El inglés de los wichís Fue una de las joyas ocultas, uno de los secretos mejor guardados del último BAFICI. Es que "escondida" en la sección Funciones Especiales, El etnógrafo tuvo apenas una función pública y -entre amigos e invitados especiales que asistieron a la premiere- fueron muy pocos quienes la pudieron disfrutar. Ahora, llega la oportunidad de apreciar esta nueva incursión de Rosell en el documental en el MALBA o, dentro de pocos días, también en el Gaumont y seguramente en otros espacios INCAA del interior del país. El director de Bonanza y Sofacama se adentró en la comunidad wichí de la zona de Tartagal de la mano de John Palmer, un antropólogo inglés que llegó allí a principios de los años ’70, se quedó a vivir, se casó con una mujer de esa etnia y se convirtió en uno de los líderes de las protestas por el reclamo de tierras y contra la represión o desidia oficial. Rosell -que al igual que en Bonanza demuestra una gran capacidad para encontrar un personaje poco convencional y "explotarlo" en toda su dimensión- maneja con sabiduría y rigor los distintos niveles del relato: el familiar (el protagonista tiene cinco hijos), el etnográfico (no es fácil acceder a la intimidad de los pueblos originarios) y el judicial (con un caso legal que muestra las profundas grietas y contradicciones entre las costumbres de los “criollos” y los “indígenas”). Un retrato bello, implacable y fascinante a la vez (por momentos, algo moroso), que evita caer en el paternalismo, en el pintoresquismo y en los lugares comunes de la corrección política mal entendida. Aquí una amplia entreivsta a Rosell realizada en el marco del Talent Press / Talent Campus del BAFICI 2012.
El Camino del Héroe Palmer, John Palmer. También conocido como “el etnógrafo”, este antropólogo inglés abandonó su tierra natal para asentarse en Tartagal, Provincia del Chaco junto a la comunidad Lapacho Moche, integrada por miembros wichís. Lo que empezó siendo una investigación antropológica sobre la situación de los pueblos originarios en Sudamérica, como parte de su tesis universitaria, se terminó convirtiendo en parte de su vida cotidiana. Palmer traspasó su profesión para dedicarse a defender al pueblo wichí, entenderlo, estudiarlo y protegerlo contra las leyes del hombre urbano que los menosprecia, y no comprende sus creencias y tradiciones. Palmer, además encontró una familia: una mujer, cinco hijos, y forma parte de esa misma comunidad que trata de proteger. Es considerado un wichí más. Después de Bonanza y Sofácama, Ulises Rosell, retoma la visión sobre el núcleo familiar y lo extiende al mundo del protagonista. Esta vez en una comunidad que tiene reglas propias, incomprensibles y malinterpretadas por la ley. Rosell, con cierta distancia y respetuosa prudencia, se mete en la historia de Palmer y su familia, es testigo del amor y cuidado que tiene por sus hijos. Un personaje que no reniega de su pasado posiblemente burgués, ya que está en permanente contacto con su madre en Inglaterra, que además manda regalos para sus nietos. El Etnógrafo muestra tres facetas de Palmer: por un lado su vida diaria junto a su familia, y la de su mujer, que nos lleva a conocer la lucha por la liberación de Qatú, que considera a Palmer como un hermano espiritual. Qatú está preso, acusado de haber violado a la hija de su mujer, pero lo que la ley no comprende es que para los wichís, el acto que profesó Qatú no es considerado delito, especialmente porque tuvo el consentimiento de la joven Estela. Rosell decide no emitir juicio ni prejuicio, sino ser testigo e informar de las tradiciones, mostrar el punto de vista dentro de la comunidad. No es necesario ver el otro lado esta vez. El pensamiento del hombre “civilizado” es conocido y criticado por Palmer, debido a su ignorancia. Por otro lado (y quizás en forma menos armónica y más aislada de las otras historias), también se muestra el conflicto de Palmer con una petrolera que deforesta y destruye los caminos de la tierras wichís sin el consentimiento de la comunidad, atropellando lo que pasa por delante, gracias al apoyo de empresas y legisladores. Si bien, el objetivo del realizador es mostrar al personaje en su vida diaria, tras un trabajo notable de investigación, a través de él se filtra una crítica directa e inteligente hacia los organismos oficiales y el papel de las multinacionales que explotan las tierras de pueblos originarios. El director evita caer en bustos parlantes que hablan a cámara y a través de incisivos diálogos que tienen los personajes la cámara permite que el espectador entre a la comunidad. Un tratamiento naturalista, prolijo, pero sin pretensiones demasiado formales o estéticos ayudan a integrar al público a un relato ameno e identificable en cierta medida, por el que podemos sentir empatía y compartir las emociones e injusticias. Sin caer en la bajada de línea, El Etnógrafo es un bello documental, contenido, con sutilezas, que a pesar de tener un ritmo pausado (justificado por el temperamento calmo, pero reflexivo de Palmer), atrapa porque contiene a un personaje inusual, un héroe de las tierras áridas y defensor desinteresado de las causas nobles.
