La permanencia del amor Cuando Madalena escribe sus cartas de amor lo hace a la luz de una lámpara a kerosene y con una pluma. Vive en un pueblo fantasma situado en Brasil, con escasos habitantes, todos de edad muy avanzada como ella. Amasa el pan con dedicada calma para llenar la estantería de una despensa sin clientes. A fuerza de rutinas cariñosas, Madalena (Sonia Guedes) se va revelando pasional y tan llena de vida como los paisajes desamparados que la encuadran a la espera de una mirada que les dé materialidad. De pronto llega Rita, una hermosa (no, hermosísima Lisa Favero) y fresca veinteañera dedicada a la fotografía. Pero no llega en plan de rebeldía para sacudirlo todo, sino que su aparición es el motivo por el cual se nos descubren los silencios y se llenan los espacios vacíos...
En un pueblo donde el tiempo no pasa y donde la gente se olvida de morir, donde se pueden contar los habitantes con los dedos de las manos y donde pareciese que cada día se fundiese en el siguiente, transcurre esta interesante historia. Madalena (Sonia Guedes), la encargada de hacer el pan para todo el poblado, tiene una vida extremadamente rutinaria y nostálgica, un día se presenta de la nada una joven llamada Rita (Lisa Fávero), que no se sabe ni de dónde vino, ni hacia dónde va. Rita es una fotógrafa que al parecer está escapando del mundo, silenciosa, observadora y discreta, en un principio es recibida con cierta reticencia y escepticismo, pero con el tiempo logrará que los diferentes habitantes se vayan abriendo, cuenten sus historias y se dejen fotografiar. Y no es un punto menor el aspecto de las fotografías ya que las que toma, algunas con métodos rudimentarios, otras con una cámara de este milenio, no solo son de una belleza impresionante, sino que también poseen relevancia narrativa. La fotografía del film, me refiero a la cinematografía en este caso, es impresionante cuando menos. Debido a que el pueblo no poseía luz eléctrica, Lucio Bonelli (director de fotografía) decidió trabajar sin ninguna fuente de luz artificial mientras filmaba, y el resultado es la más simple y pura magnificencia. Durante la noche tenemos planos con gran contraste donde solo se ve las proximidades a la fuente de luz, y por el día podemos apreciar la paleta de colores de un pueblo abandonado en el medio de la frondosa selva amazónica. El manejo de la cámara, con pocos movimientos, planos estáticos y largos, alternados con ciertos momentos de cámara en mano, también es un acierto importante, que contribuye a generar la sensación de rutina, de que poco sucede, de que lo que sucedió este día no difiere en nada a lo que sucedió al día anterior, y al anterior y al … La música colabora con el desarrollo de la atmósfera de un pueblo abandonado en el tiempo y el espacio, y excepto por la escena donde vemos a Rita bailar al ritmo del poderoso riff de “Take me out” de Franz Ferdinand , mientras lo escucha en su ipod, solo escuchamos música de tiempos pasados y lugares lejanos. En su ópera prima Julia Murat (directora), nos logra exponer de manera impresionante las desesperanzas de los habitantes de un pequeño pueblo que tuvo sus mejores días, quienes simplemente se conforman con su vida conocida, y viven sin soñar, o por lo menos sin exponer que sueñan con poder modificar sus destinos. Durante los 98 minutos que dura el film nos transportamos a ese pueblo, vivimos la historia que nos están contando, nos olvidamos del mundo en que vivimos cada uno de nosotros, para vivir en este poblado, y disfrutamos este viaje hacia el medio de la nada, y hacia las diferentes personas que aparecen en este relato. Una obra maestra de pies a cabeza, y una directora a la cual le voy a seguir el rastro. Si les gusta el “cine arte”, este es un film para ustedes
Una película que a pesar de un ritmo desafiantemente lento, deja su tema muy en claro. La añoranza del pasado y el temor a la incertidumbre del futuro son temas que con diversos matices y trajes siempre han sido tratados en la cinematografía. La película en cuestión nos ofrece una imagen de postal no tanto del lugar en el que se encuentra sino de la deterioración y la inevitabilidad que esta representa. ¿Cómo está en el papel? El guion de esta película tiene una estructura densa y un conflicto que no se pone en marcha sino hasta que pasó la mitad del metraje. Hasta la llegada de ese momento es una sucesión de imágenes repetidas que solo tienen interés por pequeños e interesantes tics del personaje principal, tales como escribirle cartas a su marido largamente fallecido. La segunda mitad, aunque no progresiva en ritmo si lo es en profundidad temática. El cementerio cerrado al público, la muchacha fotógrafa que llega el pueblo e involuciona en la elección de sus herramientas de trabajo, el rol de