El viejo y el mar Y un día Carlos Sorín volvió a la Patagonia. La relación del cineasta con la región del fin del mundo se remonta al rodaje de la película Un Rey para la Patagonia, un rodaje fallido del publicista Juan Fresán que trató de reproducir la historia de Orélie Antoine de Tounens, un delirante explorador que se autopronunció Rey de los Araucanos. Al igual que la misión de Orélie, la película de Fresán naufragó debido a sus altas pretensiones, pero la desventura del rodaje llevaron a Sorín, casi diez años después a concretar su ópera prima, La Película de Rey, que tuvo un éxito precipitado y ganó reconocimientos en todo el mundo...
Tirar y recoger Juan Villegas, aquel memorable desocupado de la Patagonia que recibía como parte de pago de un trabajo un dogo argentino que alteraba el rumbo de su destino en el film El perro (2004), tenía 52 años y era ayudado por una hija, cuyo esposo -al igual que el protagonista- tampoco conseguía trabajo. Ese film de Carlos Sorín dialogaba en términos cinematográficos con Historias Mínimas (2002), y del mismo modo que en el anterior la estructura del viaje operaba en dos sentidos: lo iniciático como un estadío de un cambio de vida, es decir el viaje interior y como trasfondo de un paisaje que se adaptaba a la perfección al derrotero de Juan en sus cruces azarosos con distintas situaciones que también la propia película adoptaba como parte de ese recorrido con una cámara que además de narrar se convertía por momentos en observador. Ese método encontró en La ventana su mayor despliegue por tratarse de un viaje contenido en el interior y en los últimos momentos de vida de un escritor de 80 años conectado con lo que restaba de su propio viaje con la espera de la llegada de un hijo para partir sin el equipaje de la culpa y despojado de todo rencor. Marco Tucci (Alejandro Awada) también tiene 52 años; ha viajado por diferentes provincias durante décadas como representante de una empresa y ahora transita por el final de su largo recorrido en Puerto Deseado. Su pasado es legible en su rostro, curtido y ajado aunque sutilmente triste por asignaturas pendientes que no hace falta hacer explícitas. El objetivo de su llegada se conecta estrechamente con un doble encuentro, el de la pesca deportiva de tiburones en su condición de neófito y por otro lado el más importante que se relaciona con su hija Ana (Victoria Almeida), quien tuvo un hijo y se asentó como maestra en el pueblo de Jaramillo. Carlos Sorín tiene la capacidad de convertir historias pequeñas en odiseas y a sus personajes en protagonistas de ellas porque deben atravesar por una serie de peripecias que los excede. Que mejor odisea que la de apartarse de una adicción como el alcohol que para el caso particular de Marco lo separó completamente de sus afectos; lo cambió para mal en su carácter y en su conducta en la que la voluntad perdió la batalla. Esos afectos desechados por las circunstancias de un pasado que no regresa y del inexorable paso del tiempo en algún momento se intentan recuperar o simbólicamente hablando pescar y así recogerlos para atesorarlos y hacer menos sinuoso un viaje solitario, como la vida misma. Días de pesca –producida por el propio Sorín con su productora Guacamole junto con Kramer & Sigman Films- por un lado marca el retorno de Carlos Sorín a otra de sus historias mínimas y temáticas afines a sus películas anteriores con la excepción de su anterior opus, El gato desaparece, film que habla entre otras cosas del cine y del lugar del espectador pero también del encierro de la mente en una ciudad vertiginosa. Tal vez la necesidad de escapar de ese encierro es lo que motivó al director a encarar esta gran película, construida meticulosamente desde el punto de vista metafórico porque la pesca en primer lugar se relaciona con la espera pasiva; en segundo término con una lucha personal y un desafío que requiere un aprendizaje y la paciencia para vencer la propia inercia porque en definitiva el verdadero protagonista de esa relación es el pez o tiburón y no quien lo pesca. La otra metáfora en Días de pesca no es otra que la del viaje más allá de los paisajes patagónicos del fondo y de la amplitud de ese espacio geográfico desolado que no alcanza para salir del propio encierro en el caso de Marco, dispuesto a lanzar la última línea de su caña al océano incierto de la vida quizás para recoger algún fruto o tal vez para comprender que muchas veces la pesca implica aceptar la devolución del vacío, de la soledad, pero también la chance de volver a intentar y lanzar otra vez en otro océano donde haya más suerte.
Las relaciones paternofiliales según Sorín Tras su anterior film, El gato desaparece, en el que cambiaba de registro para ofrecernos un ejercicio de cine clásico, Carlos Sorín vuelve con una pequeña y sencilla historia donde los escenarios de la Patagonia, simpáticos personajes y un lenguaje emotivo, son su marca de autor. La tendencia a un realismo extremo en los escenarios, en la luz, con cierto minimalismo en la puesta e historias mínimas que desarrollan un leve hilo narrativo donde el protagonista arrastra una culpa del pasado que quiere revertir, sumado al uso de intérpretes que no son actores, hablan de un estilo de autor que Sorin supo imponer. Un cine donde la soledad, el abandono familiar y la búsqueda interior son abordadas con personajes muy particulares, con una ternura y sensibilidad a partir de su particular estilo lleno de silencios, en el que los sentimientos afloran mediante la sutileza de sus encuadres y los más mínimos detalles. Todo esto vuelve a estar presente en Días de pesca, donde Marco (Alejandro Awada), un viajante de comercio de mediana edad, ex alcohólico, decide intentar cambiar el rumbo de su vida viajando a la Patagonia para iniciarse en la pesca del tiburón, pero también para encontrar a Ana, su hija, con la que no tiene contacto prácticamente desde hace años. Alejandro Awada domina muy bien el registro de este personaje, melancólico y ex-alcohólico, que en su intento de restaurar un orden familiar quebrado emprende un viaje donde la inmensidad de los paisajes patagónicos vacíos, junto a una precisa puesta en escena, conforman una narrativa que refleja el estado de ánimo del personaje, volviendo la imagen transparente, en pura mirada que invita al espectador a contemplar como un personaje más, el vacío y la incomunicación de Marco. Días de pesca, recuerda en muchos de sus planos o situaciones a Historias mínimas, y bien podría ser una de ellas. Pero esta historia no tiene las simpáticas y divertidas situaciones que conformaban aquel relato y hacían al film mas fluido y entretenido, aquí los acontecimientos más importantes pasan por los detalles mas pequeños, sin por eso descuidar el avance de una historia que por mínima que sea, se cuenta muy bien.
Life’s a gas Sorin vuelve al sur. Aquellos lugares retratados a comienzos de la década pasada con Historias Mínimas, El Perro y El Camino de San Diego, regresan en Días de Pesca. La historia se centra en Marco, un viajante de comercio de 52 años, que desea cambiar su vida luego de haber sido internado por su adicción al alcohol. Parte de esta nueva vida consiste en encontrar un hobbie, una distracción. Por eso viaja a la Patagonia con el objetivo de introducirse en el mundo de la pesca de tiburón. Pero además, pretende buscar a su hija, a quien no ve hace muchos años. Para él, es la oportunidad para remediar los errores del pasado y obtener, finalmente, la tranquilidad definitiva...
El corazón mirando al sur En Días de pesca (2012), Carlos Sorín retoma el tópico del viaje, y sí, nuevamente hacia el Sur. Su forma de narrar y presentarnos a su solitario personaje es inconclusa, en algunas partes con mayor intención que en otras. Así, el drama se va construyendo con sutilidad, casi imperceptible; al ritmo del propio protagonista. Marcos (Alejandro Awada) tiene cincuenta y dos años. Es muy poco lo que sabemos de él al comenzar la película. Solamente que decidió irse unos días a pescar tiburones a Puerto Deseado y hacerle una visita a su hija Ana (Victoria Almeida). Las charlas circunstanciales que tiene Marcos con gente del lugar irán revelando su carácter tranquilo, amable, receptivo, y también su condición de ex alcohólico. El anhelado encuentro con su hija no se desarrollará de forma tan fluida como él esperaba, y lo que asciende a la superficie es un pasado con el que Marcos no pareciera querer lidiar. ¿Qué aires se respiran en las películas de Carlos Sorín que el mundo de sus protagonistas se nos hace tan cercano? Ni siquiera hace falta que digan alguna palabra, basta con una mirada, un gesto, allí residen los sentidos más claros para el director. Días de pesca, como lo era Historias mínimas (2002) o El perro (2004) es un film de recorridos, de viajes, claramente, pero viajes que alimentan el alma del protagonista y del público. Porque son viajes al interior (y no sólo del país), en donde cada paraje, cada persona, cada paisaje de esos lugares se posan en la pantalla para completar lo que no vemos, pero sí intuimos. El relato es mínimo, casi inexistente, no así el que le toca construir al espectador. A partir de las imágenes brindadas, de los sonidos y la elocuente música podrá aparecer la historia que habla de un hombre en crisis a los cincuenta años, o la historia de un desencuentro familiar o tal vez las aventuras y sueños que un viaje despierta en la mente. Con todos estos posibles mundos Sorín sostiene su breve relato, y por eso cada espectador puede conectarse, porque no hay uno sólo o, mejor dicho, hace falta que haya más de uno para que la película funcione. Y por eso lo hace. En algunos film no es necesario explicarse nada al llegar el final, sino dejar que lo que empezó termine de decantar en nuestros pensamientos o sentimientos. O simplemente hay que irse, o viajar, con alguna de todas las imágenes que nos lo propusieron.