Realidades contrapuestas Luego de la comedia Sofacama (2006), y de un breve aporte al largo colectivo D-Humanos (2011), Ulises Rosell vuelve a las líneas documentales que trazó con su obra más reconocida, Bonanza (En vías de extinción) (2001). El Etnógrafo (2012) es la historia de John Palmer, un antropólogo norteamericano que se adentra en la cultura wichi. Mezcla de documental antropólogo con ficción, El etnógrafo ingresa en la realidad de John Palmer, que llegó a la comunidad wichi con el fin de dar apoyo humanitario y terminó quedándose a vivir con ellos, incluso formando familia y teniendo hijos con una mujer de la comunidad. Sin embargo, John Palmer sigue siendo distinto y no sólo por el lenguaje, su educación y moral cristianas lo posicionan en otro lugar desde donde tratará, sin éxito, de brindar soluciones. Ulises Rosell plantea una crisis de lenguaje y formas de vida entre el "gringo" y los nativos wichis en una Salta ahogada en la pobreza. El hombre y protagonista de esta historia está instalado hace tiempo en el pueblo originario, e incluso vive con una mujer de la comunidad y sus hijos. Este elemento produce un doble cuestionamiento de identidad en el espectador. Por un lado, el personaje analista se convierte en "analizado" junto con los wichis. Por otro lado el mismo espectador ocupa el lugar de observador, identificándose por sus costumbres burguesas, más fácilmente con el gringo oriundo de norteamericana, que con los wichis que son argentinos. El Etnógrafo cumple con su función reflexiva acerca de la identidad, y la imposibilidad de cambiar realidades preestablecidas. La situación de los pueblos originarios, la mirada burguesa sobre el tema y las costumbres identitarias argentinas son puestas en crisis a partir de la película.
“El etnógrafo” es un documental de fuste. Fue la sorpresa del BAFICI, cuando se proyectó para la prensa exclusivamente y luego, tuvo sola una función en las noches especiales programadas por la organización. Esta pequeña obra maestra de Ulises Rosell, es sin duda, en su género, de lo mejor de la producción local del año. Absolutamente absorbente, profunda, bella y movilizante desde su primer fotograma, “El etnógrafo” es una auténtica cátedra de observación y registro sagaz. Rosell, director de “Bonanza” y la interesante “Sofacama”, ingresa su equipo en una comunidad wichi de la zona de Tartagal, en Salta, de la mano de John Palmer, antropólogo inglés que arribó a ese lugar con la idea de hacer un trabajo de estudio para su maestría y terminó casandose con una mujer de esa etnia, modificando trascendentalmente su vida y la de esa población a partir de su incorporación activa a ese grupo. Hay varias líneas en el relato presentado, por un lado se aborda el costumbrismo y la mirada local frente a las perspectivas de quienes no logran entender las leyes de ese pueblo originario, por otro, hay una fuerte problematización de un tema de la órbita judicial que afecta a un miembro de la comunidad y para cerrar, tenemos la increíble composición de la familia de Palmer, quien reflexiona mucho sobre el destino de sus hijos, junto a su compañera, en memorables escenas que conmueven por su nivel de registro. La película está hablada en inglés, castellano y el dialecto wichi, lo cual muestra las influencias que cada cultura aporta al escenario planteado. Al público masivo, le cuestan los documentales. Sin embargo, las historias que aquí se presentan tienen lo suyo. El relato se va hilvanando con sobrada naturalidad y es adictivo como pocos. El universo presentado está bien fotografiado y los personajes que transitan los espacios siempre nos dejan elementos para apreciar la belleza registrada por el lente. En todo momento vemos los procesos que se viven en ese pequeño poblado, desde varias ópticas, sintiendonos parte de cada sector y reconociendo el valor de las ideas que sustentan cada posición. Plagada de momentos memorables, “El etnógrafo” es uno de esos films que son gemas en su tiempo. Fuera de lo común, realmente. Una experiencia que debe vivirse en sala, y a la que hay que apoyar. El mejor documental argentino del año y la calificación más alta que este cronista, jamás haya puesto antes, un merecido diez. Imperdible.
La creación de un universo ¿Y si no existiera la realidad sino interpretaciones de la realidad? ¿Si el mundo que percibimos fuera apenas una construcción cultural? Preguntas ampulosas que El etnógrafo no plantea y sin embargo genera, casi como si no quisiera hacerlo, a través de una historia sencilla, libre de retórica: para que cada uno le otorgue sentidos. Como en su documental Bonanza , Ulises Rosell (Sofacama) elige un gran personaje y lo muestra en armonía con su hábitat. La extrañeza (para el espectador, no para el protagonista) está en el cruce. El cruce de John Palmer, antropólogo inglés que en los ‘70 vino a investigar a los wichí -para su tesis en Oxford- y hoy es uno de ellos. Es y no es: lo más preciso sería decir que creó un universo con su familia. Sería erróneo pensar en un excéntrico, en un filántropo, en un conquistador benigno. Lo vemos en convivencia -tan distinta a la urbana- con su pareja, Tojweya, y con los cinco hijos de ambos. Alternando inglés, wichí y castellano. Defendiendo los derechos aborígenes sin declamación, porque no intenta ejercer el paternalismo ni la denuncia, sino reclamar lo propio, y mostrar que una misma ley es inaplicable para distintos grupos étnicos. Hacemos empatía con él (que es británico), aunque lo sentimos “del otro lado”, en un territorio que no terminamos de comprender, acá, en el norte argentino. La película tiene virtudes elusivas. Por ejemplo: prescindir de las explicaciones. Palmer -en realidad, Rosell- no nos dice cómo decidió cruzar la frontera ni por qué lo hizo. La huellas de su pasado se limitan a una charla telefónica, larga distancia, con su madre y a una foto de él, en medio de los créditos finales, en la que vemos a un niño bien british, casi aristocrático, en el que cuesta reconocer al gregario Robinson Crusoe que alguna vez partió en busca de misterios y terminó siendo parte de ellos.