recuerdo que tienen las fotografías, el que el pueblo este íntegramente poblado por ancianos, el que se haya dejado de registrar los fallecimientos, y sobre todo el sencillo hecho de contar nuestras vivencias a quien quiera escucharlas, son los elementos que acaban por concientizarnos de la raíz del legendario temor a la muerte que tanto nos aqueja. Y es que ese temor no pasa tanto por el dejar de existir sino el de no poder dejar un legado, y es solo a través de un legado que el hombre (en este caso la mujer) puede vivir por siempre. ¿Cómo está en la pantalla? Sería un lugar común decir que la elección del Cinemascope para encuadrar esta película es por los paisajes brasileños. Todo lo contrario; responde a una necesidad más que nada teatral de tener en planos muy cerrados a la mayor cantidad de intérpretes en el cuadro a la vez. Se destaca el uso de las claves bajas de iluminación y el énfasis en la utilización de puntos de fuga en las composiciones de cuadro para acentuar la percepción de profundidad. Lo único que pueda criticársele es el exceso de pausas en el montaje. De la actuación no puede decirse mucho, porque es muy sobria y responde exclusivamente a la historia que se cuenta. No suma puntos en el apartado emocional pero consiguen ser herramientas útiles al tema que pretende retratar su realizadora. Conclusión Aunque tiene un desarrollo temático incuestionablemente rico y profundo, su desarrollo narrativo requiere de una paciencia inusitada por parte del espectador ya su registro cuasi documental parece dar la imagen de no estar contando nada. Aquellos pacientes y escarben más profundo se encontraran con una sorpresa. Recomendable únicamente para los incondicionales de este tipo de cine.
Fotos del alma En Historias que sólo existen al ser recordadas (Historias que só existem quando lembradas, 2011), la realizadora brasileña Julia Murat aborda el género del realismo mágico, ubicando la historia de una anciana que recuerda su pasado en un imaginario y desértico pueblo olvidado en el tiempo, con una puesta en escena sublíme para los sentidos. Madalena es una panadera que habita el imaginario pueblo de Jotuomba, desolado por un tiempo que lo vio morir como a todas sus riquezas y habitantes. Madalena vive de los recuerdos a través de la memoria de su marido muerto. Relatos de amor, odio, vida y muerte arman una historia de tinte fantástico que cautivarán a Rita, una joven fotógrafa en busca de trenes abandonados que encontrará en Madalena y Jotuomba el onirismo para un retrato perfecto. El realismo mágico, género tratado por la literatura latinoamericana, nunca encontró en el cine alguien que pudiera plasmarlo en imágenes sin que perdiera ese halo de fantasía y realidad que lo caracteriza. De mucha fuerza en lo narrativo, la transposición cinematográfica de un género que juega con la imaginación del receptor terminaba naufragando en un océano empalagoso. Pero, a diferencia de otros trabajos, la ópera prima de Julia Murat logra conjugar todos los elementos necesarios para deleitar a través de los sentidos, poniendo la palabra en función de la imagen. Film mínimo, en donde es más lo que se insinúa que lo que se dice, la realizadora logra convertir el minimalismo narrativo en un relato netamente plástico a través de un trabajo pictórico, producto de la dominante fotografía de Lucio Bonelli. El también DF de films suburbanos como La araña vampiro (2012) trabaja la imagen a partir del envejecimiento y el viraje del color como si se tratase de viejas fotos, en combinación con lo que el relato va contando y que es la forma elegida por Murat para llevar adelante una puesta en escena con imágenes centradas, donde cada plano se asemeja a un cuadro del pintor Caravaggio. Historias que sólo existen al ser recordadas no sólo es un film mágico sino que también está construido abordando el género documental. Una sagaz investigación muestra como viven los habitantes del Vale do Paraíba, la zona en la que se ubica geográficamente el imaginario Jotuomba, una de las regiones más ricas de Brasil en los años 30 y que hoy se encuentra en un abandono permanente. Las cartas de Madalena trasladarán al espectador a esa época, mientras las fotografías de Rita mostrarán la decadencia presente. Combinación de palabras con imágenes darán como resultado un estado onírico en el que se conjugarán el pasado con el presente para crear un tiempo irreal, imposible de describir con palabras. Si la literatura dio grandes exponentes del género como Gabriel García Márquez o Jorge Luis Borges, el cine les rinde tributo a través de la exquisita elegancia estilística de Julia Murat en Historias que sólo existen al ser recordadas. Una película para deleitar los sentidos y los corazones de los que buscan un cine en su esencia más pura.
