Retrato de la Francia simpática «El amor, como el vino, necesita tiempo. Debe fermentar. Y al final no todo está podrido» (Jérémie Couston, Télérama) Hijo de vinateros, Jean dejó su familia y su región, la Borgoña, para dar la vuelta al mundo hace diez años. Ahora Jean es dueño de un viñedo en Australia, tiene un hijo recién nacido y una mujer con la que se lleva regular. Al enterarse de que su padre se está muriendo, regresa a la casa de su infancia donde vive su hermana, Juliette, quien ahora dirige el negocio familiar y se alegra de verle, y donde trabaja su otro hermano, Jérémie, quien acepta mal el retorno. Quienes fueron unos niños felices juntos ahora, de adultos, tienen que encontrar de nuevo el nexo de unión, mientras se suceden las estaciones y los pasos de la vendimia que fabrica el vino de la marca familiar. Dirigida por Cédric Klapisch (“Las muñecas rusas”, “Una casa de locos”), e intrepretada por Pio Marmai (“El primer día del resto de tu vida”), Ana Girardot (“El hombre perfecto”), François Civil (“Elias”) y María Valverde (“Ahora o nunca”), Entre viñedos (Ce qui nous lie) es un retrato de la familia y también de las disputas y controversias a la hora de recibir una herencia, bastante menos boyante de lo que parecía. Historia nostálgica y bastante conservadora, que hace un alegato de los valores de familia y tradición y transcurre “en los límites del reportaje turístico”, recoge según mis colegas franceses dos subgéneros del cine francés: las películas de viñas y las ficciones en torno a la herencia, “es decir, dos historias de transmisión, con muchas autopistas hacia la exaltación del cromo de un viejo mundo ‘más auténtico’ al que acecha la desaparición” (Libération), amparado por la sombra de una memoria familiar, siempre burguesa, y con una pizca de didactismo (incomprensible para los nulos, como yo) en las explicaciones de las diferentes etapas del crecimiento de las viñas y la fabricación de los caldos. Y con una voz en off que, al tiempo, nos va llevando por los interrogantes existenciales del protagonista y sus dos hermanos, todos jóvenes, guapos y muy modernos pese a conducir tractores y dedicar un tiempo considerable a probar las uvas en la planta, para determinar el momento exacto de la recolección. Entre viñedos mezcla drama con comedia, funciona quizás mejor con la comedia, aunque el poso del drama familiar siempre está presente. Sin embargo, y ante todo, es una película eminentemente amable y por lo tanto predecible. Sabemos por dónde van a ir los tiros, pero aun así nos convence y logra entretenernos. Gran parte de culpa la tiene el elenco; a los ya mencionados se les suma la española María Valverde, que es la esposa del protagonista. Y, por supuesto, la fotografía de los paisajes de las viñas de la Borgoña francesa, el paso del tiempo y de las estaciones es una delicia. Con sinceridad absoluta creo que el argumento es más propio de una serie televisiva (para consumo local), por lo que no he podido resistir la tentación de pensar en otras de enorme popularidad en su tiempo, como Falcon Crest, aunque allí más que de la reconstrucción de una fratría perdida en el tiempo se trataba de ver cómo se destrozaba una familia en generaciones sucesivas, también con unos viñedos en el horizonte.