Ese secreto de narrar desde adentro El director de Bonanza cuenta la historia de John Palmer, antropólogo estadounidense que terminó radicándose en la localidad salteña de Lapacho Mocho, integrado a la comunidad wichí. Y lo hace con la misma cercanía y una asombrosa fluidez narrativa. “Creo que lo que me atrajo es el modo de ser de ellos, tan inverso al nuestro”, dice John Palmer, antropólogo inglés que a mediados de los ’70 bajó hasta América del Sur, para estudiar de cerca a los miembros de la comunidad wichí y completar así su tesis de graduación en Oxford. Unos años más tarde, Palmer dejó para siempre su país y sus estudios, se casó con una mujer wichí llamada Tojweya y se integró a la comunidad salteña de Lapacho Mocho, siendo al día de hoy un vecino más, especializado en la defensa de los derechos avasallados de ese pueblo originario. Viendo El etnógrafo da la impresión de que las razones que movieron al realizador Ulises Rosell a interesarse por todo ello –el viajero transculturalizado, la cultura prehispánica que aún sobrevive en el noroeste argentino, los intentos corporativos de apropiación de tierras, las irreconciliables diferencias entre la ley tribal y la occidental– son lo mismo que en su momento sedujo a Palmer: que ese mundo tan próximo sea inverso al nuestro. Tal como sucedió con el forastero, la cámara de Rosell no se limita a observar, sino que se integra –en este caso tal vez no para siempre, pero sí durante esa eternidad que es una película– a aquello con lo que convive. Desarrollada con apoyo del DocBsAs y exhibida en el muy reconocido Festival de Documentales de Marsella (así como en el último Bafici, donde se la vio en una única función especial), El etnógrafo se parece y no se parece a Bonanza, que a comienzos de la década pasada puso a Rosell en un lugar singular dentro del documentalismo argentino. Allí, Rosell –que había sido parte de las míticas Historias breves de 1995, con el corto Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala, codirector más tarde de El descanso, director de Sofacama– registraba la cotidianidad de un padre e hijo absolutamente inefables, que vivían en una suerte de estado semisalvaje, al costado de una transitadísima autopista. En El etnógrafo puede rastrearse la misma curiosidad por lo raro y distinto, por lo que está al costado de la civilización (de la civilización occidental, para decirlo con mayor precisión), pero ahora menos en busca de lo peculiar y excéntrico que de un escenario tras el que subyace una tragedia: la del arrinconamiento y posible extinción de una cultura originaria. Curiosamente, el subtítulo de Bonanza era En vías de extinción. Como sucedía en Bonanza, El etnógrafo no empieza con la primera toma, sino mucho antes. Es la larga convivencia previa la que permite –como suele suceder en los documentales del inmenso Eduardo Coutinho– que cuando la cámara se enciende no lo haga desde fuera, sino ya un pasito adentro del territorio que ha resuelto filmar. También como Bonanza, El etnógrafo es un modelo acabado de documental antitelevisivo, antiperiodístico, antimanipulador. Rosell no anda detrás de un tema, mucho menos de una tesis, conclusión o mensaje a transmitir, sino, de un modo infinitamente más honesto y genuino, de algo que simplemente atrajo su atención. En primer lugar, un personaje que, como en Bonanza, decidió abandonar lo que suele llamarse civilización, para integrarse a lo que suele llamarse salvajismo. Pero, claro, el educadísimo, respetuosísimo y calmo gentleman que es John Palmer resulta ser la antípoda exacta del despelotado, exuberante, fabulador y autocrático “Bonanza” Muchinsci, una suerte de Facundo paraurbano. La forma es el hombre y la de El etnógrafo se hace a la medida de la personalidad de Palmer. De la de Palmer y la de la entera comunidad de Lapacho Mocho. Como su protagonista, El etnógrafo persigue sus objetivos con paciencia, casi sin que se note. Aunque parezca “no tener forma” –como en buena medida sucedía con Bonanza–, El etnógrafo sigue líneas narrativas bien definidas. No líneas, en realidad –los wichís no conciben el tiempo de modo lineal– sino circunvoluciones, si se prefiere. Un ritornello es el propio Palmer y su matrimonio con Tojweya, con quien tiene cinco hijos. Otro, la situación en la comunidad, en momentos en que una empresa de capitales chinos empieza a desmalezar la zona, sin permiso, en busca de petróleo. Finalmente, el choque entre la tradición wichí y la ley del hombre blanco. Choque concretado en la condena a prisión de Qa’tu, miembro de la comunidad que mantuvo relaciones con una de las hijas de su esposa, menor de edad. Relación consentida por Tojweya y no condenada por las tradiciones comunitarias. Expresión fáctica de multiculturalismo, los miembros de la familia de John Palmer hablan indistintamente tres idiomas: castellano, wichí e inglés. Idiomas que perfectamente pueden mezclar en el curso de la misma frase. Cuando dialogan, tanto ellos como los restantes miembros de la comunidad hacen muchos silencios. Como si, al hablar, cavilaran. Bella, contemplativa, de asombrosa fluidez (gentileza del montajista, Andrés Tambornino), El etnógrafo “habla” como sus personajes: con muchos planos “intermedios”, que en medio del decurso se detienen a observar, a cavilar sobre lo que ven. Lo hace, como los Palmer, en varios idiomas.