Lo eterno y lo efímero Historias que sólo existen al ser recordadas . Una película con este título no puede ser mala. Prejuicio que, como tantos, se confirma. La opera prima solista de la brasileña Julia Murat es bella, delicada, rigurosa, misteriosa, visualmente impecable. Mérito de la realizadora, fotógrafa -como uno de los personajes clave-, y del argentino Lucio Bonelli, que trabajó nada menos que con Julia Solomonoff (coproductora de Historias...), Lisandro Alonso y Mariano Llinás. La primera parte nos muestra a una anciana que hornea pan en un pueblito rural al que ni siquiera llegan el tren ni la electricidad. Madalena (Sonia Guedes), como el resto de los habitantes del imaginario, exuberante y desolado Jotuomba, vive encerrada o amparada en una rutina circular que, a la manera de cualquier rutina, provoca tedio y sensación de eternidad. Su única salida es viajar al pasado: escribirle, bajo la luz amarillenta y vacilante de una lámpara a kerosene, cartas a su marido muerto. Planos de atmósferas e iluminación casi pictóricas. Este tramo del filme, hecho de secuencias que se repiten como si aludieran a un mismo día que termina y vuelve a comenzar, está trabajado en registro casi documental: al estilo de, por ejemplo, Le quattro volte . De hecho, Murat hizo una investigación de años sobre los habitantes de la zona y eligió a varios para que “actuaran” en su película. Al principio, los vemos -como a Jotuomba- en planos abiertos, sin detalles ni explicaciones: la mirada de Madalena, que vive ahí y no se hace preguntas. Cuando irrumpe una joven fotógrafa, Rita (Lisa Fávero), que le pide a Madalena quedarse por dos o tres días en su casa, sentimos una alteración mucho más profunda que la que debería provocarnos una mera forastera. Rita nos remite a una viajera llegada del futuro, a una grieta entre dos dimensiones, a una invasora. Sus ojos y sus cámaras fotográficas nos revelarán, con mayor claridad, movilidad y minuciosidad, que el pueblito está detenido en el tiempo, sin jóvenes ni chicos. Los habitantes son hoscos. El cementerio está cerrado. La lista de muertos, en la pared de una pequeña iglesia, termina en 1976. Rita toma registros y avanza -sin angustia, como en un buen sueño- detrás de esos misterios. Misterios que más que ser revelados sugerirán distintas capas de sentido. El cruce de mundos se dará, como Murat explicó, bajo ciertos postulados del realismo mágico. Pero Murat también mencionó a Borges y en Europa, pobre Borges, lo incluyeron entre los impulsores del realismo mágico... Tal vez la alusión al autor de El Aleph se justifique si pensamos en El inmortal : el consuelo más sólido que existe contra la muerte. Historias... juega con la misma idea de este cuento: la eternidad personal nos conduciría fatalmente a la desidia absoluta; nuestra condición efímera le otorga sentido y belleza a la vida.
En su presentación por escrito del film, la joven directora brasileña Julia Murat cita influencias tan variadas que van del realismo mágico de Gabriel García Márquez al exquisito cine del japonés Hirokazu Kore-eda y del chino Jia Zhang Ke, del documental etnográfico a la fotografía y la pintura de Rembrandt y Caravaggio. Esta vez, el resultado artístico está en sintonía con (y podría decirse que a la altura de) semejantes referencias. Melancólica mirada al fin de una época, retrato sobre los choques generacionales pero también sobre el diálogo entre tradición y modernidad, Historias que sólo existen al ser recordadas está ambientada en un pueblo perdido en el medio de la nada y al borde de la extinción. Minimalista, lírica, enigmática, la ópera prima de ficción de Murat nos sumerge en ese mundo que está a punto de desaparecer (y que al mismo tiempo es redescubierto por el cine) de la mano de la relación que se establece entre la veterana Madalena (Sonia Guedes), una de las últimas habitantes de un enclave norteño que realiza cada día una lenta rutina que incluye amasar el pan, caminar por las vías de un tren que hace años ha dejado de pasar, y escribirle cartas a su difunto marido, y Rita (Lisa Favero), una joven y entusiasta fotógrafa que llega al lugar y decide quedarse para registrar a sus personajes y lugares (incluido el cementerio, que permanece casi siempre cerrado). Película de fantasmas, ensayo sobre la memoria y el paso del tiempo, Historias. se nutre del ajustado tempo que le imprime Murat y de la bellísima construcción visual (tanto en tomas diurnas como nocturnas) concretada por la realizadora en sociedad con el director de fotografía argentino Lucio Bonelli. Talento sudamericano para una pequeña joya, de esas que -lamentablemente- llegan muy de vez en cuando a la cartelera comercial.