Volver a empezar Al no haber visto La ventana ni El gato desaparece, retomar el cine de Carlos Sorín con Días de pesca es, para mí, como no haber abandonado nunca la línea que arrancó con Historias mínimas (2002, su regreso al cine después de 13 años) y siguió con El perro (2004) y El camino de San Diego (2006). Es que Días de pesca, la película que tuvo su premiere mundial en el Festival de Toronto y se presentó luego en la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián, se suma en forma y espíritu a ese tipo de cine que caracterizó el retorno de Sorín tras la problemática y genial Eterna sonrisa de New Jersey: historias pequeñas, road movies casi sin actores profesionales, la Patagonia como escenario (de todas ellas menos El camino de San Diego y personajes que parecen perdidos en la vida. En algún punto, el protagonista que encarna Alejandro Awada aquí podría ser un pariente cercano del que hacía Javier Lombardo en Historias mínimas. Awada es Marco, un hombre que viaja a Puerto Deseado con el objetivo de reencontrarse con su hija, Ana, que vive allí desde hace tiempo y hace mucho que no ve, y a la vez aprovechar la temporada de pesca de tiburones para probar suerte. A lo largo del viaje se cruzará con una serie de personas -un entrenador y su pupila, una boxeadora que va a Puerto Deseado a combatir con una pugilista boliviana; un grupo de turistas colombianos- además de entablar una relación un poco más cercana con el hombre que lo llevará a la riesgosa pesca en cuestión. Finalmente, su objetivo es volver a ver a su hija con quien, aparentemente, han tenido una difícil relación en el pasado y dejaron no sólo de verse, sino que ni siquiera conoce muy bien su paradero. Sin haber visto las anteriores dos películas, da la impresión de que Sorín quiso regresar a un territorio que le gusta y en el que se siente cómodo. Lo cierto es que El camino de San Diego parecía marcar un límite, una suerte de repetición y exageración de ese universo “soriniano”. Lo mejor que tiene esta película -pequeña, amable, tierna por momentos- es que escapa a ese “engolosinamiento” para volver a la idea más mínima de la “historia mínima”, esa construcción narrativa sostenida por un eje, pero construida con permanentes pasos al costado y corrimientos laterales. Awada es, por lo general, el rostro extrañamente sonriente (hay una mezcla de sorpresa, curiosidad y condescendencia en esa sonrisa que, se sabe de entrada, oculta un pasado alcohólico, más bien oscuro) que escucha historias y descubre personajes, de los cuales el entrenador de boxeo y su pupila son los más interesantes (el personaje “entrenador” es ya un clásico en la filmografía de Sorín). En esa relación y en la que establece con otro especialista (el cazatiburones) está lo mejor de la película que intenta contagiarnos la fascinación que Sorín parece desarrollar por este tipo de personajes curiosos con los que uno podría toparse en un viaje. A mí, al menos, me resulta algo más convencional y predecible el “arco narrativo” de la relación con su hija y su yerno. Si bien el film lo maneja de manera sutil y discreta (con pocos elementos nos damos cuenta de que hay un pasado bastante denso ahí), las idas y vueltas de esa parte de la trama no logran transformarse en el eje central que, uno imagina, quiso convertirlo Sorín. Al contrario, dan más ganas de seguir conociendo a los otros secundarios, o volver a ver qué pasó con la muy particular pelea de box patagónico-boliviana. Una escena, para mí, revela lo mejor del cine de Sorín (me refiero a lo que hace dentro de este tipo de formato alla Historias mínimas) y es el diálogo que mantiene con el cazatiburones, donde el hombre le explica las diferencias entre la pesca común a la que él está acostumbrado y ésta. Son escenas casi documentales, sin ningún tipo de ironía, en las que un personaje despliega su personal credo ante los espectadores. Es lo más parecido a un momento Moby Dick que tiene la película: la gran aventura de la caza de la ballena en un escenario despojado en el que todo parece tener un tono menor. Tal vez sea las más mínimas de las “historias mínimas” de Sorín las que más me llegan o me interesan. Los momentos de dramaturgia más estructurada y la necesidad de invadir musicalmente la narración con un score que, otra vez, vuelve a ser excesivamente “grande” para lo que se cuenta y muestra (violines al por mayor) son los que me hacen tomar distancia y no implicarme en lo que sucede. Es ahí donde la manipulación se nota, se hace evidente. Entiendo que son elecciones que, seguramente, acercarán más al público que una narración completamente despojada y anecdótica, pero son también los que le hacen perder al film esa grandeza contemplativa, observacional, que podría tener. Donde se notan los hilos que atan, abrochan, conducen el relato más con pulso de guionista que con mirada de director.
Un viaje en busca de la reconciliación Marco (Alejandro Awada) es distribuidor en algunas provincias del interior para una marca de rulemanes. En sus vacaciones decide viajar a la Patagonia con la excusa de pescar tiburones, pero su verdadera intención es ver a su hija (Victoria Almeida), de quien se alejó hace tiempo. El encuentro y sus consecuencias son lo que explora el director Carlos Sorin en esta película sencilla, sin más pretensiones que mostrar el viaje interior de este hombre, que parece buscar en su hija la redención por su pasado alcohólico, que dañó tanto a su familia. El impecable trabajo de fotografía de Julián Apetezguía, merece ser destacado, ya que la perfección de su labor es ideal para retratar la belleza inhóspita del sur argentino. "Días de Pesca" es un filme cálido, simple, con un guión preciso, sin exageraciones y muy buenas actuaciones, que destaca las relaciones afectivas y las emociones.
Un terso drama Alejandro Awada interpreta a un alcóholico en recuperación, que viaja al sur para pescar tiburones y reencontrarse con su hija. Como se viene publicando y publicando: en Días de pesca, Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, a las road movies agridulces y emotivas, a las películas con actores profesionales mezclados con lugareños -tiernos, nobles, ingenuos: antihéroes queribles- que hacen de sí mismos. Y sin embargo, si la comparamos con Historias mínimas , ícono del cine alla Sorín, Días... es, en muchos aspectos, muy distinta. Esta historia protagonizada por Alejandro Awada -en el papel de Marco, porteño de clase media pudiente, alcohólico en recuperación que viaja a Puerto Deseado para pescar tiburones y reencontrarse con su hija- rehusa, casi, de la narración verbal. No decimos que carezca de diálogos. Ni, mucho menos, que en Historias... Sorín subestimara los silencios. Al contrario: los usaba con intensidad. Pero en Días... los convierte en esencia, en vacío elíptico, en supresión gramatical para que el espectador reconstruya. Reconstruir: es lo que también intenta Marco. Reconstruir, en lo posible, su vida. Pero sobre todo la relación con su hija (Victoria Almeida). Durante la secuencia del reencuentro entre ambos, en apariencia natural, sentimos o intuimos el abandono de él, su temporada en el infierno, la amargura y el rencor de ella. La charla es trivial, la que podría tener casi cualquier padre con su hija -que además acaba de ser madre-, aunque se va agrietando a partir de ínfimas incomodidades, de gestos, de posturas corporales. El trabajo de Awada y Almeida es minimalista: magnífico. Otro cambio notorio en Sorín es que dejó de lado el humor irónico, en especial el de su mirada -tan aguda como paternalista, tan porteña como empática- sobre los personajes lugareños. De hecho, el foco de Días... no está puesto en ellos. Acá la Patagonia no es un territorio a explorar sino un lugar ajeno y al mismo tiempo balsámico. El protagonista está tan extraviado como Bill Murray en Perdidos en Tokio . Pero intenta integrarse a ese universo distinto que lo alivia: la mayor parte del tiempo con la dolorida sonrisa del paciente que recibe visitas. El desamparado es él, no el mundo que lo rodea, cuyas reglas son naturales, no solidarias exageradamente. La fotografía, de Julián Apezteguia, tiene, sí, la belleza melancólica (y profesional) de otros filmes de Sorín. La música, de Nicolás Sorín, también es bella y melancólica. Sorín padre la utiliza, por momentos, de un modo demasiado ostensible, lo que genera un cierto efecto edulcorado, levemente contradictorio con el tono general austero . Sorín dijo que filma cuentos, no novelas. Que por eso sus filmes no suelen superar la hora y media. En esta analogía literaria, Días... se alinea con el estilo Chejov: un breve y terso drama humano.