La historia de John Palmer, doctorado en Oxford, que llego al chaco salteño para estudiar a la cultura wichi y se involucró y armó una familia con una joven mujer aborigen y tiene cinco hijos con ella. Pero también asesora a la comunidad Lapacho Mocho y lucha para que liberen a Qatú, acusado por abusar de la hija de su mujer. Una curiosa historia que nos hace entender mucho a la cultura wichi
La postergada comunidad wichi La película se encarga de contar, con acertados elementos cinematográficos, la vida del inglés, que renunció a las posibilidades de su país, para internarse en el norte argentino y luchar por niños, mujeres y hombres, que no saben cómo defenderse de los que lo invaden, o de las autoridades que poco o nada entienden de su cultura y creencias. La etnografía es una de las ramas de la antropología social y esto es lo que pone en práctica, en el lugar en que vive el antropólogo inglés John Palmer, quien llegó hace más de treinta años al Chaco salteño. Palmer viajó primero a Salta, según comenta, con un doctorado de la Universidad de Oxford, para dedicarse a estudiar a la comunidad wichi. Poco después se enamoró de una mujer del grupo, Tojueia, con la que tuvo varios hijos. El antropólogo, en la actualidad, es el representante legal de la comunidad de Lapacho Mocho, en el norte argentino y en ese mismo lugar vive con su mujer y sus hijos. El documental de Ulises Rosell, sigue los pasos del hombre que se preocupa y trata de ayudar a cada uno de los miembros de la comunidad wichi, los que son víctimas del saqueo de tierras, según lo muestra el filme; o visita a un hombre que fue preso porque tuvo un hijo con una chica menor de edad de la comunidad. UN GRUPO HUMANO De Ulises Rosell se vieron anteriormente "Bonanza", en la que mostraba la cotidianidad de una particular familia del conurbano bonaerense. En "El etnógrafo", la cámara de Rosell registra instantes del diario vivir del grupo étnico que se ve expuesto a la más extrema pobreza, por falta de trabajo y de recursos provinciales. La película se encarga de contar, con acertados elementos cinematográficos, la vida del inglés, que renunció a las posibilidades de su país, para internarse en el norte argentino y luchar por niños, mujeres y hombres, que no saben cómo defenderse de los que lo invaden, o de las autoridades que poco o nada entienden de su cultura y creencias.
Buen documental sobre una vida singular De haber seguido la carrera prevista, John Palmer estaría hoy preparando su jubilación como catedrático de alguna prestigiosa universidad británica, como la de Oxford, donde estudió cuando joven. Doctor en antropología, vino hasta estos lejanos lares pensando desarrollar una tesis sobre los indios del Chaco Salteño, una región que los misioneros anglicanos supieron habitar exitosamente en otros tiempos. Ahí cambió su vida. El se acercó a los wichis con ánimo de estudioso. Pero se le acercó una wichi con otra clase de ánimo. Entre esos indios, quien elige y decide en cuestiones amorosas es la mujer, y en este caso la muchacha tuvo más suerte que la criolla Balbina de Benito Lynch. Hoy Palmer vive con ella en una casita de Tartagal, es padre de cinco morochitos trilingües, y en vez de tesis prepara sucesivas exposiciones como asesor de la comunidad a la que pertenece en carácter de wichi honorario. La cámara sigue sus actividades y nos hace compartir una vida distinta, tal vez más noble de la que le prometiera Oxford. Y más singular. A veces enfrenta capataces de empresas que invaden el monte propiedad de los indios. O reclama a las autoridades locales que miran para otro lado salvo a la hora de los discursos sobre pueblos originarios. O defiende ante la justicia a un buen indio que aceptó la propuesta de una parienta menor de edad sin advertir las consecuencias legales. Y a veces mister Palmer también se ocupa del hogar junto a su esposa, telefonea a su madre que desde Inglaterra manda juguetes a los niños, o lleva la familia a pasar el domingo con los abuelos que viven en medio del monte. Todos tranquilos, distendidos, incluso cuando a mitad de la tarde se declara un enorme incendio en las cercanías. «Son indios», dirá alguno. Pero el temple de esa gente, en ésa y otras circunstancias, nos provoca cierta admiración. Autor del documental, Ulises Rosell, que lo fue haciendo a lo largo de dos años, mientras daba el acabado a una serie sobre comunidades nativas para el canal educativo. Buen trabajo, interesante, respetuoso, atractivo, e ilustrativo. Y buen título, el mismo de un cuento corto de Jorge Luis Borges cuyo protagonista convive con unas tribus, aprende de ellas un secreto que mantendrá de por vida, y sólo le dirá a su superior «que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad». Pero eso pasa en el cuento. En la película queda sugerido. Música, James Blackshaw. Edición, Andrés Tambornino. Vale la pena consignarlos.