TETRA CON SODA Mientras uno ve esta película, casi se desliza una posible forma de que sea más disfrutable: olvidar, desaprender, borrar de la memoria todo relato dramático en cualquiera de sus formatos, incluso aquellos más vulgares como telenovelas o cualquiera de sus esbirros. Entre viñedos de Cédric Klapisch es sosa y previsible, con personajes tan complejos como un tetra brick, pero de alguna forma es a través de sus encuadres que entendemos que esto no es un melodrama televisivo. Y sin embargo esa salvedad no alcanza para enmascarar un relato sin vuelo y prolijo, pero en el peor de los sentidos posibles, aquel que se refugia en la mediocridad para no apostar a un mínimo riesgo. Tampoco ayuda demasiado que estemos frente a un film de 113 minutos al que todo lo que mencionamos anteriormente le afecta porque casi podemos visualizar el final en el minuto 20. En definitiva, la crítica podría terminar acá porque este primer párrafo anuncia lo que pienso de la película con la misma efectividad que esos primeros 20 minutos anuncian el final de Entre viñedos. No hay sorpresas. Pero bueno, quienes quieran seguir leyendo deberían saber que la película cuenta cómo tras diez años de ausencia, Jean (Pio Marmai) vuelve a la finca de su padre tras hacer un viaje de mochilero y dar la vuelta al mundo. El motivo de su retorno es que éste se encuentra gravemente enfermo, pero la reunión con sus hermanos está cargada de afecto y rispideces porque, bueno, si te fuiste tanto tiempo a recorrer el mundo y apenas diste noticias de tus viajes tiene lógica. También lo tiene si en ese lapso no llamaste cuando murió tu madre. En fin, a pesar de todo Juliette (Ana Girardot, que se la puede ver en la interesante Les Revenants) y Jeremie (François Civil) terminan conviviendo y compartiendo sus diferencias, encontrando que es un lazo más fuerte que el paso del tiempo (y si eso suena cursi, es porque la película en verdad lo es). Como es de esperarse, el proceso de la producción del vino cumple un papel fundamental en este vínculo, ya que es la marca y el legado que les ha dejado su padre, algo que vemos sobre explicado en reiterados flashbacks. Esencialmente ese es el drama, en el transcurso del film vemos cómo los hermanos deben enfrentarse a distintos escenarios: Jean dejó su familia en Australia y aún no puede definir su relación, Jeremie está casado pero tiene serios problemas de convivencia con su suegro, que resulta un tanto invasivo, y Juliette, bueno, en los primeros minutos parecía tener una subtrama romántica pero por alguna razón eso no se desarrolla nunca y aparece, en un reparto de personajes chatos, como el subsuelo. En definitiva, resta sumar más palabras, Entre viñedos no es una película horrorosa pero atravesar sus 113 minutos se hace una tarea titánica. No hay en esta enorme vacuidad fílmica demasiado para rescatar, salvo una leve instrucción en torno al mundo vinícola, del cual ya hay mejores referentes en el cine.
Tres hermanos atraviesan un duelo en una estancia de la fotogénica región de Borgoña, con los viñedos como marco. La premisa y las locaciones invitaban a pensar en un derrape al terreno del sentimentalismo y la postal turística. Pero, felizmente, al realizador Cédric Klapisch (Piso compartido, Las muñecas rusas) le interesa menos el regodeo visual (aunque se regodea un poco) que la construcción de un cálido drama sobre los vínculos familiares. El film comienza con el regreso de Jean a la casona rural familiar después de haber recorrido el mundo durante diez años. Lo hizo para “huir” de los mandatos de su padre, quien junto a sus otros dos hijos, Juliette y Jérémie, se hizo cargo del emprendimiento vitivinícola y ahora está internado en grave estado. Con su muerte saldrán a la luz los secretos y sinsabores de la distancia, mientras deben decidir qué hacer con una herencia que incluye, además de viñedos, una deuda de seis dígitos. Una de las razones de este estreno en la Argentina es la proliferación de secuencias centradas en el vino (el tour de Jean incluyó unos meses en Mendoza, según cuenta). Degustación de las uvas, la larga y artesanal vendimia, las barricas gigantes para la maceración, cientos de referencias a cepas y estilos, todas las etapas del largo proceso de producción… difícil no sentir ganas de maridar la proyección con una buena copa. Pero Entre viñedos, aun con sus momentos artificiosamente “bellos” y la proliferación de atardeceres a contraluz, tiene un núcleo humano que la vuelve algo más que una mera publicidad vitivinícola. Sucede que a Kaplish le importan los personajes, sus sentimientos, sus tiempos y sus deseos, y dedica igual atención a ellos que al trabajo manual que entre todos realizan. Aunque desequilibrada y por momentos excesiva (la música, por ejemplo), Entre viñedos deja un retrogusto dulzón y burbujeante.
