Olvidemos ese logo de cacahuate flotante del cine cordobés. Olvidemos la angustia ética de todo periodista regional enfrentándose a esta crítica. Olvidemos la euforia colectiva por esta inyección de adrenalina que recibieron los cineastas de La Cañada. Olvidemos que filmar un largometraje te hipoteca la casa y arrastra a la demencia. Olvidemos el término malintencionado de ópera prima, sinónimo insolente de promesa o inmadurez.
Un filme existencial El cine cordobés está en marcha, y es una noticia para celebrar, más allá de que todo está aún por hacerse y de que el camino que comienza con el estreno de tres largometrajes financiados por el Instituto Nacional de Cine (INCAA), a través del gobierno de la provincia, es pura incertidumbre y potencialidad, acaso un manojo de sueños heterogéneos que habrá que ver dónde terminan. Pero como dice Roger Koza, hay algo que se está gestando en Córdoba en materia cinematográfica, no sólo por los estrenos que hoy comenzaremos a comentar, sino también por el surgimiento y consolidación de una comunidad cinéfila cada vez más amplia y exigente. Este presente esperanzador se puede corroborar incluso en los festivales, empezando por la participación de la excelente Yatasto, de Hermes Paralluelo, en la Competencia Internacional del Bafici (donde probablemente se lleve algún premio), y siguiendo por el foco de cine cordobés que anunció el Festival de Cine de Valdivia, un dato elocuente que confirma las ilusiones. Lo más importante, sin embargo, son las películas y sus propuestas, las búsquedas estéticas y narrativas que, en su natural y celebrable diversidad, pueden (y deben) aspirar a ser buen cine: nada impide que en Córdoba se filmen grandes películas, y a ese norte debemos apuntar. El primer estreno del colectivo Cine Cordobés, El invierno de los raros, de Rodrigo Guerrero (ver horarios en página 4), invita por suerte a esperanzarse, no sólo porque se trata de una película con un claro ánimo experimental, que busca encontrar un lenguaje propio a partir de un posicionamiento estético y cinematográfico particular, sino porque además es un filme que apuesta a abrir nuevos caminos, que hace de la ambigüedad su centro narrativo, y además evita caer en las típicas concesiones del (sub)género que integra. Filme coral de tono existencial, El invierno… podría ser rápidamente emparentable con cierta corriente del hoy olvidado Nuevo Cine Argentino (aquella que Gustavo Noriega cuestionó en su artículo “La tristeza de los niños ricos”), pero seguramente sería un error encasillarla en esos márgenes, pues si bien comparte algunas características (parece ser, concientemente, a-histórica, habría que ver si también comparte su despolitización), al mismo tiempo los trasciende ampliamente, y en todo caso no participa de su tendencia a caer en la solemnidad (eje de la crítica de Noriega). El invierno es un filme legítimamente existencial, que explora con humildad y a veces lucidez las angustias y pesares de seis personajes durante un lapso específico de tiempo, que no busca dejar grandes mensajes ni tratar temas pretenciosos, pero que sí intenta dialogar con el mundo en que vivimos: su aspiración es precisamente plantear algunas preguntas al espectador, sin darle respuestas precocinadas. Seis personajes se encuentran, cruzan y conviven en un pueblo impreciso (que no es pequeño, e incluso podría ser una ciudad rural), que parece detenido en el tiempo, y acaso funge como la manifestación material de su estado anímico: cierta angustia inclasificable, algún tipo de tristeza imprecisa, es el denominador común de todos ellos. Está Marcia (Paula Lussi), una joven alegre y levemente idealista, que traba amistad con Sabrina (Elisa Gagliano, que interpreta a una visitante que acaba de llegar sin razón aparente), y además está secretamente enamorada de Gustavo (Lautaro Delgado), un obrero rural dedicado a su rutina laboral. También está Fabián (Luis Machín), un hombre obsesionado con una bella profesora de danza llamada Rocío (Maitén Laguna, que sobrelleva una mala relación con una madre posesiva), a quien persigue a todas partes y acosa por teléfono, y que en algún momento se encontrará con la madre de Marcia, una mujer amargada y aplastada por los años, que