercambiar, incluyendo el simulacro de Papá Noel y todas las sutiles complicidades implicadas en ese engaño. Alguien por ahí dice que quiere regalarle un telescopio a su pareja. Es más fácil descubrir galaxias lejanas que sentarse a observar en serio lo que se cuece en el propio hogar. Paul (Mimi Branescu) no ha decidido aún blanquear su relación con Raluca (Maria Popistasu), pero resulta que la muchacha es la dentista de la hija que él tiene con su mujer Adriana (la extraordinaria Mirela Oprisor), lo que genera una situación de incomodidad que no podrá soportarse mucho tiempo más. En una secuencia magistral, a los cuatro personajes principales les toca interactuar acorralados en el consultorio odontológico, espacio aséptico que se va colmando de flechas invisibles, cargadas de vergüenza, culpas y reproches que deben tragarse como sucia saliva. Durante todo el relato el realizador apelará a esta estética de la contigüidad, con una finísima concepción escénica tensada sobre los cuerpos y sus vibraciones, confirmando que para narrar ciertas historias no existe mejor principio que aquel “montaje prohibido” que promulgara André Bazin. Y a pesar de que el cine ya haya transitado muchas veces el tema de la infidelidad, hay algo hipnótico en el realismo intransigente de Muntean que parecería abrir nuevos poros desde donde transpirar el drama. Su marca es una mano firme que nos mantiene ahí, alertas y preocupados al borde del cuadrilátero, con ganas de entrar a mediar para que los personajes no salgan tan lastimados. Aunque en el fondo sabemos que en estos terrenos es imposible hallar respuestas que consuelen a todos. Espero que Tuesday, after Christmas consiga el estreno comercial que merece. Fue una de las mejores películas del festival.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Pequeñas miserias de la vida conyugal En los últimos años, el cine intimista parece haber tomado la senda de la grandilocuencia, tanto en su versión más exhibicionista e impúdica (Antichrist, de Lars Von Trier, sería la cumbre de esta tendencia), como en su acepción operística y neoclásica (pienso en la magnífica Los amantes/Two Lovers, de James Gray). En este panorama, salvo en contadas excepciones, como en la maravillosa Sehnsucht, de Valeska Grisebach, hay poco lugar para un cine sutil, que aspire a dar forma a lo intangible a través del detalle. En ese territorio se sitúa la magnífica Aquel martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean. Planteada como la versión discreta, en sordina, de Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman, Muntean esboza con delicadeza un triángulo amoroso en el que todos los vértices son tratados con el mismo respeto. Un planteamiento democrático en el que no hay lugar para el enjuiciamiento de los personajes. En torno a este principio de no agresión, Muntean explora las posibilidades del naturalismo articulando una pieza de cámara compuesta enteramente por planos-secuencia. Así, gracias a un intenso trabajo previo de ensayos y a la adecuación del texto al (descomunal) potencial de los actores, el film encadena una serie de primorosas coreografías emocionales en las que cada pequeño gesto o palabra desencadena un torbellino de ecos dramáticos, a la manera de los relatos de Raymond Carver. En cine, hay pocas cosas más difíciles que el control escénico de una hemorragia sentimental. Aun filmada desde la distancia, la brecha limpia, certera, puede resultar incontenible. Ser capaz de cauterizar la herida y reconducir el drama (sobrio o desatado) hacia una forma de comprensión y conocimiento está en las manos de unos pocos elegidos. Con Aquel martes después de Navidad, Muntean parece haberse ganado una invitación para incorporarse a este selecto club, en cuyo consejo directivo constan los nombres de Philippe Garrel, John Cassavetes, Naomi Kawase o Tsai Ming-liang, entre otros. Bienvenido sea.
El cuarto film de Radu Muntean confirma la madurez adquirida después de The Paper Will Be Blue y Boogie. El director trabaja una situación arquetípica, como la ruptura de un matrimonio, con una sobriedad y economía admirables. En una sola visión no pude contar los planos, pero calculo que todo el film no tiene más de 15 ó 17, todos exquisitos y precisos. Los actores Mimi Branescu y Mirela Oprisor son marido y mujer en la vida real: ella se destaca en la escena de la ruptura, íntima, sensible, filmada en un solo plano de unos diez minutos, pasando de la placidez matrimonial a la sorpresa, la rabia, y el dolor. A diferencia de sus contemporáneos, Muntean ubica sus dos últimos films en ambientes de la clase media-alta rumana que vive en amplios departamentos, con muebles modernos, tienen los mejores autos, viajan por Europa y consumen como seres globalizados, lejos del socialismo, en una vida burguesa que parecía perfecta, pero que claramente no lo es.
Querida, tengo que decirte algo La película del rumano Radu Muntean reconfirma a la cinematografía de su país como una de las más valiosas en cuanto a estéticas emergentes. A diferencia de films como Policía, adjetivo (Police, adjective, 2009) o 4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 saptamini, si 2 zile, 2007), aquí el realizador indaga en la clase media bien establecida, haciendo foco en un matrimonio joven. Aquel martes, después de Navidad (Marti, dupa craciun, 2010) tiene varios puntos en común con los films rumanos que conocimos recientemente. Planos secuencias, tiempos muertos cargados de sentido, actuaciones naturalistas. Pero aquí hay un especial detenimiento en una pareja sin apuros económicos ni conflictos vinculados a lo estrictamente político. Por el contrario, la precisa puesta en escena se cierra en su mundo, a tal punto que -a medida que avanza el relato- el espectador se sumerge en un universo claustrofóbico, en el que late la pronta confesión de una infidelidad. Radu Muntean elude cualquier golpe bajo. No obstante, ese rasgo no lo exime de hacer de la puesta en escena un espacio de sigilosa confrontación, en donde cada detalle está imbricado al contexto, pasado y presente de los personajes. En una de las secuencias, Paul (Mimi Branescu) lleva junto a Adriana, su esposa (Mirela Oprisor), a la hija de ambos a la dentista. Que no es otra que Raluca (Maria Popistasu), su joven amante. El consultorio, de un blanco aséptico y frío, resulta a la vez la síntesis de ese desgano y abulia que circunda al matrimonio, cuya pasión parece haberse extinguido desde hace mucho tiempo. El juego de miradas de que establece es revelador de los sentimientos encontrados que los invaden. Al igual que en el citado caso, cada secuencia posee su tempo dramático, solventada principalmente en tres actores excelentes. Más que desarrollar núcleos narrativos, el guión se concentra en el devenir penoso de los personajes, a través de diversos pasajes que apuntan el automatismo en la vida burguesa a los que todos ellos parecen haberse acostumbrado. Como una sombra cada vez más grande se acerca esa Navidad del título, posiblemente el último bastión de la vida familiar al que deben defender, aunque sea para que la pequeña tenga un feliz recuerdo de ella. Resulta también elogiosa la forma en la que Radu Muntean ha seleccionado los espacios de intimidad, a tal punto que aún en aquellos lugares en donde se enfrentan a los otros da la sensación de que están solos. Una cualidad apreciable desde el comienzo, cuando desde el apacible encuentro de los amantes la película nos traslada al momento de las compras para la Fiesta. Esa tensión emergente, de algo que debe celebrarse al mismo tiempo que se desmorona, está inscripta en los roles que les ha tocado asumir, como si además del peso de la propia situación tuvieran que cargar con la teatralización de lo “socialmente aceptable”. Una sensación de hastío que desborda a la pareja y a la amante para transitar zonas más universales. En suma, luego de su paso por el último Festival de Cine de Mar del Plata (en donde con justicia sus actrices fueron premiadas) merece celebrarse que Aquel martes, después de Navidad llegue a nuestra cartelera porteña.