Los de afuera son de palo Entre viñedos (Ce qui nous lie, 2017), la nueva película de Cédric Klapisch, navega entre el drama y la comedia a partir de la historia del reencuentro de tres hermanos que deben hacerse cargo del emprendimiento familiar. Jean (Pio Marmai), el mayor de los tres hermanos, vuelve a su hogar natal luego de diez años de ausencia. Su deseo de conocer el mundo y alejarse de las obligaciones impuestas por su padre lo llevan a alejarse de todo lo conocido. Mientras tanto, Juliette (Ana Girardot) y Jérémie (François Civil) fueron los encargados de sostener la empresa familiar pero las cosas cambiarán ante la inminente muerte del patriarca. Los reproches y las diferencias emergerán entre los hermanos que con sus limitaciones sostuvieron la empresa familiar. Mientras Juliette debe lidiar con los empleados y tomar las decisiones más importantes, Jérémie se debate entre lo que es mejor para su núcleo más íntimo y los deseos de la familia de su esposa. Asimismo, Jean deberá resolver su situación matrimonial que pende de un hilo. El principal mérito del director es que evita regodearse en la relación conflictiva entre Jean y su padre para concentrarse principalmente en cada uno de los hermanos y su entorno. Será a partir de las enseñanzas, pero también de las diferencias, que buscarán sortear las dificultades que se les presentan. Los flashbacks son recurrentes pero bastante medidos y ayudan a entender la postura actual de cada uno de los hermanos y los roles que asumieron en su adultez. Tal vez, lo que juegue en contra en Entre viñedos es la duración. Sus casi 120 minutos pesan y queda la impresión de que con una hora y media de metraje habría alcanzado para narrar los conflictos de los personajes y su posterior resolución. No obstante lo señalado, la película de Cédric Klapisch resulta llevadera y si bien no marca un hito en el cine galo es una historia que refuerza aquella idea expuesta por José Hernández en el Martín Fierro y que nos es tan familiar.
El duelo y la vendimia Cada cinematografía nacional posee una serie de estereotipos que la caracterizan y la ayudan a penetrar en mercados foráneos vendiendo una imagen petrificada -o su opuesto exacto, destruyéndola- de lo que vendría a ser ese país y las personas que lo habitan. Los franceses en especial arrastran toda una colección de clichés que han sabido explotar en una infinidad de películas, algunas interesantes, otras fallidas y otras tantas cayendo en una región intermedia como la del film que nos ocupa, Entre Viñedos (Ce qui Nous Lie, 2017), una obra que apuesta a seguro y pretende abarcar demasiado, mucho más de lo que hubiese resultado conveniente para la capacidad y/ o el talento del equipo a cargo: la propuesta al mismo tiempo quiere -pero sinceramente jamás da la talla- entrar tanto al circuito de los festivales internacionales y satisfacer además los distintos mercados y públicos del exterior. En segunda instancia, y en consonancia con el punto anterior, se podría decir que este opus de Cédric Klapisch, un especialista en vertientes varias del melodrama y la comedia, se sumerge en dos mega estereotipos del cine galo: nada menos que los paisajes pintorescos del interior de Francia (esa apariencia de jardín a cielo abierto, cortesía de siglos de destruir cualquier indicio de naturaleza salvaje) y las relaciones familiares tortuosas que se alargan y se alargan en el tiempo (hay que subrayar lo de “tortuoso” porque es todo un fetiche de los dramas galos que los protagonistas sufran y hagan sufrir a sus allegados lo más posible, o por lo menos que se peleen bastante aunque sin la algarabía de los italianos y españoles ni tampoco la amargura de los británicos y alemanes). Siempre el apostar a un cliché no tiene nada de malo de por sí mientras la ejecución sea portentosa, sin embargo este no es el caso. Quizás el problema central del guión de Klapisch y el argentino Santiago Amigorena sea, como decíamos antes, una ambición que no sabe manejar y se le va de las manos: por un lado tenemos una reunión de tres hermanos luego de la muerte de su padre (el dueño de una plantación vitivinícola), después viene el dilema que afrontan para pagar los elevadísimos derechos de sucesión (500.000 euros por todas las propiedades del progenitor), en tercer lugar está el encono que uno de los hijos guarda hacia el padre por haber sido un tanto duro con él (lo que derivó en una fuga del hogar