suele tener ataques de furia. Cada uno anda en búsqueda de alguna forma imprecisa de amor, al menos un mero gesto de cariño que mitigue su gran soledad, pero la incomunicación es regla, y la represión su consecuencia concomitante. Lúcidamente filmada, Guerrero apuesta a la cámara al hombro y al plano secuencia como fundamento básico de su cine, lo que demuestra una clara conciencia formal: El invierno… se convierte en un filme hipnótico, pleno de climas y tonos sugerentes, enfatizados por una banda musical (con sonidos eléctricos y música pop) que a veces irrumpe como pequeños oasis en medio del relato (con la suficiente inteligencia como para despegarse de la estética de videoclip). Los planos cerrados sobre sus protagonistas (donde casi siempre se interponen objetos entre la cámara y los actores, potenciando la profundidad de campo), seguidos obsesivamente por la cámara de Guerrero (al estilo de Gus Van Sant), se intercalan con grandes planos generales del campo y el pueblo, estableciendo una dialéctica formal que sirve para explorar el espacio existencial de los personajes y su relación con el ambiente. Los encuadres denotan además una búsqueda conciente de belleza, lo que confirma que Guerrero entiende al cine como un arte mayor. La ambigüedad, empero, es el centro luminoso del filme, desde el que se disparan continuamente nuevas lecturas y sentidos, potenciadas sin duda por la buena performance de los actores, aunque su fuerza irá menguando a medida que se resuelvan algunas subtramas. Una resolución abierta, por cierto, pero que dejará un discreto (y válido) lugar a la esperanza.
Un lugar en mi mundo El invierno de los raros (2010) integra el tríptico de películas producidas en la provincia de Córdoba junto a las ya estrenadas De Caravana (2010) e Hipólito (2010). Dirigida por el novel Rodrigo Guerrero el film es tal vez el más radical e innovador, no sólo de las propuestas cordobesas sino también del cine argentino visto últimamente. Estructurado desde la coralidad funciona desde la observación de una serie de personajes habitantes de un pueblo en el interior. No son los típicos héroes y heroínas que estamos acostumbrados a ver en las películas sino todo lo contrario. Cada uno de ellos se moverá como un antihéroe pero desde su propia perspectiva, no desde la visión de los demás, ni del juzgamiento de sus actos. El invierno de los raros es una película de perdedores, personajes en una búsqueda permanente de la felicidad, seres que huyen, que buscan, que encuentran y que vuelven a huir. Historias de gente común que es extraña en su propio mundo. Narrativamente el film se divide en dos etapas. Una observacional, en donde el ojo de la cámara funciona como un espía siguiendo a cada uno de los protagonistas para verlos interactuar con el mundo circundante; y una segunda de acción y reacción, de toma de desiciones y construcciones de mundos. Mientras que para algunos el escape es la única salida para otros arraigarse será la solución. Guerrero hace uso de todos los elementos plásticos que el cine puede brindar para concebir un film visualmente mágico. Hay una delicada construcción sensorial en donde cada plano pareciera ser una fotografía trabajada de manera artesanal. Guerrero coloca la cámara en lugares insólitos para fusionar la obscuridad de los personajes con la del pueblo y así poder transmitir un estado que no sabemos muy bien si es locura, desesperación o la misma cotidianidad circundante. El elenco encabezado por Luis Machín y Lautaro Delgado, junto a los locales Paula Lussi, Maitén Laguna y Cunny Vera, trabajan personajes extremos desde la normalidad, sin por eso caer en lo básico o la sobreactuación. Son personajes silenciosos que dirán todo lo que tienen para decir a través de sus rostros y posturas. Sin palabras pero con acciones que definirán sus personalidades en algunos casos avasallantes y en otros retraídas. El invierno de los raros es un film opuesto a lo que pudimos ver hasta ahora de ese nuevo movimiento llamado “Cine cordobés, no por calidad sino por forma y contenido. Menos narrativo, con una gran puesta visual y lejos de toda convencionalidad Rodrigo Guerrero se juega con personajes perdedores que no tienen mucho para decir, pero sí para hacer.