Los caminos De los seis estrenos de esta semana, vi solamente dos. Pero esa selección de un tercio del total fue enteramente satisfactoria: vi dos muy buenas películas. Una es ¿Qué voy a hacer con mi marido? (horrible título local para Hope Springs). Sobre ella (en especial sobre su actriz y su director) escribí para La Nación. Sobre la otra muy buena película que vi esta semana son los párrafos que siguen. El cine argentino, por suerte, al menos por ahora sigue generando sorpresas: una de las de este año, no demasiado pródigo en ellas, es El etnógrafo de Ulises Rosell. Rosell tiene buenos antecedentes, eso sí, espaciados: su primera película (como co-director) fue El descanso, de 2001, año en el que también presentó el documental Bonanza. Luego, en 2006, estrenó Sofacama. Y ahora aparece su siguiente largometraje, un documental con un título igual al de un brevísimo y buenísimo cuento de Borges presente en Elogio de la sombra (1969). El etnógrafo, la película, hace de la dosificación de información uno de sus atractivos, así que revelar ciertos datos sobre el personaje del título me parece poco recomendable (de todos modos, pueden leer esa información en otros sitios). Aunque saber lo siguiente creo que no les quitará placer a la hora de ver la película: el etnógrafo en cuestión es John Palmer, inglés, que vino en los setenta por primera vez a estudiar la cultura wichí. La película transcurre en el chaco salteño, no en la provincia del Chaco sino en la de Salta. Hay una familia, hay alguien preso y hay disputas por la tierra. Lo que fascina y lo que atrae de El etnógrafo, de todos modos, no son tanto los nudos conflictivos sino la vida en comunidad que captan Rosell y su equipo. Es muy destacable el trabajo de fotografía de Guido De Paula: sin preciosismo ni “fascinación por el otro” (forma estéticamente molesta de la culpa del observador externo), pero sí con nitidez, contrastes y cercanía que dan como resultado una constante belleza áspera (y arrugada en el caso del noble rostro de Palmer, un héroe modesto). No recuerdo demasiados documentales argentinos sobre comunidades indígenas con tanta amabilidad, tranquilidad, sentido narrativo y estético como El etnógrafo. Así, el componente de denuncia está, pero no obtura todo lo demás. Con sencilla lucidez narrativa, Rosell muestra calidez, esperanza, lucha. No hay estridencias, no hay énfasis: hay búsqueda, hay un gran trabajo para observar y escuchar lenguas, modos de ser, modos de experimentar las emociones y las situaciones. En los pasajes, en los tráficos lingüísticos entre el wichí, el español y el inglés, en esos intersticios, en esos vasos comunicantes, hay una idea de futuro. Y en uno de los pocos diálogos tensos de la película –en el intento del consejo veloz sobre la iguana– con un solo detalle en una conversación, Rosell expone la violencia simbólica. El etnógrafo, la película, nos invita a conocer, a descubrir, a reflexionar. Y El etnógrafo, la película, nos lleva a “El etnógrafo”, el cuento de Borges, del que es muy pertinente citar dos segmentos del cuento. Así empieza: “El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos.” El etnógrafo en cuestión iba a buscar un secreto de unas tribus del oeste, que los brujos revelarían al iniciado. Y esto podemos leer cerca del final: “En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo. —¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro. —No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. —¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro. —Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad. Agregó al cabo de una pausa: —El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.”
