Sobre la vida real Misterioso, exultante y desbaratado es el universo de la adolescencia, o algo de eso creemos desde la orilla urbana, aunque un tanto distinto sucede en otras desembocaduras del territorio latinoamericano. Con la mirada puesta en la diversidad, El ojo del tiburón (2012), de Alejo Hoijman, se aleja de los clichés del púber de ciudad para descubrir a dos amigos de 14 y 15 años en su transición hacia el mundo adulto dentro de un remoto pueblo nicaragüense. Maicol y Bryan cultivaron su amistad en el pequeño pueblo de San Juan del Norte, aislado en el medio del monte selvático de Nicaragua, al que solo se llega por río o mar. Estos dos adolescentes dividen su día entre dos universos: el juego y el trabajo adulto. Las veces que nadan en el río, pasean en bote o charlan recostados sobre plácidas hamacas, son intercaladas con la asistencia del mayor quien les enseña a cazar monos y chanchos en la selva, descifrar olores y sonidos, o bien pescar tiburones durante la noche cerrada. Lo que a primera vista parece ser un documental de observación –y, en efecto, la ausencia del registro clásico de testimonios así lo caracteriza- el film redobla la apuesta al presentar una narración lúdica que roza la invisibilización de la cámara, ese ojo astuto e irreal que se inmiscuye en la vida de los otros como si de él nada pudiera percibirse, y la frontalidad del realizador en dar cuenta de su presencia al incluir breves miradas a cámara. Esa hibridación de los modos de narrar devela un enfoque más complejo y desafiante en el film, en palabras del propio cineasta: “el límite entre cine documental y ficción no debe discutirse en el territorio de lo estético, formal, sino en el de lo ético”. Con la dosis justa de naturalidad y de disimulo cuasi actoral, los adolescentes interactúan, juegan y charlan entre ellos sin develar el artefacto ubicado frente a sus narices, a la vez que comentan los planos filmados durante el día y la idea matriz del film: “sobre la vida aquí, más que nada”, como lo define Maicol. A lo que más tarde agrega, “a ellos les está gustando la vida, les gustaría vivir aquí”, refiriéndose directamente a los mismos realizadores. En pleno convencimiento del procedimiento documental, el cineasta replicó en su anterior trabajo Unidad 25 (2008) -premiado a Mejor Película Argentina en el BAFICI 2008- las reglas de su propio método de abordaje de lo real: no recurrir a las entrevistas ni a la voz en off para poner al descubierto la vida objeto de su película. Es su declaración de principio donde nadie se verá engañado, lo que hay allí no es puro real, es apenas un fragmento ajustado al ceñido encuadre y bajo la influencia de su presencia.
Ritos de pasaje Este documental de observación dirigido por Alejo Hoijman (el mismo de Unidad 25, premiada en el BAFICI) se centra en la vida de Maicol y Bryan, dos adolescentes que viven en una isla remota y selvática, en el medio del Caribe nicaragüense. La película muestra su vida cotidiana –sus conversaciones, su trabajo, sus relaciones familiares y sus amistades– en un relato que expone el choque entre las tradiciones del lugar (la pesca, básicamente) y la modernidad, que se hace presente en las charlas sobre estrellas pop, los smartphones y la posibilidad –al parecer, bastante certera– de que una de las pocas salidas laborales del lugar sea por la vía del narcotráfico. Pero, básicamente, El ojo del tiburón –galardonada en los festivales de Roma y Cartagena– es la historia de una serie de “ritos de pasaje”, aquellos que van de la infancia/adolescencia a la adultez a través de estos dos personajes, amigos inseparables, que deben enfrentarse a las realidades del mundo mientras empiezan a abandonar la inocencia de los primeros años de sus vidas. Hoijman los observa y los “deja ser” a lo largo de un bello retrato que sorprende por su llamativo nivel de intimidad y su comprensión cabal de las ambigüedades de la vida en un lugar así.
Aprendizajes En este opus del documentalista Alejo Hoijman predomina el espíritu lúdico al buscar un retrato lindero con el documental de observación sobre dos adolescentes que recién comienzan a transitar hacia la adultez y a aprender el oficio de la pesca de tiburones. Los parajes exóticos de San Juan del norte, pueblo ubicado en Nicaragua, conforman una postal donde conviven los aspectos selváticos junto a la inmensidad acuática como dos espacios cinematográficos independientes que para el realizador implican un desafío en términos técnicos –llegar al pueblo implica una odisea dado que no hay caminos más que el río que debe atravesarse en botes- al que se suma su conexión en el rol de observador con sus personajes. El doble carácter de persona y personaje también configura lo que para Hoijman marca las diferencias entre documental y ficción desde el punto de vista ético más que estético y para romper la inercia la apuesta se eleva en materia de representación cuando los propios protagonistas observan fragmentos del documental y opinan al respecto, tanto como actores u observadores de sus acciones o palabras que una cámara no invasiva capta con enorme sentido para ir configurando un trayecto narrativo coherente en el que se desarrolla, de manera sutil, este tránsito de la adolescencia a la adultez. Son esos rituales de lo cotidiano; esas charlas banales entrecruzadas con salidas furtivas en las que la inocencia infantil muchas veces se ve opacada por la realidad más acuciante y despojado de todo halo bucólico para entregar su cara más cruda y salvaje los puntos fuertes de El ojo del tiburón, así como algunos fragmentos donde la verdad emerge más allá de las poses o máscaras en una constante voracidad por registrarlo todo y desde la mejor distancia posible. Es visible también esa idea de búsqueda permanente, caótica, por parte del director de Unidad 25 (2008) para encontrar diferentes subtramas a partir de un punto en común que nunca pierde de vista a sus personajes en lucha constante con sus sueños, su entorno y su propia identidad.