en Borgoña y muchos años de distanciamiento) y finalmente tenemos los infaltables conflictos familiares del presente basados en reclamos entrecruzados (uno de los hermanos se queja de su suegro dominante, la única mujer no se siente capaz de administrar la plantación y el restante sufre porque tiene a su familia en Australia y a la insoportable de su esposa constantemente en el celular quejándose de todo). La primera mitad de la historia es llevadera y construye un retrato atrapante de la dinámica del clan, sus cuentas pendientes afectivas -y monetarias también- y en especial los secretos y las diversas etapas de la producción del vino, un esquema asimismo condimentado por una muy bella fotografía de Alexis Kavyrchine, no obstante conforme pasa el tiempo la repetición de las mismas disputas vinculares y la no resolución de ninguna de las líneas narrativas termina minando la paciencia del espectador y a decir verdad los 113 minutos de metraje resultan bastante excesivos. Aun así, la película no llega a ser mala porque ofrece una bienvenida autenticidad y un interesante detallismo en lo que atañe a la actividad de los protagonistas, en esencia unos nenes privilegiados cuyas vidas se debaten entre el duelo y la vendimia sin que el director sepa mucho qué hacer con ellos a medida que la trama avanza, lo que por cierto provoca algunos giros un tanto forzados llegando el desenlace…
Una familia y su terruño. El lazo de sangre que los une y la pertenencia como valor a rescatar. El caso sucede en Francia, el padre dueño de buenos viñedos en Borgoña y sus hijos. La muerte de ese hombre reúne a sus tres herederos. El que emigró por no soportar trabajar con su padre, que regresa. La única mujer, la que posee la nariz y la sapiencia para producir buenos vinos, y el menor ya casado y con un hijo que además padece a un suegro viñatero y dominante. Entre el que regreso con sus conflictos familiares con una especie de separación no confirmada de su mujer y un nene al que extraña. La mujer sola. El menor insatisfecho. Ellos deben decidir si siguen con la herencia recibida o repartir los bienes. Y mientras discuten y cavilan, deben atender los viñedos, la cosecha, el momento exacto, la mezcla de vinos, el ambiente competitivo, la defensa de las tierras. Y en las cuatro estaciones, y el devenir antes de las decisiones, se integra esa pertenencia a sus orígenes y a los viñedos como un personaje más y determinante. Con un buen elenco, y un director como Cedric Klapisch que saca partido de ellos, más un conocimiento del tema de vinos, con sus ritos y costumbres, el film construye un buen entretenimiento, un poco extenso, que entre estallidos de felicidad y melancolías afloradas se acerca a la emoción de cada personaje.
Épica entre hermanos, los viñedos del título refieren a una tradición que tras la muerte del padre de los protagonistas exige una atención especial para evitar perder el negocio familiar. Hábil construcción de personajes, sólidas situaciones, generan el impulso para que un relato como éste pueda superar el tedio de una historia muchas veces ya analizadas, pero que en esta puesta al día se potencian.
Cédric Klapisch, cineasta francés que fue transformando su carrera en una especie de folleto promocional de agencia de viajes (ya ha filmado en París, Barcelona, San Petersburgo, Nueva York y Venecia, todas ciudades favoritas del turismo), hizo base ahora en Borgoña, región de su país célebre por la producción vitivinícola, para ambientar allí una historia con un tópico también muy transitado: el reencuentro de tres hermanos que deben resolver cómo repartir la herencia de su padre recién fallecido. Esa disputa entre ellos (una mujer y dos hombres, entre ellos uno que llega de Australia, donde se dedica al mismo negocio, en plena crisis de pareja) es el nudo argumental de la película, que incluye unas cuantas viñetas que ilustran con tono publicitario las diferentes etapas de elaboración del vino. Klapisch elige como telón de fondo la batalla entre la nobleza de la producción artesanal y la estandarización de una industria que obviamente no pudo escapar a la lógica mercantil del capitalismo. Y aunque toma claro partido por las bondades de la vieja escuela, su film -sensiblero, cargado de obviedades y recursos narrativos muy gastados- denota una concepción del cine que, lejos de lucir "alternativa", se entrega paradójicamente a los cánones más establecidos.