Un film experimental que retrata a seres incapaces de expresar sentimientos Si hay algo que define al Nuevo Cine Cordobés -además de su gran capacidad de producción con mínimos recursos- es su diversidad. Hace dos semanas se estrenó en Buenos Aires una desprejuiciada comedia pop, romántica y musical como De caravana . Hace siete días fue el turno de un drama histórico sobre la corrupción política como Hipólito, y hoy se lanzan un documental de observación como Yatasto (en una sala de la Docta) y un film de clara apuesta experimental como El invierno de los raros . Esta ópera prima de Rodrigo Guerrero propone una estructura coral para narrar las historias (o, mejor dicho, describir los estados de ánimo) de seis personajes (hombres y mujeres, jóvenes y maduros) que deambulan por y se entrecruzan en una pequeña ciudad cordobesa mientras buscan establecer algún tipo de comunicación y, de ser posible, encontrar el amor. Relaciones entre amigas, entre una madre y una hija, entre seres que están obsesiva y secretamente enamorados de otras personas con la evidente dificultad a la hora de expresar sus sentimientos? De eso trata este film climático, atmosférico, existencialista y por momentos sutil que en su primera parte construye los universos íntimos de sus personajes y en su segunda parte (luego de un editado musical algo abrupto) plantea algunas mínimas definiciones. Más allá de cierto déjà vu a la hora de repetir algunas líneas de lo que fue el nuevo cine argentino surgido a fines de los años 90 (una propuesta no narrativa, un acercamiento documentalista con mucha cámara en mano y amplio espacio para la improvisación actoral, apuesta por el minimalismo y escasez de diálogos a la hora de describir la angustia y la soledad de sus criaturas), El invierno de los raros presenta a un director seguro de lo que (no) quiere y, también, de los riesgos que corre. Su cine no es fácil de asimilar porque no apela a la gratificación instantánea, pero estamos ante un artista con vuelo propio y una sana búsqueda de la experimentación y del riesgo. Habrá que seguir, entonces, sus próximos pasos.
Tercer capítulo de la movida del cine cordobés Tercera película de ese origen que se estrena en Buenos Aires en tres semanas, El invierno de los raros es distribuida por Cine Cordobés, compañía que había hecho lo propio con De caravana e Hipólito. La conjunción de estrenos permite ver puntos en común y diferencias. Las tres exhiben lo que uno de los chicos de Super 8 llamaría “valores de producción”. Al acabado técnico superprofesional (fotografía, sonido, dirección de arte, diseño de producción, actuaciones) se le suma una concepción de puesta en escena no como repertorio de fórmulas, sino como interrogante a resolver en cada plano. De allí en más, las diferencias. Mientras De caravana tiene un evidente sello propio, que le da frescura y originalidad, las otras dos revelan una deuda mayor con respecto a modelos previos. Hipólito, en relación con el drama histórico-político, tal vez más propio de cierto cine de los ’80 que del más reciente. El invierno de los raros tributa, a su turno, a lo que se conoce como “film coral”, siempre con la intención de narrar un estado de las cosas mediante un puñado de historias ligeramente interconectadas. Presentada en febrero pasado en el prestigioso Festival de Rotterdam y próxima a hacerlo en el de Belgrado, la ópera prima de Rodrigo Guerrero (Córdoba, 1962) atraviesa estratos sociales en un pequeño pueblito. Hay una atractiva profesora de danza, a la que su mamá le consigue un contacto en Buenos Aires “con Pepito Cibrián”. Está el señor que la sigue por la calle (Luis Machín), una ex compañera de colegio de éste, que suele andar con los nervios de punta, y la hija de la señora, que debe haber pasado los veinte pero se comporta como si tuviera diez. Hay también una recién llegada, que parece tener más interés en las chicas que en los chicos, y un muchacho a cargo de la granja familiar (Lautaro Delgado, protagonista de Francia). Casi un personaje más es el pueblo mismo, haciéndose sentir tanto en planos generales de calles semivacías como a través de los parlantes que anuncian fiestas comunales. Como es común en esta clase de películas, la soledad, la insatisfacción, la incomunicación y la falta de horizontes tienden a imponerse. Toda esta serie de films se basa en un malentendido. Aspiran a la “profundidad” (de allí su condición de dramas graves, sin resquicios para el humor) y sin embargo, al dispersarse, no pueden sino acercarse a sus personajes de modo entre episódico y epidérmico. No falta, en El invierno de los raros, la manifestación visual de esa contradicción irresoluble: la escena de montaje paralelo, que aspira a unir en la isla de edición lo que el guión se ocupó de desunir. Como todas sus antecesoras, la película de Rodrigo Guerrero deja un regusto tal vez más amargo por la imposibilidad de relacionarse con los personajes que por el feeling mismo que se aspira a alcanzar. Por lo demás, y como queda dicho, el acabado técnico de El invierno de los raros es impecable en todos los rubros, así como se evidencia un notorio cuidado de cada plano, tanto en términos de encuadre como de composición y tiempo interno.