Hacia rutas salvajes. Maicol y Bryan son dos amigos que viven en Greytown, un pueblo del caribe nicaragüense, aislado del resto del país por una densa selva y un mar. Alejo Hoijman y su cámara vienen a ubicarse en el punto de intersección entre el ocaso de la infancia y la iniciación de la vida adulta de estos personajes que deben aprender el oficio de sus respectivos padres, pescadores de tiburones. El cineasta registra cada acontecimiento con la misma libertad con la que los amigos deambulan por la selva, abriéndose paso con sus machetes en busca de las ramas perfectas para construir sus gomeras, mientras tratan de imitar los sonidos de los animales que habitan en ella. Lo que comienza como un documental de observación -que despliega una cadencia determinada de la vida cotidiana, con momentos en tiempo real y caracterizado por la no intervención del director- se transforma lentamente en algo más. Lo que separa a este de otros documentales de esta categoría, en los que lo que se contempla se mira de lejos, es que aquí no estamos solamente observando las acciones de los personajes o los paisajes de San Juan del Norte, sino que formamos parte de todo. Ocupamos el puesto de un observador ideal abriéndonos paso en esa inmensa densidad verde, evitando las culebras, jugando a ser exploradores que descubren huellas de leopardo, durmiendo en un bote a oscuras en la primera salida de los adolescentes a pescar tiburones en el mar. La cámara acompaña absolutamente todos y cada uno de los pequeños momentos que hacen de este un documental puramente sensorial. Estamos ante una cámara que se sumerge en el agua -en un plano de corte experimental- y filma escenas nocturnas casi en oscuridad total, que adopta el ritmo del espacio que registra: se mueve con las olas cuando está en el bote y en mano durante las caminatas en la selva. Una cámara que capta en un solo plano la sensación de estar en medio de la jungla y afinar el oído, de cerrar los ojos y sentir la presencia de cada ser vivo que se encuentra a nuestro alrededor...
Hay una idea preconcebida sobre los géneros cuando nos acercamos a ellos. El espectador se predispone de diferente modo para ver un drama, una comedia, o una de terror; también si afrontaremos un documental. ¿Pero qué pasa si esos límites se corren? Si la diferencia entre un documental y una película de ficción ya no es tan clara. Eso es lo primero que llama la atención en El ojo del tiburón cuarto largometraje de Alejo Hoijman, en el que vuelve a utilizar esta fórmula luego de Unidad 25 ganadora del BAFICI 2008 como Mejor Película Argentina. La película sigue los andares diarios de Maicol y Bryan, dos adolescentes, de 14 y 15 años respectivamente, que viven en un pueblo selvático, alejado de toda urbanización, en los interiores de Nicaragua. Estos jóvenes aprovechan esa soledad que les da vivir en un lugar al que sólo se puede llegar por agua. No tienen conexión con el exterior y viven de un modo totalmente distinto al de cualquier otro adolescente que conozcamos en la ciudad. Claro, sus preocupaciones tampoco son las mismas. Pareciera no ser mucho lo que les sucede a estos dos amigos, y sin embargo, su micromundo está plagado de riquezas, de conocimientos que a otros les parecerán salvajes, pero que resultan fundamentales para la supervivencia, para realmente pelear la vida. Su vida pasa por cazar, recostarse en el suelo o en la hamacas, aprender conocimientos sobre supervivencias, y agudizar los sentidos en pos de ello. Ahora, Maicol y Bryan no son personajes de ficción, sus diálogos no parecen ficcionalizados sino enteramente naturales; actúan como si la cámara no estuviese allí... o casi. El documental tradicional emplea métodos conocidos como las cabezas parlantes, los testimonios, placas y ese tipo de elementos que cortan el argumento típico de un film de ficción. Por otro lado, el documental de observación permite que la cámara sea imperceptible, que no la veamos, que el film se viva como una ficción aunque sepamos que la historia real, los personajes tienen un fin y lo desarrollan y en ningún momento hacen referencia al espectador o al detrás de cámara. Hay (muchísimos) ejemplos que mezclan las dos vertientes, y hasta la clásica mirada lejana que utiliza la voz en off del documentalista para acercarse a una realidad ajena, el documental etnobiográfico. El ojo del tiburón no es nada de ello, pareciera un puro documental de observación, pero de pronto, Maicol y Bryan miran a cámara, de reojo, como si fuese un insecto que les molesta, algo que perturba esa soledad a la que están acostumbrado. También, de la nada, en medio de sus charlas reposadas cuelan frases que hacen referencia a quienes los están filmado, o a quienes los van a observar desde el otro lado de la pantalla, desde el otro lado del mundo. Así, la cámara de Hoijman se transforma en un tercer intérprete, que el espectador no percibe pero los dos amigos sí, e interactúan en base a ello. El ojo del tiburón ofrece una mirada curiosa, diferente, un acercamiento cabal y frontal a una realidad diferente a lo que vemos todos los días. Vale como documento, como testimonio, y también vale como una experiencia cinematográfica muy singular.