La pasión por la verdad El llamado nuevo cine rumano disfrutó de un boom espectacular a principios de siglo XXI. Películas como La muerte del Señor Lazarescu (Cristi Puiu, 2005); 12:08 al este de Bucarest (Corneliu Porumboiu, 2006) o 4 meses, 3 semanas y 2 días (Cristian Mungiu, 2007) sorprendieron gratamente al público asiduo de festivales, lo que se tradujo en su estreno en pantallas comerciales de todo el mundo, algo absolutamente impensable años antes. Partiendo como punto de origen de temas rumanos, problemas que hay allí, incluída la relación con el pasado dictatorial y las consabidas dificultades para establecerse después de un periodo tan funesto, este puñado de valientes realizadores a contracorriente centran sus proyectos en concentrarse mucho en la verdad de cada historia que relatan, hasta que ésta trasciende de lo puramente local hasta llegar a una cosa universal. En ésto radica su éxito: aunque tienen como inicio una problemàtica cercana, a través de la pasión por la búsqueda de lo verdadero alcanzan cotas universales. Ha pasado más de un lustro desde que El señor Lazarescu, a la que hacíamos antes referencia y que fuera pionera en este tipo de films, sedujera a jurados como el de Festival de Cannes o la Asociación de Críticos de Los Ángeles, pero la cinematografía rumana no ha dejado en todo este tiempo de regalarnos pequeñas joyas a cuentagotas que no han rebajado ni un ápice el alto nivel alcanzado por sus predecesoras. Ahora, de la mano de Razvan Radulescu, uno de los guionistas más lauredos de esta nueva ola de cine rumano y bajo la dirección de Radu Muntean, a quien se conoce por títulos como Furia (2002) o Boogie (2008) nos llega Tuesday after Christmas, reconocida con los Premios a la mejor Película, mejor actor y mejor actriz (ex-aequo para las dos excelentes protagonistas del film) en la 48º Edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. La trama podría desgranarse en tan sólo un par de frases, lo que acentúa el simplismo de la premisa: Paul, un hombre infelizmente casado, mantiene una relación adúltera con Raluca, de la que está perdidamente enamorado. Paul decide explicárselo a su mujer, lo que desencadenará una serie de previsibles consecuencias. A partir de ahí, y con unos pocos mimbres, el director nos introduce en un mundo apasioante de sentimientos exacerbados y silencios dolorosos. Las escenas poseen una fuerza brutal, apoyadas en unos actores en estado de gracia y unas situaciones puras y cristalinas. El deseo de alcanzar la sinceridad más pura se apodera del protagonista, un hombre normal que se encuentra atrapado entre dos realidades contrapuestas. Sabe que su felicidad pasa por el dolor ajeno; por destrozar su propia estabilidad familiar, pero también es consciente de que no puede engañar a su corazón; que no puede ponerle trampas a la vida y éste le dicta que tome las decisiones necesarias, por muy contraproducentes que sean, lo que da como resultado momentos de una tensión ambiental indescriptible (sobre todo en la escena de la traumática confesión). Estamos ante un cine que intenta emular visualmente al Cinema Verité francés, pero a diferencia de aquél, partimos de un guión herméticamente cerrado y una cámara que reposa y deja fluir las emociones de todos los implicados, lejos de cualquier convención y manierismo, salvo las propias que marca la tradición. Esa Navidad que sobrevuela los deseos de regalos de los héroes de la función y que a la vez actúa como elemento opresor que perpetúa un poco más una situación que está a punto de estallar en mil pedazos. Tuesday after Cristmas es una gran película, trufada de una sencillez que abruma. Cine honesto, despojado de cualquier artificio y que apunta directamente al alma del espectador, que sufre -y de que manera¡- al lado de lo cruel que puede llegar a ser la propia realidad. También hay que destacar la utilización, en algunos casos, de una fina ironía que sirve de respiradero ante lo opresivo de las situaciones que se nos explican, llegando incluso a existir algún apunte autoparódico (el momento en el que los dos amigos se disponen a ver en DVD 12: 08 al este de Bucarest). Lo mejor: la escena en el dentista, donde coinciden el trío protagonista. Lo peor: que pase desapercibida entre tanto blockbuster inservible.
Anexo de crítica: Otra gema del cine rumano contemporáneo que gira en torno a las consecuencias de la infidelidad en el seno de una familia aparentemente feliz, cuyos personajes transmiten un vacio existencial a veces imperceptible pero con una fuerza arrolladora. Con un maravilloso uso de los tiempos muertos, la fina ironía y la exposición de un drama intimista y visceral el director Radu Muntean cocluye una obra valiente y sin concesiones que no apela a recetas de moralina ni tampoco juzga a sus personajes...-
Nuevo acercamiento a un triángulo amoroso, de una intensidad notable Paul (Mimi Branescu) y Adriana (Mirela Oprisor) están casados desde hace diez años, tienen una hija, un amplio y moderno departamento, un auto y un buen nivel económico. A pesar del paso del tiempo, el matrimonio parece bastante armónico, hasta podría decirse que feliz. Sin embargo, él lleva una doble vida, ya que desde hace seis meses mantiene una relación paralela con Raluca (Maria Popistasu), una atractiva dentista bastante más joven que él. Así planteadas las cosas, este nuevo acercamiento a un triángulo amoroso podría resonar en primera instancia como una historia vista ya demasiadas veces. Sin embargo, el notable director rumano Radu Muntean trasciende cualquier limitación o lugar común con un sofisticado, minucioso y sutil andamiaje narrativo construido a partir de un puñado de largos y virtuosos planos secuencia para concretar un profundo e incisivo retrato psicológico en el que cada detalle, cada observación, cada gesto, cada palabra adquiere una significación y una trascendencia insospechadas. Para que el largometraje (cuarto en la carrera de Muntean) alcance la potencia, naturalidad, consistencia, fluidez y credibilidad que finalmente logra, el director de Boogie se basa en el trabajo de tres intérpretes extraordinarios (a esta altura, una marca recurrente en el nuevo cine rumano) que sostienen y amplifican cada una de las situaciones y conflictos (sorpresa, incredulidad, rabia, dolor, culpa) que aquí se plantean a la hora de exponer la crisis íntima y, en un terreno más amplio, las contradicciones de la clase media-alta rumana en medio de una sociedad que todavía digiere su transición de tantos años de socialismo hacia las tentaciones y placeres burgueses que propone el capitalismo. Esta perfecta interacción entre un realizador y su elenco (que denota un gran trabajo previo conjunto) remite a sociedades artísticas como las que generaron con sus actores directores de las dimensiones de Ingmar Bergman o John Cassavetes. Dueño de un estilo austero y depurado, en el que jamás hay lugar para el exceso ni la grandilocuencia, Muntean redondea una propuesta que destila tanta verdad, tanta convicción en cada uno de sus fotogramas, que la convierten en un experiencia de una intensidad muy poco habitual en el cine contemporáneo.