Irregular debut de cineasta cordobés El título y el excelente afiche con gente y un árbol seco en una suerte de burbuja (premio al mejor afiche en Mar del Plata), y el comienzo con una chiquilina floja de tornillos subida a un árbol altísimo, predisponen a ver alguna fábula con toques a lo Tim Burton o, bajando bastante, a lo Wes Anderson. Nada de eso. No es una fábula, ni se asimila a nadie. Esto es, más bien, un intento absolutamente personal. El cordobés Rodrigo Guerrero, debutante con ganas de buscar caminos por sí mismo, ha querido crear unos climas y exponer un relato con la menor cantidad de elementos posibles. Sólo unos pocos personajes de los que sabremos poco y nada, salvo que se sienten mal y apenas pueden comunicarse, en un pueblo del que tampoco sabremos nada, salvo que en el club se celebrará un aniversario. Sabremos también que es invierno, ese invierno seco de la pampa gringa, que las casas se ven más descuidadas, y el campo está descolorido y mustio, a tono con el estado de ánimo de los personajes. Alrededor de ellos, hay cierto sentido del humor. El conjunto que ameniza la fiesta del pueblo se llama Los Magnánimos, las nenas de la escuela de danzas forman el trío Las Tímidas, y cada tanto algún gesto de un infeliz enamorado, por ejemplo, despierta la sonrisa del público. Cada tanto también lo despiertan los gritos de un chancho, o los de alguna mujer. Digamos que el pobre chancho tiene justificados motivos para gritar como un marrano. En cuanto a la película, se justifica como la primera obra de un joven poeta que está probando su estilo, animándose incluso con imágenes desagradables, descubriéndonos una parte de su mundo. Lo acompañan Luis Machin, Paula Lussi (la chica más rara), Fanny Cittadini (su madre), Lautaro Delgado, Elisa Gagliano, Maite Laguna, y Coni Vera. Fotografía seca, música de pocos acordes, aires del taller de Assumpta Serna, rodaje en Oliva, entre Oncativo y James Craik, aunque quizá no conviene decirlo. Después de ver el pueblo en esta película, es difícil que alguien se desvíe de la ruta para conocerlo.