Premiada en Roma, Cartagena y en la primera edición del Festival Internacional de Cine Documental en Buenos Aires, esta película de Alejo Hoijman -cuyo film Unidad 25 también fue elegido el mejor de la competencia argentina del Bafici 2008- nació casi de casualidad. El realizador fue convocado para realizar un documental televisivo en Nicaragua sobre un tipo de tiburón de una zona de ese país y emprendió entonces un viaje de investigación de un mes. Ese proyecto no se llevó cabo, pero Hoijman conoció durante el viaje San Juan del Norte de Nicaragua -Greytown, según su antigua denominación-, un pueblito costero alejado de los centros urbanos y de una belleza sobrecogedora. Allí también trabó relación con un grupo de personas que terminaron siendo protagonistas de un nuevo documental, orientado a la observación de su vida cotidiana y a reflejar los ritos de pasaje a la adultez de dos jóvenes que ocupan sus horas en recorridos por zonas selváticas, zambullidas en las apacibles aguas de un río de la zona y, finalmente, en la iniciación en la riesgosa pesca de tiburones a mar abierto, navegando en un precario bote conocido popularmente allí como "panga". El film es un tratado definitivamente pequeño sobre la vida cotidiana en un lugar remoto y salvaje, exótico para los que vivimos en una ciudad. La metodología de investigación de Hoijman es interesante: él mismo la ha bautizado "la confianza en el malentendido", una técnica particular que consistió en explicarles someramente a sus protagonistas los objetivos de su trabajo para que ellos, a partir de esas pequeñas sugerencias, los interpretaran a su modo y se movieran con la mayor libertad posible. El resultado es curioso: la mirada del director se nota sobre todo en la elección de los encuadres y en el fino trabajo de montaje (generalmente, Hoijman elige cortar los planos con la clara conciencia de que el espectador debe trabajar, suele rehuir a entregar todo el menú cocinado, lo que se agradece), pero además hay un notorio cuidado por evitar manipulaciones y subrayados, lo que termina configurando un trabajo que une dos voluntades, la del director que observa y la de los personajes observados, dueños ellos también de una historia sencilla que se las arregla para reflejar la colisión entre viejas tradiciones de ese micromundo silvestre y los ecos inevitables del desarrollo tecnológico del capitalismo, que a través de modernos teléfonos celulares, la información de la industria de la música pop e incluso las tentaciones de un progreso económico apoyado en la ilegalidad (las redes del narcotráfico llegan hasta ahí) exhibe una vez más su alargada sombra.
Lindos paisajes, pero nada más Cuando su lejana presentación en el Festival de Roma, una agencia dijo que este film "denuncia las condiciones de vida y las pocas perspectivas de futuro que tienen los jóvenes de una pequeña aldea de la selva nicaragüense que sólo ven como salida el narcotráfico". Quien escribió eso, directamente no vio la película. Gacetillas locales hablaron de "la aventura de dos adolescentes nicaragüenses que salen a pescar tiburones. Pero más que la pesca en sí, el film se enfoca sobre cómo la transmisión generacional de un saber puede servir como rito de iniciación". Esta gente la habrá soñado, pero arrima un poco el bochín. La verdad, sólo vemos una serie desarticulada de viñetas donde un niño y su amigo un poquito más grande cortan arbustos para hacer hondas, juegan con otros chicos en el río, miran una de acción en la tele, vagan y charlan sobre los atractivos de un pueblo más grande, o de una chica vecina, esas cosas. En cuanto a denuncia, no pueden considerarse tales unas leves referencias infantiles sobre monedas centroamericanas, soldados que nunca encuentran nada y jueces que lavan dinero narco. Por ahí se advierte un edificio alambrado, y pasa una patrulla donde un soldado medio tonto no se da maña para desenganchar la correa de su arma. ¿Qué más? Ah, eso de los ritos de iniciación. Quizás ahora se llame así la simple charla del más grande con una piba en la cocina, o las salidas del más chico junto a su padre en el lanchón, fugazmente registradas. Felizmente, casi al final surge una salida de por lo menos dos días a mar abierto, donde alcanzamos a ver que los grandes pescan una especie de cazón o barracuda. Con ojo incluido. Rodaje a unos kilómetros de Greytown, localidad turística rodeada de hermosa selva, que da gusto ver. Elogio aparte para el director de fotografía, que logra lindas imágenes pese a los fastidiosos resplandores de un cielo nublado.