La represión, internalizada La mayor originalidad de la película de Muntean reside en el modo en que trata el tema menos original que pueda imaginarse: el triángulo amoroso de Aquel martes después de Navidad no reedita ninguno de los lugares comunes a los que el cine se había acostumbrado. Trátese de una muerte perfectamente evitable que la burocracia torna inevitable (La noche del señor Lazarescu), el aborto como única salida ante una violación (4 meses, 3 semanas, 2 días), la revelación de que una revolución no fue tal (Bucarest 12:08) o el aplastamiento de toda individualidad a cargo de la máquina institucional (Policía, adjetivo), el reciente cine rumano no se caracteriza por su visión idílica del país que Ceausescu les legó. Opus 4 del cuarentón Radu Muntean, hasta aquí desconocido en Argentina, Aquel martes después de Navidad practica, en relación con el grueso de las anteriores, un doble movimiento. Por un lado, las actualiza, en tanto hace transcurrir la acción, de modo muy notorio, en medio de la más moderna contemporaneidad. Por otro, de algún modo las profundiza, llevando la desesperanza al campo de los sentimientos más íntimos. La hunde, se diría, en ese campo: antes que aflorar, los sentimientos más hondos se mantienen aquí –salvo un único estallido– en estado de sumersión. Sin decirlo nunca explícitamente, la película de Muntean quizá esté sugiriendo que dos décadas después de la caída del dictador, la represión sigue allí, internalizada. Tal vez la mayor originalidad de la película de Muntean resida en el modo en que trata el tema menos original que pueda imaginarse. Como el propio realizador tiene claro (ver entrevista), el triángulo amoroso de Aquel martes... no reedita ninguno de los clichés habituales. No es que Paul, empleado jerárquico de una institución bancaria o financiera (Mimi Brânescu), tenga “la bruja” en casa y la amante afuera. Lo que le pasó fue que unos diez años después de casarse conoció a una chica (Maria Popistasu) y se enamoró. O eso puede suponerse, teniendo en cuenta lo bien que la pasa con ella, el hecho de que le haga una visita a casa de la mamá (institución prohibida cuando de relaciones “ilegales” se trata) y la decisión que toma, cuando comprende que no puede no tomar una. Sin embargo, aun en las peores circunstancias (después de una pelea con forcejeos incluidos), Paul no deja de cuidar a su esposa Adriana (Mirela Oprisor). O de llegar con ella a acuerdos, por dolorosos que resulten para ambos. Por rubia que sea, por más que Paul le lleve más de diez años, Raluca tampoco responde al estereotipo de la amante. Igual que Paul y Adriana, que es abogada, Raluca ejerce una profesión liberal, es odontóloga. Odontóloga de la hija de Paul, para más datos: peligroso cruce de terrenos que su amante permite, tal vez como modo de precipitar las cosas. Otro estereotipo al que Raluca no responde es al de la engañada, o ansiosa por la pronta separación de su amante. En sus conversaciones más íntimas, Paul y ella pueden hacer mención a Mara, incluso a Adriana, sin que la incomodidad vaya más allá de alguna suave ironía. Parecería estar todo bajo control, pero no lo está. De hecho, de esa disociación entre lo íntimo y lo aparente (disociación eminentemente cinematográfica, entre lo que está a la vista y lo que no) es de lo que habla la película de Muntean. Sabemos que habla de eso al ver el rostro impasible de Paul, que siempre parece estar guardándose algo. Tanto durante sus juegos eróticos con Raluca como en las circunstancias más banales con Adriana. Como la de decidir qué tabla de snowboard le regalarán a Mara para Navidad. Algo le pasa por dentro a Paul. Pero tampoco en ese punto Muntean pisa el palito del cliché: por mucho que sus largos planos-secuencia estiren la tensión latente, no habrá explosión, catarsis y paroxismo, como indican los manuales más amarilleados, sino pura y silenciosa implosión. El minucioso estudio de la crasitud cotidiana (no necesariamente desde el rechazo, sino desde la simple admisión) y esos planos largos y sostenidos, con cámara fija, le dan a Aquel martes... carnet de socia plena del “club rumano” (aunque Muntean niega la existencia de una escuela ni nada parecido, ver entrevista). No se trata de una estética arbitraria sino, como explica el propio realizador, del mejor modo de equiparar el ritmo interno del espectador con el de los personajes. Así, en plural: es también característica del cine rumano la amplitud con que la lente se vincula con lo real. Dicho esto tanto en sentido figurado como en el más estricto sentido físico: los emplazamientos de cámara permiten tener siempre una perspectiva amplia de lo que sucede, en función de asumir todos los puntos de vista posibles. En lo que Aquel martes... se diferencia de los otros films rumanos conocidos hasta ahora es tanto en su luminosidad como en la modernidad de ambientes, modas, objetos, bien opuestas a la anticuada, abrumadora grisura ambiente de las anteriores. Rascando un poco detrás de las apariencias, es posible, sin embargo, que terminen hallándose los mismos tonos.
Entre dos amores Paul y Adriana llevan juntos muchos años. Diez de casados, con una niña excepcional de por medio y una rutina sólida, bien establecida. Sin embargo, Paul oculta una doble vida: desde hace seis meses tiene como amante a Raluca, la dentista de su hija. Justo cuando la existencia se le vuelve cuestionable, aparece la posibilidad de un amor diferente al que se había acostumbrado a experimentar con Adriana. Mientras se acercan las fiestas, Paul se siente obligado a tomar una decisión. ¿Estará listo para afrontar las consecuencias? Desde el desembarco de excelentes productos como "La noche del señor Lazarescu", "Cuatro meses, tres semanas, dos días" y "Bucarest 12:08" entre otros, el cine rumano se posicionó como una opción sólida a la hora de considerar un cine diverso, escapándole a propuestas habituales en tono de comedia, acción o drama. Con este largometraje estrenado en Cannes, el director Radu Muntean confirma la tendencia y ofrece uno de esos dramas donde el peso específico de los climas, los espacios y los silencios es tan fundamental como la gestualidad o dicción de los actores. Casi teatral por momentos, la propuesta apunta casi exclusivamente a Paul: es su decisión la que cuenta la historia, todo lo que sucede en el medio le da al espectador un panorama de todo lo que el protagonista tiene por perder o por ganar, según a qué amor apueste. Cautivadora, íntima y por momentos hipnótica (una larga escena clave, sin cortes, entre Paul y Adriana sencillamente corta el aliento por la expectativa que genera), esta película merece ser vista con especial atención. Quizá su única limitación sea la temática, ya que al girar en torno a un eje temático (el surgimiento de un nuevo amor y los conflictos subsiguientes) y a un personaje de forma casi exclusiva, el público acostumbrado a devenires efectistas puede perder algo de interés.