Lo mejor no es la cepa sino algunos racimos El término francés terroir puede traducirse al español sin mayores complicaciones como “terruño”. Pero todo aquel que no utilice la palabra “roquefort” para referirse al queso azul del almacén de la esquina sabe que hay algo más detrás de esas seis letras: un territorio geográfico definido, una denominación de origen, un sentido de pertenencia que posee características propias, definidas por las condiciones del espacio. “Eso que nos une” es el título original del último largometraje del francés Cédric Klapisch, señalando la región de la Borgoña donde los protagonistas cosechan sus uvas y también disfrutan del resultado final de su esfuerzo: el vino finamente embotellado. El título local Entre viñedos parece querer forzar una filiación posible con Entre copas, el film de Alexander Payne, pero aquí no hay un par de amigos en plan tour de cata sino un trío de hermanos firmemente enraizados en una tradición centenaria de producción vitivinícola, la caza del mejor pinot noir reemplazada por el terco orgullo de las bondades del blend más añejo. Cine y vino, un maridaje que en el caso de la película de Klapisch (el director de Las muñecas rusas y Piso compartido, entre otros títulos) se cruza con dos constantes narrativas que existen desde que el ser humano comenzó a relatar historias al lado de una fogata: la figura paterna como tronco grueso y recio de la genealogía familiar y la vuelta al nido del hijo díscolo, que no casualmente es el primogénito. Es la grave enfermedad del padre la que dispara ese regreso, punto de partida de las reuniones y desavenencias entre hermanos. Luego de rehacer su vida en Australia –previo paso por Mendoza–, Jean (Pio Marmaï) pisa por primera vez en diez años la finca, ahora a cargo de su hermana Juliette (Ana Girardot), con algo de ayuda del hijo menor, Jérémie (François Civil), quien parece ser el que más rencor le guarda al viajero. ¿Vender o no vender algunas parcelas ante una deuda económica de cierta relevancia? ¿Cosechar el martes o esperar hasta el sábado, con el riesgo de que la vid potencie en exceso algunas de sus virtudes? ¿Quedarse un tiempo en Francia o regresar rápidamente al hogar, donde hay otro hijo observando atentamente las actitudes del padre? El guion de Klapisch y el argentino Santiago Amigorena entrelaza escenas didácticas de los procesos de recolección, fermentación y maduración –que bien podrían haber formado parte de una clase de merceología– con el relato central, que parte de una serie de vínculos quebrados para ir acercándose a una reconciliación, sumando en el camino un puñado de lugares comunes dramáticos. Una serie de apuntes de clase parecen insertados como parche culpógeno algo innecesario: los recolectores de temporada de la película se parecen en poco y nada a los trabajadores golondrina de otras regiones del mundo. Lo más interesante de Entre viñedos no es la cepa sino algunos de sus racimos: algunos diálogos libres que no ilustran la evolución dramática de los personajes, la relación de amistad de Jean con una joven de la región, la secuencia algo desmañada del festejo por el fin de la recolección, que remota y actualiza la alegría exuberante que los griegos le atribuían a Dionisio.
Durante los primeros minutos de Entre Viñedos, quien escribe, temió estar ante una película filmada como si de televisión se tratase: secuencias de montaje poco inspiradas, una voz en off extraña y momentos cercanos al peor Eliseo Subiela. A medida que esta toma forma, esos vicios se desvanecen y la misma crece.
Entre Viñedos cuenta la historia de tres hermanos que deben hacerse cargo, primero por la convalecencia del padre y luego por su muerte, de la bodega familiar y sus viñedos. El mayor regresa a la Borgoña específicamente por esta situación, luego de estar dando vueltas por el mundo durante varios años y de haberse establecido con su mujer e hijo en Australia. Es el más conflictuado de los tres, tanto por la difícil relación que mantuvo con su padre, que motivó el alejamiento de su tierra natal (dice haber estado también en Mendoza y Chile, es decir que optó por el nuevo mundo del vino, toda una definición y gesto de ruptura), como por su inconformismo un tanto infantil. Además está atravesando un momento de crisis matrimonial. Los otros dos hermanos se encuentran también en un presente crítico: el menor sufre el menosprecio de su suegro –dueño de otro establecimiento, más poderoso– y siente que siempre está corriendo detrás del saber de sus hermanos. La hermana del medio, que queda al frente de la bodega, tiene que asumir un rol que la llena de inseguridades. Como puede sospecharse, lo que cuenta la película es el camino que recorren estos tres personajes hasta lograr superar sus respectivas crisis, algo que llegará un año después, en el momento en el que deben decidir qué hacer con el vino que se va añejando en la bodega al mismo tiempo que comienza la nueva vendimia. Es decir, cuando ya se ha cumplido un ciclo. Y este paralelismo entre lo que les pasa a los personajes y todo lo que tiene que ver con el vino es el principal sostén de Entre Viñedos, de donde surgen los momentos más interesantes, como la escena en la que el más joven de los hermanos se revela contra su suegro y le grita que él y sus hermanos beben el vino y no lo escupen al degustarlo –lo que marca una diferencia fundamental entre el sentido de pertenencia y de la tradición frente a otro tipo mentalidad ya globalizada–, así como también aquellos muy obvios en los que las analogías se vuelven demasiado explícitas (“el amor es como el buen vino, necesita tiempo”, se escucha). Este tipo de oscilaciones son constantes y así se pasa de un gran momento como el de la celebración tradicional de fin de vendimia –un banquete de excesos casi ritualizado del cual son partícipes tanto los propietarios como también decenas de cosechadores– a secuencias musicalizadas que parecen de relleno, o flashbacks muy poco logrados que intentan reflejar el origen de los traumas de los personajes. Lo que mayormente se ve es en definitiva aquello que célebremente Hitchcock bautizó como “fotografías de gente hablando”, frase que pese a ser tantas veces citada nunca deja de resultar útil para definir este tipo de películas carentes de puesta en escena y que apuestan todo a la literalidad. Una lástima, porque por momentos el aire de la Borgoña, con su belleza natural y tradicional, con sus vinos que –lamentablemente, a la distancia– adivinamos tan únicos, se siente cerca y se disfruta. Se percibe el amor por esa tierra y el respeto a quienes la trabajan con dedicación y honestidad. Lo que falta es cine.