El documental de Alejo Hoijman muestra con mucha sensibilidad la transición de la pubertad a la adultez de dos niños nicaragüenses en un pequeño pueblo sobre el Caribe. Busco mi destino Maicol y Bryan son dos amigos inseparables que viven en Greytown, un pequeño pueblo de Nicaragua sobre la costa del Caribe. La infancia termina y no tienen más alternativa que comenzar a trabajar en el verano que se acerca. En ese pequeño pueblo no hay muchas opciones, cada vez menos hombres se dedican a la pesca de tiburones, y muchos de ellos se han convertido en narcotraficantes. A medida que juegan, deambulan, buscan su camino. También hay tiempo para salir con chicas, amigovias (¿se sigue usando esa palabra?). El mar y la selva prestan el marco para la transición, bajo la atenta mirada del equipo de filmación. Iniciarse en los oficios de la pesca y la caza no es nada sencillo, un mayor es el encargado de instruirlos. Maicol y Bryan dividen su tiempo entre el juego y el trabajo. Las distintas miradas La fotografía es exquisita, visualmente es muy prolija, hay poca cámara en mano. Se nota la paciencia detrás de cámara, esperando a captar determinados momentos. El sonido de los motores de las lanchas, nos mete de lleno en la vida diaria de Maicol y Bryan. Lo que parece un documental de observación nos presenta cada tanto a los chicos dirigiéndose a la cámara, como también el recurso del cine dentro del cine. Esto último me pareció uno de los grandes aciertos de la película. En lo personal, cuando miraba la película me preguntaba cómo vivirían Maicol y Bryan el proceso del documental, de estar acompañados por la cámara. No quiero adelantar lo que dicen, pero sí digo que me parece un gran hallazgo el hecho de ver a los chicos hablando de los realizadores, de conocer su mirada del documental. Un detalle no menos importante es que en la función de prensa la película se proyectó con subtítulos. Espero que así sea en el resto de las funciones, ya que hablan bastante cerrado y cuesta entender algunas frases. Conclusión El ojo del tiburón muestra la iniciación, el pasaje a la adultez y los rituales que lo caracterizan, y de manera muy original y sensible, sin caer en clichés. De la mano de Maicol y Bryan, dos personajes muy queribles y transparentes, observamos la vida cotidiana de ese pequeño pueblo nicaragüense. Es de destacar la rotura del estilo de observación para mostrar a los protagonistas atentos al registro de la cámara y hasta refiriéndose a los realizadores. El documental tiene una mirada detallista y minuciosa, y de alguna manera es distinto a todo. - See more at: http://altapeli.com/review-el-ojo-del-tiburon/#sthash.qyAqkvCG.dpuf
Doble futuro en Centroamérica Un interesante retrato de dos niños nicaraguenses es el que ofrece el director Alejo Hoijman. Maicol y Bryan son amigos, y viven en Greytown, un pueblo de pescadores sobre el Caribe nicaragüense. La cámara registra a los amigos que reciben "lecciones" para aprender a cazar tiburones en el mar caribeño. El padre de Bryan, que ha sido pescador toda su vida, es el que enseña los secretos del oficio a su hijo y a Maicol. La duda que pasará a formar parte de la vida de Bryan, más tarde, es si al llegar a su adolescencia, deberá permanecer en el pueblo de casas de puertas abiertas, o emigrar, junto a su amigo en busca de nuevos horizontes. LA INCERTIDUMBRE Un diálogo entre los dos niños parece algo esclarecedor. Un día Maicol le cuenta a Bryan, que su maestra le preguntó a todos que querían ser cuando fueran grandes y el muchacho le dijo que quería ser abogado, para ayudar a lavar dinero a la gente del narcotráfico. "El ojo del tiburón" es un documental, tan bien elaborado que pareciera que sus dos protagonistas principales fueran actores, por su espontaneidad para moverse delante de la cámara, por esa simpatía, que derrochan esos dos niños que se van haciendo adultos y comienzan a despertar a otras necesidades. El cazar de noche con tan sólo una luz que proviene de las linternas individuales de cada uno, el despertar del amor, el aprender a hacerse adulto y asumir nuevos riesgos, las decisiones que a veces hay que tomar en situaciones difíciles de supervivencia, son parte de la vida de estos dos jóvenes, en una Centroamérica que no parece ofrecer demasiados horizontes. Una cierta poética que se mezcla con la acuciante realidad que rodea a esos dos niños, es la que despliega Alejo Hoijman en este documental estupendamente filmado, que en algunos de sus aspectos narrativos despierta el interés de una novela de aventuras, al estilo de la legendaria "Las aventuras de Hucleberry Finn", de Mark Twain, o de un texto de Charles Dickens.