Un pueblo de tiempos muertos La ópera prima de la directora carioca habla, como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y entre el poder de la religión y sus grietas. Todas las mañanas la misma escena. Tonio, el almacenero, le pide a Madalena, la panadera, que deje el pan en la canasta. Madalena no le hace caso y sin decir nada lo pone en la alacena. Tonio protesta: “Vieja testaruda”. Veinticuatro horas más tarde, lo mismo. Dejado de lado para siempre por el entorno, el tiempo y la economía, parecería que a la vida cotidiana del pueblito no le queda otra cosa que la repetición. La repetición y la muerte: sólo quedan viejos, los jóvenes se habrán ido todos. Un día una joven llega, de paso por la zona. No es que su llegada vaya a torcerle el destino al pueblo, pero tal vez produzca algunos cambios, pequeños en apariencia aunque quizá significativos. De repeticiones y tiempos cristalizados, de muerte y mutaciones pequeñísimas, casi imperceptibles, trata la coproducción brasileño-argentina Historias que sólo existen al ser recordadas. La ópera prima de Julia Murat (Río de Janeiro, 1979) habla también, siempre como sin decirlo, de relaciones entre lo viejo y lo nuevo, entre vida y fotografía. Entre lo que se entiende por atraso y lo que se llama progreso y, también, entre el poder de la religión y su agrietamiento. Ubicado en medio de una naturaleza tan exuberante como suele ser la brasileña, el pueblo, que la ficción mantiene anónimo, cuenta, por lo visto, con diez últimos pobladores, todos ellos de 70 para arriba. Los diez que van a la iglesia, único centro social del lugar, y que frente al sermón del cura se ubican siempre cinco de un lado, cinco del otro. No hay escuela en el pueblo (para qué, si no hay niños ni va a haber), no hay médico ni hospital, no hay bar y lo más parecido a un club es el andén abandonado, donde los varones se juntan a jugar algo semejante a las bochas. El andén está abandonado porque las vías lo están, signo por excelencia de que la aldea quedó a un costado de todo. Lo que hay es iglesia y cementerio. La iglesia está abierta y funciona a pleno. El cementerio, no. Dueño de la única llave, por algún motivo el cura quiere mantenerlo cerrado. Para los pobladores –tan sometidos a la mística y la magia como las tradiciones brasileñas en la materia lo indican– el que cerró el cementerio fue Dios, que “le dio la orden al cura”. La llegada de Rita, chica de ciudad y fotógrafa en blanco y negro, dueña de cámaras viejas, analógicas y caseras, producirá sobre Madalena, y sobre el pueblo en general, algunos cambios muy poco estentóreos, pero tal vez relevantes. Cambios e intercambios: ella fotografía a una Madalena que en sus últimos días parece renacer, mientras la anfitriona le enseña a hacer pan casero. Pausada, callada y carente de todo apuro, Historias que sólo existen... se impregna del clima del lugar. Clima húmedo y brumoso (la vegetación, la montaña), clima quieto, en el que no hace falta nombrar a la muerte para que se haga presente. Presente en el pasado (las cartas que Madalena escribe a su marido, como si todavía estuviera ahí), en el futuro (el pueblo está condenado), por lo tanto en un hoy que siempre parece pasado. Incluso cuando los pobladores se ponen a bailar un viejo tema folklórico, el tema es pura melancolía, los bailarines semejan fantasmas, el baile da la impresión de ser el último. Con una notable fotografía del argentino Lucio Bonelli (“comenzamos estudiando a Rembrandt y terminamos con Caravaggio”, dice, refiriendo a la transición entre brumas y noches cerradas, con luces temblorosas en medio del negro absoluto), podría objetársele al film de Murat algún exceso, que en medio de una propuesta tan minimalista como ésta hace algo más de ruido que lo normal. Exceso de hijos muertos (¿no bastaba con que hubieran partido?), de frases sentenciosas (aunque debe reconocerse, la gente de campo suele serlo), de alguna obviedad en el papel del cura como representante del reaccionarismo más cerril (“Los vicios de las mujeres son llorar, parir, coser y rezar”, afirma sin perder seriedad). Aun así, este film que pasó por los festivales de Venecia, Toronto, San Sebastián y Rotterdam, ganando premios en algunos de ellos, es climático, coherente y estimable, agregando un nuevo nombre –el de Julia Murat– a un panorama como el latinoamericano, al que los nombres a seguir no suelen sobrarle.