Tres a quererse Magnífico filme rumano sobre un triángulo amoroso en un callejón sin salida. En Aquel martes..., el realizador rumano Radu Muntean nos da, al igual que muchos compatriotas suyos contemporáneos, una lección cinematográfica de cómo lograr un crescendo dramático sostenido, con picos de tensión casi intolerables, a través de un estilo tan despojado que puede parecer sencillo o hasta banal. El arte de transformar lo ordinario -lo común, lo transitado, lo universal- en extraordinario, sin más artilugio que el talento propio y el de los actores. Hablamos, en este caso, de una historia de adulterio: de un hombre casado que mantiene, desde hace meses, un affaire con la odontóloga de su pequeña hija. Paul parece amar a su amante, Raluca, y también a su esposa, Adriana, aunque, desde luego, de otro modo, en otro estadío: menos pasional, pero no menos profundo. Dilema, no verbalizado, que la película transmite de un modo tan natural como misterioso, tan opresivo como delicado, tan doloroso como fatalista. Aquel martes...es, en definitiva, un melodrama que, a través del hiperrealismo, evita todos los lugares comunes del género y lo transciende. La puesta en escena carece de ornamentos y simbolismos; los personajes no son grandilocuentes ni retóricos ni autoconscientes; no hay música que apuntale los sentimientos. Alcanza con un registro casi documental. Muntean, desde luego, desecha el maniqueísmo, el psicologismo, los juicios morales y el sentimentalismo. Su exquisito poder de conmoción alcanza, por lo tanto, efectos demoledores. El filme está estructurado en largos planos secuencia, en los que funcionan a la perfección la elipsis -como modo de hilvanarlos y hacerlos avanzar en el tiempo- y el fuera de campo. Las actuaciones son formidables, especialmente la de Mirela Oprisor, en el papel de la esposa. En una misma escena hace pasar a los espectadores, y a Paul, y a ella misma, por todas las variantes de la desesperación: son veinte minutos, fugaces y eternos, sin cortes ni chances de respirar. Otro punto vital es el equilibrio que logra darles Muntean a los protagonistas. Sentimos que se trata de tres seres, básicamente bienintencionados, prisioneros de sus pulsiones, sin otra opción que comportarse como se comportan (siempre que se desdeñe, como lo hace el realizador, el punto de vista moral). En todo caso, los personajes provocan algo así como una empatía triplicada, en la que sentimos que todos están atrapados -y de hecho lo están- en sus subjetividades y en la dura realidad. La cercanía de la Navidad, elemento que parece inocente, multiplica la intensidad de cada sensación. Casi todas las secuencias podrían ser vistas, aun por separado, como joyas. Por ejemplo, la del encuentro casual, y no tanto, entre Paul, Adriana -que todavía ignora la verdad- y Raluca, en el consultorio de Raluca, quien turbada, intenta mantener su concentración profesional. O la de la confesión de la infidelidad, seguida por una montaña rusa anímica protagonizada por Adriana. O la del encuentro navideño, en la que el matrimonio pospone, ante la familia de él y la hija de ambos, contar todo. Un golpe nada ampuloso, sí elegante y feroz, de un gran estilista.
Drama asordinado con buen elenco Ya pasado el pico de la moda del Nuevo Cine Rumano, llega hasta nosotros esta nueva muestra de sus cualidades, pero también sus defectos. O exigencias, como les llaman algunos enamorados de En este caso, atenuados por los colores cálidos y lindos ambientes por donde se desarrolla la historia, y, particularmente, por las cálidas escenas de una pareja. Esa historia es bastante simple. Sólo algunos aspectos de la vida cotidiana medio insípida de una familia de clase media bien afirmada. Pero en ella el personaje masculino, un gordito insulso, debe decirle a la insulsa de su mujer que tiene una amante rubia, enamorada, a punto de caramelo, y encima es la dentista de su hija. Por supuesto, ésa será la última Navidad que ha de pasar la familia completa. ¿Cómo podemos engancharnos con esa gente? Ahí está el mérito de la obra, elaborada en base a pequeños detalles, leves cambios de tono, equilibrada exposición de los sentimientos de cada parte, y, sobre todo, grandes trabajos actorales, de esos de composición muy interna, que aflora poquito pero con persistente penetración en el espectador atento. Señalable director de actores, entonces, el realizador Radu Muntean. Y calificado elenco, compuesto por la rubia María Popistasu, la morocha Mirela Oprisor (premio a la mejor actriz para ambas en Mar del Plata 2010) y el varón Mimi Branescu. Pequeño detalle: Branescu y Oprisor son marido y mujer en la vida real. Popistasu, entre nosotros, Popi, es mujer del guionista Alexandru Baciu. Para facilitar las cosas, los respectivos cónyuges no fueron al set ni de casualidad los días en que Mimi y Popi filmaban sus lindas escenas de mimos. Pero es de sospechar que la escena donde Oprisor, en papel de esposa que descubre el engaño, va cambiando de estado de ánimo hasta reventar y descargarse sobre el marido culpable, bueno, probablemente esa escena debe incluir un auténtico y nada ficcional pase de factura. Y más de una mujer habrá de sentirse identificada en la platea (sin embargo, todavía peor es su mirada cuando después ve al infeliz pagar su culpa justo para navidades). En síntesis, bien el final, bien todo el elenco, y muy bien la rubia, lástima el malhumor casi general y tanta escena larga en plano fijo.
Un marido, su mujer y su amante Radu Muntean es un director con un original estilo naturalista, que le permite ir desarrollando una historia con una amplia y sólida gama de sutiles matices bien elaborados. El rumano Radu Muntean escapa a las temáticas propias del cine de su país, que hemos conocido en la Argentina, que hablan de los conflictos sociales, o de las secuelas que dejó el gobierno de Nicolae Ceascescu y se acerca más a un cine europeo, de temáticas más universales. El adulterio es el tema que atraviesa este filme, que se apoya en las valiosas actuaciones de sus tres protagonistas (Mimi Branescu, Mirela Oprisor y María Popistasu). Es bueno mencionar que sus dos actrices principales se hicieron acreedoras al premio a la mejor actriz en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. "Aquel martes..." al que hace referencia el título de la película, resultará definitorio en la vida de la pareja que conforman Paul y Adriana. Paul, es un ejecutivo que trabaja en un banco de Budapest, tiene un auto, una casa cómoda, en la que vive con su mujer, en apariencia de profesión abogada y su pequeña hija, a la que una joven dentista le está haciendo un tratamiento. RUBIA Y MOROCHA Todo parece deslizarse con calma en la vida de la familia. Paul no siempre está de buen humor, o mejor dicho casi siempre se muestra un poco a la defensiva. ¿Qué le ocurre a ese hombre, que en apariencia tiene mucho tiempo libre? Es que Paul no puede dejar de pensar en su amante, una joven rubia, con la que la pasa muy bien en el único ambiente en el que vive la muchacha. Una rubia y otra morocha parece ser el ideal de muchos hombres y Paul no es la excepción, pero todo se complicará con el correr de los meses. Si algo tiene de honesto Paul, es que no está dispuesto a engañar a su mujer, a la que lo unió un amor de años, que en el presente parece haberse evaporado. Pero el interrogante que se abre es qué ocurrirá si le dice la verdad. Radu Muntean es un director con un original estilo naturalista, que le permite ir desarrollando una historia con una amplia y sólida gama de sutiles matices bien elaborados. La sensación es que el espectador espiara a esos personajes, hombres y mujeres comunes, lo que le otorga a la película un carácter de una pronunciada humanidad.