Historia mínima con la sutileza de Sorin Un hombre acostumbrado a los viajes, el rostro como una careta para simular que todo está bien, charla con un hombre acostumbrado a los golpes. Así sabremos que el primero ha dejado el alcoholismo. Hará gimnasia, pescará. Se reencontrará con su hija. Que no lo espera. El resultado es una delicia. Un relato que se va viendo con simpatía, de pronto emociona, se sigue viendo ya con cariño, vuelve a emocionar, y, donde otro autor hubiera culminado a pura lágrima, Carlos Sorin cierra de tal forma que uno se sorprende, pero no porque sea un final inadecuado, sino porque quiere seguir junto a los personajes, acompañarlos aunque sea un rato más. Pero es el final justo, porque, sin haberlo dicho, ya está todo dicho, sobreentendido, y seguir sería ir innecesariamente más allá del pequeño momento de revelación y felicidad que el pescador está viviendo después de tanta expectativa. El momento de descanso y optimismo, tras la prueba más dura. Y no es que esa prueba se hubiera presentado como algo desmelenadamen- te dramático. Apenas percibimos unas rispideces. Pero quienquiera haya vivido lo suficiente, sabe lo que ellas significan. Así de sutil, así de conocedor del alma humana, es el relato. Prejuicios Alguien dirá que Sorin ha hecho una historia más mínima que las anteriores, que impresiona como algo ya visto, o que otra vez vuelve al mismo paisaje patagónico. Error: ni es más chica, ni se repite, y empieza en la meseta pero esta vez llega al mar. Y el protagonista debe animarse a un viaje mar adentro, símbolo de otros viajes enormes. El principal, llegar hasta la hija y el nieto en medio de zozobras, sin hacer pie, sin entender las corrientes que pueden alejarlo en vez de acercarlo para hacerse querer de nuevo. Desafío Y el director también hace su viaje. Sorin se desafía a sí mismo a ir cada vez más ligero de equipaje. Según confiesa, su modelo son los cuentos de Raymond Carver. Algo de eso se advierte comparando la levedad, brevedad, concisión y profundidad de ambos. Pero también le creeríamos si dijera que su modelo es un haiku, ese tipo de poesía japonesa que sugiere algo muy hondo y tocante empleando una cantidad muy reducida de líneas. El detalle, es que esas pocas líneas las escribe un maestro. Alejandro Awada, la debutante Victoria Almeyda, son los intérpretes precisos, intensos y expresivos como pocos, y con muy poco, porque acá, más que el diálogo, se imponen la mirada, el gesto de amague controlado y el silencio cargado de ansiedad o de reproche. Dando ánimos, una especie de valsesito melancólico y decidido, creación de Nicolás Sorin. Y para mayor disfru-te, unos tramos de «Bella figlia del amore» y «Che gelida manina», y un nuevo puñado de personajes laterales, de esos que Sorin siempre encuentra por el camino, y que siempre tienen algo para divertirnos, y a veces también para enseñarnos. Hermosa película.
Sorín vuelve al Sur Tras la melancólica y fallida La ventana y la interesante incursión en un oscuro thriller psicológico con El gato desaparece , Carlos Sorín regresa con Días de pesca al universo, al tono, al estilo y a los lugares que más conoce, que más le gustan y que mejor le sientan. Algunos podrán argumentar -con cierta razón- que Sorín repite aquí algunas búsquedas de El perro y, sobre todo, de Historias mínimas , pero Días de pesca está muy lejos del cálculo o del mero reciclaje: tiene atributo y logros concretos que le permiten alcanzar vuelo propio. El protagonista de esta tragicomedia es Marco (Alejandro Awada), un viajante de comercio cincuentón que llega a Puerto Deseado con el objetivo de reencontrarse con su hija, Ana (Victoria Almeida), a la que no ve desde hace muchos años, conocer a su nieto y, de paso, para probar suerte en la caza de tiburones. Las cosas no son fáciles para este ex alcohólico del que poco sabremos, pero mucho intuiremos. Sorín prefiere no contar demasiado, pero la sonrisa (mueca triste), la mirada melancólica y el rostro curtido de Marco son suficientes como para comprender que ese hombre carga con una vida de problemas. En su largo viaje de enredos y (des)encuentros, Marco se irá topando con los típicos y entrañables personajes secundarios que son la marca de autor de Sorín: un entrenador de boxeo y su pupila que llegan para pelear contra una contrincante boliviana, unos delirantes turistas colombianos o el veterano instructor de esos "días de pesca" a los que alude el título. Todos "interpretados", con esa inocencia y empatía inimitables, por no-actores que hacen de sí mismos. En este sentido, es notable cómo Sorín y Awada (un actor de enorme generosidad y humildad) logran conectar con esos intérpretes no profesionales sin que se noten las costuras, sin que las inevitables diferencias de formación y, claro, de técnica frente a cámara conspiren contra la credibilidad y el resultado final. Si bien la película no alcanza la intensidad deseada a la hora de trabajar la relación padre-hija y por momentos la música suena demasiado épica para un relato minimalista, el relato jamás pierde el interés. Sorín -un hábil narrador, un artista pudoroso y un observador inteligente- aprovecha junto con su talentoso fotógrafo Julián Apezteguía los despojados paisajes del Sur como contexto perfecto para la desolación interior del protagonista, pero nunca cae en el regodeo pintoresquista. El corazón del cine del director de La película del rey no está en la geografía, ni siquiera en las palabras, sino en los rostros de sus criaturas, en esos gestos que tratan de esconder o al menos de contener unos sentimientos que el espectador termina por adivinar y compartir.
En busca de aquel pasado perdido Una trama contada con recursos mínimos marca el regreso de Carlos Sorín a la Patagonia. Desde allí muestra el vínculo entre un padre y su hija. Un intento desesperado de un hombre que busca recuperar su propia historia. Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, ese territorio inmenso y abierto que fue el escenario de varias de sus películas –El perro (2004), Historias mínimas (2002), Eterna sonrisa de New Jersey (1989), La película del rey (1986)– y el regreso se da con Días de pesca, acaso su película más sutil y a la vez la más íntima, un relato centrado en las elecciones de una vida, en el paso del tiempo y el camino a seguir en el último tramo de la existencia de un hombre golpeado que quiere hacer lo correcto. Protagonizada por Alejandro Awada que acompaña de manera inigualable el ascetismo de la puesta, la película que fue parte de la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián, cuenta el viaje de Marco a la ciudad santacruceña de Puerto Deseado con el objetivo de aprender el difícil arte de pescar un tiburón, una excusa para reencontrarse con su hija Ana (Victoria Almeida). El protagonista acaba de dejar el alcohol y el film deja en claro que la adicción causó estragos en su vida, el más tangible es el alejamiento de Ana, a la que no ve desde hace años. Días de pesca entonces se entrelaza con La ventana (2009) –antes de El gato desaparece (2011), ese interesante experimento sobre el género policial– en tanto ambas películas hablan sobre la toma de conciencia de un final próximo. Tal como lo confesó el propio realizador, La ventana fue su manera de exorcizar la muerte de su padre con una elegía sobre un anciano en sus últimos días, mientras que en Días de pesca, el protagonista encara la edad de las definiciones tratando de saldar un pasado plagado de errores. Sutil, despojada y compleja por lo que exige al espectador una inmersión en una historia contada con recursos mínimos, el último opus de Sorín utiliza de manera consciente el escenario patagónico como el marco casi ideal para que Alejandro intente reconstruir el pasado. Sin embargo, el film es una reflexión amarga sobre ese intento desesperado. Alejandro deambula por ese territorio ajeno con una aparente tranquilidad que esconde un cúmulo de emociones reconcentradas y mientras averigua el paradero de Ana se topa con diferentes personajes del lugar –los famosos no actores de Sorín–, es amable con todos pero el drama está ahí, no desaparece por más que el doloroso encuentro finalmente se produzca. El final es abierto y las especulaciones esperanzadas sobre un relación padre e hija en el futuro llevan las de perder
Los afectos pueden reverdecer Carlos Sorín es un director que tiene la cualidad de saber transmitir lo más intrascendente que pueda pasarle al hombre común. Su cine es de emociones pequeñas, de sentimientos intensos, que posibilitan una inmediata comunicación con el espectador. CAZAR TIBURONES Para contar la historia de Marco (Alejandro Awada), Sorín, igual que en ‘Historias mínimas’, vuelve a la Patagonia. Esta vez es Puerto Deseado, Santa Cruz, a donde llega desde Buenos Aires ese viajante de comercio, que es Marco, un alcohólico en recuperación. Quizás agobiado por su trabajo y su adicción, Marco hace varios años que no sabe nada de su hija Ana (Victoria Almeida), que vive, precisamente en Puerto Deseado y va a su encuentro, como intentando reconciliarse no solo con ella, sino también para saldar cuentas con el pasado. Marco, por consejo de su médico, se inventa un hobby: pescar tiburones. Aunque nada sabe de las temidas criaturas océanicas, pero eso no importa, porque es sólo una excusa para el viaje. El viaje de Marco tiene algo de ‘road-movie’ épica, pero no lo es, porque lo suyo no es un traslado para ganar una ‘batalla’, o tal vez sí, porque quiere cerciorarse que él, como padre, a pesar de no haberse interesado por su hija durante años, del espacio que ocupa en los sentimientos de la joven que algunos años atrás lo hizo abuelo. Por eso cuando Ana le pasa a sus brazos al pequeño Gianni (Santiago Sorín) y le dice ‘hacete amigo’, de algún modo está perdonando a ese hombre, que sólo él sabe por qué un día se dio cuenta que era un adicto al alcohol. EL SILENCIO En ‘Días de pesca’, Sorín además de sus protagonistas, aporta el color local de la gente de la Patagonia, que en su mayoría hace de ella misma. En este filme hay dos personajes claves. Uno de ellos es un entrenador de boxeo, Oscar Ayala, que es manager de una boxeadora; el otro es Daniel Keller, quien se dedica a organizar excursiones para cazar tiburones. Con este marco de fondo, Sorín va elaborando una trama en la que la inmensidad de los paisajes, contrasta simétricamente con el silencio de los personajes, con sus miradas, sus gestos, sus palabras, sólo las necesarias, para guiar al espectador, por una historia que no por conocida, deja de asombrar y emocionar. Alejandro Awada, excelente, como Marco, es el centro de un argumento que contiene una amplia gama de sentimientos que apuestan a una emoción esencial, la de la recuperación de los afectos esenciales. Victoria Almeida (Ana), vuelve a demostrar una vez más su exquisito caudal interpretativo, mientras que el pequeño Santiago Sorín (nieto del director), es un derroche de simpatía y sonrisas. La luminosidad de la fotografía, contrasta bien los momentos grises del protagonista, un hombre que intenta redimirse y rearmar su vida.