La muerte es el olvido En un pueblo situado en algún lugar de Brasil vive un grupo de viejos, junto a su sacerdote. Es un sitio aislado, alejado de la actualidad, en el que apenas quedan las vías de un tren que ya no pasa, y donde ni siquiera hay luz. Sus habitantes tienen una rutina muy pautada, aparentemente inalterable. Hasta que un día llega una joven fotógrafa, Rita (Lisa Favero), y le pide a la panadera del lugar, Madalena (una brillante Sonia Guedes), alojamiento por un par de días. No sin desconfiar, la mujer acepta recibirla en su casa, y así comenzará a alterarse la rutina del pueblo y su gente. Hay una suerte de misterio, además, que intriga mucho a Rita: el cementerio está cerrado, y desde hace muchos años en este pueblo parece no morirse nadie. No es un filme que atrape desde el principio. Por el contrario, el hincapié que hace su directora, Julia Murat, en mostrar la rutina de los viejos, filmando una y otra vez la misma escena, en distintos días, desde diferentes ángulos y encuadres, puede abrumar en un primer momento. Sin embargo, el espectador de a poco comienza a sentirse fascinado por la historia, el lugar, sus personajes, sus ritos, recorriendo el mismo camino que la muchacha. Se destaca por sobre todo el gran aprovechamiento de lo visual. El manejo de la iluminación es sobresaliente, generando los marcos para brindar el ambiente que cada escena necesita. La llama de una lámpara de aceite, la luz del día a través de las ventanas, o la oscuridad absoluta para escuchar mejor el ruidoso silencio de la noche. El valor de la fotografía para mantener la memoria de los ausentes es un tema recurrente en el filme. Madalena tiene una habitación llena de retratos, propios y ajenos, que fue rescatando para que no se pierda el recuerdo. Están además las fotos experimentales de Rita, sacadas mediante latas de los más variados estilos. En ellas los sujetos aparecen como imágenes fantasmagóricas sobre fondos más definidos. Aparentes juegos de la luz sobre la película fotográfica, en realidad tienen que ver con la historia, a la vez que señalan la fugacidad de esas personas. De todas las personas. Y es que a través de este uso discreto que Murat hace del realismo mágico, los temas de la película pasan por la vejez, la muerte, las diferencias entre generaciones, pero por sobre todo, la trascendencia, el legado. La verdadera paz radica en encontrar alguien que nos continúe, que nos recuerde. Poético, artístico, bellísimo, un filme que vale la pena ver.
Poética reflexión acerca de la memoria ¿Cuál es el secreto de esta pequeña película? Es lánguida, la mayoría de sus acciones se reitera con variaciones mínimas, en forma despaciosa, monocorde, y le parecen sobrar unos cuantos minutos. Pero sus personajes, sin hacer ni ser nada fuera de lo común, nos resultan simpáticos. Los días que transcurren, dulcemente apacibles. Y el lugar en que nada acontece, un vergel de cuento. O de otros tiempos. La acción, si así puede llamarse, transcurre en un pueblito perdido del enorme Brasil. Alguna vez integró el imperio de los cafetales, alguna vez pasaba el tren. Hace mucho. Ahora los durmientes se van hundiendo bajo el pasto, la naturaleza envuelve todo entre verdes, ocres y amarillos, sólo se oyen los pájaros y las conversaciones calmas (a lo sumo una simple y breve discusión ritual) de los pocos viejos que allí viven, y que viven de recuerdos y rutinas cotidianas. Salvando las alturas geográficas y las variedades botánicas, ese rinconcito escondido en una hondonada es como ese otro que «se esconde trepando los cerros» de la zamba de María Adela Christensen y Pérez Pruneda «Mi pueblo chico», que agradecía «Qué suerte que es chico mi pueblo,/ la gente ni sabe que existe». Y mezquinaba «Que nunca encuentren tus senderos/ los pasos de gentes de afuera./ Es nuestro el olor del poleo,/ el tomillo, el azahar y la menta». Hasta que un día aparece una mochilera. Trae su mocedad, su curiosidad, IPod, cámara digital, y también el gusto de experimentar con «pinholes», especies de protocámaras caseras que requieren un largo tiempo de exposición. Aparatos ideales, en este caso, para registrar a esos viejos que parecen demorar el paso del tiempo.Y ahí surge la intriga. Porque además de la zamba, esta película recuerda lejanamente un texto de Bioy Casares: «El perjurio de la nieve». Cierto, acá no hay nieve, ni viajero bruscamente enamorado de una joven encerrada por su padre, etc., y lo más seguro es que la directora ni lo conoce, pero ambas obras trabajan sobre mecanismos de parecida imaginación y reflexión acerca de la memoria, y ésta lo hace con un agradable tono poético, desde el título mismo en adelante. No corresponde agregar nada más. El resto, que lo vaya descubriendo plácidamente el espectador. Corresponde, eso si, elogiar a la directora Lucia Murat, sensible hija de una activa documentalista, y a los varios argentinos que la ayudaron: Lucio Bonelli, director de fotografía que hizo exquisiteces con la mínima luz artificial posible, Jorge Chechile, asistente de cámara, Facundo Girón, sonido directo, Paula Grandío, postproducción de imagen en Mandrágora, el laboratorio R+T/ Stagnaro, los equipos de Betaplus, las coproductoras Julia Solomonoff y Felicitas Raffo sobrevolando todo como ángeles, y el actor Ricardo Merkin para decir unas misas, porque hace de cura.