Silencios de la vida conyugal Vista en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (en aquella ocasión las actrices Mirela Oprisor y María Popistasu compartieron el premio por sus actuaciones), la rumana Aquel martes después de Navidad cuenta lo que ocurre con Paul, un hombre maduro que tiene una esposa y una hija, pero a la vez mantiene una relación amorosa con otra mujer, un vínculo que le ha servido en el aspecto personal. Sin embargo, el film pone a la Navidad como un momento clave de este personaje, aquel en el que tenga que definir qué hacer con esta doble vida. Con un guión quirúrgico trabajado desde lo dramático, esta película logra cargar con cada secuencia y cada silencio una serie de interrogantes que interpelan al espectador, sin caer en una resolución facilista desde lo moral. El desarrollo sostenido por paneos y planos largos confía y sostiene en sus actores el peso del ritmo de la película, más allá de un uso de las elipsis que resulta algo tosco, sobre todo si tenemos en cuenta que el film intenta ser lo más natural y cercano posible. No hablamos sólo de encuadres, los diálogos y los silencios trabajan tiempos donde asoma un realismo implacable que en el desarrollo psicológico de los personajes se aleja de la formula hollywoodense (sin criticar esta visión), y opta por otro tipo de registro donde su proximidad con Cristi (Dragos Bucur), el infiel en cuestión, levanta preguntas necesariamente al espectador. En el medio surgen cuestiones como el ocultamiento del mundo adulto a los niños, que se trasluce en esa secuencia final, donde la complicidad entre la disuelta ex pareja para ocultar que no es Papá Noel quien trae los regalos, remarca otra cosa que aceptamos con sutileza e inteligencia por parte de Radu Muntean. Hay que decir también que Aquel martes después de Navidad a veces resulta algo densa y no todas las secuencias complementan con su duración a la intención dramática que se le pretende dar. Un ejemplo sería la secuencia en el consultorio odontológico, a diferencia de aquella donde Cristi comunica y admite (se admite) que le fue infiel a su pareja. Profundo e intenso, el film también pertenece a esa “raza” de películas que se catalogan como “lentas”. Por lo tanto, poco pacientes, abstenerse. (esta crítica, con modificaciones, fue publicada cuando el film se vio en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata)
"Marti dupa cracium" (Aquel martes después de navidad): Sensatez y sentimiento El cine rumano viene en ascenso. Está bien, no tiene la masividad de llegada de otras geografías (al menos en nuestro país) como la italiana o la francesa, pero poco a poco y merced a un interesante puñado de títulos ("La muerte del señor Lazarescu", "Cómo celebré el fin del mundo"; "4 meses, tres semanas...", etc) va haciendose un lugar para desembarcar en nuestro país. Esta cinta en particular, venía precedida por críticas favorables desde su salida internacional (en 2010), por lo que me dispuse a comprobar "in situ" si "Marti dupa cracium" estaba a la altura de las antes nombradas. Lo primero que me sorprendió fue la manera que eligió Radu Muntean (su director) para manejar una sistemática economía de cuadros. La película no debe tener más de veinte planos y muchos de ellos se extienden por una larga cantidad de minutos. La estética del film coquetea con el naturalismo rabioso (aquel donde los tiempos se hacen eternos y la contemplación es el ariete de punta), pero logra esquivar esa etiqueta merced a un excelente y ajustado guión (también realizado por este cineasta junto a Razvan Radulescu y Alexandru Baciu) y una solvente conducción de intérpretes. El trío protagónico (en una película donde hay muy pocos secundarios) sostiene con gran intensidad sus roles y le dan a "Aquel martes después de navidad", un brillo que pocas veces se ve en historias de este tipo. La trama es bastante simple. Tenemos a un burgués corriente (arquetipo de la sociedad rumana de hoy), que cede a la tentación de ser infiel. Paul (Mimi Branescu) hombre casado y muy establecido, está viviendo un intenso romance con una dentista mucho más joven que él, Raluca (María Popistasu). Se conocieron cuando ella atendió a su hija de nueve años y desde allí (unos cuantos meses) sostienen una relación que parece sólida, de amantes y compañeros de ruta. Ella es consciente de su rol y a pesar de verse apesadumbrada por compartir a Paul, trata de sobrellevar el día a día como puede. La esposa engañada, Adriana (Mirela Oprisor) no sabe de la situación y se muestra como la contrafigura desafiante (pero no con estridencias) que salvaguarda la unidad familiar: es organizada, metódica y confía en su esposo. Todo parece ir por los carriles habituales de un triángulo amoroso hasta que Paul decide que la cuestión se ha vuelto insostenible y toma una decisión drástica: enfrentar a su mujer con la verdad y plantearle lo que siente por Raluca. "Aquel martes después de navidad" dura 99 complejos minutos, en los cuáles hay dos construcciones opuestas, la pasión y la complicidad de Paul y Raluca, viviendo su romance a escondidas y el desgaste que eso les genera,; y la firmeza y convicción de Adriana, representante cabal de la estabilidad y lo formal, relacionándose siempre de manera fría y mecánica con él,... hasta que se entera de la verdad. Ahí los roles cambian (ya veremos porqué) y la película dinamita todos los puentes en un final muy rico desde el punto de vista argumental, abierto (en cierta medida) pero claro y frontal (que se dará en la fecha que presenta el título). Nadie se guarda nada (cinematográficamente), todo está ahí para ser abordado. Muntean no toma partido por ninguna posición (les debo advertir), sino que ubica su cámara con oficio y dota de líneas consistentes a cada contraparte, para que luzcan reales y promuevan debates internos en el espectador. Hay una cuidada fotografía y una construcción de escenarios ligada a lo teatral, pero confiable y luminosa. "Marti dupa cracium" es una pequeña nueva joya del cine rumano. Un deleite para los amantes del género dramático y los degustadores del naturalismo más puro y duro. No estoy seguro de que a todos les guste (la temática también es bastante más empática para la gente que tiene más de treinta, hay que reconocerlo), pero sí de sus sólidos valores que la destacan de la cartelera hoy en día. Gran película. Agradable sorpresa y una buena incorporación de Radu Muntean a mi lista de directores favoritos. No perdérsela.
El cine rumano es una de las estrellas más recientes en el actual panorama internacional. Multipremiado, alabado por todas las críticas, es pasible de toda clase de sospechas. Sin embargo, con títulos como “Aquel martes después de Navidad”, no hay más alternativa que rendirse y sumarse al coro laudatorio. El film cuenta la historia de un buen hombre casado, que quiere a su mujer y se enamora de otra. No hay ninguna maldad ni villanía en esto: simplemente se interpone ese accidente misterioso del amor en el libre devenir humano. Los personajes son como cualquiera de nosotros y la puesta en escena es de una transparencia notable: el espectador se siente –mucho más que con la mayoría de los espectáculos en 3D que nos atosigan– dentro de la vida de estas tres personas. La clave: personas, no personajes. El momento central del film, aquel donde el hombre le confiesa a su esposa qué es lo que le sucede, es uno de los más altos puntos de intensidad emocional de la pantalla grande en los últimos años, incapaz de dejar indiferente al espectador encerrado –en un complejo plano secuencia– con estas personas en su drama y su habitación. El final es, además, uno de los momentos más esperanzadores y realistas –en el sentido más preciso del término– de cualquier drama. En el fondo, este “drama burgués” es un enorme cuento de hadas disfrazado de realidad cotidiana. Trate de no perdérselo, porque las emociones, hoy, andan escaseando.