De Alejo Hoijman, es un muy interesante documental sobre dos adolescentes que viven en un pueblo costero de Nicaragua: el paso de los chicos a la adultez, la contaminación de su cultura con teléfonos y plasmas y la ambición de tenerlos. Incertidumbre de su futuro, la pesca ya no es rentable y quizás el narcotráfico como única salida laboral. Intensa, fresca y dramática al mismo tiempo.
Un documental que observa El ojo del tiburón, de Alejo Hoijman, es un documental de observación. Ahí se pueden apreciar y delimitar todas sus posibilidades. En el buen sentido, digamos que gracias a esa cámara que se planta con un grado de intimidad asfixiante podemos indagar vagamente en la vida de estos jóvenes que se dedican a la pesca de tiburones por aguas nicaragüenses, sin ningún tipo de subrayado y con una envidiable precisión del encuadre y la fotografía. Pero ahí donde Hoijman pone el ojo y decide no subrayar, el documental se ahoga en un mar de intrascendencia de la cual suele salir cuando alguna imagen curiosa (un plano estático sobre la selva que resulta hipnótico y nos produce intriga sobre ese mundo) o situación particular (el diálogo sobre las bondades de la justicia y el narcotráfico) aleja del sopor general. Con este tipo de películas que recorren festivales y ganan premios ocurren cosas muy curiosas. Pero lo peor es que se construye a su alrededor un halo de sabiduría del cual parece muy difícil escapar sin sonar antipático. Sobre El ojo del tiburón se han dicho cientos de cosas positivas, muchas de las cuales es necesario hacer una sobre-interpretación para poder hallarlas: que la aparición de un teléfono celular en este contexto selvático refiera a los vicios de la modernidad contra el origen salvaje, en verdad habla más de la valentía del crítico para ponerse en el pedestal intelectual que de las probabilidades del film; que un plano en el que aparecen unos militares medio torpes necesariamente connote la presencia de un universo violento es una lectura bastante superficial; que algunos diálogos adolescentes refieran a la estructura del coming of age, es dudoso. Hay que reconocer, no obstante, que lo que se ha dicho de la película no es culpa de la película sino de quienes han hablado sobre ella. A la película podemos acusarla de otras cosas, incluso de poseer muchos vicios del cine festivalero. La forzada ilusión de que ir contra las formas tradicionales construye sí o sí una mirada moderna y compleja, por ejemplo, es una tontera. El ojo del tiburón se queda en la observación y elude varias responsabilidades temáticas y formales. ¿Por qué no centrarse en el trabajo de esos hombres de mar y su búsqueda de tiburones? Ahí tendríamos un film sobre un grupo de profesionales ásperos cumpliendo con una tarea poco habitual. ¿Por qué no indagar mucho más en el antes y en el después de esos chicos protagonistas? Así se hace imposible el coming of age, porque no sabemos de dónde vienen ni a dónde van. ¿Por qué no abusar de la complicidad de la cámara y saber qué es de la vida sentimental de estos chicos en un contexto social y espacial poco habitual para nosotros? ¿Por qué no recurrir más a esas instancias metatextuales donde los chicos ven lo filmado o charlan sobre el documental que protagonizan? Por el contrario, El ojo del tiburón decide recorrer todo esto que mencionamos como viñetas sin una conexión clara y sin poder hacer de esa observación una lectura. Y básicamente ocurre esto porque confunde lectura con opinión. El film de Hoijman termina siendo un documental que se quiere ficción, pero que contamina ambos formatos anulando sus virtudes. Un documental que observa, observa y observa, pero muy poca veces dice algo.
A la pesca de una historia El director se mete en la vida de dos niños pescadores de Nicaragua. La observación e interacción, como eje fílmico. Maicol y Bryan son dos amigos que viven en Greytown, un pequeño pueblo sobre el Caribe nicaragüense, aislado del resto del país por una densa selva. Ellos deben comenzar a trabajar. Y la pesca del tiburón es una alternativa. Pero mucho antes de que incursionen en el mundo de las líneas de nylon y redes (acá la pesca es manual, nada de cañas), los jóvenes serán seguidos de cerca por la cámara del director Alejo Hoijman, autor del logrado documental Unidad 25, donde mostró las prácticas de conversión al evangelismo, en una penitenciaría. El ojo de tiburón, premiado en los festivales de Cartagena de Indias, Roma y a nivel local, hace un retrato desde la confianza entre el realizador y los muchachos. Profundo, y sin timidez, Hoijman deja que los chicos exuden todas sus debilidades y deseos. Y, además, cumplan el rol de “actor” (aunque hagan de ellos mismos en forma fresca y natural) y espectador, ya que por momentos verán algunos adelantos de este filme. Una linda forma para empatizar con ellos. Los sonidos de la naturaleza, la potente fotografía del verde selvático -que todo lo domina- sumado a los pícaros diálogos (a veces inentendibles) de los jóvenes, ensambla un combo de realidad y ficción que parece extraído de un manual sobre pesca embarcada. Con el correr del metraje el documental peca de repetitivo: las continuas anécdotas de sus protagonistas (siempre un grupo de jóvenes) navega entre los juegos playeros y paseos recreativos en lancha. Recién a la hora, la intervención de los adultos le pondrá pimienta al filme, sacándolo del sopor selvático y llevándolos a la verdadera acción pesquera. El ojo del tiburón es un filme de desafíos. Hoijman filma sobre una barcaza, sigue -a pesar del movimiento del oleaje- el devenir de los pescadores. Y en las tomas nocturnas, el público tendrá que adivinar algunas situaciones.