En un Macondo a la brasileña Un pueblo perdido en el tiempo. Donde Madalena (Sonia Guedes), olvidada de cumplir años amasa bollitos, tan escasos como sus vecinos que van a misa casi todos los días. Donde don Antonio (Luiz Serra) no puede evitar rezongar ante las mañas de Madalena, tan tozuda para ubicar los pancitos en su despensa de la manera en que él no quiere. Macondo brasileño sin generales, pero con un sacerdote llamado Josías y mujeres que como Madalena todavía leen y escriben cartas. Con la selva cercana, con caminos que nadie transita y cementerios cerrados con llave. Rutinas de eternidad a la que llega Rita (Lisa Favero), una joven con su cámara fotográfica, la que como esos vecinos, detiene el tiempo en sus placas, los embellece y de alguna manera les exhibe el alma, creando un lazo por el que transita el pasado y el futuro. REALISMO MAGICO Quien ve la película de Julia Murat, puede evocar lo que se conoció como realismo mágico y que García Márquez, o Juan Rulfo lograron llevar a la literatura. Relato poético, mínimo, austero, casi sin palabras, pero con conceptos bellos, como ese que susurra Madalena a la joven que mira los retratos en las paredes: "ellos se fueron y quedaron las fotos". Fotos que recuerdan un hijo muerto, el de esa mujer que amasa el pan. Con exquisita fotografía, encuadres pictóricos, sonido directo y algunos toques musicales tan sutiles como el filme, Murat maneja una cámara creadora de atmósferas, de movimientos lentos, casi morosos. Su guión es un modelo de precisión y sus personajes, casi evangélicos (Madalena invitando a la forastera a "sentir el pan" y lamentando no ver el alma de su esposo amado). Personajes casi emblemáticos, exactos en su composición y una Sonia Guedes, en el papel de Madalena, que alcanza su tope actoral en la fotografía final, donde vuelve a la juventud en un instante, cristalizado en la placa de la visitante.
Una ópera prima de una joven directora, Julia Murat, en una coproducción de Brasil, Argentina y Francia que es la mejor sorpresa de la semana, un documental sobre deseos y fantasmas, una mirada filosófica sobre el devenir del tiempo, un mundo que termina. Bella, delicada y poética.
La fotografía como clave en la memoria La memoria es una de las temáticas más abordadas por el cine latinoamericano a partir de los años 60’s. En su ópera prima, Julia Murat focaliza esta problemática mediante el conflicto generacional, ubicando la acción en un pueblo del norte de Brasil, lugar que parece haber sido olvidado por el tiempo. Con la llegada de Rita, una joven fotógrafa, la historia da un giro fundamental capturando en ese pueblo fantasma una nueva mirada -la suya- sobre el mundo y la vida. No es casual que la fotografía sea el elemento clave de la película. Más allá de la influencia estética, este recurso es utilizado fundamentalmente como registro de la memoria. Es el elemento disparador para recordar, investigar y sobre todo no olvidar. Al capturar con sus registros fotográficos, las existencias olvidadas de los habitantes de ese pueblo, sus historias volverán a ser recordadas. Esos registros tomados por el personaje son la clave de la memoria. Las imágenes que vemos en la película son consecuentes con esta idea. Al comienzo de la historia, las actividades rutinarias que realiza el personaje central, Madalena, se van desarrollando mediante cámara fija, planos largos, como remitiendo a una postal. Secuencias de acciones que se repiten con algunas pequeñas variaciones, un guión escaso en diálogos y ausencia de luz artificial en las escenas, son algunos de los recursos utilizados por la directora para materializar la detención del tiempo y lograr fielmente lo que la película quiere transmitir. El mundo de Madalena es un universo de postales fijas, detenidas, que corresponden a un pasado muerto. Rita, con su llegada, quiebra la estaticidad que vemos en la historia como en las imágenes, dándoles movimiento, color y vida.