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Picando por el camino. El hombre mira a la distancia. Frente a él hay un vasto paisaje, pero lo que importa es la diminuta ruta, casi tragada por la monumental imagen que la rodea. Por suerte, hay algunas personas que la pueden hallar, y logran cruzarse, aunque no los vea nadie. Son esos encuentros, diminutos en la escala del viaje pero colosales en los cambios que generan, los que representan el trabajo del director Carlos Sorín en la serie de films iniciada con Eterna sonrisa de New Jersey (con el gran Daniel Day-Lewis), pero popularizada con Historias mínimas, a la cual siguieron El perro y El camino de San Diego. Ahora, tras haber intentado una historia más estática con La ventana, y haber realizado el muy buen ejercicio de suspenso que fue El gato desaparece, Sorín regresa a la ruta, a los encuentros casuales e incluso a la Patagonia, en Días de pesca (2012), una vuelta que tiene lo suficiente para justificarse. Marco (Alejandro Awada) es un viajante de comercio que decide viajar a la localidad sureña de Puerto Deseado. Se encuentra algo frágil: por un lado, debido al peso de sus 52 años; por el otro, como consecuencia del tratamiento que hizo para deshacerse de su adicción al alcohol. Su excusa para ir de Buenos Aires a Santa Cruz es la de probar un hobbie bien particular: la pesca de tiburones. Sin embargo, su misión es otra: volver a conectarse con su hija Ana (Victoria Almeida), a quien no ve desde hace años. En su búsqueda para reparar los errores del pasado, Marco se encontrará con una serie de personas que, de una u otra forma, lo ayudarán a probar nuevos desafíos, dándole otra chance para cambiar su vida. En este tipo de producciones, es claro que la gran fuerza de Sorín reside en el universo en el que sitúa a sus relatos: un espacio en el cual las palabras no indican nada y los gestos delatan todo. Mediante la humanización de personajes y momentos que en otras manos serían representados de forma peculiar, él logra lo que pocos intentan, generando un clima cotidiano con el cual uno puede identificarse e incluso reírse. Claro que a veces comete un traspié; el de forzar demasiado sentimentalismo al argumento (mediante música aplastante o cierta dirección impulsiva), lo que saca atención del film y parece una señal de desconfianza al talento que juntó durante la realización. Es que, de nuevo, Sorín consiguió un buen equipo para las performances. En el rol principal, Awada se destaca al mostrar de manera balanceada a alguien querible, pero con evidentes rastros de un terrible pasado. Sus interacciones junto a Almeida (que también trabaja y saca brillo de su papel) plantean lo necesario; de nuevo, la clave está en los silencios, las miradas, el movimiento del cuerpo. Ellos son acompañados por no actores (una costumbre del director en estas obras); una medida arriesgada, ya que da lugar tanto a roles muy bien llevados e interesantes (como el de un entrenador de boxeo con el cual se encuentra Marco, quizás el elemento mejor desarrollado del film) como a interpretaciones artificiales y distrayentes (como las de un grupo de turistas colombianos, que cumplen el espacio obligatorio de “gente que vive la vida con todo” que parece imposible de distanciar de estas películas). Afortunadamente, la balanza apunta hacia el lado positivo con respecto al proceder de la mayoría de la gente sin experiencia previa. Redondeando, Días de pesca es un digno regreso a las historias de carretera para Sorín. Pequeño pero bien realizado, mantiene el necesario enganche cercano para bajar la velocidad y apreciar un cuento con corazón y humor, algo que a veces es difícil de agarrar.
Carlos Sorin vuelve al escenario que más le gusta filmar, La Patagonia y lo hace contando la historia de Marco un alcohólico en vías de recuperación, que con la excusa de ir a pescar, se propone recuperar a su hija, a la que hace años que no ve. En un pueblo perdido en la inmensidad del sur, entablara relación con distintos personajes de lo más variopintos. Al igual que en muchos de sus anteriores cintas, Sorin se vale de personas reales que se interpretan a sí mismo, estos pueblerinos, simpáticos, naturales, encantadores, le dan frescura al relato, sus historias mínimas, completan una narración que destila humanidad. Por su parte Alejandro Awada, en el papel principal, encaja a la perfección con el resto del reparto, sus miedos, obsesiones, su pasado que se hace presente, incluso sus costados más oscuros, lo transforman en un personaje genuino y creíble. Párrafo aparte para las locaciones, bellamente rodadas por el ojo perfeccionista de Sorin que les da a cada escenario la categoría de un personaje más. Existe claramente una metáfora entre la espera del pescador y la paciencia que debe tener el protagonista para finalmente terminar la jornada con una sonrisa, y eso también, le da un punto a favor al guion de un filme que sin tener el tono humorístico de "El Camino de San Diego" o "El gato desaparece", jamás se vuelve solemne.
Tras incursionar en el thriller con la estupenda El gato desaparece, en la introspección pictórica y metafórica con la fallida La ventana, y en una road-movie autóctona y deportiva con El camino de San Diego, Carlos Sorín vuelve a las fuentes con Días de pesca, con el marco en el que más se siente identificado y dentro de la estética y la pulsión narrativa que se han vuelto un sello en su filmografía. El realizador retoma el aliento y las atmósferas sencillas con las que diseñó ese film extraordinario que fue Historias mínimas, y lo hace a través de una trama en la que el protagonista podría haber sido amigo del personaje de Javier Lombardo y pariente de la chica que recorre la ruta con su auto en el citado film. Un hombre que viaja a Puerto Deseado con el objetivo claro, aunque con difusos elementos, de buscar reencontrarse con su abandonada hija, y a la vez cristalizar el viejo sueño de participar en la pesca deportiva de tiburones. Todo se irá desarrollando en forma minimalista e incierta pero con una inconfundible expresividad soriniana. Combinando nuevamente –hace tiempo que no lo hacía- actores profesionales con lugareños debutantes, el cineasta despliega una impronta sentimental que no sacude pero que le hace placenteras consquillas al alma, hasta arribar a un plano final que encierra una pequeña pero emotiva metáfora. Un Alejandro Awada entrañable e impecable en cada gesto y cada texto, muy bien acompañado por la ascendente Victoria Almeida completan un cuadro fílmico breve, sencillo, algo contenido, pero igualmente virtuoso, realzado por los magníficos estímulos sonoros de Nicolás Sorín.