Vivencias de un hombre que analizando una realidad se encuentra a sí mismo Preguntas respondidas son las de “El Etnógrafo”. Ser. Este es el tema fundamental de este gran documental. John Palmer llegó a Argentina en la década del ‘70. El hombre se (dedicaba) dedicó a la etnografía, o sea al arte de comprender lo que dicen, hacen y piensan personas con lazos culturales, sociales o de cualquier otra índole. Paradógicamente los que vayan a verla no encontrarán una visión desde lo profesional, sino una vivencia. La idea del experimento, sí. Pero más aún su resultado. Palmer define su primera impresión en forma de pregunta. ¿Cómo es posible vivir en este mundo de una manera diametralmente opuesta a la que tenemos los que nos sentamos cómodamente a escuchar conclusiones de una investigación? ¿Desde qué lugar nos proponemos admirarla, valorarla, incluso vivirla? La excelencia de esta obra comienza con la voz de Palmer contándonos lo que él mismo desconocía y eventualmente no esperaba encontrar. Es cierto. Eran otras épocas. Los ideales estaban a flor de piel aún para aquellos con pensamiento exacto. Lo cierto de esta historia es que “El etnógrafo” se fue convirtiendo a sí mismo. Se fue redefiniendo al punto de transformarse el propio profesional en objeto de estudio. En medio de todas estas cuestiones, hay un metraje que nos acompaña como espectadores a meternos en el mundo que una vez fue profesional y hoy está lleno de reflexiones. Una manera de contestar a las preguntas que hoy podrían ser antagonistas al "sistema" en donde todo está masticado, entendido y entregado para su rápido proceso. El espectador que vaya a ver “El etnógrafo” deberá saber que la horma del zapato no es fácil de encontrar y, por si fuera poco, no es fácil de asimilar. Acaso un mundo justo no pueda ser llevado a cabo sin involucrarse a fondo. Las imágenes de “El etnógrafo” cuentan el todo de un "algo" y dejan, a través de su testimonio, la puerta abierta para muchas respuestas, dependen de lo que cada uno esté dispuesto a preguntarse. Brillante. Calificación: Exclenete. (Iván Steinhardt) * * * * * * * * * * Información complementaria a propósito de Palmer y el pueblo wichí El antropólogo británico John Palmer, investigador de la Universidad de Brookes, y radicado en Salta, es el protagonista del documental "El Etnógrafo", en el que funciona como eje para dar voz al universo wichí. "La película tiene el objetivo de abrir los ojos al mundo wichí, y yo estoy en el punto medio de estar casado con una wichí y trabajar en comunidades, pero soy el contacto desde el que se abre un panorama más interesante", le dijo a Télam Palmer Es etnógrafo y se dedica al estudio descriptivo de las costumbres y tradiciones de los pueblos, por eso el título de la película, aunque para Palmer "debería llamarse `La esposa del ex etnógrafo`". Sin duda, Palmer es el protagonista del filme de Ulises Rosell, cuya cámara sigue los pasos del "hombre blanco", tanto dentro de su hogar multicultural en su rol de asesor legal de la comunidad Lapacho Mocho, cercana a la localidad de Tartagal, cuando parlamenta con una petrolera extranjera para que cese de perforar territorio comunitario. "Durante la filmación de la película fuimos testigos de cómo entra un grupo petrolero a hacer un pozo, con el nivel de despliegue que implica la maquinaria pesada, sin ningún tipo de aviso previo a la comunidad, como si fuera tierra de nadie, con la bandera china", contó Rosell. El director sintió que él y su equipo eran "bienvenidos en la comunidad, porque había una conciencia de encuentro oportuno y de no estar llevándose nada, sino vivenciando". Precisamente el vivenciar es el aspecto que hermana la actividad de "el etnógrafo" Palmer y el documentalista Rosell: uno porque empezó su tesis de doctorado en territorio wichí, aunque no logró concluirla en el primer intento, por lo que regresó y se aquerenció, ganando en compromiso y renunciando al distanciamiento con el "objeto de estudio". El otro, porque entrenado en la cultura audiovisual, constató en un territorio que le era desconocido que desde la ciudad se "ve" lo que es la vida de otras culturas sólo en los momentos de crisis espasmódicas, por lo que persistió en el "mirar", se asomó a un mundo diverso y logró abrirlo panorámicamente al espectador. Palmer arribó al Chaco salteño hace más de 30 años con un doctorado en curso, para estudiar la cultura wichí, pero al cabo, estableció familia con Tojweya, una mujer con la que tiene cinco hijos que fluyen entre el inglés, el wichí y el castellano. Desde aquel entonces, "obviamente hay diferencias, pero no hay mejoras", dice Palmer respecto al proceso de revalorización de los derechos de los pueblos originarios. "Hay grupos de gente que siempre estuvieron trabajando en la parte social, comprometidos con la cuestión indígena en la promoción de los derechos, y sí lograron darles un poco más de conciencia de sí mismos a los indígenas", consideró. Asimismo, "lograron introducir en la agenda político estatal la cuestión a partir del `94, con la reforma de la Constitución, cuando se dio el paso principal, pero hoy estamos viendo un retroceso legislativo con la reforma del Código Civil", opinó. Palmer señaló que "la reforma quita derechos, ya que actualmente se reconoce la posesión de la tierra que naturalmente ocupan, mientras que con la reforma, se les va a reconocer la posibilidad por comunidad de ser titulares de un inmueble rural, con una personería jurídica típica de asociaciones civiles que nada tiene que ver con la propiedad comunitaria". Según Palmer, "la organización social del pueblo wichí no se puede reducir a una sola comunidad sino a una red de comunidades, que tiene vínculos orgánicos entre sí de parentesco, matrimonio, e incluso alianzas políticas si la cuestión no está calma". "Comparten un espacio de uso y aprovechamiento para la recolección y subsistencia, pero no hay exclusividad sobre un terreno", en el que pueden estar convergiendo tres comunidades en un espacio que no es exclusivo de ninguna, describió. Palmer señaló que "al delimitarlos se está creando un sistema que los obliga a cambiar sus condiciones de vida, influye en su concepto de sí mismo y fragmenta la representación". Además, adviertió que "en lo ecológico, va a ser insustentable porque dejará espacios intermedios donde terratenientes e intereses de todo tipo van a hacer un mosaico territorial totalmente diferente, en el que seguramente se va a reducir la cobertura forestal y la biodiversidad"
Más docudrama que documental clásico, El Etnógrafo es uno de los trabajos del género más notables y conmovedores de los últimos tiempos. Siguiendo el itinerario de un hombre excepcional, John Palmer, un británico que llegó a nuestro país hace más de 30 años con un doctorado de Oxford, con el objetivo estudiar la cultura wichí, el film de Ulises Rosell va mucho más allá de un simple acompañamiento, se niega a que el espectador sea un mero testigo de sus vivencias y vicisitudes, sino más bien un comprometido integrante de la aventura. Un derrotero para nada sencillo, en el que este antropólogo, asentado en Tartagal junto al grupo étnico Lapacho Moche, integrada por miembros wichís, e incluso formando familia con una mujer aborigen, brega, a veces infructuosamente, por hacer prosperar la vida de la comunidad. Entre sus objetivos también aparece la lucha por obtener la libertad de un miembro de la comunidad y el reclamo de tierras, entre otras búsquedas, mientras sus niños dan vueltas a su alrededor hablando una jerga que combina el castellano, el inglés y el wichí. El director de films de ficción como El Descanso y Sofacama aborda el género como el experto documentalista que también es, brillantemente apoyado por los climas sonoros de James Blackshaw y la fotografía de Guido De Paula. Una pieza reveladora, emotiva, austera y grandiosa al mismo tiempo.