La muerte atrapada en una imagen en la que siempre “vivirá” La literatura latinoamericana es rica en obras de realismo mágico y escritores como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges y hasta Mario Vargas Llosa son los mayores exponentes del género. Este estilo literario en cuyas obras el desarrollo narrativo continuamente dispara mensajes subliminales que no son dichos sino solamente sugeridos, ha sido una tentación irresistible para muchos cineastas, pero las dificultades de trasladar lo mágico a la pantalla de cine no han podido ser salvadas y han quedado en películas mediocres salvo escasas excepciones. Para confirmar la regla puede mencionarse como excepción a “Eréndira” basada en un cuento del ya mencionado García Márquez, que Ruy Guerra, director brasileño (nacido en Mozambique), filmó en 1983 para el cine mexicano y consiguió imprimir en pantalla todos los simbolismos esenciales para que el espectador comprenda los mensajes del escritor colombiano. Curiosamente, también de Brasil es la directora Julia Murat quien filmó “Historias que sólo existen para ser recordadas” con un guión “mágicamente impresionista” que ella misma escribió junto a María Clara Escobar y Jorge Sholl. Sinopsis de “Historias que sólo existen al ser recordadas” La acción se desarrolla en Jotuomba, un pueblo imaginario de Paraíba, una región brasileña que vivió en la década de los ´30 con gran esplendor y en la actualidad se encuentra en un estado de olvido y casi abandono. En el pueblo todo se ha detenido, todos los días se parecen a otros días y sólo tienen mínimas diferencias que justifican que sus habitantes, todos ancianos, continúen vivos. Madalena es uno de ellos. Diariamente amasa el pan que se vende en el “abarrotes” pueblerino, asiste a misa para escuchar el mismo sermón en medio de las mismas series de oraciones, y comparte la comida con sus vecinos en una mesa presidida por el sacerdote del lugar. Nada cambia hasta que llega al pueblo una joven fotógrafa y se hospeda en la casa de Madalena. Crítica y análisis En una película con lánguidos y repetitivos planos secuencia Murat hace una amarga aunque casi velada crítica a las políticas que dejan de lado, en espera de su desaparición, a sectores a los que llevan a la extraña situación de estar “muertos en vida”. La trama desarrollada con parlamentos repetidos lleva al espectador rápidamente a la conclusión de que todo lo que se vive en este mundo es efímero y sólo quedarán los recuerdos. La joven mujer que llega al pueblo puede traer un hálito de esperanza y sus fotografías atraparán lo que se está muriendo para que pueda ser recordado a través del tiempo. La directora Julia Murat contó con la participación de Lucio Bonelli como director de fotografía para lograr planos y encuadres perfectamente trabajados “a viejo” que hacen trascender desde el comienzo de la película el lineamiento de su trama principal. Todo el elenco realizó una labor homogénea, con lo que queda demostrada la capacidad para dirigir actores de la cineasta brasileña. Los intérpretes tienen el preciso physique du rol aunque no se basan en él para sus composiciones, sino que lo hacen con sus recursos expresivos que han sido aprovechados por la realizadora para interesantes planos de frente y en largos planos back. El filme puede resultar un poco lento y minimalista para el espectador común, pero el cinéfilo encontrará plasmado en la pantalla todo el espíritu del realismo mágico como poquísimas veces se encuentra en la cinematografía internacional.