Luego de un paso por ámbitos más urbanos y el género del thriller en la extraña exquisita El gato desaparece, Carlos Sorín vuelve a sus fuentes con Días de Pesca; no solamente vuelve a filmar en la región patagónica y vuelve a mezclar actores profesionales con aficionados (o no actores directamente), sino que regresa a los relatos pequeños, simples, en los que pareciera no ocurrir demasiado; y va más allá logrando un fresco intimista. Como ya dije, el argumento es sencillo, es la historia de Marco (Alejandro Awada) porteño de clase acomodada que viaja a Puerto Deseado con dos objetivos, por un lado el obvio, pescar tiburones; por otro, el profundo, el sentimental, reencontrarse y recuperar a su hija (Victoria Almeida), madre reciente. La película es eso, Marco recomponiendo su relación paternal, su vida en general (es alcohólico en recuperación), el tiempo perdido, y desde ya, encontrándole un nuevo sentido a todo. Y hablando de perdido, el que parece estarlo, por lo menos en un principio, es Marco en el pueblo patagónico en el que se va cruzando con distintos lugareños, y en el que no parece encajar con toda su “porteñeidad”; pero como Sorín demuestra en cada una de sus películas, esos lugares terminan por ganarse el corazón de uno. No tan inclinado a la comedia como en Historia Mínimas o El Perro, Días de Pesca es un drama hecho y derecho, de diálogos justos, algunos que parecen intrascendentes pero que encierran trasfondo, de momentos pequeños, de gestos, de miradas, de contemplación. Para eso, el director necesitaba de un conjunto de elementos, y todo parece haberle salido perfecto. Awada y Almeida no pueden estar mejor, sus interpretaciones son exactas, precisas, realmente son padre e hija distanciados, dolidos, resquebrajados. Hasta los habitantes de la zona (quew podríamos decir se interpretan a sí mismos) logran una naturalidad tal que los hace irremplazables. La fotografía también es destacada, paisajista, abstracta, brillante y opaca, todo en el momento justo, indicado casi como si se contara una historia paralela con las imágenes. También la banda sonora (a cargo del propio hijo del director) tiene sus momentos justos y juega a la emoción aunque ciertos momentos queden remarcados). Días de Pesca nos cuenta la historia de un hombre roto, que viaja hasta los confines de nuestro país para encontrar a su hija, en fin encontrarse a sí mismo; y en definitiva es un film sobre la soledad; sobre el esperar y encontrar eso que nos haga un clic, un giro, al que nos devuelva las ganas de vivir; y lo hace sin caer en el manual de autoayuda, y los más importante, sin aburrir. Marco deambula perdido por el pueblo, mira, observa, está solo aunque esté acompañado; no es solo la visión de un extranjero en tierra extraña, es la de un hombre que busca algo, no sabe qué. Cada espectador podrá encontrarse con una experiencia propia al finalizar el film. Reconozco ser un seguidor de la obra de este director desde los tiempos de La película del rey, pero esta, a pesar de parecer una más de sus obras, logra destacarse por sobre el resto. Si tuviera que compararla con algo, no lo haría con ninguna de sus películas anteriores, su punto de referencia tal vez sea Una historia sencilla de David Lynch y ese viaje en tractor para visitar a un hermano que en principio no nos decía nada. También tiene algo de los últimos films de Alberto Lechhi, aunque con menos humor y más peso dramático. Cada elemento conjuga un todo, y todos forman un film perfecto, triste aunque cálido; eso sí, es para interesados en este tipo de historias, los que necesiten de acción, un raudal de diálogos y diatribas sobre el sentido del ser, o un ritmo vertiginoso para no aburrirse, busquen otra cosa en cartelera. Esta es una película de tiempos, lo que no quiere decir extensa, su duración es realmente corta y pasa volando, pero no necesita de más, es justa, cada minuto vale. A este altura decir que, a mi gusto, es el mejor film de Carlos Sorín, y uno de los mejores argentinos del año, sobra, se da entendido. Días de Pesca es una película a la que todos deberían darle una oportunidad, no perderse la experiencia de una hora y veinte de pura contemplación, e introspección.
La acción en los pequeños detalles El director de El gato desaparece exhibe en su nueva película varias líneas que se comunican con Historias mínimas, su film más popular: encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas. La crítica de cine en la Argentina suele adherir a lugares comunes, recetas que dan cuenta de acuerdos tácitos a la hora de hablar de algunas cosas. Está claro que el lugar común es siempre un síntoma de comodidad que suele denotar una debilidad argumental. La excusa para no profundizar, dando por sentado que la simple utilización de la fórmula conjura, de facto, un cúmulo de rasgos con el que todos acuerdan. Los críticos argentinos le deben uno de esos cómodos pactos a Carlos Sorín, quien sin dudas nunca tuvo semejante intención cuando en el año 2002 bautizó a la que tal vez sea su película más popular, con el nombre de Historias mínimas. Diez años después, hoy es habitual definir a un determinado tipo de películas como “de historias mínimas”. Ejemplo: “La película del director X se encuentra conformada por un grupo de historias mínimas”. Definir qué se entiende cuando se habla de “historias mínimas” es pertinente a la hora de escribir sobre Días de pesca, último trabajo de, claro, Carlos Sorín. Una película de historias mínimas sería aquella que encuentra excusas narrativas en anécdotas cotidianas, en donde lo extraordinario no surge forzosamente de lo fantasioso o intrincado de la trama, sino de la acción de pequeños detalles, domésticos por lo general (o casi), capaces de volver maravilloso o conmovedor a un relato que prescinde de forma consciente de toda grandilocuencia. El de “historia mínima” es, de algún modo, el concepto opuesto al de “pochoclero”, otro lugar común, para hablar en este caso de grandes superproducciones norteamericanas de alto impacto, sobre todo visual, con un elevado nivel de dependencia de la tecnología aplicada al desarrollo de efectos especiales. Ambas definiciones se pueden discutir y mejorar, puesto que han sido elaboradas de apuro para este texto, pero si de algo no hay dudas es que el de Sorín es, por lo general, un cine de historias mínimas. Y a Días de pesca ese marco conceptual (ese lugar común del que abusan los críticos, incluido quien suscribe) le calza perfecto. Más allá de toda definición, tampoco es casual la referencia a Historias mínimas, porque no son pocas las líneas que unen ambas películas. Tras el intermezzo que representó El gato desaparece, intento de Sorín por narrar desde los géneros y jugar con un cine de estructura clásica, Días de pesca significa un regreso que no sólo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar a la Patagonia como escenario (habitual telón de fondo para sus relatos desde la inicial La película del rey), sino a sus fuentes estéticas. Como en Historias mínimas, acá cuento y geografía parecen espejarse: una narración cálida y despojada, en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla. En ambas, que tienen algo de road movie (género ideal para moverse en el paisaje elegido), lo que une a estos elementos es un personaje central con algo de trotamundos, que en el fondo persigue una necesidad tan profunda como íntima. En este caso es Marco (Alejandro Awada) un viajante de comercio, oficio a punto de volverse obsoleto merced el uso de Internet en esa área, que llega a un pueblito patagónico para pasar unos días pescando tiburones. Mera excusa para volver a ver a su hija Ana (Victoria Almeida), a quien hace demasiados años ni siquiera llama por teléfono. En el camino conocerá a un entrenador de box y su pupila, que vienen al sur a pelear con una púgil boliviana; a un instructor de pesca y su ayudante y a otros personajes menores. Todos ellos serán instrumentos con los que el director irá dejando señales que conducen al desenlace del cuento. Días de pesca vuelve a demostrar que Sorín es un notable contador de historias, que con economía de recursos es capaz de obtener el máximo rendimiento narrativo. Y para ello aprovecha las herramientas que el cine pone a disposición de quienes disfrutan contando historias. Entre ellas vuelven a sorprender dos cosas: su capacidad para seguir encontrando planos de notable belleza cinematográfica en los paisajes patagónicos y su habilidad para crear personajes tomándolos de la vida cotidiana. Un mérito que se potencia en su insistencia por trabajar con un elenco de no-actores, en donde los únicos que cuentan con una formación dramática son Awada y Almeida, quienes entregan dos composiciones impecables. El resto es la capacidad de Sorín para hacer ficción de manera casi documental, aunque a veces peque de excesivamente autorreferencial (ver la escena de los muñecos cantantes, casi una reescritura de aquella de las tortas en, por supuesto, Historias mínimas). Licencias de un pequeño gran director.
Un hombre solitario que a la hora de reencontrarse con el mismo decide viajar a la Patagonia, buscando una nueva vida a través de nuevas experiencias en la pesca y conquistar nuevamente el corazón de su hija. Una vez más el director y guionista Carlos Sorín nos trae a la pantalla grande una historia sencilla, tierna, emotiva y con la bella fotografía de la Patagonia Argentina como ya lo hizo con “Historias mínimas” y “El perro”, y con esos personajes queribles y cotidianos, muchos de ellos hacen de ellos mismos y el protagonista descubre que importante es el reencontrarse con uno mismo. Aquí el protagonista de la historia es Marcos Tucci (Alejandro Awada). No sabemos mucho de él pero pronto vamos descubriendo que tiene 52 años, es un ex-alcohólico, con una buena posición económica, viaja varios kilómetros desde Buenos Aires a Puerto Deseado, parece que busca una nueva oportunidad con su hija, y ¿qué busca queriendo aprender a pescar tiburones? estas criaturas de un gran tamaño, fuertes, a su vez fascinantes, desafiantes, y valientes, él no tiene nada de experiencia por eso se va relacionando con expertos. Durante la estadía en el lugar conoce a un entrenador de box, a una boxeadora, en la playa se cruza con unos colombianos mochileros, entre otros, con cada uno de estos personajes que se va encontrando a su paso se va relacionando, todas personas amables y sencillas, (hacen de ellos mismos). Finalmente el debe concurrir a una radio de la zona para poder encontrar a su hija Ana (Victoria Almeida), pronto se reencuentra con esta, su yerno José (Diego Caballero) y el bebé Gianni (Santiago Sorin, es el nieto de Sorin). A raíz de esto vamos viendo cómo reacciona cada uno y que pasa con ellos. Es una historia tierna y sencilla, su ritmo es pausado e intenso, la fotografía de Julián Apezteguia y la música de Nicolás Sorin (él hijo de Carlos Sorin) le va dando cierta emoción, melancolía y se van generando distintos climas. El film va relatando los avatares de este hombre lleno de sueños y de errores que quiere enmendar, con un espíritu aventurero, con la necesidad que la vida le dé una segunda oportunidad.