El hombre (o los chicos) y la naturaleza. Su hábitat, sus costumbres, sus formas de hablar… cuesta encontrar una decena de minutos inicial que registre con tanta naturalidad. Alejo Hoijman usa, ante todo, los dos elementos principales del cine, la luz y la cámara (el montaje también, pero en segunda instancia), para seguir un rato en la vida de Maicol y Bryan. El sonido no parece importar tanto, al menos el producido por los personajes al hablar, porque mucho de lo que dicen no se escucha merced a que no son actores, la proyección de voz, etc. Así comienza “El ojo del tiburón”. No hay intenciones preciosistas en la puesta ni en los encuadres, más bien el gran desafío es registrar intentando no estar. No molestar. Así los vemos en estado tan orgánico como espontáneo. Jugando en el río, buscando música en una X-Box o yendo de pesca nocturna. Aparecen los juegos, los diálogos compinches, una chica que se llama Jimena, por la cual Maicol empieza a sentir cosquilleo… Pero también, muy subrepticiamente, vemos algunas señales de saber que esta etapa se está terminando. Pronto serán chicos con edad de ser responsables y capaces de valerse por sí mismos. Aún en chiste, el dialogo que mantienen los dos amigos sobre la maestra preguntando ¿qué quieren ser cuando sean grandes?, pinta un poco de ese futuro, a lo que Maicol responde: “Voy a ser traficante…” Todo ocurre en esta impronta documental con intenciones de contar una realidad disfrazada de historia. Un recorte de esa realidad sin guión. Hasta ahí, el código se entiende. Es el espectador quien debe proponerse llenar los espacios en blanco y construir el resto de esa realidad mostrada por la cámara. Pero a los 64 minutos se produce algo que rompe todo el código y lo tira por la borda. Se hace un bollo con el guión y se tira. Es una escena en la cual los chicos se sientan en un sillón a ver una parte de lo filmado. Una salida a pescar que antes vio el espectador, Maicol y Bryan se ríen de la situación vivida en un bote de pesca. Comentan, se critican. Y uno le dice al otro: “ese es tu futuro” frente a la imagen de quien conduce la lancha. Extrañamente, así el director acaba de romper su propia barrera anulando la naturalidad del género documental. Esa escena es como revelar el truco de magia y, por qué no, negar el recurso que hasta ese momento venía dando resultado. Nada de lo que ocurre después parece natural porque esa imagen opera en ellos de la misma manera que lo hace en cualquier persona que se ve en pantalla. Condiciona. Ya no importará si los siguientes 25 minutos fueron filmados o no después. Todo queda viciado. En la playa el chico camina y se da vuelta mirando a cámara. Luego esta registra un primer plano de él, haciendo que busca algo en la costa. Mira de un lado al otro pero notamos que sólo hay un propósito: contar que está buscando algo. También hay sólo un resultado: el chico no es actor. El documental dejó de serlo. Otra escena. Cámara fija en la proa del bote. Ahora hay cinco tripulantes intentando mantener la vista fuera de la lente sin lograrlo. Todo armado en función de una historia que nunca existió porque no pretendía serlo. Ahí sí entonces, cabe preguntar todo lo concerniente a construcción de personajes, armado de subtramas o al menos de una que tenga principio, etc, etc. “El ojo del tiburón” queda finalmente o como un documental desnaturalizado o una ficción flojamente armada. Desconcierta, pero no en el mejor sentido.
Rituales de iniciación Como ocurría en las imágenes de Unidad 25 (2005), film carcelario no convencional, el director Alejo Hoijman observa a sus personajes y al paisaje sin caer en el pintoresquismo recurrente en el género. La geografía es protagonista en esa selva nicaragüense, en la zona de San Juan, tanto como Bryan y Maikol, jóvenes del lugar viviendo la etapa fronteriza entre la adolescencia y la adultez. Los detalles que capta Hoijman con su cámara son mínimos pero intensos para exhibir ese tránsito donde se terminan las charlas entre Bryan y Maykol y empiezan los compromisos a futuro. En ese sentido, el viaje al ojo y el cuerpo del tiburón confirmará el pasaje que deriva en nuevo ritual: allí los adolescentes, junto al padre de uno de ellos, comienzan una nueva vida, invadida por el riesgo y la situación límite, por la aventura original y la muerte mordiendo los tobillos. En ese mundo selvático y luego a la deriva de los personajes, donde la responsabilidad cobra protagonismo, Bryan y Maikol viven el aprendizaje que lleva a la búsqueda, al encuentro con algo inasible, al fin de la inocencia. Hoijman sabe dónde ubicar su cámara, explorando en los jóvenes moradores del lugar, articulando un discurso donde el paisaje se funde a Bryan y Maikol, tal como sucedía en el presidio particular de Unidad 25. Exponiéndose a la naturaleza, personajes y director, dejan entrever sutiles comentarios sobre un futuro invadido por los interrogantes. Un futuro que habla de un continente y del día después que les correspondería a Bryan y Maikol, una vez que la caza del tiburón se convierta en rutina y las exigencias de la vida reclamen un compromiso mayor. Pera ésa sería otra historia.