Cultura e identidad El documental de Ulises Rosell, presentado este año en el BAFICI y que ahora llega a algunos circuitos alternativos para un estreno comercial es una película tan llena de matices y de historias de vida entrelazadas que sería un excelente drama coral de no tratarse del fiel testimonio de las vivencias de los wichi en la Salta profunda. El director tomó contacto con esta realidad a través de la realización de una serie de especiales para el canal Encuentro y al conocer la historia de John Palmer supo entender que su biografía era la excusa perfecta para la realización de un documental que hablara sobre las etnias, la vocación, la presencia del Estado, la tolerancia a las culturas originarias, el progreso, las raíces y miles de aristas más que enriquecen este relato testimonial. John Palmer estudió antropología y literatura en Oxford y llegó al país allá por los tempranos años setenta para realizar su tesis, pero en lugar de estudiar las culturas originarias desde afuera se involucró totalmente con la cultura wichi. Su grado de compromiso con esta cultura lo llevó a renunciar a todas las comodidades de la vida mundana y cosmopolita que conocía, para instalarse en Lapacho Mocho y formar una familia con una nativa con la que tuvo cinco hijos. Simplemente ver la dinámica familiar nos remite a una torre de babel doméstica donde John Palmer conversa con sus hijos en fluida mezcla de inglés, wichi y castellano, en plena concordancia con la tolerancia y respeto cultural que profesa. A su vez, John no sólo estudió las etnias de Salta sino que en su militancia abogó por los derechos de las mismas a su autodeterminación cultural. El caso emblemático que plantea el film es el de José Fabián Ruiz. Por los medios de Buenos Aires, el caso fue conocido como el de un padrastro que violó a la hija de su pareja de 9 años, dejándola embarazada. El documental de la mano de John Palmer nos adentra en las costumbres wichi donde la poligamia está permitida y más aún una madre puede permitir que su hija tenga relaciones con su pareja si ésta lo desea. Tal fue –aparentemente- lo sucedido. La menor tampoco tenía 9 años sino que aparentemente por un error de registro su edad no era ésa, dado que estas tribus alojadas lejos de los centros cívicos en muchos casos ni siquiera son registradas por las autoridades de la provincia. El Etnógrafo, magistral film de Ulises Rosell, nos permite cuestionarnos los límites difusos entre la propia identidad cultural de las etnias y el poder tuitivo del Estado. Una obra de innegable valor testimonial, cultural y militante en el sentido más extenso de las tres palabras.