Dos veces en la vida Este es uno de esos filmes que tientan, (por lo menos a quien esta escribiendo estas líneas) a decir casi imperativamente ¡No te pierdas esta película! ¡Es muy buena! Y nada más, sin demasiadas explicaciones, trazar una crítica lo más sintéticamente posible. Eso sí, nunca, y menos en la Argentina, diría “síganme no los voy a defraudar”. Primero porque yo no soy el responsable de la producción, segundo pues en gusto no hay nada escrito, y tercero gracias al antecedente de haber utilizado esos términos y así nos fue.¿No? La historia es casi mínima, vista infinidad de veces, leída, escuchada, estoy hablando del famoso triangulo amoroso, el tema de la infidelidad en la pareja. Es verdad que ya está todo contado, entonces lo importante es la forma en que se nos cuenta, y es a partir de esa forma el contenido pasa a descubrir, a develar, un discurso. Ni siquiera es importante el desenlace, hay una idea prefijada, justificativa de estas situaciones. Hay muchos ejemplos en la historia del cine que dan cuenta de estas historias de amor, más cercanas al drama amoroso Por nombrar algunas, la del titulo de la nota, o “Una vez en la Vida” (1992) de Louis Malle, cuyo titulo original era “Daño”, o más cercano en el tiempo y el espacio la realización argentina dirigida por Juan Taratuto “No sos vos, soy yo” (2004) Si alguien busca algo fuera de la pareja, es síntoma que algo pasa dentro. Pero esto es una falacia. A veces sólo se cruza alguien que obliga a desviar la mirada. No hay ni buenos ni malos, no es tragedia, es doloroso, sobre todo para el tercero excluido, pero así es la vida. Por lo menos es lo que parece plantear el director, sin juzgar a sus criaturas, ya desde el principio, y cuando hablo de inicio incorporo directamente al titulo del filme. La razón de la nominación aparece al final de la narración y cierra una estructura del orden de lo maravilloso, en los últimos diálogos del filme, dentro de las postreras imágenes justifica el titulo, todo lo demás va dentro de ese orden. Paul y Raluca están desnudos, juegan después de hacer el amor, el exterior no existe, su mundo se centra, se desarrolla y termina en ellos, en ese momento la conversación transcurre entre datos informativos, casi pueriles. Ella informa que se ira a pasar la navidad a casa de su madre (en otra ciudad), él se enoja, ella le pide que deje de fumar, con un sentimiento de cuidado amoroso. Toda la secuencia trabajada en una toma, con muy pocos movimientos de cámara, no hay montaje, no debe haberlo, el tiempo dentro del plano, los objetos que conforman la escena construyen lo que luego, a lo largo de texto, cobrarán significación. Como decía Noel Burch “…Cada cambio de plano se define por dos parámetros, uno temporal y otro espacial… puede ser un objeto puro, convirtiéndose la función sintáctica por simbiosis con la función plástica, en función poética…” El corte al final de la escena, el cambio de escenario, da cuenta de la situación. Clara, concisa, sin demasiadas vueltas, vemos a Paul comprando los regalos para navidad acompañado de Adriana, su mujer. Casi todo el relato transcurre en ambientes cerrados, hay muy pocos exteriores. Podría pensarse de mil maneras esta decisión estética, desde el encierro al que se encuentran sus personajes, hasta como forma de protección de los mismos. Entre un punto y el otro cualquier interpretación es valida, siempre. La casa familiar, los shoppings, la casa paterna, un consultorio odontológico, donde se desarrolla una de las escenas clave de la película, hasta el interior del vehiculo. Como espacio esta trabajado no sólo como un objeto más de la ficción, no desde lo cotidiano, sino desde las distintas significaciones. Todo esta, por así decirlo, mostrado como sin no tuviese la más mínima intención de hacerlo, lo que le da a la imagen una sensación de realismo extraordinario, algo así como si el realizador haya encontrado un lugar de síntesis entre el cine de Tarkovski y las teorías de Andre Bazin al respecto. Para poder construir un texto de estas características es imprescindible contar a priori con un guión muy bien escrito, con tres actores que sostengan, hagan creíbles sus interpretaciones, pero asimismo contar con un excelente equipo técnico/artístico, hablo de arte, fotografía, sonido, etc. En relación a la historia desde el punto de vista de lo moral, yo concuerdo con Boogie, el aceitoso (genial creación del negro Fontanarrosa) cuando decía que si el casamiento es hasta que la muerte los separe, parece una incitación al asesinato. (*) Producción de 1985 dirigida por Colin Walland.
Una película perfecta Después de Ingmar Bergman, filmar la trivialidad de una escena de la vida conyugal es un desafío para cualquier cineasta. Radu Muntean logra revivir lo mejor de aquel cine con una película sutil, aguda y delicada que esboza la intimidad de un triángulo amoroso con un guión inquietante y una puesta en escena precisa y despojada de todo artificio. La película está estructurada en largos planos secuencia con cámara fija que reflejan de manera transparente la separación de un hombre y una mujer. El rigor del encuadre, la elegancia de los planos y la perfección de cada detalle no impiden que el espectador se sienta dentro de la vida de estas tres personas. La extensión de los planos profundiza la cercanía. El director es un voyeur discreto, casi ausente, que no toma partido ni eleva juicio moral. La película posee un realismo implacable que extrae verdadera emoción de los pequeños intersticios cotidianos. La felicidad. Paul está casado con Adriana desde hace diez años, el hombre vive feliz con su esposa y su hija pero está enamorado de la joven Raluca. La historia trabaja sobre los matices de las distintas relaciones, lejos de cualquier estereotipo. Los tres son profesionales independientes y no tienen problemas económicos, la esposa no es un ogro y la amante no pide la separación. Paul asume todas las consecuencias de haber movido una pieza de la estructura familiar y busca en su brújula personal la manera de sostenerse dignamente. Su rostro impasible parece estar escondiendo algo y sus gestos muchas veces juegan un contrapunto con lo que dicen sus palabras. En la fascinante escena en la que las dos mujeres se encuentran accidentalmente en el consultorio de Raluca, en presencia del marido/amante y su hija, un largo plano secuencia registra la colisión espacio-temporal. Mientras la tensión crece, los amantes viven en silencio el aterrizaje forzoso en su intimidad. “El encuentro del tercer tipo me sacudió”, dirá más tarde a Raluca, señalando precisamente la dimensión sobrenatural de una escena donde, sin embargo, el realismo es tangible. El desprecio. La melancolía excede al triángulo amoroso. La tristeza se dilata de escena a escena, desde la larga secuencia de apertura en la cama hasta el momento de la revelación, desde la languidez inicial hasta la tensión de las últimas imágenes. La fuerza emocional de la escena en la que el hombre le confiesa a su esposa que tiene una amante se potencia por la inusual duración de un plano sorprendente en el que la calma matrimonial da lugar a la sorpresa, la ira y el dolor. La segunda parte de la película se concentra en la pareja que se deshace, en el desasosiego agresivo de Adriana y en el remordimiento y la culpa de Paul. Los colores blancuzcos se extienden en la fotografía coincidiendo con los últimos sobresaltos de la pareja. La película fluye con la naturalidad que le confieren las encomiables interpretaciones, el trabajo actoral es clave para sostener en el tiempo los planos más cercanos. La puesta en escena logra una mezcla extraña entre la proximidad que generan los encuadres ceñidos a los cuerpos y el distanciamiento ejemplar que conduce al drama hacia una forma de reflexión. La innegable coherencia y el refinamiento narrativo confluyen en un desenlace extraordinario que confirma que Aquel martes después de Navidad es una película perfecta.
La introducción al “natural” borra todo prejuicio que se pueda llegar a tener con respecto a la desnudez en el cine. Es una graficación perfecta de ese estrecho vínculo de confianza entre los amantes, una cercanía que sólo se consiguen con amor, pasión y tiempo. Es cierto que no será la primera ni la última vez que veamos un triángulo amoroso, pero hay algo en las historias románticas intrincadas que nos continúa atrayendo. El poderoso comienzo se diluye con el correr de los minutos y por momentos el público es invadido por el mismo tedio que sufre Paul. Las extensísimas escenas en planos únicos revelan la extenuante concentración y entrega de los actores, todos en perfecto tono con los personajes que debían interpretar.