Otra cálida mirada de Sorín a las historias mínimas de las vivencias humanas Para los que nos gusta el cine clásico, el hecho que Carlos Sorín esté filmando ya supone un interés previo que genera expectativa. Un poco como les sucede a los fanáticos de la Saga Crepúsculo (2008-2012 QEPD), sólo que a mi no me da para ponerme una máscara de Alejandro Awada en la cola del cine. Será que todavía creo que una película me debe contar una historia y tener un armado coherente al hacerlo. Sencillo. Así es la obra de Sorín. Simple y bien hecha, pero ojo, no es fácil trazar bocetos humanos. No puede hacerse sin una profunda capacidad de observación de la gente y sus conflictos. En este caso, desde aquella genial “La película del Rey” (1985), vemos en este realizador una progresiva minimalización de sus personajes. Cercana a la perfección tanto en términos de construcción cinematográfica, como en el rubro actuaciones. Solemos ver poco cine que aborda estos retratos de manera tan minuciosa. Un ejemplo de este año podría ser “El extraño Sr. Horten” (2010), donde Bent Hammer también utiliza una gran actuación que se adueña de las situaciones, los sonidos, y sobre todo los silencios del texto cinematográfico. En una gran primera escena nos damos cuenta de que Marco (Alejandro Awada) llegó de Buenos Aires con la intención de salir del paisaje urbano. Ese que lo sumió en el alcohol, lo rescató, y ahora ofrece un escapismo a un paisaje nuevo para él. Gran detalle del guión: el trayecto ya está comenzado. Cientos de kilómetros se instalan en el inconsciente del espectador. Aquellos que viajaron muchas horas en soledad podrán dar cuenta de todo lo que se acumula en la mente cuando esto sucede. Marco empezó hace mucho el viaje a lo desconocido (en todo aspecto), con lo cual deberá congeniar si quiere conseguir el objetivo de volver a ver a su hija luego de varios años de silencio. Así comienza a cruzar su camino con personajes por los que parece bien dispuesto a dejarse llevar. Como si de alguna manera necesitara codearse con el costado más humano de la gente. Ese costado que quizás él mismo dejó de registrar. Ahora ve el mundo y a las personas desde otro lugar en su adultez. Sobrio, y por las dudas con barreras autoimpuestas para no perder el motivo principal: encontrar y solidificar los lazos perdidos. La sensación es que el título bien podría ser parte de una frase que él mismo se propuso: "Me voy unos..." aunque esto no ocurra (u ocurra a medias), porque en definitiva el viaje introspectivo ya consumado se exterioriza en la ruta y así es como se nos presenta. Tenemos mucho por descubrir en este tipo. “Días de pesca” no sería lo mismo sin el estupendo trabajo de Alejandro Awada. En su impronta y en sus gestos, magistralmente registrados por la cámara, es donde logra transmitir una conexión con la circunstancia de su personaje y con la vida real per sé. Cada gesto, por mínimo que sea, refleja estados de ánimo, genera climas y sobre todo sirven de pilar fundamental para contar lo que le pasa y anticipar lo que se viene. La elección de los no-actores por parte del director es acertadísima. Mochileros, instructor de pesca, entrenador de boxeo... Gente. A través de la filmografía de Sorín conocemos eso. Gente. Eventuales amigos o conocidos que hacemos en una reunión, en un bar o en el trabajo. Probablemente en cada uno de nosotros exista una historia para contar. Este gran realizador elige algunas y las cuenta llegando a una profundidad inusual en cualquier arte, apelando a su honestidad y rodeándose de grandes talentos como el del actor principal, la brillante participación de Victoria Almeida como la hija, y por supuesto de un director de fotografía que está varios escalones arriba de lo habitual; una dirección de arte realmente ocupada en que la Patagonia sea un personaje más (no fotos de postal): y, en este caso, una banda de sonido puesta en la dosis justa como para que uno quiera escuchar más. La melodía principal es la que se silba a la salida del cine y claramente identifica a “Días de pesca”. Las historias que vemos y escuchamos a lo largo de nuestra vida pueden llegarnos al corazón o pasarnos desapercibidas. En esto todo depende de cada espectador y su predisposición a abrirse con los sentidos. Desde la pantalla está todo bien hecho. Ahora falta usted.
El sur Carlos Sorin es un director del que nunca se sabe del todo qué esperar, aunque casi nunca por las razones más deseables. Es decir que se trata de un cineasta impredecible pero no necesariamente de los buenos. Hace una pila de años supo hacer, inexplicablemente, un ruido bastante considerable con ese mamotreto llamado La película del rey, un objeto inanimado y carente de gracia que se adecuaba al tono aparatoso del cine argentino de la década del ochenta y que si hoy consigue perdurar lo hace únicamente como mera curiosidad arqueológica. Días de pesca retoma algo del tono que Sorin inauguró en su segunda vuelta como director: esa idea de las “historias mínimas”, que se traduce en un cine un poco condescendiente con la suerte de sus criaturas, una solvencia técnica que se disimula en la paisajística exportable del interior de la Argentina, y una voluntad de exprimir a fondo el color local y hacerlo pasar por interés cinematográfico genuino. Días de pesca tiene un poco de todo eso, pero el director parece por momentos encaminado a hacer otra cosa con su sistema. La película empieza mostrando a un tipo durmiendo adentro de un auto en una estación de servicio ubicada en algún paraje perdido del sur de la Argentina. Alguien le golpea la ventanilla y le informa que no hay nafta, que faltan como doce horas para que llegue el camión. El tipo exhibe una sonrisa de bonachón total y dice que si hay que esperar, hay que esperar. ¿El personaje es parte de “la buena gente” que puebla la Argentina de los anuncios oficiales? En efecto, el director es un publicista consumado y ese breve pasaje podría ser segmento de propaganda si no fuera porque no hay música mala de fondo: Sorin guarda una especie de vals no demasiado molesto para distribuir aquí y allá, pero en general la película tiene un tono seco, casi recoleto, que puntúa las escenas y les otorga su esencial carácter solitario y alejado de toda clase de épica. Si en Historias mínimas, El perro y La ventana se imponían el paternalismo y la subestimación sobre los personajes y la postal más o menos irritante acerca de la improbable naturaleza profunda de las cosas simples de la vida –y simple en Sorin quiere decir unidimensional, sin matices ni misterio alguno– , en Días de pesca el modesto enigma que envuelve al protagonista consigue otorgarle un pliegue distintivo y enaltecerlo brevemente. El hombre se revela pronto como un ser escindido, que no está en el paisaje local ni en ninguna parte. Se ha impuesto a sí mismo la misión de buscar a su hija y reconstruir un vínculo perdido –un poco al modo del Travis de Paris, Texas – , pero las cosas no le resultan tan fáciles. Las escenas en las que interactúa con las personas que encuentra en el pueblo discurren en medio de una tranquila tristeza, rasgada por breves comentarios humorísticos: el encargado de prepararlo para la pesca de tiburones y su ayudante, el entrenador de boxeo y su pupila con anteojos negros que vienen de Córdoba para una pelea capital, la vieja gloria del boxeo que sobrevive como empleado en el gimnasio con el cinturón de campeón puesto. Sorin camina en esa línea delgadísima que convierte a los personajes menos rutilantes en marionetas de la burla en complicidad con el espectador, pero por fortuna no termina nunca de caer del lado incorrecto. El director se dedica a filmar esas peripecias esqueléticas con fluidez, precisión y cariño por sus actores –la mayoría no profesionales– mientras el aspecto de grado cero del relato parece acercar la película a las experiencias del Nuevo Cine Argentino (o sea la parte “mínima” pero extraídos de ella las ñoñerías y el sentimentalismo de rigor). Es decir que la parte buena de Días de pesca es cuando de algún modo se mantiene alejada de lo que prescribe un guión de manual, como si Sorin animara sus viñetas convencido de que la fuerza real de la película reside en la gracia discreta con que el protagonista atraviesa sus planos, casi siempre con distancia y un dejo de melancolía que se integra al conjunto con oportunidad y sencillez. En cambio la parte mala es cuando el director cede a la tentación de intervenir groseramente la trama, como en la torpe escena en la que la hija rechaza con estrépito al hombre –haciendo explicito, de paso, un conflicto que ya estaba suficientemente sugerido. Pero lo peor es que Sorin no se detiene ahí: el atribulado protagonista fracasa luego en su primer día de pesca, se descompone (me pregunto cuándo habrá empezado a usarse ese amaneramiento de hacer vomitar a un personaje para ejemplificar su derrumbe anímico), va a parar al hospital y allí se encuentra en un pasillo con la joven boxeadora, que no solo perdió la pelea por paliza sino que está también a punto de perder un ojo. Da toda la impresión de que, de pronto, la película dispone un castigo sobre los personajes, apura el trámite de la sordidez, el desaliento y la mala suerte automáticos para adquirir de esa manera un cierto relieve de seriedad y adultez programáticas. El firulete con el que el director equilibra en parte las cosas hacia el final no es suficiente para contrarrestar el fastidio por una película malograda por exceso de astucia.