Lo nuevo de CédricKlaplisch cumple con la regla básica de su cine, ser un drama cálido que entretenga y esboce alguna sonrisa, pero no dejar demasiado en su contenido. El francés CédricKlapisch tiene una extensa filmografía – más allá de hacerse popular con la exitosa Las muñecas rusas en 2005 – que lo ha llevado a convertirse en un emblema de ese cine galo alejado de la nouvelle vague y de la franca comedia del estilo de Francis Veber. Su sello es el drama amable, o la comedia dramática, con toques cálidos, personajes variopintos, y la mirada siempre puesta en las relaciones amorosas de personas mundanas. Un cine pasatista de elite. Entre viñedos no es más que eso, otro exponente de su cine más tradicional. Que no aporta sorpresa alguna, pero tampoco desencanta. Esta es la historia de tres hermanos, pero es la canción de Silvio Rodriguez, el asunto es bastante más liviano. Jean, Juliette, y Jeremié deben encargarse del viñedo familiar ante el fallecimiento del padre del trío. En realidad, Juliette y Jeremié, los menores, ya se encargan de los viñedos hace un tiempo. El que vuelve a casa tras diez años es Jean. También el que más diferencias presentaba con su padre. A través de una serie de flashbacks cortos, iremos descubriendo cómo era la relación que ese hombre tenía con sus hijos, las enseñanzas que les fue dando mediante el conocimiento de la tierra y la uva. Enseñanzas que obviamente podrán aplicarse más allá del cultivo. Los tres hermanos tuvieron una educación dura para con un hombre que si bien no era severo, sí estricto. Así, cada uno forjó un carácter distinto. Adivinen quién de los tres era el que más chocaba y el que menos parecía entender de viñedos. Kaplisch no solo se limita a analizar a estos tres hermanos con el recuerdo de su padre. Como cada uno tiene una personalidad diferente, también cada uno tendrá su historia, todas del tinte sentimental romántico. Está el que tiene problemas con su pareja, el que debe decidir entre su familia de base y su nueva familia, y la que se mete en los problemas de los demás. Y siempre el vino de por medio, los racimos de uva, y los toneles para pisar, como medio para dejar mensajes de superación y bienestar. Entre viñedos se sigue siempre con algo de interés y con u tono parejo. Su tono es amable y cálido, y permite que se sigue sin caer en pesadumbres. Pero sus casi dos horas de duración afectan en el resultado de algo que pudo resolverse mucho antes. Si bien no hay grandes baches narrativos, tampoco parece haber demasiado para contar, por lo que la sensación es la de algo estirado de por más. Pio Marmai, Ana Giradot, y François Civil como Jean, Juliette y Jeremié respectivamente, tienen química entre sí, y cumplan con las características que el film propone. La fotografía soleada y el montaje suave aumentan esa sensación de calidez pasatista que propine Klapisch. Entre viñedos es como un dulzón vino comprado en supermercados, se saborea, gusta, y deja una sensación agradable durante un rato. Pero la falta el cuerpo, la fuerza, y el vigor, de una buena cosecha de bodega.
Tras la muerte de su padre, tres hermanos deben hacerse cargo de la producción de vinos de su finca en Borgoña. Pero además, deben reencontrarse, casi volver a conocerse, después de que el mayor, Jean, regrese de un largo paréntesis por el mundo. Entre viñedos amenaza con ser uno de esos films pintoresquistas, que se regodean en sus paisajes de verdes infinitos, musicalizados para la ocasiòn. Sin embargo, lo más potente es lo que pasa entre cuatro paredes, con esos tres personajes que se crecen a medida que los conocemos y se conocen entre sí. Y mientras llevan a cabo el proceso de vendimia, que por cierto es un placer observar. Gente que sabe mucho de vinos pero desde la cuna, como por naturaleza, campesinos, antisnob pero refinados, de nariz sutil, enfrentados a lo que se les viene con la orfandad: deudas por pagar y la decisión de vender o seguir con la empresa familiar. El director Klapisch mantiene la distancia emotiva en el punto clave para equilibrar su drama familiar con el interés por el metier de los protagonistas. Y sí, dan unas ganas terribles de tomar un buen vino.