La especie imperfecta Una metáfora imprecisa, casi horrible: el cine es un espejo. Lo que vemos en una pantalla, se cree, nos refleja. El espectador mira y se identifica, se reconoce. Es el famoso rollo de la identidad. En principio, Aquel martes después de Navidad , la estupenda cuarta película del rumano Radu Muntean, con menos de 35 planos perfectos, resulta universal e identificable; es la historia “clínica” de una separación y un retrato lúcido del adulterio, pero más que un espejo la película parece una radiografía de la anatomía amorosa y las imperfecciones humanas. El inicio es formidable: un hombre y una mujer desnudos charlan, se besan y ríen. No importa tanto lo que dicen sino lo que transmiten sin palabras. La felicidad existe, y no es difícil adivinar por qué. Los placeres de la carne no son incompatibles con los del espíritu. Raluca y Paul se aman, pero él está casado y tiene una hija. Cinco meses de romance colisionan con más de una década de matrimonio. Es que el deseo no es una institución, y aunque el matrimonio sí lo es depende, en última instancia, del deseo de los cónyuges. ¿Qué hacer? La precisión de la puesta en escena seguirá minuciosamente la conducta de los involucrados. Los planos secuencia virtuosos, la total ausencia de música y unas interpretaciones extraordinarias funcionarán como una succión hacia ese universo en descomposición. Más que voyeurs seremos cómplices de un drama doméstico que, en sus propios términos y para sus protagonistas, no será otra cosa que un apocalipsis privado. “Has arruinado mi vida”, dice Adriana, mientras su marido le revela su amorío, en la mejor secuencia del filme: diez minutos ininterrumpidos que condensan los matices más sombríos de la experiencia amorosa: traición, decepción, indignación. Es extraordinario ver el instante mismo en el que se produce lo que los psicoanalistas denominan “herida narcisista”. El día al que hace referencia el título de la película permanecerá en fuera de campo. No se sabrá qué dirán los suegros ante la noticia y cómo vivirá la primogénita de Adriana y Paul un cambio que alterará su vida. Tampoco se verán las reacciones de Raluca. Muntean prioriza la tensión emocional mientras dilata la disolución del caso apoyándose en el suspenso. Una visita al odontólogo invoca lo perverso y el escándalo; hasta un regalito en un árbol de Navidad puede transfigurarse en una especie de bomba.
Escenas de una historia trivial El rumano Radu Muntean se propone capturar un fragmento de vida. Es como si con su cámara quisiera registrar lo que ocurre entre un pequeño grupo de personas que viven una situación singular, pero ni original, ni extraordinaria. Un suceso que los implica, como en este mismo momento podría estar ocurriendo en miles de otros lugares del mundo, casi de la misma manera. Es ni más ni menos que lo que le ocurre a Paul, un hombre cuarentón, casado, con una hija, y que mantiene una relación extramatrimonial con una mujer soltera, más joven e independiente. Un clásico de manual. Un desafío también para hacer que la historia merezca ser llevada al cine y pueda salir airosa, batallando contra los clichés, los lugares comunes, lo previsible. Es casi un anticine, si se mira bien. Lo que ocurre entre Paul, su esposa Adriana y su amante Raluca forma parte de ese anecdotario cotidiano que ya no sorprende a nadie. Integra el repertorio de las experiencias más frecuentes que se puedan tener o ver sin alejarse ni un poquito de la propia casa. Pero Muntean se pone el desafío al hombro y se sumerge en la intimidad del triángulo amoroso casi como un niño dispuesto a descifrar todas las señales que puedan expresar algo de lo que ocurre en realidad en el interior de las personas involucradas. Lo que se escapa del libreto, ese gesto, pequeño, que denuncia el conflicto, y que se perdería en la corriente si no estuviera ahí el testigo, el observador dispuesto a atraparlo y registrarlo. La cámara, generalmente fija, muestra la química que existe entre Paul y Raluca, el diálogo entre sus cuerpos desnudos, tumbados en la cama, sin nada importante (aparentemente) en qué pensar, ni nada trascendente de qué hablar. Solamente disfrutar. En contraste, la casi palpable atmósfera de rutina y aburrimiento que se impone cada vez que la cámara muestra a Paul con su mujer Adriana. Entre ellos, hay una sintonía casi administrativa, se entienden bien para afrontar las cuestiones del hogar, el cuidado de la niña y el reparto de funciones y tareas, pero ni una pizca de pasión. Festín de sutilezas Un poco más atrás, aparecen a veces los padres de él, ejerciendo también esa presión que no se ve pero se siente, del statu quo, lo previsible, lo que ya no tendrá sorpresas y solamente se desliza en el tiempo y el espacio, sin ánimo de ir a ninguna parte. Pero ¿el azar? provocará un situación que hará de bisagra y finalmente se producirá el quiebre, la ruptura, ese momento entre deseado y temido que hace que las cosas se muevan y la sangre bulla, sacudiendo la modorra de la comodidad de los afectos. Aunque, como todos son muy educados, salvo un pequeño estallido de rabia de Adriana, pronto parece que la situación tenderá a acomodarse. Es como si rápidamente todos quisieran pasar el mal momento y adaptarse en seguida a la nueva realidad y... que la vida siga. Por supuesto que el espectador quedará con muchas dudas, porque pese a que se sugiere que Paul quiere empezar una vida nueva, no se lo ve muy firme en los pasos que da y su rostro parece expresar más angustia que entusiasmo. “Aquel martes después de Navidad” es un festín de sutilezas a cargo de excelentes actores que llevan adelante una propuesta caracterizada por la renuncia a toda idea pretenciosa.
El hombre, en sus circunstancias Un pequeño gran filme del cine rumano sobrevive milagrosamente en la cartelera cordobesa, únicamente en los cines Showcase (en dos horarios, a las 15:25 y 20, más el trasnoche los viernes y sábados), y aún así se justifica dedicarle estos párrafos por encima incluso de la última obra de otro autor más conocido y respetado, el español Pedro Almodóvar (que ha vuelto, con La piel que habito, a mostrar el costado más frío, perfeccionista y oscuro -hasta la perversión- de su cine). Pero Aquel martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean, es uno de los filmes del año, y vale la pena rescatarlo del anonimato al que lo condena una política programadora mezquina y uniforme, que rara vez piensa en dar oportunidad a un cine que no sea norteamericano, por más méritos que tenga (próximamente, el filme se estrenará además en el Cine Teatro Córdoba). Pero si de méritos hablamos, el cine rumano tiene para hacer dulce: filmes como La noche del señor Lazarescu, Bucarest 12:08 o Policía, adjetivo, han posicionado a esa cinematografía como una de las más vivas, rigurosas y sorprendentes de la escena contemporánea. Presentada en la sección Un Certain Regard de Cannes 2010, ganadora de un premio en Mar del Plata ese mismo año, la cuarta película de Muntean no hace más que confirmar que la sentencia va más allá de toda moda o capricho: algo está pasando en ése pequeño país del este, y vale prestarle atención. Claro que Aquel martes se parece y al mismo tiempo se distancia de sus predecesoras, sobre todo porque decide trasladar la acción a la más profunda intimidad que se pueda imaginar, mientras aquellas hacían de lo público (sea que trataran la historia rumana o de su herencia en la burocracia institucional) su tema predilecto, aún en la noche del pobre Lazarescu, acaso con la que más contactos tiene. Pero si miramos bien, estas películas comparten una capacidad infrecuente para explorar la intimidad de sus personajes, a partir de un posicionamiento estético y formal que permite la revelación de ése ámbito existencial en toda su complejidad (y que lo relaciona con el mundo que lo circunda y lo constituye). Aquí, en todo caso, Muntean disecciona con la misma precisión con la que sus pares (Cristi Puiu y Corneliu Poromboiu) desarmaban los discursos sobre las instituciones o la historia, el drama de un matrimonio en crisis, desatado a partir del dilema que vivirá uno de sus miembros, enamorado de una tercera persona. Compuesto totalmente por planos medios fijos sobre su eje, la escena de apertura mostrará a Paul (Dragos Bucur) y Raluca (Maria Popistasu) desnudos en su cama, jugando como adolescentes ena-morados. La secuencia siguiente develará la realidad de Paul, un banquero casado con Adriana (Mirela Oprisor), con quien