Vidas adolescentes en primer plano El documental rodado en Greytown, pueblo de pescadores ubicado en la frontera que separa la selva nicaragüense del Caribe, acompaña el deambular de Maicol y Bryan. En ese seguimiento, se mete también dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer. La lancha avanza por el río que parte la selva al medio: a un lado queda la vegetación, tan densa y sudorosa que parece venirse encima; del otro, igual de verde, se hace más rala, no mucho más abundante que un juncal. Dos chicos que apenas califican como adolescentes viajan en ella, mirando atentos hacia adelante como si ambos fueran un ente único y el próximo recodo del río representara todo el futuro que tienen por venir. La cámara fija, montada dentro del bote, pone toda su atención en sus rostros haciendo que el fondo desenfocado se vuelva fantasmal, de modo tal que los niños parecen sobreimpresos. Dos niños inmóviles recortados y pegados sobre un collage en movimiento, efímero y nebuloso. Para ella, ojo ubicuo y caprichoso, pareciera no haber realidad más tangible ni más urgente que la de esas vidas en primer plano. Por eso se queda ahí, compartiendo con ellos la inmovilidad del viaje y por eso los seguirá a donde vayan durante los 90 minutos que todavía quedan por delante. Aunque parezca en los antípodas cinematográficas del cine de género (y ciertamente en muchos sentidos lo está), El ojo del tiburón, del argentino Alejo Hoijman, tiene bastante en común con las películas estadounidenses de adolescentes. Películas en donde el camino hacia la pérdida de la inocencia puede ser al mismo tiempo un relato de aventuras, un drama doloroso y crepuscular, una buddie movie, una comedia romántica de iniciación o una nueva versión del camino del héroe. Cada una de esas aristas también está presente acá y todo sería perfectamente esperable si no se tratara de un documental. Rodado en Greytown, pequeño pueblo de pescadores ubicado justo en la frontera natural que separa la selva nicaragüense del mar Caribe, el documental pondrá como excusa el registro de esa particular vida pueblerina. Sin embargo, Hoijman no hará otra cosa que deambular siguiendo los pasos de Maicol y Bryan, los adolescentes que protagonizan la película y el primer párrafo de este texto, hechizado por su desborde de fuerza vital puesta permanentemente en acto. Sin embargo, esa decisión parece más una contingencia que parte de un plan de rodaje. Caminará con ellos por la selva, los verá cazar lagartijas con sus gomeras y errar por los rincones secretos de ese río que es su casa, o charlando con alguna amiguita, incapaces de ocultar el deseo. Así será testigo de algunas de sus charlas en las que aparece sin filtro su mirada del mundo que habitan. Muchas veces sus afirmaciones dan cuenta de una concepción marcadamente ingenua de la realidad. Como cuando Maicol, el mayor, cuenta con ansiedad que piensa vender su celular para comprarse otro mejor, y sueña con que luego venderá ése y se comprará un televisor (“un plasma”, le sugiere Bryan), y luego venderá la tele para comprar una casa y después un edifico, un pueblo y así hasta ser presidente. Pero hay otros diálogos que impactan por la crudeza realista que desborda de sus fantasías. Hay un diálogo que lo ilustra de manera inmejorable. Maicol le cuenta a su amigo, ambos recostados en hamacas paraguayas, que la maestra preguntó en la escuela qué querían ser de grandes. “Primero quiero ser contador”, dice Maicol que respondió en clase. “Para contar los billetes”, aclara Bryan, dando por sentado que la respuesta de su amigo sin dudas es la correcta. “Y después quiero ser juez”, agrega el otro. “¿Para qué?”, interroga el más chico, ahora con sorpresa. “Para lavar el dinero que me den los narcos, porque yo voy a ser cartel”, concluye Maicol satisfecho. Los momentos que Hoijman eligió conservar dentro del corte final hablan de una mirada amorosa y tierna, pero que nunca deja de tener un regusto de gris amargura, como si supiera que esa candidez se termina ahí donde se acaba el pueblo. O lo que es lo mismo, ahí a la vuelta, donde termina la inocencia. Porque El ojo del tiburón es un paciente relato de iniciación pero también, como todos los de su tipo, es la crónica de una muerte anunciada. Fotografiado y rodado con notable delicadeza, y a pesar de que el orden en que decidió montar su historia a veces no parezca el lógico o, al menos, el esperable, el film de Hoijman es una inmersión dentro de un mundo que parece a punto de desaparecer. Una declaración de principios que viene a denunciar que hace rato es hora de incluir al hombre en la lista de especies en peligro de extinción.