Promisoria opera prima del cordobés Rodrigo Guerrero, centrada en un grupo de seis personajes perdidos. En apenas algunos planos de su primera película, Rodrigo Guerrero demuestra ser un cineasta con muy claras ideas visuales y sonoras. La presentación de seis personajes, cada uno por su lado, va evidenciando el planteo de su filme, El invierno de los raros . Dos chicas andan a caballo por el campo. Un hombre en su camioneta. Una joven rubia y alta que cuida su cuerpo moldeado. Un hombre solitario, que espera. Una mujer sola, en su casa, que sufre. Estas escenas, acompañadas por una música sugerente y misteriosa, presentan a los personajes. Lo que veremos será un relato coral, con varias historias paralelas que se cruzan, apenas, entre sí. Pero Guerrero no apuesta a una historia en el sentido convencional. Sus personajes son seres perdidos, sin rumbo, que circulan en una especie de limbo sin saber bien para dónde arrancar. Y esa circulación es la que irá contando el filme. Guerrero encuadra con elegancia, sutileza: recorta objetos, cuerpos, combina planos detalle con otros, más largos, hasta generar una sensación de estar ahí, compartiendo el espacio con los protagonistas. Por momentos se excede en secuencias de montaje un tanto aparatosas, acaso engolosinado con ese particular ritmo visual que tiene el filme. Porque sabe, además, que el fuerte de El invierno... está en contar desde la observación y no desde la trama. Las historias de la chica de ojos claros y su pareja (Lautaro Delgado), la de la visitante recién llegada al pueblo, la de la observada y el observador (Luis Machín), la de las madres y sus hijas, irán moviéndose casi coreográficamente, sin avanzar demasiado (acaso, con 110 minutos, sea un filme algo largo para este tipo de narración impresionista), pero las sensaciones permanecerán en el espectador: el invierno en el pueblo chico, las calles solitarias, un debut sexual, miradas atrás de un vidrio sucio o el encuentro de dos viejos conocidos. Extraños paisajes del alma.
Gente unida a su pueblo chico La "opera prima" de Rodrigo Guerrero invita al espectador a sumergirse en un instante en la vida de seis personajes, cuyas existencias parecen suspendidas en el aire. "El invierno de los raros" es un filme que habla de la existencia, de la identidad y ciertos pasajes que hacen a una raíz antropológica de un grupo de personajes. Esta última lectura surge por la clara identificación de varios de ellos con el lugar, los que parecen pertenecer a ese pequeño pueblo y no a otro. Ellos son seres adheridos a su tierra, a su suelo, si se quiere inhóspito, en el que aparentemente no pasa nada, pero sí invita a hombres y mujeres a bucear en su interior y desandar una serie de situaciones que a veces los ubican en un lugar no demasiado agradable de sus vidas. Los seis hombres y mujeres de distintas edades que pueblan el filme, no saben qué quieren, o hacia dónde van, qué anhelan, o en todo caso eso no fue un tema de preocupación del director, también guionista de su obra. TAN SOLO INSTANTES La cámara de Guerrero tiene la misión de observar, de meterse en su cotidianidad para registrar tan solo instantes, a la vez que en algunos casos, la naturaleza, lo que ella brinda, sirve de incentivo a muchos de estos seres para desandar los ciclos de la vida, quizás como lo hacen los animales, tratando de imitarlos en su sencillez y en su crueldad. Sólo una de estas criaturas imaginadas por el joven director, representa la síntesis de todos ellos. Se trata de una bailarina, desilusionada de su pareja, que decide partir, no se sabe hacia dónde. Rodrigo Guerrero concreta su primer filme, con una madurez narrativa inusitada. Sabe elaborar climas, atmósferas. Sabe esperar a sus personajes en sus silencios, en sus ensimismamientos, en sus llantos. A la vez que concreta un nivel actoral homogéneo, en el que ninguno desentona. Paula Lussi y Lautaro Delgado, la pareja joven, es la que más se destaca, por su exigencia interpretativa. Lussi, oriunda de Córdoba, es una actriz de una sutileza extraordinaria que con leves matices muestra en parte lo que le sucede. En tanto Lautaro Delgado es ese muchacho de campo, en una composición tan verosimil, conmovedora en sus silencios, que parece que él mismo hubiera pertenecido a ese lugar que el filme testimonia.