Los films de Carlos Sorín adolecen -en general, en medidas diferentes de acuerdo con el alcance de cada trama- de una paradoja: cuando sus personajes y ambientes convocan la emoción, Sorín suele filmarlos buscando el ángulo más bello, que no siempre es el ángulo más emotivo. Como si el oficio de publicitario, que ha ejercido mucho y con éxito, se interpusiera ante el impulso estético del cineasta. En Días de pesca tiene una historia pequeña y bien cincelada, la de un ex alcohólico que, en tren de refundar su vida, viaja a la Patagonia con el objeto de participar de la pesca del tiburón y de reencontrar a una hija a la que ha ignorado, historia que es excusa para la aparición de otras en germen, pobladas de personajes curiosos y queribles. Pero por algún misterio de la puesta en escena, el film se ve más “lindo” que “bueno”. Otra vez la Patagonia, el territorio que Sorín más recorre, aparece impenetrable en su misterio: nos quedamos -como respecto de las emociones de los personajes- en sus bellas, insatisfactorias orillas.
OTRA VEZ EN LA PATAGONIA Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, vuelve a su cine y vuelve a sus personajes simples y callados. Una película tan mínima como la de su comienzo, sostenida en la espontaneidad de sus criaturas, en el estilo contemplativo de su puesta en escena, en su gusto por el detalle. Es la crónica de Marcos, un padre que quiere pescar tiburones y afectos. Allá en el sur esta su hija, casada. Hace mucho que no la ve. El alcohol y quizá algo más lo fue dejando solo. Y hay recelos y reproches, pero también esperanza. Sorín saca partido de esas distancias, de esas soledades y de ese silencio para acompañar el desamparo de Marcos. No está mal, pero hay algo de manierismo y cansancio en la reiteración de un registro que siempre ese sensible y delicado pero que está necesitando historias más firmes, personajes más ricos y observaciones más interesantes. Así y todo, es un cine diáfano, humano, simple y afectivo que se ha ganado un buen lugar.
Historias del camino Tal como sucedió con “Historias mínimas” y “El perro”, entre otras películas que llevan su sello, en “Días de pesca” los paisajes de vastas extensiones del sur argentino, así como los personajes poco ampulosos y más ceñidos a la realidad —muchos de ellos no son actores sino parte de la realidad cotidiana —, se convierten en el centro de la película dirigida por Carlos Sorín. Montado sobre la historia de un hombre que acaba de salir de una desintoxicación por su adicción al alcohol, el director lo acompaña en un viaje al sur de la Argentina a donde el hombre se dirige para intentar disipar sus fantasmas con el ejercicio de una de sus pasiones: la pesca. En el trayecto, el viajero se encuentra con un entrenador de box que viaja con su pupila para afrontar un compromiso deportivo; con un baqueano del mar que le permitirá intentar la captura de un tiburón y con su hija, a quien le perdió el rastro hace demasiado tiempo. Con esos elementos Sorín consigue que el espectador se convierta en un atento “polizón” durante el viaje y el disfrute de una buena película.
Algo mundana y además existencial El cine de Carlos Sorín se encuentra cada vez más depurado, casi sencillo, mentirosamente simple. Supo arribar a ello en La ventana, con un candor, un minimalismo, que conmueven. La capacidad cinematográfica de provocar afecto pareciera ser virtud en Sorín, y quizás allí radique uno de los lugares más característicos en su cine. Días de pesca es, otra bienvenida vez, expresión misma. Apenas algunos personajes, o algunos varios de ellos con el eje preciso que es Alejandro Awada. Casi nada se sabe sobre él o, mejor dicho, lo preciso y requerido para que la película sea. ¿Para qué más? Basta con los diálogos fortuitos, los gestos equívocos, la puesta en escena, para que el espectador pueda hilvanar sucesos y completar, intuitivamente, lo que aparece como no-dicho. Reunidas estas piezas, decir entonces sobre la recuperación que del alcoholismo lleva adelante el protagonista, su viaje al sur, la pesca de tiburón como hobby elegido, pero también y sobre todo el reencuentro con una hija hace años nunca más vista. La historia es, parece, pequeña, pero lo que importa es cómo se la cuenta, de qué manera adentra al espectador para, una vez allí, vivenciar con los personajes. También porque, dada la filmografía de Sorín, ver una película suya es estar otra vez en ámbito conocido, dentro de una poética donde los personajes conviven con modos amables, gestos solidarios, dolores y compañía de silencios. Todo esto está en Días de pesca, pero también porque es el rostro magnífico de Awada el que puede conjugar lo que sucede, para sintetizarlo y decirlo desde sonrisas tristes, miradas casi viejas, caminar dubitativo. Tan grande es su caracterización. En este sentido, Awada es el lugar donde confluye todo lo que sucede, personaje que atrae a otros a la vez que construye, por eso, un mundo mayor, más vasto, insospechado. En este sentido, tanto importan la radio local, el sparring y su boxeadora, los turistas colombianos. Todos son valiosos. Todos importan en el cine de Sorín. (Aún quienes prefieren no abrir la puerta, desentenderse, jamás vivir una aventura. Podría decirse que son "ellos" quienes hacen posible el cine de los demás, es decir, la vida.) Porque hay mucho "universo" y él, mientras tanto, hubo de vivir, pareciera, en un mundito tan pequeñito. Pero no importa, porque está el mar, allí y a la espera para todo viajero, para todo sentimental. ¿Calmará el mar a la pena? No se sabe y no importa saberlo. Basta con haber estado sumergido en el lamento para preguntar por la posibilidad. Y Días de pesca tiene la virtud de saber cómo construir este interrogante, tan cercano, tan mundano, tan existencial. Desde momentos precisos, tales como la espera en la fiesta brasileña, el "olvido" del regalo para el nieto, la "discusión" entre padre e hija por el cigarrillo y el resultado del electrocardiograma, entre otros.
Un viaje para encontrarse Después de La ventana y El gato desaparece, Carlos Sorín vuelve al sur y a un relato sencillo, austero, que bien podría ser un desprendimiento de una de sus Historias mínimas. Días de pesca, su nueva película, vuelve a retratar la desolación de un personaje a través de su viaje iniciático (o, mejor, un viaje-epílogo). En la primera escena, se ve al Marco (Alejandro Awada) un hombre de 50 años, en una estación de servicio, camino al sur. Allí conoce a un hombre que lo invita a su mesa, en la que brilla un pingüino. El objeto (como tantos otros objetos que cobran importancia en esta historia) es el disparador del tema. Awada interpreta a un alcohólico en recuperación, que va al sur a practicar la pesca de tiburones y a buscar a su hija, a quien no ve desde hace años. Sorín retrata esos paisajes sin melancolía forzada ni clichés, y logra expresar a través de la fotografía y el sonido ese existencialismo de páramo patagónico. El clima emocional que la cámara crea se completa con la interpretación de Awada. Con la mínima cantidad de diálogos y un registro gestual sutil, apto para primeros planos, el actor construye sin estridencias un personaje de apariencia cordial y tranquila, pero que deja asomar un pasado perturbado. Un gran hallazgo es el de la actriz Victoria Almeida, que con una mirada que lo dice todo logra la mejor escena de la película; y el de Oscar Ayala, el entrenador de boxeo con un talento innato para la actuación (otro de esos descubrimientos de Sorín, como Juan Villegas en El Perro). Con personajes como él se topa Marco en su camino (más unos mochileros colombianos, un locutor de radio, un instructor de pesca). A través de su encuentro con ellos, Marco mostrará partes de su historia, hasta que llegue el momento decisivo de la cita con su hija. La película se toma el tiempo necesario para contar lo que necesita, sin por eso extenderse en escenas bucólicas eternas, ni en silencios contemplativos que no dicen nada (tentación en la que caen tantos filmes argentinos). Sus 77 minutos son los justos y necesarios para esta historia sencilla de redención. Quizá la música del filme sea demasiado solemne y grandiosa para el relato, pero Días de pesca logra lo que ambiciona.
La Simpleza no tiene misterios El director Carlos Sorín vuelve a filmar sus historias mínimas en la patagonia, y lo hace con la simpleza y cotidianidad de pequeños personajes inmersos en el grandísimo paisaje solitario. Esta vez es un hombre cincuentón de quién no sabemos y ni sabremos mucho (estupendo Alejandro Awada) que viaja a intentar, ya sea pescar tiburones -que no sabe- y visitar a su única hija -que tampoco sabe bien donde está ni como-, quizás el espectador intuya un pasado sombrío en la vida de este ex-alcohólico viajante de comercio, y un sin porqué de alejamiento de su descendencia familiar. Como Sorín suele mostrar, agrega al pasar personajes secundarios que acompañan de a ratos la vivencia del viajero, quizás donde mejor lo hizo fué en su "maldita" peli nunca estrenada en salas, pero sí en el cable: "Eterna sonrisa de New Jersey" que protagonizara Daniel Day-Lewis en 1989. Ellos son aquí: un entrenador de box conversador y su pupila, el dueño de la lancha pesquera, y un trío de turistas colombianos, seres que conforman un panorama variopinto que encastra perfectamente en el cine del realizador de "La película del rey" y "El Perro". La máscara de Awada es notable, sus silencios, sus gestos, su sonrisa -hoy por hoy es la mejor sonrisa del cine argentino, o sea la más creible-, la motividad de sus charlas breves con los lugareños, el reencuentro con su hija y en una escena antológica cuando rememora junto a ésta su supuestas dotes para "il bel canto", no hacen más que destacar la presencia otra vez de este magnífico actor que protagoniza una búsqueda, y de los encuentros y desencuentros que trata este filme recomendable.