tiene una hija de unos diez años. Es tiempo de Navidad y ambos se encargan de comprar y dilucidar los regalos de toda la familia: este plano bastará para instalar una disrupción en las expectativas del espectador. Y es que Paul y Adriana no se odian, más bien al contrario, se trata de un matrimonio algo aplastado por la rutina pero donde el amor pervive. Con un virtuosismo y una austeridad notables, Muntean irá revelando progresivamente la complejidad de esa cotidianeidad que ha entrado secretamente en crisis, y cómo nuestros protagonistas enfrentan una circunstancia tan extraordinaria como natural, pues se trata de la frágil condición humana. Habrá picos de tensión: cuando Paul no pueda evitar un encuentro entre su amante y su esposa, y cuando finalmente confiese la verdad a Adriana, una escena magistral que hará estallar toda la tensión contenida en la película y expresará la verdadera dimensión del drama. De una rigurosidad imperturbable, Muntean no apelará a golpes de efecto para intensificar la emoción: la música extradiegética estará siempre ausente, así como también las resoluciones catárticas típicas de los melodramas. El drama se construye (y se resuelve) aquí a partir de los detalles, a partir de la extraordinaria performance de los actores y sobre todo desde un planteamiento formal que permite al espectador habitar el espacio y el mundo que contiene: los encuadres amplios, la profundidad de campo, la ubicación de los actores en el plano irán adquiriendo mayor significación con el avance del conflicto, y la resolución final será una lección de cine, donde se podrá leer la situación íntima de cada protagonista en el mismo plano. Cuando aparezca la música, en los títulos, será tan austera como el resto de la película, y ahora sí servirá para dejar una tan legítima como mínima esperanza. Por Martín Iparraguirre
ESCENAS DE UN MATRIMONIO El arte de la focalización En los últimos años el cine rumano ha sido protagonista de un gran reconocimiento a nivel mundial, en gran parte debido a una seguidilla de films que han sabido alzarse con importantes premios en los festivales de mayor calibre del planeta. Títulos como La noche del señor Lazarescu (Cristi Puiu, 2005) y 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007) han sido galardonados ambos en Cannes y le han otorgado a Rumania un prestigio en el campo cinematográfico de los mayores de Europa del este. Es entonces que este año nos trae una película como Aquel martes después de Navidad, un film pequeño e intimista y a la vez de alcance universal por los temas que trata. Intentar esbozar la tesis de esta película sería una pérdida de tiempo; lo que vemos no es nada más ni nada menos que vida en estado puro, las situaciones que observamos en la pantalla no son sino experiencias que hemos vivido o que viviremos o que hemos visto a nuestro alrededor en la vida cotidiana. La primera escena de la película consta de un plano de casi 8 minutos de duración en el que vemos a dos personas en una cama, justo luego de despertar. El constante reencuadre (casi imperceptible) y las actuaciones completamente magnéticas por su absoluta naturalidad hacen que el hecho de ser un solo plano pase por momentos desapercibido, dando lugar a lo que es este film: 18 (contados) momentos en la vida del protagonista, Paul. Porque es a través de él que vemos la acción, la película lo tiene a él como centro de focalización, y en los medios formales para lograr esto es en donde radica su grandeza. El relato se nos presenta desde el comienzo al revés: vemos a estos dos cuerpos desnudos en una cama y asumimos que son pareja. En la siguiente escena, vemos a Paul con otra chica en un centro comercial, comprando regalos para Navidad. No hace falta que se nos diga nada, ya el simple emplazamiento del protagonista en esa locación habla por sí solo: la persona que vemos ahora es su esposa. La que vimos en la primera escena, su amante. El conflicto entonces está muy claro desde el comienzo: Paul es un hombre de familia que se encuentra enamorado de otra mujer. Lo original de este film no es, definitivamente, el argumento, sino los métodos. Porque podría decir que esta es una de las obras más rigurosas que he visto en el último tiempo: posee un marcado estilo narrativo, principalmente en todo lo relacionado con la cámara y la puesta en escena. Es una coreografía constante en la que los actores hacen de todo menos eso que se llama actuar. Eso no es lo que vemos. Lo que vemos es, como mencionamos antes, trozos de la vida de este hombre, una narración focalizada (que varía todo el tiempo entre interna y externa, sabemos todo y al mismo tiempo sabemos poco) y también ocularizada a través del elemento formal del foco. La utilización del encuadre, certero y simbólico, es uno de los puntos fuertes del film. En todas las escenas (constituidas casi en su totalidad por planos secuencia de unos cuantos minutos) podemos ver el constante juego del foco, haciendo uso de una profundidad de campo escasa (pero nunca excesiva). En esa enorme escena que es la visita al dentista por parte de Paul, su mujer Adriana y su hija Nucu, en donde nos enteramos que la dentista que atiende a Nucu es nada más ni nada menos que Raluca, la amante de Paul, esta intencionalidad queda más que clara. Cuando Paul mira a Raluca hablar con Adriana y Nucu, la cámara permanece con ellas, dejando el rostro de Paul fuera de cuadro. Sabemos que su mirada está en Raluca y en nadie más. Incluso Adriana se yergue y también ella es cortada por el filoso borde del cuadro: a Paul no le interesa su esposa, ni siquiera su hija; no puede (ni quiere) sacar los ojos de encima de Raluca. Cuando ella se levanta y acomoda la lámpara, la cámara se ubica e introduce a Paul completamente en el cuadro, para luego quedarse con él mientras mira, entre disimulos, a Raluca. La escena del bar que le sigue, en donde Paul y Adriana hablan con dos amigos (quizás la escena más godardiana de todo el film) no hace más que contribuir a esto. La cámara danza entre la pareja amiga (los estamos escuchando) y Adriana y Paul (la vista perdida, claramente está sumido en sus pensamientos sin escuchar una sola palabra de lo que están diciendo). Ya lo mencionamos al comienzo, pero vale la pena reincidir sobre el tema: la actuación de todos los involucrados en este film es abismal. En algún lugar leí que Mimi Branescu y Mirela Oprisor (Paul y Adriana, respectivamente) son marido y mujer en la vida real. Esto no me sorprendería, y sucede algo muy gracioso: podrá quitarle algo de crédito a la naturalidad que presentan ambos como pareja en la película, pero le suma muchísimo a los momentos de interacción entre Paul y Raluca. Ambos parecen conocerse hasta el último rincón del cuerpo, no son extraños y eso se ve en la pantalla. La utilización de los cuerpos por parte de Radu Muntean es interesantísima. Las posturas, las actitudes, los detalles presentes en dos escenas comparables como lo son la primera que mencionamos al comienzo de este análisis y la que Adriana se encuentra cortándole el pelo a Paul. En ambas vemos el cuerpo de Paul desnudo en su totalidad. Pero nada es igual. La forma de llevar ese cuerpo está claramente marcada por una gran dirección de actores y mucho, mucho ensayo. Lograr planos secuencia como estos no es algo fácil, y menos aún con momentos tan intensos como lo es, por ejemplo, cuando Paul le confiesa a Adriana que está enamorado de otra mujer. La duración de esta escena es de casi 20 minutos, y la del plano en cuestión es de 11 minutos. 11 minutos en los que se quieren, se odian, se golpean, se insultan. La naturalidad de los protagonistas es una lección constante de actuación. Y no podemos dejar de verla, tiene la intensidad de una película de suspenso cuando en realidad se trata de un drama conyugal. Este manejo de los tiempos y de las actuaciones es una de las principales razones por las que vale la pena ver este film. La representación se transparenta por hallazgos tanto a nivel formal como a nivel de la trama; la sensación más acertada sería decir que somos unos perfectos extraños observando la vida de estas personas que se aman y se odian, metidos entre sus sábanas, viviendo su intimidad como si fuera nuestra, asistiendo a una complicidad que inquieta justamente porque lo que vemos nos resulta demasiado familiar. Perfecta esquematización de un triángulo amoroso, sordo grito desesperado, Aquel martes después de Navidad con muy poco logra mucho; lo tiene todo sin sobrarle nada.