Lo nuevo y lo viejo Algo saludable está pasando en el cine argentino actual: desde la provincia de Córdoba está surgiendo una producción con realizadores que gritan a los cuatro vientos que hay otras historias para contar, con otra gente, con otro espíritu. El reciente estreno de De caravana es una demostración de que eso es algo más que una intención, es algo tangible, que se puede comprobar y que tiene vida, especialmente eso. En este marco, entonces, es que nos llega otro producto cordobés: El invierno de los raros, de Rodrigo Guerrero. Por un lado, eso que contábamos recién: lo saludable de otro punto de vista, si se quiere más del interior, que abandone la mirada centralista/porteña con que el país siempre es contado en el cine nacional. Porque si algo tiene a favor El invierno de los raros es que no precisa explicar, primero, dónde está. Es y listo. Después, sí, tenemos otros problemas que tienen que ver con una narración algo maniatada y, también, con una tendencia a mirarse en otros espejos, y parte de eso se trasluce en la participación de actores como Luis Machín y Lautaro Delgado. En el film de Guerrero varias historias se entrecruzan en un pueblo: el hombre solitario que sigue a una profesora de danza, la misma profesora que no encuentra el rumbo en su vida, una joven tímida e impulsiva noviando con un peón de campo y lidiando con su madre alcohólica, el peón y su vida algo abúlica en sus tareas campestres. Están las caras conocidas que mencionábamos antes y otras actrices cordobesas y desconocidas para el gran público, que son las que permiten que el film tenga algo de identidad: la interpretación de Paula Lussi es para destacar. Cuando decimos identidad, no hablamos de una cosa provinciana, marcada, sino de una idea de independencia, algo que las presencias de Machín y Delgado anulan porque también hay una especie de sustracción de lo local que se hace con sus personajes. El invierno de los raros muestra desde lo narrativo a un director con un manejo de varios géneros y registros: si por un lado aborda la persecución sobre la profesora a la manera de un thriller, las tareas de campo son vistas con un sesgo casi documentalista y contemplativo, mientras que el vínculo entre la joven con problemas con su madre y otra muchacha solitaria que anda por allí adquiere los tiempos de cierto nuevo cine argentino, incluso por momentos con un aire casavetiano. Pero el mayor problema del film es que precisamente todas estas películas que andan dando vueltas en su interior no logran hacer una sola película realmente interesante: El invierno de los raros tiene muchos de esos lugares comunes que hoy ya se le comienzan a notar a cierto cine independiente argentino, y este es un límite que pueden encontrar este tipo de propuestas que llegan desde el interior. Contar como algo nuevo una cosa que ya es vieja. De todos modos, sobre el final, Guerrero cruza a sus personajes en el clímax montado en una fiesta de club barrial: durante estos pasajes hay algo de vida, algo que se esfumó en los minutos anteriores y que, después de todo, deja algo de esperanza por el futuro.
Confusas historias de vida Seis personas en busca del amor y en plena crisis aparecen inmersas en un pueblo que no les ofrece mayores posibilidades. Bajo la batuta del director Rodrigo Guerrero, la película cordobesa también agrega el frío como otro personaje más de la historia. Una bailarina que tendría, según su madre (Coni Vera), mayores opciones laborales en la ciudad de Buenos Aires; una joven y su relación con un chico de campo (Lautaro Delgado); una mamá alterada; un hombre (Luis Machín) que persigue a su "presa" sin saber bien por qué y una joven que siente que perdió su lugar, constituyen el motor de la trama. Los caminos de estas criaturas se cruzan en una historia que no siempre convence y resulta incompleta. Poco se sabe lo que les ocurre o lo que les pasó. Simplemente, están ahí y deambulan con su andar cansino. A la buena pintura del pueblo y de sus costumbres, se agregan diálogos forzados, muchos minutos de más y una banda sonora que distrae de la parsimonia del lugar. El invierno de los raros es un buen intento, pero queda a mitad de camino porque peca de pretenciosa.
¿Cuán lejos se encuentra lo común de lo raro o lo raro de lo común? El nuevo cine cordobés brinda otra propuesta cinematográfica que junto a De Caravana puede finalmente verse en salas porteñas. Dos ejemplos de distribuciones problemáticas, poca oferta de salas para un cine auténtico y regional que debería contar con mayor difusión dentro de un ámbito consolidado para productos de las mayors, pero, al menos encuentra una pequeña veta de salida...