EL INTERÉS POR LO AJENO Los tiempos de las cosas El documental es un género (¿es un género?) que tiene como esencia la búsqueda de un imposible: la idea de la objetividad. Concebir a una pieza cinematográfica como un registro- un documento- que se limita a registrar el presente es una discusión ya cerrada hace decenas de años: el cuestionamiento de si un documental está o no desprendido de subjetividad se ha convertido en un tema, se podría decir, saldado. Lo interesante no radica en este desprendimiento (objetividad-subjetividad) sino en, justamente, la búsqueda del mismo: sólo se puede intentar demostrar la realidad mostrando un recorte de la misma. Justamente, el documental busca, en esencia, abolir los mecanismos característicos del cine mediante un intento (el máximo posible) de sinceridad para con el espectador, aún consciente de su propia subjetividad, inherente a toda obra artística. Porque el documentalista ejerce un compromiso: al momento mismo de señalar una obra como un documental (sin tener en cuenta al fascinante subgénero del mockumentary), se da un pacto tácito: lo que estamos viendo es el registro de algo que sucedió o que aún sucede. Es por esto que el documental es un tipo de cine con mucha influencia: confiamos en la "realidad" de lo que vemos (se entiende, por más ficcionalizada que esté). Es decir, nos entregamos tomando como supuesto que eso que sucede en la pantalla es un registro de lo real- casi que sentimos que en vez de contarnos un documental debiera informarnos. Así, los mecanismos internos de un documental pueden ser fascinantes porque su manipulación es a veces mucho mayor que en las ficciones. Justamente, su recorte de la realidad es intencionado y a menudo sucede con una intencionalidad muy particular, pero su potencia radica en su categorización: a través de una cuestión sintáctica (la definición de una obra como un documental) se resignifica su semántica (digamos, el sentido que la obra adquiere). Y justamente, hay algo particular en el caso de El etnógrafo. Y es que sentimos, como en los buenos documentales, que lo que estamos viendo responde, dispositivo mediante, a lo real. Es auténtico. Ulises Rosell, director del film, realiza un seguimiento de John Palmer, antropólogo egresado de Oxford que a fines de la década del 70 decide, dejando de lado su tesis (causa de su viaje) instalarse en Salta, en una comunidad Wichí ubicada en la localidad de Lapacho Mocho, en donde se casa y llega a tener cinco hijos y en donde se encuentra en la actualidad. Lo que propone Rosell no podría ser más sencillo: utilizando una cámara en muchos momentos estática (calma, fiel, austera), se dedica a registrar los eventos que rodean a Palmer, desde su lucha activa por los derechos de los Wichís hasta las charlas con su mujer, en su cocina, en la intimidad más íntima. El etnógrafo maneja varias líneas narrativas con una asombrosa fluidez: por un lado, la vida familiar de Palmer, marcada por enormes secuencias de niñez e inocencia, de su labor de padre y marido (esta línea es quizás la más contemplativa, en la que la cámara más se detiene). Por otro lado, su actividad en contra de la apropiación de terrenos Wichís por parte de las constructoras, una lucha de la que Rosell toma parte con su cámara como presencia polarizadora (porque Rosell no tiene mayor necesidad que la de ser un testigo más, se ubica detrás de Palmer y lo sigue en sus caminatas y en sus discusiones con los operarios de aquellas tenazas de hierro). Y por último, el enfrentamiento cultural entre estas tribus nativas y el pensamiento y la ley del resto del país, el choque entre dos formas de vida completamente opuestas encarnado en Qa'tu, y su condena por haber tenido relaciones sexuales con una menor de edad (relación aprobada por el padre de la niña y completamente natural para los Wichís). Estas tres líneas se entremezclan sin apuro y al mismo tiempo sin morosidad, porque Rosell no está interesado en los tiempos de su narración sino en el tiempo inherente a las cosas. El tiempo que se desprende de las mismas, de los niños, de las comidas, de las charlas, y no el que impone lo externo- alguien con ansias de transformar lo que ve en un relato. Hablando del film con una colega, sin embargo, notamos que hay dos formas de tratamiento muy particulares en El etnógrafo. Aquellas en las que la cámara es testigo circunstancial de lo que sucede y aquellas en las que la cámara provoca las acciones, es decir, aquellas en donde la ficcionalización se torna evidente. Ejemplos de esto son la secuencia de la visita que realiza Palmer a la cárcel a Qa'tu, o la secuencia en la que habla con su madre en Inglaterra. En esta última Rosell propone un relato enmarcado a través del montaje: la madre le pregunta a Palmer por cada uno de sus hijos, y Rosell se detiene en cada uno de ellos, explicitando el aquí y ahora de su intervención y rompiendo, en parte, con el nivel de registro que sucedía hasta entonces. Es así que El etnógrafo presenta varios matices, varias texturas, múltiples cuestionamientos que jamás conspiran en contra de su totalidad como película sino que la complejizan y enriquecen: Rosell hábilmente presenta una pluralidad de discursos que se da de forma dialógica y no excluyente, que acapara antes de separar. Justamente por la naturaleza de su discurso, su prioridad por mostrar antes que otra cosa, Rosell deja que las acciones que graba hablen por él. El etnógrafo se justifica a sí misma- de manera intencionada- no por su búsqueda formal sino por la naturaleza de lo que en ella sucede. Justamente, lo más llamativo de El etnógrafo es la capacidad de Rosell para adentrarse en un territorio que le es ajeno y lograr, de alguna manera, contar los hechos desde adentro. Hay, además, una notable pericia en cada uno de los rubros del film. El encuadre de Rosell es certero y complejo, denota una visión sensible de lo que lo rodea. Las escenas en las que Palmer habla con su mujer en la cocina, enmarcados por la puerta de la misma, implica una clara intención por parte de Rosell: la de no ser invasivo, la de contar aquella intimidad pero desde fuera, desde otra habitación, respetándolos. Y la música incidental es exacta, y le otorga ritmo al film cuando este lo pide. No quiero ni imaginar la cantidad de material que habrá grabado, pero es notable el nivel de depuración que muestra El etnógrafo: la secuencia en la que uno de sus hijos se coloca una bolsa de residuos en la espalda imitando la capa de Batman es un verdadero hallazgo, al igual que la bella escena en la que se meten al agua. El artista Marcos López, luego de ver el film, habló de una sonrisa (que sucede en ese momento) cuya mera existencia justifica toda la película. Entiendo lo que quiere decir: es humanidad que reboza, humanidad que no es incidente sino proyectada. Son rayos que emiten esos cuerpos.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.