En busca del tiempo perdido Carlos Sorín vuelve al desolado paisaje patagónico pero esta vez no se queda en la meseta sino que llega hasta el mar, de la mano del protagonista principal Marco (Alejandro Awada), un hombre de poco más de cincuenta y al borde de la jubilación, que ha decido pasar sus vacaciones con dos objetivos: pescar tiburones (algo que nunca hizo) y reconectarse con su hija de la que ha estado distanciado en los últimos años. Los datos sobre el personaje van apareciendo a medida que se encuentra con seres fortuitos, el primero un ex boxeador y su pupila, a los que conoce en la estación de servicio donde queda varado por falta de combustible. Allí devela el móvil de su viaje y cuando es invitado a tomar alcohol aclara que acaba de salir de un tratamiento de recuperación. Precisamente, lo veremos insistir en una actitud superadora de esa adicción, cuidándose en la comida, haciendo footing por la playa, informándose sobre cómo son los equipos y los secretos para pescar una presa difícil y hasta peligrosa. Sin embargo, las cosas no van a suceder como él las ha planificado y el reencuentro con su hija tendrá idas y vueltas, sacando a la luz un pasado que no sirve para reconstruir la relación interrumpida durante demasiado tiempo. Alejandro Awada y la debutante Victoria Almeyda son los intérpretes intensos y expresivos para darle carnadura a ese vínculo que tiene su momento descollante en una cena que transcurre en tiempo real, donde más que el diálogo, se imponen las miradas y los gestos que crean un clima emocional capturado magistralmente por la fotografìa en planos largos y tiempos muertos resignificados. Es memorable el momento en que la hija le pide al padre que entone una canción que recuerda de cuando era niña “Bella figlia del amore” y “Che gelida manina”, donde el tiempo se patentiza como un soplo que salta desde un recuerdo entrañable de la infancia seguido de una ausencia que cuesta restaurar desde el presente. Ligero de equipaje El film es tan austero que solamente la música resulta algo grandilocuente como marco del relato. Existen muchas similitudes entre la literatura minimalista de Raymond Carver y las historias de Sorín, confeso admirador de los cuentos del narrador americano que ha encarado las relaciones familiares desde una perspectiva donde el drama no excluye una candorosa ironía plasmada en un relato conciso, breve y profundo. Más que disfrutable resultan también los entrañables personajes secundarios que ya son marca autoral en Sorín: el entrenador de boxeo y su pupila que van a Puerto Deseado a ganarse la vida con una pelea que no será tan fácil como piensan; unos jóvenes turistas colombianos que abruman al protagonista con su experiencia del mundo; el veterano instructor que lo llena de explicaciones para que aprenda a pescar a lo grande, o la enfermera que le trae una información fundamental. Todos tienen el mérito de ser no-actores que hacen de sí mismos incorporándose con naturalidad frente a la cámara. Ellos siempre aportan momentos divertidos, una cuota de solidaridad o alguna enseñanza que el personaje asimila en su conmovedora obstinación por superar el pasado y ganar el afecto de los pocos lazos que aún le quedan. Como en “Historias mínimas” (2002) o “El perro” (2004), “Días de pesca” es un film de viajes literales e interiores que reconfortan el alma, a la par que se disfrutan por la excelencia de su realización.
Con la idea de empezar de nuevo Este octavo largometraje de Sorín parece ser una continuación de Historias mínimas , con casi el mismo escenario --la Patagonia, con su soledad, sus vientos y su misterio--, pero con otros personajes. Algunos interpretados por actores profesionales y otros, por lugareños, que se representan a sí mismos. El protagonista es Marco Tucci, de 52 años, que vive en Buenos Aires, pero es oriundo de Bahía Blanca. Desde hace veinte años se desempeña como viajante de comercio para una empresa alemana, aunque teme perder el trabajo porque los avances tecnológicos permiten realizar las ventas a través de Internet y eliminar intermediarios. Marco viaja a Puerto Deseado con cuatro objetivos: consolidar su abstención alcohólica, después de haber realizado un tratamiento con ese propósito, aprender a pescar tiburones, reencontrarse y, eventualmente, reconciliarse con Ana, su hija, a quien no ve desde hace largos años, y conocer a su nieto. La idea de Marco es "empezar de nuevo", recuperar aire, encontrar un "espacio sanador" y exorcizar su imagen de "padre ausente". Si concreta o no estos objetivos, eso forma parte de la historia que debe descubrir el espectador. En el trayecto se encuentra con personajes que van completando, por afinidad o por contraste, la figura del protagonista. Por caso, un entrenador de boxeo, interpretado por Oscar Ayala, que fue el primer entrenador de Jorge "Locomotora" Castro. También a los miembros de una familia de colombianos delirantes lanzados a conocer el mundo, y un instructor en materia de pesca de tiburones. Lo cierto es que para Marco este será un viaje iniciático y en más de un sentido. Se sabe que el alcoholismo es más causa que consecuencia de conflictos personales, y quizás por eso, durante todo el desarrollo de la historia, el espectador teme la recaída del protagonista, porque van ocurriendo situaciones que pueden reconducirlo a esa instancia. En todo momento Marco ofrece una leve sonrisa, que no se sabe si es auténtica y si simplemente está combatiendo una angustia reprimida. Sorín ha dicho que su personaje "actúa ser feliz", lo que no significa que sea feliz. La película registra muchos silencios, aún más que Historias mínimas (2002) o El perro (2004). Silencios puestos por el director para dar tiempo a reflexionar sobre la historia o para que el espectador los llene con sus propias impresiones y/o deducciones. Alejandro Awada se desenvuelve como si el guión hubiese sido escrito para él o que él fuera realmente el personaje. Hay una identificación total, tanto en sus acciones, en sus intentos por ser coherente, incluso en sus frustraciones. Aunque muy en el fondo siempre brilla una leve luz de esperanza. Como dato anecdótico se puede agregar que Días de pesca se estrenará el próximo 26 de diciembre en París, donde la película se verá, quizás, como otra curiosidad del cine argentino.
Cuando uno pierde el camino a lo largo de la vida, lo más difícil es volver a encauzarlo. A veces afrontar a aquellos que hemos lastimado en un pasado no tan lejano o resolver problemas que ya hemos incorporado a nuestra cotidianidad, son algunas de las batallas necesarias a la hora de tratar de hacer borrón y cuenta nueva, sin importar lo perdidas que estén. Así se propone Días de pesca cuando Marco, un hombre que se recupera de una desintoxicación, decide retomar esas luchas que tiempo atrás valía la pena pelear. Para ello cuenta con la excelente interpretación de Alejandro Awada, quien se destaca en su papel y logra, con una actuación sobresaliente, meter al espectador en el mundo de este ex alcohólico, algo desolado, confundido y con mucho para entregar, con un anzuelo enorme para tratar de atrapar aquellas grandes "esperanzas" del pasado que con tanto afán va en busca. Del mismo modo vale resaltar a Victoria Almeida, en el papel de hija, cuyo personaje afronta muchas emociones encontradas y que ella sabe llevar a buen puerto. Carlos Sorín ya ha mostrado, en películas como El perro o Historias Mínimas, esa cara de la Argentina que tan hermosa la hace. Una vez más quedará esto en evidencia gracias a la forma en que este presenta y explota el pueblo en donde transcurre la acción, que no deja de cumplir un rol protagónico a la hora de contar la historia. También le da ese toque "Sorin", con el director que vuelve a trabajar sin actores, con personas que ocupan sus vidas diarias con el rol que interpretan en pantalla. Un film donde lo que importa casi nunca se dice y que son los gestos, los silencios y las miradas las que articulan la trama, dejando espacio al espectador para que, con su historia personal, reconstruya la película en su mente. No hay que olvidar entonces la gran labor en el aspecto de sonido y musical, esta ultima de mano de Nicolás Sorín, que genera una especie de fusión entre el paisaje, los personajes y las miradas, y que permiten meternos de lleno en lo que pasa frente a cámara y dentro de sus cabezas. Días de Pesca es una gran película, costumbrista, bien pensada, en donde más de uno se podrá sentir tocado y donde otros tendrán opiniones e interpretaciones diferentes sin estar realmente equivocados. Cuando se está delante del trabajo de un director experimentado y talentoso como Sorín, es muy fácil quedar atrapado en las redes que dispone.