Film raro y pretencioso, pero más pretencioso que raro El invierno de los raros, ópera prima de Rodrigo Guerrero, -joven realizador cordobés- es un relato que presenta a una serie de personajes obsesivos en busca de la realización del objeto de deseo, que siempre se les escapa. Hay planteados en la historia dos grupos de personajes: por un lado Sabrina, Rocío, su novio Gustavo y su madre, y por el otro Fabián (Luis Machín) y una joven profesora de danzas, que es acosada –sin saberlo- por el mismo Fabián (más adelante descubriremos que la madre de Rocío tiene o ha tenido un amorío con Fabián). De este modo, se abren dos grandes líneas en el relato: la historia de Rocío y la de Fabián. Durante el desarrollo iremos descubriendo la problemática y extraña relación que Rocío tiene con su madre, así como también se irán desarrollando otras historias, como la relación entre la profesora de danzas y su madre. El film, narrativamente hablando no funciona. El principal defecto es que no se terminan de definir las relaciones internas de los personajes: ¿Quién es Fabián? ¿Qué relación tiene Sabrina con Rocío? ¿Qué relación tiene Fabián con la mamá de Rocío y con Rocío? (¿Es el padre?) La ausencia de vínculos más estrechos y claros, desde el punto de vista de la historia, hace del film una sucesión de imágenes inconexas y expresivas, bien filmadas pero cuya dirección dramática no se termina de afianzar nunca. Aún cuando estas relaciones poco precisas fueran algo buscado intencionalmente por su autor, no se justifica lo suficiente a partir del material presentado.
Nubosidad variable Mientras a un costado comienzan a aparecer los títulos de la película, una cámara inquieta avanza casi a la altura del suelo recorriendo un bosque apagado y lleno de ramas tiradas. Lo evidente de esa presencia algo torpe quizás sea la primera y premonitoria señal de la constante postergación del verdadero encuentro con el mundo de El invierno de los raros. Pero sigamos: de repente y a lo lejos puede verse a Marcia (Paula Lussi), una de las protagonistas, balanceando sus piernas sobre uno de los árboles. Los cortos planos siguientes parecen confirmar la inicial sensación: mientras Marcia acaricia la corteza del árbol y sonríe ante el sol que pega en su cara, hay algo en ese ambiente que ya exhala artificialidad. Pero no es tanto la melancolía típicamente invernal con la que el solitario personaje actúa, sino mas bien el diálogo que seguidamente se desarrolla entre ésta y Sabrina (Elisa Gagliano), una desconocida recién llegada al pueblo a la que Marcia se acerca ni bien ve pasar y con la cual comienza una especie de monólogo con preguntas-respuestas de pura asociación libre, siempre curiosas e inevitablemente impregnadas del fantasma de algún papel actoral de esos diseñados para –o a partir de– Inés Efrón. Así es que la rareza, la curiosidad y la ternura que caracterizan a Marcia no alcanzan para conocerla: aquel aspecto extraño, marciano en ella tiene a simple vista la etiqueta de lo importado, de lo ya visto. Son principalmente estos primeros minutos y otros cuantos más posteriores los que van a confirmar ciertos vicios en El invierno de los raros; vicios que enhebran un fino pero molesto halo de artificialidad que, al menos en un principio, tiñe todas las escenas y abandona a sus personajes ante el imán de lo convencional y lo simulado. En un relato en donde gran parte de lo que se cuenta es revelado a partir de pequeños indicios, gestos y palabras, debemos conformarnos con conocer a los personajes –paradójicamente– a través de lugares comunes. Es decir, no sé qué tanto caracteriza a Fabián (Luis Machín) en cuanto individuo como el comer desprolijamente una medialuna con azúcar impalpable, casi sin tragar ni limpiarse la boca, o qué fiel descripción hay de Rocío (Maitén Laguna) en la frialdad de sus gestos ante el mensaje de contestador de una madre que reclama su presencia. Son imágenes que globalmente no dicen mucho más que lo que dijeron en otras películas; imágenes que antes de acercar alejan y empañan el lente a través del cual queremos ver. Hacia los minutos cercanos al