Dirigida por el francés Cédric Klapisch (“Las muñecas rusas”), relata la historia de “Nuestra vida en la borgoña”, a través de sus protagonistas, ellos son hermanos: Pio Marmai, Ana Girardot y François Civil que vuelven a reencontrarse porque son los herederos de un viñedo. El padre (Eric Caravaca) de estos jóvenes se encuentra gravemente enfermo y reúne a cada hijo con una personalidad distinta: Juliette es tímida, callada, pero se hace valer en un mundo rodeada de hombres, se hecho cargo del viñedo y no se ha abierto al amor, el menor, Jeremie casado con una mujer de buena posición económica, trabaja para su suegro y Jean es el mayor, un bohemio, un aventurero hace años se fue de viaje en búsqueda de nuevos horizontes, encontró su lugar en Australia junto a su mujer (María Valverde), pero ahora regresa ante tal situación. Dentro de su desarrollo se entremezcla la comedia y el drama, para conocer mejor a estos tres hermanos se utiliza el recurso del flashback, los vemos crecer, la relación con su padre, los secretos, las tradiciones, momentos emotivos y te enseña como se disfruta un buen vino. El film habla de los lazos de sangre, de los rencores, de las relaciones humanas, del dolor, de las cuentas pendientes, si bien su narración es sencilla cuenta con muy buenas actuaciones, todo va aggiornado bajo un paisaje bellísimo de las viñas francesas, bien elegida la banda sonora, con buen ritmo aunque resulte un tanto predecible.
Tarde pero seguro, llega la película que el esnobismo vitivinícola local estaba esperando. Porque la historia de Entre viñedos -coescrita por el el director Cedric Klapisch y el argentino Santiago Amigorena- parece una excusa para mostrar la producción de vinos en Francia, al punto de que por momentos se aleja del drama agridulce que pretende ser para asemejarse a un documental para sommelieres. Las voces en off suelen ser molestas y la de Jean, que vuelve a su casa paterna después de diez años, no es la excepción. El regreso se debe a la enfermedad de su padre, que no tardará en morir. Entonces, el narrador y sus dos hermanos deberán decidir qué hacer con los viñedos que heredaron en Borgoña: ¿seguir produciendo o embolsar una millonada de euros? Mientras, asistimos al proceso de elaboración del elixir de Baco. Pero los conflictos de estos hermanos no tienen la profundidad necesaria para generar empatía, se estiran innecesariamente y la película fracasa en sus reiterados intentos por conmover.
Entre viñedos, de Cédric Klapisch Por Mariana Zabaleta El mayor problema del patrón no ha sido ganar la tierra, sino más bien mantener su posesión a través de las generaciones. El campo nada sabe de herencias, la tierra se presta para quien la trabaja. Entre viñedos nos muestra como la idiosincrasia francesa establece este vínculo como un drama familiar. Tendrá tintes de comedia, poco de tragedia, en comparación con otro estreno reciente Mudbound: El color de la tierra, la propuesta de Klapisch muestra un presente agreste extremadamente ameno. El patio de Francia parece un edén donde jóvenes y regordetes cosechadores se sumarán a la fiesta del vino. La muerte del padre, patrón hacendado, será el disparador de la vuelta a casa del hijo perdido (aquel que sin demasiadas complicaciones pudo viajar a través del mundo). Las tensiones del reencuentro con los hermanos entregan viñetas de ternura y rivalidad. Más allá de ello los planos del campo y el proceso de producción están realizados con gran pulcritud, quizás algo en la puesta resulta demasiado impersonal, constituyendo anodinas imágenes propagandísticas de la zona. Cada personaje planteara una resolución a sus conflictos en perfecta combinación con la de sus compañeros, la familia se agranda y el desarraigo se ahuyenta. El trabajo no es el problema, la tenencia de la tierra que fue amenazada (no por extranjeros) tiene un final feliz, lo propio nunca dejara de serlo si se constituye una familia fuerte y convencional. Tan alejados de un final mínimamente verosímil los 113 minutos de la cinta se tornan un tedio. Por lo demás la manufactura del film es prolija, sin grandes sobresaltos, una propuesta que apuesta por el estereotipo mas acartonado y anodino del presente francés. ENTRE VIÑEDOS Ce qui Nous Lie. Francia, 2017. Dirección: Cédric Klapisch. Guión: Cédric Klapisch y Santiago Amigorena. Intérpretes: Pio Marmaï, Ana Girardot, François Civil, Jean-Marc Roulot, María Valverde, Yamée Couture, Jean-Marie Winling, Florence Pernel, Éric Caravaca, Tewfik Jallab. Producción: Cédric Klapisch y Bruno Levy. Distribuidora: Impacto. Duración: 113 minutos.