Entre las grietas del tiempo ido En el cuento "La guadaña" Ray Bradbury daba cuenta acerca de cómo el personaje quedaba atrapado, enmarañado, desde el simple acto de segar trigo, en algo más, de claridad difusa, inevitable. Allí la consecuencia, el descubrimiento, lo que no podía ser más que de esa sola manera. Todo lo que hubo de suceder se revelaba como condición necesaria para un último golpe de guadaña inocente, el primero ahora de todos lo que por siempre habrían de sobrevenir. En Historias que sólo existen al ser recordadas se respira este mismo aire de lugar a ocupar, de situación que se desvanece, inasible, apenas perceptible. El ojo de la cámara fotográfica de la joven Rita (Lisa Fávero) podrá captar lo que ya casi nadie recuerda. La memoria se desvanece, se deshace, y la cámara de fotos se apresura a atrapar lo que apenas puede, metamorfoseando pálidos contornos y arrugas en grietas de paredes todavía más viejas. Esa fusión entre la avejentada Madalena (Sonia Guedes) y el blanco fantasma de la pared es esencia de la película. Uno se impregna en el otro, como si de -justamente- un proceso fotoquímico se tratase. El hacer fotográfico de Rita opera como develamiento y nexo entre estas generaciones apartadas en el tiempo, unidas en un mismo devenir, demarcado por el pan de la mañana, el café triturado, la misa repetida, la comida a horario. Acontecimientos reiterados pero, más aún, una miríada de detalles pequeños, todos necesarios para cumplimentar el ritual de siempre. La caja espectral fotográfica de Rita se asemeja, en este sentido, también y mucho a la del alter ego de Manoel de Oliveira en El extraño caso de Angélica (2010), con los suficientes ecos de Saramago que repiten sus estertores entre los habitantes pocos y muy viejos de este pueblito que se niega a la muerte. Ahora bien, lo que sucede en este intersticio de tumba mal cerrada, de grieta de lápida, es la película misma. Desde allí, entonces, su poesía. Un sabor dulce y de café amargo habrá de acompañar al espectador en este recorrido, familiarmente extraño. Casi surreal -y por eso tan cercana al espíritu de Manoel de Oliveira-, Historias que sólo existen... es capaz de alternar o, mejor, trocar ensueño por pesadilla, al procrear climas cercanos a lo siniestro, entre roperos de ropa recién planchada luego de décadas de arrugas, a la luz de velas parpadeantes, en el tacto de las dedos ante la masa húmeda del pan, en el aguardiente sólo para hombres, desde el silencio que se escucha, más la batería de un celular que no tardará en gastar su batería fuera de época.
Una Opera prima sensible que reflexiona sobre el pasado, el presente, sobre la memoria y la muerte. La fotografía y el arte de recordar historias. Sabemos que la magia de la fotografía reside la mayoría de las veces en la historia que nos cuenta. Porque las imágenes nos hablan, nos transmiten un sentimiento, una emoción y nos hacen reflexionar. Lucía Murat quería contar la historia de una mujer que deseaba morir, pero no podía hacerlo, porque el cementerio de su pueblo estaba cerrado. Con esta idea, no le quedaba otro camino que recurrir al realismo mágico, y justamente es el mundo de Rulfo, el referente elegido para llevar a cabo su deseo. Jotuomba es ahora, el nombre de un pueblo fantasma olvidado en el tiempo, donde todos los días sus habitantes, -que no se sabe si están vivos o muertos- repiten exactamente el ritual de sus existencias, probablemente porque todavía conservan alguna razón para vivir: como hacer el pan, escribir cartas a un marido muerto, compartir un café por la mañana, comer todos juntos, ira la iglesia. Son algunos de los rituales que lleva a cabo Madalena y Antonio por la mañana, usando las mismas palabras, los mismos gestos? la mínima vida. Hasta que aparece una joven fotógrafa llamada Rita, quien llega en busca de trenes oxidados, paredes enmohecidas, imágenes que transmitan alguna emoción para poder armar una historia, casi como el alter ego de su directora. En el Comala construido por Julia Murat los rostros de todos sus habitantes tienen la mirada fija, perdida, como esculturas talladas en madera, retratos olvidados, con muchode automatismo, resignación, miedo a hablar de la muerte y por sobre todo, miedo a vivir. Rita llega con su cámara y al fotografiar fisgonea y comienza a apropiarse de algún modo del pueblo y de sus gentes, y sus fotos son además una prueba de existencia de ese mundo. Algo así como experiencias capturadas, un modo de participar de la vulnerabilidad y la mortalidad de las personas y las cosas. Porque su recorte es testigo, no sólo del paso del tiempo y de las huellas del pasado, sino que seguramente será una ayudante de la memoria, que luego dará testimonio de lo que ?ha sido?. Historias que solo existen cuando son recordadas, ópera prima de Julia Murat, es un film sensible que reflexiona sobre el pasado, el presente, sobre la memoria y la muerte, todos aspectos de la rutina diaria de estos personajes que se han conformado con sobrevivir. Madalena será la primera en superar el miedo a la vejez, y en consecuencia tendrá la capacidad de no negar el ancestral miedo a la muerte, y en todo caso aprender a aceptarla como parte de la realidad, para poder vivir poder vivir el ahora, aunque dure minutos.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.