Asistir a una cantidad indeterminada de acontecimientos espontáneos registrados en sus lugares originales es lo que separa la ficción de la realidad, pero cuando ésta última se ve vulnerada por la presencia del artificio cinematográfico la distinción deja de ser tan evidente. A través de la realidad manipulada de un grupo de adolescentes nicaragüenses, Alejo Hoijman nos acerca a sus actividades cotidianas, a su mundo de caminantes erráticos y aburridos exploradores expectantes quienes se adueñan de todo el espacio disponible. Dueños del escenario en el que deambulan, los otros, ese otro mundo ya resuelto, sólo son el síntoma de la existencia que habita fuera de la dupla protagónica: Maicol y Bryan. Ante la libertad de la naturaleza, la tecnología irrumpe sin entrar en cuadro, no pertenece a este universo casi simbiótico de despertares. Sólo se hará presente desenvainando todo su potencial de artificio en el momento en que sentados de frente a una notebook, Maicol y Bryan se ven en pantalla. Esa imagen dentro de la imagen es la que termina por derribar la ilusión de estar presenciando la realidad inalterable. Con una cámara que muta de personalidad, a veces nos regala tomas subjetivas que nos habilitan la entrada a la selva: ese denso follaje húmedo repleto de animales, futuras víctimas de los asaltos de violencia hormonal de Maicol o bryan; mientras que en otras oportunidades, nos aleja tanto hasta el punto de posicionarnos en planos hiper estáticos que retratan a sus personajes tan paralizados como una pintura. Los abundantes planos medios cortos y primeros plano recortan los rostros curtidos de los más adultos y revelan la ansiedad en los de los más jóvenes. En este pueblo de pescadores de tiburones, en donde ya casi nadie los caza, los adolescentes deberán aprender el oficio para ganarse la vida. Entre charlas sobre un futuro incierto pero inevitable; el dinero, el amor y el destino, son los grandes tópicos que tanto como sus aspiraciones se hacen presentes en esta historia de descubrimientos personales. Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
El ojo del cine Hay películas documentales que se sirven como un plato de sobras frías. ¿Qué se hace con esas sobras? Se las observa como los restos venerables de un banquete que acaso no termina de interpelarnos, un paisaje que miramos como algo más o menos ajeno, por cierto no del todo apetecible; algo que fue y que dejó de ser. Su apariencia real actual, como un acto reflejo, se reviste ante nuestros ojos de una dignidad que no terminamos sin embargo de aceptar cabalmente. El documental, esa expresión sagrada: ¿cuánto hay de verdad ahí, en realidad? ¿Mucho más que en una ficción cualquiera de la factoría Pixar? ¿En serio? El ojo del tiburón no se dedica a invocar, como un abracadabra, el carácter presunto de una naturaleza verdadera que se acepta de antemano, como un acuerdo previo con el espectador o una garantía. Por lo menos no lo hace a la manera suplicante de un documental standard, que cambia la música extraña de una expresión genuina – siempre adelante, siempre por descubrirse – por una credibilidad burocrática, previamente establecida y legitimada por la marca “documental”. Ciertamente, el director no inventa la pólvora siguiendo a sus pescadores de un costa olvidada del Caribe nicaragüense en sus tareas diarias y en sus casas con el estilo de “mosca en la pared”, la actitud de estar en medio de lo filmado sin inmiscuirse, sin interferir ni violentar lo que se registra. Pero consigue momentos de una gracia notable observando esa vida que parece fluir a un ritmo olvidado, apenas resguardado de los avatares de la coyuntura política, y a la que el mundo moderno ingresa en cuentagotas, en forma de celulares o de algún videojuego con el que se pasan las horas muertas de la tarde. Los dos chicos protagonistas, que husmean en la selva, disparan con sus gomeras u observan el trabajo de los adultos, podrían a su manera estar habitando una franja sutil y precariamente melancólica de alguna película de “ingreso en la adultez”, ese territorio esquivo donde lo familiar se vuelve progresivamente extraño, como el peligro latente que se huele en un planeta recién descubierto. Una hermosa toma submarina que acompaña el chapuzón de los personajes refuerza la idea de hacer el recorte de la mirada de los chicos y tender un puente hacia la del espectador, que cae en la cuenta de que no observa desde afuera sino a su lado. El ojo del tiburón hace gala enseguida, casi como una declaración de principios, de una dignidad rara, forjada en el recorrido apacible de sus largas tomas fijas o de sus planos secuencia con cámara en mano, siempre pertinentes y precisos: la seguridad de la película, desplegada con una serenidad sin alardes ni florituras de ninguna especie, es acaso la de haber encontrado una zona de la experiencia del mundo a la que el cine debe acercarse con pleno derecho, más como una obligación que como una necesidad. Porque si no lo hace, esa experiencia puede perderse, desparecer y olvidarse.