Los une el amor por el vino Tres hermanos son enlazados por un solo amor: el vino. "El amor es como el vino, necesita tiempo" dice uno de los protagonistas en "Entre viñedos", cuyo título original "Lo que nos une" sería más apropiado para esta historia. El paisaje que atraviesa la película de Cédric Klapisch es Borgoña, en Francia, con las hileras interminables de parrales de uva. Allí nacieron Jean, Juliette y Jéremie, quienes heredaron la pasión por el vino, desde el proceso de la cosecha y su cuidado artesanal en la producción hasta la experimentación de los colores, sabores y aromas de la bebida. Pero todo se complica cuando papá muere. El castillo de naipes se derriba de un soplo. Jean deberá volver de Australia, donde tenía otro viñedo junto a su mujer y su hijo, y llegará a Borgoña para reencontrarse con sus hermanos tras diez años de ausencia. Es que Jean, el hermano mayor, se había ido de su casa natal por la fuerte presencia de su padre, y la vida quiso que la ausencia de su padre justamente lo haga regresar. El vínculo entre hermanos es lo mejor de la película, aunque quizá haya merecido esta historia hurgar más en los huecos afectivos. La cosecha, con sus bondades y contratiempos, los hermanará en esa pasión por el vino, pero también los llevará a recordar a aquel padre omnipresente. Jean tiene la mochila más pesada, Juliette impondrá su sensibilidad y Jéremie enfrentará a su suegro. Y siempre habrá una copa para degustar y compartir.
Dirigida por Cédric Klapisch y escrita junto a Santiago Amigorena, Entre viñedos es un drama familiar con algunos toques de comedia que explora la relación entre tres hermanos luego de la muerte de su padre, quien los deja a cargo de unos viñedos en Borgoña. Juliette, Jeremie y Jean se criaron entre los viñedos, aprendiendo el oficio desde pequeños. Su padre esperaba que aquello que le perteneció a su familia durante un siglo siga siendo así aún después de su partida. Pero Jean no pudo con esa vida quieta, no al menos ahí, en Borgoña. Entonces se fue de viaje por el mundo para terminar teniendo una vida similar en Australia, donde hoy también es propietario de viñedos. Cuando su padre está por morir, ni más ni menos que diez años después de su partida, él regresa y los tres hermanos quedan a cargo de la herencia, algo que trae más cosas de las esperadas. La película que dirige Klapisch, y coescribe junto al argentino radicado en Francia, Santiago Amigorena, es un drama ligero pero profundo sobre los lazos familiares, las tradiciones y las raíces. Las analogías con el vino están servidas sobre la mesa: las cosas mejoran con el tiempo pero no es ése el único factor necesario, todo precisa de un cuidado específico. El regreso de Jean no sólo está marcado por la familia que dejó hace diez años, sino por su otra familia, la que está en Australia, su mujer y su hijo, una española interpretada por María Valverde a la cual ahora “abandona” y de la que hasta parece querer escaparse. A la larga, los tres hermanos son adultos que todavía no han logrado madurar. Klapisch se aleja de las ciudades, se introduce en lo rural y retrata entonces esta nueva etapa también a través del complejo proceso de elaboración del vino que requiere mucho más que, simplemente, tiempo. Y estas partes las retrata de un modo casi documental. El hermano “quebrado” que regresa, el que se quedó y se siente aún más pequeño de lo que es y la mujer que, de repente, tiene que hacerse un lugar en un mundo generalmente dominado por hombres. En el medio, se intercalan con cierta sutileza unos pocos flashbacks que terminan de delinear lo que fue este tipo de infancia para cada uno de ellos. La película dura dos horas y en algún momento esa longitud comienza a hacerse notar. Sobre todo también con respecto al tratamiento de algunos personajes que terminan quedando algo desdibujados y desaprovechados. Entre los tres actores protagonistas, quien se termina luciendo es Ana Girardot, la hermana, logrando opacar al Jean de Pio Marmaï. Otro punto que le juega en contra es la voz en off que aparece de manera algo azarosa sólo unas pocas veces durante el relato.