final y casi como si esta hubiese sido la historia de cómo los protagonistas lograron librarse de ser raros, o enteramente mediocres, la pantalla se va despejando de nubosidades. En algunos casos, como el del personaje de Sabrina, la autenticidad consigue finalmente imponerse; en otros, como el de la madre de Marcia, no tanto. Una escena que da cuenta de este potencial finalmente aprovechado es la que protagonizan cuatro de los personajes (Gustavo, Fabián, Marcia y su madre) que, sentados en una grada y una vez terminada la fiesta en la que estaban, comparten cigarrillos y sonrisas cómplices mientras Fabián juega con un globo. En el mismo plano amplio en que puede vérselos disfrutando de ese momento en silencio,Fabián tira el globo para arriba y jugando se golpea con él en la cara. El mínimo gesto de vergüenza por la torpeza que queda evidente en ese momento –incluso de lejos, aún compartiendo la escena con otros tres protagonistas– le otorga a Fabián ese encanto que, escondido detrás del nubarrón de azúcar impalpable, nunca se había hecho nítido. El invierno de los raros termina finalmente su relato dejando una sensación ambigua: la artificialidad que opacó más de la primera mitad recién ha hecho las valijas y todavía se la ve yéndose a lo lejos. El despeje en la pantalla llega justo cuando los personajes se van, justo cuando algo en ellos ya ha cambiado. Gran parte de la historia de estos raros se ha perdido entre las nubes, y el cielo completamente azul no sirve de mucho: el invierno ya terminó.
Esta es la ópera prima de Rodrigo Guerrero (29) licenciado en cine y televisión egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, en este relato nos encontramos con una pequeña historia coral , en un pequeño pueblo del interior del país, que intenta reflejar a través de su narración las historias de seis de sus habitantes que viven sumergidos en la rutina. Y para esto logró reunir a un destacado elenco: Luis Machin (Fabián); Lautaro Delgado (Gustavo); Paula Lussi (Marcia); Maitén Laguna (Rocío); Elisa Gagliano (Sabrina) y con la participación especial de: Max Berliner y Coni Vera. Todo comienza con un paisaje gris como una pintura del invierno, la cámara nos va introduciendo en el lugar, allí nos encontramos con Sabrina con un bolso negro, da vueltas con Marcia. Más tarde ambas andan a caballo por el campo. Por otro lado vemos a Gustavo, un hombre solitario que realiza tareas en su campo; una joven que modela su cuerpo; Fabián que se traslada en su camioneta y una mujer sola, que sufre. Estos seis personajes buscan contención, amor, y sus vidas se van entrecruzando. En medio de ese invierno, con una paisaje vistoso esta el encuentro de dos jóvenes Gustavo y Marcia, hasta llegar a una relación sexual rústica; este pasa sus días triste, fumando, trabajando, es muy rutinario y tosco, ella en cambio es tierna, tímida y sin experiencia, pero la vamos a ir descubriendo. Nos encontramos por otra parte con Fabián (Luis Machín), un hombre encandilado con la bella profesora de danza Rocío (Maitén Laguna), esta mantiene una buena relación con su madre bastante posesiva, vive pendiente de ella y la acorrala. También está bien delineado el personaje de la madre de Marcia quien se siente sola, llena de tristeza y abatida por los años, esta suele llega a irritarse. La vida de todos estos personajes la vamos conociendo más profundamente en la fiesta del pueblo, con un interesante dialogo entre los personajes de Luis Machín con Fanny Cittadini; la escena de Gustavo y Marcia explota; Sabrina habla con Marcia sobre sexo, y otros personajes que solo hablan a través de las miradas. La narración contiene sutileza, tiene momentos poéticos, está acompañada por momentos con una luz invernal y una paleta de colores reflejando las situaciones, una banda musical que va creando distintas atmósferas en medio del relato, por momentos tiene un estilo al Director Gus Van Sant; las escenas se intercalan con grandes planos generales del pueblo y el campo, entre otro tipo de planos y buenos encuadres de los personajes; pero creo que le sobran unos veinte minutos aproximadamente.